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César Humberto Arias Pabón
EL DESARROLLO HUMANO SOSTENIBLE Y NUESTRA VIABILIDAD COMO NACION
Nómadas (Col), núm. 9, septiembre, 1998, pp. 213-222,
Universidad Central
Colombia
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Proyecto académico sin fines de lucro, desarrollado bajo la iniciativa de acceso abierto
213NÓMADAS
EL DESARROLLO
HUMANO SOSTENIBLE
Y NUESTRA VIABILIDAD
COMO NACION
César Humberto Arias Pabón *
Aunque el nuevo paradigma del desarrollo sostenible tiene connotaciones
sobre todo de índole económica para la mayoría de los países, en el caso colom-
biano trasciende esta dimensión e implica profundas modificaciones en nuestro
proyecto histórico como nación. Es muy difícil involucrar valores relativos al
respeto por el entorno natural en una cultura que no cultiva la tolerancia, que
no aplica soluciones pacíficas a los conflictos y que no se quiere ni a sí misma,
como sabiamente lo acotaba hace unos días nuestra gloria literaria Gabriel
García Márquez. En nuestro país, entonces, más que al desarrollo sostenible
nos debemos referir al desarrollo humano sostenible, donde la educación jugará
un papel fundamental, en el intento histórico por crear las condiciones para
que la sociedad colombiana tenga viabilidad interna y validez ante la comuni-
dad internacional, de cara al próximo milenio.
* Físico nuclear, Ingeniero geógrafo, especializado en Hidrología, MSc. en investigación
y docencia, MSc. en Dirección universitaria. Decano fundador de la Facultad de Inge-
niería en Recursos Hídricos y Gestión Ambiental de la Universidad Central, actual
director de Programas de Postgrado en Medio Ambiente de la misma universidad.
NÓMADAS214
Antecedentes
Junto con muchas otras inquietudes que a través
de la historia de la humanidad han preocupado al hom-
bre, su interrelación con el mundo que le rodea ha
sido materia de diversos enfoques y definiciones, den-
tro de los cuales podemos ubicar los orígenes de la
problemática ambiental que hoy afrontamos, en ple-
no umbral del nuevo milenio.
Desde el punto de vista religioso, la concepción
cristiana del mundo eleva al hombre a la dignidad de
Dios, al haber sido creado “a su imagen y semejanza”,
relegando la naturaleza a elemento expósito que le
pertenece por derecho propio. Este enfoque fue ava-
lado filosóficamente por el antropocentrismo carte-
siano, que considera al hombre como sujeto dueño y
señor de la naturaleza, y a ésta como objeto puesto
incondicionalmente a su servicio.
Esta orientación ha sido el común denominador
en los modelos de desarrollo, con énfasis especial a
partir de la Revolución Industrial. Al paso del tiempo
generó una contradicción entre el progreso material y
la conservación, los cuales han sido combinados tan
raras veces que frecuentemente parecen incompati-
bles; incluso suele afirmarse que lo son.
En esta corriente de pensamiento se encuentra fir-
memente apoyada nuestra civilización, como lo co-
rrobora el patrón actual de desarrollo, que se
caracteriza entre otros aspectos por prejuicios y defor-
maciones mentales y culturales como aquellos que
inducen al consumismo compulsivo, al desprecio
irreflexivo de los recursos, a la contaminación irres-
ponsable, a la descarga displicente de desechos no
biodegradables y a muchos otros atentados contra el
ambiente y la calidad de la vida humana.
Tal situación ha hecho crisis sobre todo en los últi-
mos treinta años, desde cuando la humanidad comen-
zó a comprender que la naturaleza no estaba en
capacidad de proveer recursos ilimitados y que los
daños causados al entorno, por su explotación irra-
cional, se hacían irreversibles ante la magnitud de su
impacto.
En principio se trató de problemas que afectaban
las comunidades locales o regionales como la
deforestación, la contaminación de aguas, la
desertización, el hacinamiento, etc. No obstante, la
sumatoria y la frecuencia de estos hechos aislados se
han convertido en dificultades mayores, que ya ame-
nazan la existencia de la especie, como la destruc-
ción de la capa de ozono, el calentamiento global
por el efecto invernadero, la lluvia ácida, la extin-
ción de especies animales y vegetales y una reduc-
ción sensible de las reservas alimentarias y de agua
dulce.
En la sociedad industrial avanzada, la interacción
dinámica entre demanda social y oferta natural toma
formas altamente complejas, mientras los problemas
ambientales ponen en peligro la biosfera en su totali-
dad, hecho que ha obligado a enfrentar esta amenaza,
entre otras estrategias, mediante la formulación y pues-
ta en práctica de un nuevo paradigma: El desarrollo
sostenible.
Concepto
El desarrollo sostenible es una especie de compro-
miso de solidaridad intergeneracional, que permite a
la actual generación utilizar los recursos naturales para
suplir sus necesidades, pero la condiciona a que lo haga
de una forma tal que garantice la disponibilidad de
esos recursos para que las generaciones futuras, a su
vez, suplan las suyas.
Desde luego que no se trata de renunciar a los
beneficios que nos ha reportado la civilización en aras
de un naturalismo a ultranza, primitivo y silvestre,
pero tampoco de utilizar indiscriminadamente la tec-
nología contemporánea, arrasando sin contemplacio-
nes el entorno natural. La idea es conciliar los dos
conceptos, imaginando alternativas para que el fun-
cionamiento de la sociedad se base en imperativos
éticos, no económicos, a fin de avanzar en la bús-
queda y concreción de un tipo de bienestar que sea
socialmente justo, económicamente factible y
ecológicamente adecuado.
Así es posible diferenciar el desarrollo del creci-
miento, pues no sólo se producen cambios cuantitati-
vos sino también, y principalmente cualitativos,
cambios que se generan tanto en los niveles de bienes
y servicios como en la sociedad vista de modo total.
215NÓMADAS
En este orden de ideas, hablar y reflexionar sobre
medio ambiente no es una referencia exclusiva al pro-
blema de la contaminación, o al calentamiento global
o a los agujeros en la capa de ozono; incluye primor-
dialmente pensar acerca del ser humano y su ubica-
ción en el cosmos; es reconocer que somos una especie
en una senda de la evolución cuya multiplicación se
ha dado a expensas de otras especies; es situarnos en
la historia natural del planeta, de la que constituimos
un ínfimo capítulo, y mirar hacia el pasado para ima-
ginarnos los futuros. En fin, hablar de medio ambiente
es volver a las preguntas aparentemente elementales,
pero que siempre han inquietado al ser humano: ¿Para
qué la vida? ¿Cuál es el sentido de la existencia? ¿Cuál
es nuestro papel en este planeta? ¿Cuál nuestra res-
ponsabilidad?
Implica, también, una evolución conceptual del
antropocentrismo hacia el biocentrismo; tomar con-
ciencia de que al discurso de la asignación eficaz de
recursos escasos, se sobrepone el de la supervivencia
de la especie y la maximización del bienestar en que
aquella debe darse. Tal es el marco que contiene la
tesis del dominio responsable del entorno, que no des-
conoce al hombre la calidad de amo de la naturaleza,
pero que lo hace responsable del uso moderado de sus
recursos.
En este sentido cobra plena vigencia la máxima
pitagórica según la cual el hombre no es sólo aquel
que está en su propia piel, sino también aquel que
está fuera de ella. Reconocidos los límites del princi-
pio antropocéntrico que impiden considerar al hom-
bre como lo único valioso –toda vez que no es lógico
asumir lo desarraigado de la naturaleza– y en el enten-
dido de que más bien es parte integrante de ella, se
impone una ampliación del valor del hombre, exten-
dido a la naturaleza, en la medida de que su existencia
depende de la del mundo.
El biocentrismo es, entonces, la manifestación de
una ética que, sin perder al hombre como eje –por la
supremacía que le otorga el estar dotado de concien-
cia y voluntad–, lo proyecta como fuerza integradora
para hacer del vocablo humanidad un concepto que
incluya los suelos, las aguas, las plantas y los animales,
y de la naturaleza un valor que el hombre debe salva-
guardar y respetar. Este es quizá el significado de lo
que se ha querido conceptualizar al hablarse de desa-
rrollo sostenible.
Ahora bien, en uso de la inveterada costumbre de
acuñar términos y expresiones en esloganes sonoros,
los expertos en la temática ambiental se refieren de
manera indiscriminada al desarrollo sostenible o al
desarrollo humano sostenible, bajo la premisa de que
se trata del mismo concepto. Yo no lo creo así. La
diferencia radica en involucrar la dimensión humana
en el desarrollo sostenible, para avanzar hacia el gran
paradigma de la valoración de la vida humana en sí
misma y no simplemente en cuanto a la capacidad de
las personas para producir bienes materiales, y para
garantizar que las agendas de desarrollo se basen en
una ciudadanía que colabora y participa; que se pre-
ocupa por los demás; que es respetuosa de los deberes
y derechos tanto propios, como de los otros, inclu-
yendo los de las generaciones futuras. Es precisamente
en cuanto a estos aspectos que se puede identificar el
drama colombiano.
Nuestra encrucijada
Aunque desde 1974 el país cuenta con el Código
de Recursos Naturales y de Protección del Medio
Ambiente (uno de los más avanzados del mundo), el
desarrollo sostenible y el derecho a disfrutar de un
ambiente sano fueron elevados a la máxima jerarquía
jurídica a través de la Constitución de 1991 y en 1993
se crearon el Ministerio del Medio Ambiente y el Sis-
tema Nacional Ambiental –SINA–, el capital huma-
no para consolidar el desarrollo humano sostenible
como proyecto nacional a largo plazo se encuentra
seriamente comprometido desde cuando Colombia
tomó partido por una sola manera de valorar la reali-
dad: la del beneficio económico sin Dios ni ley.
El capital humano recoge la educación formal, el
adiestramiento, la salud, la formación de los valores
individuales y busca incentivar, promover y generar
la capacidad y la habilidad del individuo para inte-
grarse a una sociedad y resolver sus problemas. Se re-
quiere entonces enfatizar en la excelencia del
conocimiento, de la ciencia y de los avances tecnoló-
gicos, pero en el caso de Colombia, para obtener el
máximo potencial de su capital humano, tanto o más
importante que lo anterior es la educación para la
convivencia, para la tolerancia y para la concertación
como caminos para entretejer solidaridades y conse-
guir la paz, entendida no como la ausencia de conflic-
NÓMADAS216
tos sino identificada con métodos pacíficos, legales y
democráticos para resolverlos.
La política ambiental del gobierno expresada en
la estrategia de promoción de una nueva cultura del
desarrollo, de mejoramiento de la calidad de vida, de
una producción limpia, de una gestión ambiental sos-
tenible, y en los programas de protección de los
ecosistemas estratégicos, mejor agua, mares y costas
limpios, más bosques y mejores ciudades, no tienen
sentido alguno y no dejarán de ser simple retórica es-
crita, mientras los recursos espirituales del hombre
colombiano permanezcan categorizados como «espe-
cies exóticas en vía de extinción».
El poeta William Ospina lo describió con claridad:
¿Cómo se sostiene una sociedad en la que todos sa-
ben que prácticamente nada funciona? Desde los
teléfonos públicos que no sirven para hacer llama-
das hasta los puentes que no sirven para ser usados
y los funcionarios públicos que no sirven para aten-
der a las personas y las fuerzas armadas que no sir-
ven para defender la vida de los ciudadanos y los
jueces que no sirven para juzgar y los gobiernos que
no sirven para gobernar y las leyes que no sirven
para ser obedecidas, el espectáculo que brindaría
Colombia a un hipotético observador bieninten-
cionado y sensato sería divertido, si no fuera por el
charco de sangre en que reposa1
.
Desde luego no pretendo ofrecer soluciones a esta
compleja problemática. No obstante, y como sin duda
estaremos de acuerdo en que el país que tenemos no
es el país que queremos, presento las siguientes inquie-
tudes para invitarlos a que abordemos una profunda
reflexión, con el fin de ir ubicando las puertas, de ir
perfilando las salidas.
Perplejos nos hallamos ante la preocupante crisis
nacional, cuya tendencia más marcada es olvidarnos
de que la ética es un concepto universal y absoluto.
La teoría de la relatividad la hemos sacado de los claus-
tros académicos en donde aún se intentan aplicacio-
nes especializadas en los campos de la física y de la
astronomía, para transformarla sin recato en una he-
rramienta deletérea de uso cotidiano en los más
disímiles aspectos. Nos referimos entonces a situacio-
nes más o menos honestas, como si ello tuviera algún
significado, como si la honestidad no fuera integral e
indivisible. Queremos convertir aquello de que el fin
justifica los medios en el imperativo categórico de la
sociedad y en uso de un pragmatismo insuficientemente
entendido, evidenciar la disponibilidad a negociarlo
todo, bajo el pretexto de que lo importante es, enton-
ces, acordar el precio adecuado.
Así, nos hemos convertido en maestros en el arte
de la invención de disculpas, de motivaciones, de ra-
zones para no asumir con conciencia los compromi-
sos. Aunque el asombro es una característica humana,
la capacidad ya no de sorpresa sino de espanto del
hombre colombiano ha sido socavada por los frecuen-
tes hechos de corrupción, impunidad y violencia, en
un país que se sumerge irrefrenable en mañanas san-
grientas, con el pan diario de la muerte en cada vuelta
de esquina.
Por eso el tipo de sociedad que prevalece hoy en
nuestro suelo, muestra manifestaciones inequívocas de
agotamiento. La falta de responsabilidad, seriedad y
rigor en las tareas que acometemos, se refleja en la
pérdida de vigencia del paradigma ético, en los aten-
tados soterrados o explícitos contra el estado de dere-
cho y en la aplicación sin criterio de un modelo
socioeconómico mezquino y excluyente. Parece no
impresionarnos siquiera el hecho de que en este país,
cotidianamente nos estamos jugando no sólo la super-
vivencia individual sino la sostenibilidad institucional.
Aparentemente, en medio de esta vorágine, se nos
refundió la capacidad de reacción.
Los asuntos de la legitimidad
De acuerdo con lo expuesto pienso que el proble-
ma fundamental de Colombia es la ilegitimidad y en
consecuencia la falta de factibilidad de su proyecto
histórico, situación que significa además la falta de
credibilidad de sus instituciones políticas, económi-
cas, sociales, educativas, religiosas, etc. La legitimi-
dad de los estados en general y de las que han dado en
llamarse las «fuerzas vivas» en particular, sólo se pre-
senta en la medida que cumplan con su función, en
que sean socialmente útiles. Un gobierno puede tener
un origen legítimo obtenido a través de votaciones
mayoritarias en las urnas, pero esa circunstancia no es
condición suficiente para preservar su autenticidad.
Debe demostrar que sigue siendo capaz de mantener
217NÓMADAS
NÓMADAS218
219NÓMADAS
la viabilidad del sistema, que no actúa en contravía
de las aspiraciones de progreso de la comunidad. Es
claro que la legitimidad se cuestiona cuando las insti-
tuciones que la poseen, empiezan a costar más de lo
que retribuyen a la sociedad.
En ese orden de ideas corresponde al Estado ga-
rantizar unas condiciones internas de desarrollo y
equidad que le permitan participar con éxito en el
nuevo esquema internacional, a través de una eco-
nomía sólida, de una adecuada distribución del in-
greso, de ambientes educativos propicios para el
avance de la investigación, la ciencia y la tecnolo-
gía, pero tal vez lo más importante, de una organiza-
ción política que permita la participación de todas
las fuerzas sociales para que en el contexto de la aper-
tura económica, del incremento en la productividad,
de la modernización del Estado, de la racionalización
de los recursos, de la innovación tecnológica y del
rediseño del trabajo, ofrezca a las personas ser co-
artífices y co-responsables en el desarrollo del espíri-
tu empresarial y en la armonización del trabajo
intelectual y manual. Este es el punto álgido en el
caso colombiano; mientras sean demasiado elevadas
las magnitudes de pobreza en nuestro medio, la de-
mocracia es apenas una caricatura plagada de injus-
ticia, fenómeno que a su vez impide que la sociedad
colombiana madure y se prepare para manejar sus
problemas sin recurrir a la violencia.
Este es el meollo de la cuestión. Hay un hilo con-
ductor en toda la historia de la nación, desde los albo-
res del descubrimiento hasta la época actual en los
umbrales del tercer milenio: las guerras fratricidas, la
intolerancia, los espíritus siempre armados y dispues-
tos a arremeter contra la vida de quien consideramos
el contrario. Este sino que nos marca con su impronta
indeleble ante la comunidad internacional, no puede
considerarse coyuntural o pasajero porque ha sido una
constante en la formación de nuestra nacionalidad.
En su erradicación, requisito sine qua non para inten-
tar adentrarnos en la construcción de una sociedad
moderna, han fracasado todas las instituciones y en
medio de esa tragedia surge el problema fundamental
de su ilegitimidad y la falta de viabilidad del proyecto
social colombiano. Veamos.
El Estado ha fracasado porque en ninguna época
de nuestra historia ha logrado la capacidad de garan-
tizar las condiciones mínimas sobre las que se pueda
establecer una sociedad civilizada: la seguridad para
la honra, los bienes y la vida de los ciudadanos. La
crisis de liderazgo democrático nos ha conducido a
unas relaciones interpersonales e interinstitucionales
signadas por el paternalismo o el autoritarismo.
Estanislao Zuleta, el lúcido pensador colombiano,
plasmó en sus diversos escritos este infortunio. Acos-
tumbrado al caudillo mesiánico y dogmático, el hom-
bre colombiano obvió el ejercicio de sus
responsabilidades sociales a través del fácil expedien-
te de endosárselo al oportunismo de una clase diri-
gente, más dada al usufructo de las ventajas que tal
posición les otorga y a la consolidación de sus intere-
ses particulares, que a la búsqueda de soluciones per-
durables para los numerosos males de los cuales
adolece la comunidad. Esa pasividad lo acostumbró
a recibir como dádiva lo que le corresponde por de-
recho, a acatar resignadamente la autoridad sin cues-
tionar su legitimidad. El hombre colombiano no
solamente hipoteca en otros la definición de su pro-
pio destino, la construcción de un valioso y enrique-
cedor proyecto de vida, sino que se abstiene de
pedirles cuentas por sus acciones. Tal situación se
refleja entonces en algo más aberrante y es la actitud
de evasión ante la angustia de pensar y conceptuar
por sí mismo. El proceso de creación intelectual es
casi siempre difícil y doloroso y ese sufrimiento nos
lo ahorra el líder. Así las cosas simplemente acepta-
mos el cinismo de la argumentación justificativa de
quienes detentan el poder.
La crisis del paradigma ético acabó con el concep-
to de la buena fe, con el valor de la palabra empeñada
y con la transparencia de actos y sentimientos. En la
actualidad la norma que garantiza el éxito, la regla de
oro, es la terrible dialéctica de la viveza, vale decir la
actitud de no dejar pasar las oportunidades de conse-
guir el ideal particular de vida, sin importar lo que se
tenga que hacer para obtener el objetivo; en conse-
cuencia no hay solidaridad ni colaboración para em-
presa común alguna. Hoy la sociedad no encuentra
referentes sociales y culturales para la autorregulación
y el control en el ejercicio de los derechos y de los
deberes individuales y sociales. Por esta razón es tan
difícil la lucha contra la corrupción y la impunidad. A
estos males que tienen postrada a la nación se les de-
rrota con el control social, siempre y cuando la socie-
dad civil se apersone de vigilar la administración de la
NÓMADAS220
cosa pública a través de diversas manifestaciones de
veedurías ciudadanas.
La acción pastoral de la Iglesia, en su misión fun-
damental de fortalecer la vida espiritual de la nación,
mediante el enriquecimiento espiritual de cada uno
de los creyentes, también está en deuda. El discurso
religioso ofrecido por sus representantes durante los
últimos cinco siglos no ha tenido mayores resultados.
No obstante los preceptos éticos del cristianismo, nos
encontramos en la actualidad con el hecho de que las
aterradoras cifras de asesinatos, secuestros, desapari-
ciones, asaltos, emboscadas, amenazas, violaciones y
torturas, apenas alcanzan a ser asimiladas por una so-
ciedad sitiada por la violencia y la impunidad.
Nuevamente y de manera incomprensible identi-
ficamos una situación contradictoria, difícil de expli-
car: la nación colombiana es simultáneamente la más
violenta del mundo y una donde los índices de fervor
religioso alcanzan los límites del fanatismo, con una
población creyente y practicante del catolicismo, que
señala como su imperativo categórico el respeto por
la vida humana. Aún con la orientación moral de la
Iglesia, la nación no ha podido encontrar los caminos
para asumir un debate dialéctico y racional de las di-
ferencias. La eliminación física de los adversarios es
una práctica común en estas latitudes, en un territorio
donde los diversos grupos de conciudadanos no han
podido entender que en su prodigiosa diversidad está
la fuente de su riqueza y de su fortaleza.
Las incidencias negativas de tal estado de cosas no
se circunscriben a las esferas económicas, políticas o
sociales. Hay consecuencias adicionales de extrema
gravedad, que podrían catalogarse como el impacto
ambiental de la violencia. La contaminación de aguas
y suelos por los derrames de hidrocarburos, resultado
de los atentados terroristas a los oleoductos; la degra-
dación de ecosistemas selváticos de indudable impor-
tancia para el equilibrio ambiental global, producto
de las fumigaciones indiscriminadas para erradicar
cultivos “ilícitos”; los incendios forestales y las inade-
cuadas prácticas agropecuarias, provocados por la ig-
norancia ecológica generalizada de los colonos,
problema incrementado sustancialmente por el actual
fenómeno de los desplazados; las luchas sempiternas
por la propiedad de la tierra, que afectan ecosistemas
cuya riqueza en términos de biodiversidad ni siquiera
ha sido válidamente dimensionada, amén de las pési-
mas condiciones ambientales de nuestras metrópolis,
con sus cinturones de miseria y su contaminación at-
mosférica, son algunos de los indicios más relevantes,
que nos inducen a pensar que el deterioro ambiental
de nuestra patria, es como todo lo demás, el resultado
de la pobreza espiritual del hombre colombiano.
Ante semejante panorama, cuyas manifestaciones
más inquietantes las constituyen el relativismo ético
convertido en columna vertebral de la sociedad; el
interés individual que prima sobre el interés general
en la práctica de la política; la inercia colectiva popu-
lar que impide a la sociedad civil ser partícipe de la
creación de su propio destino; la beligerante insania
armada de grupos guerrilleros convertidos en boyan-
tes empresarios del delito, que se resisten a entender
que la tolerancia de ideas distintas a las propias no
sólo es una necesidad en una sociedad moderna, sino
probablemente la mejor manera de avanzar en el co-
nocimiento de la comunidad y de sus problemas; el
maniqueísmo religioso que en nada contribuye al de-
bate racional de las diferencias, nos va quedando como
salida la construcción y consolidación de un coheren-
te proyecto educativo. Bien lo señaló la Misión Na-
cional para la Modernización de la Universidad Pública
en su informe final del año 1995:
Educar no es solamente adiestrar y mejorar la capa-
cidad de competir e innovar, es algo más profundo.
Es formar hombres de bien y ciudadanos solidarios,
alegres y participativos, enriquecidos por las tradi-
ciones culturales y por los avances científicos y tec-
nológicos. El fin del proyecto educativo debe ser el
encuentro de valores morales comparativos, de un
nuevo paradigma ético con reglas de juego claras,
acatables, confiables y democráticas2
.
Indudablemente la problemática es compleja. Es
válido sin embargo pensar que no nos encontramos
frente a un punto de inflexión que marque el inicio de
una tendencia aún más declinante, sino que se trata
de un período de transición, de una oportunidad para
reorientarnos y tomar nuevos alientos. El curso histó-
rico de los pueblos no parece estar predeterminado.
Más bien se hace y se rehace a medida que surgen
directivas visionarias, capaces de proponer soluciones
acertadas ante los retos que se presentan. Como la
situación es de gran incertidumbre, se hace necesario
comenzar por interpretar la verdadera magnitud y la
221NÓMADAS
naturaleza de los problemas que nos afectan y las po-
derosas fuerzas que condicionan el acontecer nacio-
nal. Es crucial iniciar una indagación conducente a
explorar nuevos cursos de acción, identificando pro-
cedimientos que nos eviten el tránsito por rutas ya
probadas como ineficaces. Replantear nuestro defec-
tuoso comportamiento exige un cambio dramático en
todo sentido, pues sólo una modificación radical pue-
de hacer viable la corrección. Si logramos clarificar el
camino, aunar voluntades y actuar solidariamente, el
pasado e incluso el presente no serán más que una
experiencia de duro aprendizaje en nuestra historia.
En consecuencia debemos imponernos unas líneas de
conducta individual y colectiva que nos permitan
impedir que sigan prevaleciendo la venalidad y la
ineficiencia; aún es tiempo de actuar para que la co-
rrupción no pase la línea del no retorno. Por trivial
que parezca, es hora de plantearnos en todo su signifi-
cado el viejo dilema hamletiano: Ser o no ser, he ahí
la cuestión.
Es precisamente en este punto donde adquiere
importancia la proyección social de la universidad para
el siglo XXI. Aparte de su función profesionalizante,
el objetivo primordial de la universidad es generar
nuevos conocimientos que amplíen el horizonte de la
ciencia y la investigación. Si hemos identificado que
la humanidad se encuentra en los umbrales de la era
del conocimiento, la universidad es la institución so-
cial que por antonomasia debe liderar ese avance, pues
el conocimiento ha sido históricamente la razón de su
ser y su quehacer.
Tratando de ubicarnos en el origen de la civiliza-
ción, es posible determinar que la ciencia y el ansia de
conocimientos del hombre nacieron de la necesidad
de la demostración a través de la confrontación de
diversos conceptos. Así las cosas, también es posible
observar que la confrontación de ideas sólo ha sido
posible en organizaciones sociales ideológicamente
pluralistas, que no basaban su funcionamiento en dog-
mas intocables y sagrados, pues en tal situación no se
habría entrado a discutir si los conceptos eran falsos o
verdaderos sino que regiría una catalogación entre lo
ortodoxo y lo herético, con la consecuente limitación
al pensamiento. En este orden de ideas puede con-
cluirse que en la democracia está el origen de las cien-
cias. La libertad de pensamiento que proporciona la
democracia, ante la imposibilidad de imponer una
autoridad intocable e indiscutible, es la que nos obli-
ga a discutir y demostrar lo verdadero. Con claridad
lo expuso en alguna ocasión Estanislao Zuleta: «Apren-
der a demostrar, porque no se puede imponer, es decisivo
para la ciencia»3
. La necesidad de la demostración sir-
vió para que todo el acervo del conocimiento huma-
no fuera fluyendo de las castas secretas y de los libros
herméticos, al manejo abierto. La ciencia entonces,
por definición, debe ser accesible y democrática; un
bien común, no la propiedad exclusiva de algunos sec-
tores de la población.
Visto entonces que la intolerancia y el relativismo
ético característicos de la cultura colombiana nos han
llevado irremediablemente a la violencia y a la co-
rrupción, condiciones en las cuales es improbable la
creación, el funcionamiento y el fortalecimiento de
espacios democráticos, necesarios a su vez para el cul-
tivo, el desarrollo y el enriquecimiento de la ciencia y
la investigación, actividades estas últimas razón de ser
de la universidad, parecería que en el actual escenario
y discurrir de la vida nacional, es ilógica la existencia
de la universidad, porque no se evidencian sus apor-
tes para superar la crisis total que nos carcome. Allí
aparece el reto. La universidad colombiana está en
mora de rescatar su protagonismo, de recuperar sus
espacios perdidos, de liderar el proceso de restaura-
ción moral de la nación a través de una educación
que consulte la realidad nacional, de desarrollar sus
procesos de enseñanza-aprendizaje con base en el apoyo
a la duda, a la contradicción de criterios, a la demos-
tración, lejos de la intelectualidad desierta propia del
discurso dogmático, de recobrar y fortalecer el plura-
lismo y la discusión vital y enriquecedora. He ahí su
proyección social para que tenga algún sentido hablar
de la «formación de profesionales en la democracia, la
cultura y el humanismo», todo ello enmarcado en una
clara concepción del desarrollo humano sostenible,
para que el proyecto histórico de la nación tenga via-
bilidad a largo plazo, por una razón apenas elemental:
si descuidamos nuestro entorno, no habrá tierra en
donde construir la paz para los hombres de buena vo-
luntad.
Obsérvese: es muy grande el desafío; implica un
compromiso ético-social de la sociedad en general y
de las instituciones de educación superior en particu-
lar. En efecto, los criterios expuestos son aplicables a
docentes y alumnos, egresados y graduados, ejecuti-
NÓMADAS222
vos y colaboradores, industriales y académicos, por-
que para avanzar en la construcción de un proyecto
histórico nacional, se requieren sujetos o ciudadanos
que lo generen a partir de la afirmación de los valores
humanos de personalidad, para promover la forma-
ción integral de personas solidarias y cooperadoras en
lo social; participativas y tolerantes en lo político; pro-
ductivas y competentes en lo económico; respetuosas
de los derechos humanos; conscientes del valor de la
naturaleza y de la comprensión, la cooperación, la
convivencia y la paz nacional e internacional, si he-
mos de ponderarnos como sociedad civilizada. De to-
das formas nos queda la esperanza de que el futuro nos
brinde las posibilidades de ejercer profundos y verda-
deros liderazgos, basados en la convicción más que en
la coerción, para acercarnos a la hora en que este país
pueda fundir lo deseable en lo posible y lo posible en
lo real.
Citas
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VIDART, Daniel, Filosofía ambiental, Segunda edición, corregida y
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ZULETA, Estanislao, Colombia: Violencia, democracia y derechos hu-
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————, Elogio de la dificultad y otros ensayos, Bogotá, Fundación
Estanislao Zuleta, 1994.

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Desarrollo humano sostenible y nuestra viabilidad como nacion

  • 1. Disponible en: http://www.redalyc.org/articulo.oa?id=105114273020 Red de Revistas Científicas de América Latina, el Caribe, España y Portugal Sistema de Información Científica César Humberto Arias Pabón EL DESARROLLO HUMANO SOSTENIBLE Y NUESTRA VIABILIDAD COMO NACION Nómadas (Col), núm. 9, septiembre, 1998, pp. 213-222, Universidad Central Colombia ¿Cómo citar? Fascículo completo Más información del artículo Página de la revista Nómadas (Col), ISSN (Versión impresa): 0121-7550 nomadas@ucentral.edu.co Universidad Central Colombia www.redalyc.org Proyecto académico sin fines de lucro, desarrollado bajo la iniciativa de acceso abierto
  • 2. 213NÓMADAS EL DESARROLLO HUMANO SOSTENIBLE Y NUESTRA VIABILIDAD COMO NACION César Humberto Arias Pabón * Aunque el nuevo paradigma del desarrollo sostenible tiene connotaciones sobre todo de índole económica para la mayoría de los países, en el caso colom- biano trasciende esta dimensión e implica profundas modificaciones en nuestro proyecto histórico como nación. Es muy difícil involucrar valores relativos al respeto por el entorno natural en una cultura que no cultiva la tolerancia, que no aplica soluciones pacíficas a los conflictos y que no se quiere ni a sí misma, como sabiamente lo acotaba hace unos días nuestra gloria literaria Gabriel García Márquez. En nuestro país, entonces, más que al desarrollo sostenible nos debemos referir al desarrollo humano sostenible, donde la educación jugará un papel fundamental, en el intento histórico por crear las condiciones para que la sociedad colombiana tenga viabilidad interna y validez ante la comuni- dad internacional, de cara al próximo milenio. * Físico nuclear, Ingeniero geógrafo, especializado en Hidrología, MSc. en investigación y docencia, MSc. en Dirección universitaria. Decano fundador de la Facultad de Inge- niería en Recursos Hídricos y Gestión Ambiental de la Universidad Central, actual director de Programas de Postgrado en Medio Ambiente de la misma universidad.
  • 3. NÓMADAS214 Antecedentes Junto con muchas otras inquietudes que a través de la historia de la humanidad han preocupado al hom- bre, su interrelación con el mundo que le rodea ha sido materia de diversos enfoques y definiciones, den- tro de los cuales podemos ubicar los orígenes de la problemática ambiental que hoy afrontamos, en ple- no umbral del nuevo milenio. Desde el punto de vista religioso, la concepción cristiana del mundo eleva al hombre a la dignidad de Dios, al haber sido creado “a su imagen y semejanza”, relegando la naturaleza a elemento expósito que le pertenece por derecho propio. Este enfoque fue ava- lado filosóficamente por el antropocentrismo carte- siano, que considera al hombre como sujeto dueño y señor de la naturaleza, y a ésta como objeto puesto incondicionalmente a su servicio. Esta orientación ha sido el común denominador en los modelos de desarrollo, con énfasis especial a partir de la Revolución Industrial. Al paso del tiempo generó una contradicción entre el progreso material y la conservación, los cuales han sido combinados tan raras veces que frecuentemente parecen incompati- bles; incluso suele afirmarse que lo son. En esta corriente de pensamiento se encuentra fir- memente apoyada nuestra civilización, como lo co- rrobora el patrón actual de desarrollo, que se caracteriza entre otros aspectos por prejuicios y defor- maciones mentales y culturales como aquellos que inducen al consumismo compulsivo, al desprecio irreflexivo de los recursos, a la contaminación irres- ponsable, a la descarga displicente de desechos no biodegradables y a muchos otros atentados contra el ambiente y la calidad de la vida humana. Tal situación ha hecho crisis sobre todo en los últi- mos treinta años, desde cuando la humanidad comen- zó a comprender que la naturaleza no estaba en capacidad de proveer recursos ilimitados y que los daños causados al entorno, por su explotación irra- cional, se hacían irreversibles ante la magnitud de su impacto. En principio se trató de problemas que afectaban las comunidades locales o regionales como la deforestación, la contaminación de aguas, la desertización, el hacinamiento, etc. No obstante, la sumatoria y la frecuencia de estos hechos aislados se han convertido en dificultades mayores, que ya ame- nazan la existencia de la especie, como la destruc- ción de la capa de ozono, el calentamiento global por el efecto invernadero, la lluvia ácida, la extin- ción de especies animales y vegetales y una reduc- ción sensible de las reservas alimentarias y de agua dulce. En la sociedad industrial avanzada, la interacción dinámica entre demanda social y oferta natural toma formas altamente complejas, mientras los problemas ambientales ponen en peligro la biosfera en su totali- dad, hecho que ha obligado a enfrentar esta amenaza, entre otras estrategias, mediante la formulación y pues- ta en práctica de un nuevo paradigma: El desarrollo sostenible. Concepto El desarrollo sostenible es una especie de compro- miso de solidaridad intergeneracional, que permite a la actual generación utilizar los recursos naturales para suplir sus necesidades, pero la condiciona a que lo haga de una forma tal que garantice la disponibilidad de esos recursos para que las generaciones futuras, a su vez, suplan las suyas. Desde luego que no se trata de renunciar a los beneficios que nos ha reportado la civilización en aras de un naturalismo a ultranza, primitivo y silvestre, pero tampoco de utilizar indiscriminadamente la tec- nología contemporánea, arrasando sin contemplacio- nes el entorno natural. La idea es conciliar los dos conceptos, imaginando alternativas para que el fun- cionamiento de la sociedad se base en imperativos éticos, no económicos, a fin de avanzar en la bús- queda y concreción de un tipo de bienestar que sea socialmente justo, económicamente factible y ecológicamente adecuado. Así es posible diferenciar el desarrollo del creci- miento, pues no sólo se producen cambios cuantitati- vos sino también, y principalmente cualitativos, cambios que se generan tanto en los niveles de bienes y servicios como en la sociedad vista de modo total.
  • 4. 215NÓMADAS En este orden de ideas, hablar y reflexionar sobre medio ambiente no es una referencia exclusiva al pro- blema de la contaminación, o al calentamiento global o a los agujeros en la capa de ozono; incluye primor- dialmente pensar acerca del ser humano y su ubica- ción en el cosmos; es reconocer que somos una especie en una senda de la evolución cuya multiplicación se ha dado a expensas de otras especies; es situarnos en la historia natural del planeta, de la que constituimos un ínfimo capítulo, y mirar hacia el pasado para ima- ginarnos los futuros. En fin, hablar de medio ambiente es volver a las preguntas aparentemente elementales, pero que siempre han inquietado al ser humano: ¿Para qué la vida? ¿Cuál es el sentido de la existencia? ¿Cuál es nuestro papel en este planeta? ¿Cuál nuestra res- ponsabilidad? Implica, también, una evolución conceptual del antropocentrismo hacia el biocentrismo; tomar con- ciencia de que al discurso de la asignación eficaz de recursos escasos, se sobrepone el de la supervivencia de la especie y la maximización del bienestar en que aquella debe darse. Tal es el marco que contiene la tesis del dominio responsable del entorno, que no des- conoce al hombre la calidad de amo de la naturaleza, pero que lo hace responsable del uso moderado de sus recursos. En este sentido cobra plena vigencia la máxima pitagórica según la cual el hombre no es sólo aquel que está en su propia piel, sino también aquel que está fuera de ella. Reconocidos los límites del princi- pio antropocéntrico que impiden considerar al hom- bre como lo único valioso –toda vez que no es lógico asumir lo desarraigado de la naturaleza– y en el enten- dido de que más bien es parte integrante de ella, se impone una ampliación del valor del hombre, exten- dido a la naturaleza, en la medida de que su existencia depende de la del mundo. El biocentrismo es, entonces, la manifestación de una ética que, sin perder al hombre como eje –por la supremacía que le otorga el estar dotado de concien- cia y voluntad–, lo proyecta como fuerza integradora para hacer del vocablo humanidad un concepto que incluya los suelos, las aguas, las plantas y los animales, y de la naturaleza un valor que el hombre debe salva- guardar y respetar. Este es quizá el significado de lo que se ha querido conceptualizar al hablarse de desa- rrollo sostenible. Ahora bien, en uso de la inveterada costumbre de acuñar términos y expresiones en esloganes sonoros, los expertos en la temática ambiental se refieren de manera indiscriminada al desarrollo sostenible o al desarrollo humano sostenible, bajo la premisa de que se trata del mismo concepto. Yo no lo creo así. La diferencia radica en involucrar la dimensión humana en el desarrollo sostenible, para avanzar hacia el gran paradigma de la valoración de la vida humana en sí misma y no simplemente en cuanto a la capacidad de las personas para producir bienes materiales, y para garantizar que las agendas de desarrollo se basen en una ciudadanía que colabora y participa; que se pre- ocupa por los demás; que es respetuosa de los deberes y derechos tanto propios, como de los otros, inclu- yendo los de las generaciones futuras. Es precisamente en cuanto a estos aspectos que se puede identificar el drama colombiano. Nuestra encrucijada Aunque desde 1974 el país cuenta con el Código de Recursos Naturales y de Protección del Medio Ambiente (uno de los más avanzados del mundo), el desarrollo sostenible y el derecho a disfrutar de un ambiente sano fueron elevados a la máxima jerarquía jurídica a través de la Constitución de 1991 y en 1993 se crearon el Ministerio del Medio Ambiente y el Sis- tema Nacional Ambiental –SINA–, el capital huma- no para consolidar el desarrollo humano sostenible como proyecto nacional a largo plazo se encuentra seriamente comprometido desde cuando Colombia tomó partido por una sola manera de valorar la reali- dad: la del beneficio económico sin Dios ni ley. El capital humano recoge la educación formal, el adiestramiento, la salud, la formación de los valores individuales y busca incentivar, promover y generar la capacidad y la habilidad del individuo para inte- grarse a una sociedad y resolver sus problemas. Se re- quiere entonces enfatizar en la excelencia del conocimiento, de la ciencia y de los avances tecnoló- gicos, pero en el caso de Colombia, para obtener el máximo potencial de su capital humano, tanto o más importante que lo anterior es la educación para la convivencia, para la tolerancia y para la concertación como caminos para entretejer solidaridades y conse- guir la paz, entendida no como la ausencia de conflic-
  • 5. NÓMADAS216 tos sino identificada con métodos pacíficos, legales y democráticos para resolverlos. La política ambiental del gobierno expresada en la estrategia de promoción de una nueva cultura del desarrollo, de mejoramiento de la calidad de vida, de una producción limpia, de una gestión ambiental sos- tenible, y en los programas de protección de los ecosistemas estratégicos, mejor agua, mares y costas limpios, más bosques y mejores ciudades, no tienen sentido alguno y no dejarán de ser simple retórica es- crita, mientras los recursos espirituales del hombre colombiano permanezcan categorizados como «espe- cies exóticas en vía de extinción». El poeta William Ospina lo describió con claridad: ¿Cómo se sostiene una sociedad en la que todos sa- ben que prácticamente nada funciona? Desde los teléfonos públicos que no sirven para hacer llama- das hasta los puentes que no sirven para ser usados y los funcionarios públicos que no sirven para aten- der a las personas y las fuerzas armadas que no sir- ven para defender la vida de los ciudadanos y los jueces que no sirven para juzgar y los gobiernos que no sirven para gobernar y las leyes que no sirven para ser obedecidas, el espectáculo que brindaría Colombia a un hipotético observador bieninten- cionado y sensato sería divertido, si no fuera por el charco de sangre en que reposa1 . Desde luego no pretendo ofrecer soluciones a esta compleja problemática. No obstante, y como sin duda estaremos de acuerdo en que el país que tenemos no es el país que queremos, presento las siguientes inquie- tudes para invitarlos a que abordemos una profunda reflexión, con el fin de ir ubicando las puertas, de ir perfilando las salidas. Perplejos nos hallamos ante la preocupante crisis nacional, cuya tendencia más marcada es olvidarnos de que la ética es un concepto universal y absoluto. La teoría de la relatividad la hemos sacado de los claus- tros académicos en donde aún se intentan aplicacio- nes especializadas en los campos de la física y de la astronomía, para transformarla sin recato en una he- rramienta deletérea de uso cotidiano en los más disímiles aspectos. Nos referimos entonces a situacio- nes más o menos honestas, como si ello tuviera algún significado, como si la honestidad no fuera integral e indivisible. Queremos convertir aquello de que el fin justifica los medios en el imperativo categórico de la sociedad y en uso de un pragmatismo insuficientemente entendido, evidenciar la disponibilidad a negociarlo todo, bajo el pretexto de que lo importante es, enton- ces, acordar el precio adecuado. Así, nos hemos convertido en maestros en el arte de la invención de disculpas, de motivaciones, de ra- zones para no asumir con conciencia los compromi- sos. Aunque el asombro es una característica humana, la capacidad ya no de sorpresa sino de espanto del hombre colombiano ha sido socavada por los frecuen- tes hechos de corrupción, impunidad y violencia, en un país que se sumerge irrefrenable en mañanas san- grientas, con el pan diario de la muerte en cada vuelta de esquina. Por eso el tipo de sociedad que prevalece hoy en nuestro suelo, muestra manifestaciones inequívocas de agotamiento. La falta de responsabilidad, seriedad y rigor en las tareas que acometemos, se refleja en la pérdida de vigencia del paradigma ético, en los aten- tados soterrados o explícitos contra el estado de dere- cho y en la aplicación sin criterio de un modelo socioeconómico mezquino y excluyente. Parece no impresionarnos siquiera el hecho de que en este país, cotidianamente nos estamos jugando no sólo la super- vivencia individual sino la sostenibilidad institucional. Aparentemente, en medio de esta vorágine, se nos refundió la capacidad de reacción. Los asuntos de la legitimidad De acuerdo con lo expuesto pienso que el proble- ma fundamental de Colombia es la ilegitimidad y en consecuencia la falta de factibilidad de su proyecto histórico, situación que significa además la falta de credibilidad de sus instituciones políticas, económi- cas, sociales, educativas, religiosas, etc. La legitimi- dad de los estados en general y de las que han dado en llamarse las «fuerzas vivas» en particular, sólo se pre- senta en la medida que cumplan con su función, en que sean socialmente útiles. Un gobierno puede tener un origen legítimo obtenido a través de votaciones mayoritarias en las urnas, pero esa circunstancia no es condición suficiente para preservar su autenticidad. Debe demostrar que sigue siendo capaz de mantener
  • 8. 219NÓMADAS la viabilidad del sistema, que no actúa en contravía de las aspiraciones de progreso de la comunidad. Es claro que la legitimidad se cuestiona cuando las insti- tuciones que la poseen, empiezan a costar más de lo que retribuyen a la sociedad. En ese orden de ideas corresponde al Estado ga- rantizar unas condiciones internas de desarrollo y equidad que le permitan participar con éxito en el nuevo esquema internacional, a través de una eco- nomía sólida, de una adecuada distribución del in- greso, de ambientes educativos propicios para el avance de la investigación, la ciencia y la tecnolo- gía, pero tal vez lo más importante, de una organiza- ción política que permita la participación de todas las fuerzas sociales para que en el contexto de la aper- tura económica, del incremento en la productividad, de la modernización del Estado, de la racionalización de los recursos, de la innovación tecnológica y del rediseño del trabajo, ofrezca a las personas ser co- artífices y co-responsables en el desarrollo del espíri- tu empresarial y en la armonización del trabajo intelectual y manual. Este es el punto álgido en el caso colombiano; mientras sean demasiado elevadas las magnitudes de pobreza en nuestro medio, la de- mocracia es apenas una caricatura plagada de injus- ticia, fenómeno que a su vez impide que la sociedad colombiana madure y se prepare para manejar sus problemas sin recurrir a la violencia. Este es el meollo de la cuestión. Hay un hilo con- ductor en toda la historia de la nación, desde los albo- res del descubrimiento hasta la época actual en los umbrales del tercer milenio: las guerras fratricidas, la intolerancia, los espíritus siempre armados y dispues- tos a arremeter contra la vida de quien consideramos el contrario. Este sino que nos marca con su impronta indeleble ante la comunidad internacional, no puede considerarse coyuntural o pasajero porque ha sido una constante en la formación de nuestra nacionalidad. En su erradicación, requisito sine qua non para inten- tar adentrarnos en la construcción de una sociedad moderna, han fracasado todas las instituciones y en medio de esa tragedia surge el problema fundamental de su ilegitimidad y la falta de viabilidad del proyecto social colombiano. Veamos. El Estado ha fracasado porque en ninguna época de nuestra historia ha logrado la capacidad de garan- tizar las condiciones mínimas sobre las que se pueda establecer una sociedad civilizada: la seguridad para la honra, los bienes y la vida de los ciudadanos. La crisis de liderazgo democrático nos ha conducido a unas relaciones interpersonales e interinstitucionales signadas por el paternalismo o el autoritarismo. Estanislao Zuleta, el lúcido pensador colombiano, plasmó en sus diversos escritos este infortunio. Acos- tumbrado al caudillo mesiánico y dogmático, el hom- bre colombiano obvió el ejercicio de sus responsabilidades sociales a través del fácil expedien- te de endosárselo al oportunismo de una clase diri- gente, más dada al usufructo de las ventajas que tal posición les otorga y a la consolidación de sus intere- ses particulares, que a la búsqueda de soluciones per- durables para los numerosos males de los cuales adolece la comunidad. Esa pasividad lo acostumbró a recibir como dádiva lo que le corresponde por de- recho, a acatar resignadamente la autoridad sin cues- tionar su legitimidad. El hombre colombiano no solamente hipoteca en otros la definición de su pro- pio destino, la construcción de un valioso y enrique- cedor proyecto de vida, sino que se abstiene de pedirles cuentas por sus acciones. Tal situación se refleja entonces en algo más aberrante y es la actitud de evasión ante la angustia de pensar y conceptuar por sí mismo. El proceso de creación intelectual es casi siempre difícil y doloroso y ese sufrimiento nos lo ahorra el líder. Así las cosas simplemente acepta- mos el cinismo de la argumentación justificativa de quienes detentan el poder. La crisis del paradigma ético acabó con el concep- to de la buena fe, con el valor de la palabra empeñada y con la transparencia de actos y sentimientos. En la actualidad la norma que garantiza el éxito, la regla de oro, es la terrible dialéctica de la viveza, vale decir la actitud de no dejar pasar las oportunidades de conse- guir el ideal particular de vida, sin importar lo que se tenga que hacer para obtener el objetivo; en conse- cuencia no hay solidaridad ni colaboración para em- presa común alguna. Hoy la sociedad no encuentra referentes sociales y culturales para la autorregulación y el control en el ejercicio de los derechos y de los deberes individuales y sociales. Por esta razón es tan difícil la lucha contra la corrupción y la impunidad. A estos males que tienen postrada a la nación se les de- rrota con el control social, siempre y cuando la socie- dad civil se apersone de vigilar la administración de la
  • 9. NÓMADAS220 cosa pública a través de diversas manifestaciones de veedurías ciudadanas. La acción pastoral de la Iglesia, en su misión fun- damental de fortalecer la vida espiritual de la nación, mediante el enriquecimiento espiritual de cada uno de los creyentes, también está en deuda. El discurso religioso ofrecido por sus representantes durante los últimos cinco siglos no ha tenido mayores resultados. No obstante los preceptos éticos del cristianismo, nos encontramos en la actualidad con el hecho de que las aterradoras cifras de asesinatos, secuestros, desapari- ciones, asaltos, emboscadas, amenazas, violaciones y torturas, apenas alcanzan a ser asimiladas por una so- ciedad sitiada por la violencia y la impunidad. Nuevamente y de manera incomprensible identi- ficamos una situación contradictoria, difícil de expli- car: la nación colombiana es simultáneamente la más violenta del mundo y una donde los índices de fervor religioso alcanzan los límites del fanatismo, con una población creyente y practicante del catolicismo, que señala como su imperativo categórico el respeto por la vida humana. Aún con la orientación moral de la Iglesia, la nación no ha podido encontrar los caminos para asumir un debate dialéctico y racional de las di- ferencias. La eliminación física de los adversarios es una práctica común en estas latitudes, en un territorio donde los diversos grupos de conciudadanos no han podido entender que en su prodigiosa diversidad está la fuente de su riqueza y de su fortaleza. Las incidencias negativas de tal estado de cosas no se circunscriben a las esferas económicas, políticas o sociales. Hay consecuencias adicionales de extrema gravedad, que podrían catalogarse como el impacto ambiental de la violencia. La contaminación de aguas y suelos por los derrames de hidrocarburos, resultado de los atentados terroristas a los oleoductos; la degra- dación de ecosistemas selváticos de indudable impor- tancia para el equilibrio ambiental global, producto de las fumigaciones indiscriminadas para erradicar cultivos “ilícitos”; los incendios forestales y las inade- cuadas prácticas agropecuarias, provocados por la ig- norancia ecológica generalizada de los colonos, problema incrementado sustancialmente por el actual fenómeno de los desplazados; las luchas sempiternas por la propiedad de la tierra, que afectan ecosistemas cuya riqueza en términos de biodiversidad ni siquiera ha sido válidamente dimensionada, amén de las pési- mas condiciones ambientales de nuestras metrópolis, con sus cinturones de miseria y su contaminación at- mosférica, son algunos de los indicios más relevantes, que nos inducen a pensar que el deterioro ambiental de nuestra patria, es como todo lo demás, el resultado de la pobreza espiritual del hombre colombiano. Ante semejante panorama, cuyas manifestaciones más inquietantes las constituyen el relativismo ético convertido en columna vertebral de la sociedad; el interés individual que prima sobre el interés general en la práctica de la política; la inercia colectiva popu- lar que impide a la sociedad civil ser partícipe de la creación de su propio destino; la beligerante insania armada de grupos guerrilleros convertidos en boyan- tes empresarios del delito, que se resisten a entender que la tolerancia de ideas distintas a las propias no sólo es una necesidad en una sociedad moderna, sino probablemente la mejor manera de avanzar en el co- nocimiento de la comunidad y de sus problemas; el maniqueísmo religioso que en nada contribuye al de- bate racional de las diferencias, nos va quedando como salida la construcción y consolidación de un coheren- te proyecto educativo. Bien lo señaló la Misión Na- cional para la Modernización de la Universidad Pública en su informe final del año 1995: Educar no es solamente adiestrar y mejorar la capa- cidad de competir e innovar, es algo más profundo. Es formar hombres de bien y ciudadanos solidarios, alegres y participativos, enriquecidos por las tradi- ciones culturales y por los avances científicos y tec- nológicos. El fin del proyecto educativo debe ser el encuentro de valores morales comparativos, de un nuevo paradigma ético con reglas de juego claras, acatables, confiables y democráticas2 . Indudablemente la problemática es compleja. Es válido sin embargo pensar que no nos encontramos frente a un punto de inflexión que marque el inicio de una tendencia aún más declinante, sino que se trata de un período de transición, de una oportunidad para reorientarnos y tomar nuevos alientos. El curso histó- rico de los pueblos no parece estar predeterminado. Más bien se hace y se rehace a medida que surgen directivas visionarias, capaces de proponer soluciones acertadas ante los retos que se presentan. Como la situación es de gran incertidumbre, se hace necesario comenzar por interpretar la verdadera magnitud y la
  • 10. 221NÓMADAS naturaleza de los problemas que nos afectan y las po- derosas fuerzas que condicionan el acontecer nacio- nal. Es crucial iniciar una indagación conducente a explorar nuevos cursos de acción, identificando pro- cedimientos que nos eviten el tránsito por rutas ya probadas como ineficaces. Replantear nuestro defec- tuoso comportamiento exige un cambio dramático en todo sentido, pues sólo una modificación radical pue- de hacer viable la corrección. Si logramos clarificar el camino, aunar voluntades y actuar solidariamente, el pasado e incluso el presente no serán más que una experiencia de duro aprendizaje en nuestra historia. En consecuencia debemos imponernos unas líneas de conducta individual y colectiva que nos permitan impedir que sigan prevaleciendo la venalidad y la ineficiencia; aún es tiempo de actuar para que la co- rrupción no pase la línea del no retorno. Por trivial que parezca, es hora de plantearnos en todo su signifi- cado el viejo dilema hamletiano: Ser o no ser, he ahí la cuestión. Es precisamente en este punto donde adquiere importancia la proyección social de la universidad para el siglo XXI. Aparte de su función profesionalizante, el objetivo primordial de la universidad es generar nuevos conocimientos que amplíen el horizonte de la ciencia y la investigación. Si hemos identificado que la humanidad se encuentra en los umbrales de la era del conocimiento, la universidad es la institución so- cial que por antonomasia debe liderar ese avance, pues el conocimiento ha sido históricamente la razón de su ser y su quehacer. Tratando de ubicarnos en el origen de la civiliza- ción, es posible determinar que la ciencia y el ansia de conocimientos del hombre nacieron de la necesidad de la demostración a través de la confrontación de diversos conceptos. Así las cosas, también es posible observar que la confrontación de ideas sólo ha sido posible en organizaciones sociales ideológicamente pluralistas, que no basaban su funcionamiento en dog- mas intocables y sagrados, pues en tal situación no se habría entrado a discutir si los conceptos eran falsos o verdaderos sino que regiría una catalogación entre lo ortodoxo y lo herético, con la consecuente limitación al pensamiento. En este orden de ideas puede con- cluirse que en la democracia está el origen de las cien- cias. La libertad de pensamiento que proporciona la democracia, ante la imposibilidad de imponer una autoridad intocable e indiscutible, es la que nos obli- ga a discutir y demostrar lo verdadero. Con claridad lo expuso en alguna ocasión Estanislao Zuleta: «Apren- der a demostrar, porque no se puede imponer, es decisivo para la ciencia»3 . La necesidad de la demostración sir- vió para que todo el acervo del conocimiento huma- no fuera fluyendo de las castas secretas y de los libros herméticos, al manejo abierto. La ciencia entonces, por definición, debe ser accesible y democrática; un bien común, no la propiedad exclusiva de algunos sec- tores de la población. Visto entonces que la intolerancia y el relativismo ético característicos de la cultura colombiana nos han llevado irremediablemente a la violencia y a la co- rrupción, condiciones en las cuales es improbable la creación, el funcionamiento y el fortalecimiento de espacios democráticos, necesarios a su vez para el cul- tivo, el desarrollo y el enriquecimiento de la ciencia y la investigación, actividades estas últimas razón de ser de la universidad, parecería que en el actual escenario y discurrir de la vida nacional, es ilógica la existencia de la universidad, porque no se evidencian sus apor- tes para superar la crisis total que nos carcome. Allí aparece el reto. La universidad colombiana está en mora de rescatar su protagonismo, de recuperar sus espacios perdidos, de liderar el proceso de restaura- ción moral de la nación a través de una educación que consulte la realidad nacional, de desarrollar sus procesos de enseñanza-aprendizaje con base en el apoyo a la duda, a la contradicción de criterios, a la demos- tración, lejos de la intelectualidad desierta propia del discurso dogmático, de recobrar y fortalecer el plura- lismo y la discusión vital y enriquecedora. He ahí su proyección social para que tenga algún sentido hablar de la «formación de profesionales en la democracia, la cultura y el humanismo», todo ello enmarcado en una clara concepción del desarrollo humano sostenible, para que el proyecto histórico de la nación tenga via- bilidad a largo plazo, por una razón apenas elemental: si descuidamos nuestro entorno, no habrá tierra en donde construir la paz para los hombres de buena vo- luntad. Obsérvese: es muy grande el desafío; implica un compromiso ético-social de la sociedad en general y de las instituciones de educación superior en particu- lar. En efecto, los criterios expuestos son aplicables a docentes y alumnos, egresados y graduados, ejecuti-
  • 11. NÓMADAS222 vos y colaboradores, industriales y académicos, por- que para avanzar en la construcción de un proyecto histórico nacional, se requieren sujetos o ciudadanos que lo generen a partir de la afirmación de los valores humanos de personalidad, para promover la forma- ción integral de personas solidarias y cooperadoras en lo social; participativas y tolerantes en lo político; pro- ductivas y competentes en lo económico; respetuosas de los derechos humanos; conscientes del valor de la naturaleza y de la comprensión, la cooperación, la convivencia y la paz nacional e internacional, si he- mos de ponderarnos como sociedad civilizada. De to- das formas nos queda la esperanza de que el futuro nos brinde las posibilidades de ejercer profundos y verda- deros liderazgos, basados en la convicción más que en la coerción, para acercarnos a la hora en que este país pueda fundir lo deseable en lo posible y lo posible en lo real. Citas 1 William Ospina, “Lo que le falta a Colombia”, en: Revista Núme- ro No. 7, p. 6 y ss. 2 Colciencias, Informe de la Misión Nacional para la Moderniza- ción de la Universidad Pública, Santafé de Bogotá, 1995, p. 17 3 Estanislao Zuleta, Colombia: Violencia, democracia y derechos humanos, Bogotá, Altamir, 1991, p.53 Bibliografía ÁNGEL Augusto, “Desarrollo Sustentable, Cambio Cultural”, en: Memorias Seminario Taller Internacional El desarrollo rural en América Latina hacia el siglo XXI, Bogotá, Universidad Javeriana, 1994. COLCIENCIAS, Colombia: Al Filo de la Oportunidad, Informe de la Misión Ciencia, Educación y Desarrollo, Bogotá, 1994. COMISIÓN Bruntland, Nuestro futuro común, 1987. CONSEJO de la Tierra, Documentos de la Cumbre de la Tierra, Río de Janeiro, agosto de 1992. DOUROJEANNI, Axel, Procedimientos de Gestión para un Desarrollo Sustentable, aplicables a municipios, microregiones y cuencas, San- tiago de Chile, CEPAL, 1993. LOVELOCK, James, Gaia. Una ciencia para curar el planeta, Barcelo- na, Integral, 1995. PONTIFICIA Universidad Javeriana, Revista Ambiente y Desarrollo, Bogotá, IDEADE, año 1, No. 1, septiembre de 1993. RODRÍGUEZ B., Manuel, La política ambiental de fin de siglo, Bogotá, Ministerio del Medio Ambiente, 1994. VIDART, Daniel, Filosofía ambiental, Segunda edición, corregida y aumentada, Bogotá, Nueva América, 1997. ZULETA, Estanislao, Colombia: Violencia, democracia y derechos hu- manos, Bogotá, Altamir, 1991. ————, Elogio de la dificultad y otros ensayos, Bogotá, Fundación Estanislao Zuleta, 1994.