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TEORIA DEL VOTO ECONOMICO.
Manfred Nolte
El largo ciclo electoral español que se inició semanas atrás con los comicios
andaluces y que culminará con las generales, aún sin convocar, ha celebrado
ayer domingo su segundo examen, con las votaciones locales y autonómicas,
arrojando unos resultados que constituirán tema de encendido debate en los
próximos días o tal vez semanas. Cuento con la fe del lector para aceptar que
tales resultados eran obviamente desconocidos para el autor de estas líneas a la
hora de redactarlas, ya que los plazos editoriales exigen la remisión de los
escritos a la redacción con una antelación tal, que justifican el referido
desconocimiento.
Lógicamente, el argumento que sigue debería ser aplicable a unos resultados
que son los que son, debido a sus leyes inexorables, sin que su conocimiento
previo influya en su posterior justificación.
El voto es la base de todo sistema político de estirpe democrática, en el que los
electores deciden, en libertad, el carácter de la representación pública. La
morfología del voto es múltiple y compleja. Comenzaremos con el votante
emocional. En la decisión de este tipo de ciudadano, el desempeño del partido
votado es secundario comparado con una determinada misión o principios que
la sigla representa, principios que se reputan sagrados e irreductibles. Dicho
juicio hunde sus raíces en tradiciones de clase social, familiares, étnicas,
históricas o personales que han configurado un esquema emocional interior
perenne en el tiempo. Se es de tal partido ‘de toda la vida’. Es el voto ‘duro’ al
que se enfrenta el voto opositor, o sea, el voto duro de otros partidos. Este
colectivo carece de indecisos.
Seguidamente se abren las hipótesis tradicionales del voto en torno a la noción
del ‘clivaje’ (del inglés ‘cleavage’) que significa escisión o fisura y que cataloga a
los votantes en distintos bloques surgidos de la elección racional que estos
hacen de tal o cual partido, en función de las opciones que estos defiendan y en
el modo que estas encajen en sus propias preferencias y valores . El clivaje va
clasificando a los votantes en defensores o adversarios de un ideario, de una
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política, estrategia o simple acción política. Lipset y Rokkan han establecido
cuatro clivajes básicos de la civilización occidental en torno a las disyuntivas
centralismo-descentralización, confesionalidad-laicismo, empresariado-clase
trabajadora y moradores en grandes conurbaciones versus agricultores o
pueblerinos. Los idearios, lógicamente, pueden elevarse al infinito.
Pero el voto ha hallado una motivación fundamental en la economía como
centro de las preocupaciones sociales, caricaturizada en aquella frase de Perón
cuando sostenía que “de todas, el bolsillo es la víscera más sensible”. Frente a
los idealismos de mayor o menor pureza que sitúan el foco en los valores y en las
Instituciones y que son sensibles a la racionalidad de aspectos éticos, estéticos, o
medioambientales se alza el positivismo de aquellos individuos para quienes sus
intereses inmediatos y vitales explican, antes que otros factores, la conducta
social.
Schumpeter contrapuso capitalismo y democracia sugiriendo que el bien común
y la voluntad popular pueden disociarse debido a que los individuos anteponen
los intereses particulares a los valores comunitarios. El economista austriaco
reduce el ciudadano a un mero consumidor y la democracia se convierte en una
subasta en la que los caudillos políticos compiten por el voto que el votante les
otorga evaluando este último las ofertas que recibe y eligiendo la que considera
más ventajosa. La democracia se diluye en la microeconomía de las preferencias
del consumidor, aspecto que posteriormente Anthony Downs eleva a teoría
económica(‘economic voting’): el elector castiga siempre al Gobierno que ha
perjudicado sus intereses económicos y elige la alternativa que considera más
propicia para mejorar su propia situación relativa en el sistema. Por otra parte
la economía afecta no solo a los resortes subjetivos de la conducta humana en su
faceta de votante (arena electoral) sino que, ocasionalmente, es argumento para
la protesta ciudadana (arena reivindicativa). El segundo aspecto obviamente se
legitima en el primero y forma parte del voto de rebeldía o de castigo, que tienen
una última raíz económica. Dutch y Stevenson sostienen que la motivación
económica del voto es al menos de igual importancia que el factor ideológico, de
tal manera que lo material, el bolsillo, se sitúa en amplias capas sociales a igual
nivel que el corazón o el credo político.
De la influencia del factor económico surgen dos preguntas inmediatas: en
primer lugar discernir si el voto se centra en la memoria de lo pasado o en las
expectativas sobre el futuro, esto es, si a la hora de votar pensamos más en cómo
nos fue que en cómo nos irá. En segundo lugar el enfoque difiere al apuntar a la
evolución social de la economía como un todo (enfoque sociotrópico) o
meramente individualista(enfoque egotrópico).
Las incursiones analíticas en el ‘voto económico’ son aun exploratorias como
advierte Kriesi. Con el actual utillaje doctrinal no resulta sencillo explicar, por
ejemplo, por qué perdió Al Gore las presidenciales estadounidenses de 2000 en
un entorno económico favorable. De todas maneras, de los sucesos pasados
deberemos inducir algunos de los futuros.
Un repaso a las elecciones parlamentarias celebradas tras el colapso de Lehman
Brothers de 2008 en 30 países europeos (27 miembros de la UE, Noruega,
Islandia y Suiza) confirma las secuelas políticas de la crisis en términos de
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actuación del ‘voto económico’. En ellas, los partidos gobernantes fueron
castigados por las consecuencias negativas de la crisis, las políticas de
austeridad, tanto más severamente cuanto los electores les achacasen una
responsabilidad directa y específica en sus infortunios. Islandia, Irlanda,
Francia, Grecia, Portugal, Italia y España son casos de estudio aunque con
ajustes peculiares y motivaciones específicas, dependiendo de los contextos. En
algunos (Italia y Grecia) el tránsito se produjo primero de lo político a lo
tecnocrático, con cambios sucesivos, hasta la deriva hacia la izquierda radical en
el caso de Grecia. El 12 de mayo de 2010, el Presidente Zapatero, acosado por la
evidencia de la insostenibilidad de las finanzas españolas, anunció ante el pleno
del Congreso el mayor recorte presupuestario de la democracia hasta aquella
fecha, firmando, con ello, la posterior derrota electoral de su partido y
sentenciando su propia defunción política.
La rotación drástica –cambiar el signo del partido votado- alterna en
determinados países con la erosión de los partidos mayoritarios que, sin perder
mayorías relativas se ven obligados a formar coaliciones, escenario que parece
aplicable a España si se consolida, como parece, a lo largo del año electoral el fin
del bipartidismo. Análogamente los votantes pueden mostrar un resentimiento
hacia los partidos ‘clásicos’ y desviar su voto hacia nuevos partidos, en ocasiones
de signo populista, en particular en los países de Europa oriental con un sistema
de partidos más volátil y menos institucionalizado, aunque también en Europa
occidental se observan signos inquietantes de institucionalización de partidos
de dudoso talante democrático. También descubriremos en penúltimo lugar a
los abstencionistas, aquellos que nunca votarán. Finalmente los votantes más
desilusionados han apoyado alternativas ‘anti-partidos’, como las del cómico
Jon Gnarr en Islandia, Beppe Grillo en Italia o Manuel Coelho en Portugal.
En el contexto español de una economía que remonta decididamente una crisis
brutal, las pautas señaladas tejerán las futuras consultas, y tampoco será difícil
discernirlas en los resultados de los comicios de ayer.