SlideShare una empresa de Scribd logo
1 de 161
Descargar para leer sin conexión
LOS ULTIMOS ESCÁNDALOS DE PARÍS
VOL. I
LA VIRGEN
DEL ARROYO
Jean-Louis Dubut de Laforest
Título original.- La virge du trottoir
Paris. Editorial Fayard. 1899
Portada de la edición original
Traducción de José Manuel Ramos González
Pontevedra, marzo 2014.
6
7
I
LA VIRGEN Y LAS PROSTITUTAS
En el bulevar de los italianos, bajo el cielo blanco, de una
blancura nupcial o de una blancura de mortaja, en esa noche
helada de diciembre de 1890, algunas putas merodeaban por la
acera, deteniendo a los hombres y pronunciando sus eternas le-
tanías:
–Ven conmigo, querido, me portaré bien…
–Ven, campeón, soy muy gentil…
–¡Escúcheme señor!... ¡Escúcheme!
La gente salía de los teatros y los conciertos; los coches se
alejaban, rápidos, transportando alegres parejas; en la estación
del bulevar, cerca de la linterna roja de un despacho de tabacos,
el empleado llamaba a los usuarios del último ómnibus, y, entre
los árboles, deshojados y cristalizados por la helada, podían ver-
se unas débiles estrellas doradas, mientras que, sobre la calzada,
bajo el brillo deslumbrante de los arcos eléctricos, las prostitutas
hacían su carrera de amor, de alegría o de dolor.
Esas mujeres tenían su «jurisdicción», como los agentes;
libaban en los límites de las calles y las aceras; esperaban allí a
sus clientes ordinarios, y acechaban a los extraños, y si una des-
conocida se atrevía en sus dominios, se llegaba a los insultos y a
veces a las manos.
Unas, bastante elegantes, venían de El Egipcio, un gran
café del bulevar; otras, las más descaradas, de la Cervecería del
Bol de Oro, en el barrio de Montmartre.
Y, a lo largo de esos vicios y miserias, de esas miradas, de
esos movimientos de cadera y de esas llamadas, de esas carnes
trabajadas, menos por un deseo voluptuosos que por un estreme-
cimiento de angustia, unos vehículos rodaban hacia el palacete
del barón Tiburce Géraud, en la calle de la Universidad, donde
8
el aristócrata daba un baile para celebrar los próximos esponsa-
les entre la Srta. Cloé de Haut-Brion, su sobrina, y el conde Lio-
nel de Esbly.
Una fiesta aristocrática. – Los bailes iban a terminarse, y
las damas de edad, entre las que se observaba a la condesa An-
ne, madre del novio, una gran dama que había acudido desde su
castillo del Oise, enviaban sonrisas maternales a los bailarines.
Cloé y Lionel ya no bailaban. Acababan de sentarse a la
entrada del jardín de invierno. Ella, de talla media, rubia, de un
rubio dorado, con la nariz griega, con grandes ojos negros, una
dentadura deslumbrante, el cuello y los brazos desnudos, esbelta
y graciosa en su vestido de seda rosa. Él, alto y robusto, el cabe-
llo y los bigotes morenos, el torso marcado en el traje en el que
florecía un clavel – regalo de la adorada – la mirada leal, a su
vez enérgica y dulce, y hacia ella, lleno de infinitas dulzuras.
Jamás pareja alguna había estado mejor hecha para unirse
y amarse, para mayor gloria de la naturaleza. Él representaba la
inteligencia y la fuerza; ella, la belleza y la simpatía.
¡Y, sin embargo, una mirada de celos planeaba sobre
ellos!
Lejos de alegrarse por ese próximo matrimonio, un hom-
bre lo aborrecía y tenía la esperanza de impedirlo. Era el tío y el
tutor de la Srta. de Haut-Brion, el viejo barón Tiburce Géraud,
alcalde de Haut-Brion y consejero general del Oise.
¿Entonces, por qué daba la fiesta? ¿Por qué había dejado
que las cosas llegaran a ese punto? ¿Por qué no había puesto
freno antes a las intenciones del joven aristócrata?
Porque ese viejo, sensual, hipócrita y cobarde, no se atrev-
ía – seguro de un rechazo – a disputarle abiertamente la adorada
al Sr. de Esbly; porque él era el amante, todavía sumiso, de la
bella Sra. Perrotin, de soltera Balazzo, una italiana, la esposa de
un arquitecto que se pavoneaba del brazo del Sr. Jacques Le
Goëz, rico banquero; en fin, porque el Sr. Géraud esperaba ven-
cer su pasión, cada vez más intensa.
9
Y, ante la inminencia del peligro, ante la idea de que Cloé
– esa fruta nueva y voluptuosa – hiciera las delicias de otro
hombre, todo su ser bullía de un calor desconocido.
Se miró en un espejo y, viéndose pequeño, viejo y feo, el
pecho hundido bajo el chaleco blanco, casi calvo, el rostro con-
gestionado, la nariz enorme, la barba gris y rala, sintió imposible
la victoria y se alegró por haber marcado – como un ladrón – las
cartas del amor.
La historia de los Haut-Brion y de los Géraud era sencilla.
Hijo de un empresario, ennoblecido bajo el segundo Imperio,
Tiburce había se había hecho un blasón, concediendo la mano de
su hermana al marqués Emmanuel de Haut-Brion y, una vez
fallecida la marquesa durante un viaje a Rusia, él se convirtió en
el tutor de Cloé, huérfana sin fortuna, y la envió, como alumna,
al Sagrado Corazón de Beauvais.
Hacía un mes que Géraud había sacado de la pensión a la
huérfana, y la alojaba en su palacete, alimentando el deseo se-
creto de casarse con ella o convertirla en su amante. Y, hete aquí
que Lionel, habiendo apreciado la belleza y las virtudes de la
Srta. de Haut-Brion, cuando la muchacha pasaba las vacaciones
en el castillo de Esbly, cerca de Senlis, había pedido a Cloé en
matrimonio por mediación de su madre.
Tiburce se había comprometido… ¿Cómo echarse atrás?
¿Cómo romper ese compromiso?
En su calidad de tutor podía alejar al enamorado – pero,
¡el enamorado regresaría! El podía retractarse de lo prometido
para la dote de la huérfana sin un centavo – pero, de Esbly, rico
y gran señor, no necesitaba una fortuna a añadir a la que ya ten-
ía.
¿Qué decidir?
Fue entonces cuando Tiburce tuvo una de esas ideas que
no pueden germinar y crecer más que en el espíritu de un mons-
truo.
¡Oh! él amaba a Cloé; la deseaba con todo el poder de su
carne! Un simple roce prendía el incendio; el viejo se excitaba
10
con el olor de Cloé, o bien se iba hacia la puerta de la habitación
blanca, a pegar su ojo o su oreja a la cerradura de la virgen.
Cloé, experimentaba por su tío una repulsión instintiva, y
aun cuando ella no hubiese amado tanto al conde Lionel de Es-
bly, hubiese aceptado, como una liberación, convertirse en su
esposa.
Ningún criado, en el palacete, sospechaba el amor del vie-
jo, pero en el baile, la Sra. Perrotin, mujer de un humilde arqui-
tecto, morena ardiente y viciosa, esperaba reconquistar al aman-
te un poco abandonado, tras el matrimonio de la joven adorada.
Durante la organización de un «Lanceros»1
, el Sr. Géraud
entró en su despacho.
Un criado en librea marrón, con el sombrero en la mano,
lo esperaba allí. Se llamaba Ambroise Naumier, y, desde una
quincena, estaba al servicio del Sr. Lionel de Esbly.
–Todo está dispuesto –dijo el sirviente, lampiño y pálido –
y, esta noche, el señor barón se verá liberado… de mi amo…
–¡Bien! – dijo Géraud.
Entregó dos billetes de mil francos al ayuda de cámara, y
le prometió otros dos, para encaminarse hacia el hall.
Ahora, los invitados se despedían de la Srta. de Haut-
Brion y del barón Géraud, con la promesa de volverse a encon-
trar el gran día de la boda – y Cloé, encantadora, vio desfilar
embajadores, oficiales, senadores, diputados, sabios, escritores,
artistas, financieros, al Sr. Georges de Lavarennes, subprefecto
de Senlis y su esposa; el Sr. Victor La Templerie, director de las
Fantasías-Parisinas, y el vizconde Arthur de la Plaçade, unos
amigos de Perrotin, dos chulos en frac negro; el doctor Hylas
Gédéon, al que se le llamaba: «El Saca Ovarios», a causa de su
especialidad, la ablación de ovarios; ella vio a la Sra. Perrotin,
acompañada de su marido, un grandullón con rostro en forma de
lama de sable.
1
Antiguo baile importado de Inglaterra a Francia bajo el Segundo Im-
perio, donde los bailarines son cinco hombres enfrentados con cinco mujeres.
(N. del T.)
11
Los de Estly ya se habían retirado, y uno de los últimos en
salir, el banquero Jacques le Goëz, un viejo calvo y ventrudo, se
adelantaba, escoltado de un joven.
–Mi querido barón – dijo a Géraud – en el tumulto me ha
sido imposible presentaros a mi amigo el señor Reginald Fen-
wick, del que conocéis a su ilustre padre, miembro de la Cámara
de los Lords… Permitidme reparar esta involuntaria omisión.
Reginald Fenwick, delgado y sonrosado joven, todavía
imberbe, con los ojos de un azul de novia, la nariz fuerte, enro-
jecida en la punta, y con el frac negro muy flojo, se inclinó ante
el Sr. Géraud y la Srta. de Haut-Brion, y en la antesala, el ban-
quero le dijo:
–Es una lástima que la sobrina del barón se case dentro de
tres semanas con el conde de Esbly… ¡tal vez vos pudieseis ca-
saros con ella, querido!
–¡Aoh! ¡yes! – suspiró Fenwick… – La Srta. de Haut-
Brion es adorable!
Un profundo silencio reinaba en el palacete Géraud; los
criados se habían acostado, las puertas estaban cerradas y las
grandes lámparas apagadas.
En su habitación de blancas sederías y ramos Pompadour,
la Srta. de Haut-Brion, aún en traje de baile, se había arrodillado
sobre un oratorio de blanco terciopelo, y, a la luz de la lámpara,
murmuró una acción de gracias y miró el misal, regalado por la
madre de Lionel, el volumen encuadernado de marfil y grabado
con la corona condal.
De repente, se estremeció… Alguien acababa de golpear
la puerta… Se levantó, depositó el libro sagrado sobre un mue-
ble y preguntó:
–¿Quién está ahí?
–Yo – respondió, vacilante, la voz del barón Géraud.
–¿Y qué queréis, tío?
–Hablarte…
Ella habría podido decir que estaba sin vestir, acostada;
pero no sabía mentir. Él mintió:
12
–Quiero hablar… de Lionel… Vamos, abre, Colé!...
¡Abre, mi querida sobrina!... ¡Abre, hija mía!...
Él la llamó «hija mía» y eso la tranquilizó.
Cloé abrió la puerta… El Sr. Géraud entró… Quiso pasar
el cerrojo… Ella lo impidió, e inocente:
–¿Por qué ibais a cerrar, tío?
La pasión lo embriagó… No podía esperar el resultado de
su obra, pues, mañana, habría vencido el obstáculo de su amor y
estaría para siempre libre de Lionel…
Entonces, saltó hacia su sobrina:
–¡Cloé! ¡Cloé!.... ¡No me rechaces!... ¡Hace tanto tiempo
que sufro y te deseo!... ¡Cloé! ¡Cloé!... ¡Te amo!... ¡Cloé!
¡Cloé!... ¡Te adoro!...
Estaba allí, a su lado, con los brazos extendidos, la mirada
inyectada, los labios y las manos temblorosas, todo el cuerpo
ardiendo de lujuria:
–¡Cloé! ¡Cloé!
La Srta. de Haut-Brion, espantada, se refugió detrás de un
sillón:
–¡Tío! ¡Tío!... ¿Es que habéis perdido la cabeza?
–¡Cloé! ¡Cloé!
–¡Tío! ¡Mi pobre tío, estáis loco!
–¿Loco? ¡Oh! sí, estoy loco… ¡loco de amor!... ¡Te quie-
ro!.... ¡Cloé! ¡Cloé!... ¡Quiero que seas mía!... ¡Quiero poseer-
te!...
Ella suplicaba:
–¡Por favor, tío, recobrad la razón!... ¡No me obliguéis a
pedir ayuda!
–¡No te escuchará nadie!.... ¡Ven! ¡ven!
Se arrojó hacia ella para agarrarla y llevarla al lecho virgi-
nal…
Se produjo una loca carrera a través de la habitación…
El hombre asió a la virgen; ella lo rechazó… El mugió:
–¡Ven!... ¡Ya te tengo!
Ella se cubrió apresuradamente con una mantilla y bajó…
13
Una luz se hizo en el espíritu del viejo… El Sr. Géraud
comprendió todo el horror de sus deseos, y llamó:
–¡Cloé!... ¡Cloé!...
Pero la Srta. de Haut-Brion ya había llegado a la gran
puerta y se perdió, a lo largo de la acera.
La asustada virgen, bajo una blanca mantilla, en el ligero y
sedoso traje de baile, con su cabellera rubia en desorden, sus
pequeños pies calzados con satén rosa, llegaba al Puente Nuevo,
con la idea de arrojarse al agua.
Sin embargo, a la evocación del último protector que le
quedaba en el mundo, caminó decidida hacia el domicilio del
conde de Esbly.
Lionel vivía en un apartamento de soltero, en el bulevar de
los Italianos.
Por los alrededores del domicilio, las putas merodeaban
aún por la acera.
–¿Conoces a esa, Titine? – dijo a su compañera, Hermance
Boussard, una gran y fuerte morena en vestido de seda verde,
sombrero de plumas, envuelta en un impermeable grisáceo, y a
la que se le denominaba «La Esponja», en razón de su gusto por
los licores.
–¡No! – dijo Augustine Deyrinas, rubita enfermiza, tocada
con una boina azul, vestida con un jersey y una falda negros.
–¿Dónde está esa zorra de As de Picas?
–La Señorita Julia Naumier está jugando una partida de bi-
llar, en el Bol de Oro, con unos hombres…
–¡Vaya una zorrona! En lugar de molestarnos en los gran-
des bulevares, debería regresar a casa de sus padres, a la Villet-
te, al Conejo Coronado!
–Por supuesto, y su hermana Ambroise no vale más que
ella!
–Ambroise la Cebolla… ¿la que ahora es criada de un
conde?
–¡Sí!
14
–¡Sucios tipos!... Y el Conejo Coronado, un sucio tugu-
rio!...
Ellas continuaban su ruta, pero, por ese frío siniestro,
ningún hombre se detenía, e, inútilmente, ellas gimieron:
–¡Señor, escúcheme!
–¡Ven, guapo!
–¡Ven, lobo mío!
–¡Ven, querido!
–¡Señor… señor… escúcheme!
La condesa Anne de Esbly había expresado el deseo de
tomar el último tren para Senlis.
Se dirigió en coche al hotel donde se alojaba, cambió rápi-
damente de ropa y se hizo conducir, acompañada de su hijo, a la
estación del Norte.
El Sr. de Lavarennes y la subprefecta no tardaron en re-
unirse con ella, y feliz de ver que la mamá no viajaría sola, Lio-
nel de Esbly regresaba a su apartamento del bulevar de los ita-
lianos.
Ambroise Naumier, el criado pálido que hemos observado
en conciliábulo con el barón Géraud, abrió a su amo la puerta
del apartamento, segundo piso, donde unas lámparas estaban
encendidas, y como el Sr. de Esbly tenía por costumbre desves-
tirse solo, Ambroise desapareció.
Lionel entró en su cuarto de baño para las abluciones…
Luego entró en la habitación… Dio un grito de sorpresa,
luego de ira…
Sobre su cama, entre las sábanas, el conde veía emerger
una cabeza morena de vivo y travieso rostro.
–¿Quién sois vos? – dijo –… ¿Qué queréis? ¿Por qué est-
áis ahí?
Una niña murmuró, como si recitase una lección:
–Vos lo sabéis muy bien, señor conde.
–¿Yo?... Yo sé…
Llamó:
–¡Ambroise! ¡Ambroise!
15
Pero un ruido de voces y pasos subía por la escalera, y el
criado, sordo a la llamada del amo, se apresuraba a obedecer a
las imprecaciones procedentes del exterior:
–¡Abrid, en nombre de la ley!
Apareció un comisario de policía, con sombrero de copa y
chaleco, cinto con la franja tricolor, seguido de su secretario,
cuatro agentes muy serios, y de una mujer que aullaba:
–Señor comisario, él está ahí, con mi pequeña Jeanne, una
niña de doce años!... ¡Ah! ¡el canalla! ¡Ah! ¡el bandido! ¡Ah! ¡el
monstruo!... Desde hace varias noches, Jeanne desaparecía, ven-
ía a esta casa, a casa del miserable!... Por fin, esta noche la he
seguido… ¿Dónde está el canalla que ha mancillado a mi hija?...
¿Dónde está ese demonio que le arranco los ojos!
La mujer sollozaba, vociferaba, echaba espuma, una mujer
gruesa con los cabellos grises, la mirada anegada en lágrimas,
modestamente vestida con un vestido de lana oscura y un chal,
imitación de las Indias, tocada de un gorro negro – y evocando
en todo momento la vergüenza, el dolor y la sed de venganza.
El comisario debió calmarla, y, escoltado por sus hombres
y la quejumbrosa, llegó a la habitación donde, a pesar de las
amenazas del Sr. de Esbly, la morenita se hundía bajo las man-
tas.
–Señor – dijo el funcionario al aristócrata – soy el comisa-
rio de la policía del barrio, y vengo, a instancias de la señora
Valerie Michon, domiciliada en la calle Tivoli, 28, y aquí pre-
sente, a constatar el flagrante delito de atentado al pudor, come-
tido por vos sobre su hija adoptiva Jeanne, de menos de trece
años…
El Sr. de Esbly, en camisa, miraba, no encontrando que
decir. Por fin, se enardeció:
–¡Esto es un abominable chantaje! ¡Es una encerrona!...
¡Toda una vida de honor protesta contra esta acusación!
–Poneos vuestro pantalón, señor – ordenó el comisario –
… Sea decente!
Blanco como un muerto, Lionel regresó a su cuarto de ba-
ño, y se vistió mientras el hombre de la ley y el secretario se
16
instalaban en una mesa y la Sra. Michon sacaba a su hijastra de
la cama y comenzaba a vestirla.
Ante la mesa, a las luces de las lámparas, en presencia de
esos dos desconocidos, la vieja y la joven – de esos hombres y
sobre todo del criado Ambroise cuyos labios balbucearon: «¡El
señor conde es tan bueno!... Él creía que la pequeña era ma-
yor… No le hagáis daño!» – ante esa horrible tragedia, Lionel
pasó de la blancura de los muertos al verdor de las hierbas:
–¡Ambroise, tú le has abierto!... ¿Por qué has hecho eso?
Y, en el silencio, gimió:
–¿Soy la víctima de un sueño?
–Señor – dijo el comisario –¡vos no soñáis!... ¿Vuestro
nombre y domicilio?
–Jean Lionel, conde de Esbly, doctor en medicina y doctor
en ciencias… bulevar de los italianos, 23.
–¿Ejercéis la medicina?
–Sí… para los pobres.
–¿Vuestra edad?
–Veinticinco años.
–¿Habéis nacido en…?
–En el castillo de Esbly, cerca de Senlis, Oise.
–¿Estáis casado?
–No, lo que demuestra lo absurdo y horroroso de esta visi-
ta nocturna, lo que prueba mi inocencia y el acuerdo entre estas
miserables mujeres y este miserable criado, es que dentro de tres
semanas, voy a casarme con una joven digna de mi amor!
–¡Basta de lirismo, señor, y responded!... ¿Cómo y dónde
se encontró por primera vez con la pequeña Jeanne?
–¡Juro por Dios que no la había visto antes de esta noche!
–Sí, es un modo de…
Luego, a la niña temblorosa, bajo los ojos de la harpía:
–¿Cómo te llamas?
–Jeanne, señó.
–¿Y tienes doce años?
–Sí señó… Tengo también otro nombre… Me llaman la
«Cría-Reseda», porque vendo flores…
17
–¿En los cafés?
–Y en las cervecerías.
–¡Pero de todos modos es decente! – gruñó la Sra. Mi-
chon, llorando.
–¡Dejad hablar a vuestra hija!
Y a la florista:
–¿Cuántas veces has venido a casa del señor de Esbly?
–¡Esta es la tercera!
–¡Miente! – gritó Lionel.
–¡Silencio!... Y, ¿dónde fue el encuentro por primera vez?
La Michon observaba a la niña, vacilante; ella la amena-
zaba con la mirada, y la Cría desarrolló su historia; la desarro-
llaba inconsciente y sumisa, como un fonógrafo:
–En el Café Egipcio, bulevar Montmartre… El señó conde
compró todas mis flores, y me dijo: «Ven en mi coche… Te
llevo a mi casa… Nos divertiremos y te daré pasteles, muñecas,
dinero…» Yo, yo no quería… y luego, otra noche regresó…
Compró otra vez todas mis flores… y yo le seguí… a su co-
che…
–¿Qué coche?
–Un fiacre.. Se acostó… Me hizo cosas… Lloré… Me dio
veinte francos… y, después, volvimos a vernos otras veces…
Muy inocente, en su vestido azul y corto, dejando ver sus
piernas nerviosas, señalaba a Ambroise:
–La vez anterior, y esta noche, la última, subí sola… y fue
él… el criado quién me abrió la puerta…
–¿Es eso exacto, Naumier?
–Sí, señor comisario… Pero ¿qué quiere que le haga? Uno
no es rico… Uno tiene necesidad de ganarse la vida… Yo ejecu-
taba las órdenes del señor…
–¡Maldito! – vociferó de Esbly…
El comisario interrogaba ahora a la Sra. Michon; hizo lla-
mar al portero, y este declaró ignorar las razones que llevaban a
la niña a casa del aristócrata.
18
–Señor, – concluyó el comisario, tras haber dado lectura al
acta – ¡el delito flagrante es evidente!... ¿Queréis firmar vuestro
interrogatorio?
–¡No! ¡No! ¡No quiero firmar nada! ¡No quiero responder
a más preguntas!... Es imposible que la justicia o la policía cai-
gan en errores semejantes… en tal trampa!
Y, de pie:
–Lionel de Esbly, ¡os detengo en nombre de la ley!... Y
vos, Ambroise Naumier, os detengo igualmente como cómplice!
–¡Yo, yo he obedecido al señor!
–¡Eso ya lo veremos!
Amo y criado debieron seguir a los visitantes a través de
las habitaciones, y el comisario habiendo recogido sus papeles,
ordenó a los agentes que trasladasen a sus pasioneros.
–Señora, – dijo el comisario a Valérie Michon – llévese a
su hija, y estad a disposición de la justicia… Mañana, la peque-
ña será sometida a un examen médico…
El conde de Esbly y Ambroise acababan de subir, cada
uno, con dos agentes, en los fiacres que estaban estacionados en
la puerta, y los coches rodaban hacia la Comisaría de Policía.
La Srta. de Haut-Brion, abandonando las calles oscuras,
llegaba a la claridad del bulevar de los italianos.
Agotada, lívida, con los ojos rojos, sus zapatos de baile
despedazados, su vestido manchado – con toda la apariencia de
una buscona – se detuvo.
Era la una de la madrugada, y, bajo el cielo iluminado de
estrellas, un mundo todavía vibraba en ese barrio del bello París.
Las cervecerías y los cafés resplandecían de luz; los co-
ches particulares y los fiacres se entrecruzaban, y, sobre las ace-
ras, discurría una alegre multitud, saliendo de los lugares de
placer.
Cloé llamó al número 23 y entró, vacilante, en la casa.
La vivienda del portero estaba iluminada, y, temblando, la
visitante golpeó la pequeña aldaba.
19
–¡Vamos!.... ¿Qué ocurre ahora? – gruñó una voz de hom-
bre.
–¿El Sr. conde de Esbly?
–¡Ha salido!
Y, saliendo de la alcoba donde preparaba su cama, un in-
dividuo gordo de barba pelirroja, tocado con un gorro griego,
aplicó su cabeza a la mirilla.
La visión de Cloé, en mantilla blanca y vestido rosa, des-
peinado y tembloroso, lo puso fuera de sí:
–¿Y bien, que sigues haciendo ahí?... ¡Te digo que ha sali-
do!
Ella murmuraba:
–¿Va a regresar pronto, verdad?
–¡No lo sé!
–¿Tal vez esté en su círculo?
–¡Sí… un círculo muy especial! – ironizó el guarda del
inmueble, sin que la muchacha lo entendiese.
Luego, en voz alta, furioso por la insistencia de la visitan-
te:
–¡Déjame en paz!... ¡No se reciben mujeres en la casa!...
La casa… ya ha sido bastante deshonrada esta noche!
La sobrina del barón Géraud no comprendió la última fra-
se del hombre, y, un momento después, se encontraba sola en el
bulevar.
La Srta. de Haut-Brion miró el marco luminoso del reloj
neumático: las agujas marcaban la una y veinte, y se dijo que el
aristócrata no podía tardar… ¡Sí! ¡Sí! ¡El amado iba a apare-
cer!... ¿Qué podía arriesgar esperándole, ignorada y perdida, en
media de esa muchedumbre en movimiento?... ¿Esperarle?...
Tenía que hacerlo, pues, sin él, ¿Qué podría acontecer?... En el
palacete de Géraud, la virgen había olvidado su neceser de aseo,
y no tenía ni un centavo en su bolsillo… El Sr.de Esbly la insta-
laría en un hotel conveniente; por la mañana, vendría a buscarla,
y, a instancias del aristócrata, ella organizaría su vida nueva,
confiando en su amado y en Dios!
20
Ella caminaba a lo largo de la acera, fijándose siempre en
la casa para poder ver a su noble amigo, cuando este llamase a la
puerta.
Un joven moreno pasó, alto y robusto, los bigotes espesos,
envuelto en un abrigo parecido al que llevaba de Esbly; llevaba
un gorro del mismo estilo… Cloé fue directa hacia él, pero, en el
momento de abordarlo, reconoció su error, y se alejó, muy ro-
ja…
Unos noctámbulos le hablaron; ella no hizo caso y no
prestó ninguna atención a los juerguistas que caminaban como
ella por la acera.
Algunas putas erraban aquí y allá: primero, Titine y La
Esponja, a las que había venido a unirse la hermana de Ambroi-
se Naumier, Julia, llamada As de Picas; más alejadas, otras cria-
turas semejantes, en vestidos vistosos, sombreros emplumados o
floridos y otras con la melena al viento.
Todas parecían desoladas, pues la noche había sido mala.
La Naumier, con el sombrero caído, en chaqueta marrón,
justificaba el sobrenombre de As de Picas, por su gruesa y oscu-
ra pelambrera, sus senos enormes, hinchados en forma de peras,
y sus cortas piernas; la mirada ardiente, la nariz seca, la dentadu-
ra cariada, detenía a los hombres, y, desdeñosa, vomitaba insul-
tos.
La virgen iba a descansar sobre un banco, cuando la Nau-
mier le cortó el paso:
–Dime tú, la nueva, ¿Es que no vas a pirarte?... ¿Qué es lo
que hace aquí una arrastrada como tú?... ¡Vamos! ¡a tu zona,
rapidito!... ¡No hay clientes para ti en esta acera!
Cloé respondió, altiva:
–Señora, yo no os conozco!
Y As de Picas, con espuma en los labios:
–¿Esta acera es mía o tuya, especie de mula?
Le puso los puños en los ojos, y la virgen farfullaba:
–Yo no os comprendo… Os confundís.
–¡Ah! ¡me confundo!... Mentirosa, hace una hora que ba-
tes la zona!... Has hecho el agosto en el Moulin, en el Pôle, en
21
los Folies, en el Casino, y ahora vienes en vestido de baile y
mantilla española a quitarnos los clientes!... ¿Acaso antes no has
abordado a un tipo?... ¡Vamos, habla, o te sacudo!
As de Picas se volvió tan amenazante que la Señorita de
Haut-Brion retrocedió hasta un portal de garaje donde su enemi-
ga, Titine, la Esponja y otras la siguieron.
Unos transeúntes reían o se alzaban de hombros, y pronto,
se alejaban, a fin de no verse mezclados en historias de busco-
nas.
–¿Te vas a ir, si o no, sucia zorra? – aullaba Julio – ¿Ten-
go que arrancarte la piel y comerte la nariz para hacerte com-
prender que esta calle es nuestra?
–Dejadme pasar. – dijo la Señorita de Haut-Brion – o lla-
mo a la policía.
Esa frase elevó la cólera de As de Picas hasta el paroxis-
mo:
–¿Una mosquita?.... ¿La señorita es una mosquita?... ¡No
queremos moscas aquí!... ¡Toma, atrapa!
Titine y la Esponja, felices de defender su «zona», pero
mucho menos feroces que la Naumier, se interpusieron: As de
Picas las rechazó, y su puño se abatió sobre el rostro de la des-
graciada…
La Srta. de Haut-Brion perdió el equilibrio y cayó…
Y como As de Picas iba a patear a su víctima y acabar lo
que había empezado, una morena y alta joven en vestido azul y
manto negro, que salía de una casa vecina, la empujó en el pe-
cho, y de un golpe, la arrojó por tierra…
El tropel de errantes ya se había dispersado, y la Naumier,
de pie, y no atreviéndose a atacar a la vigorosa desconocida,
optó por huir:
–¡Nos volveremos a ver!
–¡Cuando queráis!
Ahora, Cloé, se apoyaba en el brazo de su joven protecto-
ra, y ésta la arrastraba hacia una estación de coches:
–¿Dónde vivís, señorita?... Mi padre es cochero; va a con-
duciros… Su fiacre no está lejos… Iba a regresar con él… Vi-
22
vimos en Montmartre, en la calle Mercadet… Soy costurera, y
salía de una casa burguesa, cuando esa miserable puta…
Y, mirándola mejor, a las luces de las farolas de gas:
–¿Vos?... ¿Señorita Cloé?... ¿Señorita de Haut-Brion?...
–Sí, yo, querida Annette…
–Y, entonces, el señor barón, vuestro tío…
–Te explicaré mi desgracia…
Cloé quiso regresar sobre sus pasos y esperar a Lionel de
Esbly, pero desfallecía, y Annette debió llevarla en sus brazos
hasta el coche estacionado cerca del Crédit Lyonnais…
As de Picas, la Esponja y Titine, encontraron a sus chulos
en el barrio de Montmartre, en la Cervecería del Bol de Oro, y
se las vio apresurarse alrededor de un joven inglés, en traje ne-
gro y corbata blanca, Reginald Fenwick, que bebía cócteles.
En un rincón de la sala, la Sra. Valérie Michon – la insti-
gadora de la Cría-Reseda, acechaba a As de Picas para anunciar-
le la detención de Ambroise, y esta mujer, a la que hemos visto
en casa de Esbly, ante el comisario, en gorro y vestido de viuda,
estaba irreconocible ahora con sus nueva y galante indumenta-
ria.
En el bulevar, en la noche más profunda, otras muchachas
rodeaban a los miembros del Cosmopolitan-Club; casquivanas y
noctámbulas entraban en El Egipcio; viejos caballeros obscenos,
estetas melenudos, lesbianas graciosas y guapos efebos se dirig-
ían al Baile de las Tatas, en la calle de Aboukir, y unos piojosos
hacia el hotel de la Alta-Loira, antiguo hotel de La Reynie, calle
Quincampoix, o a la Casa Fradin, en la calle Saint-Denis, que,
por veinte céntimos, da una sopa y un lugar donde acostarse,
pero sobre bancos o en escaleras.
¡Orgía!... ¡Miseria!
23
II
CARNE FRESCA
Al despertarse, la Srta. de Haut-Brion se encontró acostada
en una modesta habitación, pero de una limpieza impecable, de
la calle Mercadet, en el quinto piso de una casa nueva.
Las sábanas de la cama arrojaban un fresco olor a lejía, y
aunque las mantas no fuesen gustosas al tacto, como resultaba
habitual a la aristocrática virgen, estas eran suaves y cálidas.
Un gran fuego de carbón brillaba en la chimenea de piedra
simulando mármol, y, a la claridad de una lámpara, la virgen
observó dos mujeres sentadas cerca de ella, y que la habían mi-
rado dormir.
Eran la Sra. Marie y la Srta. Annette Loizet.
La madre y la hija se parecían. La una y la otra eran muy
morenas, robustas, pero, Annete, joven y graciosa, tenía todavía
más músculos que la madre, y, en sus raras explosiones, evocaba
el recuerdo del tío Jean, un forzudo de los Halles.
La Sra. Loizet, en falda de lana negra y camisola blanca,
se levantó y dijo:
–¡Soy vuestra sirvienta, señorita, y nuestra casa es vuestra
casa!
–Sí – declaró Annette, respetuosa y de pie – los Loizet no
olvidan lo que deben a los Haut-Brion… ¡El señor marqués,
vuestro padre, fue tan generoso, y nosotras lo hemos llorado
tanto!
En ese momento, del otro lado de la puerta, se oyeron unas
voces de hombres:
–¡Sí, sí, nosotros siempre estaremos con los Haut-Brion!
–¿Quién está ahí? – dijo la virgen.
Annette respondió:
–¡Es papá Dominique, vuestro antiguo cochero, señorita, y
el tío Jean, de los Halles Centrales, vuestro antiguo jardinero!...
24
¡Dichosas las putas que el padre y el tío no han encontrado, pues
de lo contrario no quedaría ni un pedazo de ellas!
Y los hombres, que no se atrevían a entrar, dijeron al uní-
sono:
–¡Los dos estamos dispuestos al deber!
La Srta. de Haut-Brion se levantó, emocionada; todavía
estaba pálida, pero, felizmente, el puñetazo de As de Picas no le
había dejado más que una leve marca rosada en medio de su
frente virginal; estrechó las manos de la vieja, y abrazó a Annet-
te:
–¡Me has salvado! ¡Gracias! ¡oh! ¡gracias!
La Sra. Leizel dirigía la mirada hacia el reloj de péndulo:
–¡Las seis!... ¡Descansad bien, señorita!... Yo voy a ir a
trabajar, pues soy lechera, y vendo mi mercancía bajo una puer-
ta… Es duro en invierno y con nieve más… Pero, ¿qué le vamos
a hacer?... ¡el trabajo es la plegaria de los pobres!
Y la excelente mujer, un poco charlatana, continuó mien-
tras se ponía un chal:
–¡Ah! ¡no siempre ha sido tan malo como hoy!... Cuando
abandonamos el castillo de Haut-Brion, donde nos había llama-
do el señor marqués, vuestro padre, y de donde nos expulsó –
sin motivo – el señor barón, vuestro tío, poseíamos buenos aho-
rros!... Dominique tenía un coche propio con dos caballos; su
hermano Jean era hortelano en Garches, y Annette iba a una
buena escuela de los Batignolles… Pero llegó el Panamá, y el
Panamá, oh! ¡Desgracia!
–¡Cállate, madre! – dijo la hija –… ¡Deja descansar a la
señorita!
–Tienes razón, Annette… Tengo una lengua de mil demo-
nios… Dormid bien, señorita, y cuando despertéis, Annete os
servirá el desayuno… Y, ya sabes, hijita, ¡leche con toda su
crema!... Vuestra humilde servidora, señorita… Dominique y
Jean se dirigen a sus trabajo, pero, durante el día, vendrán a sa-
ludaros…
¿Dormir?... ¿Acaso podía Cloé dormir con sus terribles
preocupaciones? No pensaba en otra cosa que dar las gracias a
25
los Loizet y correr a casa de Lionel de Esbly, ¡su único amor y
su única esperanza!
Maquinalmente, sus hermosos ojos se pasearon alrededor
de la habitación: vio el vestido de baile desplegado sobre una
silla, al lado del corsé de satén, largas medias de seda y una ena-
gua de preciosos encajes; vio los pequeños zapatos rosas, borda-
dos, pero rotos, y una inquietud se fue a añadir a todas sus an-
gustias. ¿Cómo haría, así calzada y vestida, para atravesar París
en esa mañana invernal? En su prisa por huir, había salido del
domicilio de Géraud sin dinero, y no tenía ningún medio de pro-
curarse ropa nueva…
Ese pensamiento la absorbió; luego, fue vencida por el
sueño…
A las nueve, y bajo su petición, la Srta. Loizet corrió las
cortinas, y la blancura de los tejados cubiertos de nieve, vino a
iluminar la habitación.
Enseguida, reapareció Annette con una taza de leche en la
mano.
La Srta. de Haut-Brion examinaba, bajo la luz del día, a su
protectora nocturna, en todo el esplendor de sus dieciocho años.
¡Oh!, la gran Annette no era especialmente bonita, con su nariz
respingona y su boca un poco carnosa; pero, bajo el oscuro ca-
bello, su mirada brillaba, y una franca sonrisa mostraba unos
pequeños dientes. ¡Annette, era la juventud, la alegría, la prima-
vera!
–Aquí traigo vuestro desayuno, señorita… – ¡La mejor le-
che de la madre Loizet! ¡No la de sus clientes al litro, sino la de
la familia! Pura crema, sí; ¡a las buenas personas no se le añade
agua!
Y reía, bajo el fulgor de sus admirables dientecillos; reía
con una risa sonora y alegre.
–¡Qué buena eres! – dijo Cloé, tomando la taza de las ma-
nos de la obrera.
–¡Bebed, señorita, bebed!...
26
Cloé acababa de beber, y la obrera fue a depositar la taza
sobre la chimenea, cuando cayó en la cuenta de la presencia del
vestido de baile:
–¡Hum! ¡Vaya satenes! ¡Bonitos malines! ¡Preciosas flores
y cintas nada comunes!... Eso es obra de un gran costurero…
Vestrís, ¿verdad, señorita?
Y observando la turbación de la virgen:
–¡Estad tranquila, señorita!... Yo no me permitiría pregun-
taros vuestro secreto… Mamá lo ha dicho, y mi padre y mi tío
os lo dirán: «¡Estáis en vuestra casa!» ¡Lo demás no me impor-
ta!... ¡Soy costurera, y admiro el corte, el ajuste, los adornos! ¡Es
maravilloso!... Trabajo para una buena modista, y, esta noche yo
supervisaba nuestros vestidos, con la aguja en los dedos, en una
casa del bulevar de los italianos, donde se daba un baile…
La virgen pasó sus enaguas de encaje, y vistiéndose, se
llevó una grata sorpresa al percibir en su brazo un aro de oro y
perlas finas grabado con su nombre «Cloé». Se lo entregó a la
obrera:
–Annette, hazme el favor de vender esta joya y comprarme
un sombrero, un vestido y unos botines muy sencillos. Lo nece-
sito… Tengo que salir…
–¿Cómo, señorita, queréis dejarnos?
–Estoy obligada, amiga, y no me es posible salir en pleno
día con mi vestido de baile…
Desde luego, la curiosidad de la obrera se había desperta-
do… ¡Qué aventura!... ¡Qué enigma!... La Srta. de Haut-Brion,
en el bulevar de los italianos, completamente sola, ¡en vestido
de baile, por la noche!... ¡La Srta. de Haut-Brion, atacada por
unas putas!... ¡La Srta. de Haut-Brion vendiendo una joya!... ¡Y
ese misterio con el que la joven parecía querer rodearse todav-
ía!...
Todo eso sobrepasaba la imaginación de la obrera, y An-
nette permaneció allí, pensativa, con el brazalete de oro entre
sus manos.
Pero Cloé adivinó lo que surgía en el espíritu de Annette,
y a fin de no dejar nacer una sospecha injuriosa en esa alma tan
27
leal, contó a su liberadora las aventuras de esa noche: su alegría
en el baile, su amor por Lionel, la tentativa de violación…
–… Mi tío perdió la cabeza… Quiso…Quiso…
¡Oh! la alegre Loizet ya no reía, y sus lágrimas se mezcla-
ron con las lágrimas de la víctima:
–¡Señorita, tenéis razón! ¡Id a buscar a vuestro novio!... El
Sr. conde de Esbly os ama… ¡Él os protegerá!... ¡Él os sal-
vará!... Voy a compraros un sombrero y unos botines… Pero, no
hay necesidad de vuestro brazalete… En cuanto al vestido yo
tengo uno, completamente nuevo, y, en menos de una hora lo
habré arreglado para vuestra talla….
Luego, recuperando su alegría:
–¡Es más fácil acortar que alargar, señorita!
Sin embargo, Annette pensaba… ¿Por qué exponer aún a
la Srta. de Haut-Brion a los desaires del portero?... ¿Y si el Sr.
conde de Esbly está de viaje o ha acompañado a su madre a Sen-
lis?... ¿No era mejor que ella, Annette, robusta y valiente, co-
rriese primero a informarse?
Así fue decidido, y, dejando a la Srta. de Haut-Brion con
su madre que regresaba de vender su leche, Annette descendió al
bulevar de los italianos.
A las diez, la Srta. Loizet reapareció, muy triste.
–El Sr. conde de Esbly, – dijo – fue detenido ayer noche.
–¿Detenido?... ¿Por qué? – gimió la virgen.
–El portero se ha negado a decírmelo, señorita…
–¡Debo saberlo!
En vano, la Sra. Loizet y Annette pudieron tranquilizar-
la… Quería salir y defender, – ella, tan desgraciada – al ídolo de
su alma!
La Srta. Loizet se puso inmediatamente a la labor; midió,
cortó, cosió, y, una hora más tarde, la Srta. de Haut-Brion, con
un vestido de lana marrón, calzada con unos botines comprados
en las rebajas, envuelta en un abrigo negro, y tocada de un pe-
queño sombrero de terciopelo azul, muy parecida a una modesta
obrera dirigiéndose a su trabajo, abandonaba las alturas de
Montmartre.
28
La virgen se presentó en la Comisaría de Policía: no la
atendieron, y no se le dio ninguna información sobre su amado.
Bajo el cielo nevado, Cloé caminaba al azar. ¡Qué le im-
portaban la nieve y el frío!... No los percibía, tan absorbida esta-
ba con una única idea: ¡salvar al conde de Esbly!...
Tal vez, en su castillo de Oise, la condesa Anne ya era co-
nocedora del infortunio de Lionel… A pesar de todo, ella le es-
cribiría, a fin de manifestar su fe ciega en la inocencia del
aristócrata, y, ambas, madre y novia, ¡lucharían!
Cloé atravesó un puente, y el estrépito de las aguas, creci-
das por las nieves y rompiendo contra los arcos, subía con unos
formidables chapoteos; no se detuvo sobre el parapeto, como la
víspera, con idea de suicidarse – y, animada de un deseo de ba-
talla, continuaba su camino en medio de los transeúntes apresu-
rados y helados.
En un bolsillo de su vestido, encontró un porta monedas –
misterioso regalo de Annette – con un luís y algunas monedas de
plata. Enseguida se dirigió a un despacho de correos, y escribió
a la Sra. de Esbly una carta urgente y filial, llena de dolor y es-
peranza…
Al caer el día, la Srta. de Haut-Brion llegó ante la iglesia
de Notre-Dame-des-Victoires. ¿Era el azar la que la condujo allí,
en el preciso momento en que se preguntaba quién la sostendría
en la lucha?... Muy piadosa, no dudó de la intervención divina…
¡Pues bien!, solicitaría de Dios lo que no iba a encontrar en los
hombres – Justicia – y Dios le perdonaría por no haber pensado
antes en su misericordia…
Cloé entró, y en la tibia atmósfera del templo, tuvo una
sensación de de paz y ensueño.
La iglesia estaba casi desierta. Tres o cuatro pobres,
huyendo del frío del exterior, se calentaban en una boca calorífi-
ca, bajo la mirada benevolente de un capellán; aquí y allá, perdi-
das en las sombras, unas mujeres rezaban, arrodilladas sobre los
bancos. Pasó un sacerdote, dirigiéndose al confesionario, y du-
29
rante un momento, la blancura de la sobrepelliz destacó sobre la
noche descendente con un brillo de claridad… La Srta. de Haut-
Brion lo seguía con los ojos, y llevando su mirada hacia lo alto,
vio el altar de la Virgen que deslumbraba de dorados y de luces.
Fue a encender un cirio y se arrodilló.
Hacía una hora que la Srta. de Haut-Brion se absorbía en
ardientes oraciones, cuando una mano, enfundada en un guante,
se posó suavemente sobre su hombro.
Cloé observó, de pie, a su lado, a una dama que le sonreía
con una sonrisa evangélica.
La feligresa parecía tener unos cincuenta años; era alta y
de una perfecta distinción en su abrigo de cuello de marta cibe-
lina, y bajo un elegante sombrero con una pluma azul, con lar-
gos cabellos blancos enmarcando un rostro serio, y la mirada, de
un gris-arcilla, descendía hacia la joven con reflejos maternales.
Su untuosa voz salmodiaba:
–Os he visto llegar a esta iglesia, mi querida hija, os he
visto arrodillaros ante ese altar y rezar, animada de un santo fer-
vor… ¡Sufrís y venís a ofrecer vuestro dolor a Aquella que con-
suela y perdona!... Continuad vuestra oración, y, cuando acab-
éis, concededme unos minutos de charla... Agradecería a Dios y
a la Virgen, el poder seros útil…
Había tanta nobleza en sus modales, tanta caridad en sus
frases, que la Srta. de Haut-Brion se sintió conmovida:
–¿Quién sois, señora, para hablarme con tan gran bondad,
sin conocerme?
–Me llamo Olympe de Sainte-Radegonde y vivo en la ca-
lle Notre-Dame-de-Lorette… Pero terminad vuestras oraciones;
voy a la sacristía a llevar al buen abad Locatelli mi humilde li-
mosna mensual… Regresaré… Hablaremos… ¿Intuyo en vos un
gran dolor?
–No os equivocáis, señora, – balbuceó la virgen, fascinada
por la amplia mirada gris de la dama de cabellos blancos.
–¡Esperadme y rezad! – dijo Olympe.
Y, lenta, majestuosa, con sus manos en un manguito ne-
gro, se alejó y desapareció detrás de la puerta de la sacristía.
30
La joven permaneció un instante sola ante el altar de Mar-
ía, y, pronto, la Sra. de Sainte-Radegonde regresó junto a ella,
acompañada de un sacerdote que la saludó respetuosamente y
salió del templo.
–¿Así que sois desdichada, mi quería hija? – dijo la vieja,
con voz dulce y grave.
–¡Oh! sí, señora, ¡muy desgraciada!
–¿Queréis contarme vuestras penas?
Cloé no respondió; la otra añadió:
–Sí, lo sé… ¿Os falta confianza?... ¡Tenéis razón! ¡Hay
tantas personas que bajo las apariencias más honestas no son
más que miserables!... Querida señorita, yo no soy de esas, y
lamento que no hayáis interrogado al digno sacerdote que me
acompañaba antes: el abad Amilcar Locatelli os habría dicho lo
que piensa de mí en esta parroquia que no es la mía, pero en la
que visito a muchos infortunados.
Luego, sonriente:
–¿Penas del corazón, eh?... Señorita, no os ruboricéis… ¡A
vuestra edad, es muy natural!
La Srta. de Haut-Brion reflexionaba… ¿Por qué no con-
fiarse a esa noble dama?... ¿Quién sabe? ¿Tal vez encontrase en
la Sra. de Sainte-Radegonde a una protectora lo bastante ilustre
para obtener autorización para ver a su novio?... la desconocida
debía ser muy caritativa, puesto que venía a esa parroquia aleja-
da de su domicilio, a visitar a los desfavorecidos; – muy hono-
rable también, a juzgar por la respetuosa manera con la que la
había saludado el sacerdote–... Entonces, ¿por qué no aliviar su
corazón en ese corazón generoso, que no pedía más que abrirse
a los sufrimientos humanos?...
Ambas caminaban, silenciosas, hacia la puerta de la igle-
sia.
Bruscamente, Cloé se detuvo en el umbral:
–¡Señora, voy a contároslo todo!
–Aquí no, hija mía… en mi casa… Tengo un coche en la
puerta…
–Es que, señora…
31
–¡Vamos!
–Me gustaría regresar lo antes posible con las personas
que me han recogido y en casa de las que he pasado la noche…
La Sra. de Sainte-Radegonde exclamó:
–¿Recogido?... ¿Se os ha recogido?... ¿Estabais en una re-
sidencia?... ¡Pobre niña!... ¡pobre niña!... ¡Venid!...
La arrastraba y la hacía subir a un coche de cortinas azules
– un gran coche, alquilado al mes por la noble dama, probable-
mente para ir a visitar a los enfermos y a los indigentes lejanos.
¡Ah! si la Srta. de Haut-Brion hubiese visto el brillo del
triunfo iluminando los ojos de la Sra. Olympe, habría saltado del
vehículo, habría huido de la matrona que, ya, ¡calculaba el valor
de su presa!
Pero, Cloé no vio nada, mecida por las untuosas frases de
la casquivana.
La virgen y su protectora se apearon en la calle Notre-
Dame-de-Lorette, ante una bella casa – y, en el primer piso, la
Sra. de Sainte-Radegonde introdujo a su joven compañía en un
salón dorado y amueblado, – a pesar de su riqueza, – con el más
espantoso de los gustos.
Dos cuadros, representando un general en uniforme y un
anciano en traje de diplomático, destacaban en sus amplios mar-
cos sobre las paredes tapizadas de satén rojo, y, entre ellos, se
veía el retrato al pastel, de una mujer empolvada a la moda del
siglo XVIII.
Olympe se los presentó a la Srta. de Haut-Brion, como si
los personajes estuviesen allí, de pie y vivos:
–Mi marido, el general marqués César de Sainte-
Radegonde, muerto en Tonkin, ¡el mismo día en el que acababa
de ser ascendido a gran oficial de la Legión de honor!
Ante esta dolorosa evocación, brotó una lágrima que perló
sus pestañas y continuó:
–Mi abuelo, embajador de Francia en San Petersburgo,
uno de los mejores amigos de Su Majestad Carlos X… La viz-
condesa de Vareilles, la tía-abuela de mamá… ¡dama de honor
de Marie Leczinska!
32
Y, orgullosa:
–Ahora, que ya conocéis a mi familia, sentaos ahí, cerca
de mí, querida hija, y contadme vuestras penas… ¿En primer
lugar, como os llamáis?
La muchacha vaciló un instante y respondió:
–Cloé de Haut-Brion.
–¿De Haut-Brion? – exclamó Olympe – pero entonces,
vos sois también de una gran familia, ¡de un linaje… ilustre!
–Sí, señora.
–¡Oh, querida niña, cómo me interesáis!... ¡Caer tan bajo,
tras haber estado tan alto!… ¡Pobre ángel!... ¡Rápido!... ¡Con-
tadme todo!... ¡Ah! ¡Podéis contar conmigo!
La Sra. de Sainte-Radegonde parecía tan leal que Cloé,
puesta en guardia por el lujo chillón y sobre todo por la presen-
tación, cuando menos intempestiva, de los nobles antepasados,
dejó de dudar.
Olympe tomó las manos de la Srta. de Haut-Brion entre
las suyas, y sentada a su lado sobre un diván de satén rojo, es-
cuchó, con una emoción siempre creciente, la odisea de la vir-
gen del arroyo…
Y, tanto la Srta. Loizet se había mostrado tan discreta, tan-
to la vieja dama se obsequió con las nocturnas aventuras: histo-
ria de una violación fallida, huida desesperada, agresión de las
prostitutas, arresto del conde de Esbly; – que quería saberlo to-
do, y la virgen debió detallarlo todo, a pesar de su rubor…
Una vez instruida, la Sra. de Sainte-Radegonde vocifera-
ba:
–¡Oh! ¡Ese barón! ¡Ese barón Tiburce Géraud, qué mise-
rable!... Yo había oído habar de monstruos terribles, pero no
imaginaba que pudiesen existir hombres tan repugnantes como
ese... Y vuestro novio, ese desdichado joven, detenido en su
casa, ¡en vísperas de casarse con su adorada!... ¡Es espantoso,
señorita!... ¡Espantoso!...
Y manifestando con grandes gestos y explosiones de voz
su indignación contra Géraud y su piedad por de Esbly, Olympe
tasaba el alto valor de la «carne fresca» tan victoriosamente con-
33
seguida en Notre-Dame-des-Victoires. Tenía a Cloé, esa maravi-
llosa criatura, de la que admiraba sus formas esculturales; se
trataba de no dejarla, de traficar con ella en beneficio de sus
intereses y venderla a su peso en oro.
Se acercó, mimosa, a la Srta. de Haut-Brion:
–¡Querida, yo os devolveré a vuestro novio!... ¿De qué se
acusa a ese valiente joven?
–Lo ignoro…
–¡Bah! ¡Algún pecadillo de juventud! ¡Arreglaremos eso!
¡Conozco personas muy bien situadas en la magistratura! Mien-
tras esperamos, imagino que no queréis regresar a casa de ese
abominable barón!...
–¡Antes preferiría morir!
–¡Lo entiendo!
–Regresaré, esta noche, a casa de los Loizet donde me he
citado con la señora de Esbly… A continuación, buscaré trabajo.
–¿Trabajar, con unas manos tan delicadas y esos dedos tan
frágiles como los vuestros? ¡De ningún modo!
–¡Señora, soy valiente!
Olympe la atrajo sobre su pecho, y la besó maternalmente:
–No, querida, no volveréis a casa de los Loizet; me habéis
dicho que eran muy pobres y que dudabais en imponerles una
carga añadida… Os quedareis en mi casa, donde la señora con-
desa de Esbly, informada mediante un telegrama, vendrá a ve-
ros… ¡Oh! ¡Os quiero tanto como si fueseis mi hija!
Rota de fatiga por esa jornada de aventuras, la virgen ape-
nas comió y se quedó dormida.
Por la mañana, un brillante sol invernal, que fundía la nie-
ve en el exterior, y que se filtraba a través de las cortinas de
satén rosa de la habitación, vino a animar sus esperanzas en
Dios y en la humanidad.
¡Y cuál fue su sorpresa cuando vio, no lejos de ella, el ves-
tido de baile que había dejado en casa de los Loizet y el pequeño
brazalete de oro!
34
A las diez, la Sra. de Sainte-Radegonde, vestida, como la
víspera, con su abrigo de cuello de piel de marta cibelina, y to-
cada con su sombrero de pluma azul, entró en la habitación.
–Cloé, he pensado en vos – dijo, dando a la errante un be-
so maternal.
–Gracias, señora Olympe. ¡Gracias!
–¡Sí, ya he hecho que fuesen a recoger vuestro vestido de
baile, a la calle Mercadet, enviando de vuestra parte a los Loizet,
todos vuestros agradecimientos y saludos…
–¿Se les dijo que estaba en vuestra casa?
La matrona mintió:
–Naturalmente, e incluso se les ha prometido vuestra visita
una de estos días… Pero, tengo mejores noticias que daros…
–¿Ha llegado la señora condesa de Esbly?
Olympe volvió a mentir. Había conseguido en casa de los
Loizet – a la vez que el vestido de baile – un telegrama infor-
mando a Cloé de la llegada inmediata de la Sra. de Esbly, que
ella se cuidó mucho de no mostrar:
–¡No hay noticias de la condesa!
–¿Y el conde Lionel?
–¡Lo habéis adivinado, mi bella enamorada!
–¡Oh! ¡Hablad! ¡Hablad! – exclamó ansiosamente la Srta.
de Haut-Brion.
–Nada importante… Dentro de ocho días, vuestro amigo
será puesto en libertad, y limpio como la nieve que caía ayer!...
¡y eso no es todo!... Supongo que os gustaría ir a visitar a vues-
tro novio, y gracias a mis influencias administrativas, será posi-
ble…
–¡Qué alegría!...
–Solamente tendréis que dirigir una petición al director de
la administración penitenciaria… un hombre encantador…
–¡Enseguida! ¡Enseguida!
Y dirigiéndose hacia un escritorio de madera rosa, provis-
to de un tintero y un secante:
–¡Dictadme, señora!... ¿Qué hay que escribir?
35
La Sra. de Sainte-Radegonde le puso ante los ojos un pa-
pel con sello del Estado:
–Firmad esta hoja… Yo la haré rellenar por mi secreta-
rio… Escribid… ahí… al final de la página… «Leído y aproba-
do lo escrito aquí encima»… y firmad…
La Srta. de Haut-Brion se apresuró a obedecer; y la matro-
na recogiendo el papel, dejó a la joven para que se vistiese.
Por la noche, virgen y matrona estaban en la mesa ante
una fina comida, en el comedor, amueblado de viejo roble; una
lámpara de Venecia iluminaba la plata completamente nueva y
los cristales multicolores; sobre el mantel, un ramo de violetas
de Parma exhalaba un suave olor, y en las garrafas, artísticamen-
te talladas, destellaban los rubís de los burdeos y los borgoñas,
los topacios de un vino de madera puesto en una botella – de los
tiempos del general.
Olympe contaba su vida, llena de piedad y recogimiento,
sobre todo después de la muerte del general, época en la que
había roto con las actividades mundanas; entre los postres y el
café, se levantó y fue a buscar una botella polvorienta sobre una
estantería.
–Mi querida pequeña, – dijo – degusta este Lacrima Cris-
ti… ¡Ya era añejo cuando todavía aún no habías nacido!
–Gracias, señora – respondió la joven – tapando su vaso
con la mano.
Pero la otra insistía:
–¡Vamos… para darme gusto!
Vertió algunas gotas en el vaso de Cloé, y la invitada llevó
el brebaje a sus labios.
–¿Está bueno, verdad? – dijo Olympe.
–¡Muy bueno, señora!... Jamás he bebido nada tan dulce…
Parece miel…
–¿Un poquito más?
–¡Oh! ¡no!
–¡Os lo suplico!
36
La Srta. de Haut-Brion debió aceptar aún vinos y licores, y
Olympe se puso a charlar, no perdiendo de vista a su compañera
de mesa.
Pero, ya, Cloé, con una mano en su frente, luchaba por
mantener abiertos sus pesados párpados.
–¿Tenéis sueño? – preguntó la señora de Sainte-
Radegonde?
–¡Sí… mucho sueño!
Una mueca plegó los labios de la matrona:
–Son casi las once… Venid… voy a ayudaros a meteros
en la cama…
En la habitación, la Sra. de Sainte-Radegonde se vio obli-
gada a desvestir a Cloé de Haut-Brion como hubiese hecho con
una niña; la acostó, y se sentó cerca de ella, sobre un sillón.
Alguien golpeó ligeramente la puerta, y, a la autorización
de la señora Olympe, Noëlle, una joven criada, de cabellos peli-
rrojos, avanzó hacia su ama:
–Señora, ¡es la señora Elvire Martignac!
–¡Hazla entrar!
Una mujer morena, joven aún se deslizó en la habitación.
Con gesto cínico, Olympe le mostró a la joven dormida:
–¡He aquí el objeto!
Luego, a la luz de la lámpara, levantó sábanas y manta y
mostró el cuerpo desnudo de la Srta. de Haut-Brion.
–¡Vendo al por mayor!... ¡Mirad!... ¡Examinad!... ¡Palpad
la mercancía!
–¡Vais a despertarla!
–¡No! la he obligado a beber, y no está acostumbrada…
¡Duerme como una bendita, la bella!... Tenemos tiem-
po…¡Miradla!... ¡Examinadla!...
De pie, ante ese cuerpo virgen, Olympe celebraba como
una auténtica vendedora, lo que ella llamaba «su mercancía»:
–Observad esos muslos, ¡qué blancos y firmes! ¡Y esos
pechos, con sus pequeños pezones rosados!... ¿Y ese vientre?
¡Ni un pliegue! ¡Ni una arruga! ¡De mármol! Palabra de honor,
¡esto es para excitar a un eunuco y resucitar a un muerto!... Me
37
gustaría venderla a un viejo, aquí, pero podría resistirse y traer-
me problemas… En vuestra casa, estará tranquila…
Entonces se produjo una negociación, y el vergonzoso
mercado concluyó.
–Olympe, ¿me la enviaréis mañana?
–Mañana por la mañana, Elvire.
–¿Está inscrita, verdad?
–No.
–Oh! pero…
–Entrará en vuestra casa bajo el nombre de mi sobrina…
Berthe Vernier… Tengo los papeles en regla… Además, la po-
licía no querría inscribir sin una investigación a una señorita de
Haut-Brion.
La Martigna exclamó:
–¿Y ella… lo ignora?
–¡Todo!
–¡Pero va a montar un escándalo de mil diablos!
–No, porque la retendréis como a las demás, mediante lo
que os deberá por haberle proporcionado vestidos y complemen-
tos... ¡Aquí está un recibo de tres mil francos, firmado por
ella!... ¡Vos sabéis como gobernarla!
Elvire dudó en coger el papel timbrado de Olympe y en-
tregar la suma; luego, de pronto, decidida:
–¡Está bien!... ¡Quién no arriesga, nada consigue!... ¡La
compro!... Una muchacha nueva y con el cuerpo que tiene esta,
es una fortuna para una casa.
Y al salir, la Sra. Martignac tomó el mentón de la pequeña
criada:
–¿Cómo te llamas, monada?
–Noëlle.
–¡Eres complaciente!
–¡Se hace lo que se puede!
–¿Qué años tienes?
–Dieciséis.
–¡Demasiado joven!... ¡Dentro de algunos meses, tendrás
que venir a verme, querida!
38
–¡Ah! señora, ¡ese es mi sueño!
Ya bajando la escalera, una idea asaltó a la Sra. Martig-
nac… ¿Por qué no llevar ella, de inmediato, a la virgen?
Subió de nuevo y convenció a la Sra. de Sainte-
Radegonde. Ambas extendieron en un coche la «carne fresca»,
dormida y vendida.
39
III
El 7 «BIS»
El establecimiento de la Sra. Elvire Marignac, sito en el
número 7 bis de la calle de la Victoire, era uno de los mejores
lupanares de París, con una élite de clientes serios que no esca-
timaban gastos, aunque exigentes en la elección de las mujeres.
La matrona, hábilmente secundada por la Srta. Adelaïde,
la segunda de a bordo, vigilaba que el personal cambiase de vez
en cuando, se refrescase.
Esa noche, el gran salón estaba iluminado, y todas esas
damas, uniformemente y sucintamente vestidas con camisones
de gasa, azules, amarillos, verdes o rojos, según su tez y el color
de sus cabellos, esperaban a la clientela. Los camisones multico-
lores eran muy ligeros, sostenidos casi por milagro en los hom-
bros, y de una tela tan diáfana que el cuerpo aparecía casi al
desnudo, bajo un prisma fantástico.
Y, de todas esas carnes, de todas esas cabelleras diversa-
mente perfumadas, de esos labios pintados de carmín, de esas
luces brillando en sus tulipas de cristal rosa, de esos cigarrillos
de tabaco oriental, se desprendía una impresión de harén a pre-
cio de saldo.
Esas damas estaban allí, en grupos de dos o tres, y algunas
en solitario: Léa, una gruesa rubia, leía un libro y parecía extra-
ordinariamente enfrascada en su lectura; la española Carmen,
morena de piel y cabellos, contaba a Saphyr, una pelirrroja de
ojos grises, una historia probablemente divertida, pues la otra
reía, exhibiendo, en el intenso coral de sus labios, una alineación
de dientecillos blancos; sentadas sobre unos divanes, y muy
prudentes, la rubia Mathilde y la morena Paule tricotaban unas
bufandas de lana; Angèle, Suzanne, Rosine, Julia, de pie, o sen-
tadas, con la mirada velada, fumaban unos cigarrillos.
En medio de esas mujeres, arrojando una nota extraña, con
su vestido de satén rojo bordado de oro y su cabello crespo de
joven negra, Aravalo, nativa de Madagascar, niña mimada de la
40
casa, saltaba, bailaba, yendo de una a otra, haciendo bromas y
dando palmaditas amistosas.
La puerta se abrió, y la Srta. Adélaïde, la submatrona, seca
y dura, en su vestido de seda gris, y llevando en la mano un ma-
nojo de llaves, caminó derecha hacia Saphyr, que reía ruidosa-
mente cerca de la española:
–¡Cállate, Saphyr!... ¡Tus carcajadas son insoportables!
–¡Ah! señorita Adélaïde, ¡esta Carmen es tan guarra!
–¿Guarra?... ¡Una palabra que no toleraré!
–¿Quiere saber lo que mi amiga contaba?
–¡Es inútil! ¡No me interesan vuestras historias!
–¡Sí! ¡Sí!... Escuchad señorita… ¡Es asombroso!... Me
hablaba de las corridas de toros que se celebran en España, y
afirmaba que los toros y los bueyes no son lo mismo.
–¿Y tú qué opinas? – preguntó la submatrona, amable.
–¡Para mí, toro y buey, es lo mismo!
–¡Mira que es necia!– dijo Mathilde, abandonando su tra-
bajo.
–¿Quién… Carmen? – dijo Saphyr.
–¡No, tú, especie de pava!... Un toro, es, como quien diría,
un amante deseado, mientras que un buey… ¡Oh, la, la! ¡No
vale la pena!
Todas emitieron su opinión, excepto Aravalo, que dirigía
muecas a un espejo, y Léa, siempre enfrascada en su lectura, con
los codos sobre las rodillas y la frente entre sus manos.
La submatrona salió, y Carmen se dirigió a la lectora:
–¿En qué piensas, Léa?
–¡Déjame en paz!... ¡Me aburrís con vuestras tonterías!
–¿Es interesante lo que lees?... ¿Una novela?
–Una obra de teatro.
–¿Cómo se titula?
–Las Dos Huérfanas.
–¡La he visto representar, cuando era pequeña, en el teatro
Montparnasse! – declaró Sahpyr… ¡Jamás he llorado tanto!
41
–¡Oh!– dijo Mathilde – ¡es bueno llorar cuando las lágri-
mas proceden del corazón! ¿Y qué es lo que se narra en las Dos
Huérfanas?
Y Léa, muy seria:
–Una pobre muchacha, muy bonita, inocente y ciega, ¡tor-
turada por una sucia vieja!
Paule encendía un cigarrillo:
–Decir que puede haber mujeres tan horribles en el mun-
do… Yo he conocido una… Vivía en la misma casa que yo, en
Montrouge, pero no hacía sufrir a una jovencita… Era a una
cría, a una desdichada cría de tres años… bonita… ¡un amor!...
Todavía la veo, con sus cabellos rubios con bucles y sus ojos tan
dulces, ¡tan azules que se hubiesen dicho un trozo de cielo!...
Pues bien, esa guarra, un día la desnudó y quemó su pobre culo
sobre el hierro candente de una estufa.
–¿Y qué fue de la cría? – preguntó Léa, soñadora.
–¡Murió!
Se produjo una tormenta de imprecaciones, y Mathilde ex-
clamó, lacrimosa:
–Yo me hubiese enfrentado a la vieja y le habría arrancado
las tripas, con unas tenazas al rojo, para enseñarle a quemar a las
crías! ¿La guillotinaron?
–El padre de la niña – ¡pues no era hija de la mal nacida! –
la estranguló como un pollo y fue absuelto en el juicio.
La Sra. Adélaïde llamaba desde el umbral de la habitación:
–Carmen, te solicitan… ¡Vamos, date prisa, hija mía!
La española se levantó de mala gana, y ajustándose de un
golpe de hombro su camisón, que se había deslizado demasiado
abajo:
–¡Si es el tipo de ayer, me escapo!... ¡Ya sé muy bien de
qué va!... ¡Un zafio!...
–¡Ven! – ordenó la submatrona–…¡Ya le «darás al pico»
más tarde!
–¡Ya voy!
Salió, precedida de la submatrona, y Léa dijo a sus com-
pañeras:
42
–¡Vosotras sois unas buenas chicas!... Antes, cuando Paule
contaba la historia de la cría, os habéis emocionado.
–¡Yo no! – dijo una rubita, humillada por su pasajero en-
ternecimiento.
–¡Tú, como las demás! ¡No te hagas la dura que no lo eres,
querida!... ¡Estando solas bien podemos confesarlo!... ¡Se dice
que no respetamos nada!... Es un poco cierto!... ¡Pero en el fon-
do de nuestros corazones, sabemos bien que pasa!… ¡Y eso no
es alegre!...
Saphyr murmuraba, dulce:
–Los días de salida, cuando veo pasar a una niña vestida
de primera comunión, con su vestidito blanco, su largo velo y su
pequeño misal, me emociono, y pienso en la iglesia de mi pue-
blo, allá… ¡en Bretaña!
–¡Y las críos! –vibraba Léa – ¿es que hay algo más adora-
ble en el mundo?... Yo tengo uno…Está con una nodriza… en
Oise… y me gustaría ser quemada viva antes que decirle algún
día… lo que soy… ¡Ah! ¡Desgraciada!...
Y estalló en sollozos.
Luego, de pronto, cambiando de tono y de modales:
–¡Maldita sea! ¡Esta pequeña zorra de Aravalo que me ha
robado mi paquete de cigarrillos!... Dime, Aravalo. ¿Es para
esto, por lo que nuestros militares se baten con los salvajes y
abandonan las colonias? ¿Para traernos ladronas de tabaco?
La joven malgache, instalada en un diván, imitaba las po-
ses indolentes de Mathilde y fumaba, con ardor, y no sin espan-
tosas muecas.
Todas la rodeaban, pero de pronto brincaron, cada una a su
lugar, con una sonrisa en los labios.
La Sra. Elvire avanzaba, acompañada de dos caballeros,
uno gordo, de barba negra, que llevaba un monóculo, y otro un
joven rubio, vestido a la moda de 1830.
Las mujeres, transformándose, se volvieron muy solícitas
y se alinearon en semicírculo, sonriendo, orgullosas de sus efec-
tos de torso y caderas.
43
¡Efectos inútiles! Los visitantes desdeñaron sus miradas y
sus contorsiones, dejando escapar unos: «¡Esta noche, Léa, no
me dices nada!... Saphyr, eres bella, pero desconfío de tus
ojos… y de sus círculos negros!... ¡Demasiado trabajado!...
¡Cálmate, mi bella!»
Ofrecieron champán; y, decididos, subieron con Mathilde
y Paule que canturreaban el Vals de las Rosas.
A continuación, apareció el vizconde Arthur de la Plaçade,
un rubio alto al que todas las mujeres abrazaron:
–¡Espejo! ¡Aquí está el Espejo! ¡El Guapo Espejo!...
La Plaçade, un chulo en frac negro, amante de la Sra. Le
Goëz, era adorado en esa casa de lenocinio; llevaba allí clientes;
obtenía beneficios, y las pensionistas se disputaban al apuesto
hombre.
–¡Espejo! ¡Oh, mi amor!
Él aceptó el dinero y los besos de la Sra. Martignac y des-
apareció.
Un momento después, se vio en el salón al joven inglés
Reginald Fenwick; entró, con el sombrero hacia atrás, el bastón
en la mano, mucho más ebrio aún que la noche de su presenta-
ción en casa del barón Géraud y de su borrachera en el Bol de
Oro; pero se mantenía muy erguido. Vestido con un chaleco de
grandes cuadros negros y blancos, tenía aspecto de un gran da-
mero.
–Hola, Elvire – dijo con voz pastosa –… ¡Hola, pequeñas
grullas!
Las putas se lo disputaban, zalameras; él las detuvo con un
gesto:
–¡No me molestéis!... ¡Creo que voy a acostarme!
–¡Está borracho como una cuba! – observó Saphyr, diri-
giéndose a Léa.
–¡Para no variar!... ¡Lo que no impide que, la pasada no-
che, diese tres billetes a Mathilde!
Fenwick se alejaba; la Sra. Marginac le dijo amablemente:
–Vamos, señor, no os vayáis así… Se diría que esas damas
os dan miedo.
44
–¿Miedo? ¡Jamás!
–Mirad pues a Léa… Ella no desea que marchéis… ¿Co-
nocéis a Léa? ¡Es un buen negocio!
–¡Léa no me gusta!
–¿Y Saphyr?
–¡Tampoco!
–¿Y Aravalo?... ¿No os dice nada?... Sin embargo es muy
juguetona…
–¡No me gustan los monos!
–Desgraciadamente, vuestra Mathilde está ocupada, y no
sé cuando quedará libre…
–¡Estoy harto de Mathilde!... ¡Vista y no vista, Mathilde!...
¿Y las nuevas?... ¡Me habíais prometido nuevas!... ¡No veo por
aquí ninguna!... ¿Por qué siempre las mismas caras?... ¡Me voy!
¡Buenas noches señora!... ¡Buenas noches, mis putitas!
Elvire lo retuvo todavía y le dijo en voz baja:
–Tengo una…
–¿Una que?
–Una nueva… ¡Oh!... ¡una flor de lys!
Ella murmuró unas frases en el oído del cliente.
Reginald tuvo un sobresalto:
–¡No es posible!
–¡Palabra de honor!
–¡Id a buscarla!
–Sí, pero…
–¿Está ocupada, como Mathilde?
–Si estuviese ocupada, como Mathilde, ¡no os habría dicho
lo que os he confiado hace un instante!... Mylord, ¿queréis sor-
prenderla?
–¡Yes!... Se me está haciendo la boca agua…
–Seréis el primero, el iniciador. No os cobraré más, pero a
cambio me traeréis gente de vuestro mundo, gente chic, ¿eh?
–¡Yes, señora!... Y, tomad, os paga por adelantado…
Dio algunas monedas de oro a Elvire:
–¡Traed champán, mucho champán!... Aquí, ¡primero,
champán!
45
Fue servido; vació varias copas, y siempre erguido:
–¡Adelante, señora Elvire!... ¡Vamos a encontrarnos con
vuestra Juana de Arco… de los salones!
Allá en lo alto, en su habitación, una habitación tapizada
de satén azul y adornada de espejos por todas partes, la «nueva»,
es decir Cloé de Haut-Brion, vertía lágrimas.
Desde hacía más de un cuarto de hora, la Srta. Adélaïde la
sermoneaba, y la virgen no la escuchaba, ensimismada en el
descalabro de todo su ser.
–Señorita – decía la submatrona – ¡hay que bajar al
salón!.... Nos hemos mostrado amables con vos, dejándoos pasar
la noche y todo un día para que os acostumbraseis… ¡Preparaos
para seguirme!...Los negocios son los negocios, pequeña…
Esperaba una crisis de lágrimas; pero Cloé se plantó re-
sueltamente ante Adélaïde:
–¿Por qué se me ha traído aquí, aprovechándose de mi
sueño?... ¿Por qué se me mantiene prisionera? ¡Haced paso, se-
ñora!... ¡Quiero salir!
–¿Salir?... ¡oh! ¡no! – dijo sarcástica la otra.
Y, conciliadora:
–Haríais mucho mejor en ser razonable…
–¡Os digo señora, que quiero irme de aquí!
–¡Eso es imposible!... Tengo órdenes…
–Entonces voy a abrir esta ventana y gritar… ¡Alguien
vendrá en mi auxilio!
–La ventana está cerrada; las persianas están clavadas… Y
además, os veríais obligada a decir vuestro nombre… y preferís
morir a pronunciarlo aquí… ¡señorita de Haut-Brion!
Cloé estaba sentada y torcía sus manos:
–¡Oh! ¡Esa mujer! ¡Esa señora de Sainte-Radegonde que
me ha entregado! ¡Qué miserable!
–¡Ya no tenemos que preocuparnos de la señora de Sainte-
Radegonde!... ¡Dejémosla con sus buenas obras!
–¿Sus buenas obras?... ¡Oh! ¡Maldita!... ¡No sé muy bien
en que casa me encuentro, pero intuyo que se trata de un lugar
infame! Esos cantos que he escuchado… esas jóvenes medio
46
desnudas que acabo de observar por el quicio de la puerta…
¡Todo eso me espanta, me produce vértigo!... ¡Pero ningún po-
der humano podrá retenerme!... ¡Haced paso, señora!... ¡Aparta-
os!...
–Sí, – dijo Adelaïde – seréis libre, absolutamente libre,
cuando hayáis pagado lo que debéis a la casa.
La virgen dio un salto:
–¿Yo? ¿Yo?... ¿Yo debo algo… a vuestra casa?
–¡Tres mil francos, ni más ni menos!
–¡Eso no es cierto!
–¿Renegáis de vuestra firma?
–¡Yo jamás he firmado semejante cosa!
–Os pido perdón… ¡Mirad!
La submatrona puso bajo los ojos de Cloé el papel, tan li-
geramente firmado por ella en casa de la Sra. de Sainte-
Radegonde, y, volviendo a introducir la hoja en su bolsillo:
–¡Ya lo veis, toda negativa es imposible!... ¡Berthe, sed
graciosa y no me obliguéis a emplear medios extremos!
–¿Berthe?... ¡Yo no me llamo Berthe!
–Ese es vuestro nombre de… guerra, el nombre bajo el
cual estáis inscrita en la casa… Berthe Vernier… Se ha tenido
para con vos todos los cuidados, y todas las precauciones…
¡Basta de charla!... ¡Poneos el bonito camisón de nudos azules,
que encontraréis en ese armario, y bajemos!
–¡Jamás!
–¡Vais a poneros ese camisón, el uniforme del 7 bis! – or-
denó la submatrona,– pues aparte de la señora y yo, nadie en el
salón, se pone vestidos subidos... Y, vuestro vestido de pequeña
burguesa os cubre demasiado… Señorita, poneos el camisón.
–¡Jamás!... ¡Y, a pesar de lo que digáis, saldré de este in-
fierno!
–¡Sí, cuando Berthe Vernier haya pagado las deudas de la
señorita de Haut-Brion!
Adélaïde había abierto un mueble, y presentaba un comi-
sión, cuando entraron la Sra. Martignac y Reginald.
47
Félix, el camarero, un gran moreno, los seguía llevando
sobre una bandeja tres botellas de champán y unas copas.
–¿Y bien?… ¿Ya habéis entrado en razón? – dijo la ma-
trona a su nueva pensionista.
De entrada, Cloé, con los ojos bajados, guardó silencio;
luego, se levantó, valiente, para acometer una nueva lucha.
Pero Fenwick la vio, y estupefacto, en medio de su borra-
chera:
–¡Se…se…ñorita… de Haut-Brion!... ¡La so…brina… del
ba…rón Géraud!... ¡Esta sí que es buena!... ¡Se…ñora Elvire,
teníais razón al afirmar… que era… una Juana de Arco!...
Y reaccionando sobre sí mismo, no admitiendo la enormi-
dad de tal encuentro, caminó hacia Cloé:
–Sé muy bien que no eres la señorita de Haut-Brion… pe-
ro déjamelo creer… ¡No te arrepentirás!… Es asombroso como
te pareces… ¿Soy tu bebé?... ¡El papá Haut-Brion habrá conoci-
do a tu mamá, y hete aquí!... ¡La señorita Cloé de Haut-Brion en
el barco de flores de Elvire!... ¡All right!... ¡Very select!... ¡Te
adoro, angel mío!... ¡Ven a besarme!... ¡Ven!...
Bebió dos copas de champán, y, borracho hasta el punto
de perder la noción de los seres y las cosas, interpeló a la Sra. de
Martignac y a la submatrona:
–¡Vosotras, fuera!... Quiero quedar solo con la señorita
Cloé… la falsa Cloé… la sosia de Cloé… Id a reuniros con las
pequeñas grullas.
El camarero ya había desaparecido; matrona y submatrona
salieron a su vez, recomendando a Berthe que pasase el cerrojo.
La virgen permanecía inmóvil contra la chimenea, dis-
puesta a hacer uso de uno de los candelabros de bronce para
defenderse y golpear si Fenwick quería abusar de ella.
Pero él no parecía tener prisa.
–¡Es fundamental – dijo –ponerse a gusto!... Nada es más
select que ponerse a gusto!... ¡Imítame, querida!
Reginal quitó su chaleco y lo depositó sobre un mueble,
así como su sombrero, un pequeño sombrero hongo de fieltro; se
48
disponía a quitar su camisa , cuando la Srta. de Haut-Brion, con
el rostro anegado de lágrimas y las manos temblorosas, suplicó:
–¡Salvadme, señor!
Él replicó con un hipo:
–¡Vamos! ¿Por qué lloras ahora?... ¡Nada de eso, bebé!...
¡No estamos aquí para aburrirnos, gatita mía!
–¡Salvadme, señor!... ¡Oh! ¡si fueseis un hombre decente
no me dejaríais en esta espantosa casa!...
–¿Yo?... Un hombre decente, – farfulló él… –¡No sé!...
¡Lo ignoro!... ¡Estoy un poco borracho, eso es todo! ¡Ven a be-
sarme!
Ella no se movía; él arrojó sobre ella su mirada de beodo:
–¡Escucha, falsa Cloé, debes ser amable! ¡Oh, muy ama-
ble!... El champán excita el amor… ¡Bebamos!... ¡Bebamos!...
¡Be…bamos!...
El joven inglés había tomado una botella y la vaciaba…
De pronto, embriagado hasta la inconsciencia, cayó sobre la
alfombra…
Eran las tres de la mañana.
En la casa, patrona, submatrona, clientes y putas estaban
acostados, y la virgen lloraba ante la bestia humana.
La gruesa Léa – una de las menos despreciables del 7 bis –
venía de acompañar a un enamorado; escuchó los sollozos de la
Srta. de Haut-Brion y entró en la habitación donde Reginal per-
manecía, incapaz de un movimiento, tirado en el suelo.
Se produjo entre ambas mujeres – de costumbres tan
opuestas – una doble confesión que se terminó con estas pala-
bras de la pensionista:
–Este no es vuestro lugar, señorita, y voy a ayudaros a sa-
lir….
–Pero,– objetó Cloé, agradeciendo a la desconocida,– no
me dejarán pasar.
–Todos duermen, excepto la criada… Tengo una idea…
Entonces, la puta envolvió a la Srta. de Haut-Brion con el
chaleco de Reginal: le puso el sombrero, la armó con el bastón y
49
le dijo que imitase las maneras de un hombre borracho; luego,
desde lo alto de las escaleras, inclinada sobre la rampa, exclamó:
–¡Se baja!
La virgen pasó delante de la guardiana somnolienta, quien
tiró del cordón.
–Mylord – dijo la doméstica,– partís bien pronto… ¿No os
olvidáis de la pequeña criada?
Cloe caminaba sin responder, y la otra murmuró, antes de
dormirse:
–¡Vaya cutre, el inglés!
Al salir de la infame casa, Cloé de Haut-Brion no tenía
más que un partido que tomar: regresar inmediatamente a casa
de los Loizet, a la calle Marcadet.
La calle de la Victoire estaba oscura, apenas transitada por
algunos noctámbulos – periodistas, vividores, – y la joven que
había sido transportada dormida a la casa de la Sra. Elvire Mar-
ginac, tuvo que levantar los ojos hacia una placa indicadora para
saber el lugar donde se encontraba a esas horas de la noche.
A pesar de la indumentaria de hombre puesta sobre su ves-
tido, temblaba de frío en la noche glacial, y la helada brisa in-
vernal hacia flotar sus rubios cabellos alrededor del sombrero
masculino.
No atreviéndose a dirigirse a nadie para preguntar el ca-
mino, caminó, recordando que la calle Marcadet se encontraba
en Montmartre, y llegó cerca de la casa de la Sra. de Sainte-
Radegonde, en la calle Notre-Dame-de-Lorette.
Hasta el momento, la virgen se había preocupado de orien-
tarse en el laberinto de las calles parisinas, y, todavía bajo la
impresión de horribles escenas, no había pensado más que en
huir; pero, la vista de esa casa donde había entrado el día ante-
rior, a instancias de Olympe, la despertó a las realidades vivas.
¿Qué había ocurrido?... ¿Qué acontecimiento extraordina-
rio la había precipitado a casa de la Sra. de Sainte-Radegonde, a
ese tugurio de dónde, gracias a una desdichada muchacha, aca-
baba finalmente por salir?
50
¡Cloé no lo dudaba: Olympe la había indignamente enga-
ñado! ¿Qué era esa mujer? ¿Qué innoble oficio ejercía?... ¿Era
necesario denunciar a la Sra. de Sainte-Radegonde para evitar a
otras jóvenes, una situaciones semejantes a la suya?
No, la Srta. de Haut-Brion no lo podía hacer; ella no lo
quería, pues sería confesar su estancia en casa de Elvire Martig-
nac.
¡Oh! Jamás revelaría ese secreto a nadie, ni siquiera a los
Loizet, y, en los medios honorable, trataría de olvidar sus horas
de vergüenza y de mortales angustias, entre las prostitutas...
Y la virgen se preguntaba, espantyada, como se lavaría esa
mancha!... Siempre caminando, le parecía que arrastraba tras
ella el enervante olor de los cosméticos y de los polvos; que sus
carnes estaban impregnadas y que los escasos trnaseuntes huían
de ella con asco.
Se miró en el vidrio de un escaparate de una tienda cerra-
da, segura de que iba a observar sobre su frente el estigma de las
vergüenzas inmerecidas; no vio más que a un hombre joven,
horriblemente pálido, vestido con un chaleco de amplios cua-
dros, que llevaba un bastón y tocado de un pequeño sombrero
hongo negro: había perdido el recuerdo de esas prendas y, en su
turbación, ese sombrero y la imagen real, le hizo evocar al inglés
Reginal y a la puta Léa… Felizmente, el inglés estaba borracho;
acababa de confundirla con una de las habituales del mal lugar,
no reconocería jamás en ella a la sobrina del barón Géraud, y en
cuanto a Léa, seria dichosa de testimoniarle su gratitud algún
día, liberándola del infierno.
Ahora, la joven avanzaba, más tranquila, hacia las alturas
de Montmartre, en ese barrio que ya había recorrido en sentido
inverso para dirigirse a la Comisaría de policía.
Girando en la calle Marcadet, Cloé se despojó del chaleco,
y lo arrojo, al igual que el bastón y el sombrero del hombre, a un
terreno baldío y, algunos instantes más tarde, llamó a la puerta
de sus amigos.
Dominique fue a abrirle; llegaba del Depósito de coches,
después de sus largas carreras nocturnas.
51
A la vista de la Srta. de Haut-Brion, el cochero emitió una
exclamación de sorpresa y alegría:
–¡Srta. Cloé!... ¡Qué contentas van a ponerse Marie y An-
nette!
Y sin temor a despertar a los vecinos, llamó con todas sus
fuerzas:
–¡Marie! ¡Annette! ¡Es la «Señorita»! ¡Levantaos, rápido!
–Parecéis sorprendido… ¿no habéis sido advertidos? –
balbuceó la Srta. de Haut-Brion, entrando en casa de Domini-
que.
Loizet respondió:
–Os pido perdón, señorita… Hemos recibido la visita de
una criada que solicitaba, de vuestra parte, el vestido de baile y
el brazalete…. Le entregamos esos objetos… Pero como se negó
a decirnos donde estabais, y sus modales eran sospechosos, a
partir de ese momento, quedamos muy preocupados…
Marie y Annette llegaron, vestidas apresuradamente, y se
produjo una alegría delirante en las dos mujeres; la madre no
encontraba que decir entre sollozos.
Annette exclamó:
–¡Oh, señorita! ¡Os creíamos perdida! Pero, aquí estáis,
¡nuestra pena está olvidada! Vamos a cuidaros, a mimaros, y
nunca, ¡oh, nunca, os dejaremos salir sola!
Las tres estaban instaladas junto a un buen fuego, y como
Marie interrogaba a la víctima, la Srta. de Haut-Brion sintió el
rubor subir a su rostro.
Dijo, con lágrimas en los ojos:
–Os lo suplico, mi querida Marie, y a vos también, Annet-
te, no me preguntéis nada… No podría responderos… Lo que
me ha sucedido es muy doloroso y serio para que, incluso a vos,
en quienes tengo plena confianza, pueda revelarlo… Queredme,
queridas amigas… Protegedme… pero… no me obliguéis a
hablar, y creed que siempre seré digna de vuestro afecto…
Las Loizet no insistieron – y la Srta. de Haut-Brion per-
maneció sola en su habitación, esa habitación de donde había
52
salido valientemente para emprender la liberación de su novio,
el conde de Esbly.
Muy cansada, pensaba en ese ambiente de paz y honor.
Ahora bien, por la mañana, Annette ayudaba a la Srta. de
Haut-Brion a vestirse, y la hija de los Loizet todavía insistía para
retenerla y protegerla de nuevos peligros:
–¡Señorita, sed razonable! No os aventuréis más en París.
¡Hay peligro, se ciernen muchos peligros para vos! ¡Quedad
conmigo! ¡Yo os serviré, iré a buscaros libros!.... ¡Me esforzaré
en comunicaros un poco de mi alegría!
Cloé respondió, seria:
–¡Annette, tengo un deber sagrado que cumplir, ya lo sa-
bes!
–Lo sé, señorita, pero… ¡esperad tan solo algunos días!
–¡Hoy mismo, iré a ver al juez de instrucción encargado
del caso de mi novio!
La joven costurera, tras un momento de reflexión, dijo:
–¿Queréis saber mi opinión, señorita Cloé? En vuestro lu-
gar, no iría a ver el juez, sino a la condesa de Esbly…
–Ella no vive en París…
–Debe estar aquí, pues una madre no podría vivir lejos de
su hijo, cuando ese hijo se encuentra en la situación del señor
conde Lionel.
–Eso es cierto, Annette, y si supiese donde encontrar a la
condesa…
–Yo me informaré…
–¿Cómo?
–Señorita, ¿sabéis donde la condesa tiene por costumbre
alojarse durante sus viajes en París?
–En un hotel cercano a la estación de Saint-Lazare.
Annette tuvo una idea sublime:
–¡No será allí donde estará!... Seguro que se encuentra en
el domicilio del acusado para defenderlo… ¡Vamos, voy con
vos!… ¡Papá nos conducirá en su coche!…
53
Dominique los llevó al bulevar de los italianos, y mientras
el cochero quedaba sobre el pescante, la Srta. Loizet montó
guardia ante la casa.
Con el corazón oprimido, la sobrina del barón Géraud su-
bió la escaleras del primer piso, y, tras ser anunciada, fue intro-
ducida ante a la madre de Lionel.
Al principio, la virgen no reconoció a la Sra. de Esbly, de
lo cambiada que la encontró: la condesa, la otra noche aún, tan
brillante y pletórica de dicha maternal, parecía un anciana; en
pocos días, sus cabellos habían encanecido, y, en su vestimenta
de duelo, su delgadez parecía mayor.
Las dos mujeres se abrazaron llorando, y la madre dijo:
–¡Hija mía!... mi querida hija, ¡te esperaba!
–¿Y Lionel? – preguntó la Srta. de Haut-Brion, ansiosa.
–¡He visto ayer a mi pobre hijo!.... ¡Se ha esforzado en
darme ánimos!... ¡Ah! ¡si supieses que grande y digno es, en su
desgracia!... Lamentablemente solo dudan de él aquellos que no
lo conocen como nosotras le conocemos!... Pero, tu tío… tu tío
no tiene derecho, y, he sorprendido en el lenguaje del barón unas
reticencias que me han apenado profundamente.
–¿El barón os ha hablado de mí, señora? – vaciló la vir-
gen, temblando.
–Si, querida; tu tío me ha dicho, cuando le he preguntado
por ti, que temiendo por tu salud, después del terrible shock, te
había enviado a casa de una de tus amigas, en el campo… De
ahí, mi sorpresa a tu llegada…
La Srta. de Haut-Brion se levantó para clamar la infamia
de Géraud, pero no quiso añadir un nuevo dolor a las aflicción
de la madre; y además, tendría que contar la abominable cir-
cunstancia que la había obligado a escapar del palacete, y todo
su pudor se rebeló contra esa confesión.
Balbuceó:
–Es cierto, señora… Vivo momentáneamente en el cam-
po… Pero, al saber vuestra presencia en París, he acudido…
para abrazaros, para compartir en parte, ¡oh! ¡muy grande!
Vuestra aflicción, y ayudaros con todas mis fuerzas en vuestra
54
obra maternal y sagrada... ¡Triunfaremos, señora! ¡Triunfare-
mos!
Y, rompiendo a llorar:
–Lionel; ¡mi pobre Lionel!
–Hablemos de él – dijo gravemente la condesa – … ¡de él
y de ti!... Mi hijo me ha hablado mucho, ayer… y, como hombre
de honor, me ha encargado que aceptases la ruptura de tu com-
promiso…
Cloé replicó, vibrante:
–¡Yo jamás la romperé!... ¡Él debe conocerme y estimar-
me lo suficiente para saber que no daré esa alegría a mis enemi-
gos!
Pero, recordando la mancha con la que creía su vida man-
cillada, bajó los ojos.
La condesa añadió:
–Al Sr. Grudière, el juez de instrucción, le parece ver en
este asunto un espantoso chantaje… o bien la mano de alguien
que tiene interés en impedir la boda de mi hijo…
Una extraña luz nacía en el espíritu de la Srta. de Haut-
Brion, y la virgen no pudo reprimir un movimiento de horror…
Sí, existía el hombre al que ese matrimonio desesperaba... ¡El
barón Géraud!... ¡su tío!... ¡Él se entendía con los enemigos de
Lionel, los que llevaban la voz cantante, o bien, era él mismo
quién encarnaba el alma del mal!... ¡No!... ¡oh! ¡no!... ¡Eso sería
demasiado monstruoso!... ¿Y cómo explicar la súbita aparición
del viejo en su habitación, después del baile, si no sabía que
Lionel no era un obstáculo a temer?... ¡No! ¡Mil veces no!, ¡No
podía existir un ser tan abominable!...
Y la virgen, en su honestidad natural, y a pesar de sus sos-
pechas contra el tío, no quiso atribuirle semejante infamia.
La Sra. de Esbly continuaba:
–Veamos, querida, ¿recuerdas? ¿Alguien te ha pedido en
matrimonio antes que Lionel?
–No, nunca.
–¿Alguien te ha hecho la corte y ha sido rechazado por ti?
–Nadie.
55
–Esas preguntas se las he dirigido al barón Géraud, y me
ha parecido confundido…
–Digo la verdad, señora.
–¡Oh! ¡no lo dudo!... Sin embargo, la Michon y la Cría-
Reseda, las acusadoras de Lionel, parecen acatar órdenes… Pla-
nea sobre todo esto un misterio… que debemos aclarar… El
barón me ha prometido ayudarme…
Cloé se puso pálida; agarró las dos manos de la condesa
entre las suyas, y, muy angustiada, imploró:
–Actuemos solas… completamente solas… ¿Queréis, se-
ñora?
Sorprendida, la Sra. de Esbly observaba a la virgen:
–¡El barón Géraud tiene un gran interés en que la inocen-
cia de mi… de nuestro Lionel, sea demostrada!... ¿Acaso mi hijo
no es el prometido de su sobrina, de su sobrina a la que ama
como a una hija?
–¡Cómo a una hija! – suspiró Cloé, bajando los ojos.
Y, disimulando su vergüenza, intentó desviar la conversa-
ción de ese tema que tanto la angustiaba:
–¿Creéis, señora, que se me permitirá visitar a Lionel?
–No, no, hija mía… Lionel, a pesar de toda la alegría que
tendría al verte, te suplica que no lo intentes…
La virgen dudó en formular una pregunta:
–¡Bueno, señora, ¿de qué se le acusa?... He querido saber-
lo, y se han negado a responderme…
–Han hecho bien, Cloé… ¡No insistas, querida!
Mientras la Srta. de Haut-Brion regresaba a Montmartre,
seguida de la brava Annette, el Sr. Honoré Perrotin llegaba a
casa del barón Géraud, de donde su esposa, la italiana Nona Co-
elsia, acababa de salir, después de una noche voluptuosa.
¡Oh! Ese matrimonio se entendía de maravilla, residiendo
con lujo en la calle de Vaugirar. Pronto, el tío olvidaría a la so-
brina y, un día, gracias a los besos de la esposa adúltera, ¡la pa-
reja heredaría millones!
56
Cuando el arquitecto iba a entrar en el despacho de
Géraud, se detuvo, escuchando una voz femenina. ¿Quién podía
reemplazar a su esposa junto al viejo?
Como un bribón, pegó su oreja detrás del alto cortinaje.
Con acento imperioso, Géraud preguntaba:
–Habéis insistido para hablarme a solas, señora. Nosotros
solos… ¿Qué queréis? ¿Quién sois?
La visitante, en vestido oscuro y sombrero violeta, mostró
una enigmática sonrisa:
–¡Valerie, señor, Valerie Michon, la mamá de Jeanne, la
pequeña florista!
–¡No os conozco! – replicó altivamente el barón, muy
pálido.
–De vista, es posible que no… tenéis a tanta gente a vues-
tro servicio… pero, esto es otra cosa. Ambroise Naumier ha
debido informaros sobre mi…
–¿Ambroise Naumier?
–El Cebolla, si lo preferís… el criado del Sr. conde de Es-
bly.
Tiburce Géraud ocultaba su espanto y su angustia bajo un
comportamiento brutal:
–¡Cortemos aquí, señora, y dejadme! ¡No me gustan las
comedias de opereta, ni las bromistas!
–Ah! ¿Así es como lo tomáis? – aulló Valérie–… Pues
bien, sé lo que debo decir al Sr. juez de instrucción… y la Cria-
Reseda también, ¡lo sabe muy bien!... ¡Vuestra servidora, señor
barón Géraud!.
La mujer caminaba hacia la puerta.
Vivamente, el barón la detuvo:
–¡Esperad!
La Sra. Michon obedeció al hombre, con una dulce sonrisa
sobre sus delgados y fríos labios:
–Veo con placer que os ha venido la memoria, señor
barón… ¡Oh! ¡Tanto mejor! ¡Tanto mejor!... ¿Me permitís sen-
tarme, mi buen señor?... Estoy muy cansada…
–Sentaos, pero sed breve; ¡no tengo tiempo que perder!
57
–Mi problema es el siguiente – dijo la Sra. Michon, ins-
talándose en un sillón – creo que he sido robada en el asunto de
Esbly…
–¡Eh! ¡Qué me importa a mí!
–Sí, ¡robada! El Cebolla no me ha entregado toda la suma
que vos le habéis dado para mí, cuando ha venido a solicitar mis
servicios de vuestra parte…
–Pero, señora, yo desconozco…
–Entonces, ¿no estáis involucrado en el asunto de Esbly?
–¡No sé de que estáis hablando!
Valerie se indignó:
–¡Qué bribón ese Ambroise el Cebolla!... ¡Ah! ¡Desvelaré
toda la verdad al Sr. Crudière, el juez de instrucción!... Va a ser
ese pobre Sr. Lionel de Esbly quien va a estar contento, cuando
diga, ante él, durante la confrontación que debe tener lugar ma-
ñana: «¡Mire, señor juez, todo esto es un timo!... ¡Ya he mentido
bastante! Castígueme; castigue a la Cría-Reseda, pero castigue
también al Cebolla y, muy severamente a este, pues fue él quién
nos dio el dinero para acusar a su amo; fue él quién introdujo a
Jeanne en la habitación del conde, a sus espaldas; en fin, ¡fue él
quien nos dijo lo que teníamos que decir!... ¡El Sr. de Esbly es
inocente, y nosotros somos unos delincuentes!»
–No tan alto, señora, no tan alto – balbuceó el barón, in-
quieto y tembloroso.
–¿Qué es eso, señor, de que hablo alto, dado que vos nada
tenéis que ver con la historia?– dijo sarcástica Valerie Michon…
– Por el contrario, ¡debería alegraros escuchar proclamar la ino-
cencia del prometido de vuestra sobrina!
–Y… ese miserable… ¿Cómo lo llamáis?
–Ambroise Naumier, llamado el Cebolla.
–¿El señor Naumier se ha atrevido a decir que actuaba de
mi parte?
–Sí, y como está en prisión, venía a buscar vuestras órde-
nes para saber lo que tiene que decir mañana a la Justicia.
–Podéis ver ahora que yo no tengo ninguna orden que da-
ros – declaró Géraud, creyéndose salvado.
58
Pero, Valerie no estaba dispuesta a dejar de luchar con el
viejo:
–Tenéis razón, señor Géraud, tenéis toda la razón; voy a
buscar a la condesa de Esbly; ella me dará diez mil francos por
confesar la verdad y, además del negocio, ¡seré objeto de su
agradecimiento!
–Pero iréis a prisión.
–Es cierto– suspiró la visitante, de pie – ¡pero mi concien-
cia estará limpia!
Bruscamente, él la tomó por el brazo:
–Vamos, señora, ¡basta de comedias! ¡Tendréis los diez
mil francos!
–¿De la señora condesa de Esbly? ¡Cuento con ellos!
–No, ¡de mí!
–Entonces, mi buen señor, – articuló Valerie Michon –
¡para vos, serán veinte mil!... Debe comprender que si son diez
mil por decir la verdad… ¡mentir y cometer perjurio, bien vale
el doble!... ¡Hay que ser razonable!
–Voy a entregaros la mitad; tendréis el resto el día de la
condena…
–Bien. Mientras espero, si tenéis que hablarme o escribir-
me, esta es mi dirección: Sra. Valerie Michon, dueña del hotel
Café de la Esperanza, pasaje del Tivoli… ¡A vuestra disposi-
ción, señor barón!
La mujer se iba con diez billetes de mil francos; el arqui-
tecto se cruzó con ella al paso, simulando ser una visita más, y
entró en el despacho de Géraud:
–¡Buenos días, señor barón!
–¡Ah! ¿Sois vos, Perrotin?... ¿Desde cuándo estáis ahí,
amigo mío?
–Acabo de llegar…
Tiburce Géraud se precipitó a los brazos del arquitecto:
–Honoré Perrotin, mi querido Perrotin, ¡soy muy desdi-
chado!
Ya no pensaba en la desaparición de Cloé; una única idea
obsesionaba al viejo: esa mujer, Valerie, tenía en sus manos su
59
honra, su libertad... ¿lo traicionaría, a pesar del dinero? Estuvo a
punto de confesar todo al marido de su amante… ¿Qué mejor
hombre que el arquitecto podría aconsejarle, acudir en su ayuda?
Sin embargo, a pesar de su intimidad, no se sintió con fuerzas de
revelar sus terrores al hombre, y repitió sollozando:
–¡Oh! sí, amigo mío, ¡soy muy desdichado!
El otro lo miraba, sarcástico, leyendo en su pensamiento
como en un libro; él conocía el secreto del viejo enamorado,
pero se cuidó mucho de aprovecharlo de inmediato, y preguntó,
con gran tristeza:
–¿Así que ninguna noticia de la señorita Cloé?
El nombre de la adorada despertó en Géraud pensamientos
lujuriosos, y un amplio estremecimiento corrió a través de sus
miembros.
Gimió:
–¡Por desgracia, no! ¡Ninguna noticia! ¡He registrado todo
París!... ¡Nadie la ha visto! ¡Nadie ha oído hablar de ella!... ¡He
tenido el triste valor de ir hasta la Morgue! ¡Allí, nada todavía!...
¡afortunadamente!... Perrotin, mi querido Perrotin, ¡solo tengo
esperanza en vos!... ¡Encontrad a Cloé!... ¡No ahorréis gestiones,
ni os paréis en gastos para encontrarla!... ¡toda mi fortuna para
quien traiga a Cloé!
Esta exaltación era funesta para el marido de la bella ita-
liana; pero se contuvo, animado en una esperanza en los encan-
tos de Nona Coelsia, y dijo, por decir algo honorable:
–¿Os habéis dirigido a la policía?
Tiburce movía la cabeza, sin responder.
¡Ah! bien sí, ¡dirigirse a la policía! Pero, una vez encon-
trada, ¡Cloé imploraría de inmediato su protección contra el tío
adorador de vírgenes!
El viejo farfulló:
–No, querido amigo, ¡nada de policía! ¡Nunca debe invo-
lucrarse a la policía en nuestros asuntos íntimos! ¡Vuestra amis-
tad y vuestra abnegación bastarán!
Honoré tuvo un impulso de corazón, y estrechando con
efusión las manos de Géraud:
60
–¡Contad conmigo, barón… Contad con mi esposa que os
es igualmente devota!
El arquitecto se juraba encontrar a la Srta. de Haut-
Brion… pero para destruirla y dejar el campo libre a su esposa.
Urbain, un viejo criado entró y entregó al aristócrata una
tarjeta de visita así impresa:
MADAME LÉONIE LAGRANGE
Y debajo de ese título y ese nombre, escrito a pluma:
MARQUESA DE HAUT-BRION
–¿De dónde diablos sale esta aventurera, después de cator-
ce años? – estalló Géraud. –… ¡No quiero verla!... ¡Ella me irri-
ta!... ¡Despedidla, y con contundencia, Honoré!
En la antesala, Perrotin se encontró en presencia de una
gran mujer delgada, con cabellos grises, miserablemente vestida,
y que reconoció por haberle robado antaño, cuando él era el se-
cretario del barón.
–¡Ah! sois vos… ¿la viuda in-partibus… de Rusia? – dijo,
desdeñoso.
Muy tranquila, la visitante respondió:
–Soy yo Léonie Lagrange, segunda marquesa de Haut-
Brion…
–Señora, conozco vuestra historia, pero el barón Géraud
tiene bastante con la tutela de la hija legítima, sin preocuparse
de antiguas amantes y de los bastardos de su cuñado.
–Mi hija Olga no es bastarda, pues mi matrimonio ha sido
bendecido en Rusia, por un Pope.
–Sí, pero al no tener la boda lugar ante el cónsul de Fran-
cia no existe legalmente.
–¡Porque la muerte ha sorprendido a mi querido Emma-
nuel!... Él es mi esposo ante Dios y la iglesia, y si mi hija y yo
no llevamos habitualmente el apellido «Haut-Brion», es a causa
de nuestra espantosa miseria... No pedimos limosna, pero el
61
príncipe Vorontzow ha entregado un dinero al barón Géraud,
cuando murió mi marido, y ese dinero debía sernos devuelto…
El arquitecto que engañó al barón, apropiándose diez mil
rublos destinados a los Lagrange, declaró:
–¡Error!... ¡El príncipe Vorontzow no ha dejado nada para
vos al Sr. barón! ¡No insistáis, señora, y por favor, retiraos!
Y aquella, a la que el arquitecto llamaba «la viuda in-
partibus» se alejó, con los ojos rojos y el caminar incierto…
Abajo, solicitó ver a la Srta. de Haut-Brion, y, el portero le
respondió, a instancias del amo;:
–¡La señorita está de viaje en América!
Si Perrotin no tuviese nada que temer de la Sra. Lagrange,
tanto como Géraud – y por otros motivos – desearía encontrar a
Cloé de Haut-Brion.
Tuvo la idea de merodear alrededor de la casa de los Es-
bly, y con motivo de una nueva visita de la novia a la madre, él
siguió al ídolo del barón y se aseguró que vivía en Montmartre,
con los Loizet.
Para salir del 7 bis, Reginald Fenwick, no encontraba su
sombrero negro y su chaleco, por lo que se puso un sombrero de
mujer y se envolvió en un impermeable y, según el vizconde
Arthur de La Plaçade, que estuvo en ese lugar hasta el amanecer,
el tocado y la prenda del bello sexo sentaban de maravilla al
guapo bribón: esos dos hombres – sodomitas – se encontraron
una noche, en la calle de Aboukir, en el Baile de las Tatas.
63
IV
EN EL CAFÉ DE LA ESPERANZA
Nos encontramos en el Pasaje del Tivoli, en las proximi-
dades de la calle de Ámsterdam y de la calle del Havre; en ese
barrio de la estación Saint-Lazare, recientemente modernizado,
con restaurantes a 1 franco 25 centavos el almuerzo, y unas cer-
vecerías inglesas o alemanas en uno de esos antiguos edificios
que esperan su metamorfosis y nos dan la impresión del Conejo
Coronado o de alguna otra guarida de los bulevares exteriores.
La avenida se prolongaba en un gran muro cubierto de carteles
amarillentos y rotos, y, en la acera, se veían dos tiendas: a la
derecha, una lechería con el cartel pintado de verde, los cristales
relucientes, un escaparate con cántaros y vasijas; a la izquierda,
la otra tienda enarbolaba ostensiblemente encima de su puerta el
amable título de Hotel y Café de la Esperanza, pero, en sus pe-
queños ventanales polvorientos, colgaban unas planchas rojas, a
fin de que desde el exterior no se pudiese ver lo que ocurría en
su interior. Del modo en el que entraban y salían los clientes, era
fácil adivinar que se trataba de uno de esos antros donde se prac-
tican intercambios vergonzosos, donde se urden crímenes y
donde la policía está siempre segura de hacer una redada fruc-
tuosa.
En las alturas de la avenida central, se balanceaba un car-
tel con estas palabras en letras amarillas, sobre un fondo, antaño
negro:
HOTEL GARNI
HABITACIONES Y RESERVADOS DESDE 50 CÉNTIMOS
Se da de comer y beber; se paga por noche.
64
A la entrada, la recepción del hotel, noche y día iluminada
por una farola de gas, y amueblado solamente con una mesa y
dos sillas, y un tablero numerado para las llaves de los clientes.
Una escalera estrecha de escalones que crujían y carcomi-
dos, ascendía entre dos paredes mohosas, al primer y segundo
piso, y las ventanas del Café de la Esperanza se abrían a un pa-
tio fangoso.
Esa noche, Valerie, tocada de un gorro de tul negro, en
vestido de fustán rojo, iba y venía de la cocina al café y a la re-
cepción del hotel.
Cerca de la barra, en una jaula de mimbre, saltaba un viejo
cuervo tuerto, mientras que desde la altura de las estanterías, tres
aguiluchos disecados parecían mirar al animal vivo con sus ojos
glaucos.
Sobre una silla – gracioso contraste en ese tugurio –se en-
contraba una cesta llena de flores naturales y magníficas: rosas
de té, las últimas del año, crisantemos multicolores y un montón
de violetas cuyas dulces fragancias se mezclaban con las espesas
exhalaciones de la cocina.
A las siete, Jeanne, la pequeña florista, entraba, temblando
en un vestido de lana deshilachada; tenía las piernas casi desnu-
das y sus pies desaparecían en unos zapatos de hombre dema-
siado grandes para ella.
Con la cabeza al aire, con su larga melena negra enmar-
cando un rostro flaco, se detuvo en el umbral con las manos lle-
nas de ramilletes, y levantó temerosamente sus bellos ojos
sombríos hacia la madrastra. El miedo, tanto como el frío, la
hacían temblar.
¡Oh! ¡Qué poco se parecía Jeanne a la muchachita acosta-
da en la cama de Lionel, y tan bien dispuesta ante el comisario,
pero la vieja la quería así de mugrienta, a fin de atraer mejor las
limosnas y de apurar la venta de los ramos.
La Michon se armó de un atizador:
–¿Qué es lo que tienes en las manos?
–Ya lo veis… mis flores…
La virgen del arroyo
La virgen del arroyo
La virgen del arroyo
La virgen del arroyo
La virgen del arroyo
La virgen del arroyo
La virgen del arroyo
La virgen del arroyo
La virgen del arroyo
La virgen del arroyo
La virgen del arroyo
La virgen del arroyo
La virgen del arroyo
La virgen del arroyo
La virgen del arroyo
La virgen del arroyo
La virgen del arroyo
La virgen del arroyo
La virgen del arroyo
La virgen del arroyo
La virgen del arroyo
La virgen del arroyo
La virgen del arroyo
La virgen del arroyo
La virgen del arroyo
La virgen del arroyo
La virgen del arroyo
La virgen del arroyo
La virgen del arroyo
La virgen del arroyo
La virgen del arroyo
La virgen del arroyo
La virgen del arroyo
La virgen del arroyo
La virgen del arroyo
La virgen del arroyo
La virgen del arroyo
La virgen del arroyo
La virgen del arroyo
La virgen del arroyo
La virgen del arroyo
La virgen del arroyo
La virgen del arroyo
La virgen del arroyo
La virgen del arroyo
La virgen del arroyo
La virgen del arroyo
La virgen del arroyo
La virgen del arroyo
La virgen del arroyo
La virgen del arroyo
La virgen del arroyo
La virgen del arroyo
La virgen del arroyo
La virgen del arroyo
La virgen del arroyo
La virgen del arroyo
La virgen del arroyo
La virgen del arroyo
La virgen del arroyo
La virgen del arroyo
La virgen del arroyo
La virgen del arroyo
La virgen del arroyo
La virgen del arroyo
La virgen del arroyo
La virgen del arroyo
La virgen del arroyo
La virgen del arroyo
La virgen del arroyo
La virgen del arroyo
La virgen del arroyo
La virgen del arroyo
La virgen del arroyo
La virgen del arroyo
La virgen del arroyo
La virgen del arroyo
La virgen del arroyo
La virgen del arroyo
La virgen del arroyo
La virgen del arroyo
La virgen del arroyo
La virgen del arroyo
La virgen del arroyo
La virgen del arroyo
La virgen del arroyo
La virgen del arroyo
La virgen del arroyo
La virgen del arroyo
La virgen del arroyo
La virgen del arroyo
La virgen del arroyo
La virgen del arroyo
La virgen del arroyo
La virgen del arroyo
La virgen del arroyo
La virgen del arroyo

Más contenido relacionado

La actualidad más candente

El viejo chocho
El viejo chochoEl viejo chocho
El viejo chochoJose Ramos
 
La crucificada
La crucificadaLa crucificada
La crucificadaJose Ramos
 
La señorita de Marbeuf
La señorita de MarbeufLa señorita de Marbeuf
La señorita de MarbeufJose Ramos
 
Cuentos de Panurge
Cuentos de PanurgeCuentos de Panurge
Cuentos de PanurgeJose Ramos
 
Los rufianes en levita
Los rufianes en levitaLos rufianes en levita
Los rufianes en levitaJose Ramos
 
La señorita tántalo
La señorita tántaloLa señorita tántalo
La señorita tántaloJose Ramos
 
Orueta lirica
Orueta liricaOrueta lirica
Orueta liricaadquirion
 
La rebelión contra el poder opresor. textos feria del libr…
La rebelión contra el poder opresor. textos feria del libr…La rebelión contra el poder opresor. textos feria del libr…
La rebelión contra el poder opresor. textos feria del libr…apellaniz
 
Bocado de viento
Bocado de vientoBocado de viento
Bocado de vientoJose Alonso
 
Cuento del castillo de cortegana.imprenta
Cuento del castillo de cortegana.imprentaCuento del castillo de cortegana.imprenta
Cuento del castillo de cortegana.imprentaJosé Luis Lobo Moriche
 
Restrepo laura la novia oscura
Restrepo laura   la novia oscuraRestrepo laura   la novia oscura
Restrepo laura la novia oscuraemaporpos
 
El siglo de oro español
El siglo de oro españolEl siglo de oro español
El siglo de oro españolAlma Rincon
 
Hombre de la esquina rosada +¨Historia de Rosendo Juárez
Hombre de la esquina rosada +¨Historia de Rosendo JuárezHombre de la esquina rosada +¨Historia de Rosendo Juárez
Hombre de la esquina rosada +¨Historia de Rosendo JuárezGabriel Castriota
 
La batalla de_los_arapiles._primera_serie_de_los_episodios_nacionales
La batalla de_los_arapiles._primera_serie_de_los_episodios_nacionalesLa batalla de_los_arapiles._primera_serie_de_los_episodios_nacionales
La batalla de_los_arapiles._primera_serie_de_los_episodios_nacionalesNotiNewsWorld
 

La actualidad más candente (20)

El viejo chocho
El viejo chochoEl viejo chocho
El viejo chocho
 
Cabecita loca
Cabecita locaCabecita loca
Cabecita loca
 
La crucificada
La crucificadaLa crucificada
La crucificada
 
La señorita de Marbeuf
La señorita de MarbeufLa señorita de Marbeuf
La señorita de Marbeuf
 
Miss Maude
Miss MaudeMiss Maude
Miss Maude
 
Cuentos de Panurge
Cuentos de PanurgeCuentos de Panurge
Cuentos de Panurge
 
Los rufianes en levita
Los rufianes en levitaLos rufianes en levita
Los rufianes en levita
 
La señorita tántalo
La señorita tántaloLa señorita tántalo
La señorita tántalo
 
Actividades textos REALISMO
Actividades textos REALISMOActividades textos REALISMO
Actividades textos REALISMO
 
Orueta lirica
Orueta liricaOrueta lirica
Orueta lirica
 
Vientre plano
Vientre planoVientre plano
Vientre plano
 
F mendez bocado viento
F mendez bocado vientoF mendez bocado viento
F mendez bocado viento
 
La rebelión contra el poder opresor. textos feria del libr…
La rebelión contra el poder opresor. textos feria del libr…La rebelión contra el poder opresor. textos feria del libr…
La rebelión contra el poder opresor. textos feria del libr…
 
Bocado de viento
Bocado de vientoBocado de viento
Bocado de viento
 
Cuento del castillo de cortegana.imprenta
Cuento del castillo de cortegana.imprentaCuento del castillo de cortegana.imprenta
Cuento del castillo de cortegana.imprenta
 
Restrepo laura la novia oscura
Restrepo laura   la novia oscuraRestrepo laura   la novia oscura
Restrepo laura la novia oscura
 
Cuentos centroamericanos
Cuentos centroamericanosCuentos centroamericanos
Cuentos centroamericanos
 
El siglo de oro español
El siglo de oro españolEl siglo de oro español
El siglo de oro español
 
Hombre de la esquina rosada +¨Historia de Rosendo Juárez
Hombre de la esquina rosada +¨Historia de Rosendo JuárezHombre de la esquina rosada +¨Historia de Rosendo Juárez
Hombre de la esquina rosada +¨Historia de Rosendo Juárez
 
La batalla de_los_arapiles._primera_serie_de_los_episodios_nacionales
La batalla de_los_arapiles._primera_serie_de_los_episodios_nacionalesLa batalla de_los_arapiles._primera_serie_de_los_episodios_nacionales
La batalla de_los_arapiles._primera_serie_de_los_episodios_nacionales
 

Similar a La virgen del arroyo

A todo honor de Felipe Trigo
A todo honor de Felipe TrigoA todo honor de Felipe Trigo
A todo honor de Felipe TrigoEURIDICECANOVA
 
La Eternamente Amada
La Eternamente AmadaLa Eternamente Amada
La Eternamente AmadaMarinalen1
 
druon-maurice-los-reyes-malditos-6-la-flor-de-lis-y-el-lec3b3n.pdf
druon-maurice-los-reyes-malditos-6-la-flor-de-lis-y-el-lec3b3n.pdfdruon-maurice-los-reyes-malditos-6-la-flor-de-lis-y-el-lec3b3n.pdf
druon-maurice-los-reyes-malditos-6-la-flor-de-lis-y-el-lec3b3n.pdfivan796668
 
El_fantasma_de_Canterville-Wilde_Oscar.pdf
El_fantasma_de_Canterville-Wilde_Oscar.pdfEl_fantasma_de_Canterville-Wilde_Oscar.pdf
El_fantasma_de_Canterville-Wilde_Oscar.pdfAStarNamedStar
 
El fantasma de canterville
El fantasma de cantervilleEl fantasma de canterville
El fantasma de cantervillencavieres
 
El fantasma de canterville
El fantasma de cantervilleEl fantasma de canterville
El fantasma de cantervilleADRIAN_MON
 
El fantasma de canterville
El fantasma de cantervilleEl fantasma de canterville
El fantasma de cantervilleMisscorazona
 
La_educacion_sentimental-Gustave_Flaubert.pdf
La_educacion_sentimental-Gustave_Flaubert.pdfLa_educacion_sentimental-Gustave_Flaubert.pdf
La_educacion_sentimental-Gustave_Flaubert.pdfCompuServicio
 
LA CASA DEL PECADO (1902) Marcelle Tinayre
LA CASA DEL PECADO (1902) Marcelle TinayreLA CASA DEL PECADO (1902) Marcelle Tinayre
LA CASA DEL PECADO (1902) Marcelle TinayreJulioPollinoTamayo
 
LA PEDRADA (1891) Antonio María (Elisa Fernández Montoya)
LA PEDRADA (1891) Antonio María (Elisa Fernández Montoya)LA PEDRADA (1891) Antonio María (Elisa Fernández Montoya)
LA PEDRADA (1891) Antonio María (Elisa Fernández Montoya)JulioPollinoTamayo
 
Cuento de Pascuas de Rubén Darío
Cuento de Pascuas de Rubén DaríoCuento de Pascuas de Rubén Darío
Cuento de Pascuas de Rubén Daríocristyyasmin
 
Aprendiz de seductora
Aprendiz de seductoraAprendiz de seductora
Aprendiz de seductorasherrysur
 

Similar a La virgen del arroyo (20)

A todo honor de Felipe Trigo
A todo honor de Felipe TrigoA todo honor de Felipe Trigo
A todo honor de Felipe Trigo
 
El tío Silas
El tío SilasEl tío Silas
El tío Silas
 
La Eternamente Amada
La Eternamente AmadaLa Eternamente Amada
La Eternamente Amada
 
La abducción
La abducciónLa abducción
La abducción
 
druon-maurice-los-reyes-malditos-6-la-flor-de-lis-y-el-lec3b3n.pdf
druon-maurice-los-reyes-malditos-6-la-flor-de-lis-y-el-lec3b3n.pdfdruon-maurice-los-reyes-malditos-6-la-flor-de-lis-y-el-lec3b3n.pdf
druon-maurice-los-reyes-malditos-6-la-flor-de-lis-y-el-lec3b3n.pdf
 
El_fantasma_de_Canterville-Wilde_Oscar.pdf
El_fantasma_de_Canterville-Wilde_Oscar.pdfEl_fantasma_de_Canterville-Wilde_Oscar.pdf
El_fantasma_de_Canterville-Wilde_Oscar.pdf
 
Fotonovela Suterh 2a. Parte
Fotonovela Suterh 2a. ParteFotonovela Suterh 2a. Parte
Fotonovela Suterh 2a. Parte
 
El fantasma de canterville
El fantasma de cantervilleEl fantasma de canterville
El fantasma de canterville
 
El fantasma de canterville
El fantasma de cantervilleEl fantasma de canterville
El fantasma de canterville
 
El fantasma de Canterville
El fantasma de CantervilleEl fantasma de Canterville
El fantasma de Canterville
 
Lectura critica
Lectura criticaLectura critica
Lectura critica
 
El fantasma de canterville
El fantasma de cantervilleEl fantasma de canterville
El fantasma de canterville
 
La_educacion_sentimental-Gustave_Flaubert.pdf
La_educacion_sentimental-Gustave_Flaubert.pdfLa_educacion_sentimental-Gustave_Flaubert.pdf
La_educacion_sentimental-Gustave_Flaubert.pdf
 
LA CASA DEL PECADO (1902) Marcelle Tinayre
LA CASA DEL PECADO (1902) Marcelle TinayreLA CASA DEL PECADO (1902) Marcelle Tinayre
LA CASA DEL PECADO (1902) Marcelle Tinayre
 
El que hizo el pacto con el diablo
El que hizo el pacto con el diabloEl que hizo el pacto con el diablo
El que hizo el pacto con el diablo
 
PORTAFÓLIO DE CRIMEN Y CASTIGO
PORTAFÓLIO DE CRIMEN Y CASTIGOPORTAFÓLIO DE CRIMEN Y CASTIGO
PORTAFÓLIO DE CRIMEN Y CASTIGO
 
LA PEDRADA (1891) Antonio María (Elisa Fernández Montoya)
LA PEDRADA (1891) Antonio María (Elisa Fernández Montoya)LA PEDRADA (1891) Antonio María (Elisa Fernández Montoya)
LA PEDRADA (1891) Antonio María (Elisa Fernández Montoya)
 
Cuento de Pascuas de Rubén Darío
Cuento de Pascuas de Rubén DaríoCuento de Pascuas de Rubén Darío
Cuento de Pascuas de Rubén Darío
 
Aprendiz de seductora
Aprendiz de seductoraAprendiz de seductora
Aprendiz de seductora
 
El santuario
El santuarioEl santuario
El santuario
 

Más de Jose Ramos

oferta bach 2324.pptx
oferta bach 2324.pptxoferta bach 2324.pptx
oferta bach 2324.pptxJose Ramos
 
Oferta Bacharelato 2022-2023
Oferta Bacharelato 2022-2023Oferta Bacharelato 2022-2023
Oferta Bacharelato 2022-2023Jose Ramos
 
Protocolo covid
Protocolo covidProtocolo covid
Protocolo covidJose Ramos
 
Bachilleratos oferta
Bachilleratos ofertaBachilleratos oferta
Bachilleratos ofertaJose Ramos
 
Bachilleratos oferta
Bachilleratos ofertaBachilleratos oferta
Bachilleratos ofertaJose Ramos
 
Cine y matematicas : el código ASCII
Cine y matematicas : el código ASCIICine y matematicas : el código ASCII
Cine y matematicas : el código ASCIIJose Ramos
 
El palacete de las mendoza y sus propietarios
El palacete de las mendoza y sus propietariosEl palacete de las mendoza y sus propietarios
El palacete de las mendoza y sus propietariosJose Ramos
 
Georges Mélies en cifras
Georges Mélies en cifrasGeorges Mélies en cifras
Georges Mélies en cifrasJose Ramos
 
De Historias e de números
De Historias e de númerosDe Historias e de números
De Historias e de númerosJose Ramos
 
Ejercicios de sistemas de ecuaciones lineales
Ejercicios de sistemas de ecuaciones linealesEjercicios de sistemas de ecuaciones lineales
Ejercicios de sistemas de ecuaciones linealesJose Ramos
 
Ejercicios de calculo diferencial
Ejercicios de calculo diferencialEjercicios de calculo diferencial
Ejercicios de calculo diferencialJose Ramos
 
El renacimiento
El renacimientoEl renacimiento
El renacimientoJose Ramos
 
Musica en la Edad Media
Musica en la Edad MediaMusica en la Edad Media
Musica en la Edad MediaJose Ramos
 
El romanticismo musical
El romanticismo musicalEl romanticismo musical
El romanticismo musicalJose Ramos
 
El caso del gaga
El caso del gagaEl caso del gaga
El caso del gagaJose Ramos
 

Más de Jose Ramos (19)

oferta bach 2324.pptx
oferta bach 2324.pptxoferta bach 2324.pptx
oferta bach 2324.pptx
 
Oferta Bacharelato 2022-2023
Oferta Bacharelato 2022-2023Oferta Bacharelato 2022-2023
Oferta Bacharelato 2022-2023
 
Protocolo covid
Protocolo covidProtocolo covid
Protocolo covid
 
Bachilleratos oferta
Bachilleratos ofertaBachilleratos oferta
Bachilleratos oferta
 
Bachilleratos oferta
Bachilleratos ofertaBachilleratos oferta
Bachilleratos oferta
 
Bachilleratos
BachilleratosBachilleratos
Bachilleratos
 
Cine y matematicas : el código ASCII
Cine y matematicas : el código ASCIICine y matematicas : el código ASCII
Cine y matematicas : el código ASCII
 
Lotería
LoteríaLotería
Lotería
 
El palacete de las mendoza y sus propietarios
El palacete de las mendoza y sus propietariosEl palacete de las mendoza y sus propietarios
El palacete de las mendoza y sus propietarios
 
Georges Mélies en cifras
Georges Mélies en cifrasGeorges Mélies en cifras
Georges Mélies en cifras
 
De Historias e de números
De Historias e de númerosDe Historias e de números
De Historias e de números
 
Regiomontanus
RegiomontanusRegiomontanus
Regiomontanus
 
Ejercicios de sistemas de ecuaciones lineales
Ejercicios de sistemas de ecuaciones linealesEjercicios de sistemas de ecuaciones lineales
Ejercicios de sistemas de ecuaciones lineales
 
Ejercicios de calculo diferencial
Ejercicios de calculo diferencialEjercicios de calculo diferencial
Ejercicios de calculo diferencial
 
La pendiente
La pendienteLa pendiente
La pendiente
 
El renacimiento
El renacimientoEl renacimiento
El renacimiento
 
Musica en la Edad Media
Musica en la Edad MediaMusica en la Edad Media
Musica en la Edad Media
 
El romanticismo musical
El romanticismo musicalEl romanticismo musical
El romanticismo musical
 
El caso del gaga
El caso del gagaEl caso del gaga
El caso del gaga
 

Último

VOLUMEN 1 COLECCION PRODUCCION BOVINA . SERIE SANIDAD ANIMAL
VOLUMEN 1 COLECCION PRODUCCION BOVINA . SERIE SANIDAD ANIMALVOLUMEN 1 COLECCION PRODUCCION BOVINA . SERIE SANIDAD ANIMAL
VOLUMEN 1 COLECCION PRODUCCION BOVINA . SERIE SANIDAD ANIMALEDUCCUniversidadCatl
 
Presentación de Estrategias de Enseñanza-Aprendizaje Virtual.pptx
Presentación de Estrategias de Enseñanza-Aprendizaje Virtual.pptxPresentación de Estrategias de Enseñanza-Aprendizaje Virtual.pptx
Presentación de Estrategias de Enseñanza-Aprendizaje Virtual.pptxYeseniaRivera50
 
5° SEM29 CRONOGRAMA PLANEACIÓN DOCENTE DARUKEL 23-24.pdf
5° SEM29 CRONOGRAMA PLANEACIÓN DOCENTE DARUKEL 23-24.pdf5° SEM29 CRONOGRAMA PLANEACIÓN DOCENTE DARUKEL 23-24.pdf
5° SEM29 CRONOGRAMA PLANEACIÓN DOCENTE DARUKEL 23-24.pdfOswaldoGonzalezCruz
 
c3.hu3.p1.p2.El ser humano y el sentido de su existencia.pptx
c3.hu3.p1.p2.El ser humano y el sentido de su existencia.pptxc3.hu3.p1.p2.El ser humano y el sentido de su existencia.pptx
c3.hu3.p1.p2.El ser humano y el sentido de su existencia.pptxMartín Ramírez
 
RETO MES DE ABRIL .............................docx
RETO MES DE ABRIL .............................docxRETO MES DE ABRIL .............................docx
RETO MES DE ABRIL .............................docxAna Fernandez
 
Uses of simple past and time expressions
Uses of simple past and time expressionsUses of simple past and time expressions
Uses of simple past and time expressionsConsueloSantana3
 
Mapa Mental de estrategias de articulación de las areas curriculares.pdf
Mapa Mental de estrategias de articulación de las areas curriculares.pdfMapa Mental de estrategias de articulación de las areas curriculares.pdf
Mapa Mental de estrategias de articulación de las areas curriculares.pdfvictorbeltuce
 
Tarea 5_ Foro _Selección de herramientas digitales_Manuel.pdf
Tarea 5_ Foro _Selección de herramientas digitales_Manuel.pdfTarea 5_ Foro _Selección de herramientas digitales_Manuel.pdf
Tarea 5_ Foro _Selección de herramientas digitales_Manuel.pdfManuel Molina
 
Estrategia de Enseñanza y Aprendizaje.pdf
Estrategia de Enseñanza y Aprendizaje.pdfEstrategia de Enseñanza y Aprendizaje.pdf
Estrategia de Enseñanza y Aprendizaje.pdfromanmillans
 
Estas son las escuelas y colegios que tendrán modalidad no presencial este lu...
Estas son las escuelas y colegios que tendrán modalidad no presencial este lu...Estas son las escuelas y colegios que tendrán modalidad no presencial este lu...
Estas son las escuelas y colegios que tendrán modalidad no presencial este lu...fcastellanos3
 
Procesos Didácticos en Educación Inicial .pptx
Procesos Didácticos en Educación Inicial .pptxProcesos Didácticos en Educación Inicial .pptx
Procesos Didácticos en Educación Inicial .pptxMapyMerma1
 
LINEAMIENTOS INICIO DEL AÑO LECTIVO 2024-2025.pptx
LINEAMIENTOS INICIO DEL AÑO LECTIVO 2024-2025.pptxLINEAMIENTOS INICIO DEL AÑO LECTIVO 2024-2025.pptx
LINEAMIENTOS INICIO DEL AÑO LECTIVO 2024-2025.pptxdanalikcruz2000
 
Día de la Madre Tierra-1.pdf día mundial
Día de la Madre Tierra-1.pdf día mundialDía de la Madre Tierra-1.pdf día mundial
Día de la Madre Tierra-1.pdf día mundialpatriciaines1993
 
FICHA DE MONITOREO Y ACOMPAÑAMIENTO 2024 MINEDU
FICHA DE MONITOREO Y ACOMPAÑAMIENTO  2024 MINEDUFICHA DE MONITOREO Y ACOMPAÑAMIENTO  2024 MINEDU
FICHA DE MONITOREO Y ACOMPAÑAMIENTO 2024 MINEDUgustavorojas179704
 
RAIZ CUADRADA Y CUBICA PARA NIÑOS DE PRIMARIA
RAIZ CUADRADA Y CUBICA PARA NIÑOS DE PRIMARIARAIZ CUADRADA Y CUBICA PARA NIÑOS DE PRIMARIA
RAIZ CUADRADA Y CUBICA PARA NIÑOS DE PRIMARIACarlos Campaña Montenegro
 
Unidad II Doctrina de la Iglesia 1 parte
Unidad II Doctrina de la Iglesia 1 parteUnidad II Doctrina de la Iglesia 1 parte
Unidad II Doctrina de la Iglesia 1 parteJuan Hernandez
 
Fundamentos y Principios de Psicopedagogía..pdf
Fundamentos y Principios de Psicopedagogía..pdfFundamentos y Principios de Psicopedagogía..pdf
Fundamentos y Principios de Psicopedagogía..pdfsamyarrocha1
 

Último (20)

VOLUMEN 1 COLECCION PRODUCCION BOVINA . SERIE SANIDAD ANIMAL
VOLUMEN 1 COLECCION PRODUCCION BOVINA . SERIE SANIDAD ANIMALVOLUMEN 1 COLECCION PRODUCCION BOVINA . SERIE SANIDAD ANIMAL
VOLUMEN 1 COLECCION PRODUCCION BOVINA . SERIE SANIDAD ANIMAL
 
TL/CNL – 2.ª FASE .
TL/CNL – 2.ª FASE                       .TL/CNL – 2.ª FASE                       .
TL/CNL – 2.ª FASE .
 
Presentación de Estrategias de Enseñanza-Aprendizaje Virtual.pptx
Presentación de Estrategias de Enseñanza-Aprendizaje Virtual.pptxPresentación de Estrategias de Enseñanza-Aprendizaje Virtual.pptx
Presentación de Estrategias de Enseñanza-Aprendizaje Virtual.pptx
 
5° SEM29 CRONOGRAMA PLANEACIÓN DOCENTE DARUKEL 23-24.pdf
5° SEM29 CRONOGRAMA PLANEACIÓN DOCENTE DARUKEL 23-24.pdf5° SEM29 CRONOGRAMA PLANEACIÓN DOCENTE DARUKEL 23-24.pdf
5° SEM29 CRONOGRAMA PLANEACIÓN DOCENTE DARUKEL 23-24.pdf
 
c3.hu3.p1.p2.El ser humano y el sentido de su existencia.pptx
c3.hu3.p1.p2.El ser humano y el sentido de su existencia.pptxc3.hu3.p1.p2.El ser humano y el sentido de su existencia.pptx
c3.hu3.p1.p2.El ser humano y el sentido de su existencia.pptx
 
RETO MES DE ABRIL .............................docx
RETO MES DE ABRIL .............................docxRETO MES DE ABRIL .............................docx
RETO MES DE ABRIL .............................docx
 
Uses of simple past and time expressions
Uses of simple past and time expressionsUses of simple past and time expressions
Uses of simple past and time expressions
 
Mapa Mental de estrategias de articulación de las areas curriculares.pdf
Mapa Mental de estrategias de articulación de las areas curriculares.pdfMapa Mental de estrategias de articulación de las areas curriculares.pdf
Mapa Mental de estrategias de articulación de las areas curriculares.pdf
 
Tarea 5_ Foro _Selección de herramientas digitales_Manuel.pdf
Tarea 5_ Foro _Selección de herramientas digitales_Manuel.pdfTarea 5_ Foro _Selección de herramientas digitales_Manuel.pdf
Tarea 5_ Foro _Selección de herramientas digitales_Manuel.pdf
 
Power Point: "Defendamos la verdad".pptx
Power Point: "Defendamos la verdad".pptxPower Point: "Defendamos la verdad".pptx
Power Point: "Defendamos la verdad".pptx
 
Estrategia de Enseñanza y Aprendizaje.pdf
Estrategia de Enseñanza y Aprendizaje.pdfEstrategia de Enseñanza y Aprendizaje.pdf
Estrategia de Enseñanza y Aprendizaje.pdf
 
Estas son las escuelas y colegios que tendrán modalidad no presencial este lu...
Estas son las escuelas y colegios que tendrán modalidad no presencial este lu...Estas son las escuelas y colegios que tendrán modalidad no presencial este lu...
Estas son las escuelas y colegios que tendrán modalidad no presencial este lu...
 
Procesos Didácticos en Educación Inicial .pptx
Procesos Didácticos en Educación Inicial .pptxProcesos Didácticos en Educación Inicial .pptx
Procesos Didácticos en Educación Inicial .pptx
 
LINEAMIENTOS INICIO DEL AÑO LECTIVO 2024-2025.pptx
LINEAMIENTOS INICIO DEL AÑO LECTIVO 2024-2025.pptxLINEAMIENTOS INICIO DEL AÑO LECTIVO 2024-2025.pptx
LINEAMIENTOS INICIO DEL AÑO LECTIVO 2024-2025.pptx
 
Día de la Madre Tierra-1.pdf día mundial
Día de la Madre Tierra-1.pdf día mundialDía de la Madre Tierra-1.pdf día mundial
Día de la Madre Tierra-1.pdf día mundial
 
FICHA DE MONITOREO Y ACOMPAÑAMIENTO 2024 MINEDU
FICHA DE MONITOREO Y ACOMPAÑAMIENTO  2024 MINEDUFICHA DE MONITOREO Y ACOMPAÑAMIENTO  2024 MINEDU
FICHA DE MONITOREO Y ACOMPAÑAMIENTO 2024 MINEDU
 
RAIZ CUADRADA Y CUBICA PARA NIÑOS DE PRIMARIA
RAIZ CUADRADA Y CUBICA PARA NIÑOS DE PRIMARIARAIZ CUADRADA Y CUBICA PARA NIÑOS DE PRIMARIA
RAIZ CUADRADA Y CUBICA PARA NIÑOS DE PRIMARIA
 
Unidad II Doctrina de la Iglesia 1 parte
Unidad II Doctrina de la Iglesia 1 parteUnidad II Doctrina de la Iglesia 1 parte
Unidad II Doctrina de la Iglesia 1 parte
 
Tema 7.- E-COMMERCE SISTEMAS DE INFORMACION.pdf
Tema 7.- E-COMMERCE SISTEMAS DE INFORMACION.pdfTema 7.- E-COMMERCE SISTEMAS DE INFORMACION.pdf
Tema 7.- E-COMMERCE SISTEMAS DE INFORMACION.pdf
 
Fundamentos y Principios de Psicopedagogía..pdf
Fundamentos y Principios de Psicopedagogía..pdfFundamentos y Principios de Psicopedagogía..pdf
Fundamentos y Principios de Psicopedagogía..pdf
 

La virgen del arroyo

  • 1.
  • 2.
  • 3. LOS ULTIMOS ESCÁNDALOS DE PARÍS VOL. I LA VIRGEN DEL ARROYO Jean-Louis Dubut de Laforest
  • 4.
  • 5. Título original.- La virge du trottoir Paris. Editorial Fayard. 1899 Portada de la edición original Traducción de José Manuel Ramos González Pontevedra, marzo 2014.
  • 6. 6
  • 7. 7 I LA VIRGEN Y LAS PROSTITUTAS En el bulevar de los italianos, bajo el cielo blanco, de una blancura nupcial o de una blancura de mortaja, en esa noche helada de diciembre de 1890, algunas putas merodeaban por la acera, deteniendo a los hombres y pronunciando sus eternas le- tanías: –Ven conmigo, querido, me portaré bien… –Ven, campeón, soy muy gentil… –¡Escúcheme señor!... ¡Escúcheme! La gente salía de los teatros y los conciertos; los coches se alejaban, rápidos, transportando alegres parejas; en la estación del bulevar, cerca de la linterna roja de un despacho de tabacos, el empleado llamaba a los usuarios del último ómnibus, y, entre los árboles, deshojados y cristalizados por la helada, podían ver- se unas débiles estrellas doradas, mientras que, sobre la calzada, bajo el brillo deslumbrante de los arcos eléctricos, las prostitutas hacían su carrera de amor, de alegría o de dolor. Esas mujeres tenían su «jurisdicción», como los agentes; libaban en los límites de las calles y las aceras; esperaban allí a sus clientes ordinarios, y acechaban a los extraños, y si una des- conocida se atrevía en sus dominios, se llegaba a los insultos y a veces a las manos. Unas, bastante elegantes, venían de El Egipcio, un gran café del bulevar; otras, las más descaradas, de la Cervecería del Bol de Oro, en el barrio de Montmartre. Y, a lo largo de esos vicios y miserias, de esas miradas, de esos movimientos de cadera y de esas llamadas, de esas carnes trabajadas, menos por un deseo voluptuosos que por un estreme- cimiento de angustia, unos vehículos rodaban hacia el palacete del barón Tiburce Géraud, en la calle de la Universidad, donde
  • 8. 8 el aristócrata daba un baile para celebrar los próximos esponsa- les entre la Srta. Cloé de Haut-Brion, su sobrina, y el conde Lio- nel de Esbly. Una fiesta aristocrática. – Los bailes iban a terminarse, y las damas de edad, entre las que se observaba a la condesa An- ne, madre del novio, una gran dama que había acudido desde su castillo del Oise, enviaban sonrisas maternales a los bailarines. Cloé y Lionel ya no bailaban. Acababan de sentarse a la entrada del jardín de invierno. Ella, de talla media, rubia, de un rubio dorado, con la nariz griega, con grandes ojos negros, una dentadura deslumbrante, el cuello y los brazos desnudos, esbelta y graciosa en su vestido de seda rosa. Él, alto y robusto, el cabe- llo y los bigotes morenos, el torso marcado en el traje en el que florecía un clavel – regalo de la adorada – la mirada leal, a su vez enérgica y dulce, y hacia ella, lleno de infinitas dulzuras. Jamás pareja alguna había estado mejor hecha para unirse y amarse, para mayor gloria de la naturaleza. Él representaba la inteligencia y la fuerza; ella, la belleza y la simpatía. ¡Y, sin embargo, una mirada de celos planeaba sobre ellos! Lejos de alegrarse por ese próximo matrimonio, un hom- bre lo aborrecía y tenía la esperanza de impedirlo. Era el tío y el tutor de la Srta. de Haut-Brion, el viejo barón Tiburce Géraud, alcalde de Haut-Brion y consejero general del Oise. ¿Entonces, por qué daba la fiesta? ¿Por qué había dejado que las cosas llegaran a ese punto? ¿Por qué no había puesto freno antes a las intenciones del joven aristócrata? Porque ese viejo, sensual, hipócrita y cobarde, no se atrev- ía – seguro de un rechazo – a disputarle abiertamente la adorada al Sr. de Esbly; porque él era el amante, todavía sumiso, de la bella Sra. Perrotin, de soltera Balazzo, una italiana, la esposa de un arquitecto que se pavoneaba del brazo del Sr. Jacques Le Goëz, rico banquero; en fin, porque el Sr. Géraud esperaba ven- cer su pasión, cada vez más intensa.
  • 9. 9 Y, ante la inminencia del peligro, ante la idea de que Cloé – esa fruta nueva y voluptuosa – hiciera las delicias de otro hombre, todo su ser bullía de un calor desconocido. Se miró en un espejo y, viéndose pequeño, viejo y feo, el pecho hundido bajo el chaleco blanco, casi calvo, el rostro con- gestionado, la nariz enorme, la barba gris y rala, sintió imposible la victoria y se alegró por haber marcado – como un ladrón – las cartas del amor. La historia de los Haut-Brion y de los Géraud era sencilla. Hijo de un empresario, ennoblecido bajo el segundo Imperio, Tiburce había se había hecho un blasón, concediendo la mano de su hermana al marqués Emmanuel de Haut-Brion y, una vez fallecida la marquesa durante un viaje a Rusia, él se convirtió en el tutor de Cloé, huérfana sin fortuna, y la envió, como alumna, al Sagrado Corazón de Beauvais. Hacía un mes que Géraud había sacado de la pensión a la huérfana, y la alojaba en su palacete, alimentando el deseo se- creto de casarse con ella o convertirla en su amante. Y, hete aquí que Lionel, habiendo apreciado la belleza y las virtudes de la Srta. de Haut-Brion, cuando la muchacha pasaba las vacaciones en el castillo de Esbly, cerca de Senlis, había pedido a Cloé en matrimonio por mediación de su madre. Tiburce se había comprometido… ¿Cómo echarse atrás? ¿Cómo romper ese compromiso? En su calidad de tutor podía alejar al enamorado – pero, ¡el enamorado regresaría! El podía retractarse de lo prometido para la dote de la huérfana sin un centavo – pero, de Esbly, rico y gran señor, no necesitaba una fortuna a añadir a la que ya ten- ía. ¿Qué decidir? Fue entonces cuando Tiburce tuvo una de esas ideas que no pueden germinar y crecer más que en el espíritu de un mons- truo. ¡Oh! él amaba a Cloé; la deseaba con todo el poder de su carne! Un simple roce prendía el incendio; el viejo se excitaba
  • 10. 10 con el olor de Cloé, o bien se iba hacia la puerta de la habitación blanca, a pegar su ojo o su oreja a la cerradura de la virgen. Cloé, experimentaba por su tío una repulsión instintiva, y aun cuando ella no hubiese amado tanto al conde Lionel de Es- bly, hubiese aceptado, como una liberación, convertirse en su esposa. Ningún criado, en el palacete, sospechaba el amor del vie- jo, pero en el baile, la Sra. Perrotin, mujer de un humilde arqui- tecto, morena ardiente y viciosa, esperaba reconquistar al aman- te un poco abandonado, tras el matrimonio de la joven adorada. Durante la organización de un «Lanceros»1 , el Sr. Géraud entró en su despacho. Un criado en librea marrón, con el sombrero en la mano, lo esperaba allí. Se llamaba Ambroise Naumier, y, desde una quincena, estaba al servicio del Sr. Lionel de Esbly. –Todo está dispuesto –dijo el sirviente, lampiño y pálido – y, esta noche, el señor barón se verá liberado… de mi amo… –¡Bien! – dijo Géraud. Entregó dos billetes de mil francos al ayuda de cámara, y le prometió otros dos, para encaminarse hacia el hall. Ahora, los invitados se despedían de la Srta. de Haut- Brion y del barón Géraud, con la promesa de volverse a encon- trar el gran día de la boda – y Cloé, encantadora, vio desfilar embajadores, oficiales, senadores, diputados, sabios, escritores, artistas, financieros, al Sr. Georges de Lavarennes, subprefecto de Senlis y su esposa; el Sr. Victor La Templerie, director de las Fantasías-Parisinas, y el vizconde Arthur de la Plaçade, unos amigos de Perrotin, dos chulos en frac negro; el doctor Hylas Gédéon, al que se le llamaba: «El Saca Ovarios», a causa de su especialidad, la ablación de ovarios; ella vio a la Sra. Perrotin, acompañada de su marido, un grandullón con rostro en forma de lama de sable. 1 Antiguo baile importado de Inglaterra a Francia bajo el Segundo Im- perio, donde los bailarines son cinco hombres enfrentados con cinco mujeres. (N. del T.)
  • 11. 11 Los de Estly ya se habían retirado, y uno de los últimos en salir, el banquero Jacques le Goëz, un viejo calvo y ventrudo, se adelantaba, escoltado de un joven. –Mi querido barón – dijo a Géraud – en el tumulto me ha sido imposible presentaros a mi amigo el señor Reginald Fen- wick, del que conocéis a su ilustre padre, miembro de la Cámara de los Lords… Permitidme reparar esta involuntaria omisión. Reginald Fenwick, delgado y sonrosado joven, todavía imberbe, con los ojos de un azul de novia, la nariz fuerte, enro- jecida en la punta, y con el frac negro muy flojo, se inclinó ante el Sr. Géraud y la Srta. de Haut-Brion, y en la antesala, el ban- quero le dijo: –Es una lástima que la sobrina del barón se case dentro de tres semanas con el conde de Esbly… ¡tal vez vos pudieseis ca- saros con ella, querido! –¡Aoh! ¡yes! – suspiró Fenwick… – La Srta. de Haut- Brion es adorable! Un profundo silencio reinaba en el palacete Géraud; los criados se habían acostado, las puertas estaban cerradas y las grandes lámparas apagadas. En su habitación de blancas sederías y ramos Pompadour, la Srta. de Haut-Brion, aún en traje de baile, se había arrodillado sobre un oratorio de blanco terciopelo, y, a la luz de la lámpara, murmuró una acción de gracias y miró el misal, regalado por la madre de Lionel, el volumen encuadernado de marfil y grabado con la corona condal. De repente, se estremeció… Alguien acababa de golpear la puerta… Se levantó, depositó el libro sagrado sobre un mue- ble y preguntó: –¿Quién está ahí? –Yo – respondió, vacilante, la voz del barón Géraud. –¿Y qué queréis, tío? –Hablarte… Ella habría podido decir que estaba sin vestir, acostada; pero no sabía mentir. Él mintió:
  • 12. 12 –Quiero hablar… de Lionel… Vamos, abre, Colé!... ¡Abre, mi querida sobrina!... ¡Abre, hija mía!... Él la llamó «hija mía» y eso la tranquilizó. Cloé abrió la puerta… El Sr. Géraud entró… Quiso pasar el cerrojo… Ella lo impidió, e inocente: –¿Por qué ibais a cerrar, tío? La pasión lo embriagó… No podía esperar el resultado de su obra, pues, mañana, habría vencido el obstáculo de su amor y estaría para siempre libre de Lionel… Entonces, saltó hacia su sobrina: –¡Cloé! ¡Cloé!.... ¡No me rechaces!... ¡Hace tanto tiempo que sufro y te deseo!... ¡Cloé! ¡Cloé!... ¡Te amo!... ¡Cloé! ¡Cloé!... ¡Te adoro!... Estaba allí, a su lado, con los brazos extendidos, la mirada inyectada, los labios y las manos temblorosas, todo el cuerpo ardiendo de lujuria: –¡Cloé! ¡Cloé! La Srta. de Haut-Brion, espantada, se refugió detrás de un sillón: –¡Tío! ¡Tío!... ¿Es que habéis perdido la cabeza? –¡Cloé! ¡Cloé! –¡Tío! ¡Mi pobre tío, estáis loco! –¿Loco? ¡Oh! sí, estoy loco… ¡loco de amor!... ¡Te quie- ro!.... ¡Cloé! ¡Cloé!... ¡Quiero que seas mía!... ¡Quiero poseer- te!... Ella suplicaba: –¡Por favor, tío, recobrad la razón!... ¡No me obliguéis a pedir ayuda! –¡No te escuchará nadie!.... ¡Ven! ¡ven! Se arrojó hacia ella para agarrarla y llevarla al lecho virgi- nal… Se produjo una loca carrera a través de la habitación… El hombre asió a la virgen; ella lo rechazó… El mugió: –¡Ven!... ¡Ya te tengo! Ella se cubrió apresuradamente con una mantilla y bajó…
  • 13. 13 Una luz se hizo en el espíritu del viejo… El Sr. Géraud comprendió todo el horror de sus deseos, y llamó: –¡Cloé!... ¡Cloé!... Pero la Srta. de Haut-Brion ya había llegado a la gran puerta y se perdió, a lo largo de la acera. La asustada virgen, bajo una blanca mantilla, en el ligero y sedoso traje de baile, con su cabellera rubia en desorden, sus pequeños pies calzados con satén rosa, llegaba al Puente Nuevo, con la idea de arrojarse al agua. Sin embargo, a la evocación del último protector que le quedaba en el mundo, caminó decidida hacia el domicilio del conde de Esbly. Lionel vivía en un apartamento de soltero, en el bulevar de los Italianos. Por los alrededores del domicilio, las putas merodeaban aún por la acera. –¿Conoces a esa, Titine? – dijo a su compañera, Hermance Boussard, una gran y fuerte morena en vestido de seda verde, sombrero de plumas, envuelta en un impermeable grisáceo, y a la que se le denominaba «La Esponja», en razón de su gusto por los licores. –¡No! – dijo Augustine Deyrinas, rubita enfermiza, tocada con una boina azul, vestida con un jersey y una falda negros. –¿Dónde está esa zorra de As de Picas? –La Señorita Julia Naumier está jugando una partida de bi- llar, en el Bol de Oro, con unos hombres… –¡Vaya una zorrona! En lugar de molestarnos en los gran- des bulevares, debería regresar a casa de sus padres, a la Villet- te, al Conejo Coronado! –Por supuesto, y su hermana Ambroise no vale más que ella! –Ambroise la Cebolla… ¿la que ahora es criada de un conde? –¡Sí!
  • 14. 14 –¡Sucios tipos!... Y el Conejo Coronado, un sucio tugu- rio!... Ellas continuaban su ruta, pero, por ese frío siniestro, ningún hombre se detenía, e, inútilmente, ellas gimieron: –¡Señor, escúcheme! –¡Ven, guapo! –¡Ven, lobo mío! –¡Ven, querido! –¡Señor… señor… escúcheme! La condesa Anne de Esbly había expresado el deseo de tomar el último tren para Senlis. Se dirigió en coche al hotel donde se alojaba, cambió rápi- damente de ropa y se hizo conducir, acompañada de su hijo, a la estación del Norte. El Sr. de Lavarennes y la subprefecta no tardaron en re- unirse con ella, y feliz de ver que la mamá no viajaría sola, Lio- nel de Esbly regresaba a su apartamento del bulevar de los ita- lianos. Ambroise Naumier, el criado pálido que hemos observado en conciliábulo con el barón Géraud, abrió a su amo la puerta del apartamento, segundo piso, donde unas lámparas estaban encendidas, y como el Sr. de Esbly tenía por costumbre desves- tirse solo, Ambroise desapareció. Lionel entró en su cuarto de baño para las abluciones… Luego entró en la habitación… Dio un grito de sorpresa, luego de ira… Sobre su cama, entre las sábanas, el conde veía emerger una cabeza morena de vivo y travieso rostro. –¿Quién sois vos? – dijo –… ¿Qué queréis? ¿Por qué est- áis ahí? Una niña murmuró, como si recitase una lección: –Vos lo sabéis muy bien, señor conde. –¿Yo?... Yo sé… Llamó: –¡Ambroise! ¡Ambroise!
  • 15. 15 Pero un ruido de voces y pasos subía por la escalera, y el criado, sordo a la llamada del amo, se apresuraba a obedecer a las imprecaciones procedentes del exterior: –¡Abrid, en nombre de la ley! Apareció un comisario de policía, con sombrero de copa y chaleco, cinto con la franja tricolor, seguido de su secretario, cuatro agentes muy serios, y de una mujer que aullaba: –Señor comisario, él está ahí, con mi pequeña Jeanne, una niña de doce años!... ¡Ah! ¡el canalla! ¡Ah! ¡el bandido! ¡Ah! ¡el monstruo!... Desde hace varias noches, Jeanne desaparecía, ven- ía a esta casa, a casa del miserable!... Por fin, esta noche la he seguido… ¿Dónde está el canalla que ha mancillado a mi hija?... ¿Dónde está ese demonio que le arranco los ojos! La mujer sollozaba, vociferaba, echaba espuma, una mujer gruesa con los cabellos grises, la mirada anegada en lágrimas, modestamente vestida con un vestido de lana oscura y un chal, imitación de las Indias, tocada de un gorro negro – y evocando en todo momento la vergüenza, el dolor y la sed de venganza. El comisario debió calmarla, y, escoltado por sus hombres y la quejumbrosa, llegó a la habitación donde, a pesar de las amenazas del Sr. de Esbly, la morenita se hundía bajo las man- tas. –Señor – dijo el funcionario al aristócrata – soy el comisa- rio de la policía del barrio, y vengo, a instancias de la señora Valerie Michon, domiciliada en la calle Tivoli, 28, y aquí pre- sente, a constatar el flagrante delito de atentado al pudor, come- tido por vos sobre su hija adoptiva Jeanne, de menos de trece años… El Sr. de Esbly, en camisa, miraba, no encontrando que decir. Por fin, se enardeció: –¡Esto es un abominable chantaje! ¡Es una encerrona!... ¡Toda una vida de honor protesta contra esta acusación! –Poneos vuestro pantalón, señor – ordenó el comisario – … Sea decente! Blanco como un muerto, Lionel regresó a su cuarto de ba- ño, y se vistió mientras el hombre de la ley y el secretario se
  • 16. 16 instalaban en una mesa y la Sra. Michon sacaba a su hijastra de la cama y comenzaba a vestirla. Ante la mesa, a las luces de las lámparas, en presencia de esos dos desconocidos, la vieja y la joven – de esos hombres y sobre todo del criado Ambroise cuyos labios balbucearon: «¡El señor conde es tan bueno!... Él creía que la pequeña era ma- yor… No le hagáis daño!» – ante esa horrible tragedia, Lionel pasó de la blancura de los muertos al verdor de las hierbas: –¡Ambroise, tú le has abierto!... ¿Por qué has hecho eso? Y, en el silencio, gimió: –¿Soy la víctima de un sueño? –Señor – dijo el comisario –¡vos no soñáis!... ¿Vuestro nombre y domicilio? –Jean Lionel, conde de Esbly, doctor en medicina y doctor en ciencias… bulevar de los italianos, 23. –¿Ejercéis la medicina? –Sí… para los pobres. –¿Vuestra edad? –Veinticinco años. –¿Habéis nacido en…? –En el castillo de Esbly, cerca de Senlis, Oise. –¿Estáis casado? –No, lo que demuestra lo absurdo y horroroso de esta visi- ta nocturna, lo que prueba mi inocencia y el acuerdo entre estas miserables mujeres y este miserable criado, es que dentro de tres semanas, voy a casarme con una joven digna de mi amor! –¡Basta de lirismo, señor, y responded!... ¿Cómo y dónde se encontró por primera vez con la pequeña Jeanne? –¡Juro por Dios que no la había visto antes de esta noche! –Sí, es un modo de… Luego, a la niña temblorosa, bajo los ojos de la harpía: –¿Cómo te llamas? –Jeanne, señó. –¿Y tienes doce años? –Sí señó… Tengo también otro nombre… Me llaman la «Cría-Reseda», porque vendo flores…
  • 17. 17 –¿En los cafés? –Y en las cervecerías. –¡Pero de todos modos es decente! – gruñó la Sra. Mi- chon, llorando. –¡Dejad hablar a vuestra hija! Y a la florista: –¿Cuántas veces has venido a casa del señor de Esbly? –¡Esta es la tercera! –¡Miente! – gritó Lionel. –¡Silencio!... Y, ¿dónde fue el encuentro por primera vez? La Michon observaba a la niña, vacilante; ella la amena- zaba con la mirada, y la Cría desarrolló su historia; la desarro- llaba inconsciente y sumisa, como un fonógrafo: –En el Café Egipcio, bulevar Montmartre… El señó conde compró todas mis flores, y me dijo: «Ven en mi coche… Te llevo a mi casa… Nos divertiremos y te daré pasteles, muñecas, dinero…» Yo, yo no quería… y luego, otra noche regresó… Compró otra vez todas mis flores… y yo le seguí… a su co- che… –¿Qué coche? –Un fiacre.. Se acostó… Me hizo cosas… Lloré… Me dio veinte francos… y, después, volvimos a vernos otras veces… Muy inocente, en su vestido azul y corto, dejando ver sus piernas nerviosas, señalaba a Ambroise: –La vez anterior, y esta noche, la última, subí sola… y fue él… el criado quién me abrió la puerta… –¿Es eso exacto, Naumier? –Sí, señor comisario… Pero ¿qué quiere que le haga? Uno no es rico… Uno tiene necesidad de ganarse la vida… Yo ejecu- taba las órdenes del señor… –¡Maldito! – vociferó de Esbly… El comisario interrogaba ahora a la Sra. Michon; hizo lla- mar al portero, y este declaró ignorar las razones que llevaban a la niña a casa del aristócrata.
  • 18. 18 –Señor, – concluyó el comisario, tras haber dado lectura al acta – ¡el delito flagrante es evidente!... ¿Queréis firmar vuestro interrogatorio? –¡No! ¡No! ¡No quiero firmar nada! ¡No quiero responder a más preguntas!... Es imposible que la justicia o la policía cai- gan en errores semejantes… en tal trampa! Y, de pie: –Lionel de Esbly, ¡os detengo en nombre de la ley!... Y vos, Ambroise Naumier, os detengo igualmente como cómplice! –¡Yo, yo he obedecido al señor! –¡Eso ya lo veremos! Amo y criado debieron seguir a los visitantes a través de las habitaciones, y el comisario habiendo recogido sus papeles, ordenó a los agentes que trasladasen a sus pasioneros. –Señora, – dijo el comisario a Valérie Michon – llévese a su hija, y estad a disposición de la justicia… Mañana, la peque- ña será sometida a un examen médico… El conde de Esbly y Ambroise acababan de subir, cada uno, con dos agentes, en los fiacres que estaban estacionados en la puerta, y los coches rodaban hacia la Comisaría de Policía. La Srta. de Haut-Brion, abandonando las calles oscuras, llegaba a la claridad del bulevar de los italianos. Agotada, lívida, con los ojos rojos, sus zapatos de baile despedazados, su vestido manchado – con toda la apariencia de una buscona – se detuvo. Era la una de la madrugada, y, bajo el cielo iluminado de estrellas, un mundo todavía vibraba en ese barrio del bello París. Las cervecerías y los cafés resplandecían de luz; los co- ches particulares y los fiacres se entrecruzaban, y, sobre las ace- ras, discurría una alegre multitud, saliendo de los lugares de placer. Cloé llamó al número 23 y entró, vacilante, en la casa. La vivienda del portero estaba iluminada, y, temblando, la visitante golpeó la pequeña aldaba.
  • 19. 19 –¡Vamos!.... ¿Qué ocurre ahora? – gruñó una voz de hom- bre. –¿El Sr. conde de Esbly? –¡Ha salido! Y, saliendo de la alcoba donde preparaba su cama, un in- dividuo gordo de barba pelirroja, tocado con un gorro griego, aplicó su cabeza a la mirilla. La visión de Cloé, en mantilla blanca y vestido rosa, des- peinado y tembloroso, lo puso fuera de sí: –¿Y bien, que sigues haciendo ahí?... ¡Te digo que ha sali- do! Ella murmuraba: –¿Va a regresar pronto, verdad? –¡No lo sé! –¿Tal vez esté en su círculo? –¡Sí… un círculo muy especial! – ironizó el guarda del inmueble, sin que la muchacha lo entendiese. Luego, en voz alta, furioso por la insistencia de la visitan- te: –¡Déjame en paz!... ¡No se reciben mujeres en la casa!... La casa… ya ha sido bastante deshonrada esta noche! La sobrina del barón Géraud no comprendió la última fra- se del hombre, y, un momento después, se encontraba sola en el bulevar. La Srta. de Haut-Brion miró el marco luminoso del reloj neumático: las agujas marcaban la una y veinte, y se dijo que el aristócrata no podía tardar… ¡Sí! ¡Sí! ¡El amado iba a apare- cer!... ¿Qué podía arriesgar esperándole, ignorada y perdida, en media de esa muchedumbre en movimiento?... ¿Esperarle?... Tenía que hacerlo, pues, sin él, ¿Qué podría acontecer?... En el palacete de Géraud, la virgen había olvidado su neceser de aseo, y no tenía ni un centavo en su bolsillo… El Sr.de Esbly la insta- laría en un hotel conveniente; por la mañana, vendría a buscarla, y, a instancias del aristócrata, ella organizaría su vida nueva, confiando en su amado y en Dios!
  • 20. 20 Ella caminaba a lo largo de la acera, fijándose siempre en la casa para poder ver a su noble amigo, cuando este llamase a la puerta. Un joven moreno pasó, alto y robusto, los bigotes espesos, envuelto en un abrigo parecido al que llevaba de Esbly; llevaba un gorro del mismo estilo… Cloé fue directa hacia él, pero, en el momento de abordarlo, reconoció su error, y se alejó, muy ro- ja… Unos noctámbulos le hablaron; ella no hizo caso y no prestó ninguna atención a los juerguistas que caminaban como ella por la acera. Algunas putas erraban aquí y allá: primero, Titine y La Esponja, a las que había venido a unirse la hermana de Ambroi- se Naumier, Julia, llamada As de Picas; más alejadas, otras cria- turas semejantes, en vestidos vistosos, sombreros emplumados o floridos y otras con la melena al viento. Todas parecían desoladas, pues la noche había sido mala. La Naumier, con el sombrero caído, en chaqueta marrón, justificaba el sobrenombre de As de Picas, por su gruesa y oscu- ra pelambrera, sus senos enormes, hinchados en forma de peras, y sus cortas piernas; la mirada ardiente, la nariz seca, la dentadu- ra cariada, detenía a los hombres, y, desdeñosa, vomitaba insul- tos. La virgen iba a descansar sobre un banco, cuando la Nau- mier le cortó el paso: –Dime tú, la nueva, ¿Es que no vas a pirarte?... ¿Qué es lo que hace aquí una arrastrada como tú?... ¡Vamos! ¡a tu zona, rapidito!... ¡No hay clientes para ti en esta acera! Cloé respondió, altiva: –Señora, yo no os conozco! Y As de Picas, con espuma en los labios: –¿Esta acera es mía o tuya, especie de mula? Le puso los puños en los ojos, y la virgen farfullaba: –Yo no os comprendo… Os confundís. –¡Ah! ¡me confundo!... Mentirosa, hace una hora que ba- tes la zona!... Has hecho el agosto en el Moulin, en el Pôle, en
  • 21. 21 los Folies, en el Casino, y ahora vienes en vestido de baile y mantilla española a quitarnos los clientes!... ¿Acaso antes no has abordado a un tipo?... ¡Vamos, habla, o te sacudo! As de Picas se volvió tan amenazante que la Señorita de Haut-Brion retrocedió hasta un portal de garaje donde su enemi- ga, Titine, la Esponja y otras la siguieron. Unos transeúntes reían o se alzaban de hombros, y pronto, se alejaban, a fin de no verse mezclados en historias de busco- nas. –¿Te vas a ir, si o no, sucia zorra? – aullaba Julio – ¿Ten- go que arrancarte la piel y comerte la nariz para hacerte com- prender que esta calle es nuestra? –Dejadme pasar. – dijo la Señorita de Haut-Brion – o lla- mo a la policía. Esa frase elevó la cólera de As de Picas hasta el paroxis- mo: –¿Una mosquita?.... ¿La señorita es una mosquita?... ¡No queremos moscas aquí!... ¡Toma, atrapa! Titine y la Esponja, felices de defender su «zona», pero mucho menos feroces que la Naumier, se interpusieron: As de Picas las rechazó, y su puño se abatió sobre el rostro de la des- graciada… La Srta. de Haut-Brion perdió el equilibrio y cayó… Y como As de Picas iba a patear a su víctima y acabar lo que había empezado, una morena y alta joven en vestido azul y manto negro, que salía de una casa vecina, la empujó en el pe- cho, y de un golpe, la arrojó por tierra… El tropel de errantes ya se había dispersado, y la Naumier, de pie, y no atreviéndose a atacar a la vigorosa desconocida, optó por huir: –¡Nos volveremos a ver! –¡Cuando queráis! Ahora, Cloé, se apoyaba en el brazo de su joven protecto- ra, y ésta la arrastraba hacia una estación de coches: –¿Dónde vivís, señorita?... Mi padre es cochero; va a con- duciros… Su fiacre no está lejos… Iba a regresar con él… Vi-
  • 22. 22 vimos en Montmartre, en la calle Mercadet… Soy costurera, y salía de una casa burguesa, cuando esa miserable puta… Y, mirándola mejor, a las luces de las farolas de gas: –¿Vos?... ¿Señorita Cloé?... ¿Señorita de Haut-Brion?... –Sí, yo, querida Annette… –Y, entonces, el señor barón, vuestro tío… –Te explicaré mi desgracia… Cloé quiso regresar sobre sus pasos y esperar a Lionel de Esbly, pero desfallecía, y Annette debió llevarla en sus brazos hasta el coche estacionado cerca del Crédit Lyonnais… As de Picas, la Esponja y Titine, encontraron a sus chulos en el barrio de Montmartre, en la Cervecería del Bol de Oro, y se las vio apresurarse alrededor de un joven inglés, en traje ne- gro y corbata blanca, Reginald Fenwick, que bebía cócteles. En un rincón de la sala, la Sra. Valérie Michon – la insti- gadora de la Cría-Reseda, acechaba a As de Picas para anunciar- le la detención de Ambroise, y esta mujer, a la que hemos visto en casa de Esbly, ante el comisario, en gorro y vestido de viuda, estaba irreconocible ahora con sus nueva y galante indumenta- ria. En el bulevar, en la noche más profunda, otras muchachas rodeaban a los miembros del Cosmopolitan-Club; casquivanas y noctámbulas entraban en El Egipcio; viejos caballeros obscenos, estetas melenudos, lesbianas graciosas y guapos efebos se dirig- ían al Baile de las Tatas, en la calle de Aboukir, y unos piojosos hacia el hotel de la Alta-Loira, antiguo hotel de La Reynie, calle Quincampoix, o a la Casa Fradin, en la calle Saint-Denis, que, por veinte céntimos, da una sopa y un lugar donde acostarse, pero sobre bancos o en escaleras. ¡Orgía!... ¡Miseria!
  • 23. 23 II CARNE FRESCA Al despertarse, la Srta. de Haut-Brion se encontró acostada en una modesta habitación, pero de una limpieza impecable, de la calle Mercadet, en el quinto piso de una casa nueva. Las sábanas de la cama arrojaban un fresco olor a lejía, y aunque las mantas no fuesen gustosas al tacto, como resultaba habitual a la aristocrática virgen, estas eran suaves y cálidas. Un gran fuego de carbón brillaba en la chimenea de piedra simulando mármol, y, a la claridad de una lámpara, la virgen observó dos mujeres sentadas cerca de ella, y que la habían mi- rado dormir. Eran la Sra. Marie y la Srta. Annette Loizet. La madre y la hija se parecían. La una y la otra eran muy morenas, robustas, pero, Annete, joven y graciosa, tenía todavía más músculos que la madre, y, en sus raras explosiones, evocaba el recuerdo del tío Jean, un forzudo de los Halles. La Sra. Loizet, en falda de lana negra y camisola blanca, se levantó y dijo: –¡Soy vuestra sirvienta, señorita, y nuestra casa es vuestra casa! –Sí – declaró Annette, respetuosa y de pie – los Loizet no olvidan lo que deben a los Haut-Brion… ¡El señor marqués, vuestro padre, fue tan generoso, y nosotras lo hemos llorado tanto! En ese momento, del otro lado de la puerta, se oyeron unas voces de hombres: –¡Sí, sí, nosotros siempre estaremos con los Haut-Brion! –¿Quién está ahí? – dijo la virgen. Annette respondió: –¡Es papá Dominique, vuestro antiguo cochero, señorita, y el tío Jean, de los Halles Centrales, vuestro antiguo jardinero!...
  • 24. 24 ¡Dichosas las putas que el padre y el tío no han encontrado, pues de lo contrario no quedaría ni un pedazo de ellas! Y los hombres, que no se atrevían a entrar, dijeron al uní- sono: –¡Los dos estamos dispuestos al deber! La Srta. de Haut-Brion se levantó, emocionada; todavía estaba pálida, pero, felizmente, el puñetazo de As de Picas no le había dejado más que una leve marca rosada en medio de su frente virginal; estrechó las manos de la vieja, y abrazó a Annet- te: –¡Me has salvado! ¡Gracias! ¡oh! ¡gracias! La Sra. Leizel dirigía la mirada hacia el reloj de péndulo: –¡Las seis!... ¡Descansad bien, señorita!... Yo voy a ir a trabajar, pues soy lechera, y vendo mi mercancía bajo una puer- ta… Es duro en invierno y con nieve más… Pero, ¿qué le vamos a hacer?... ¡el trabajo es la plegaria de los pobres! Y la excelente mujer, un poco charlatana, continuó mien- tras se ponía un chal: –¡Ah! ¡no siempre ha sido tan malo como hoy!... Cuando abandonamos el castillo de Haut-Brion, donde nos había llama- do el señor marqués, vuestro padre, y de donde nos expulsó – sin motivo – el señor barón, vuestro tío, poseíamos buenos aho- rros!... Dominique tenía un coche propio con dos caballos; su hermano Jean era hortelano en Garches, y Annette iba a una buena escuela de los Batignolles… Pero llegó el Panamá, y el Panamá, oh! ¡Desgracia! –¡Cállate, madre! – dijo la hija –… ¡Deja descansar a la señorita! –Tienes razón, Annette… Tengo una lengua de mil demo- nios… Dormid bien, señorita, y cuando despertéis, Annete os servirá el desayuno… Y, ya sabes, hijita, ¡leche con toda su crema!... Vuestra humilde servidora, señorita… Dominique y Jean se dirigen a sus trabajo, pero, durante el día, vendrán a sa- ludaros… ¿Dormir?... ¿Acaso podía Cloé dormir con sus terribles preocupaciones? No pensaba en otra cosa que dar las gracias a
  • 25. 25 los Loizet y correr a casa de Lionel de Esbly, ¡su único amor y su única esperanza! Maquinalmente, sus hermosos ojos se pasearon alrededor de la habitación: vio el vestido de baile desplegado sobre una silla, al lado del corsé de satén, largas medias de seda y una ena- gua de preciosos encajes; vio los pequeños zapatos rosas, borda- dos, pero rotos, y una inquietud se fue a añadir a todas sus an- gustias. ¿Cómo haría, así calzada y vestida, para atravesar París en esa mañana invernal? En su prisa por huir, había salido del domicilio de Géraud sin dinero, y no tenía ningún medio de pro- curarse ropa nueva… Ese pensamiento la absorbió; luego, fue vencida por el sueño… A las nueve, y bajo su petición, la Srta. Loizet corrió las cortinas, y la blancura de los tejados cubiertos de nieve, vino a iluminar la habitación. Enseguida, reapareció Annette con una taza de leche en la mano. La Srta. de Haut-Brion examinaba, bajo la luz del día, a su protectora nocturna, en todo el esplendor de sus dieciocho años. ¡Oh!, la gran Annette no era especialmente bonita, con su nariz respingona y su boca un poco carnosa; pero, bajo el oscuro ca- bello, su mirada brillaba, y una franca sonrisa mostraba unos pequeños dientes. ¡Annette, era la juventud, la alegría, la prima- vera! –Aquí traigo vuestro desayuno, señorita… – ¡La mejor le- che de la madre Loizet! ¡No la de sus clientes al litro, sino la de la familia! Pura crema, sí; ¡a las buenas personas no se le añade agua! Y reía, bajo el fulgor de sus admirables dientecillos; reía con una risa sonora y alegre. –¡Qué buena eres! – dijo Cloé, tomando la taza de las ma- nos de la obrera. –¡Bebed, señorita, bebed!...
  • 26. 26 Cloé acababa de beber, y la obrera fue a depositar la taza sobre la chimenea, cuando cayó en la cuenta de la presencia del vestido de baile: –¡Hum! ¡Vaya satenes! ¡Bonitos malines! ¡Preciosas flores y cintas nada comunes!... Eso es obra de un gran costurero… Vestrís, ¿verdad, señorita? Y observando la turbación de la virgen: –¡Estad tranquila, señorita!... Yo no me permitiría pregun- taros vuestro secreto… Mamá lo ha dicho, y mi padre y mi tío os lo dirán: «¡Estáis en vuestra casa!» ¡Lo demás no me impor- ta!... ¡Soy costurera, y admiro el corte, el ajuste, los adornos! ¡Es maravilloso!... Trabajo para una buena modista, y, esta noche yo supervisaba nuestros vestidos, con la aguja en los dedos, en una casa del bulevar de los italianos, donde se daba un baile… La virgen pasó sus enaguas de encaje, y vistiéndose, se llevó una grata sorpresa al percibir en su brazo un aro de oro y perlas finas grabado con su nombre «Cloé». Se lo entregó a la obrera: –Annette, hazme el favor de vender esta joya y comprarme un sombrero, un vestido y unos botines muy sencillos. Lo nece- sito… Tengo que salir… –¿Cómo, señorita, queréis dejarnos? –Estoy obligada, amiga, y no me es posible salir en pleno día con mi vestido de baile… Desde luego, la curiosidad de la obrera se había desperta- do… ¡Qué aventura!... ¡Qué enigma!... La Srta. de Haut-Brion, en el bulevar de los italianos, completamente sola, ¡en vestido de baile, por la noche!... ¡La Srta. de Haut-Brion, atacada por unas putas!... ¡La Srta. de Haut-Brion vendiendo una joya!... ¡Y ese misterio con el que la joven parecía querer rodearse todav- ía!... Todo eso sobrepasaba la imaginación de la obrera, y An- nette permaneció allí, pensativa, con el brazalete de oro entre sus manos. Pero Cloé adivinó lo que surgía en el espíritu de Annette, y a fin de no dejar nacer una sospecha injuriosa en esa alma tan
  • 27. 27 leal, contó a su liberadora las aventuras de esa noche: su alegría en el baile, su amor por Lionel, la tentativa de violación… –… Mi tío perdió la cabeza… Quiso…Quiso… ¡Oh! la alegre Loizet ya no reía, y sus lágrimas se mezcla- ron con las lágrimas de la víctima: –¡Señorita, tenéis razón! ¡Id a buscar a vuestro novio!... El Sr. conde de Esbly os ama… ¡Él os protegerá!... ¡Él os sal- vará!... Voy a compraros un sombrero y unos botines… Pero, no hay necesidad de vuestro brazalete… En cuanto al vestido yo tengo uno, completamente nuevo, y, en menos de una hora lo habré arreglado para vuestra talla…. Luego, recuperando su alegría: –¡Es más fácil acortar que alargar, señorita! Sin embargo, Annette pensaba… ¿Por qué exponer aún a la Srta. de Haut-Brion a los desaires del portero?... ¿Y si el Sr. conde de Esbly está de viaje o ha acompañado a su madre a Sen- lis?... ¿No era mejor que ella, Annette, robusta y valiente, co- rriese primero a informarse? Así fue decidido, y, dejando a la Srta. de Haut-Brion con su madre que regresaba de vender su leche, Annette descendió al bulevar de los italianos. A las diez, la Srta. Loizet reapareció, muy triste. –El Sr. conde de Esbly, – dijo – fue detenido ayer noche. –¿Detenido?... ¿Por qué? – gimió la virgen. –El portero se ha negado a decírmelo, señorita… –¡Debo saberlo! En vano, la Sra. Loizet y Annette pudieron tranquilizar- la… Quería salir y defender, – ella, tan desgraciada – al ídolo de su alma! La Srta. Loizet se puso inmediatamente a la labor; midió, cortó, cosió, y, una hora más tarde, la Srta. de Haut-Brion, con un vestido de lana marrón, calzada con unos botines comprados en las rebajas, envuelta en un abrigo negro, y tocada de un pe- queño sombrero de terciopelo azul, muy parecida a una modesta obrera dirigiéndose a su trabajo, abandonaba las alturas de Montmartre.
  • 28. 28 La virgen se presentó en la Comisaría de Policía: no la atendieron, y no se le dio ninguna información sobre su amado. Bajo el cielo nevado, Cloé caminaba al azar. ¡Qué le im- portaban la nieve y el frío!... No los percibía, tan absorbida esta- ba con una única idea: ¡salvar al conde de Esbly!... Tal vez, en su castillo de Oise, la condesa Anne ya era co- nocedora del infortunio de Lionel… A pesar de todo, ella le es- cribiría, a fin de manifestar su fe ciega en la inocencia del aristócrata, y, ambas, madre y novia, ¡lucharían! Cloé atravesó un puente, y el estrépito de las aguas, creci- das por las nieves y rompiendo contra los arcos, subía con unos formidables chapoteos; no se detuvo sobre el parapeto, como la víspera, con idea de suicidarse – y, animada de un deseo de ba- talla, continuaba su camino en medio de los transeúntes apresu- rados y helados. En un bolsillo de su vestido, encontró un porta monedas – misterioso regalo de Annette – con un luís y algunas monedas de plata. Enseguida se dirigió a un despacho de correos, y escribió a la Sra. de Esbly una carta urgente y filial, llena de dolor y es- peranza… Al caer el día, la Srta. de Haut-Brion llegó ante la iglesia de Notre-Dame-des-Victoires. ¿Era el azar la que la condujo allí, en el preciso momento en que se preguntaba quién la sostendría en la lucha?... Muy piadosa, no dudó de la intervención divina… ¡Pues bien!, solicitaría de Dios lo que no iba a encontrar en los hombres – Justicia – y Dios le perdonaría por no haber pensado antes en su misericordia… Cloé entró, y en la tibia atmósfera del templo, tuvo una sensación de de paz y ensueño. La iglesia estaba casi desierta. Tres o cuatro pobres, huyendo del frío del exterior, se calentaban en una boca calorífi- ca, bajo la mirada benevolente de un capellán; aquí y allá, perdi- das en las sombras, unas mujeres rezaban, arrodilladas sobre los bancos. Pasó un sacerdote, dirigiéndose al confesionario, y du-
  • 29. 29 rante un momento, la blancura de la sobrepelliz destacó sobre la noche descendente con un brillo de claridad… La Srta. de Haut- Brion lo seguía con los ojos, y llevando su mirada hacia lo alto, vio el altar de la Virgen que deslumbraba de dorados y de luces. Fue a encender un cirio y se arrodilló. Hacía una hora que la Srta. de Haut-Brion se absorbía en ardientes oraciones, cuando una mano, enfundada en un guante, se posó suavemente sobre su hombro. Cloé observó, de pie, a su lado, a una dama que le sonreía con una sonrisa evangélica. La feligresa parecía tener unos cincuenta años; era alta y de una perfecta distinción en su abrigo de cuello de marta cibe- lina, y bajo un elegante sombrero con una pluma azul, con lar- gos cabellos blancos enmarcando un rostro serio, y la mirada, de un gris-arcilla, descendía hacia la joven con reflejos maternales. Su untuosa voz salmodiaba: –Os he visto llegar a esta iglesia, mi querida hija, os he visto arrodillaros ante ese altar y rezar, animada de un santo fer- vor… ¡Sufrís y venís a ofrecer vuestro dolor a Aquella que con- suela y perdona!... Continuad vuestra oración, y, cuando acab- éis, concededme unos minutos de charla... Agradecería a Dios y a la Virgen, el poder seros útil… Había tanta nobleza en sus modales, tanta caridad en sus frases, que la Srta. de Haut-Brion se sintió conmovida: –¿Quién sois, señora, para hablarme con tan gran bondad, sin conocerme? –Me llamo Olympe de Sainte-Radegonde y vivo en la ca- lle Notre-Dame-de-Lorette… Pero terminad vuestras oraciones; voy a la sacristía a llevar al buen abad Locatelli mi humilde li- mosna mensual… Regresaré… Hablaremos… ¿Intuyo en vos un gran dolor? –No os equivocáis, señora, – balbuceó la virgen, fascinada por la amplia mirada gris de la dama de cabellos blancos. –¡Esperadme y rezad! – dijo Olympe. Y, lenta, majestuosa, con sus manos en un manguito ne- gro, se alejó y desapareció detrás de la puerta de la sacristía.
  • 30. 30 La joven permaneció un instante sola ante el altar de Mar- ía, y, pronto, la Sra. de Sainte-Radegonde regresó junto a ella, acompañada de un sacerdote que la saludó respetuosamente y salió del templo. –¿Así que sois desdichada, mi quería hija? – dijo la vieja, con voz dulce y grave. –¡Oh! sí, señora, ¡muy desgraciada! –¿Queréis contarme vuestras penas? Cloé no respondió; la otra añadió: –Sí, lo sé… ¿Os falta confianza?... ¡Tenéis razón! ¡Hay tantas personas que bajo las apariencias más honestas no son más que miserables!... Querida señorita, yo no soy de esas, y lamento que no hayáis interrogado al digno sacerdote que me acompañaba antes: el abad Amilcar Locatelli os habría dicho lo que piensa de mí en esta parroquia que no es la mía, pero en la que visito a muchos infortunados. Luego, sonriente: –¿Penas del corazón, eh?... Señorita, no os ruboricéis… ¡A vuestra edad, es muy natural! La Srta. de Haut-Brion reflexionaba… ¿Por qué no con- fiarse a esa noble dama?... ¿Quién sabe? ¿Tal vez encontrase en la Sra. de Sainte-Radegonde a una protectora lo bastante ilustre para obtener autorización para ver a su novio?... la desconocida debía ser muy caritativa, puesto que venía a esa parroquia aleja- da de su domicilio, a visitar a los desfavorecidos; – muy hono- rable también, a juzgar por la respetuosa manera con la que la había saludado el sacerdote–... Entonces, ¿por qué no aliviar su corazón en ese corazón generoso, que no pedía más que abrirse a los sufrimientos humanos?... Ambas caminaban, silenciosas, hacia la puerta de la igle- sia. Bruscamente, Cloé se detuvo en el umbral: –¡Señora, voy a contároslo todo! –Aquí no, hija mía… en mi casa… Tengo un coche en la puerta… –Es que, señora…
  • 31. 31 –¡Vamos! –Me gustaría regresar lo antes posible con las personas que me han recogido y en casa de las que he pasado la noche… La Sra. de Sainte-Radegonde exclamó: –¿Recogido?... ¿Se os ha recogido?... ¿Estabais en una re- sidencia?... ¡Pobre niña!... ¡pobre niña!... ¡Venid!... La arrastraba y la hacía subir a un coche de cortinas azules – un gran coche, alquilado al mes por la noble dama, probable- mente para ir a visitar a los enfermos y a los indigentes lejanos. ¡Ah! si la Srta. de Haut-Brion hubiese visto el brillo del triunfo iluminando los ojos de la Sra. Olympe, habría saltado del vehículo, habría huido de la matrona que, ya, ¡calculaba el valor de su presa! Pero, Cloé no vio nada, mecida por las untuosas frases de la casquivana. La virgen y su protectora se apearon en la calle Notre- Dame-de-Lorette, ante una bella casa – y, en el primer piso, la Sra. de Sainte-Radegonde introdujo a su joven compañía en un salón dorado y amueblado, – a pesar de su riqueza, – con el más espantoso de los gustos. Dos cuadros, representando un general en uniforme y un anciano en traje de diplomático, destacaban en sus amplios mar- cos sobre las paredes tapizadas de satén rojo, y, entre ellos, se veía el retrato al pastel, de una mujer empolvada a la moda del siglo XVIII. Olympe se los presentó a la Srta. de Haut-Brion, como si los personajes estuviesen allí, de pie y vivos: –Mi marido, el general marqués César de Sainte- Radegonde, muerto en Tonkin, ¡el mismo día en el que acababa de ser ascendido a gran oficial de la Legión de honor! Ante esta dolorosa evocación, brotó una lágrima que perló sus pestañas y continuó: –Mi abuelo, embajador de Francia en San Petersburgo, uno de los mejores amigos de Su Majestad Carlos X… La viz- condesa de Vareilles, la tía-abuela de mamá… ¡dama de honor de Marie Leczinska!
  • 32. 32 Y, orgullosa: –Ahora, que ya conocéis a mi familia, sentaos ahí, cerca de mí, querida hija, y contadme vuestras penas… ¿En primer lugar, como os llamáis? La muchacha vaciló un instante y respondió: –Cloé de Haut-Brion. –¿De Haut-Brion? – exclamó Olympe – pero entonces, vos sois también de una gran familia, ¡de un linaje… ilustre! –Sí, señora. –¡Oh, querida niña, cómo me interesáis!... ¡Caer tan bajo, tras haber estado tan alto!… ¡Pobre ángel!... ¡Rápido!... ¡Con- tadme todo!... ¡Ah! ¡Podéis contar conmigo! La Sra. de Sainte-Radegonde parecía tan leal que Cloé, puesta en guardia por el lujo chillón y sobre todo por la presen- tación, cuando menos intempestiva, de los nobles antepasados, dejó de dudar. Olympe tomó las manos de la Srta. de Haut-Brion entre las suyas, y sentada a su lado sobre un diván de satén rojo, es- cuchó, con una emoción siempre creciente, la odisea de la vir- gen del arroyo… Y, tanto la Srta. Loizet se había mostrado tan discreta, tan- to la vieja dama se obsequió con las nocturnas aventuras: histo- ria de una violación fallida, huida desesperada, agresión de las prostitutas, arresto del conde de Esbly; – que quería saberlo to- do, y la virgen debió detallarlo todo, a pesar de su rubor… Una vez instruida, la Sra. de Sainte-Radegonde vocifera- ba: –¡Oh! ¡Ese barón! ¡Ese barón Tiburce Géraud, qué mise- rable!... Yo había oído habar de monstruos terribles, pero no imaginaba que pudiesen existir hombres tan repugnantes como ese... Y vuestro novio, ese desdichado joven, detenido en su casa, ¡en vísperas de casarse con su adorada!... ¡Es espantoso, señorita!... ¡Espantoso!... Y manifestando con grandes gestos y explosiones de voz su indignación contra Géraud y su piedad por de Esbly, Olympe tasaba el alto valor de la «carne fresca» tan victoriosamente con-
  • 33. 33 seguida en Notre-Dame-des-Victoires. Tenía a Cloé, esa maravi- llosa criatura, de la que admiraba sus formas esculturales; se trataba de no dejarla, de traficar con ella en beneficio de sus intereses y venderla a su peso en oro. Se acercó, mimosa, a la Srta. de Haut-Brion: –¡Querida, yo os devolveré a vuestro novio!... ¿De qué se acusa a ese valiente joven? –Lo ignoro… –¡Bah! ¡Algún pecadillo de juventud! ¡Arreglaremos eso! ¡Conozco personas muy bien situadas en la magistratura! Mien- tras esperamos, imagino que no queréis regresar a casa de ese abominable barón!... –¡Antes preferiría morir! –¡Lo entiendo! –Regresaré, esta noche, a casa de los Loizet donde me he citado con la señora de Esbly… A continuación, buscaré trabajo. –¿Trabajar, con unas manos tan delicadas y esos dedos tan frágiles como los vuestros? ¡De ningún modo! –¡Señora, soy valiente! Olympe la atrajo sobre su pecho, y la besó maternalmente: –No, querida, no volveréis a casa de los Loizet; me habéis dicho que eran muy pobres y que dudabais en imponerles una carga añadida… Os quedareis en mi casa, donde la señora con- desa de Esbly, informada mediante un telegrama, vendrá a ve- ros… ¡Oh! ¡Os quiero tanto como si fueseis mi hija! Rota de fatiga por esa jornada de aventuras, la virgen ape- nas comió y se quedó dormida. Por la mañana, un brillante sol invernal, que fundía la nie- ve en el exterior, y que se filtraba a través de las cortinas de satén rosa de la habitación, vino a animar sus esperanzas en Dios y en la humanidad. ¡Y cuál fue su sorpresa cuando vio, no lejos de ella, el ves- tido de baile que había dejado en casa de los Loizet y el pequeño brazalete de oro!
  • 34. 34 A las diez, la Sra. de Sainte-Radegonde, vestida, como la víspera, con su abrigo de cuello de piel de marta cibelina, y to- cada con su sombrero de pluma azul, entró en la habitación. –Cloé, he pensado en vos – dijo, dando a la errante un be- so maternal. –Gracias, señora Olympe. ¡Gracias! –¡Sí, ya he hecho que fuesen a recoger vuestro vestido de baile, a la calle Mercadet, enviando de vuestra parte a los Loizet, todos vuestros agradecimientos y saludos… –¿Se les dijo que estaba en vuestra casa? La matrona mintió: –Naturalmente, e incluso se les ha prometido vuestra visita una de estos días… Pero, tengo mejores noticias que daros… –¿Ha llegado la señora condesa de Esbly? Olympe volvió a mentir. Había conseguido en casa de los Loizet – a la vez que el vestido de baile – un telegrama infor- mando a Cloé de la llegada inmediata de la Sra. de Esbly, que ella se cuidó mucho de no mostrar: –¡No hay noticias de la condesa! –¿Y el conde Lionel? –¡Lo habéis adivinado, mi bella enamorada! –¡Oh! ¡Hablad! ¡Hablad! – exclamó ansiosamente la Srta. de Haut-Brion. –Nada importante… Dentro de ocho días, vuestro amigo será puesto en libertad, y limpio como la nieve que caía ayer!... ¡y eso no es todo!... Supongo que os gustaría ir a visitar a vues- tro novio, y gracias a mis influencias administrativas, será posi- ble… –¡Qué alegría!... –Solamente tendréis que dirigir una petición al director de la administración penitenciaria… un hombre encantador… –¡Enseguida! ¡Enseguida! Y dirigiéndose hacia un escritorio de madera rosa, provis- to de un tintero y un secante: –¡Dictadme, señora!... ¿Qué hay que escribir?
  • 35. 35 La Sra. de Sainte-Radegonde le puso ante los ojos un pa- pel con sello del Estado: –Firmad esta hoja… Yo la haré rellenar por mi secreta- rio… Escribid… ahí… al final de la página… «Leído y aproba- do lo escrito aquí encima»… y firmad… La Srta. de Haut-Brion se apresuró a obedecer; y la matro- na recogiendo el papel, dejó a la joven para que se vistiese. Por la noche, virgen y matrona estaban en la mesa ante una fina comida, en el comedor, amueblado de viejo roble; una lámpara de Venecia iluminaba la plata completamente nueva y los cristales multicolores; sobre el mantel, un ramo de violetas de Parma exhalaba un suave olor, y en las garrafas, artísticamen- te talladas, destellaban los rubís de los burdeos y los borgoñas, los topacios de un vino de madera puesto en una botella – de los tiempos del general. Olympe contaba su vida, llena de piedad y recogimiento, sobre todo después de la muerte del general, época en la que había roto con las actividades mundanas; entre los postres y el café, se levantó y fue a buscar una botella polvorienta sobre una estantería. –Mi querida pequeña, – dijo – degusta este Lacrima Cris- ti… ¡Ya era añejo cuando todavía aún no habías nacido! –Gracias, señora – respondió la joven – tapando su vaso con la mano. Pero la otra insistía: –¡Vamos… para darme gusto! Vertió algunas gotas en el vaso de Cloé, y la invitada llevó el brebaje a sus labios. –¿Está bueno, verdad? – dijo Olympe. –¡Muy bueno, señora!... Jamás he bebido nada tan dulce… Parece miel… –¿Un poquito más? –¡Oh! ¡no! –¡Os lo suplico!
  • 36. 36 La Srta. de Haut-Brion debió aceptar aún vinos y licores, y Olympe se puso a charlar, no perdiendo de vista a su compañera de mesa. Pero, ya, Cloé, con una mano en su frente, luchaba por mantener abiertos sus pesados párpados. –¿Tenéis sueño? – preguntó la señora de Sainte- Radegonde? –¡Sí… mucho sueño! Una mueca plegó los labios de la matrona: –Son casi las once… Venid… voy a ayudaros a meteros en la cama… En la habitación, la Sra. de Sainte-Radegonde se vio obli- gada a desvestir a Cloé de Haut-Brion como hubiese hecho con una niña; la acostó, y se sentó cerca de ella, sobre un sillón. Alguien golpeó ligeramente la puerta, y, a la autorización de la señora Olympe, Noëlle, una joven criada, de cabellos peli- rrojos, avanzó hacia su ama: –Señora, ¡es la señora Elvire Martignac! –¡Hazla entrar! Una mujer morena, joven aún se deslizó en la habitación. Con gesto cínico, Olympe le mostró a la joven dormida: –¡He aquí el objeto! Luego, a la luz de la lámpara, levantó sábanas y manta y mostró el cuerpo desnudo de la Srta. de Haut-Brion. –¡Vendo al por mayor!... ¡Mirad!... ¡Examinad!... ¡Palpad la mercancía! –¡Vais a despertarla! –¡No! la he obligado a beber, y no está acostumbrada… ¡Duerme como una bendita, la bella!... Tenemos tiem- po…¡Miradla!... ¡Examinadla!... De pie, ante ese cuerpo virgen, Olympe celebraba como una auténtica vendedora, lo que ella llamaba «su mercancía»: –Observad esos muslos, ¡qué blancos y firmes! ¡Y esos pechos, con sus pequeños pezones rosados!... ¿Y ese vientre? ¡Ni un pliegue! ¡Ni una arruga! ¡De mármol! Palabra de honor, ¡esto es para excitar a un eunuco y resucitar a un muerto!... Me
  • 37. 37 gustaría venderla a un viejo, aquí, pero podría resistirse y traer- me problemas… En vuestra casa, estará tranquila… Entonces se produjo una negociación, y el vergonzoso mercado concluyó. –Olympe, ¿me la enviaréis mañana? –Mañana por la mañana, Elvire. –¿Está inscrita, verdad? –No. –Oh! pero… –Entrará en vuestra casa bajo el nombre de mi sobrina… Berthe Vernier… Tengo los papeles en regla… Además, la po- licía no querría inscribir sin una investigación a una señorita de Haut-Brion. La Martigna exclamó: –¿Y ella… lo ignora? –¡Todo! –¡Pero va a montar un escándalo de mil diablos! –No, porque la retendréis como a las demás, mediante lo que os deberá por haberle proporcionado vestidos y complemen- tos... ¡Aquí está un recibo de tres mil francos, firmado por ella!... ¡Vos sabéis como gobernarla! Elvire dudó en coger el papel timbrado de Olympe y en- tregar la suma; luego, de pronto, decidida: –¡Está bien!... ¡Quién no arriesga, nada consigue!... ¡La compro!... Una muchacha nueva y con el cuerpo que tiene esta, es una fortuna para una casa. Y al salir, la Sra. Martignac tomó el mentón de la pequeña criada: –¿Cómo te llamas, monada? –Noëlle. –¡Eres complaciente! –¡Se hace lo que se puede! –¿Qué años tienes? –Dieciséis. –¡Demasiado joven!... ¡Dentro de algunos meses, tendrás que venir a verme, querida!
  • 38. 38 –¡Ah! señora, ¡ese es mi sueño! Ya bajando la escalera, una idea asaltó a la Sra. Martig- nac… ¿Por qué no llevar ella, de inmediato, a la virgen? Subió de nuevo y convenció a la Sra. de Sainte- Radegonde. Ambas extendieron en un coche la «carne fresca», dormida y vendida.
  • 39. 39 III El 7 «BIS» El establecimiento de la Sra. Elvire Marignac, sito en el número 7 bis de la calle de la Victoire, era uno de los mejores lupanares de París, con una élite de clientes serios que no esca- timaban gastos, aunque exigentes en la elección de las mujeres. La matrona, hábilmente secundada por la Srta. Adelaïde, la segunda de a bordo, vigilaba que el personal cambiase de vez en cuando, se refrescase. Esa noche, el gran salón estaba iluminado, y todas esas damas, uniformemente y sucintamente vestidas con camisones de gasa, azules, amarillos, verdes o rojos, según su tez y el color de sus cabellos, esperaban a la clientela. Los camisones multico- lores eran muy ligeros, sostenidos casi por milagro en los hom- bros, y de una tela tan diáfana que el cuerpo aparecía casi al desnudo, bajo un prisma fantástico. Y, de todas esas carnes, de todas esas cabelleras diversa- mente perfumadas, de esos labios pintados de carmín, de esas luces brillando en sus tulipas de cristal rosa, de esos cigarrillos de tabaco oriental, se desprendía una impresión de harén a pre- cio de saldo. Esas damas estaban allí, en grupos de dos o tres, y algunas en solitario: Léa, una gruesa rubia, leía un libro y parecía extra- ordinariamente enfrascada en su lectura; la española Carmen, morena de piel y cabellos, contaba a Saphyr, una pelirrroja de ojos grises, una historia probablemente divertida, pues la otra reía, exhibiendo, en el intenso coral de sus labios, una alineación de dientecillos blancos; sentadas sobre unos divanes, y muy prudentes, la rubia Mathilde y la morena Paule tricotaban unas bufandas de lana; Angèle, Suzanne, Rosine, Julia, de pie, o sen- tadas, con la mirada velada, fumaban unos cigarrillos. En medio de esas mujeres, arrojando una nota extraña, con su vestido de satén rojo bordado de oro y su cabello crespo de joven negra, Aravalo, nativa de Madagascar, niña mimada de la
  • 40. 40 casa, saltaba, bailaba, yendo de una a otra, haciendo bromas y dando palmaditas amistosas. La puerta se abrió, y la Srta. Adélaïde, la submatrona, seca y dura, en su vestido de seda gris, y llevando en la mano un ma- nojo de llaves, caminó derecha hacia Saphyr, que reía ruidosa- mente cerca de la española: –¡Cállate, Saphyr!... ¡Tus carcajadas son insoportables! –¡Ah! señorita Adélaïde, ¡esta Carmen es tan guarra! –¿Guarra?... ¡Una palabra que no toleraré! –¿Quiere saber lo que mi amiga contaba? –¡Es inútil! ¡No me interesan vuestras historias! –¡Sí! ¡Sí!... Escuchad señorita… ¡Es asombroso!... Me hablaba de las corridas de toros que se celebran en España, y afirmaba que los toros y los bueyes no son lo mismo. –¿Y tú qué opinas? – preguntó la submatrona, amable. –¡Para mí, toro y buey, es lo mismo! –¡Mira que es necia!– dijo Mathilde, abandonando su tra- bajo. –¿Quién… Carmen? – dijo Saphyr. –¡No, tú, especie de pava!... Un toro, es, como quien diría, un amante deseado, mientras que un buey… ¡Oh, la, la! ¡No vale la pena! Todas emitieron su opinión, excepto Aravalo, que dirigía muecas a un espejo, y Léa, siempre enfrascada en su lectura, con los codos sobre las rodillas y la frente entre sus manos. La submatrona salió, y Carmen se dirigió a la lectora: –¿En qué piensas, Léa? –¡Déjame en paz!... ¡Me aburrís con vuestras tonterías! –¿Es interesante lo que lees?... ¿Una novela? –Una obra de teatro. –¿Cómo se titula? –Las Dos Huérfanas. –¡La he visto representar, cuando era pequeña, en el teatro Montparnasse! – declaró Sahpyr… ¡Jamás he llorado tanto!
  • 41. 41 –¡Oh!– dijo Mathilde – ¡es bueno llorar cuando las lágri- mas proceden del corazón! ¿Y qué es lo que se narra en las Dos Huérfanas? Y Léa, muy seria: –Una pobre muchacha, muy bonita, inocente y ciega, ¡tor- turada por una sucia vieja! Paule encendía un cigarrillo: –Decir que puede haber mujeres tan horribles en el mun- do… Yo he conocido una… Vivía en la misma casa que yo, en Montrouge, pero no hacía sufrir a una jovencita… Era a una cría, a una desdichada cría de tres años… bonita… ¡un amor!... Todavía la veo, con sus cabellos rubios con bucles y sus ojos tan dulces, ¡tan azules que se hubiesen dicho un trozo de cielo!... Pues bien, esa guarra, un día la desnudó y quemó su pobre culo sobre el hierro candente de una estufa. –¿Y qué fue de la cría? – preguntó Léa, soñadora. –¡Murió! Se produjo una tormenta de imprecaciones, y Mathilde ex- clamó, lacrimosa: –Yo me hubiese enfrentado a la vieja y le habría arrancado las tripas, con unas tenazas al rojo, para enseñarle a quemar a las crías! ¿La guillotinaron? –El padre de la niña – ¡pues no era hija de la mal nacida! – la estranguló como un pollo y fue absuelto en el juicio. La Sra. Adélaïde llamaba desde el umbral de la habitación: –Carmen, te solicitan… ¡Vamos, date prisa, hija mía! La española se levantó de mala gana, y ajustándose de un golpe de hombro su camisón, que se había deslizado demasiado abajo: –¡Si es el tipo de ayer, me escapo!... ¡Ya sé muy bien de qué va!... ¡Un zafio!... –¡Ven! – ordenó la submatrona–…¡Ya le «darás al pico» más tarde! –¡Ya voy! Salió, precedida de la submatrona, y Léa dijo a sus com- pañeras:
  • 42. 42 –¡Vosotras sois unas buenas chicas!... Antes, cuando Paule contaba la historia de la cría, os habéis emocionado. –¡Yo no! – dijo una rubita, humillada por su pasajero en- ternecimiento. –¡Tú, como las demás! ¡No te hagas la dura que no lo eres, querida!... ¡Estando solas bien podemos confesarlo!... ¡Se dice que no respetamos nada!... Es un poco cierto!... ¡Pero en el fon- do de nuestros corazones, sabemos bien que pasa!… ¡Y eso no es alegre!... Saphyr murmuraba, dulce: –Los días de salida, cuando veo pasar a una niña vestida de primera comunión, con su vestidito blanco, su largo velo y su pequeño misal, me emociono, y pienso en la iglesia de mi pue- blo, allá… ¡en Bretaña! –¡Y las críos! –vibraba Léa – ¿es que hay algo más adora- ble en el mundo?... Yo tengo uno…Está con una nodriza… en Oise… y me gustaría ser quemada viva antes que decirle algún día… lo que soy… ¡Ah! ¡Desgraciada!... Y estalló en sollozos. Luego, de pronto, cambiando de tono y de modales: –¡Maldita sea! ¡Esta pequeña zorra de Aravalo que me ha robado mi paquete de cigarrillos!... Dime, Aravalo. ¿Es para esto, por lo que nuestros militares se baten con los salvajes y abandonan las colonias? ¿Para traernos ladronas de tabaco? La joven malgache, instalada en un diván, imitaba las po- ses indolentes de Mathilde y fumaba, con ardor, y no sin espan- tosas muecas. Todas la rodeaban, pero de pronto brincaron, cada una a su lugar, con una sonrisa en los labios. La Sra. Elvire avanzaba, acompañada de dos caballeros, uno gordo, de barba negra, que llevaba un monóculo, y otro un joven rubio, vestido a la moda de 1830. Las mujeres, transformándose, se volvieron muy solícitas y se alinearon en semicírculo, sonriendo, orgullosas de sus efec- tos de torso y caderas.
  • 43. 43 ¡Efectos inútiles! Los visitantes desdeñaron sus miradas y sus contorsiones, dejando escapar unos: «¡Esta noche, Léa, no me dices nada!... Saphyr, eres bella, pero desconfío de tus ojos… y de sus círculos negros!... ¡Demasiado trabajado!... ¡Cálmate, mi bella!» Ofrecieron champán; y, decididos, subieron con Mathilde y Paule que canturreaban el Vals de las Rosas. A continuación, apareció el vizconde Arthur de la Plaçade, un rubio alto al que todas las mujeres abrazaron: –¡Espejo! ¡Aquí está el Espejo! ¡El Guapo Espejo!... La Plaçade, un chulo en frac negro, amante de la Sra. Le Goëz, era adorado en esa casa de lenocinio; llevaba allí clientes; obtenía beneficios, y las pensionistas se disputaban al apuesto hombre. –¡Espejo! ¡Oh, mi amor! Él aceptó el dinero y los besos de la Sra. Martignac y des- apareció. Un momento después, se vio en el salón al joven inglés Reginald Fenwick; entró, con el sombrero hacia atrás, el bastón en la mano, mucho más ebrio aún que la noche de su presenta- ción en casa del barón Géraud y de su borrachera en el Bol de Oro; pero se mantenía muy erguido. Vestido con un chaleco de grandes cuadros negros y blancos, tenía aspecto de un gran da- mero. –Hola, Elvire – dijo con voz pastosa –… ¡Hola, pequeñas grullas! Las putas se lo disputaban, zalameras; él las detuvo con un gesto: –¡No me molestéis!... ¡Creo que voy a acostarme! –¡Está borracho como una cuba! – observó Saphyr, diri- giéndose a Léa. –¡Para no variar!... ¡Lo que no impide que, la pasada no- che, diese tres billetes a Mathilde! Fenwick se alejaba; la Sra. Marginac le dijo amablemente: –Vamos, señor, no os vayáis así… Se diría que esas damas os dan miedo.
  • 44. 44 –¿Miedo? ¡Jamás! –Mirad pues a Léa… Ella no desea que marchéis… ¿Co- nocéis a Léa? ¡Es un buen negocio! –¡Léa no me gusta! –¿Y Saphyr? –¡Tampoco! –¿Y Aravalo?... ¿No os dice nada?... Sin embargo es muy juguetona… –¡No me gustan los monos! –Desgraciadamente, vuestra Mathilde está ocupada, y no sé cuando quedará libre… –¡Estoy harto de Mathilde!... ¡Vista y no vista, Mathilde!... ¿Y las nuevas?... ¡Me habíais prometido nuevas!... ¡No veo por aquí ninguna!... ¿Por qué siempre las mismas caras?... ¡Me voy! ¡Buenas noches señora!... ¡Buenas noches, mis putitas! Elvire lo retuvo todavía y le dijo en voz baja: –Tengo una… –¿Una que? –Una nueva… ¡Oh!... ¡una flor de lys! Ella murmuró unas frases en el oído del cliente. Reginald tuvo un sobresalto: –¡No es posible! –¡Palabra de honor! –¡Id a buscarla! –Sí, pero… –¿Está ocupada, como Mathilde? –Si estuviese ocupada, como Mathilde, ¡no os habría dicho lo que os he confiado hace un instante!... Mylord, ¿queréis sor- prenderla? –¡Yes!... Se me está haciendo la boca agua… –Seréis el primero, el iniciador. No os cobraré más, pero a cambio me traeréis gente de vuestro mundo, gente chic, ¿eh? –¡Yes, señora!... Y, tomad, os paga por adelantado… Dio algunas monedas de oro a Elvire: –¡Traed champán, mucho champán!... Aquí, ¡primero, champán!
  • 45. 45 Fue servido; vació varias copas, y siempre erguido: –¡Adelante, señora Elvire!... ¡Vamos a encontrarnos con vuestra Juana de Arco… de los salones! Allá en lo alto, en su habitación, una habitación tapizada de satén azul y adornada de espejos por todas partes, la «nueva», es decir Cloé de Haut-Brion, vertía lágrimas. Desde hacía más de un cuarto de hora, la Srta. Adélaïde la sermoneaba, y la virgen no la escuchaba, ensimismada en el descalabro de todo su ser. –Señorita – decía la submatrona – ¡hay que bajar al salón!.... Nos hemos mostrado amables con vos, dejándoos pasar la noche y todo un día para que os acostumbraseis… ¡Preparaos para seguirme!...Los negocios son los negocios, pequeña… Esperaba una crisis de lágrimas; pero Cloé se plantó re- sueltamente ante Adélaïde: –¿Por qué se me ha traído aquí, aprovechándose de mi sueño?... ¿Por qué se me mantiene prisionera? ¡Haced paso, se- ñora!... ¡Quiero salir! –¿Salir?... ¡oh! ¡no! – dijo sarcástica la otra. Y, conciliadora: –Haríais mucho mejor en ser razonable… –¡Os digo señora, que quiero irme de aquí! –¡Eso es imposible!... Tengo órdenes… –Entonces voy a abrir esta ventana y gritar… ¡Alguien vendrá en mi auxilio! –La ventana está cerrada; las persianas están clavadas… Y además, os veríais obligada a decir vuestro nombre… y preferís morir a pronunciarlo aquí… ¡señorita de Haut-Brion! Cloé estaba sentada y torcía sus manos: –¡Oh! ¡Esa mujer! ¡Esa señora de Sainte-Radegonde que me ha entregado! ¡Qué miserable! –¡Ya no tenemos que preocuparnos de la señora de Sainte- Radegonde!... ¡Dejémosla con sus buenas obras! –¿Sus buenas obras?... ¡Oh! ¡Maldita!... ¡No sé muy bien en que casa me encuentro, pero intuyo que se trata de un lugar infame! Esos cantos que he escuchado… esas jóvenes medio
  • 46. 46 desnudas que acabo de observar por el quicio de la puerta… ¡Todo eso me espanta, me produce vértigo!... ¡Pero ningún po- der humano podrá retenerme!... ¡Haced paso, señora!... ¡Aparta- os!... –Sí, – dijo Adelaïde – seréis libre, absolutamente libre, cuando hayáis pagado lo que debéis a la casa. La virgen dio un salto: –¿Yo? ¿Yo?... ¿Yo debo algo… a vuestra casa? –¡Tres mil francos, ni más ni menos! –¡Eso no es cierto! –¿Renegáis de vuestra firma? –¡Yo jamás he firmado semejante cosa! –Os pido perdón… ¡Mirad! La submatrona puso bajo los ojos de Cloé el papel, tan li- geramente firmado por ella en casa de la Sra. de Sainte- Radegonde, y, volviendo a introducir la hoja en su bolsillo: –¡Ya lo veis, toda negativa es imposible!... ¡Berthe, sed graciosa y no me obliguéis a emplear medios extremos! –¿Berthe?... ¡Yo no me llamo Berthe! –Ese es vuestro nombre de… guerra, el nombre bajo el cual estáis inscrita en la casa… Berthe Vernier… Se ha tenido para con vos todos los cuidados, y todas las precauciones… ¡Basta de charla!... ¡Poneos el bonito camisón de nudos azules, que encontraréis en ese armario, y bajemos! –¡Jamás! –¡Vais a poneros ese camisón, el uniforme del 7 bis! – or- denó la submatrona,– pues aparte de la señora y yo, nadie en el salón, se pone vestidos subidos... Y, vuestro vestido de pequeña burguesa os cubre demasiado… Señorita, poneos el camisón. –¡Jamás!... ¡Y, a pesar de lo que digáis, saldré de este in- fierno! –¡Sí, cuando Berthe Vernier haya pagado las deudas de la señorita de Haut-Brion! Adélaïde había abierto un mueble, y presentaba un comi- sión, cuando entraron la Sra. Martignac y Reginald.
  • 47. 47 Félix, el camarero, un gran moreno, los seguía llevando sobre una bandeja tres botellas de champán y unas copas. –¿Y bien?… ¿Ya habéis entrado en razón? – dijo la ma- trona a su nueva pensionista. De entrada, Cloé, con los ojos bajados, guardó silencio; luego, se levantó, valiente, para acometer una nueva lucha. Pero Fenwick la vio, y estupefacto, en medio de su borra- chera: –¡Se…se…ñorita… de Haut-Brion!... ¡La so…brina… del ba…rón Géraud!... ¡Esta sí que es buena!... ¡Se…ñora Elvire, teníais razón al afirmar… que era… una Juana de Arco!... Y reaccionando sobre sí mismo, no admitiendo la enormi- dad de tal encuentro, caminó hacia Cloé: –Sé muy bien que no eres la señorita de Haut-Brion… pe- ro déjamelo creer… ¡No te arrepentirás!… Es asombroso como te pareces… ¿Soy tu bebé?... ¡El papá Haut-Brion habrá conoci- do a tu mamá, y hete aquí!... ¡La señorita Cloé de Haut-Brion en el barco de flores de Elvire!... ¡All right!... ¡Very select!... ¡Te adoro, angel mío!... ¡Ven a besarme!... ¡Ven!... Bebió dos copas de champán, y, borracho hasta el punto de perder la noción de los seres y las cosas, interpeló a la Sra. de Martignac y a la submatrona: –¡Vosotras, fuera!... Quiero quedar solo con la señorita Cloé… la falsa Cloé… la sosia de Cloé… Id a reuniros con las pequeñas grullas. El camarero ya había desaparecido; matrona y submatrona salieron a su vez, recomendando a Berthe que pasase el cerrojo. La virgen permanecía inmóvil contra la chimenea, dis- puesta a hacer uso de uno de los candelabros de bronce para defenderse y golpear si Fenwick quería abusar de ella. Pero él no parecía tener prisa. –¡Es fundamental – dijo –ponerse a gusto!... Nada es más select que ponerse a gusto!... ¡Imítame, querida! Reginal quitó su chaleco y lo depositó sobre un mueble, así como su sombrero, un pequeño sombrero hongo de fieltro; se
  • 48. 48 disponía a quitar su camisa , cuando la Srta. de Haut-Brion, con el rostro anegado de lágrimas y las manos temblorosas, suplicó: –¡Salvadme, señor! Él replicó con un hipo: –¡Vamos! ¿Por qué lloras ahora?... ¡Nada de eso, bebé!... ¡No estamos aquí para aburrirnos, gatita mía! –¡Salvadme, señor!... ¡Oh! ¡si fueseis un hombre decente no me dejaríais en esta espantosa casa!... –¿Yo?... Un hombre decente, – farfulló él… –¡No sé!... ¡Lo ignoro!... ¡Estoy un poco borracho, eso es todo! ¡Ven a be- sarme! Ella no se movía; él arrojó sobre ella su mirada de beodo: –¡Escucha, falsa Cloé, debes ser amable! ¡Oh, muy ama- ble!... El champán excita el amor… ¡Bebamos!... ¡Bebamos!... ¡Be…bamos!... El joven inglés había tomado una botella y la vaciaba… De pronto, embriagado hasta la inconsciencia, cayó sobre la alfombra… Eran las tres de la mañana. En la casa, patrona, submatrona, clientes y putas estaban acostados, y la virgen lloraba ante la bestia humana. La gruesa Léa – una de las menos despreciables del 7 bis – venía de acompañar a un enamorado; escuchó los sollozos de la Srta. de Haut-Brion y entró en la habitación donde Reginal per- manecía, incapaz de un movimiento, tirado en el suelo. Se produjo entre ambas mujeres – de costumbres tan opuestas – una doble confesión que se terminó con estas pala- bras de la pensionista: –Este no es vuestro lugar, señorita, y voy a ayudaros a sa- lir…. –Pero,– objetó Cloé, agradeciendo a la desconocida,– no me dejarán pasar. –Todos duermen, excepto la criada… Tengo una idea… Entonces, la puta envolvió a la Srta. de Haut-Brion con el chaleco de Reginal: le puso el sombrero, la armó con el bastón y
  • 49. 49 le dijo que imitase las maneras de un hombre borracho; luego, desde lo alto de las escaleras, inclinada sobre la rampa, exclamó: –¡Se baja! La virgen pasó delante de la guardiana somnolienta, quien tiró del cordón. –Mylord – dijo la doméstica,– partís bien pronto… ¿No os olvidáis de la pequeña criada? Cloe caminaba sin responder, y la otra murmuró, antes de dormirse: –¡Vaya cutre, el inglés! Al salir de la infame casa, Cloé de Haut-Brion no tenía más que un partido que tomar: regresar inmediatamente a casa de los Loizet, a la calle Marcadet. La calle de la Victoire estaba oscura, apenas transitada por algunos noctámbulos – periodistas, vividores, – y la joven que había sido transportada dormida a la casa de la Sra. Elvire Mar- ginac, tuvo que levantar los ojos hacia una placa indicadora para saber el lugar donde se encontraba a esas horas de la noche. A pesar de la indumentaria de hombre puesta sobre su ves- tido, temblaba de frío en la noche glacial, y la helada brisa in- vernal hacia flotar sus rubios cabellos alrededor del sombrero masculino. No atreviéndose a dirigirse a nadie para preguntar el ca- mino, caminó, recordando que la calle Marcadet se encontraba en Montmartre, y llegó cerca de la casa de la Sra. de Sainte- Radegonde, en la calle Notre-Dame-de-Lorette. Hasta el momento, la virgen se había preocupado de orien- tarse en el laberinto de las calles parisinas, y, todavía bajo la impresión de horribles escenas, no había pensado más que en huir; pero, la vista de esa casa donde había entrado el día ante- rior, a instancias de Olympe, la despertó a las realidades vivas. ¿Qué había ocurrido?... ¿Qué acontecimiento extraordina- rio la había precipitado a casa de la Sra. de Sainte-Radegonde, a ese tugurio de dónde, gracias a una desdichada muchacha, aca- baba finalmente por salir?
  • 50. 50 ¡Cloé no lo dudaba: Olympe la había indignamente enga- ñado! ¿Qué era esa mujer? ¿Qué innoble oficio ejercía?... ¿Era necesario denunciar a la Sra. de Sainte-Radegonde para evitar a otras jóvenes, una situaciones semejantes a la suya? No, la Srta. de Haut-Brion no lo podía hacer; ella no lo quería, pues sería confesar su estancia en casa de Elvire Martig- nac. ¡Oh! Jamás revelaría ese secreto a nadie, ni siquiera a los Loizet, y, en los medios honorable, trataría de olvidar sus horas de vergüenza y de mortales angustias, entre las prostitutas... Y la virgen se preguntaba, espantyada, como se lavaría esa mancha!... Siempre caminando, le parecía que arrastraba tras ella el enervante olor de los cosméticos y de los polvos; que sus carnes estaban impregnadas y que los escasos trnaseuntes huían de ella con asco. Se miró en el vidrio de un escaparate de una tienda cerra- da, segura de que iba a observar sobre su frente el estigma de las vergüenzas inmerecidas; no vio más que a un hombre joven, horriblemente pálido, vestido con un chaleco de amplios cua- dros, que llevaba un bastón y tocado de un pequeño sombrero hongo negro: había perdido el recuerdo de esas prendas y, en su turbación, ese sombrero y la imagen real, le hizo evocar al inglés Reginal y a la puta Léa… Felizmente, el inglés estaba borracho; acababa de confundirla con una de las habituales del mal lugar, no reconocería jamás en ella a la sobrina del barón Géraud, y en cuanto a Léa, seria dichosa de testimoniarle su gratitud algún día, liberándola del infierno. Ahora, la joven avanzaba, más tranquila, hacia las alturas de Montmartre, en ese barrio que ya había recorrido en sentido inverso para dirigirse a la Comisaría de policía. Girando en la calle Marcadet, Cloé se despojó del chaleco, y lo arrojo, al igual que el bastón y el sombrero del hombre, a un terreno baldío y, algunos instantes más tarde, llamó a la puerta de sus amigos. Dominique fue a abrirle; llegaba del Depósito de coches, después de sus largas carreras nocturnas.
  • 51. 51 A la vista de la Srta. de Haut-Brion, el cochero emitió una exclamación de sorpresa y alegría: –¡Srta. Cloé!... ¡Qué contentas van a ponerse Marie y An- nette! Y sin temor a despertar a los vecinos, llamó con todas sus fuerzas: –¡Marie! ¡Annette! ¡Es la «Señorita»! ¡Levantaos, rápido! –Parecéis sorprendido… ¿no habéis sido advertidos? – balbuceó la Srta. de Haut-Brion, entrando en casa de Domini- que. Loizet respondió: –Os pido perdón, señorita… Hemos recibido la visita de una criada que solicitaba, de vuestra parte, el vestido de baile y el brazalete…. Le entregamos esos objetos… Pero como se negó a decirnos donde estabais, y sus modales eran sospechosos, a partir de ese momento, quedamos muy preocupados… Marie y Annette llegaron, vestidas apresuradamente, y se produjo una alegría delirante en las dos mujeres; la madre no encontraba que decir entre sollozos. Annette exclamó: –¡Oh, señorita! ¡Os creíamos perdida! Pero, aquí estáis, ¡nuestra pena está olvidada! Vamos a cuidaros, a mimaros, y nunca, ¡oh, nunca, os dejaremos salir sola! Las tres estaban instaladas junto a un buen fuego, y como Marie interrogaba a la víctima, la Srta. de Haut-Brion sintió el rubor subir a su rostro. Dijo, con lágrimas en los ojos: –Os lo suplico, mi querida Marie, y a vos también, Annet- te, no me preguntéis nada… No podría responderos… Lo que me ha sucedido es muy doloroso y serio para que, incluso a vos, en quienes tengo plena confianza, pueda revelarlo… Queredme, queridas amigas… Protegedme… pero… no me obliguéis a hablar, y creed que siempre seré digna de vuestro afecto… Las Loizet no insistieron – y la Srta. de Haut-Brion per- maneció sola en su habitación, esa habitación de donde había
  • 52. 52 salido valientemente para emprender la liberación de su novio, el conde de Esbly. Muy cansada, pensaba en ese ambiente de paz y honor. Ahora bien, por la mañana, Annette ayudaba a la Srta. de Haut-Brion a vestirse, y la hija de los Loizet todavía insistía para retenerla y protegerla de nuevos peligros: –¡Señorita, sed razonable! No os aventuréis más en París. ¡Hay peligro, se ciernen muchos peligros para vos! ¡Quedad conmigo! ¡Yo os serviré, iré a buscaros libros!.... ¡Me esforzaré en comunicaros un poco de mi alegría! Cloé respondió, seria: –¡Annette, tengo un deber sagrado que cumplir, ya lo sa- bes! –Lo sé, señorita, pero… ¡esperad tan solo algunos días! –¡Hoy mismo, iré a ver al juez de instrucción encargado del caso de mi novio! La joven costurera, tras un momento de reflexión, dijo: –¿Queréis saber mi opinión, señorita Cloé? En vuestro lu- gar, no iría a ver el juez, sino a la condesa de Esbly… –Ella no vive en París… –Debe estar aquí, pues una madre no podría vivir lejos de su hijo, cuando ese hijo se encuentra en la situación del señor conde Lionel. –Eso es cierto, Annette, y si supiese donde encontrar a la condesa… –Yo me informaré… –¿Cómo? –Señorita, ¿sabéis donde la condesa tiene por costumbre alojarse durante sus viajes en París? –En un hotel cercano a la estación de Saint-Lazare. Annette tuvo una idea sublime: –¡No será allí donde estará!... Seguro que se encuentra en el domicilio del acusado para defenderlo… ¡Vamos, voy con vos!… ¡Papá nos conducirá en su coche!…
  • 53. 53 Dominique los llevó al bulevar de los italianos, y mientras el cochero quedaba sobre el pescante, la Srta. Loizet montó guardia ante la casa. Con el corazón oprimido, la sobrina del barón Géraud su- bió la escaleras del primer piso, y, tras ser anunciada, fue intro- ducida ante a la madre de Lionel. Al principio, la virgen no reconoció a la Sra. de Esbly, de lo cambiada que la encontró: la condesa, la otra noche aún, tan brillante y pletórica de dicha maternal, parecía un anciana; en pocos días, sus cabellos habían encanecido, y, en su vestimenta de duelo, su delgadez parecía mayor. Las dos mujeres se abrazaron llorando, y la madre dijo: –¡Hija mía!... mi querida hija, ¡te esperaba! –¿Y Lionel? – preguntó la Srta. de Haut-Brion, ansiosa. –¡He visto ayer a mi pobre hijo!.... ¡Se ha esforzado en darme ánimos!... ¡Ah! ¡si supieses que grande y digno es, en su desgracia!... Lamentablemente solo dudan de él aquellos que no lo conocen como nosotras le conocemos!... Pero, tu tío… tu tío no tiene derecho, y, he sorprendido en el lenguaje del barón unas reticencias que me han apenado profundamente. –¿El barón os ha hablado de mí, señora? – vaciló la vir- gen, temblando. –Si, querida; tu tío me ha dicho, cuando le he preguntado por ti, que temiendo por tu salud, después del terrible shock, te había enviado a casa de una de tus amigas, en el campo… De ahí, mi sorpresa a tu llegada… La Srta. de Haut-Brion se levantó para clamar la infamia de Géraud, pero no quiso añadir un nuevo dolor a las aflicción de la madre; y además, tendría que contar la abominable cir- cunstancia que la había obligado a escapar del palacete, y todo su pudor se rebeló contra esa confesión. Balbuceó: –Es cierto, señora… Vivo momentáneamente en el cam- po… Pero, al saber vuestra presencia en París, he acudido… para abrazaros, para compartir en parte, ¡oh! ¡muy grande! Vuestra aflicción, y ayudaros con todas mis fuerzas en vuestra
  • 54. 54 obra maternal y sagrada... ¡Triunfaremos, señora! ¡Triunfare- mos! Y, rompiendo a llorar: –Lionel; ¡mi pobre Lionel! –Hablemos de él – dijo gravemente la condesa – … ¡de él y de ti!... Mi hijo me ha hablado mucho, ayer… y, como hombre de honor, me ha encargado que aceptases la ruptura de tu com- promiso… Cloé replicó, vibrante: –¡Yo jamás la romperé!... ¡Él debe conocerme y estimar- me lo suficiente para saber que no daré esa alegría a mis enemi- gos! Pero, recordando la mancha con la que creía su vida man- cillada, bajó los ojos. La condesa añadió: –Al Sr. Grudière, el juez de instrucción, le parece ver en este asunto un espantoso chantaje… o bien la mano de alguien que tiene interés en impedir la boda de mi hijo… Una extraña luz nacía en el espíritu de la Srta. de Haut- Brion, y la virgen no pudo reprimir un movimiento de horror… Sí, existía el hombre al que ese matrimonio desesperaba... ¡El barón Géraud!... ¡su tío!... ¡Él se entendía con los enemigos de Lionel, los que llevaban la voz cantante, o bien, era él mismo quién encarnaba el alma del mal!... ¡No!... ¡oh! ¡no!... ¡Eso sería demasiado monstruoso!... ¿Y cómo explicar la súbita aparición del viejo en su habitación, después del baile, si no sabía que Lionel no era un obstáculo a temer?... ¡No! ¡Mil veces no!, ¡No podía existir un ser tan abominable!... Y la virgen, en su honestidad natural, y a pesar de sus sos- pechas contra el tío, no quiso atribuirle semejante infamia. La Sra. de Esbly continuaba: –Veamos, querida, ¿recuerdas? ¿Alguien te ha pedido en matrimonio antes que Lionel? –No, nunca. –¿Alguien te ha hecho la corte y ha sido rechazado por ti? –Nadie.
  • 55. 55 –Esas preguntas se las he dirigido al barón Géraud, y me ha parecido confundido… –Digo la verdad, señora. –¡Oh! ¡no lo dudo!... Sin embargo, la Michon y la Cría- Reseda, las acusadoras de Lionel, parecen acatar órdenes… Pla- nea sobre todo esto un misterio… que debemos aclarar… El barón me ha prometido ayudarme… Cloé se puso pálida; agarró las dos manos de la condesa entre las suyas, y, muy angustiada, imploró: –Actuemos solas… completamente solas… ¿Queréis, se- ñora? Sorprendida, la Sra. de Esbly observaba a la virgen: –¡El barón Géraud tiene un gran interés en que la inocen- cia de mi… de nuestro Lionel, sea demostrada!... ¿Acaso mi hijo no es el prometido de su sobrina, de su sobrina a la que ama como a una hija? –¡Cómo a una hija! – suspiró Cloé, bajando los ojos. Y, disimulando su vergüenza, intentó desviar la conversa- ción de ese tema que tanto la angustiaba: –¿Creéis, señora, que se me permitirá visitar a Lionel? –No, no, hija mía… Lionel, a pesar de toda la alegría que tendría al verte, te suplica que no lo intentes… La virgen dudó en formular una pregunta: –¡Bueno, señora, ¿de qué se le acusa?... He querido saber- lo, y se han negado a responderme… –Han hecho bien, Cloé… ¡No insistas, querida! Mientras la Srta. de Haut-Brion regresaba a Montmartre, seguida de la brava Annette, el Sr. Honoré Perrotin llegaba a casa del barón Géraud, de donde su esposa, la italiana Nona Co- elsia, acababa de salir, después de una noche voluptuosa. ¡Oh! Ese matrimonio se entendía de maravilla, residiendo con lujo en la calle de Vaugirar. Pronto, el tío olvidaría a la so- brina y, un día, gracias a los besos de la esposa adúltera, ¡la pa- reja heredaría millones!
  • 56. 56 Cuando el arquitecto iba a entrar en el despacho de Géraud, se detuvo, escuchando una voz femenina. ¿Quién podía reemplazar a su esposa junto al viejo? Como un bribón, pegó su oreja detrás del alto cortinaje. Con acento imperioso, Géraud preguntaba: –Habéis insistido para hablarme a solas, señora. Nosotros solos… ¿Qué queréis? ¿Quién sois? La visitante, en vestido oscuro y sombrero violeta, mostró una enigmática sonrisa: –¡Valerie, señor, Valerie Michon, la mamá de Jeanne, la pequeña florista! –¡No os conozco! – replicó altivamente el barón, muy pálido. –De vista, es posible que no… tenéis a tanta gente a vues- tro servicio… pero, esto es otra cosa. Ambroise Naumier ha debido informaros sobre mi… –¿Ambroise Naumier? –El Cebolla, si lo preferís… el criado del Sr. conde de Es- bly. Tiburce Géraud ocultaba su espanto y su angustia bajo un comportamiento brutal: –¡Cortemos aquí, señora, y dejadme! ¡No me gustan las comedias de opereta, ni las bromistas! –Ah! ¿Así es como lo tomáis? – aulló Valérie–… Pues bien, sé lo que debo decir al Sr. juez de instrucción… y la Cria- Reseda también, ¡lo sabe muy bien!... ¡Vuestra servidora, señor barón Géraud!. La mujer caminaba hacia la puerta. Vivamente, el barón la detuvo: –¡Esperad! La Sra. Michon obedeció al hombre, con una dulce sonrisa sobre sus delgados y fríos labios: –Veo con placer que os ha venido la memoria, señor barón… ¡Oh! ¡Tanto mejor! ¡Tanto mejor!... ¿Me permitís sen- tarme, mi buen señor?... Estoy muy cansada… –Sentaos, pero sed breve; ¡no tengo tiempo que perder!
  • 57. 57 –Mi problema es el siguiente – dijo la Sra. Michon, ins- talándose en un sillón – creo que he sido robada en el asunto de Esbly… –¡Eh! ¡Qué me importa a mí! –Sí, ¡robada! El Cebolla no me ha entregado toda la suma que vos le habéis dado para mí, cuando ha venido a solicitar mis servicios de vuestra parte… –Pero, señora, yo desconozco… –Entonces, ¿no estáis involucrado en el asunto de Esbly? –¡No sé de que estáis hablando! Valerie se indignó: –¡Qué bribón ese Ambroise el Cebolla!... ¡Ah! ¡Desvelaré toda la verdad al Sr. Crudière, el juez de instrucción!... Va a ser ese pobre Sr. Lionel de Esbly quien va a estar contento, cuando diga, ante él, durante la confrontación que debe tener lugar ma- ñana: «¡Mire, señor juez, todo esto es un timo!... ¡Ya he mentido bastante! Castígueme; castigue a la Cría-Reseda, pero castigue también al Cebolla y, muy severamente a este, pues fue él quién nos dio el dinero para acusar a su amo; fue él quién introdujo a Jeanne en la habitación del conde, a sus espaldas; en fin, ¡fue él quien nos dijo lo que teníamos que decir!... ¡El Sr. de Esbly es inocente, y nosotros somos unos delincuentes!» –No tan alto, señora, no tan alto – balbuceó el barón, in- quieto y tembloroso. –¿Qué es eso, señor, de que hablo alto, dado que vos nada tenéis que ver con la historia?– dijo sarcástica Valerie Michon… – Por el contrario, ¡debería alegraros escuchar proclamar la ino- cencia del prometido de vuestra sobrina! –Y… ese miserable… ¿Cómo lo llamáis? –Ambroise Naumier, llamado el Cebolla. –¿El señor Naumier se ha atrevido a decir que actuaba de mi parte? –Sí, y como está en prisión, venía a buscar vuestras órde- nes para saber lo que tiene que decir mañana a la Justicia. –Podéis ver ahora que yo no tengo ninguna orden que da- ros – declaró Géraud, creyéndose salvado.
  • 58. 58 Pero, Valerie no estaba dispuesta a dejar de luchar con el viejo: –Tenéis razón, señor Géraud, tenéis toda la razón; voy a buscar a la condesa de Esbly; ella me dará diez mil francos por confesar la verdad y, además del negocio, ¡seré objeto de su agradecimiento! –Pero iréis a prisión. –Es cierto– suspiró la visitante, de pie – ¡pero mi concien- cia estará limpia! Bruscamente, él la tomó por el brazo: –Vamos, señora, ¡basta de comedias! ¡Tendréis los diez mil francos! –¿De la señora condesa de Esbly? ¡Cuento con ellos! –No, ¡de mí! –Entonces, mi buen señor, – articuló Valerie Michon – ¡para vos, serán veinte mil!... Debe comprender que si son diez mil por decir la verdad… ¡mentir y cometer perjurio, bien vale el doble!... ¡Hay que ser razonable! –Voy a entregaros la mitad; tendréis el resto el día de la condena… –Bien. Mientras espero, si tenéis que hablarme o escribir- me, esta es mi dirección: Sra. Valerie Michon, dueña del hotel Café de la Esperanza, pasaje del Tivoli… ¡A vuestra disposi- ción, señor barón! La mujer se iba con diez billetes de mil francos; el arqui- tecto se cruzó con ella al paso, simulando ser una visita más, y entró en el despacho de Géraud: –¡Buenos días, señor barón! –¡Ah! ¿Sois vos, Perrotin?... ¿Desde cuándo estáis ahí, amigo mío? –Acabo de llegar… Tiburce Géraud se precipitó a los brazos del arquitecto: –Honoré Perrotin, mi querido Perrotin, ¡soy muy desdi- chado! Ya no pensaba en la desaparición de Cloé; una única idea obsesionaba al viejo: esa mujer, Valerie, tenía en sus manos su
  • 59. 59 honra, su libertad... ¿lo traicionaría, a pesar del dinero? Estuvo a punto de confesar todo al marido de su amante… ¿Qué mejor hombre que el arquitecto podría aconsejarle, acudir en su ayuda? Sin embargo, a pesar de su intimidad, no se sintió con fuerzas de revelar sus terrores al hombre, y repitió sollozando: –¡Oh! sí, amigo mío, ¡soy muy desdichado! El otro lo miraba, sarcástico, leyendo en su pensamiento como en un libro; él conocía el secreto del viejo enamorado, pero se cuidó mucho de aprovecharlo de inmediato, y preguntó, con gran tristeza: –¿Así que ninguna noticia de la señorita Cloé? El nombre de la adorada despertó en Géraud pensamientos lujuriosos, y un amplio estremecimiento corrió a través de sus miembros. Gimió: –¡Por desgracia, no! ¡Ninguna noticia! ¡He registrado todo París!... ¡Nadie la ha visto! ¡Nadie ha oído hablar de ella!... ¡He tenido el triste valor de ir hasta la Morgue! ¡Allí, nada todavía!... ¡afortunadamente!... Perrotin, mi querido Perrotin, ¡solo tengo esperanza en vos!... ¡Encontrad a Cloé!... ¡No ahorréis gestiones, ni os paréis en gastos para encontrarla!... ¡toda mi fortuna para quien traiga a Cloé! Esta exaltación era funesta para el marido de la bella ita- liana; pero se contuvo, animado en una esperanza en los encan- tos de Nona Coelsia, y dijo, por decir algo honorable: –¿Os habéis dirigido a la policía? Tiburce movía la cabeza, sin responder. ¡Ah! bien sí, ¡dirigirse a la policía! Pero, una vez encon- trada, ¡Cloé imploraría de inmediato su protección contra el tío adorador de vírgenes! El viejo farfulló: –No, querido amigo, ¡nada de policía! ¡Nunca debe invo- lucrarse a la policía en nuestros asuntos íntimos! ¡Vuestra amis- tad y vuestra abnegación bastarán! Honoré tuvo un impulso de corazón, y estrechando con efusión las manos de Géraud:
  • 60. 60 –¡Contad conmigo, barón… Contad con mi esposa que os es igualmente devota! El arquitecto se juraba encontrar a la Srta. de Haut- Brion… pero para destruirla y dejar el campo libre a su esposa. Urbain, un viejo criado entró y entregó al aristócrata una tarjeta de visita así impresa: MADAME LÉONIE LAGRANGE Y debajo de ese título y ese nombre, escrito a pluma: MARQUESA DE HAUT-BRION –¿De dónde diablos sale esta aventurera, después de cator- ce años? – estalló Géraud. –… ¡No quiero verla!... ¡Ella me irri- ta!... ¡Despedidla, y con contundencia, Honoré! En la antesala, Perrotin se encontró en presencia de una gran mujer delgada, con cabellos grises, miserablemente vestida, y que reconoció por haberle robado antaño, cuando él era el se- cretario del barón. –¡Ah! sois vos… ¿la viuda in-partibus… de Rusia? – dijo, desdeñoso. Muy tranquila, la visitante respondió: –Soy yo Léonie Lagrange, segunda marquesa de Haut- Brion… –Señora, conozco vuestra historia, pero el barón Géraud tiene bastante con la tutela de la hija legítima, sin preocuparse de antiguas amantes y de los bastardos de su cuñado. –Mi hija Olga no es bastarda, pues mi matrimonio ha sido bendecido en Rusia, por un Pope. –Sí, pero al no tener la boda lugar ante el cónsul de Fran- cia no existe legalmente. –¡Porque la muerte ha sorprendido a mi querido Emma- nuel!... Él es mi esposo ante Dios y la iglesia, y si mi hija y yo no llevamos habitualmente el apellido «Haut-Brion», es a causa de nuestra espantosa miseria... No pedimos limosna, pero el
  • 61. 61 príncipe Vorontzow ha entregado un dinero al barón Géraud, cuando murió mi marido, y ese dinero debía sernos devuelto… El arquitecto que engañó al barón, apropiándose diez mil rublos destinados a los Lagrange, declaró: –¡Error!... ¡El príncipe Vorontzow no ha dejado nada para vos al Sr. barón! ¡No insistáis, señora, y por favor, retiraos! Y aquella, a la que el arquitecto llamaba «la viuda in- partibus» se alejó, con los ojos rojos y el caminar incierto… Abajo, solicitó ver a la Srta. de Haut-Brion, y, el portero le respondió, a instancias del amo;: –¡La señorita está de viaje en América! Si Perrotin no tuviese nada que temer de la Sra. Lagrange, tanto como Géraud – y por otros motivos – desearía encontrar a Cloé de Haut-Brion. Tuvo la idea de merodear alrededor de la casa de los Es- bly, y con motivo de una nueva visita de la novia a la madre, él siguió al ídolo del barón y se aseguró que vivía en Montmartre, con los Loizet. Para salir del 7 bis, Reginald Fenwick, no encontraba su sombrero negro y su chaleco, por lo que se puso un sombrero de mujer y se envolvió en un impermeable y, según el vizconde Arthur de La Plaçade, que estuvo en ese lugar hasta el amanecer, el tocado y la prenda del bello sexo sentaban de maravilla al guapo bribón: esos dos hombres – sodomitas – se encontraron una noche, en la calle de Aboukir, en el Baile de las Tatas.
  • 62.
  • 63. 63 IV EN EL CAFÉ DE LA ESPERANZA Nos encontramos en el Pasaje del Tivoli, en las proximi- dades de la calle de Ámsterdam y de la calle del Havre; en ese barrio de la estación Saint-Lazare, recientemente modernizado, con restaurantes a 1 franco 25 centavos el almuerzo, y unas cer- vecerías inglesas o alemanas en uno de esos antiguos edificios que esperan su metamorfosis y nos dan la impresión del Conejo Coronado o de alguna otra guarida de los bulevares exteriores. La avenida se prolongaba en un gran muro cubierto de carteles amarillentos y rotos, y, en la acera, se veían dos tiendas: a la derecha, una lechería con el cartel pintado de verde, los cristales relucientes, un escaparate con cántaros y vasijas; a la izquierda, la otra tienda enarbolaba ostensiblemente encima de su puerta el amable título de Hotel y Café de la Esperanza, pero, en sus pe- queños ventanales polvorientos, colgaban unas planchas rojas, a fin de que desde el exterior no se pudiese ver lo que ocurría en su interior. Del modo en el que entraban y salían los clientes, era fácil adivinar que se trataba de uno de esos antros donde se prac- tican intercambios vergonzosos, donde se urden crímenes y donde la policía está siempre segura de hacer una redada fruc- tuosa. En las alturas de la avenida central, se balanceaba un car- tel con estas palabras en letras amarillas, sobre un fondo, antaño negro: HOTEL GARNI HABITACIONES Y RESERVADOS DESDE 50 CÉNTIMOS Se da de comer y beber; se paga por noche.
  • 64. 64 A la entrada, la recepción del hotel, noche y día iluminada por una farola de gas, y amueblado solamente con una mesa y dos sillas, y un tablero numerado para las llaves de los clientes. Una escalera estrecha de escalones que crujían y carcomi- dos, ascendía entre dos paredes mohosas, al primer y segundo piso, y las ventanas del Café de la Esperanza se abrían a un pa- tio fangoso. Esa noche, Valerie, tocada de un gorro de tul negro, en vestido de fustán rojo, iba y venía de la cocina al café y a la re- cepción del hotel. Cerca de la barra, en una jaula de mimbre, saltaba un viejo cuervo tuerto, mientras que desde la altura de las estanterías, tres aguiluchos disecados parecían mirar al animal vivo con sus ojos glaucos. Sobre una silla – gracioso contraste en ese tugurio –se en- contraba una cesta llena de flores naturales y magníficas: rosas de té, las últimas del año, crisantemos multicolores y un montón de violetas cuyas dulces fragancias se mezclaban con las espesas exhalaciones de la cocina. A las siete, Jeanne, la pequeña florista, entraba, temblando en un vestido de lana deshilachada; tenía las piernas casi desnu- das y sus pies desaparecían en unos zapatos de hombre dema- siado grandes para ella. Con la cabeza al aire, con su larga melena negra enmar- cando un rostro flaco, se detuvo en el umbral con las manos lle- nas de ramilletes, y levantó temerosamente sus bellos ojos sombríos hacia la madrastra. El miedo, tanto como el frío, la hacían temblar. ¡Oh! ¡Qué poco se parecía Jeanne a la muchachita acosta- da en la cama de Lionel, y tan bien dispuesta ante el comisario, pero la vieja la quería así de mugrienta, a fin de atraer mejor las limosnas y de apurar la venta de los ramos. La Michon se armó de un atizador: –¿Qué es lo que tienes en las manos? –Ya lo veis… mis flores…