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1
Los rufianes en levita
J.-L. Dubut
de Laforest
3
5
LOS ÚLTIMOS ESCÁNDALOS DE PARIS
VOL II
LOS RUFIANES EN LEVITA
Jean-Louis Dubut de Laforest
7
Título original.- Les souteneurs en habit noir
París. Editorial Fayard. 1889
Traducción.- José Manuel Ramos González. Pontevedra
Abril 2014.
9
I
LA PLAÇADE, PERROTIN Y LA TEMPLERIE
En esa noche de abril de 1891, en un reservado particular
del Café Egipcio, en el bulevar Montmartre, el arquitecto
Honoré Perrotin, alto y delgado, con sus labios finos y su negra
perilla, y el Sr. Víctor La Templerie, director de las Fantasías
Parisinas, un hombre bajo y moreno, de rostro redondo y grueso,
con fino y cuidado bigote, ambos con corbatas blancas y embu-
tidos en irreprochables levitas negras, degustaban unos aperiti-
vos, esperando a uno de sus amigos, el vizconde Arthur de La
Plaçade, para cenar y hablar de negocios.
Por las ventanas entreabiertas, se podían escuchar los rui-
dos del exterior, el rodar de los coches, los últimos gritos de los
vendedores ambulantes y, en la casa, un va y viene de camareros
abriendo o cerrando puertas, clientes asiduos por los pasillos,
frufrús de faldas; entre llamadas de timbres eléctricos, el entre-
chocar de vajillas; y de la sala común subía, con una «fragancia
de amor», un estrépito de risas y canciones.
La Templerie consultó su reloj:
–¡La una y cuarto!... ¡Ese dichoso vizconde nos va a plan-
tar!
–¡Es probable! – dijo el arquitecto – Acabo de verlo en la
Ópera, en el palco de los Le Goëz, y la vieja Eléonore sin duda
habría exigido que la condujeran a su casa, en el bulevar Saint-
Germain!... ¡Oh! ¡ella no abandona así como así, a su apuesto
Arthur!
–¡Es apuesto ese muchacho!; ella lo aprovecha…
–Y debe costarle muy caro.
–Unos dos o trescientos mil francos al año…
10
–¡Cáspita! ¡A ese precio, en lugar de un semental, podría
permitirse toda una cuadra de purasangres!
–¡Sí, pero, qué semental!... La Plaçade es un hombre en-
cantador y vigoroso, buscado en sociedad, dispensando dinero a
espuertas, guapo, alegre, espiritual… ¡Es feliz, y nos da igual
que viva a expensas de una mujer!
Y, arrojando sobre el arquitecto una mirada maliciosa:
–¡Cada uno, en este mundo, tiene su especialidad!... Perro-
tin, ¿conocéis la frase de Talleyrand?
–¿Cuál de ellas?
–Esta… Se trata de un secretario de embajada reprochando
a uno de sus colegas haber ascendido gracias a las mujeres:
«¡Oh! – le dijo Talleyrand, – ¡no medra gracias a las mujeres, es
gracias a la suya!» Ahora bien, si La Plaçade medra por sus vie-
jas y jóvenes amantes, vos triunfáis por la belleza, la distinción
y la simpatía de vuestra esposa…
–¡Yo trabajo, gano el dinero, caballero, y paso por encima
de las calumnias!
–¿Pero dónde veis la menor calumnia? No he dicho nada y
no me permitiría decir nada contra la Sra. Perrotin… Sin embar-
go, entre nosotros, vos tenéis un bienhechor, el barón Tiburce
Géradud, uno de mis mejores abonados!
–El Sr. Géraud es un amigo…
–Muy rico… muy generoso, y que tiene sus pequeñas pa-
siones, el culto por la juventud y la belleza.
Esas palabras de «juventud y belleza» evocaron en el espí-
ritu del arquitecto el recuerdo de la Srta. de Haut-Brion, la som-
bra amenazadora y peligrosa del luminoso hogar conyugal, pero
supo disipar la nube:
–Mi querido La Templerie, vuestro escéptico gesto está
errado… Yo llevo los asuntos del baron Géraud, le gestiono
inmuebles, y el barón tiene por la Sra. Perrotin y por mí la amis-
tad de un tío hacia sus sobrinos…
–Tengo de ello una convicción absoluta, y estaríais igual-
mente en un error guardándome algún rencor.
Brindaron, y el director prosiguió:
11
–¿Las mujeres? ¿Acaso tenemos necesidad de la ayuda de
las mujeres? ¿Es que la tierra – yendo hacia su agonía por falta
de amor – sería habitable sin nuestras compañeras?... ¡El amor!
¡Ah! ¡El amor! ¡Todo está ahí!... ¿Sabéis, Perrotin, cómo espero
representar al Amor en una obra titulada El Triunfo de Venus
que acabo de recibir y que no tardaré en montar con un lujo iné-
dito? Con un carcaj y las alas clásicas, y, novedad en el siglo de
plata en que nos hundimos y nadamos, ¡con un saco en bandole-
ra!... En el mundo del libertinaje, unos aciertan, otros caminan
por intuición; según la frase de Marguerite de Jarny, una de las
más ilustres cortesanas del segundo Imperio: «El culo de una
puta es como un teatro: tiene su puerta de entrada que hay que
pagar y billetes de favor que el autor de la pieza está feliz de
distribuir a aquellos de sus amigos que saben aplaudirla!»
En ese momento se abrió la puerta, y apareció el vizconde
Arthur de La Plaçade.
Era un alto y robusto muchacho de veintiocho años. Su
barba sedosa y dorada enmarcaba su rostro de ojos azules, nariz
aguileña y labios rosados y sensuales. El pantalón, la levita ne-
gra y el chaleco blanco, marcando sus formas, revelaban bajo el
abrigo claro y ligero, una complexión maravillosa; su sonrisa
mostraba unos dientes deslumbrases. Todo en él ponía de mani-
fiesto la voluptuosidad, la inteligencia, la fuerza, y se hubiese
admirado y amado a ese apuesto macho, si unos destellos de
sangre no hubiesen enrojecido a veces el azul de su mirada.
Estrechó las manos del director y del arquitecto, quitó su
abrigo y su sombrero y tomó sitio entre las otras dos levitas, ante
una cena que un maître de hotel acababa de servir: ostras de Ma-
rennes, terrina de foie gras, ración de cangrejos, helados y fru-
tas, champán blanco y rosado.
El vizconde había despedido al maître del hotel; parecía
soñador y triste; él, de ordinario tan alegre, y las dos copas de
champán que vacío no lograron disipar su melancolía. De vez en
cuando, deslizaba su mano por su frente, como para expulsar
una idea obsesiva, y dijo, con una alegría ficticia de la que sus
amigos se sorprendieron:
12
–¡Comamos! ¡Bebamos! ¡Divirtámonos!... ¡La vida es ba-
nal!
–¿Sobre qué nefasta hierba habéis caminado, vizconde? –
preguntó el director de las Fantasías Parisinas… Nos instáis a
beber, a comer y a divertirnos, con un tono que adoptaríais para
anunciarnos que estáis dispuestos de volaros la tapa de los sesos
-–¡Estáis equivocado! – djo Perrotin – El vizconde sueña
con su gran proyecto: «El Bar-Florido».
A esa observación del arquitecto, el rostro del aristócrata
se metamorfoseó; todas las sombras de tristeza se desvanecie-
ron, y con esa voz, tanto como con su belleza de Apolo de Fi-
dias, tenía el don de encantar a las mujeres, con esa voz sonora,
amenazante o dulce, embrujadora, que obligaba a abrir los oídos
de sus víctimas:
–Pues bien, sí, queridos, soñaba y veía en un sueño elevar-
se y funcionar mi establecimiento. ¡Riquezas, millones!... «El
Bar-Florido». Gracioso vocablo, verdad, y que, en su forma poé-
tica, tiene más mensaje que todas las metáforas habituales para
designar un lugar de placer, donde, después de una buena cena,
uno se va a entregar al amor. «¡Vamos al Bar-Forido!» ¿Qué
hombre vacilaría en pronunciar esto en voz alta, cuando es casi
vergonzoso, si uno no está demasiado borracho, murmurar:
«¡Vamos a casa de la Martignac o a la de la Sainte-Radegonde!»
–Evidentemente, esa es una idea a tener en cuenta – dijo el
director de teatro – ¡Perrotin lo construirá!
–¡Jamás! – exclamó el marido de la italiana –¡Yo no traba-
jo en la prostitución, y mi sueño es edificar una catedral!
–¡Dejemos en paz a la iglesia! – le arrojó el vizconde – ¡Si
vos no os apuntáis, nos ayudarán otros arquitectos!
Y olvidando a Perrotin para dirigirse a La Templerie:
–¡Imaginad, Víctor, jardines de invierno y verano, el Pa-
raíso terrenal, con numerosas Evas ante la manzana, o errantes,
en sugestivos y multicolores velos… Aquí y allá, pequeñas vi-
llas muy discretas, cabañas, templos, chalets donde las parejas
podrán besarse, jugar, comer, beber, dedicarse a sus impulsos
13
voluptuosos, a los sones de invisibles orquestas… ¡El «Bar-
Florido» es la gran Casa de amor, palacio del Arte y la Higiene!
Vació su vaso y continuó:
–La gran Casa de amor estaría dirigida por la Sra. de Sain-
te-Radegonde o la Martignac y un hombre de paja, para los jue-
gos de bacarrá y otros asuntos, pues espero no figurar en los
registros…
El director comentó:
–Esa también es mi opinión, querido vizconde… Debemos
permanecer en la sombra…
–¡Y mantenernos vigilantes y al margen!
Pero, la ambición de lucro, bajo el velo del anonimato,
hizo reflexionar a Perrotin:
–Está bien, si lo deseáis, aportaré mi concurso…
Y los tres rufianes en levita negra discutieron el proyecto
del «Bar-Florido», sin elevadas palabras, con pulcra honestidad,
como si se tratase de la más honorable de las operaciones.
Sin embargo, un tumulto de alegría llenaba el Café Egip-
cio, y se hacían más numerosos los frufrús de los vestidos, los
cuchicheos de amor, los ruidos de risas y besos. En la estancia
contigua, sonaba un piano que acompañaba a unos bailarines, y,
cuando el vizconde de la Plaçade, después del los discursos,
retomaba sus antiguas preocupaciones, una rubia y gruesa mu-
chacha entró como un golpe de viento:
–Perdón, caballeros – dijo – me he equivocado de núme-
ro… Estoy en el 8…
Y reconociendo al aristócrata:
–¡Vaya, Espejo!... ¡Hola, Espejo!
Léa, la enorme Léa, salida de Saint-Lazare, y que había
tomado libre la noche en casa de la Martignac, se acercó en un
vestido de terciopelo cereza, con los senos y los brazos desnu-
dos:
–¿Vizconde, te molesta que te llame «Espejo»?... ¿No
quieres un piquito, rubio mío?.. Estoy cenando con mi inglés,
Reginal Fenwick, allí, al lado…
–¡Vete! – gruñó La Plaçade – ¡No me gustas!
14
Pero, la puta, con los puños en las caderas:
–¡Ah! ¿Así es como me tratas? … ¡Pues bien, vamos a
ver!
Perrotin y la Templerie quisieron interponerse; ella los
apartó con su dos brazos, y enfrentándose al aristócrata:
–Sí, ya sé. ¡Lo que tú necesitas son putas que te paguen!..
Yo, yo soy una prostituta de dos luises… Casquivana o puta, eso
es todavía demasiado caro para tu boquita… ¡Adiós!
Tomó sobre la mesa una botella a medio consumir, bebió a
morro, arrojó el corcho a través de la habitación y salió, sin pre-
star atención a otra mujer que entraba – una bonita y esbelta
criatura de cabellos castaños y ojos negros, en traje de baile ro-
sa, bajo un largo manto de seda gris.
La Templerie la esperaba probablemente, pues este se le-
vantó enseguida y la besó, antes de presentarla a sus compañe-
ros.
–¡La Señorita Blanche Latour, la más sugestiva y talentosa
actriz de mi teatro!
–¡Conozco a la señorita por haberla aplaudido muchas ve-
ces en las Fantasías-Parisinas! – declaró el arquitecto.
Arthur se limitaba a inclinar la frente, pero, pronto, sus
ojos centelleantes se detuvieron sobre la joven artista, y adivinó
lo que siempre ocurría cuando el apuesto vizconde distinguía
una nueva presa: Blanche se rindió al encanto del seductor; y,
despues de alegres libaciones, como La Templerie y Perrotin
ganaban sus domicilios, La Plaçade murmuró:
–Blanche, ¿quieres ayudarme a olvidar a una mujer cuyo
recuerdo me tortura?... ¿Quieres ser mi amante?
La Srta. Latour respondió:
–Soy vuestra… ¡Llevadme a donde queráis! Señor, me
habéis vencido… ¡Os amo!
El vizconde de La Plaçade hizo subir a la actriz en un co-
che, y algunos minutos más tarde, los enamorados llegaban al
elegante apartamento de la calle de Atenas, amueblado por la
esposa de un rico banquero, la Sra. Eléonore Le Goëz.
15
A las siete de la mañana sonaba la caja del reloj de uno de
los maravillosos bibelots de la habitación de amor.
Arthur contempló, durante un instante, a Blanche dormi-
da, y, sin despertarla, saltó de la cama y pasó al cuarto de baño.
Refrescado, perfumado, vestido, sacudió suavemente a su
nueva amante:
–Blanche, hay que marchar…
La estrella se frotaba los ojos:
–¿Cómo? ¿Me echáis?
–Os he pedido que esta noche me ayudaseis a olvidar a
una mujer que adoro…
–He hecho lo que he podido…
–Sí, habéis estado encantadora, y, con vos, el amor es un
placer; pero, olvidar a la otra, por desgracia, ¡me es imposible!...
¡Perdón, Blanche, y gracias!
Ella se levantó, sumisa, y en el momento de irse, humilde
ante ese hombre cuyo contacto tenía el poder de embrujar a to-
das las mujeres, dijo, temblorosa:
–¿Vendréis a verme en mi palco?
–Desde luego.
–¿Mañana?
–Tal vez…
–¿Una de estas noches?
–¡Claro que sí!
Aunque voluptuosa, la estrella era codiciosa, y esperaba
un detalle; pero el aristócrata la despidió con un último beso.
¡Enamorado! Aquel al cual las muchachas de la Martignac
bautizaron «Espejo», el vizconde Arthur de La Plaçade, el
aristócrata rufián mantenido por la Sra. Le Goëz y que vivió de
tantas otras mujeres, experimentaba hoy un gran y sagrado
amor, un amor capaz de llevarlo al bien y de purificar todas sus
vergonzosas lujurias y todas sus prostituciones!
¡Enamorado! ¡Espejo, enamorado!
Sí, pero la mujer que él deseaba con todo el calor de su
sangre y su juventud era la única a la que, tal vez, no podría po-
16
seer nunca: un obstáculo se levantaba entre él y la Srta. de Haut-
Brion… el recuerdo de Lionel.
En la Palacio de Justicia, después del veredicto, el Sr. de
La Plaçade había vuelto a ver a la virgen rubia, ya admirada por
él en casa del barón Géraud, y la había seguido hasta el bulevar
de los italianos.
Ahora bien, desde la condena de Lionel, y esperando el
traslado del prisionero a una cárcel central, la condesa Anne de
Esbly y la Srta. de Haut-Brion vivían en el apartamento de la
noble vívtima.
Cada mañana, las dos mujeres, en riguroso luto, iban a es-
cuchar la misa de las ocho a Notre-Dame-des-Victoires; la patri-
cia había elegido esa iglesia, porque fue en la que, según creía,
obtuvo la curación de Lionel, peligrosamente enfermo; pero fue
aún en ese templo, por desgracia, donde la virgen encontró a la
Sainte-Radegonde, fuente inicial de sus desgracias y vergüenzas.
Las iglesias, como las prisiones, se convierten en el refu-
gio del Mal y del Bien.
Un viernes muy temprano, La Plaçade que salía de casa de
su antigua enamorada, la Sra. le Goëz, y que había acechado a
las dos mujeres vestidas de negro, entró detrás de ellas en la
iglesia.
Pero allí, en la austeridad del templo, a la luz de los cirios
que iluminaban el altar, vio a Cloé arrodillarse, y la blanca figu-
ra de la virgen y sus cabellos de oro que recordaban a las santas
místicas de los vitrales de la iglesia, le hicieron palidecer y tem-
blar. ¿Era una casualidad que amase a esa pequeña?
Al principio se divirtió con un sentimiento aún desconoci-
do, y luego, unas ignotas fuerzas lo arrastraron hacia la belleza
rubia y, todas las mañanas, regresaba a Notre-Dame-des-
Victoires para contemplar y admirar a la virgen de amor.
La Srta. de Haut-Brion conservaba un vago recuerdo de
ese aristócrata – uno de los mejores danzantes de los bailes que
ofrecía Géraud – y se sintió inquieta al encontrarlo siempre en
su camino. Pronto, se alarmó, enrojecía sin poder dar un paso,
adivinando detrás de sus faldas al vizconde de La Plaçade.
17
Arthur abandonaba las sombras de la iglesia, ofrecía agua
bendita a las damas de luto; se levantaba en plena luz, con mira-
das de llama; y, al salir de misa, Cloé lo veía, de pie y serio, bajo
el pórtico, o en la calle, y él se inclinaba a su paso, religiosa-
mente, como ante las imágenes sagradas.
Por fin, un día, en ausencia de la Sra. de Esbly, el aristó-
crata penetró en la casa de la desdichada, y una criada anunció:
–¡El señor conde de La Plaçade!
Se hubiese dicho que la Srta. de Haut-Brion esperase esa
visita. No se turbó y ordenó a la criada que indicase al aristócra-
ta que no podía recibirlo.
Arthur, bien enguantado, vestido con un frac azul, el som-
brero en la mano, se dirigía hacia el salón.
Cloé le cortó el paso:
–Habéis escuchado, caballero, la orden dada al servicio…
¡No me obliguéis a repetirla!...
Con su voz embriagadora, pero donde se percibía una vo-
luntad inmutable, él se atrevió:
–Señorita, me pareció escuchar esa orden… pero soy un
amigo de Lionel… un amigo de colegio… Permitidme insistir…
Deseo… quiero hablaros…
–¿Deseáis?...¿Queréis? – respondió la sobrina del barón
Géraud – ¿Dónde creéis que estáis, señor?
Humildemente, él bajó la cabeza:
–Os suplico que me recibáis, señorita, y que me escuchéis
un instante… ¿Vais a desdeñar mi ruego?
Ella vio en una explicación el medio de desembarazarse
del hombre; y, además, ¿qué tenía que temer? El visitante decía
ser un amigo de Lionel…
La criada no estaba allí, pues se había ido a la habitación
contigua.
–De acuerdo, señor, consiento en escucharos…
Y, sola, en el salón, con aquel hombre de las barbas de
oro:
–¡Hablad, caballero!
18
Pero él esperaba que la Srta. de Haut-Brion se sentase; y,
de pie, cerca de ella, inclinado, con las manos juntas:
–¡Oh! ¡Vos que sois la belleza y la gracia, tened piedad de
mi!
Sus ojos brillaban de lágrimas; su voz temblaba:
–Señorita, yo os amo…
La virgen se levantó para echarlo, pero sometiéndose a la
irresistible dominación de aquel a quien las prostitutas llamaban
«Espejo», o temiendo exasperar un dolor profundo, continuó
escuchando las palabras del visitante:
–¡No os ofendáis de mi audacia, y no me rechacéis, queri-
da señorita, sin haber escuchado mi ardiente y respetuosa decla-
ración de amor!
–¡El amor de un hombre decente no es una ofensa, señor,
y me gusta creer que vos lo sois!
–Entonces, ¿puedo esperar? – balbuceó Arthur, cuya mi-
rada expresaba un gozo delirante – ¿Puedo esperar que os dign-
éis a consentir ser mi esposa?
Seria, ella le mostró su indumentaria de duelo:
–¡Habláis a una viuda, caballero, que llora y llorará eter-
namente… a su esposo vivo y desdichado!
Él se arrodilló:
–¡Ah! señorita, si vos supieseis, si pudieseis comprender
cuanto os adoro!
–No insistáis, señor, y levantaos… Una palabra más sería
un insulto… Os ruego que os marchéis…
Cegado de amor, el vizconde de La Plaçade no escuchaba
nada; rogaba, siempre de rodillas, y realmente, en esa hora so-
lemne, olvidaba todas las ignominias de su carrera! Ya no era el
chulo arruinado que se había rebajado a un oficio abyecto: ya no
era el gigolo viviendo de las faldas de una mujer que hubiese
podido ser su madre; ya no era el «Espejo» de las casas de tole-
rancia, ni el industrial promotor del «Bar-Florido»; volvía a ser
el descendiente de una raza ilustre, el hermano del coronel Ra-
oul de La Plaçade, un soldado colmado de honores, comandante
en Lunéville del 31 regimiento de dragones. Y, por el amor to-
19
dopoderoso y redentor, ¡se creía digno de aspirar a la mano de la
noble señorita!
¡Oh! sus colegas en levita se hubiesen reído si hubiesen
podido observar al bello Arthur, extasiado como un colegial ante
la señorita rubia. Las Sainte-Radegonde, las Martignac, todas las
matronas y todas las putas, enclaustradas o libres, se hubiesen
desternillado si pudiesen ver el espectáculo del gran Espejo
enamorado y de la virgen desdeñosa. ¿Le rechazaba realmente?
¡No! Cloé se sentía presa de piedad por ese hombre tan joven,
tan guapo, tan vibrante de dolor y de pasión; a punto estuvo de
olvidar a Lionel; el otro la embriagaba, la iluminaba, arrojaba
fuego en su carne y su sangre; ella iba a experimentar el choc de
amor, el golpe del rayo, y aún así, ella repitió, y con un tono que
no podía dejar ninguna duda en el espíritu del adorador:
–Os he rogado que os levantéis y que os retiréis, caballero,
y ahora, ¡os lo ordeno!
Arthur, herido en su orgullo, dio algunos pasos hacia la
puerta, y deteniéndose en el umbral, se elevó con toda la altura
de su porte:
–Señorita, os obedezco… me voy… Pero, no se ha dicho
la última palabra entre nosotros… Os adoro; no queréis amarme;
¡sabré forzar vuestro amor! Por todas partes donde esteis, por
todas partes donde vayais, me encontraréis a vuestro paso!...
¡Ah! ¡No conocéis el poder de mi voluntad!... ¡Os amo; quiero
que me améis, y me amaréis!
–¡Jamás! – gritó la virgen, espantada ante tanta audacia.
El aristócrata bajó la escalera, haciendo gestos y hablando
en voz alta:
–Estoy loco y soy ridículo… Lo siento, lo sé… Pero la
amo… y la quiero.
De regreso a su apartamento de la calle de Atenas, al
apuesto vizconde pensaba: Solo me queda un único medio…
¡Deslumbrarla con mi lujo!... ¡Sí, pero no tengo un centavo y
soy un macarra lleno de deudas, humillado y vilipendiado!...
¡Bah!... con el dinero de mi antigua amante, me edificaré una
virginidad moral!.. ¡Paris y el mundo son de los que tienen dine-
20
ro y todo brilla al refulgir de los metales! Eléonore me ha pro-
metido diez mil francos esta noche… ¡Diez mil francos! ¡La
bella guirnalda!... ¡Cien mil, dos cientos mil, un millón es lo que
deseo! La Goëz es rica, y si no tiene el millón esta noche, deberá
conseguírmelo, una noche u otra.
Y mirándose en un espejo, acariciando su barba de oro,
con sus dedos perfectos, adornados de sortijas, dijo, burlón y
cínico:
–Las casquivanas y las putas de la Martignac me llaman
«Espejo»… Pues bien, será con los espejos con quién cace a las
viejas y libertinas alondras, como Eléonore.
Con una lámpara de gas en la mano, la Sra Léonore Le
Goëz bajaba la monumental escalera de su palacete, en el bule-
var Saint-Germain, y a la vacilante luz de la llama rosa, los pa-
neles de cristal reflejaban una mujer bajita y regordeta, con ca-
bellos color heno, ojos negros, cejas espesas, dientes blancos y
labios aún vivaces en la cincuentena.
Vestida con un péplum de surah malva y mantilla, calzada
con babuchas, se dirigía inquieta, tendiendo el oído, pero nada
turbaba el silencio del lujoso domicilio.
La vieja dama atravesó el jardín, y se detuvo detrás de una
puerta disimulada en la muralla por el follaje.
A la una de la mañana sonaba el reloj de Saint-Germain-
des-Pres, la iglesia vecina, cuando dos pequeños golpes, distin-
tamente dados, sonaron en la puerta.
La Sra. Le Goëz abrió y se encontró en presencia del viz-
conde Arthur de La Plaçace, su joven enamorado, vestido con
traje negro bajo un abrigo claro.
Arthur quería asirla y besarla.
Ella dijo:
–¡No… aquí no!... ¡Ven!
–¿Tienes miedo? – preguntó alegremente el joven.
–¡Pero, ven!
La antigua enamorada le precedía, con la lámpara en la
mano. Siguieron unos senderos, subieron por una escalinata de
21
mármol y, entrando en la habitación de la Sra. Eléonore, Arthur
percibió el rostro contrariado de su amante.
Él se extendió sobre un diván y acaricio con gesto familiar
su barba de oro:
–¡Querida, decididamente me he equivocado al venir!...
¡No es uno de tus buenos días, o mejor dicho una de tus buenas
noches!; y como odio las malas caras, me voy… ¡Adiós!
Ella le impedía salir y lo obligó a volverse a sentar:
–¡Oh! ¡quédate, y escúchame, Arthur!... Mi corazón está
destrozado, es necesario que te hable y que me digas la ver-
dad… Si supieses que desgraciada es tu amiga y como sufre!...
¡Ya no duermo, ya no vivo, y padezco todos los suplicios del
Infierno!
La Plaçade se echó a reír:
–¡Espero que no sea tu marido quién te pone en este la-
mentable estado! ¡Ese hombre es incapaz de eso!
–¡No se trata de mi marido!
–¡Ah! ¿de quién, entonces?
–¡De ti! ¡de ti que ya no me amas, que nunca me has ama-
do!
Encantador, el aristócrata dijo, zalamero:
–¡Eléonore, te adoro!¡Esa rima es exacta!1
Y, voluptuoso:
–Mira esa encantadora cama donde unas sábanas de seda
entreabiertas parecen invitarnos… Enjuga tus ojos y ofrece un
beso a tu querido… ¿Dudas de mi amor? ¡Voy a demostrarte tu
error!
Él era tan guapo y tan deseable que la Sra. Le Goéz, olvi-
dando todas sus inquietudes celosas, lo cubrió de besos; pero él
detuvo las expansiones amorosas, y dos gruesas lágrimas roda-
ron sobre las mejillas de la vieja.
Arthur hizo un movimiento de impaciencia:
–¡Una escena! ¡Ahora una escena!... ¡Oh! ¡Ya lo adivi-
no!... Un pretexto… Una comedia para no darme… para no
1
Eléonore, je t’adore! Expresión que rima en francés. (N. del T.)
22
prestarme los veinte mil… de los que tengo necesidad y que, la
pasada noche, -- ¡después de hacer el amor! – te comprometiste
a poner a mi disposición.
–Veinte no… Diez mil, Arthur…
–¡No, señora, veinte!... ¿Es que la esposa de un banquero
millonario está preocupada por veinte infelices billetes?... ¡Pero
ya lo veo, señora! ¡Quedaos con vuestro dinero! Lo que no pod-
áis o no queráis hacer, lo harán otras amigas en vuestro lugar, y
de buen corazón!... ¡No hablemos más!...
Ella extendió la mano hacia un secreter, situado entre las
dos altas ventanas:
–Los diez mil están ahí, en este mueble… No me he atre-
vido, después de tantas peticiones, a dirigirme una vez más a mi
marido, y me he procurado la suma entre nuestros vecinos…
Arthur, no exijas lo imposible y acepta lo que me resulta agra-
dable ofrecerte…
–No, señora… Necesito veinte mil o nada…
–Uno de estos días, tal vez…
–¡Esta noche, Eléonore!
–¿Dónde quieres que los consiga?
–¡Busca!
–Pero…
–¡Busca, te digo!
¡Ah! es que él no estaba acostumbrado a experimentar una
negativa de su vieja amante! Por lo común, a una palabra suya,
el secreter de la Sra. Le Goëz se abría de par en par, y él gasta-
ba, a manos llenas, arriesgadas sumas en las Apuestas Mutuas o
en el Libro o las dejaba en el cajero del Cosmopolitan Club; y,
hoy, con ocasión de una bagatela de veinte mil francos, la señora
dudaba, invocaba historias de préstamos. Pero, si el secreter de
la señora estaba vacío – menos de diez billetes – la caja del es-
poso rebosaba de oro y fajos… ¡Así pues, había esperanza!
El hombre dominaba a la vieja con el encanto de su planta
joven y su belleza; la mantenía por la lujuria, por una necesidad
eterna y furiosa.
23
La Sra. Le Goëz adoraba al vizconde. Él había entrado en
su vida decente una noche de baile, y, en esa noche, Eléonore
fue conquistada y se convirtió en una esclava: toleraba todo,
perdonaba todo – y él la insultaba, le pegaba – la despojaba, la
robaba tratándola como una vaca humana productora de oro.
Ella tomó en el secreter el fajo de diez mil y lo deslizó en
el bolsillo del hombre.
–Sí – dijo – acepto, pero pronto consígueme los otros diez
mil, ¿de acuerdo?
–Arthur…
Él le cerró la boca con un beso – y se amaron.
Después de sus retozos, la Sra. Le Goëz se disponía a es-
coltar al enamorado al jardín y conducirlo hacia la puerta; pero,
La Plaçade dijo:
–¿Y mis otros diez mil, Eléonore?
–Mañana…
–¡No, los quiero esta noche!...
Y, ante el silencio de la vieja, cambió de tono y modales:
–¡Siempre es así, después de la calderilla! Cuando estás
saciada, ya no piensas en tus compromisos! ¡Pero, en nombre de
Dios! ¡Esto no quedará así como así!... Necesito mis diez mil;
¡me los has prometido y me los darás!
–Arthur, amor mío…
–¡Déjame en paz con tus jeremiadas! ¡Para satisfacerte me
he fatigado, y exijo mi recompensa!... ¡Vamos, mi dinero, vieja
boba!
La Sra. Le Goëz rompió en sollozos:
–¡Eres inmundo!
–¡Mi dinero, carroña!... ¡Mi dinero o te reviento!
Ella seguía llorando; él la abofeteó con fuerza… Le pega-
ba; ella reptaba sobre la alfombra de la habitación, y él vocifera-
ba:
–¡Mi dinero, maldita! ¡Mi dinero!
Ella exhaló un aliento:
–¡No me mates, querido adorado!
Luego, levantándose, dolorida y humilde:
24
–¿Me juras que la suma no está destinada a otra mujer?
Él sonreía:
–¡Te lo juro!
Entonces, temblando, ella abrió el secreter, eligió unas jo-
yas y las entregó al chulo en levita negra:
–Te darán por eso al menos diez mil… Pero tráeme los re-
cibos… Pronto deberé desempeñarlos… Arthur, si tengo esos
ornamentos es para estar bella y gustarte!...
Al día siguiente, el Sr. de La Plaçade, que había empeñado
las joyas en el Monte de Piedad, entró hacia las diez de la noche
en el Comopolitan-Club de la calle Castiglione.
¡Una partida rabiosa! Frabinas, el ilustre Farabinas, de
Chicago, Farabinas, el vendedor de cerdos, el rico Farabinas, el
padre de dos bellezas sureñas que se llamaban «Las pequeñas
Rastas» Farabinas en acción. Alrededor de la mesa verde, unos
caballeros serios, la flor de las timbas de París, y de pie, otros
jugadores menos ricos y las cabezas lúgubres de los arruinados.
Aquí y allá, Perrotin, La Templerie, el barón Géraud, Su Alteza
Real el Príncipe del Bajo Nilo, el Sr. Jacques Le Goëz, el Sr. de
Lavarenues, subprefecto de Senlis, el doctor Hylas Gédéon, el
duque Savinien de Louqsor, el Sr. Edgard Bazinet, notario, Noel
Ferlux, redactor del Trueno Parisino, el marqués Achille
d’Artaban, Reginald Fenwick, diputados, abogados, médicos,
oficiales, burgueses, industriales, corredores de bolsa, artistas…
el gentío habitual de los círculos.
Sobre el tapete, unos brillos de oro, macizos de billetes y
fichas de todos los colores.
–¡Caballeros, hagan juego! – decía el crupier, con su pale-
ta en la mano.
Entre variados rumores, el aristócrata anunció con su voz
armoniosa:
–¡Cincuenta luises!
–¡No va más!
Farabinas, alto y robusto, con los labios finos, ojos de toro,
tez encendida, perilla negra a lo yanqui, miró sus cartas y estiró
su morro:
25
–¡Nueve!
Pronunciaba «neve» – y a cada ganancia parecía burlarse
de los demás, de todos esos individuos extranjeros o parisinos
cuyas fortunas juntas no representaban ni la mitad de sus pias-
tras y sus dólares.
–¡Neve!
–¡Toavía neve!
–¡Neve!
–Siempre neve!
En algunos minutos, los doces mil francos del aristócrata
fueron a agregarse a la enorme masa del americano, y La Plaça-
de, cuyo crédito estaba agotado en todas partes, tuvo el deseo de
esperar al rico, robarle y matarle…
En la antesala, puso la mano sobre el bolsillo de su levita
donde se encontraban un revólver y un puñal; vacilaba con el
miedo a la cárcel o al cadalso, y abandonó el círculo para diri-
girse a casa de la Sra. Le Goëz y regresar pronto, creía, lleno
con una nueva y galante recompensa.
Pero Eléonore no pasaba por una de sus buenas noches.
Decididamente, él la enojaba, la disgustaba, y lo amenazó con
hacerlo echar por los servidores cuando él quiso obligarla a ba-
jar a los despachos y a abrir las cajas de la banca.
Arthur salió, tras haberla insultado y abofeteado, y detrás
de la verja del jardín, no escuchó la voz de la vieja enamorada
que llamaba al huésped de su carne y de su corazón… Él llegaba
al bulevar Montmartre…
Del Café Egipcio – de la casa alegre donde, la pasada no-
che él cenaba con Perrotin y la Templerie, y de donde se llevó a
Blanche Latour, el aristócrata caminaba ahora hacia los Folies-
Bergere.
Allí, en el pasillo, una morena y gruesa casquivana, escan-
dalosamente escotada y cargada de joyas, le dijo:
–¿Estáis solito, caballero?
–¡Qué te importa!
–Os enojáis… ¿Quizás os distraeríais un poco conmigo?...
¡Soy divertida!
26
–¡Pues bien, ven!
Ambos subieron en coche. La casquivana se declaraba
apasionada y experta en el amor; el aristócrata la siguió a la ca-
lle Marbeuf y subieron las escaleras de un segundo piso. Enton-
ces, en una habitación lujosa, bajo los besos del hombre, la puta,
atrevida como la mayoría de las putas, contó su historia menos
vulgar que la de las demás: Ella había recorrido mundo, sobre
todo el Extremo Oriente; y en su casa tenía una colección de
bibelots y una mezcla de exóticas fragancias.
–Me llamo – dijo – Gabrielle Bouvreuil…
–¿Bouvreuil?... ¡Un nombre de pájaro!2
–Tengo una hermana que es comadrona de 1ª clase, y soy
protegida de un chino, secretario en la Legación… pero está de
viaje…
–¿Te paga, el chino?
–¡No mal!... ¡Oh! tengo mis ahorros… allí… en ese
cajón… veinte mil francos… ¡una nunca sabe lo que puede lle-
gar a ocurrir!... La Comuna… la guerra… Y con todos esos la-
drones de Panamá, conservo mi pasta y no toco nada… Pro, no
quiero tocar el capital, hay que vivir… ¿Tú serás gentil, mi gran
rubio?
–¡Desde luego!
Él estaba en mangas de camisa, y Gabrielle, que había pa-
sado al cuarto de baño, apareció completamente desnuda, un
poco pesada, pero muy sana y voluptuosa.
Las luces de las lámparas besaban el cuerpo de la mujer,
se reflejaban a lo largo de la morena cabellera, hoyuelos y abul-
tamientos aureolaban el tesoro íntimo, – y él parecía no ver na-
da, no desear nada.
–¡A la piltra! – murmuró la Bouvreuil.
–No… mejor sobre el diván.
–¡Bien!
2
Bouvreuil significa petirrojo en castellano. (N. del T.)
27
Gabrielle acababa de extenderse… El se bajó, y, armado
de su puñal, se lo clavó bajo el seno izquierdo… Ella no emitió
ni un grito y expiró…
Enseguida, la Plaçade, evitando la sangre que se deslizaba,
recogió el arma, la limpió, la volvió a meter en su bolsillo, abrió
el cajón y se apoderó de los veinte mil francos de la muerta.
Bajó, con su abrigo claro bajo un brazo, elevado a la altura
de los ojos, a fin de disimular a la mirada del portero su barba de
oro.
Dormitando sobre su asiento, el cochero que esperaba, no
vio al hombre desparecer, y la Plaçade, habiendo tomado un
nuevo fiacre, se detuvo en la plaza Gaillon, a la entrada de las
Fantasías-Parisinas.
Arhtur subió al despacho del director a estrechar la mano
de la Templerie, y, en las bambalinas, besó a Blanche Latour. El
miserable permanecía sin temor y sin remordimientos. ¿Quién
podría pues sospechar y reconocer en él al «gran rubio» de los
Folies Bergere? Había tantos rubios en Paris, y la Brouvreuil
recibía a tanta gente. Aparte de la Sra. le Goëz, dispuesta a sacri-
ficarse, los jugadores del Cosmopolitan Club, los asiduos del
Egipcio, el director de las Fantasísas Parisinas y Blanche indi-
carían – en menos de una hora – el empleo de su tiempo.
Las circunstancias le servían de maravilla, y algunos mi-
nutos por aquí, y algunos por allá, en esta noche tan movida,
crearían una coartada indiscutible.
Y, la Plaçade, en levita negra, bajo el abrigo claro, erraba
ante la casa de la virgen, en el bulevar de los italianos.
¡Cloé! ¡Cloé! Olvidaba el robo y el asesinato. Olvidaba a
la Sra. Le Goëz y su dinero, a Blanche Latour y al placer!
–¡Cloé! ¡Cloé! No soñaba más que con ella, y ella era su
esperanza, su ídolo, su redención!
¡Colé! ¡Cloé!.. ¡Sufría, gemía, moría por la virgen!
¿Es que la señorita de Haut-Brion, tan valiente en sus lu-
chas con el viejo Géraud y el joven Fenwick, y tan altiva con las
Martignac y las Sainte-Radegonde, iba a abandonar a la noble
víctima, Lionel de Esbly, y dejarse hipnotizar por el «Espejo»?
28
¿Es que los criminales rubios debían unirse a las angelicales
rubias? ¿Es que la carne nueva de la mujer iba a vibrar y co-
rromperse bajo la carne prostituida del hombre?
¿Es que uno de los rufianes en levita iba a conquistar a la
virgen?
29
II
LA VIRGEN Y EL RUFIÁN
El castillo de Esbly, ilustre residencia feudal, se elevaba
en medio de un gran parque, cuyos últimos árboles lindaban con
el bosque de Senlis.
Una terraza diseñada en forma de jardín inglés rodeaba el
edificio principal, y los verdes céspedes con macizos floridos,
entre el decorado de altas estatuas de mármol, se prolongaban
hasta un rio que vertía sus cantarinas aguas en el antiguo foso,
considerablemente engrandecido y transformado en un lago,
coronado en el centro por un pabellón de estilo oriental.
Se llegaba a ese pabellón por una calzada de piedras, muy
estrecha, construida en mosaicos, y que servía de lugar de em-
barcadero para una flotilla, realmente maravillosa de arte y gus-
to.
Y por todas partes, en el horizonte, se podía apreciar el
inmenso bosque, con rutas blancas y tortuosas, bajo las profun-
das hayas, los claros poblados de aldeas, las casas de los guar-
dias y sus jardines, las cabañas de caza, y allá abajo, una enorme
brecha por la que pasaba un viaducto atrevidamente construido
sobre un barranco, la línea aérea del ferrocarril.
Fue allí, en ese viejo castillo, donde la condesa Anne y la
Srta. de Haut-Brion se refugiaron después del internamiento de
Lionel en la cárcel central de Poissy.
A partir de ese momento comenzó para las dos afligidas
mujeres una vida de soledad y tristeza en el noble domicilio
donde todo evocaba al querido ausente. Se hizo el vacío en torno
a ellas. Los habitantes de las propiedades vecinas que, de ordi-
nario, acudían a casa de la condesa, cuando su presencia era
señalada, rompieron toda relación: Georges de Lavarennes, el
subprefecto de Senlis y su esposa, siempre aliados de los Esbly,
30
acabaron por hacer a la madre del prisionero una visita de con-
dolencia y no volvieron más al castillo.
Y los días pasaban, todos iguales, en un tranquilo engaño,
pues cada una de las mujeres disimulaba sus sufrimientos para
no aumentar los dolores de la otra.
Cloé se multiplicaba, tratando de aportar alivio en el alma
doliente de su vieja amiga: le realizaba largas lecturas que la
otra escuchaba, sin entender, con la mirada perdida, y muy a
menudo, la Srta. de Haut-Brion dejaba caer el libro y se sumía
en una ensoñación angustiosa.
Así de mustias permanecían la patricia y la virgen, y bas-
taba un ruido procedente del exterior, una puerta que se cerraba,
un criado que entraba, una ventana batiendo bajo la brisa, para
extraerlas de ese éxtasis enfermizo y tal vez mortal.
Pero, valientemente, la virgen se despertó. Sentía el peli-
gro de su sopor y la natural y santa obligación del esfuerzo, y
obligaba a la madre a destruir el embrujo de los pensamientos y
de las tinieblas, a pasear por los jardines e incluso a realizar lar-
gos recorridos por el bosque vecino.
Las personas que las encontraban, aldeanos, granjeros o
guardias, las saludaban, sin atreverse a abordarlas, y, serias, en-
fundadas en sus vestidos negros, caminaban, bajo las hayas ver-
des, hablando de Lionel… siempre de Lionel…
De esas dos almas tan heridas, era la madre la que más
sufría. Ella, al menos, podía gemir abiertamente y exponer sus
tristezas, pero Cloé, aparte de la inmensa pena que le causaba la
terrible aventura de su novio, no podía evitar recordar las ver-
güenzas y oprobios cuyo doloroso secreto conservaba… ¡Cuán-
tas veces la Srta. de Haut-Brion estuvo a punto de arrojarse a las
rodillas de su amiga y confesárselo todo! Siempre vacilaba, por
pudor, por respeto, y también por temor a infligir nuevas penas y
nuevas aflicciones a la anciana dama.
Leal como era, se calló; se calló, a pesar de la obsesión del
pasado que la corroía como un cáncer. ¡Oh! ¡la casa Martignac ¡
¡Oh! ¡Los rostros de la Sainte-Radegonde y de la Michon! ¡Oh!
¡el tío Tiburce! ¡Y la prisión! ¡Y la acera!... ¡La acera!...
31
Luchando contra los malos sueños, fortificada por la dulce
visión de Annete, la virgen solía acudir al pequeño pabellón
oriental, situado en medio del lago, cerca de la flota en miniatu-
ra. Y allí, encontraba numerosas cosas que habían pertenecido a
su novio, instrumentos de pesca, un sombrero de paja, una cara-
bina, fusiles, floretes, toda una colección de armas, una trompa
de caza con la que Lionel anunciaba alegremente a su madre, y
al resto del castillo, que regresaba de una excursión e iba a darle
un beso filial.
Allí había libros, casi todos trataban de temas científicos,
y manuscritos donde el joven doctor de Esbly mostraba una eru-
dición de lo más notable. Desde luego, la joven no podía com-
prender todo, y no intentaba leer todo, pero algo le decía que
esas obras constituirían un día la gloria del adorado, víctima de
las injusticias humanas.
Entre todos los recuerdos de familia que permanecían en
el castillo de los Haut-Brion, propiedad actual del tío Géraud,
situado frente al castillo de Esbly, ella añoraba sobre todo los
retratos de sus padres – de la madre, honorable y cariñosa; del
padre, el marqués Emmanuel, fallecido en Rusia, al día siguiente
de un segundo matrimonio in-extremis. De esa historia lejana,
Cloé solamente sabía – por el tío Géraud– que había tenido una
madrastra y una hermana y, siempre, según la versión de
Géraud, ella imaginaba a la una y a la otra muertas, mientras la
marquesa y su hija vivían penosamente en París, bajo el apellido
de «Lagrange».
¡Oh! ¡Cómo la virgen, en su soledad, y a pesar del cariño
dispensado por la Sra. de Esbly, hubiese amado a la madrastra y
a a la hermana! ¡Con ellas, la vida le hubiese resultado menos
incierta y dura!
Aun sin haberlas conocido nunca, ella incorporaba a la
última marquesa de Haut Brion y a su hermana menor en las
oraciones dichas en honor de sus muertos.
Una carta acababa de llegar a la cárcel central de Poissy. A
Lionel, como a todos los detenidos, se le prohibía escribir, ex-
cepto una vez al mes; esperaba ser autorizado a poder hacerlo
32
más a menudo; no se quejaba de su suerte y se esforzaba me-
diante buenas palabras en dar ánimos a la Sra. de Esbly y a Cloé,
esperando el permiso para verlas. En cuanto a su novia, por des-
gracia, el reglamento era inflexible: solo el padre, la madre, la
esposa y los hijos tenían derecho a visitar a los reclusos.
La condesa Anne solicitaba este permiso cada día y mal-
decía la lentitud administrativa.
Por fin, se dignaron a responderle y, valiente, partió para ir
a abrazar a su hijo.
Al regresar al castillo, tras haber acompañado a la vieja
dama a la estación, la Srta. del Haut-Brion, soñadora y triste, se
sentó en el salón, cerca de una puerta-ventana abierta sobre los
parterres.
Delante de ella se encontraban los jardines floridos, y más
lejos, del otro lado del lago, en esa esplendida mañana de mayo,
el bosque de Senlis extendía sus ramas cubiertas de frondosida-
des nuevas; sobre el cesped, un jardinero, armado con su rastri-
llo, recogía los hierbajos, otro nivelaba la arena de los paseos;
más lejos aún, en un sendero que bordeaba el río, una chiquilla,
con las piernas y pies desnudos, conducía dos vacas de las que
se podían oír los cencerros, y muy cerca, en la parte inferior de
la terraza, un criado en librea lavaba a grandes chorros de agua,
un victoria azul.
Todo el paisaje resplandecía de luz, y, en el patio de
honor, en lo alto del gran portalón, el sol iluminaba el blasón de
los Esbly.
Pero la virgen no prestaba atención alguna a los seres y a
las cosas. Si la primavera formaba parte de la naturaleza, el in-
vierno se alojaba en su corazón. Seguía con el pensamiento a la
condesa de viaje; ella la observaba llegando ante la cárcel cen-
tral, un edificio que desconocía, pero que imaginaba casi idénti-
co a la prisión de Saint-Lazare, con lúgubres construcciones con
ventanas cerradas, barrotes e inmensos patios, plantados de
árboles donde, en lugar de mujeres, iban y venían hombres si-
lenciosos, vestidos con el uniforme gris de los presos.
33
Y entre esos individuos de rostros salvajes, una figura des-
tacaba, noble y hermosa, a pesar de su extraña palidez, ¡Lio-
nel!... El conde de Esbly pasaba, con la cabeza baja, los ojos
fijos al suelo, y de repente extendía los brazos y se arrojaba en
los de su madre, ¡la dulce visitante!
En ese momento del sueño, la mirada de Cloé se dirigió a
la verja de entrada, cerca de la cual se levantaba la caseta del
portero.
Un hombre hablaba con uno de los jardineros, solicitando
una información, sin duda, pues el jardinero extendió el brazo en
la dirección del castillo, y el desconocido siguió la avenida cen-
tral que llevaba a la terraza.
La distancia no permitía a la joven distinguir quien se
acercaba, pero el visitante le pareció vestido con elegancia, y
pronto reconoció al vizconde Arthur de La Plaçade.
¿Qué venía a hacer al castillo? En ausencia de la condesa,
y, después de su confesión de amor en el bulevar de los italia-
nos, ¿debía recibir al aristócrata? ¡No, por supuesto! Iba a adver-
tir a los criados, cuando la idea de un accidente ocurrido a la
Sra. de Esbly o de una desgracia sobrevenida al prisionero, que
el amigo de Lionel iba a informarle, la hizo cambiar de decisión.
Esperaba alarmada y seria.
El Sr. de La Plaçade entró en el salón y se inclinó profun-
damente ante la virgen.
Un traje de paño gris hierro hacía destacar su torso bien
formado, y, dispuesto a representar un papel, el galante estaba
tan reservado como había sido atrevido con motivo de su visita
inicial en la casa del bulevar de los italianos.
–Señorita, dijo, no vengo a hablaros de amor… Me he
propuesto un deber, y, a pesar de un pesado temor, evoco el re-
cuero de mi amigo Lionel de Esbly, condenado injustamente,
encerrado en Poissy, y quisiera ofrecer a la Sra. condesa, su ma-
dre, mis más sentidas condolencias y ponerme a su disposición
si por alguna circunstancia tuviese necesidad de mis servicios.
La Srta. de Haut-Brion respondió:
34
–La Sra. condesa está ausente, caballero, y no regresará
hasta mañana…
–Lo sé, señorita… El criado me lo ha dicho, y si he insis-
tido en ser admitido en vuestra presencia… fue a fin de testimo-
niaros mis sinceras disculpas… El día de mi visita, en el bulevar
de los italianos, enloquecí… estaba fuera de mí… torturado de
amor, y espero merecer mi perdón por mi arrepentimiento y… la
confesión de un error…
Ella balbuceó:
–Olvidemos eso, señor…
Él continuó:
–¡Oh! ¡estad tranquila, señorita de Haut-Brion!... Yo res-
peto… ¡siempre respetaré vuestro dolor!... ¡Sois la novia de
Lionel, de mi desdichado amigo, y sabré, pase lo que pase, acor-
darme de ello!
El hombre ya se despedía de la joven, asombrada de sus
nuevos modales y su lenguaje.
–¿Creéis, señorita, que, mañana, tendré la suerte de encon-
trarme con la Sra. condesa de Esbly?
–Sin ninguna duda, señor.
–Regresaré mañana… Mis saludos, querida señorita…
Y, envolviéndola con una mirada que la turbó hasta el
fondo del alma, se perdió en el campo.
Cloé soñó toda la noche con ese misterioso personaje; se
acordaba de las palabras de amor, de las súplicas, de las amena-
zas, y glorificaba al hombre por haber vencido una ardiente pa-
sión.
La virgen intentaba pensar en Lionel, y siempre se erigía
en la luz la imagen del vizconde de La Plaçade; lo veía como si
hubiese estado allí, con su barba de oro, su cabellera dorada y
sedosa, sus labios rosados y sus grandes ojos azules pensativos;
escuchaba su armoniosa voz, más suavizada en los lamentos:
«… mi amigo Lionel de Esbly… mi más sentido pésame…» y
su voz alta y vibrante en sus declaraciones de amor: «..¡Os
amo!... ¡Os adoro!...»
35
Comparaba al vizconde con su novio, y el vizconde le pa-
recía más apuesto, más seductor, más fuerte.
No, desde luego, ella no lo amaba; ¡no lo amaría nunca!
Su amor pertenecía a Lionel y ella no experimentaba por el otro
más que una natural admiración mezclada con una especie de
terror. Entonces, ¿por qué su espíritu no podía desprenderse del
apuesto vizconde?.. ¡Bah!... Un sueño, un sueño indigno de ella
y que se desvanecería con las primeras luces del día…
¡Y Cloé tenía razón! Cuando el astro apareció, en su mati-
nal triunfo, por encima de los grandes árboles, toda preocupa-
ción se disipó: Lionel reinaba como amo soberano en el corazón
de la virgen.
A las once, la Señora de Esbly llegó e incluso antes de
quitar sus vestimentas de viaje, arrastraba a la Srta. de Haut-
Brion a su habitación:
–¡Oh, querida! ¡Qué horrible casa! – estalló la condesa.
Sí, ¡es espantosa!
–¿Lionel? ¡Habladme de Lionel! – imploró ansiosa la mu-
chacha.
–¡Siempre tan valiente y digno, mi querido hijo! ¡Si supie-
ses que feliz ha sido al verme, y como te agradece, Cloé, haber
venido a vivir conmigo y no haberme abandonado!
–¡Pobre Lionel! ¿Cómo vive allí?... ¿Cómo soporta su
horrorosa existencia?
La condesa la tranquilizó diciendo que el director de la
cárcel de Poissy se había mostrado muy amable con su hijo,
tanto como podía permitírselo la severidad de los reglamentos.
El Sr. de Esbly acababa de ser destinado a la biblioteca; se le
evitaba el contacto parmente con los ladrones y los asesinos.
Y, triste, murmuró:
–¡Lo que me apena, es que mi hijo me oculta algo! … ¿Lo
qué?... Una esperanza… una ilusión… Lo he interrogado… No
quiso responderme…
–¿Tal vez haya descubierto a los miserables que lo han
perdido?
–¡Lionel me lo hubiese dicho!
36
–¿Entonces, qué suponéis?
–¡Nada! ¡Absolutamente nada! Pero de una cosa estoy se-
gura, ¡Lionel me oculta algo!
La Srta. del Haut-Brion había olvidado completamente
hablar a la condesa de la visita recibida, la víspera, y no fue has-
ta más tarde, en el almuerzo, cuando se acordó del vizconde.
Dijo:
–Ayer, el amigo de Lionel, el vizconde Arthur de La Pla-
çade ha venido al castillo…
La vieja dama levantó la oreja, y, altiva:
–¡Ah!... ¿Qué quería de ti ese caballero?
–No venía por mí… Deseaba testimoniaros la pena que le
causa… nuestra desgracia.
–¿De verdad? – dijo Anne, incrédula – Imagino más bien
que intenta continuar cerca de ti su campaña amorosa…
–Con motivo de su primera visita, en el bulevar de los ita-
lianos, yo le hice saber mi compromiso con Lionel, y, ayer, el
Sr. de La Plaçade no me habló de amor… ¡Eh! ¿Qué ha hecho
ese hombre, mamá, para que vos, tan buena, parezca detestarlo
de ese modo?
–No lo detesto… apenas lo conozco…
–Sin embargo, es amigo de Lionel.
–¡Oh!.. ¡a lo sumo un compañeros del barrio latino!...
Y, celosa, por el honor del hijo bien amado y víctima:
–Espero que no vuelva más…
–Os pido perdón… Me ha anunciado su visita para hoy,
durante el día…
–¡Está bien! ¡Se le recibirá de modo que se le quiten todas
las ganas de amoríos!
La Plaçade no apareció ese día en el castillo, pero al día
siguiente se presentaba en una nueva vestimenta, y fue recibido
por la castellana.
Cloé no asistió a la entrevista, pero tras la partida del
aristócrata, corrió hacia su vieja amiga, persuadida de que el Sr.
de La Plaçade había sido despedido con carácter definitivo.
37
Encontró a la madre de Lionel completamente cambiada;
algunos minutos de entrevista con ese gran encantador que se
llamaba el vizconde Arthur en el mundo y «Espejo» entre las
putas, había bastado para que se produjese la metamorfosis.
La Sra. de Esbly sonreía:
–¡Decididamente, ese vizconde no es un mal diablo! No
piensa ya en disputarte a Lionel y lamenta su declaración amo-
rosa e intempestiva… ¡Un buen muchacho, ese La Plaçade!...
¡Tiene buen corazón! Lloraba evocando el recuerdo de Lionel…
¡Regresará a vernos a menudo, y hablaremos de mi hijo!
Cloé disimuló su contrariedad; hubiese querido no volver
a ver nunca más al vizconde Arhtur; le preocupaba, la turbaba, y
le parecía que le traería alguna desgracia!
Sin embargo, el aristócrata no abusó de la invitación; al
cabo de tres días hizo una visita muy corta, y algunos días más
tarde, anunciaba su regreso a París.
La vida continuó monótona para las dos mujeres, con lec-
turas piadosas, obras caritativas y algunas excursiones por el
bosque de Senlis.
Ahora bien, un domingo en el que ambas iban charlando
por una avenida sombría, paralela a la vía principal, se sentaron
sobre el césped, distraídas con la animación de los alrededores,
de ordinario tan tranquilos.
Se podían oír los músicos de una fiesta de feria; pasaban
personas endomingadas dirigiéndose a la verbena; carromatos de
saltimbanquis iban a instalarse en el lugar ya tumultuoso, se
encendían fuegos al aire libre para los asados, y por todas partes
sonaban fanfarrias, canciones y risas, el habitual jaleo de las
fiestas populares.
La condesa se levantó:
–Vámonos, Cloé; ¡todo este follón me molesta!
Siguieron el sombrío camino para regresar al castillo, pe-
ro, al cabo de algunos pasos, se vieron obligadas a apartarse del
camino para dejar paso a un ruidoso y alegre grupo montado
sobre asnos.
38
Había dos hombres y tres mujeres gritando, cantando y
fustigando a sus recalcitrantes monturas.
Y más atrás, en la lejanía, llegaba una pareja, la mujer so-
bre un asno y el hombre sobre un borrico.
Maquinalmente, la Srta. de Haut-Brion dirigió su mirada
hacia el jinete en la lejanía; se puso muy pálida y fue presa de
una emoción tal que, temiendo desfallecer, se agarró con fuerza
al brazo de la condesa.
¡Acababa de reconocer en las tres primeras mujeres a La
Esponja, Léa y As de Picas!
No conocía a los hombres que escoltaban a las doncellas,
el Rizos y Llega al Pie, aquellos mismos que intentaron asfixiar-
la durante su sueño en la casa del pasaje del Tivoli.
–¿Qué te ocurre querida? – preguntó inquieta, la Sra. del
Esbly– ¡Se diría que te vas a desmayar!
Cloé, vacilante, respondió con un gran esfuerzo:
–No tengo nada, señora… pero, os lo suplico, alejémo-
nos… Regresemos…
Perdiendo la cabeza, intentaba arrastrar a la condesa dese-
ando huir de la maldita aparición; pero el grupo enemigo ya es-
taba allí, cerca de ella, alineado sobre el camino.
–¡Te digo que es la rubia! – vociferó Julia Naumier – ¡Va-
ya casualidad!
–¡Pero sí, es la rubia! – apoyaba Hermance Boussare.
Léa intervino:
–Estáis tontas ¡La rubia es más alta que esa, y no está tan
bien dotada!
Los dos bandidos también observaban a la Srta. de Haut-
Brion, pero tratando de disimular sus rostros.
Llega al Pie comentó a su compañero:
–¡Es ella! ¡Es nuestra «secuestrada»! ¡Si nos reconoce
llamará a los gendarmes! ¡Larguémonos!
–Idiota, estaba dormida, cuando intentamos darle lo suyo,
¿cómo quieres que nos reconozca?
–¡Sí, pero es igual! ¡Ha sido una mala idea venir a la fiesta
de Senlis!
39
Ordenaban la partida a sus compañeras, pero As de Picas,
habiendo bajado de su montura, caminaba hacia la novia del
Lionel:
–¡Veamos lo que te ocurre para mirarnos con esos ojos de
carpa, rubia! No quiero hacerte daño… ¡Hoy es día de fiesta!...
Estamos divirtiéndonos… ¿Quieres venir con nosotras a hacer la
calle?
Fuera de sí, Cloé murmuró:
–¡No os conozco señora! ¡Os aseguro que no os conozco!
–¡Oh! sí, ¡ya entiendo! Disimulas porque estas con una be-
lla dama, y me guardas rencor porque te he dado una paliza en el
bulevar y quise quitarte los ojos en Saint-Lazare donde eras la
preferida, la joya de las monjitas.
La Sra. de Esbly, altiva, declaró:
–¡Os confundís! ¡Esta señorita es mi hija, y no tiene nada
en común con vos!
As de Picas se insolentó:
–¡Ah! ¡Con qué esas tenemos, vieja! Pues bien, preguntad-
le si no fue detenida, una noche, en el Bol de Oro, y veremos se
tiene el coraje de contradecirme.
E, interpelando a la Srta. de Haut-Brion:
–¡Vamos, habla, y dime a la cara si miento!
Completamente lívida, la virgen callaba.
Léa y la Esponja, sin embargo buenas muchachas, se
ofendieron al ver como esa joven amiga a la que habían hecho
un favor, renegaba de ellas.
Léa le preguntó:
–Berthe Vernier, ¿no te acuerdas que fui yo quién te ayudó
a escapar de la casa de la Martignac, dándote el sombrero y el
abrigo del inglés?
No hubo respuesta.
A su vez, la Esponja se plantó ante la Srta. de Haut-Brion:
–¿Y de mí, no recuerdas que siempre te he defendido en
Saint-Lazare, como en el bulevar?...
Cloé parecía no escuchar, y, jadeante, miraba venir a los
otros dos personajes, sobre el asno y el borrico.
40
Y, de pronto, reconociendo a la cabaretera del pasaje Ti-
voli:
–¡La religiosa!.... ¡Ah! ¡Miserable! ¡Miserable!
Era, en efecto, Valerie Michon que avanzaba seguida de
Barnabé, el sepulturero.
Fuera de sí, la virgen corrió hacia la innoble mujer que ba-
jo los hábitos de una monja de prisiones, había ido a casa de los
Loizet a buscarla para conducirla a la muerte; quería desenmas-
carar y castigar al verdugo de la Momia-Reseda, la acusadora
falaz de Lionel; quería – al precio de su vida – hacer justicia;
pero sus fuerzas la traicionaron; emitió un gran grito y cayó,
inerte, en la hierba…
Unos ruidos de voces y pasos asustaron a los malhechores;
los unos y las otras, por razones diversas, temían a los gendar-
mes; y toda la banda, azuzando a los asnos por la brida, despare-
ció en la frondosidad del bosque.
La Sra. de Esbly permanecía inmóvil, mirando a Cloé a
sus pies, sin pensar en socorrerla. Le pareció que tenía un mal
sueño. Cloé, la novia de su hijo, la virgen del honor y del deber,
¿una compañera de esas basuras vivientes? ¡Las putas habían
mentido!... ¡Estaban borrachas!... ¡Sin embargo la Srta. de Haut-
Brion no se había defendido y la aparición de la vieja sobre el
asno le había arrancado blasfemias y gritos de horror!
Una voz conocida sacó a la vieja dama de su sopor.
El vizconde Arthur de La Plaçade se mantenía cerca de
ella, saliendo del follaje.
Él dijo, emocionado y amable:
–Señora condesa, vuestra joven amiga no puede quedar
aquí en el estado en que se encuentra… ¡Permitidme ayudaros a
reconducirla al castillo!
Cloé volvía en sí, y al recuerdo del odioso encuentro, qui-
so huir, pero Anne de Esbly le tendía los brazos, y la virgen
aceptó, llorando, ese refugio maternal.
–¡Ah! ¡Señora! ¡Señora!.... ¡Si supieseis… si pudieseis sa-
ber!...
41
–Yo sé que eres la novia de mi hijo, creo en ti y te quiero!
– dijo muy segura la castellana.
No fue pronunciada otra palabra y la Srta. de Haut-Brion,
aún muy débil y sostenida por el vizconde y la madre de Lionel,
regresó al castillo y pidió autorización para retirarse a sus apo-
sentos.
Pero, antes de dejarla, La Plaçade, aprovechando un mo-
mento en que la condesa volvía la cabeza, murmuró al oído de la
joven:
–¡Cloé, si algún día sois desdichada, pensad en mi!
Por la noche, tras una crisis de lágrimas, la virgen, brava y
decidida, bajó al salón y cayó de rodillas ante la condesa:
–Perdón, señora… ¡y adiós!
–Levántate, hija mía, y explica tus palabras – respondió
con bondad la madre de Lionel.
Pero la virgen, arrodillada:
–Perdón por la espantosa escena a la que habéis asistido…
¡Adiós, señora, pues voy a abandonaros para siempre!
–¡Esas muchachas son unas zorras!... ¡Estaban borra-
chas!... ¡han mentido!
–¡Esas mujeres han dicho la verdad! – gimió la Srta. de
Haut-Brion– ¡Soy yo la culpable, oh, muy culpable de no habe-
ros hecho una confesión completa antes de recibir vuestra hospi-
talidad!
La Sra. de Esbly la obligaba a levantarse y a sentarse cerca
de ella:
–¡Yo creo y creeré siempre en ti! ¡Habla…!
Entonces, la novia de Lionel contó a la vieja amiga sus ex-
trañas desgracias; contó la infame conducta del tío entrando por
la noche en su habitación para violarla; contó la huida nocturna,
su aventura con las prostitutas sobre el bulevar de los italianos;
contó la intervención valiente de Annette Loizet, el honor de la
joven obrera y de los padres; contó su encuentro con Olympe de
Sainte-Radegonde en Notre-Dame-des-Victoires, su despertar en
un lupanar, la evasión gracias a una de las prostitutas, el regreso
a casa de Annette, la historia de la Cría-Reseda, sus promesas,
42
sus retractaciones, la visita de la falsa religiosa y la aventura del
pasaje Tivoli; no olvidó nada, ni su detención en el Bol de Oro,
ni la denuncia del inglés Reginald Fenwick, ni su estancia en
Saint-Lazare; no olvidó nada más que el testimonio de sus virtu-
des y la expresión de su valentía.
Sin embargo, concluyó:
–¡Siempre me he mantenido pura!
La vieja dama la tomó entre sus brazos:
–¡Hija mía!... ¡mi querida hija!... ¡Yo ya sabía que tú no
eres así… que no podías ser culpable!... ¡Una Haut-Brion no
podría decepcionarme! ¡Abrázame, Cloé, y olvida a todos esos
monstruos!.... ¡Olvida!... ¡Te quiero todavía más ahora que co-
nozco tu martirio!
Quedó un momento pensativa, y luego, exaltada:
–¡Cloé, lo que acabas de contarme comienza a generar luz
en la oscuridad que rodeaba la detención de Lionel!.... ¡He des-
enmascarado… al hombre que lo ha perdido!
–¿Y quién es? – preguntó, jadeante, la Srta. de Haut-
Brion.
–¡El barón Géraud!
–¡Oh! ¡Señora!
–¡Sí, esas mujeres… La Michon y la Cría-Reseda… y ese
hombre… el criado… han sido los instrumentos del viejo!...
¿Por qué no has hablado antes? ¡La desgracia, la gran desgracia
no habría ocurrido!... ¿Por qué cuando te he preguntado si co-
nocías a alguien que tuviese algún interés en impedir tu matri-
monio, has respondido que no conocías a nadie?
–¿Y vos imagináis?... ¿creéis?... – preguntó la virgen es-
pantada.
–El barón Géraud te amaba… te deseaba… ¡Un matrimo-
nio suponía para él un obstáculo!... ¡Se ha desembarazado de mi
hijo!… ¡Está claro!
Y tomando entre las suyas las manos de la joven, mirada
contra mirada:
–Cloé, ¿es que nunca lo has pensado?
43
–Sí, señora, a menudo, pero siempre he rechazado esa idea
como algo injusto… y además…
–¿Y además, qué?
–Señora, si el barón Géraud huibese querido separarme de
Lionel, podría hacerlo sin cometer un crimen abominable… Es
mi tutor, y nada le resultaría más fácil que oponerse a mi matri-
monio…
–Sí, pero la pasión… ¡el innoble deseo!... En fín, ¡Dios
nos protegerá y sabré la verdad sobre el barón Géraud!
Desde hacía algunos días, una intimidad más grande aca-
baba de establecerse entre la condesa Anne y el vizconde de La
Plaçade. Arthur siempre hablaba de su amigo Lionel y nunca del
amor que quemaba sus entrañas por la virgen. Se había alojado
en el mejor hotel de Senlis, y gracias a los estipendios de la Sra.
Le Goëz, hacía sus visitas a caballo, en coche, en bicicleta y
algunas veces en automóvil.
Y ahora, seguro de la amistad de la condesa y de sus gran-
des y pequeñas entradas en el castillo, El Sr. de La Plaçace re-
tomaba su rol de enamorado. Pronto resultó para Cloé un supli-
cio a todas horas. Ya no se limitaba a murmurar frases galantes;
escribía y, cada noche, en su habitación, la joven encontraba una
nota vibrante de pasión… Sola, en el jardín, veía bruscamente
aparecer al bello Arthur como si, flor humana, hubiese emergido
de un parterre de flores, y, por la noche, lo observaba al claro de
luna bajo sus ventanas.
Arthur ejercía un misterioso poder sobre la virgen. Todav-
ía no era amor, pero una especie de fascinación que la obligaba a
mirarlo de cerca, de no desviar sus ojos al mirarse, por así de-
cirlo, en el espejo vivo. Él llevó su atrevimiento hasta pedir una
cita nocturna a Cloé en el pabellón donde tan a menudo la ado-
rada de Lionel pasaba horas en solitario; ella lo rechazaba, in-
dignada, y amenazaba con hacer echar a Arthur por la conde-
sa… Pero, por temor al escándalo, se calló y la obsesión se hizo
más fuerte y dolorosa… ¡Oh! hubiese deseado que el aristócrata
se fuese al otro extremo del mundo y, sin embargo, si permanec-
44
ía un día lejos de ella, a la virgen le parecía que el castillo se
llenaba de tristeza y sombras.
Una noche, después de la cena, la Sra. de Esbly y la Srta.
de Haut-Brion, sentadas sobre la terraza, miraban formarse una
tormenta en el cielo. Los árboles del jardín todavía estaban sua-
vemente iluminados por la luna; pero unas nubes se deslizaban
muy negras y nada se movía en el campo… Los árboles, los
matorrales, las flores, se mantenían inmóviles bajo el tranquilo
sopor de un calor pesado… De pronto, todo se oscureció y el
resplandor de un rayo iluminó las sombras, seguido de lejanos
truenos.
La condesa, a quién la tormenta ponía nerviosa, se levantó
para regresar a su habitación.
–¿Queréis que os acompañe, mamá? – dijo Cloé, de pie y
dispuesta a ofrecer su brazo a la castellana:
–¡No, hija mía, gracias… y hasta mañana! Voy a dejar en-
treabierta la puerta que da a la terraza… No tardes, querida…
La castellana ganó la gran avenida; un enorme perro de las
montañas corrió hacia su ama.
La Sra. de Esbly lo acarició:
–¡Eh! ¿Estás aquí, Minos? Vamos, ¡se bueno y haz guar-
dia!
El animal corrió a través del parque, y sus ladridos se con-
fundieron con los nuevos truenos que se acercaban.
Cloé permaneció sola un instante sobre la terraza, y tuvo
la idea de dirigirse al pabellón donde le gustaba soñar con Lio-
nel.
Eran las diez. Los criados estaban acostados y la Sra. de
Esbly acababa de cerrar su puerta.
Al llegar al pabellón, la virgen encendió las velas de los
candelabros y se instaló en un sofá de bambú con un libro en la
mano.
Fuera, la tormenta estallaba con toda su intensidad; las
grandes ráfagas sacudían los árboles; parecía como si la natura-
leza se hubiese espantado;; unos murciélagos chocaban contra
los vidrios de las ventanas; las alondras, los quebrantahuesos,
45
todos los pájaros de la noche y del día, revoloteaban en la negru-
ra, con graznidos lastimeros y lúgubres aleteos, y la lectora, bajo
los resplandores de los rayos y los ruidos del trueno, permanecía
inquieta en su asiento.
De repente, la puerta del pabellón se abrió y el vizconde
Arthur apareció ante la sobrina del barón Géraud:
–¡Cloé!…. ¡soy yo! ¿No os alarméis?
La Srta. de Haut-Brion lo miró, valiente:
–¿Por qué habría de tener miedo? ¿No es usted un hombre
decente? ¿Qué he de temer, señor?
–Nada, señorita… ¡Pero el hombre decente os adora y no
puede vivir sin vos!
Ella estaba de pie, siempre dueña de sí misma:
–¡Vos sabéis bien, señor de la Plaçade, que no puedo res-
ponder a vuestro amor! ¿Queréis retiraros?… ¡No es hora ni
lugar para mantener esta conversación!
–Si no queréis escucharme, ¿por qué habéis acudido a mi
cita, señorita?
–¿Vuestra cita?... No comprendo…
–¿No habéis leído mi carta?; sin embargo ha sido deposi-
tada, como las otras, en vuestra habitación.
–¿Y en esa carta vos osáis a proponerme una cita…por la
noche…. en este pabellón?
–Sí, a las once… ¡Son las once, y he llegado!... ¡Oh, Cloé!
Os lo suplico, confesad que es por mí por lo que habéis veni-
do… ¡Cloé, me esperabais!
–¡No, señor! ¡Y si hubiese encontrado vuestra carta la
habría roto como todas las demás, sin leerla!
Y, decidida:
–Pues bien, de acuerdo, señor, hablemos… o más bien, es-
cuchadme: Desde hace mucho tiempo me acosáis con vuestras
declaraciones y cartas, y, a pesar de vuestros juramentos de
amistad por Lionel, volvéis a hacer en esta casa lo que habéis
hecho en París, en el bulevar de los italianos, ¡cuando me vi
obligada a echaros! Señor, espero que en el futuro os abstengáis
46
de vuestras extravagancias que no pueden más que comprome-
terme… ¡Yo amo a Lionel y no amaré a nadie excepto a él!
–¡Lionel está deshonrado!
–¡Lionel es un mártir!
–Jamás, ¡él no os ha adorado, como yo os adoro!... ¡Cloe,
no penséis más en ese hombre que no puede ser vuestro marido!
¡Sed mía Cloe!... ¡Sed mi esposa y no os encerréis en esta casa,
donde un día se os reprochará el pan de la hospitalidad!... ¡Yo
soy rico! ¡Yo os adoro!... ¡Sed mi esposa!
Él se acercó, llenándola con su aliento; ella no se atrevía a
moverse. Un calor la quemaba; se sentía tomada de un incom-
prensible vértigo y la voz del hombre resonaba en sus oídos co-
mo una música celestial – más bien infernal, pues la Plaçade
parecía transfigurado, con su barba de oro bajo el fuego de los
rayos y sus ojos arrojando llamas.
Era bello, de una belleza casi sobrehumana.
Ella juntaba las manos en una suprema oración, y él, co-
mediante maravilloso, emitía sollozos de dolor:
–¡He luchado!… ¡No puedo luchar más!
Entonces, envolviendo la graciosa cintura con sus dos bra-
zos de Hércules:
–¡Ven! ¡Ven, Cloé! ¡Un coche nos espera! ¡Ven!... ¡Te
amo!... ¡Te adoro!...
La virgen pedía auxilio; el ruido de los truenos eclipsaban
sus gritos; trataba de huir; sus rubios cabellos se desataron; la
blusa se rasgó, poniendo al desnudo su cuello y sus hombros,
dándole la apariencia de una muchacha gozando…
En el momento en el que el vizconde de La Plaçade llega-
ba al pabellón y sorprendía a la Srta. de Haut-Brion leyendo, un
hombre, vestido completamente de gris, con la cabeza cubierta
de un sombrero de fieltro de amplias alas, escalaba la muralla
del parque…
Minos, el perro guardián, con los pelos erizados y los ojos
ensangrentados, iba a saltar sobre el visitante nocturno; pero una
voz y unos gestos lo habían calmado, y el animal, alegre y dócil,
47
se puso a lamer las manos y se levantó para besar cariñosamente
el rostro del hombre.
Avanzando de árbol en árbol par no ser traicionado por la
luz de los relámpagos, el visitante bordeaba la terraza, y cuando
se disponía a introducir una llave en la cerradura, observó que la
puerta estaba entreabierta.
El hombre no dio importancia a este hecho y recorrió el
vestíbulo del castillo.
Evidentemente conocía la casa, pues subió por la escalera
sin la menor vacilación en la oscuridad.
Sobre el rellano del primer piso se detuvo ante una habita-
ción, y, allí, su corazón latió con extrema violencia: sus brazos
temblaron y sus piernas desfallecieron… Se recuperó y golpeó
suavemente la puerta…
–¿Eres tú, Cloé? – murmuró la voz de la condesa Anne.
Él guardaba silencio, y la voz insistió:
–Responde… ¿Eres tú, Cloé?
No se atrevía o no podía responder.
Entonces, la puerta se abrió, y la condesa, a la vista del
hombre, a punto estuvo de desvanecerse:
–¡Lionel! ¡Mi Lionel!
–¡Sí, madre, soy yo!... ¡Silencio!
Él la arrastraba a la habitación, cerrando la puerta tras
ellos.
La Sra. de Esbly lo cubría de besos, lo mojaba con sus
lágrimas:
–¡Lionel! ¡Mi Lionel! Dios ha escuchado mis oraciones!
¡Lionel! ¡Mi Lionel! ¡Mi Lionel!
–¡Madre, te lo suplico, tranquilízate!... Solo puedo que-
darme aquí un momento… ¡Necesito hablarte!
–¿Te has evadido? – balbuceó la condesa.
–¡Sí, con la ayuda de dos guardias que recompensaré re-
almente algún día!
–¿Qué piensas hacer?
–Ahora abrazarte… y luego, tomar algún dinero y escapar
lo antes posible al extranjero.
48
–¡Partir! – gimió – ¿Partir?
–¡Oh! por algunos meses solamente, a fin de proseguir las
investigaciones… Luego, regresaré… ¡y cuando sean castigados
los calumniadores no nos abandonaremos más!
–¿Conoces a tus calumniadores?
–¡No, pero estando libre podré desenmascararlos!
La Sra. de Esbly temía dar una falsa esperanza a su hijo;
no le habló del barón Géraud, y tan solo dijo:
–¡Lionel, nosotras los descubriremos y serás vengado!
–¿Y Cloé?
–Ella siempre ha estado aquí… siempre te ha amado…
¿Quieres verla?
–¡Sí, creo que la despedida de mi bien amada me dará va-
lor!
–Espera… voy a avisarla… No es necesario que tú apa-
rezcas bruscamente ante ella… Su emoción sería demasiado
grande y peligrosa…
–¡Ve, madre!
Ella entregó a su hijo un fajo de billetes y corrió a la habi-
tación de la Srta. de Haut-Brion.
Volvió pálida como una muerta y tenía en la mano una
carta abierta, pinchada con una flor.
–¿Qué te ocurre, madre? ¡Me das miedo! – dijo el joven.
Ella lloraba; él preguntó:
–Vamos, ¿qué te pasa?--- ¿Cloé? ¿Dónde está Cloé?
–¡Cloé es indigna de ti! ¡Es una miserable… una mujer
perdida!... ¡Ella está… está encerrada en el pabellón con su
amante!
–¡Imposible! – exclamó Lionel.
–Por desgracia, sí… ¡Mira!… ¡Lee!
Y tendió la carta a su hijo.
Él leyó, estremeciéndose de rabia:
«Cloé, amor mío, te esperaré esta noche, como las demás
noches, en el pabellón del parque… ¡Ven! ¡Oh! ¡ven!
Mil besos sobre tus adorados labios.
49
«ARTHUR.»
El aristócrata aplastó el papel con disgusto:
–¡Esto es un error o una inmunda calumnia!
–¡Debemos asegurarnos! ¡Bajemos, hijo mío, y se valien-
te!
La Sra. de Esbly y Lionel se tenían de la mano y atravesa-
ban los jardines, corriendo.
La tempestad los envolvía con sus ráfagas, y se produjo un
gran ruido de trueno cuando llegaron al pabellón cuyas luces
interiores se filtraban por los cristales.
De un empellón, Lionel forzó la puerta y vio a Cloé, des-
hecha y despeinada, entre los brazos de La Plaçade.
–¡Lionel! ¡Lionel! – gimió, perdida, la Srta. de Haut-
Brion.
–¡Miserables! – gritó el joven aristócrata, arrojándose en
el interior de la estancia.
–¡Miserables! – repitió la condesa Anne.
Pero el gran Arthur ya había tomado a la virgen y la lleva-
ba, alejando a los otros de su fardo vivo.
El prisionero evadido quiso perseguirlos; la condesa lo de-
tuvo:
–¡No, Lionel!... ¡Esa muchacha es una criatura innoble!
¡Debes olvidarla!
Una voz imploraba a través de las ramas rotas por la tem-
pestad y bajo el cielo iracundo:
–¡Lionel!... ¡Lionel!
La voz, cada vez más lejana, gemía:
–¡Li… onel!
Se perdió en un último estrépito de la tormenta.
Y mientras el aristócrata se dirigía al Havre para embar-
carse y navegar hasta Estocolmo, el rufián huía con la virgen
conquistada.
50
III
EL LANZAMIENTO
París es el centro universal de la acción, y la Ciudad de la
Luz no pierde mucho tiempo con un suceso, pues siempre nece-
sita un nuevo decorado y una nueva aventura.
Los vendedores ambulantes gritaban, a lo largo de los bu-
levares:
–Compren El Trueno Parisino… ¡cinco céntimos!
Y pronunciaban los gigantes titulares:
El Crimen de la calle Marbeuf.
Los 20.000 francos de Gabrielle. – Un rufián en levita.
Se abrió una investigación sobre la muerte de Gabrielle
Bouvreuil; hubo alguna detención sin consecuencias por falta de
pruebas y la historia fue enterrada entre un estreno en las Fantas-
ías Parisinas y la apertura del Concurso Hípico y las carreras de
bicicletas y automóviles.
¡La Srta. de Haut-Brion vivía con el gran Arthur! Sí, esa
hija de marqués, insultada por Lionel y la condesa Anne, esa
virgen heroica, completamente devota a la causa del desdichado
novio, se había entregado a la Plaçade. ¿Quién habría podido
protegerla contra sí misma? Fragmentos de su historia le mos-
traban la fatídica soledad, por así decirlo, desde la muerte de sus
padres y la tentativa criminal del tío hasta la acusación del
aristócrata adorado... ¡Sola! ¡Siempre sola!
Y como si su destino fuese ignorar las transiciones, la vir-
gen que, antaño, cayó desde un aristocrático palacete al arroyo,
51
había pasado bruscamente del honorable castillo del Oise a un
picadero de soltero, y del amor ideal al placer carnal.
Arthur le había prometido matrimonio: su hermano mayor,
el brillante coronel del 31 regimiento de dragones en Lunéville,
aprobaba su conducta, y las bodas tendrían lugar próximamente.
Pero, tras una breve luna de miel, el asesino de la Bouvreuil
cambiaba de parecer y comenzaba a reaparecer en él el rufián en
levita.
Al principio, La Plaçade aludió a las dificultades de vivir
en París; luego ensalzó las grandes fortunas de varios amigos del
Cosmopolitan Club, argumentando con ello la libertad de su
ídolo. ¡Dios mío! ¡Vivir amancebados bien valía el matrimonio,
pues esa vida sin dinero se convertiría en un infierno!
¡Pobre Cloé! ¡Pobre virgen decepcionada! ¡Pobre tórtola
fascinada bajo la mirada de la serpiente!... ¡Cuántos rubores!
¡Cuántas lágrimas! ¡Cuánta vergüenza!
La Srta. de Haut-Brion era una yegua dócil a la que
el gran Arthur había bautizado: «Lilas» y a la que conducía
eficazmente con la fusta en la mano, con una atrevida divisa
sobre su montura:
«LILAS
Tu es femina, et super hanc feminam oedificabo «ga-
lettam» meam! »3
***
¿Esta noche?
–Sí, esta noche.
–¿Y cómo se llama ese amigo del círculo?
–Jacques Le Goëz.
–¿El banquero del bulevar Saint-Germain?
3
Tú eres mujer, y sobre tu condición de mujer, yo edifico mi fortuna!
52
–¡El mismo!
Lilas, la bella Lilas, a la que todo París conocía por
verla, desde el comienzo de la primavera, en el Bois y en las
carreras, en un elegante victoria, portando la olorosa flor cu-
yo nombre llevaba, Lilas, vestida con un batín de seda rosa
adornado de finos encajes, sus pequeños pies calzados con
babuchas orientales, los cabellos negligentemente retenidos
sobre la nuca con un alfiler de coral, saltó del diván sobre el
que estaba medio tumbada y corrió hacia un mueble que
abrió.
Extrajo unas cartas, y presentándolas al vizconde
Arthur de La Plaçade, su amante, dijo:
–¡Mira! ¡Lee lo que me escribe… tu amigo Le Goëz!
El joven hombre rechazó las cartas y sonriendo dijo:
–Conozco a esos cobardes voluptuosos; tú me los
has mostrado ya uno a uno…
–¿Y no has comprendido?
–¡Sí! Te propone convertirte en su amante; te dice
que es millonario y que está dispuesto a poner su fortuna a
tus pies…
Ella exclamó:
–¿Y persistes en recibir a ese individuo, aquí, esta
noche, a cenar… cuando sabes que me desea y que hará todo
lo que esté en su mano para poseerme?
–¡Dios mío, sí, querida, insisto!
–¿Pero qué clase de hombre eres?
–¡Un hombre que te adora, mi Lilas!
–¡Bonita manera de adorar a una mujer!
–¡Creo que es la idónea! Por lo demás, ¿qué tienes
que temer? ¿Acaso no estaré contigo? Le Goëz no te comerá.
Él la obligaba a sentarse de nuevo, y, de rodillas ante
ella, dijo con su voz cálida y vibrante:
–Todos mis amigos te desean, Lilas: lo que demues-
tra que eres la más adorable de las bellezas rubias.
Lilas permanecía pensativa, jugando maquinalmente
con el fajo de cartas que todavía tenía entre sus manos. Art-
53
hur, se miraba en un espejo de Venecia, por encima de su
amante, y pensaba que él también era irresistible con su as-
pecto de gigante, con el oro de su barba tan ligera como una
madeja de seda, y sus grandes ojos donde se miraban las mu-
jeres; y, sin embargo, después de una disputa con la Sra. Le
Goëz, vegetaba en ese apartamento de la calle de Atenas,
lleno de deudas, ¡a punto de ser expulsado por una miserable
suma!
¡Venga ya! ¿Acaso iba a caer y ver desvanecerse su
gran idea del «Bar-Florido»? ¿ Es esto lo que ocurre a uno
en la Ciudad de la Luz, cuando se es un aristócrata, apuesto
muchacho, y libre de prejuicios? ¿Es que puede permitirse el
lujo de venirse abajo cuando se es un espejo… de mujeres?
Y se felicitaba el vizconde por entregar a Lilas a Le
Goëz, mientras que, por su parte, iba a intentar una reconci-
liación con su vieja y siempre enamorada Eléonore.
Él llamaba a eso, comer en dos pesebres de amor, y
el asunto no dejaba de tener su comicidad, puesto que la
misma pareja proporcionando el doble pasto.
El vizconde besó uno de los pequeños pies desnudos
de su amante:
–¿Me amas, Lilas?
–¿Si no te amase, Arthur, te hubiese seguido? ¿Me
hubiese entregado a ti por completo?
–¡Cuando se ama a una persona se hace lo que se
puede para serle agradable!
–Me parece que no puedes quejarte de mí.
De pie, con las cejas fruncidas, Arthur declaró, seve-
ro:
–Hoy… un poco…
–¿Por culpa de tu amigo, Le Goëz?
–¡Sí… a causa de Le Goëz!... ¡Tengo derecho a re-
cibir a mis camaradas!
Y suspirando:
54
–¡Le Goëz es… rico!... ¡Acaba de emprender un ne-
gocio que le ha reportado más de dos millones! ¡Ah! ¡Es un
hombre cuya amistad hay que cultivar!
–¿Por mí, no es así, Arthur?
Él cambió de actitud, temiendo ofenderla y alejarla
merced a unas órdenes demasiado cínicas:
–Por ti… por mí… por nosotros… El Sr. Jacques Le
Goëz es un anciano… inofensivo y encantador.
–¿Olvidas que ese caballero me ha conocido antes,
con mi familia… y que su presencia aquí me resultaría into-
lerable?
–¡Bah! ¿Qué puede significar eso para ti en este
momento en el que la Srta. de Haut-Brion ha arrojado su go-
rro por encima… de los castillos del Oise?
Ella se levantó, muy encendida:
–¡Cállate!... ¡Te ordeno que te calles! ¡Te prohíbo
pronunciar unos apellidos que debo y quiero olvidar!... ¡Me
llamo Lilas!
Todas las veces en las que el vizconde arrojaba una
alusión al pasado, Cloé se encolerizaba…
Después de aquella noche en la que la Sra. de Esbly
y su hijo la sorprendieron con La Plaçade y la acusaron, sin
permitirle justificarse, descendió una impenetrable cortina
entre su vida de lucha y de honor y la nueva existencia.
Cloé era otra mujer, y si la imagen de Lionel regre-
saba a su memoria, ella observaba a un ser querido, –un
muerto– cuyo recuerdo se desvanecía progresivamente. To-
do el amor que había sentido por el conde de Esbly se fundía
en otro amor. Adoró a Lionel con toda la ternura de su alma
virginal, pero con la carne dormida y sin el aguijón del de-
seo; hoy, ella amaba a La Plaçade, pero aunque la carne vi-
braba, el corazón no participaba en absoluto en la obra del
sexo que la hacía aullar de voluptuosidad.
Arthur respondió:
–¡Está bien, está bien, mi pequeña Lilas, no te
hablaré más de tu nobleza!... ¿Bésame, quieres?
55
Ella se arrojó, golosa, a sus labios, y él murmuró tras
los cálidos besos donde ella daba lo mejor de un tempera-
mento joven y robusto:
–Sin embargo sería muy gentil de tu parte, Lilas, si
en lugar de este apartamento original, pero estrecho, poseyé-
semos un palacete en los Campos Elíseos, con caballos en
nuestras cuadras y coches en nuestras cocheras, y si, en lugar
de tu criada y de mi sirviente para todo, estuviésemos servi-
dos por mayordomos, alimentados por un chef, conducidos
por un cochero inglés!... ¡Joyas para Lilas… Pasta a espuer-
tas!
–¡Muy gentil, en efecto, pero, eso es un sueño!
–¡Un sueño que Le Goëz podría realizar!... ¡Oh! Sin
el menor riesgo para tu virtud… y dejándonos continuar con
nuestros amores.
–No lo entiendo…
–Le Goëz… es un viejo inofensivo… y encanta-
dor…
–¡Ah!
–¡Claro!... ¡Un besugo!... A propósito, ¿Vestris te ha
envido el vestido para la velada?
–No; pero no hay prisa.
–Disculpa, pero eso es urgente, pues quiero que te
pongas bellas esta noche… ¡especialmente bella esta noche!
–¿Para el Sr. Le Goëz? – preguntó desdeñosamente
Lilas.
–¡Para él, y para los demás!
–¿No viene solo?
–No; he invitado a la Templerie, el director de las
Fantasías Parisinas y al doctor Hylas Gédéon.
–¿El doctor Hylas Gédéon? –balbuceó Cloé, con un
movimiento de espanto y horror.
El aristócrata dijo sarcástico:
–Es un médico útil… ¡Muchas mundanas y todas
esas señoritas lo adoran! Y además, es tan divertido, ¡«El
Pobre Ovarista»!
56
–¿Pobre Ovarista?
–Un nombre que se le ha dado en el círculo, a causa
de su especialidad: ¡la extracción de ovarios!... Pero también
se le llama el doctor Mata-mozas!
Tomó su sombrero, se puso el abrigo, un abrigo de
terciopelo negro, y dijo:
–¿Tienes dinero, Lilas?
–Sí, Arthur.
–Yo ya no tengo más, y como voy a dar una vuelto
por el círculo…
–Me quedan veinte luises…
–¡Poca cosa, veinte luises!... Dámelos igualmente
Lilas entregó a Arthur cuatro billetes de cien francos
que introdujo en su cartera.
En el momento de partir, se volvió hacia su amante
y, cruzándose de brazos:
–¿Sabes querida?, ¡esta existencia no puede durar
mucho!... ¡nacido aristócrata, necesito vivir como tal!... ¡De-
bes ayudarme!... ¿Comprendes?... Hace un mes que tengo el
honor de poseerte; he hecho las cosas en grande… Ahora
estás cotizada entre las mujeres más hermosas de París…
¡Estás lanzada!... Dices que me adoras… ¡Ya es hora de que
me lo demuestres!
–Pero… Arthur… ya…
–Sí… sí… ¡eres muy gentil!... ¡muy gentil!...
Y, sin permitir a la inocente amante rebatir su idea
lujuriosa:
–No necesito recomendarte estar bella esta noche; lo
eres siempre... pero, te lo suplico, Lilas, se amable, muy
amable con esos caballeros… sobre todo con Le Goëz… ¡Lo
demás irá por sí solo!... Vamos, querida, ¿un beso?
Ella lo besó y dijo:
–¡Arthur, no me impongas esa humillación!
Él adoptó un aire de contrariedad:
–¿Qué humillación?... ¿Cómo?… Recibo a mis ami-
gos en mi mesa; te ruego que seas simpática con ellos; ¿te
57
halago y te sientes humillada? ¡Realmente, Lilas, no te en-
tiendo!
Cloé inclinaba la cabeza:
–¡Y yo, yo te comprendo demasiado!… por desgra-
cia.
El Sr. de La Plaçade estalló:
–¡Pues bien, tanto mejor! ¡Expliquémonos!... ¡Tu
coche, tu caballo, tus vestidos no están pagados!... ¡Todos
nuestros acreedores nos persiguen!... Benoit, mi criado, y Ju-
lie, tu dama de compañía, reclaman sus sueldos y se vuelven
cada vez más insolentes... ¡El propietario del apartamento
gruñe y amenaza por los dos meses de retraso en el pago!...
Esta mañana he tenido que calmar a mi sastre mientras le
encargaba nuevos pedidos… Pero, todo eso no tiene impor-
tancia... Me falta dinero en el bolsillo… Tengo deudas de
juego… ¡Para un clubman como yo es una vergüenza irre-
mediable!... ¡Supone la desesperación!... Tú puedes salvar-
me, pero puesto que encontrarte con el Sr. Le Goëz, un an-
ciano amigo de tu familia, debe causarte una tan grande
humillación, voy a invitar a esos caballeros a un restaurante.
Y de repente, cambiando de tono, añadió con una
voz llena de sollozos y lágrimas:
–Mi pobre amiga, ¡mejor será que nos separemos!
La joven mujer se arrojó a sus brazos y lo estrechó
hacia ella, como si fuese a perderlo:
–¡No! ¡no! ¡Te lo ruego, Arthur, no me dejes! ¡Mo-
riría!
Con su mano enguantada, él acariciaba su barba de
oro, y mostraba una sonrisa triunfal. Era su oficio ser adora-
do por las mujeres y su orgullo domarlas y servirse de ellas.
–Sí, Lilas, ¡si no eres razonable nos separaremos!
Ella lo devoraba a besos:
–¡Haré todo lo que quieras!... todo… todo… a pesar
de mi vergüenza... ¡a pesar de tu ignominia!... ¡Arthur… ya
no tengo familia, ya no tengo honor, y consiento en vender-
me… en prostituirme por ti!
58
Y mirándolo, exaltada:
–Pero escucha bien, Arthur, si alguna vez me enga-
ñas con otra mujer, me vengaré, ¡oh! Sí, ¡me vengaré!... ¡Me
entrego por completo, y te quiero en exclusividad para mí,
amor mío!
Él la besó, y, lanzando por encima de la cabeza de la
enamorada una mirada al espejo para ver si nada había arru-
gado su traje, regresó al lenguaje trivial empleado una noche
con la vieja Eléonore:
–¡Excita a Le Goëz!... ¡Excítalo!... ¡Excítalo!...
Y salió, enfundado en su frac de cuello de terciope-
lo, con un bastón en la mano y el sombrero calado sobre la
oreja.
La joven mujer, sentada cerca de la ventana, abrió
un libro: siempre, en sus raras horas de aislamiento, ocupaba
su espíritu para alejar los recuerdos.
Aunque Lilas pretendía que la Srta. de Haut-Brion
estuviese muerta, en el fondo de su conciencia quedaba una
pequeña llama dispuesta a reavivarse. También, embotaba su
mente por todos los medios posibles: el teatro, los concier-
tos, el circo, los paseos, los ricos vestidos, y se embriagaba
de su loco amor, un amor carnal donde se mezclaba un in-
menso desdén por el héroe. A veces tenía una grandes ganas
de escupirle su vergüenza al rostro, pero una mirada de Art-
hur la metamorfoseaba y de nuevo se convertía en una es-
clava lujuriosa y sumisa.
Sin embargo, La Plaçade jamás había mostrado tanto
cinismo, y ella permanecía muy turbada.
A las cuatro, Julie, la dama de compañía, anunciaba
a su ama una recadera de la casa Vestris:
–Esta muchacha trae el vestido de la señora…
–¿La señorita Angéla Bouchaud, la costurera?
–Conozco a la Srta. Angéla y no es ella…
–Está bien, hazla entrar…
59
Una gran y bonita morena avanzaba, y, a la vista de
Lilas, permaneció incapaz de hacer un gesto u emitir una pa-
labra.
Cloé tartamudeó, sonrojada:
–¡Annette!... ¡Annette!... ¿Tú?
La hija de los Loizet tuvo un impulso de corazón
–¡Oh! Señorita de Haut-Brion, qué feliz soy de vol-
ver a veros.
–No me llames así, Annette – dijo tristemente la so-
brina del barón Géraud– ahora me llamo Lilas, y tú lo sabes,
puesto que es por ese nombre por el que has preguntado…
Y para cambiar de conversación:
–¿Trabajas ahora con Vestris, Annette?
–Desde hace algunos días… ¡Es toda una historia!...
¿Queréis que os la cuente?
–No hace falta, mi querida amiga… Deja el paquete
en alguna parte… y…
Una nube de tristeza ensombreció a la joven obrera:
–¿Me despedís ya, señorita Cloé?... A mí que tanto
os quiere… que me place tanto presentaros mis respetos y
los de mi familia…
–¡Tu lugar no está aquí, Annette!
Una sonrisa iluminó la fisonomía de la parisina, y,
con esta franqueza que la hacía adorable:
–¡Oh! Sí, ¡ya lo adivino! Os molesta verme en vues-
tra casa, porque ahora os llamáis señorita Lilas… ¿Esa seño-
rita Lilas de la que tanto se habla en el almacén?... Y bien,
¿Qué me importa a mí que hayáis cambiado de nombre y
que seáis, como también se comenta en el almacén, la aman-
te de un apuesto vizconde? ¿Acaso cada uno no es libre en la
vida?... A mis ojos, vos soy siempre la misma persona, ¡una
de Haut-Brion a la que amo y respeto!... Y eso es todo, yo
dejo que los demás hablen…
–¿Y qué dicen… los demás? – interrogó Cloé.
Annette se alzó de hombros:
60
–¡Tonterías! ¡Mentiras!... ¿Queréis probaros vuestro
vestido, señorita? ¡Oh! ¡una obra maestra!... No se hacen
más que obras maestras en la casa Vestris! Solamente los
nudos de los hombros no están cosidos… ¡Están hechos de
una pieza!... Tengo aquí mi hilo, mi dedal, mis agujas…
¿Dónde me pongo, señorita?... ¡No quisiera estorbar!...
Instalada ante la ventana, Annette se puso manos a
la obra, y sus dedos actuaron agiles, al mismo tiempo que su
lengua:
–Antes os decía, señorita, que mi entrada en la casa
Vestris era toda una historia… sí, una historia de buenas per-
sonas… Mi pretendiente tiene una prima «señorita» en la ca-
sa, y, gracias a ella, se me admitió inmediatamente en el ta-
ller de costura… Soy muy feliz allí, pero hay cosas que me
molestan… De entrada, está prohibido cantar… y claro, im-
pedirme cantar es como si se impidiese a un mono hacer
muecas… Me callo durante cinco minutos, y… las canciones
recomienzan y se me pone una multa!... Luego, a la salida de
los almacenes, tenemos un tropel de caballeros detrás de
nuestras faldas… Nos rodean, nos siguen… Algunas los es-
cuchan… ¡yo, los envío a paseo!
–Hablas de tu pretendiente, ¿es que te vas a casar,
Annette?
La costurera mostraba sus dientes blancos en una ri-
sa alegre:
–Sí, señorita, pero no todavía ahora… dentro de tres
años… después del servicio militar de mi pretendiente… Se
llama François Laurier… Un hombre guapo… Un bonito
nombre, y tiene un buen porvenir… Es dorador… Ese oficio
me produce el efecto de un rayo de sol!
En ese momento, una voz femenina se escuchó es-
candalosa en la antesala e hizo estremecer a Cloé.
Esa voz decía a la criada:
–¡No hace falta anunciarme… soy una amiga de la
casa!
61
Y, de repente, la Sra. Olympe de Sainte-Radegonde
apareció en el umbral de la puerta:
–¿Debo irme? – preguntó en voz baja la costurera a
la amante del vizconde.
–¡No, no, Annette, quédate!
La proxeneta levantó una mirada irónica hacia Cloé,
y, aproximándose, mostró una sonrisa en los labios:
–¡Cuando la montaña no viene a ti, hay que ir a la
montaña!.... ¡Buenos días, mi querida niña!
Ella quería besarla; la Srta. de Haut-Brion retroce-
dió, llena de asco.
–Bueno, bueno, dudáis en besar a mamá, – dijo
sarcástica Olympe – pero pronto me saltaréis al cuello cuan-
do os haya dicho lo que traigo…
–¡Hablad y apresuraos! – ordenó la amante de La
Plaçade.
–¿No me invitáis a sentarme?
–¡Haced lo que creáis oportuno!
–¡Entonces, lo creo oportuno!
Ella había desplegado sus gracias sobre el diván, e,
impertinente, miraba de reojo a la bella costurera; hizo un
movimiento aprobador con la cabeza:
–¡Eh! ¡Eh! muy gustosa, esta morena!... ¿Cómo te
llamas, hija mía?
–Annette Loizet, señora – dijo la hija de Dominique,
deteniendo su tarea.
–¡Annette… nombre encantador!... Me recuerda a
los romances que cantaba cuando era joven!... ¿Y dónde vi-
ves?
–¡No respondas, Annette! – intervino Lilas.
La Sra. de Sainte-Radegonde se divertía:
–¡Ah! ¡lo que le pregunto es por su bien!... Además,
ese paquete responde por ella… El nombre está ahí con to-
das sus letras… Ella trabaja en Vestris… ¡Admirable casa,
Vestris! Iré allí a encargar un vestido, y esta niña vendrá a
62
probármelo ella misma!.... ¿Qué queréis, soy una mujer muy
buena!... ¡Adoro la juventud!
Y a la obrera:
–Déjanos un instante, querida… Tengo que decir a
la Srta. Lilas, a mi amiga, cosas íntimas…
La hija de los Loizet terminaba ya su labor.
Cloé se inclinó al oído de Annette:
–Desconfía de esta mujer… ¡Es un monstruo!
–Y bien – gruñó Annette –que venga a molestarme y
le clavo el alma!
Intercambiaron un beso de hermanas.
Tras la salida de la gran morena, Olympe dijo a Li-
las:
–¿Esa jovencita es una amiga vuestra?
–La hija de antiguos servidores de mi familia… Pe-
ro, supongo que no es de Annettte de quien queréis hablar-
me…
–¡Hum! Valdría la pena que alguien se ocupase de
ella… ¡Es fresca!... ¡Es joven!... ¡Es robusta!... ¡Una bonita
piel!.... Estoy segura que si la muchacha conociese su va-
lor…
–¿Cuál es el objeto de vuestra visita, señora?
–¿Estamos solas?
–Sí… hablad!... Espero invitados…
–No tengáis miedo… Estoy acostumbrada a los ne-
gocios, pero permitidme felicitaros… Habéis elegido un
nombre delicioso y os sienta a rabiar… ¡Lilas!... Ese nombre
evoca la primavera y las fragancias, como toda vuestra ex-
quisita persona!
–¡Al grano, señora!
–¡Ya voy!... Os traigo una gran fortuna… y con la
fortuna, el amor…
–¡No estoy obligada a escucharos!
–¡Me escuchares, señorita!... Soy la portavoz de no-
bles extranjeros de viaje y me resultará fácil negociar entre
vos y el adorador un acercamiento…
63
–¡Salid! – gruñó Cloé– altiva ante Olympe.
La proxeneta se había levantado y dominaba a Lilas
con toda su altura:
–¡Oh! ¡oh! mi pequeña, esos modales os iban cuanto
todavía erais núbil! Pero ahora, ya habéis salido del cas-
carón, gatita, no tenéis el derecho de invocar la virtud!...
¡Sois tan puta como las demás!
–¡Fuera o llamo!
Olympe no se turbó:
–¿A quién? ¿A vuestro chulo, tal vez? Pues bien,
¡que venga vuestro pececillo en levita! ¡No le temo! ¡Le
contaré vuestra aventura al Sr. vizconde! ¡Lo conozco mejor
que vos! ¡Y la Sra. Martignac lo conoce igualmente!... Quiso
embarcarnos en su idea del «Bar-Florido», pero todavía no
nos hemos decidido; y lo tiene claro si espera nuestra pas-
ta…
–¡Mentís! – aulló la Srta. de Haut—Brion – ¡Mentís!
Pero, la Sra. de Sainte-Radegonde se había tranquili-
zado:
–¡De acuerdo, miento! El vizconde de La Plaçace es
un perfecto caballero; pero aunque tiene ideas interesantes…
y nuevas… no tiene el dinero, y vos debeis saberlo… Así
pues, reflexionad, mi bella… No quiero poneros el cuchillo
en la garganta… Vamos, uno de estos días, volveré a buscar
vuestra respuesta…
Ella salió, exclamando en voz alta para ser oída por
los criados:
–¡Gracias, gracias mil veces, querida señora! ¡Mis
pobres os bendecirán!
Cloé iba a cerrar la puerta detrás de la visitante,
cuando se encontró cara a cara con La Plaçade que regresa-
ba.
Él preguntó, alegre:
–¿Era la Sra. de Sainte-Radegonde con lo que acabo
de tener el honor de cruzarme en la antesala?
–Sí, es ella.
64
–¿Qué estaba haciendo aquí?
–¡Debéis desconfiar de ella, señor!
Arthur sonrío en su barba de oro:
–Sí, un poco… ¡Desgraciadamente para ella, tene-
mos a Le Goëz!
A las siete, llegó el banquero del bulevar Saint-
Germain, acompañado del Dr. Hylas Gédéon con el que aca-
baba de encontrarse en la puerta.
Lilas esperaba a sus invitados en el salón, orgullosa
del vestido traído por Annette y tocada como para un baile.
Los dos invitados se adelantaron, vestidos, el uno y
el otro, con smoking negro– el financiero, bajo y ventrudo,
un sosias del barón Géraud, con menos canas – el médico al-
to y enjuto, pelirrojo, la barba recia, la nariz husmeadora, los
ojos emboscados detrás de las gafas de oro, los dientes pun-
tiagudos, y los labios ampliamente abiertos en una sonrisa de
cocodrilo.
–Señor Jacques le Goëz; el Señor doctor Hylas
Gédéon, – presentó el vizconde de La Plaçade.
Pero ya el banquero, gracioso tanto como se lo podía
autorizar su vientre:
–¡Oh! la señora y yo, somos viejos conocidos!
La Srta. de Haut-Brion enrojeció, bajó los ojos,
mientras el vizconde hacía señales de reproche al invitado.
Le Goëz comprendió su indiscreción:
–Cuando digo «viejos conocidos», quiero expresar
que he tenido el honor de saludar a la señora muy a menudo
en el Bois y en el teatro y que estaría encantado de haber si-
do observado por ella….
¡Idiota y ridículo, ese quincuagenario enriquecido
por los azares de tenebrosas especulaciones.
Se apoderó de la mano de Cloé y la llevó a sus la-
bios, al mismo tiempo que lanzaba sobre lo joven mujer sus
gruesas pupilas llameantes de lujuria:
65
–¡Dichoso pícaro, La Plaçade! ¡oh! ¡sí, dichoso píca-
ro!
Lilas respondía al saludo del doctor Gédéon, y el
banquero se acercó al aristócrata:
–¡Oye, querido, te parece que he producido buen
efecto?
La Plaçade le dijo noblemente:
–¡Los hombres de vuestra generación gustan a las
amas!
Se anunció a Víctor La Templerie, el tercer y último
invitado.
Siempre amable y vivo, el director de las Fantasías.-
Parisinas, saludó:
–¡Saludos, señora!... ¡señor Le Goëz! ¡Hola, doc-
tor!... Llego con un poco de retraso, ¿no es así, La Plaça-
de?.... ¡Pido disculpas!.... ¡Acaba de finalizar un ensayo!...
¡Sucio oficio!... ¡Esta vida agota a uno joven! ¡Montones de
cosas que organizar!
–Es cierto, ¡sois un pluriempleado! – dijo Gédéon,
irónico y sarcástico.
–¿Estáis de broma, doctor? ¡Me gustaría veros! ¡Un
regimentó de mujeres a dirigir y de temperamentos diferen-
tes!
La Templerie iba a abordar los detalles íntimos, pero
a un gesto del vizconde, el banquero ofreció su brazo a la an-
fitriona y se pasó al comedor.
En la mesa, Le Goëz se encontraba a la derecha de
Lilas, y, frente a ellos, Arthur deslumbraba, flanqueado del
director del teatro y del médico.
El vizconde preguntó:
–¿Cómo va el negocio, mi querido La Templerie?
–¡Marcha!.... ¡Todas las noches tenemos que dejar a
gente fuera!
–¡Con vuestra innoble pieza! – rugió el doctor –
¡Realmente, el público es absurdo!
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Los rufianes en levita

  • 1. 1 Los rufianes en levita J.-L. Dubut de Laforest
  • 2.
  • 3. 3
  • 4.
  • 5. 5 LOS ÚLTIMOS ESCÁNDALOS DE PARIS VOL II LOS RUFIANES EN LEVITA Jean-Louis Dubut de Laforest
  • 6.
  • 7. 7 Título original.- Les souteneurs en habit noir París. Editorial Fayard. 1889 Traducción.- José Manuel Ramos González. Pontevedra Abril 2014.
  • 8.
  • 9. 9 I LA PLAÇADE, PERROTIN Y LA TEMPLERIE En esa noche de abril de 1891, en un reservado particular del Café Egipcio, en el bulevar Montmartre, el arquitecto Honoré Perrotin, alto y delgado, con sus labios finos y su negra perilla, y el Sr. Víctor La Templerie, director de las Fantasías Parisinas, un hombre bajo y moreno, de rostro redondo y grueso, con fino y cuidado bigote, ambos con corbatas blancas y embu- tidos en irreprochables levitas negras, degustaban unos aperiti- vos, esperando a uno de sus amigos, el vizconde Arthur de La Plaçade, para cenar y hablar de negocios. Por las ventanas entreabiertas, se podían escuchar los rui- dos del exterior, el rodar de los coches, los últimos gritos de los vendedores ambulantes y, en la casa, un va y viene de camareros abriendo o cerrando puertas, clientes asiduos por los pasillos, frufrús de faldas; entre llamadas de timbres eléctricos, el entre- chocar de vajillas; y de la sala común subía, con una «fragancia de amor», un estrépito de risas y canciones. La Templerie consultó su reloj: –¡La una y cuarto!... ¡Ese dichoso vizconde nos va a plan- tar! –¡Es probable! – dijo el arquitecto – Acabo de verlo en la Ópera, en el palco de los Le Goëz, y la vieja Eléonore sin duda habría exigido que la condujeran a su casa, en el bulevar Saint- Germain!... ¡Oh! ¡ella no abandona así como así, a su apuesto Arthur! –¡Es apuesto ese muchacho!; ella lo aprovecha… –Y debe costarle muy caro. –Unos dos o trescientos mil francos al año…
  • 10. 10 –¡Cáspita! ¡A ese precio, en lugar de un semental, podría permitirse toda una cuadra de purasangres! –¡Sí, pero, qué semental!... La Plaçade es un hombre en- cantador y vigoroso, buscado en sociedad, dispensando dinero a espuertas, guapo, alegre, espiritual… ¡Es feliz, y nos da igual que viva a expensas de una mujer! Y, arrojando sobre el arquitecto una mirada maliciosa: –¡Cada uno, en este mundo, tiene su especialidad!... Perro- tin, ¿conocéis la frase de Talleyrand? –¿Cuál de ellas? –Esta… Se trata de un secretario de embajada reprochando a uno de sus colegas haber ascendido gracias a las mujeres: «¡Oh! – le dijo Talleyrand, – ¡no medra gracias a las mujeres, es gracias a la suya!» Ahora bien, si La Plaçade medra por sus vie- jas y jóvenes amantes, vos triunfáis por la belleza, la distinción y la simpatía de vuestra esposa… –¡Yo trabajo, gano el dinero, caballero, y paso por encima de las calumnias! –¿Pero dónde veis la menor calumnia? No he dicho nada y no me permitiría decir nada contra la Sra. Perrotin… Sin embar- go, entre nosotros, vos tenéis un bienhechor, el barón Tiburce Géradud, uno de mis mejores abonados! –El Sr. Géraud es un amigo… –Muy rico… muy generoso, y que tiene sus pequeñas pa- siones, el culto por la juventud y la belleza. Esas palabras de «juventud y belleza» evocaron en el espí- ritu del arquitecto el recuerdo de la Srta. de Haut-Brion, la som- bra amenazadora y peligrosa del luminoso hogar conyugal, pero supo disipar la nube: –Mi querido La Templerie, vuestro escéptico gesto está errado… Yo llevo los asuntos del baron Géraud, le gestiono inmuebles, y el barón tiene por la Sra. Perrotin y por mí la amis- tad de un tío hacia sus sobrinos… –Tengo de ello una convicción absoluta, y estaríais igual- mente en un error guardándome algún rencor. Brindaron, y el director prosiguió:
  • 11. 11 –¿Las mujeres? ¿Acaso tenemos necesidad de la ayuda de las mujeres? ¿Es que la tierra – yendo hacia su agonía por falta de amor – sería habitable sin nuestras compañeras?... ¡El amor! ¡Ah! ¡El amor! ¡Todo está ahí!... ¿Sabéis, Perrotin, cómo espero representar al Amor en una obra titulada El Triunfo de Venus que acabo de recibir y que no tardaré en montar con un lujo iné- dito? Con un carcaj y las alas clásicas, y, novedad en el siglo de plata en que nos hundimos y nadamos, ¡con un saco en bandole- ra!... En el mundo del libertinaje, unos aciertan, otros caminan por intuición; según la frase de Marguerite de Jarny, una de las más ilustres cortesanas del segundo Imperio: «El culo de una puta es como un teatro: tiene su puerta de entrada que hay que pagar y billetes de favor que el autor de la pieza está feliz de distribuir a aquellos de sus amigos que saben aplaudirla!» En ese momento se abrió la puerta, y apareció el vizconde Arthur de La Plaçade. Era un alto y robusto muchacho de veintiocho años. Su barba sedosa y dorada enmarcaba su rostro de ojos azules, nariz aguileña y labios rosados y sensuales. El pantalón, la levita ne- gra y el chaleco blanco, marcando sus formas, revelaban bajo el abrigo claro y ligero, una complexión maravillosa; su sonrisa mostraba unos dientes deslumbrases. Todo en él ponía de mani- fiesto la voluptuosidad, la inteligencia, la fuerza, y se hubiese admirado y amado a ese apuesto macho, si unos destellos de sangre no hubiesen enrojecido a veces el azul de su mirada. Estrechó las manos del director y del arquitecto, quitó su abrigo y su sombrero y tomó sitio entre las otras dos levitas, ante una cena que un maître de hotel acababa de servir: ostras de Ma- rennes, terrina de foie gras, ración de cangrejos, helados y fru- tas, champán blanco y rosado. El vizconde había despedido al maître del hotel; parecía soñador y triste; él, de ordinario tan alegre, y las dos copas de champán que vacío no lograron disipar su melancolía. De vez en cuando, deslizaba su mano por su frente, como para expulsar una idea obsesiva, y dijo, con una alegría ficticia de la que sus amigos se sorprendieron:
  • 12. 12 –¡Comamos! ¡Bebamos! ¡Divirtámonos!... ¡La vida es ba- nal! –¿Sobre qué nefasta hierba habéis caminado, vizconde? – preguntó el director de las Fantasías Parisinas… Nos instáis a beber, a comer y a divertirnos, con un tono que adoptaríais para anunciarnos que estáis dispuestos de volaros la tapa de los sesos -–¡Estáis equivocado! – djo Perrotin – El vizconde sueña con su gran proyecto: «El Bar-Florido». A esa observación del arquitecto, el rostro del aristócrata se metamorfoseó; todas las sombras de tristeza se desvanecie- ron, y con esa voz, tanto como con su belleza de Apolo de Fi- dias, tenía el don de encantar a las mujeres, con esa voz sonora, amenazante o dulce, embrujadora, que obligaba a abrir los oídos de sus víctimas: –Pues bien, sí, queridos, soñaba y veía en un sueño elevar- se y funcionar mi establecimiento. ¡Riquezas, millones!... «El Bar-Florido». Gracioso vocablo, verdad, y que, en su forma poé- tica, tiene más mensaje que todas las metáforas habituales para designar un lugar de placer, donde, después de una buena cena, uno se va a entregar al amor. «¡Vamos al Bar-Forido!» ¿Qué hombre vacilaría en pronunciar esto en voz alta, cuando es casi vergonzoso, si uno no está demasiado borracho, murmurar: «¡Vamos a casa de la Martignac o a la de la Sainte-Radegonde!» –Evidentemente, esa es una idea a tener en cuenta – dijo el director de teatro – ¡Perrotin lo construirá! –¡Jamás! – exclamó el marido de la italiana –¡Yo no traba- jo en la prostitución, y mi sueño es edificar una catedral! –¡Dejemos en paz a la iglesia! – le arrojó el vizconde – ¡Si vos no os apuntáis, nos ayudarán otros arquitectos! Y olvidando a Perrotin para dirigirse a La Templerie: –¡Imaginad, Víctor, jardines de invierno y verano, el Pa- raíso terrenal, con numerosas Evas ante la manzana, o errantes, en sugestivos y multicolores velos… Aquí y allá, pequeñas vi- llas muy discretas, cabañas, templos, chalets donde las parejas podrán besarse, jugar, comer, beber, dedicarse a sus impulsos
  • 13. 13 voluptuosos, a los sones de invisibles orquestas… ¡El «Bar- Florido» es la gran Casa de amor, palacio del Arte y la Higiene! Vació su vaso y continuó: –La gran Casa de amor estaría dirigida por la Sra. de Sain- te-Radegonde o la Martignac y un hombre de paja, para los jue- gos de bacarrá y otros asuntos, pues espero no figurar en los registros… El director comentó: –Esa también es mi opinión, querido vizconde… Debemos permanecer en la sombra… –¡Y mantenernos vigilantes y al margen! Pero, la ambición de lucro, bajo el velo del anonimato, hizo reflexionar a Perrotin: –Está bien, si lo deseáis, aportaré mi concurso… Y los tres rufianes en levita negra discutieron el proyecto del «Bar-Florido», sin elevadas palabras, con pulcra honestidad, como si se tratase de la más honorable de las operaciones. Sin embargo, un tumulto de alegría llenaba el Café Egip- cio, y se hacían más numerosos los frufrús de los vestidos, los cuchicheos de amor, los ruidos de risas y besos. En la estancia contigua, sonaba un piano que acompañaba a unos bailarines, y, cuando el vizconde de la Plaçade, después del los discursos, retomaba sus antiguas preocupaciones, una rubia y gruesa mu- chacha entró como un golpe de viento: –Perdón, caballeros – dijo – me he equivocado de núme- ro… Estoy en el 8… Y reconociendo al aristócrata: –¡Vaya, Espejo!... ¡Hola, Espejo! Léa, la enorme Léa, salida de Saint-Lazare, y que había tomado libre la noche en casa de la Martignac, se acercó en un vestido de terciopelo cereza, con los senos y los brazos desnu- dos: –¿Vizconde, te molesta que te llame «Espejo»?... ¿No quieres un piquito, rubio mío?.. Estoy cenando con mi inglés, Reginal Fenwick, allí, al lado… –¡Vete! – gruñó La Plaçade – ¡No me gustas!
  • 14. 14 Pero, la puta, con los puños en las caderas: –¡Ah! ¿Así es como me tratas? … ¡Pues bien, vamos a ver! Perrotin y la Templerie quisieron interponerse; ella los apartó con su dos brazos, y enfrentándose al aristócrata: –Sí, ya sé. ¡Lo que tú necesitas son putas que te paguen!.. Yo, yo soy una prostituta de dos luises… Casquivana o puta, eso es todavía demasiado caro para tu boquita… ¡Adiós! Tomó sobre la mesa una botella a medio consumir, bebió a morro, arrojó el corcho a través de la habitación y salió, sin pre- star atención a otra mujer que entraba – una bonita y esbelta criatura de cabellos castaños y ojos negros, en traje de baile ro- sa, bajo un largo manto de seda gris. La Templerie la esperaba probablemente, pues este se le- vantó enseguida y la besó, antes de presentarla a sus compañe- ros. –¡La Señorita Blanche Latour, la más sugestiva y talentosa actriz de mi teatro! –¡Conozco a la señorita por haberla aplaudido muchas ve- ces en las Fantasías-Parisinas! – declaró el arquitecto. Arthur se limitaba a inclinar la frente, pero, pronto, sus ojos centelleantes se detuvieron sobre la joven artista, y adivinó lo que siempre ocurría cuando el apuesto vizconde distinguía una nueva presa: Blanche se rindió al encanto del seductor; y, despues de alegres libaciones, como La Templerie y Perrotin ganaban sus domicilios, La Plaçade murmuró: –Blanche, ¿quieres ayudarme a olvidar a una mujer cuyo recuerdo me tortura?... ¿Quieres ser mi amante? La Srta. Latour respondió: –Soy vuestra… ¡Llevadme a donde queráis! Señor, me habéis vencido… ¡Os amo! El vizconde de La Plaçade hizo subir a la actriz en un co- che, y algunos minutos más tarde, los enamorados llegaban al elegante apartamento de la calle de Atenas, amueblado por la esposa de un rico banquero, la Sra. Eléonore Le Goëz.
  • 15. 15 A las siete de la mañana sonaba la caja del reloj de uno de los maravillosos bibelots de la habitación de amor. Arthur contempló, durante un instante, a Blanche dormi- da, y, sin despertarla, saltó de la cama y pasó al cuarto de baño. Refrescado, perfumado, vestido, sacudió suavemente a su nueva amante: –Blanche, hay que marchar… La estrella se frotaba los ojos: –¿Cómo? ¿Me echáis? –Os he pedido que esta noche me ayudaseis a olvidar a una mujer que adoro… –He hecho lo que he podido… –Sí, habéis estado encantadora, y, con vos, el amor es un placer; pero, olvidar a la otra, por desgracia, ¡me es imposible!... ¡Perdón, Blanche, y gracias! Ella se levantó, sumisa, y en el momento de irse, humilde ante ese hombre cuyo contacto tenía el poder de embrujar a to- das las mujeres, dijo, temblorosa: –¿Vendréis a verme en mi palco? –Desde luego. –¿Mañana? –Tal vez… –¿Una de estas noches? –¡Claro que sí! Aunque voluptuosa, la estrella era codiciosa, y esperaba un detalle; pero el aristócrata la despidió con un último beso. ¡Enamorado! Aquel al cual las muchachas de la Martignac bautizaron «Espejo», el vizconde Arthur de La Plaçade, el aristócrata rufián mantenido por la Sra. Le Goëz y que vivió de tantas otras mujeres, experimentaba hoy un gran y sagrado amor, un amor capaz de llevarlo al bien y de purificar todas sus vergonzosas lujurias y todas sus prostituciones! ¡Enamorado! ¡Espejo, enamorado! Sí, pero la mujer que él deseaba con todo el calor de su sangre y su juventud era la única a la que, tal vez, no podría po-
  • 16. 16 seer nunca: un obstáculo se levantaba entre él y la Srta. de Haut- Brion… el recuerdo de Lionel. En la Palacio de Justicia, después del veredicto, el Sr. de La Plaçade había vuelto a ver a la virgen rubia, ya admirada por él en casa del barón Géraud, y la había seguido hasta el bulevar de los italianos. Ahora bien, desde la condena de Lionel, y esperando el traslado del prisionero a una cárcel central, la condesa Anne de Esbly y la Srta. de Haut-Brion vivían en el apartamento de la noble vívtima. Cada mañana, las dos mujeres, en riguroso luto, iban a es- cuchar la misa de las ocho a Notre-Dame-des-Victoires; la patri- cia había elegido esa iglesia, porque fue en la que, según creía, obtuvo la curación de Lionel, peligrosamente enfermo; pero fue aún en ese templo, por desgracia, donde la virgen encontró a la Sainte-Radegonde, fuente inicial de sus desgracias y vergüenzas. Las iglesias, como las prisiones, se convierten en el refu- gio del Mal y del Bien. Un viernes muy temprano, La Plaçade que salía de casa de su antigua enamorada, la Sra. le Goëz, y que había acechado a las dos mujeres vestidas de negro, entró detrás de ellas en la iglesia. Pero allí, en la austeridad del templo, a la luz de los cirios que iluminaban el altar, vio a Cloé arrodillarse, y la blanca figu- ra de la virgen y sus cabellos de oro que recordaban a las santas místicas de los vitrales de la iglesia, le hicieron palidecer y tem- blar. ¿Era una casualidad que amase a esa pequeña? Al principio se divirtió con un sentimiento aún desconoci- do, y luego, unas ignotas fuerzas lo arrastraron hacia la belleza rubia y, todas las mañanas, regresaba a Notre-Dame-des- Victoires para contemplar y admirar a la virgen de amor. La Srta. de Haut-Brion conservaba un vago recuerdo de ese aristócrata – uno de los mejores danzantes de los bailes que ofrecía Géraud – y se sintió inquieta al encontrarlo siempre en su camino. Pronto, se alarmó, enrojecía sin poder dar un paso, adivinando detrás de sus faldas al vizconde de La Plaçade.
  • 17. 17 Arthur abandonaba las sombras de la iglesia, ofrecía agua bendita a las damas de luto; se levantaba en plena luz, con mira- das de llama; y, al salir de misa, Cloé lo veía, de pie y serio, bajo el pórtico, o en la calle, y él se inclinaba a su paso, religiosa- mente, como ante las imágenes sagradas. Por fin, un día, en ausencia de la Sra. de Esbly, el aristó- crata penetró en la casa de la desdichada, y una criada anunció: –¡El señor conde de La Plaçade! Se hubiese dicho que la Srta. de Haut-Brion esperase esa visita. No se turbó y ordenó a la criada que indicase al aristócra- ta que no podía recibirlo. Arthur, bien enguantado, vestido con un frac azul, el som- brero en la mano, se dirigía hacia el salón. Cloé le cortó el paso: –Habéis escuchado, caballero, la orden dada al servicio… ¡No me obliguéis a repetirla!... Con su voz embriagadora, pero donde se percibía una vo- luntad inmutable, él se atrevió: –Señorita, me pareció escuchar esa orden… pero soy un amigo de Lionel… un amigo de colegio… Permitidme insistir… Deseo… quiero hablaros… –¿Deseáis?...¿Queréis? – respondió la sobrina del barón Géraud – ¿Dónde creéis que estáis, señor? Humildemente, él bajó la cabeza: –Os suplico que me recibáis, señorita, y que me escuchéis un instante… ¿Vais a desdeñar mi ruego? Ella vio en una explicación el medio de desembarazarse del hombre; y, además, ¿qué tenía que temer? El visitante decía ser un amigo de Lionel… La criada no estaba allí, pues se había ido a la habitación contigua. –De acuerdo, señor, consiento en escucharos… Y, sola, en el salón, con aquel hombre de las barbas de oro: –¡Hablad, caballero!
  • 18. 18 Pero él esperaba que la Srta. de Haut-Brion se sentase; y, de pie, cerca de ella, inclinado, con las manos juntas: –¡Oh! ¡Vos que sois la belleza y la gracia, tened piedad de mi! Sus ojos brillaban de lágrimas; su voz temblaba: –Señorita, yo os amo… La virgen se levantó para echarlo, pero sometiéndose a la irresistible dominación de aquel a quien las prostitutas llamaban «Espejo», o temiendo exasperar un dolor profundo, continuó escuchando las palabras del visitante: –¡No os ofendáis de mi audacia, y no me rechacéis, queri- da señorita, sin haber escuchado mi ardiente y respetuosa decla- ración de amor! –¡El amor de un hombre decente no es una ofensa, señor, y me gusta creer que vos lo sois! –Entonces, ¿puedo esperar? – balbuceó Arthur, cuya mi- rada expresaba un gozo delirante – ¿Puedo esperar que os dign- éis a consentir ser mi esposa? Seria, ella le mostró su indumentaria de duelo: –¡Habláis a una viuda, caballero, que llora y llorará eter- namente… a su esposo vivo y desdichado! Él se arrodilló: –¡Ah! señorita, si vos supieseis, si pudieseis comprender cuanto os adoro! –No insistáis, señor, y levantaos… Una palabra más sería un insulto… Os ruego que os marchéis… Cegado de amor, el vizconde de La Plaçade no escuchaba nada; rogaba, siempre de rodillas, y realmente, en esa hora so- lemne, olvidaba todas las ignominias de su carrera! Ya no era el chulo arruinado que se había rebajado a un oficio abyecto: ya no era el gigolo viviendo de las faldas de una mujer que hubiese podido ser su madre; ya no era el «Espejo» de las casas de tole- rancia, ni el industrial promotor del «Bar-Florido»; volvía a ser el descendiente de una raza ilustre, el hermano del coronel Ra- oul de La Plaçade, un soldado colmado de honores, comandante en Lunéville del 31 regimiento de dragones. Y, por el amor to-
  • 19. 19 dopoderoso y redentor, ¡se creía digno de aspirar a la mano de la noble señorita! ¡Oh! sus colegas en levita se hubiesen reído si hubiesen podido observar al bello Arthur, extasiado como un colegial ante la señorita rubia. Las Sainte-Radegonde, las Martignac, todas las matronas y todas las putas, enclaustradas o libres, se hubiesen desternillado si pudiesen ver el espectáculo del gran Espejo enamorado y de la virgen desdeñosa. ¿Le rechazaba realmente? ¡No! Cloé se sentía presa de piedad por ese hombre tan joven, tan guapo, tan vibrante de dolor y de pasión; a punto estuvo de olvidar a Lionel; el otro la embriagaba, la iluminaba, arrojaba fuego en su carne y su sangre; ella iba a experimentar el choc de amor, el golpe del rayo, y aún así, ella repitió, y con un tono que no podía dejar ninguna duda en el espíritu del adorador: –Os he rogado que os levantéis y que os retiréis, caballero, y ahora, ¡os lo ordeno! Arthur, herido en su orgullo, dio algunos pasos hacia la puerta, y deteniéndose en el umbral, se elevó con toda la altura de su porte: –Señorita, os obedezco… me voy… Pero, no se ha dicho la última palabra entre nosotros… Os adoro; no queréis amarme; ¡sabré forzar vuestro amor! Por todas partes donde esteis, por todas partes donde vayais, me encontraréis a vuestro paso!... ¡Ah! ¡No conocéis el poder de mi voluntad!... ¡Os amo; quiero que me améis, y me amaréis! –¡Jamás! – gritó la virgen, espantada ante tanta audacia. El aristócrata bajó la escalera, haciendo gestos y hablando en voz alta: –Estoy loco y soy ridículo… Lo siento, lo sé… Pero la amo… y la quiero. De regreso a su apartamento de la calle de Atenas, al apuesto vizconde pensaba: Solo me queda un único medio… ¡Deslumbrarla con mi lujo!... ¡Sí, pero no tengo un centavo y soy un macarra lleno de deudas, humillado y vilipendiado!... ¡Bah!... con el dinero de mi antigua amante, me edificaré una virginidad moral!.. ¡Paris y el mundo son de los que tienen dine-
  • 20. 20 ro y todo brilla al refulgir de los metales! Eléonore me ha pro- metido diez mil francos esta noche… ¡Diez mil francos! ¡La bella guirnalda!... ¡Cien mil, dos cientos mil, un millón es lo que deseo! La Goëz es rica, y si no tiene el millón esta noche, deberá conseguírmelo, una noche u otra. Y mirándose en un espejo, acariciando su barba de oro, con sus dedos perfectos, adornados de sortijas, dijo, burlón y cínico: –Las casquivanas y las putas de la Martignac me llaman «Espejo»… Pues bien, será con los espejos con quién cace a las viejas y libertinas alondras, como Eléonore. Con una lámpara de gas en la mano, la Sra Léonore Le Goëz bajaba la monumental escalera de su palacete, en el bule- var Saint-Germain, y a la vacilante luz de la llama rosa, los pa- neles de cristal reflejaban una mujer bajita y regordeta, con ca- bellos color heno, ojos negros, cejas espesas, dientes blancos y labios aún vivaces en la cincuentena. Vestida con un péplum de surah malva y mantilla, calzada con babuchas, se dirigía inquieta, tendiendo el oído, pero nada turbaba el silencio del lujoso domicilio. La vieja dama atravesó el jardín, y se detuvo detrás de una puerta disimulada en la muralla por el follaje. A la una de la mañana sonaba el reloj de Saint-Germain- des-Pres, la iglesia vecina, cuando dos pequeños golpes, distin- tamente dados, sonaron en la puerta. La Sra. Le Goëz abrió y se encontró en presencia del viz- conde Arthur de La Plaçace, su joven enamorado, vestido con traje negro bajo un abrigo claro. Arthur quería asirla y besarla. Ella dijo: –¡No… aquí no!... ¡Ven! –¿Tienes miedo? – preguntó alegremente el joven. –¡Pero, ven! La antigua enamorada le precedía, con la lámpara en la mano. Siguieron unos senderos, subieron por una escalinata de
  • 21. 21 mármol y, entrando en la habitación de la Sra. Eléonore, Arthur percibió el rostro contrariado de su amante. Él se extendió sobre un diván y acaricio con gesto familiar su barba de oro: –¡Querida, decididamente me he equivocado al venir!... ¡No es uno de tus buenos días, o mejor dicho una de tus buenas noches!; y como odio las malas caras, me voy… ¡Adiós! Ella le impedía salir y lo obligó a volverse a sentar: –¡Oh! ¡quédate, y escúchame, Arthur!... Mi corazón está destrozado, es necesario que te hable y que me digas la ver- dad… Si supieses que desgraciada es tu amiga y como sufre!... ¡Ya no duermo, ya no vivo, y padezco todos los suplicios del Infierno! La Plaçade se echó a reír: –¡Espero que no sea tu marido quién te pone en este la- mentable estado! ¡Ese hombre es incapaz de eso! –¡No se trata de mi marido! –¡Ah! ¿de quién, entonces? –¡De ti! ¡de ti que ya no me amas, que nunca me has ama- do! Encantador, el aristócrata dijo, zalamero: –¡Eléonore, te adoro!¡Esa rima es exacta!1 Y, voluptuoso: –Mira esa encantadora cama donde unas sábanas de seda entreabiertas parecen invitarnos… Enjuga tus ojos y ofrece un beso a tu querido… ¿Dudas de mi amor? ¡Voy a demostrarte tu error! Él era tan guapo y tan deseable que la Sra. Le Goéz, olvi- dando todas sus inquietudes celosas, lo cubrió de besos; pero él detuvo las expansiones amorosas, y dos gruesas lágrimas roda- ron sobre las mejillas de la vieja. Arthur hizo un movimiento de impaciencia: –¡Una escena! ¡Ahora una escena!... ¡Oh! ¡Ya lo adivi- no!... Un pretexto… Una comedia para no darme… para no 1 Eléonore, je t’adore! Expresión que rima en francés. (N. del T.)
  • 22. 22 prestarme los veinte mil… de los que tengo necesidad y que, la pasada noche, -- ¡después de hacer el amor! – te comprometiste a poner a mi disposición. –Veinte no… Diez mil, Arthur… –¡No, señora, veinte!... ¿Es que la esposa de un banquero millonario está preocupada por veinte infelices billetes?... ¡Pero ya lo veo, señora! ¡Quedaos con vuestro dinero! Lo que no pod- áis o no queráis hacer, lo harán otras amigas en vuestro lugar, y de buen corazón!... ¡No hablemos más!... Ella extendió la mano hacia un secreter, situado entre las dos altas ventanas: –Los diez mil están ahí, en este mueble… No me he atre- vido, después de tantas peticiones, a dirigirme una vez más a mi marido, y me he procurado la suma entre nuestros vecinos… Arthur, no exijas lo imposible y acepta lo que me resulta agra- dable ofrecerte… –No, señora… Necesito veinte mil o nada… –Uno de estos días, tal vez… –¡Esta noche, Eléonore! –¿Dónde quieres que los consiga? –¡Busca! –Pero… –¡Busca, te digo! ¡Ah! es que él no estaba acostumbrado a experimentar una negativa de su vieja amante! Por lo común, a una palabra suya, el secreter de la Sra. Le Goëz se abría de par en par, y él gasta- ba, a manos llenas, arriesgadas sumas en las Apuestas Mutuas o en el Libro o las dejaba en el cajero del Cosmopolitan Club; y, hoy, con ocasión de una bagatela de veinte mil francos, la señora dudaba, invocaba historias de préstamos. Pero, si el secreter de la señora estaba vacío – menos de diez billetes – la caja del es- poso rebosaba de oro y fajos… ¡Así pues, había esperanza! El hombre dominaba a la vieja con el encanto de su planta joven y su belleza; la mantenía por la lujuria, por una necesidad eterna y furiosa.
  • 23. 23 La Sra. Le Goëz adoraba al vizconde. Él había entrado en su vida decente una noche de baile, y, en esa noche, Eléonore fue conquistada y se convirtió en una esclava: toleraba todo, perdonaba todo – y él la insultaba, le pegaba – la despojaba, la robaba tratándola como una vaca humana productora de oro. Ella tomó en el secreter el fajo de diez mil y lo deslizó en el bolsillo del hombre. –Sí – dijo – acepto, pero pronto consígueme los otros diez mil, ¿de acuerdo? –Arthur… Él le cerró la boca con un beso – y se amaron. Después de sus retozos, la Sra. Le Goëz se disponía a es- coltar al enamorado al jardín y conducirlo hacia la puerta; pero, La Plaçade dijo: –¿Y mis otros diez mil, Eléonore? –Mañana… –¡No, los quiero esta noche!... Y, ante el silencio de la vieja, cambió de tono y modales: –¡Siempre es así, después de la calderilla! Cuando estás saciada, ya no piensas en tus compromisos! ¡Pero, en nombre de Dios! ¡Esto no quedará así como así!... Necesito mis diez mil; ¡me los has prometido y me los darás! –Arthur, amor mío… –¡Déjame en paz con tus jeremiadas! ¡Para satisfacerte me he fatigado, y exijo mi recompensa!... ¡Vamos, mi dinero, vieja boba! La Sra. Le Goëz rompió en sollozos: –¡Eres inmundo! –¡Mi dinero, carroña!... ¡Mi dinero o te reviento! Ella seguía llorando; él la abofeteó con fuerza… Le pega- ba; ella reptaba sobre la alfombra de la habitación, y él vocifera- ba: –¡Mi dinero, maldita! ¡Mi dinero! Ella exhaló un aliento: –¡No me mates, querido adorado! Luego, levantándose, dolorida y humilde:
  • 24. 24 –¿Me juras que la suma no está destinada a otra mujer? Él sonreía: –¡Te lo juro! Entonces, temblando, ella abrió el secreter, eligió unas jo- yas y las entregó al chulo en levita negra: –Te darán por eso al menos diez mil… Pero tráeme los re- cibos… Pronto deberé desempeñarlos… Arthur, si tengo esos ornamentos es para estar bella y gustarte!... Al día siguiente, el Sr. de La Plaçade, que había empeñado las joyas en el Monte de Piedad, entró hacia las diez de la noche en el Comopolitan-Club de la calle Castiglione. ¡Una partida rabiosa! Frabinas, el ilustre Farabinas, de Chicago, Farabinas, el vendedor de cerdos, el rico Farabinas, el padre de dos bellezas sureñas que se llamaban «Las pequeñas Rastas» Farabinas en acción. Alrededor de la mesa verde, unos caballeros serios, la flor de las timbas de París, y de pie, otros jugadores menos ricos y las cabezas lúgubres de los arruinados. Aquí y allá, Perrotin, La Templerie, el barón Géraud, Su Alteza Real el Príncipe del Bajo Nilo, el Sr. Jacques Le Goëz, el Sr. de Lavarenues, subprefecto de Senlis, el doctor Hylas Gédéon, el duque Savinien de Louqsor, el Sr. Edgard Bazinet, notario, Noel Ferlux, redactor del Trueno Parisino, el marqués Achille d’Artaban, Reginald Fenwick, diputados, abogados, médicos, oficiales, burgueses, industriales, corredores de bolsa, artistas… el gentío habitual de los círculos. Sobre el tapete, unos brillos de oro, macizos de billetes y fichas de todos los colores. –¡Caballeros, hagan juego! – decía el crupier, con su pale- ta en la mano. Entre variados rumores, el aristócrata anunció con su voz armoniosa: –¡Cincuenta luises! –¡No va más! Farabinas, alto y robusto, con los labios finos, ojos de toro, tez encendida, perilla negra a lo yanqui, miró sus cartas y estiró su morro:
  • 25. 25 –¡Nueve! Pronunciaba «neve» – y a cada ganancia parecía burlarse de los demás, de todos esos individuos extranjeros o parisinos cuyas fortunas juntas no representaban ni la mitad de sus pias- tras y sus dólares. –¡Neve! –¡Toavía neve! –¡Neve! –Siempre neve! En algunos minutos, los doces mil francos del aristócrata fueron a agregarse a la enorme masa del americano, y La Plaça- de, cuyo crédito estaba agotado en todas partes, tuvo el deseo de esperar al rico, robarle y matarle… En la antesala, puso la mano sobre el bolsillo de su levita donde se encontraban un revólver y un puñal; vacilaba con el miedo a la cárcel o al cadalso, y abandonó el círculo para diri- girse a casa de la Sra. Le Goëz y regresar pronto, creía, lleno con una nueva y galante recompensa. Pero Eléonore no pasaba por una de sus buenas noches. Decididamente, él la enojaba, la disgustaba, y lo amenazó con hacerlo echar por los servidores cuando él quiso obligarla a ba- jar a los despachos y a abrir las cajas de la banca. Arthur salió, tras haberla insultado y abofeteado, y detrás de la verja del jardín, no escuchó la voz de la vieja enamorada que llamaba al huésped de su carne y de su corazón… Él llegaba al bulevar Montmartre… Del Café Egipcio – de la casa alegre donde, la pasada no- che él cenaba con Perrotin y la Templerie, y de donde se llevó a Blanche Latour, el aristócrata caminaba ahora hacia los Folies- Bergere. Allí, en el pasillo, una morena y gruesa casquivana, escan- dalosamente escotada y cargada de joyas, le dijo: –¿Estáis solito, caballero? –¡Qué te importa! –Os enojáis… ¿Quizás os distraeríais un poco conmigo?... ¡Soy divertida!
  • 26. 26 –¡Pues bien, ven! Ambos subieron en coche. La casquivana se declaraba apasionada y experta en el amor; el aristócrata la siguió a la ca- lle Marbeuf y subieron las escaleras de un segundo piso. Enton- ces, en una habitación lujosa, bajo los besos del hombre, la puta, atrevida como la mayoría de las putas, contó su historia menos vulgar que la de las demás: Ella había recorrido mundo, sobre todo el Extremo Oriente; y en su casa tenía una colección de bibelots y una mezcla de exóticas fragancias. –Me llamo – dijo – Gabrielle Bouvreuil… –¿Bouvreuil?... ¡Un nombre de pájaro!2 –Tengo una hermana que es comadrona de 1ª clase, y soy protegida de un chino, secretario en la Legación… pero está de viaje… –¿Te paga, el chino? –¡No mal!... ¡Oh! tengo mis ahorros… allí… en ese cajón… veinte mil francos… ¡una nunca sabe lo que puede lle- gar a ocurrir!... La Comuna… la guerra… Y con todos esos la- drones de Panamá, conservo mi pasta y no toco nada… Pro, no quiero tocar el capital, hay que vivir… ¿Tú serás gentil, mi gran rubio? –¡Desde luego! Él estaba en mangas de camisa, y Gabrielle, que había pa- sado al cuarto de baño, apareció completamente desnuda, un poco pesada, pero muy sana y voluptuosa. Las luces de las lámparas besaban el cuerpo de la mujer, se reflejaban a lo largo de la morena cabellera, hoyuelos y abul- tamientos aureolaban el tesoro íntimo, – y él parecía no ver na- da, no desear nada. –¡A la piltra! – murmuró la Bouvreuil. –No… mejor sobre el diván. –¡Bien! 2 Bouvreuil significa petirrojo en castellano. (N. del T.)
  • 27. 27 Gabrielle acababa de extenderse… El se bajó, y, armado de su puñal, se lo clavó bajo el seno izquierdo… Ella no emitió ni un grito y expiró… Enseguida, la Plaçade, evitando la sangre que se deslizaba, recogió el arma, la limpió, la volvió a meter en su bolsillo, abrió el cajón y se apoderó de los veinte mil francos de la muerta. Bajó, con su abrigo claro bajo un brazo, elevado a la altura de los ojos, a fin de disimular a la mirada del portero su barba de oro. Dormitando sobre su asiento, el cochero que esperaba, no vio al hombre desparecer, y la Plaçade, habiendo tomado un nuevo fiacre, se detuvo en la plaza Gaillon, a la entrada de las Fantasías-Parisinas. Arhtur subió al despacho del director a estrechar la mano de la Templerie, y, en las bambalinas, besó a Blanche Latour. El miserable permanecía sin temor y sin remordimientos. ¿Quién podría pues sospechar y reconocer en él al «gran rubio» de los Folies Bergere? Había tantos rubios en Paris, y la Brouvreuil recibía a tanta gente. Aparte de la Sra. le Goëz, dispuesta a sacri- ficarse, los jugadores del Cosmopolitan Club, los asiduos del Egipcio, el director de las Fantasísas Parisinas y Blanche indi- carían – en menos de una hora – el empleo de su tiempo. Las circunstancias le servían de maravilla, y algunos mi- nutos por aquí, y algunos por allá, en esta noche tan movida, crearían una coartada indiscutible. Y, la Plaçade, en levita negra, bajo el abrigo claro, erraba ante la casa de la virgen, en el bulevar de los italianos. ¡Cloé! ¡Cloé! Olvidaba el robo y el asesinato. Olvidaba a la Sra. Le Goëz y su dinero, a Blanche Latour y al placer! –¡Cloé! ¡Cloé! No soñaba más que con ella, y ella era su esperanza, su ídolo, su redención! ¡Colé! ¡Cloé!.. ¡Sufría, gemía, moría por la virgen! ¿Es que la señorita de Haut-Brion, tan valiente en sus lu- chas con el viejo Géraud y el joven Fenwick, y tan altiva con las Martignac y las Sainte-Radegonde, iba a abandonar a la noble víctima, Lionel de Esbly, y dejarse hipnotizar por el «Espejo»?
  • 28. 28 ¿Es que los criminales rubios debían unirse a las angelicales rubias? ¿Es que la carne nueva de la mujer iba a vibrar y co- rromperse bajo la carne prostituida del hombre? ¿Es que uno de los rufianes en levita iba a conquistar a la virgen?
  • 29. 29 II LA VIRGEN Y EL RUFIÁN El castillo de Esbly, ilustre residencia feudal, se elevaba en medio de un gran parque, cuyos últimos árboles lindaban con el bosque de Senlis. Una terraza diseñada en forma de jardín inglés rodeaba el edificio principal, y los verdes céspedes con macizos floridos, entre el decorado de altas estatuas de mármol, se prolongaban hasta un rio que vertía sus cantarinas aguas en el antiguo foso, considerablemente engrandecido y transformado en un lago, coronado en el centro por un pabellón de estilo oriental. Se llegaba a ese pabellón por una calzada de piedras, muy estrecha, construida en mosaicos, y que servía de lugar de em- barcadero para una flotilla, realmente maravillosa de arte y gus- to. Y por todas partes, en el horizonte, se podía apreciar el inmenso bosque, con rutas blancas y tortuosas, bajo las profun- das hayas, los claros poblados de aldeas, las casas de los guar- dias y sus jardines, las cabañas de caza, y allá abajo, una enorme brecha por la que pasaba un viaducto atrevidamente construido sobre un barranco, la línea aérea del ferrocarril. Fue allí, en ese viejo castillo, donde la condesa Anne y la Srta. de Haut-Brion se refugiaron después del internamiento de Lionel en la cárcel central de Poissy. A partir de ese momento comenzó para las dos afligidas mujeres una vida de soledad y tristeza en el noble domicilio donde todo evocaba al querido ausente. Se hizo el vacío en torno a ellas. Los habitantes de las propiedades vecinas que, de ordi- nario, acudían a casa de la condesa, cuando su presencia era señalada, rompieron toda relación: Georges de Lavarennes, el subprefecto de Senlis y su esposa, siempre aliados de los Esbly,
  • 30. 30 acabaron por hacer a la madre del prisionero una visita de con- dolencia y no volvieron más al castillo. Y los días pasaban, todos iguales, en un tranquilo engaño, pues cada una de las mujeres disimulaba sus sufrimientos para no aumentar los dolores de la otra. Cloé se multiplicaba, tratando de aportar alivio en el alma doliente de su vieja amiga: le realizaba largas lecturas que la otra escuchaba, sin entender, con la mirada perdida, y muy a menudo, la Srta. de Haut-Brion dejaba caer el libro y se sumía en una ensoñación angustiosa. Así de mustias permanecían la patricia y la virgen, y bas- taba un ruido procedente del exterior, una puerta que se cerraba, un criado que entraba, una ventana batiendo bajo la brisa, para extraerlas de ese éxtasis enfermizo y tal vez mortal. Pero, valientemente, la virgen se despertó. Sentía el peli- gro de su sopor y la natural y santa obligación del esfuerzo, y obligaba a la madre a destruir el embrujo de los pensamientos y de las tinieblas, a pasear por los jardines e incluso a realizar lar- gos recorridos por el bosque vecino. Las personas que las encontraban, aldeanos, granjeros o guardias, las saludaban, sin atreverse a abordarlas, y, serias, en- fundadas en sus vestidos negros, caminaban, bajo las hayas ver- des, hablando de Lionel… siempre de Lionel… De esas dos almas tan heridas, era la madre la que más sufría. Ella, al menos, podía gemir abiertamente y exponer sus tristezas, pero Cloé, aparte de la inmensa pena que le causaba la terrible aventura de su novio, no podía evitar recordar las ver- güenzas y oprobios cuyo doloroso secreto conservaba… ¡Cuán- tas veces la Srta. de Haut-Brion estuvo a punto de arrojarse a las rodillas de su amiga y confesárselo todo! Siempre vacilaba, por pudor, por respeto, y también por temor a infligir nuevas penas y nuevas aflicciones a la anciana dama. Leal como era, se calló; se calló, a pesar de la obsesión del pasado que la corroía como un cáncer. ¡Oh! ¡la casa Martignac ¡ ¡Oh! ¡Los rostros de la Sainte-Radegonde y de la Michon! ¡Oh! ¡el tío Tiburce! ¡Y la prisión! ¡Y la acera!... ¡La acera!...
  • 31. 31 Luchando contra los malos sueños, fortificada por la dulce visión de Annete, la virgen solía acudir al pequeño pabellón oriental, situado en medio del lago, cerca de la flota en miniatu- ra. Y allí, encontraba numerosas cosas que habían pertenecido a su novio, instrumentos de pesca, un sombrero de paja, una cara- bina, fusiles, floretes, toda una colección de armas, una trompa de caza con la que Lionel anunciaba alegremente a su madre, y al resto del castillo, que regresaba de una excursión e iba a darle un beso filial. Allí había libros, casi todos trataban de temas científicos, y manuscritos donde el joven doctor de Esbly mostraba una eru- dición de lo más notable. Desde luego, la joven no podía com- prender todo, y no intentaba leer todo, pero algo le decía que esas obras constituirían un día la gloria del adorado, víctima de las injusticias humanas. Entre todos los recuerdos de familia que permanecían en el castillo de los Haut-Brion, propiedad actual del tío Géraud, situado frente al castillo de Esbly, ella añoraba sobre todo los retratos de sus padres – de la madre, honorable y cariñosa; del padre, el marqués Emmanuel, fallecido en Rusia, al día siguiente de un segundo matrimonio in-extremis. De esa historia lejana, Cloé solamente sabía – por el tío Géraud– que había tenido una madrastra y una hermana y, siempre, según la versión de Géraud, ella imaginaba a la una y a la otra muertas, mientras la marquesa y su hija vivían penosamente en París, bajo el apellido de «Lagrange». ¡Oh! ¡Cómo la virgen, en su soledad, y a pesar del cariño dispensado por la Sra. de Esbly, hubiese amado a la madrastra y a a la hermana! ¡Con ellas, la vida le hubiese resultado menos incierta y dura! Aun sin haberlas conocido nunca, ella incorporaba a la última marquesa de Haut Brion y a su hermana menor en las oraciones dichas en honor de sus muertos. Una carta acababa de llegar a la cárcel central de Poissy. A Lionel, como a todos los detenidos, se le prohibía escribir, ex- cepto una vez al mes; esperaba ser autorizado a poder hacerlo
  • 32. 32 más a menudo; no se quejaba de su suerte y se esforzaba me- diante buenas palabras en dar ánimos a la Sra. de Esbly y a Cloé, esperando el permiso para verlas. En cuanto a su novia, por des- gracia, el reglamento era inflexible: solo el padre, la madre, la esposa y los hijos tenían derecho a visitar a los reclusos. La condesa Anne solicitaba este permiso cada día y mal- decía la lentitud administrativa. Por fin, se dignaron a responderle y, valiente, partió para ir a abrazar a su hijo. Al regresar al castillo, tras haber acompañado a la vieja dama a la estación, la Srta. del Haut-Brion, soñadora y triste, se sentó en el salón, cerca de una puerta-ventana abierta sobre los parterres. Delante de ella se encontraban los jardines floridos, y más lejos, del otro lado del lago, en esa esplendida mañana de mayo, el bosque de Senlis extendía sus ramas cubiertas de frondosida- des nuevas; sobre el cesped, un jardinero, armado con su rastri- llo, recogía los hierbajos, otro nivelaba la arena de los paseos; más lejos aún, en un sendero que bordeaba el río, una chiquilla, con las piernas y pies desnudos, conducía dos vacas de las que se podían oír los cencerros, y muy cerca, en la parte inferior de la terraza, un criado en librea lavaba a grandes chorros de agua, un victoria azul. Todo el paisaje resplandecía de luz, y, en el patio de honor, en lo alto del gran portalón, el sol iluminaba el blasón de los Esbly. Pero la virgen no prestaba atención alguna a los seres y a las cosas. Si la primavera formaba parte de la naturaleza, el in- vierno se alojaba en su corazón. Seguía con el pensamiento a la condesa de viaje; ella la observaba llegando ante la cárcel cen- tral, un edificio que desconocía, pero que imaginaba casi idénti- co a la prisión de Saint-Lazare, con lúgubres construcciones con ventanas cerradas, barrotes e inmensos patios, plantados de árboles donde, en lugar de mujeres, iban y venían hombres si- lenciosos, vestidos con el uniforme gris de los presos.
  • 33. 33 Y entre esos individuos de rostros salvajes, una figura des- tacaba, noble y hermosa, a pesar de su extraña palidez, ¡Lio- nel!... El conde de Esbly pasaba, con la cabeza baja, los ojos fijos al suelo, y de repente extendía los brazos y se arrojaba en los de su madre, ¡la dulce visitante! En ese momento del sueño, la mirada de Cloé se dirigió a la verja de entrada, cerca de la cual se levantaba la caseta del portero. Un hombre hablaba con uno de los jardineros, solicitando una información, sin duda, pues el jardinero extendió el brazo en la dirección del castillo, y el desconocido siguió la avenida cen- tral que llevaba a la terraza. La distancia no permitía a la joven distinguir quien se acercaba, pero el visitante le pareció vestido con elegancia, y pronto reconoció al vizconde Arthur de La Plaçade. ¿Qué venía a hacer al castillo? En ausencia de la condesa, y, después de su confesión de amor en el bulevar de los italia- nos, ¿debía recibir al aristócrata? ¡No, por supuesto! Iba a adver- tir a los criados, cuando la idea de un accidente ocurrido a la Sra. de Esbly o de una desgracia sobrevenida al prisionero, que el amigo de Lionel iba a informarle, la hizo cambiar de decisión. Esperaba alarmada y seria. El Sr. de La Plaçade entró en el salón y se inclinó profun- damente ante la virgen. Un traje de paño gris hierro hacía destacar su torso bien formado, y, dispuesto a representar un papel, el galante estaba tan reservado como había sido atrevido con motivo de su visita inicial en la casa del bulevar de los italianos. –Señorita, dijo, no vengo a hablaros de amor… Me he propuesto un deber, y, a pesar de un pesado temor, evoco el re- cuero de mi amigo Lionel de Esbly, condenado injustamente, encerrado en Poissy, y quisiera ofrecer a la Sra. condesa, su ma- dre, mis más sentidas condolencias y ponerme a su disposición si por alguna circunstancia tuviese necesidad de mis servicios. La Srta. de Haut-Brion respondió:
  • 34. 34 –La Sra. condesa está ausente, caballero, y no regresará hasta mañana… –Lo sé, señorita… El criado me lo ha dicho, y si he insis- tido en ser admitido en vuestra presencia… fue a fin de testimo- niaros mis sinceras disculpas… El día de mi visita, en el bulevar de los italianos, enloquecí… estaba fuera de mí… torturado de amor, y espero merecer mi perdón por mi arrepentimiento y… la confesión de un error… Ella balbuceó: –Olvidemos eso, señor… Él continuó: –¡Oh! ¡estad tranquila, señorita de Haut-Brion!... Yo res- peto… ¡siempre respetaré vuestro dolor!... ¡Sois la novia de Lionel, de mi desdichado amigo, y sabré, pase lo que pase, acor- darme de ello! El hombre ya se despedía de la joven, asombrada de sus nuevos modales y su lenguaje. –¿Creéis, señorita, que, mañana, tendré la suerte de encon- trarme con la Sra. condesa de Esbly? –Sin ninguna duda, señor. –Regresaré mañana… Mis saludos, querida señorita… Y, envolviéndola con una mirada que la turbó hasta el fondo del alma, se perdió en el campo. Cloé soñó toda la noche con ese misterioso personaje; se acordaba de las palabras de amor, de las súplicas, de las amena- zas, y glorificaba al hombre por haber vencido una ardiente pa- sión. La virgen intentaba pensar en Lionel, y siempre se erigía en la luz la imagen del vizconde de La Plaçade; lo veía como si hubiese estado allí, con su barba de oro, su cabellera dorada y sedosa, sus labios rosados y sus grandes ojos azules pensativos; escuchaba su armoniosa voz, más suavizada en los lamentos: «… mi amigo Lionel de Esbly… mi más sentido pésame…» y su voz alta y vibrante en sus declaraciones de amor: «..¡Os amo!... ¡Os adoro!...»
  • 35. 35 Comparaba al vizconde con su novio, y el vizconde le pa- recía más apuesto, más seductor, más fuerte. No, desde luego, ella no lo amaba; ¡no lo amaría nunca! Su amor pertenecía a Lionel y ella no experimentaba por el otro más que una natural admiración mezclada con una especie de terror. Entonces, ¿por qué su espíritu no podía desprenderse del apuesto vizconde?.. ¡Bah!... Un sueño, un sueño indigno de ella y que se desvanecería con las primeras luces del día… ¡Y Cloé tenía razón! Cuando el astro apareció, en su mati- nal triunfo, por encima de los grandes árboles, toda preocupa- ción se disipó: Lionel reinaba como amo soberano en el corazón de la virgen. A las once, la Señora de Esbly llegó e incluso antes de quitar sus vestimentas de viaje, arrastraba a la Srta. de Haut- Brion a su habitación: –¡Oh, querida! ¡Qué horrible casa! – estalló la condesa. Sí, ¡es espantosa! –¿Lionel? ¡Habladme de Lionel! – imploró ansiosa la mu- chacha. –¡Siempre tan valiente y digno, mi querido hijo! ¡Si supie- ses que feliz ha sido al verme, y como te agradece, Cloé, haber venido a vivir conmigo y no haberme abandonado! –¡Pobre Lionel! ¿Cómo vive allí?... ¿Cómo soporta su horrorosa existencia? La condesa la tranquilizó diciendo que el director de la cárcel de Poissy se había mostrado muy amable con su hijo, tanto como podía permitírselo la severidad de los reglamentos. El Sr. de Esbly acababa de ser destinado a la biblioteca; se le evitaba el contacto parmente con los ladrones y los asesinos. Y, triste, murmuró: –¡Lo que me apena, es que mi hijo me oculta algo! … ¿Lo qué?... Una esperanza… una ilusión… Lo he interrogado… No quiso responderme… –¿Tal vez haya descubierto a los miserables que lo han perdido? –¡Lionel me lo hubiese dicho!
  • 36. 36 –¿Entonces, qué suponéis? –¡Nada! ¡Absolutamente nada! Pero de una cosa estoy se- gura, ¡Lionel me oculta algo! La Srta. del Haut-Brion había olvidado completamente hablar a la condesa de la visita recibida, la víspera, y no fue has- ta más tarde, en el almuerzo, cuando se acordó del vizconde. Dijo: –Ayer, el amigo de Lionel, el vizconde Arthur de La Pla- çade ha venido al castillo… La vieja dama levantó la oreja, y, altiva: –¡Ah!... ¿Qué quería de ti ese caballero? –No venía por mí… Deseaba testimoniaros la pena que le causa… nuestra desgracia. –¿De verdad? – dijo Anne, incrédula – Imagino más bien que intenta continuar cerca de ti su campaña amorosa… –Con motivo de su primera visita, en el bulevar de los ita- lianos, yo le hice saber mi compromiso con Lionel, y, ayer, el Sr. de La Plaçade no me habló de amor… ¡Eh! ¿Qué ha hecho ese hombre, mamá, para que vos, tan buena, parezca detestarlo de ese modo? –No lo detesto… apenas lo conozco… –Sin embargo, es amigo de Lionel. –¡Oh!.. ¡a lo sumo un compañeros del barrio latino!... Y, celosa, por el honor del hijo bien amado y víctima: –Espero que no vuelva más… –Os pido perdón… Me ha anunciado su visita para hoy, durante el día… –¡Está bien! ¡Se le recibirá de modo que se le quiten todas las ganas de amoríos! La Plaçade no apareció ese día en el castillo, pero al día siguiente se presentaba en una nueva vestimenta, y fue recibido por la castellana. Cloé no asistió a la entrevista, pero tras la partida del aristócrata, corrió hacia su vieja amiga, persuadida de que el Sr. de La Plaçade había sido despedido con carácter definitivo.
  • 37. 37 Encontró a la madre de Lionel completamente cambiada; algunos minutos de entrevista con ese gran encantador que se llamaba el vizconde Arthur en el mundo y «Espejo» entre las putas, había bastado para que se produjese la metamorfosis. La Sra. de Esbly sonreía: –¡Decididamente, ese vizconde no es un mal diablo! No piensa ya en disputarte a Lionel y lamenta su declaración amo- rosa e intempestiva… ¡Un buen muchacho, ese La Plaçade!... ¡Tiene buen corazón! Lloraba evocando el recuerdo de Lionel… ¡Regresará a vernos a menudo, y hablaremos de mi hijo! Cloé disimuló su contrariedad; hubiese querido no volver a ver nunca más al vizconde Arhtur; le preocupaba, la turbaba, y le parecía que le traería alguna desgracia! Sin embargo, el aristócrata no abusó de la invitación; al cabo de tres días hizo una visita muy corta, y algunos días más tarde, anunciaba su regreso a París. La vida continuó monótona para las dos mujeres, con lec- turas piadosas, obras caritativas y algunas excursiones por el bosque de Senlis. Ahora bien, un domingo en el que ambas iban charlando por una avenida sombría, paralela a la vía principal, se sentaron sobre el césped, distraídas con la animación de los alrededores, de ordinario tan tranquilos. Se podían oír los músicos de una fiesta de feria; pasaban personas endomingadas dirigiéndose a la verbena; carromatos de saltimbanquis iban a instalarse en el lugar ya tumultuoso, se encendían fuegos al aire libre para los asados, y por todas partes sonaban fanfarrias, canciones y risas, el habitual jaleo de las fiestas populares. La condesa se levantó: –Vámonos, Cloé; ¡todo este follón me molesta! Siguieron el sombrío camino para regresar al castillo, pe- ro, al cabo de algunos pasos, se vieron obligadas a apartarse del camino para dejar paso a un ruidoso y alegre grupo montado sobre asnos.
  • 38. 38 Había dos hombres y tres mujeres gritando, cantando y fustigando a sus recalcitrantes monturas. Y más atrás, en la lejanía, llegaba una pareja, la mujer so- bre un asno y el hombre sobre un borrico. Maquinalmente, la Srta. de Haut-Brion dirigió su mirada hacia el jinete en la lejanía; se puso muy pálida y fue presa de una emoción tal que, temiendo desfallecer, se agarró con fuerza al brazo de la condesa. ¡Acababa de reconocer en las tres primeras mujeres a La Esponja, Léa y As de Picas! No conocía a los hombres que escoltaban a las doncellas, el Rizos y Llega al Pie, aquellos mismos que intentaron asfixiar- la durante su sueño en la casa del pasaje del Tivoli. –¿Qué te ocurre querida? – preguntó inquieta, la Sra. del Esbly– ¡Se diría que te vas a desmayar! Cloé, vacilante, respondió con un gran esfuerzo: –No tengo nada, señora… pero, os lo suplico, alejémo- nos… Regresemos… Perdiendo la cabeza, intentaba arrastrar a la condesa dese- ando huir de la maldita aparición; pero el grupo enemigo ya es- taba allí, cerca de ella, alineado sobre el camino. –¡Te digo que es la rubia! – vociferó Julia Naumier – ¡Va- ya casualidad! –¡Pero sí, es la rubia! – apoyaba Hermance Boussare. Léa intervino: –Estáis tontas ¡La rubia es más alta que esa, y no está tan bien dotada! Los dos bandidos también observaban a la Srta. de Haut- Brion, pero tratando de disimular sus rostros. Llega al Pie comentó a su compañero: –¡Es ella! ¡Es nuestra «secuestrada»! ¡Si nos reconoce llamará a los gendarmes! ¡Larguémonos! –Idiota, estaba dormida, cuando intentamos darle lo suyo, ¿cómo quieres que nos reconozca? –¡Sí, pero es igual! ¡Ha sido una mala idea venir a la fiesta de Senlis!
  • 39. 39 Ordenaban la partida a sus compañeras, pero As de Picas, habiendo bajado de su montura, caminaba hacia la novia del Lionel: –¡Veamos lo que te ocurre para mirarnos con esos ojos de carpa, rubia! No quiero hacerte daño… ¡Hoy es día de fiesta!... Estamos divirtiéndonos… ¿Quieres venir con nosotras a hacer la calle? Fuera de sí, Cloé murmuró: –¡No os conozco señora! ¡Os aseguro que no os conozco! –¡Oh! sí, ¡ya entiendo! Disimulas porque estas con una be- lla dama, y me guardas rencor porque te he dado una paliza en el bulevar y quise quitarte los ojos en Saint-Lazare donde eras la preferida, la joya de las monjitas. La Sra. de Esbly, altiva, declaró: –¡Os confundís! ¡Esta señorita es mi hija, y no tiene nada en común con vos! As de Picas se insolentó: –¡Ah! ¡Con qué esas tenemos, vieja! Pues bien, preguntad- le si no fue detenida, una noche, en el Bol de Oro, y veremos se tiene el coraje de contradecirme. E, interpelando a la Srta. de Haut-Brion: –¡Vamos, habla, y dime a la cara si miento! Completamente lívida, la virgen callaba. Léa y la Esponja, sin embargo buenas muchachas, se ofendieron al ver como esa joven amiga a la que habían hecho un favor, renegaba de ellas. Léa le preguntó: –Berthe Vernier, ¿no te acuerdas que fui yo quién te ayudó a escapar de la casa de la Martignac, dándote el sombrero y el abrigo del inglés? No hubo respuesta. A su vez, la Esponja se plantó ante la Srta. de Haut-Brion: –¿Y de mí, no recuerdas que siempre te he defendido en Saint-Lazare, como en el bulevar?... Cloé parecía no escuchar, y, jadeante, miraba venir a los otros dos personajes, sobre el asno y el borrico.
  • 40. 40 Y, de pronto, reconociendo a la cabaretera del pasaje Ti- voli: –¡La religiosa!.... ¡Ah! ¡Miserable! ¡Miserable! Era, en efecto, Valerie Michon que avanzaba seguida de Barnabé, el sepulturero. Fuera de sí, la virgen corrió hacia la innoble mujer que ba- jo los hábitos de una monja de prisiones, había ido a casa de los Loizet a buscarla para conducirla a la muerte; quería desenmas- carar y castigar al verdugo de la Momia-Reseda, la acusadora falaz de Lionel; quería – al precio de su vida – hacer justicia; pero sus fuerzas la traicionaron; emitió un gran grito y cayó, inerte, en la hierba… Unos ruidos de voces y pasos asustaron a los malhechores; los unos y las otras, por razones diversas, temían a los gendar- mes; y toda la banda, azuzando a los asnos por la brida, despare- ció en la frondosidad del bosque. La Sra. de Esbly permanecía inmóvil, mirando a Cloé a sus pies, sin pensar en socorrerla. Le pareció que tenía un mal sueño. Cloé, la novia de su hijo, la virgen del honor y del deber, ¿una compañera de esas basuras vivientes? ¡Las putas habían mentido!... ¡Estaban borrachas!... ¡Sin embargo la Srta. de Haut- Brion no se había defendido y la aparición de la vieja sobre el asno le había arrancado blasfemias y gritos de horror! Una voz conocida sacó a la vieja dama de su sopor. El vizconde Arthur de La Plaçade se mantenía cerca de ella, saliendo del follaje. Él dijo, emocionado y amable: –Señora condesa, vuestra joven amiga no puede quedar aquí en el estado en que se encuentra… ¡Permitidme ayudaros a reconducirla al castillo! Cloé volvía en sí, y al recuerdo del odioso encuentro, qui- so huir, pero Anne de Esbly le tendía los brazos, y la virgen aceptó, llorando, ese refugio maternal. –¡Ah! ¡Señora! ¡Señora!.... ¡Si supieseis… si pudieseis sa- ber!...
  • 41. 41 –Yo sé que eres la novia de mi hijo, creo en ti y te quiero! – dijo muy segura la castellana. No fue pronunciada otra palabra y la Srta. de Haut-Brion, aún muy débil y sostenida por el vizconde y la madre de Lionel, regresó al castillo y pidió autorización para retirarse a sus apo- sentos. Pero, antes de dejarla, La Plaçade, aprovechando un mo- mento en que la condesa volvía la cabeza, murmuró al oído de la joven: –¡Cloé, si algún día sois desdichada, pensad en mi! Por la noche, tras una crisis de lágrimas, la virgen, brava y decidida, bajó al salón y cayó de rodillas ante la condesa: –Perdón, señora… ¡y adiós! –Levántate, hija mía, y explica tus palabras – respondió con bondad la madre de Lionel. Pero la virgen, arrodillada: –Perdón por la espantosa escena a la que habéis asistido… ¡Adiós, señora, pues voy a abandonaros para siempre! –¡Esas muchachas son unas zorras!... ¡Estaban borra- chas!... ¡han mentido! –¡Esas mujeres han dicho la verdad! – gimió la Srta. de Haut-Brion– ¡Soy yo la culpable, oh, muy culpable de no habe- ros hecho una confesión completa antes de recibir vuestra hospi- talidad! La Sra. de Esbly la obligaba a levantarse y a sentarse cerca de ella: –¡Yo creo y creeré siempre en ti! ¡Habla…! Entonces, la novia de Lionel contó a la vieja amiga sus ex- trañas desgracias; contó la infame conducta del tío entrando por la noche en su habitación para violarla; contó la huida nocturna, su aventura con las prostitutas sobre el bulevar de los italianos; contó la intervención valiente de Annette Loizet, el honor de la joven obrera y de los padres; contó su encuentro con Olympe de Sainte-Radegonde en Notre-Dame-des-Victoires, su despertar en un lupanar, la evasión gracias a una de las prostitutas, el regreso a casa de Annette, la historia de la Cría-Reseda, sus promesas,
  • 42. 42 sus retractaciones, la visita de la falsa religiosa y la aventura del pasaje Tivoli; no olvidó nada, ni su detención en el Bol de Oro, ni la denuncia del inglés Reginald Fenwick, ni su estancia en Saint-Lazare; no olvidó nada más que el testimonio de sus virtu- des y la expresión de su valentía. Sin embargo, concluyó: –¡Siempre me he mantenido pura! La vieja dama la tomó entre sus brazos: –¡Hija mía!... ¡mi querida hija!... ¡Yo ya sabía que tú no eres así… que no podías ser culpable!... ¡Una Haut-Brion no podría decepcionarme! ¡Abrázame, Cloé, y olvida a todos esos monstruos!.... ¡Olvida!... ¡Te quiero todavía más ahora que co- nozco tu martirio! Quedó un momento pensativa, y luego, exaltada: –¡Cloé, lo que acabas de contarme comienza a generar luz en la oscuridad que rodeaba la detención de Lionel!.... ¡He des- enmascarado… al hombre que lo ha perdido! –¿Y quién es? – preguntó, jadeante, la Srta. de Haut- Brion. –¡El barón Géraud! –¡Oh! ¡Señora! –¡Sí, esas mujeres… La Michon y la Cría-Reseda… y ese hombre… el criado… han sido los instrumentos del viejo!... ¿Por qué no has hablado antes? ¡La desgracia, la gran desgracia no habría ocurrido!... ¿Por qué cuando te he preguntado si co- nocías a alguien que tuviese algún interés en impedir tu matri- monio, has respondido que no conocías a nadie? –¿Y vos imagináis?... ¿creéis?... – preguntó la virgen es- pantada. –El barón Géraud te amaba… te deseaba… ¡Un matrimo- nio suponía para él un obstáculo!... ¡Se ha desembarazado de mi hijo!… ¡Está claro! Y tomando entre las suyas las manos de la joven, mirada contra mirada: –Cloé, ¿es que nunca lo has pensado?
  • 43. 43 –Sí, señora, a menudo, pero siempre he rechazado esa idea como algo injusto… y además… –¿Y además, qué? –Señora, si el barón Géraud huibese querido separarme de Lionel, podría hacerlo sin cometer un crimen abominable… Es mi tutor, y nada le resultaría más fácil que oponerse a mi matri- monio… –Sí, pero la pasión… ¡el innoble deseo!... En fín, ¡Dios nos protegerá y sabré la verdad sobre el barón Géraud! Desde hacía algunos días, una intimidad más grande aca- baba de establecerse entre la condesa Anne y el vizconde de La Plaçade. Arthur siempre hablaba de su amigo Lionel y nunca del amor que quemaba sus entrañas por la virgen. Se había alojado en el mejor hotel de Senlis, y gracias a los estipendios de la Sra. Le Goëz, hacía sus visitas a caballo, en coche, en bicicleta y algunas veces en automóvil. Y ahora, seguro de la amistad de la condesa y de sus gran- des y pequeñas entradas en el castillo, El Sr. de La Plaçace re- tomaba su rol de enamorado. Pronto resultó para Cloé un supli- cio a todas horas. Ya no se limitaba a murmurar frases galantes; escribía y, cada noche, en su habitación, la joven encontraba una nota vibrante de pasión… Sola, en el jardín, veía bruscamente aparecer al bello Arthur como si, flor humana, hubiese emergido de un parterre de flores, y, por la noche, lo observaba al claro de luna bajo sus ventanas. Arthur ejercía un misterioso poder sobre la virgen. Todav- ía no era amor, pero una especie de fascinación que la obligaba a mirarlo de cerca, de no desviar sus ojos al mirarse, por así de- cirlo, en el espejo vivo. Él llevó su atrevimiento hasta pedir una cita nocturna a Cloé en el pabellón donde tan a menudo la ado- rada de Lionel pasaba horas en solitario; ella lo rechazaba, in- dignada, y amenazaba con hacer echar a Arthur por la conde- sa… Pero, por temor al escándalo, se calló y la obsesión se hizo más fuerte y dolorosa… ¡Oh! hubiese deseado que el aristócrata se fuese al otro extremo del mundo y, sin embargo, si permanec-
  • 44. 44 ía un día lejos de ella, a la virgen le parecía que el castillo se llenaba de tristeza y sombras. Una noche, después de la cena, la Sra. de Esbly y la Srta. de Haut-Brion, sentadas sobre la terraza, miraban formarse una tormenta en el cielo. Los árboles del jardín todavía estaban sua- vemente iluminados por la luna; pero unas nubes se deslizaban muy negras y nada se movía en el campo… Los árboles, los matorrales, las flores, se mantenían inmóviles bajo el tranquilo sopor de un calor pesado… De pronto, todo se oscureció y el resplandor de un rayo iluminó las sombras, seguido de lejanos truenos. La condesa, a quién la tormenta ponía nerviosa, se levantó para regresar a su habitación. –¿Queréis que os acompañe, mamá? – dijo Cloé, de pie y dispuesta a ofrecer su brazo a la castellana: –¡No, hija mía, gracias… y hasta mañana! Voy a dejar en- treabierta la puerta que da a la terraza… No tardes, querida… La castellana ganó la gran avenida; un enorme perro de las montañas corrió hacia su ama. La Sra. de Esbly lo acarició: –¡Eh! ¿Estás aquí, Minos? Vamos, ¡se bueno y haz guar- dia! El animal corrió a través del parque, y sus ladridos se con- fundieron con los nuevos truenos que se acercaban. Cloé permaneció sola un instante sobre la terraza, y tuvo la idea de dirigirse al pabellón donde le gustaba soñar con Lio- nel. Eran las diez. Los criados estaban acostados y la Sra. de Esbly acababa de cerrar su puerta. Al llegar al pabellón, la virgen encendió las velas de los candelabros y se instaló en un sofá de bambú con un libro en la mano. Fuera, la tormenta estallaba con toda su intensidad; las grandes ráfagas sacudían los árboles; parecía como si la natura- leza se hubiese espantado;; unos murciélagos chocaban contra los vidrios de las ventanas; las alondras, los quebrantahuesos,
  • 45. 45 todos los pájaros de la noche y del día, revoloteaban en la negru- ra, con graznidos lastimeros y lúgubres aleteos, y la lectora, bajo los resplandores de los rayos y los ruidos del trueno, permanecía inquieta en su asiento. De repente, la puerta del pabellón se abrió y el vizconde Arthur apareció ante la sobrina del barón Géraud: –¡Cloé!…. ¡soy yo! ¿No os alarméis? La Srta. de Haut-Brion lo miró, valiente: –¿Por qué habría de tener miedo? ¿No es usted un hombre decente? ¿Qué he de temer, señor? –Nada, señorita… ¡Pero el hombre decente os adora y no puede vivir sin vos! Ella estaba de pie, siempre dueña de sí misma: –¡Vos sabéis bien, señor de la Plaçade, que no puedo res- ponder a vuestro amor! ¿Queréis retiraros?… ¡No es hora ni lugar para mantener esta conversación! –Si no queréis escucharme, ¿por qué habéis acudido a mi cita, señorita? –¿Vuestra cita?... No comprendo… –¿No habéis leído mi carta?; sin embargo ha sido deposi- tada, como las otras, en vuestra habitación. –¿Y en esa carta vos osáis a proponerme una cita…por la noche…. en este pabellón? –Sí, a las once… ¡Son las once, y he llegado!... ¡Oh, Cloé! Os lo suplico, confesad que es por mí por lo que habéis veni- do… ¡Cloé, me esperabais! –¡No, señor! ¡Y si hubiese encontrado vuestra carta la habría roto como todas las demás, sin leerla! Y, decidida: –Pues bien, de acuerdo, señor, hablemos… o más bien, es- cuchadme: Desde hace mucho tiempo me acosáis con vuestras declaraciones y cartas, y, a pesar de vuestros juramentos de amistad por Lionel, volvéis a hacer en esta casa lo que habéis hecho en París, en el bulevar de los italianos, ¡cuando me vi obligada a echaros! Señor, espero que en el futuro os abstengáis
  • 46. 46 de vuestras extravagancias que no pueden más que comprome- terme… ¡Yo amo a Lionel y no amaré a nadie excepto a él! –¡Lionel está deshonrado! –¡Lionel es un mártir! –Jamás, ¡él no os ha adorado, como yo os adoro!... ¡Cloe, no penséis más en ese hombre que no puede ser vuestro marido! ¡Sed mía Cloe!... ¡Sed mi esposa y no os encerréis en esta casa, donde un día se os reprochará el pan de la hospitalidad!... ¡Yo soy rico! ¡Yo os adoro!... ¡Sed mi esposa! Él se acercó, llenándola con su aliento; ella no se atrevía a moverse. Un calor la quemaba; se sentía tomada de un incom- prensible vértigo y la voz del hombre resonaba en sus oídos co- mo una música celestial – más bien infernal, pues la Plaçade parecía transfigurado, con su barba de oro bajo el fuego de los rayos y sus ojos arrojando llamas. Era bello, de una belleza casi sobrehumana. Ella juntaba las manos en una suprema oración, y él, co- mediante maravilloso, emitía sollozos de dolor: –¡He luchado!… ¡No puedo luchar más! Entonces, envolviendo la graciosa cintura con sus dos bra- zos de Hércules: –¡Ven! ¡Ven, Cloé! ¡Un coche nos espera! ¡Ven!... ¡Te amo!... ¡Te adoro!... La virgen pedía auxilio; el ruido de los truenos eclipsaban sus gritos; trataba de huir; sus rubios cabellos se desataron; la blusa se rasgó, poniendo al desnudo su cuello y sus hombros, dándole la apariencia de una muchacha gozando… En el momento en el que el vizconde de La Plaçade llega- ba al pabellón y sorprendía a la Srta. de Haut-Brion leyendo, un hombre, vestido completamente de gris, con la cabeza cubierta de un sombrero de fieltro de amplias alas, escalaba la muralla del parque… Minos, el perro guardián, con los pelos erizados y los ojos ensangrentados, iba a saltar sobre el visitante nocturno; pero una voz y unos gestos lo habían calmado, y el animal, alegre y dócil,
  • 47. 47 se puso a lamer las manos y se levantó para besar cariñosamente el rostro del hombre. Avanzando de árbol en árbol par no ser traicionado por la luz de los relámpagos, el visitante bordeaba la terraza, y cuando se disponía a introducir una llave en la cerradura, observó que la puerta estaba entreabierta. El hombre no dio importancia a este hecho y recorrió el vestíbulo del castillo. Evidentemente conocía la casa, pues subió por la escalera sin la menor vacilación en la oscuridad. Sobre el rellano del primer piso se detuvo ante una habita- ción, y, allí, su corazón latió con extrema violencia: sus brazos temblaron y sus piernas desfallecieron… Se recuperó y golpeó suavemente la puerta… –¿Eres tú, Cloé? – murmuró la voz de la condesa Anne. Él guardaba silencio, y la voz insistió: –Responde… ¿Eres tú, Cloé? No se atrevía o no podía responder. Entonces, la puerta se abrió, y la condesa, a la vista del hombre, a punto estuvo de desvanecerse: –¡Lionel! ¡Mi Lionel! –¡Sí, madre, soy yo!... ¡Silencio! Él la arrastraba a la habitación, cerrando la puerta tras ellos. La Sra. de Esbly lo cubría de besos, lo mojaba con sus lágrimas: –¡Lionel! ¡Mi Lionel! Dios ha escuchado mis oraciones! ¡Lionel! ¡Mi Lionel! ¡Mi Lionel! –¡Madre, te lo suplico, tranquilízate!... Solo puedo que- darme aquí un momento… ¡Necesito hablarte! –¿Te has evadido? – balbuceó la condesa. –¡Sí, con la ayuda de dos guardias que recompensaré re- almente algún día! –¿Qué piensas hacer? –Ahora abrazarte… y luego, tomar algún dinero y escapar lo antes posible al extranjero.
  • 48. 48 –¡Partir! – gimió – ¿Partir? –¡Oh! por algunos meses solamente, a fin de proseguir las investigaciones… Luego, regresaré… ¡y cuando sean castigados los calumniadores no nos abandonaremos más! –¿Conoces a tus calumniadores? –¡No, pero estando libre podré desenmascararlos! La Sra. de Esbly temía dar una falsa esperanza a su hijo; no le habló del barón Géraud, y tan solo dijo: –¡Lionel, nosotras los descubriremos y serás vengado! –¿Y Cloé? –Ella siempre ha estado aquí… siempre te ha amado… ¿Quieres verla? –¡Sí, creo que la despedida de mi bien amada me dará va- lor! –Espera… voy a avisarla… No es necesario que tú apa- rezcas bruscamente ante ella… Su emoción sería demasiado grande y peligrosa… –¡Ve, madre! Ella entregó a su hijo un fajo de billetes y corrió a la habi- tación de la Srta. de Haut-Brion. Volvió pálida como una muerta y tenía en la mano una carta abierta, pinchada con una flor. –¿Qué te ocurre, madre? ¡Me das miedo! – dijo el joven. Ella lloraba; él preguntó: –Vamos, ¿qué te pasa?--- ¿Cloé? ¿Dónde está Cloé? –¡Cloé es indigna de ti! ¡Es una miserable… una mujer perdida!... ¡Ella está… está encerrada en el pabellón con su amante! –¡Imposible! – exclamó Lionel. –Por desgracia, sí… ¡Mira!… ¡Lee! Y tendió la carta a su hijo. Él leyó, estremeciéndose de rabia: «Cloé, amor mío, te esperaré esta noche, como las demás noches, en el pabellón del parque… ¡Ven! ¡Oh! ¡ven! Mil besos sobre tus adorados labios.
  • 49. 49 «ARTHUR.» El aristócrata aplastó el papel con disgusto: –¡Esto es un error o una inmunda calumnia! –¡Debemos asegurarnos! ¡Bajemos, hijo mío, y se valien- te! La Sra. de Esbly y Lionel se tenían de la mano y atravesa- ban los jardines, corriendo. La tempestad los envolvía con sus ráfagas, y se produjo un gran ruido de trueno cuando llegaron al pabellón cuyas luces interiores se filtraban por los cristales. De un empellón, Lionel forzó la puerta y vio a Cloé, des- hecha y despeinada, entre los brazos de La Plaçade. –¡Lionel! ¡Lionel! – gimió, perdida, la Srta. de Haut- Brion. –¡Miserables! – gritó el joven aristócrata, arrojándose en el interior de la estancia. –¡Miserables! – repitió la condesa Anne. Pero el gran Arthur ya había tomado a la virgen y la lleva- ba, alejando a los otros de su fardo vivo. El prisionero evadido quiso perseguirlos; la condesa lo de- tuvo: –¡No, Lionel!... ¡Esa muchacha es una criatura innoble! ¡Debes olvidarla! Una voz imploraba a través de las ramas rotas por la tem- pestad y bajo el cielo iracundo: –¡Lionel!... ¡Lionel! La voz, cada vez más lejana, gemía: –¡Li… onel! Se perdió en un último estrépito de la tormenta. Y mientras el aristócrata se dirigía al Havre para embar- carse y navegar hasta Estocolmo, el rufián huía con la virgen conquistada.
  • 50. 50 III EL LANZAMIENTO París es el centro universal de la acción, y la Ciudad de la Luz no pierde mucho tiempo con un suceso, pues siempre nece- sita un nuevo decorado y una nueva aventura. Los vendedores ambulantes gritaban, a lo largo de los bu- levares: –Compren El Trueno Parisino… ¡cinco céntimos! Y pronunciaban los gigantes titulares: El Crimen de la calle Marbeuf. Los 20.000 francos de Gabrielle. – Un rufián en levita. Se abrió una investigación sobre la muerte de Gabrielle Bouvreuil; hubo alguna detención sin consecuencias por falta de pruebas y la historia fue enterrada entre un estreno en las Fantas- ías Parisinas y la apertura del Concurso Hípico y las carreras de bicicletas y automóviles. ¡La Srta. de Haut-Brion vivía con el gran Arthur! Sí, esa hija de marqués, insultada por Lionel y la condesa Anne, esa virgen heroica, completamente devota a la causa del desdichado novio, se había entregado a la Plaçade. ¿Quién habría podido protegerla contra sí misma? Fragmentos de su historia le mos- traban la fatídica soledad, por así decirlo, desde la muerte de sus padres y la tentativa criminal del tío hasta la acusación del aristócrata adorado... ¡Sola! ¡Siempre sola! Y como si su destino fuese ignorar las transiciones, la vir- gen que, antaño, cayó desde un aristocrático palacete al arroyo,
  • 51. 51 había pasado bruscamente del honorable castillo del Oise a un picadero de soltero, y del amor ideal al placer carnal. Arthur le había prometido matrimonio: su hermano mayor, el brillante coronel del 31 regimiento de dragones en Lunéville, aprobaba su conducta, y las bodas tendrían lugar próximamente. Pero, tras una breve luna de miel, el asesino de la Bouvreuil cambiaba de parecer y comenzaba a reaparecer en él el rufián en levita. Al principio, La Plaçade aludió a las dificultades de vivir en París; luego ensalzó las grandes fortunas de varios amigos del Cosmopolitan Club, argumentando con ello la libertad de su ídolo. ¡Dios mío! ¡Vivir amancebados bien valía el matrimonio, pues esa vida sin dinero se convertiría en un infierno! ¡Pobre Cloé! ¡Pobre virgen decepcionada! ¡Pobre tórtola fascinada bajo la mirada de la serpiente!... ¡Cuántos rubores! ¡Cuántas lágrimas! ¡Cuánta vergüenza! La Srta. de Haut-Brion era una yegua dócil a la que el gran Arthur había bautizado: «Lilas» y a la que conducía eficazmente con la fusta en la mano, con una atrevida divisa sobre su montura: «LILAS Tu es femina, et super hanc feminam oedificabo «ga- lettam» meam! »3 *** ¿Esta noche? –Sí, esta noche. –¿Y cómo se llama ese amigo del círculo? –Jacques Le Goëz. –¿El banquero del bulevar Saint-Germain? 3 Tú eres mujer, y sobre tu condición de mujer, yo edifico mi fortuna!
  • 52. 52 –¡El mismo! Lilas, la bella Lilas, a la que todo París conocía por verla, desde el comienzo de la primavera, en el Bois y en las carreras, en un elegante victoria, portando la olorosa flor cu- yo nombre llevaba, Lilas, vestida con un batín de seda rosa adornado de finos encajes, sus pequeños pies calzados con babuchas orientales, los cabellos negligentemente retenidos sobre la nuca con un alfiler de coral, saltó del diván sobre el que estaba medio tumbada y corrió hacia un mueble que abrió. Extrajo unas cartas, y presentándolas al vizconde Arthur de La Plaçade, su amante, dijo: –¡Mira! ¡Lee lo que me escribe… tu amigo Le Goëz! El joven hombre rechazó las cartas y sonriendo dijo: –Conozco a esos cobardes voluptuosos; tú me los has mostrado ya uno a uno… –¿Y no has comprendido? –¡Sí! Te propone convertirte en su amante; te dice que es millonario y que está dispuesto a poner su fortuna a tus pies… Ella exclamó: –¿Y persistes en recibir a ese individuo, aquí, esta noche, a cenar… cuando sabes que me desea y que hará todo lo que esté en su mano para poseerme? –¡Dios mío, sí, querida, insisto! –¿Pero qué clase de hombre eres? –¡Un hombre que te adora, mi Lilas! –¡Bonita manera de adorar a una mujer! –¡Creo que es la idónea! Por lo demás, ¿qué tienes que temer? ¿Acaso no estaré contigo? Le Goëz no te comerá. Él la obligaba a sentarse de nuevo, y, de rodillas ante ella, dijo con su voz cálida y vibrante: –Todos mis amigos te desean, Lilas: lo que demues- tra que eres la más adorable de las bellezas rubias. Lilas permanecía pensativa, jugando maquinalmente con el fajo de cartas que todavía tenía entre sus manos. Art-
  • 53. 53 hur, se miraba en un espejo de Venecia, por encima de su amante, y pensaba que él también era irresistible con su as- pecto de gigante, con el oro de su barba tan ligera como una madeja de seda, y sus grandes ojos donde se miraban las mu- jeres; y, sin embargo, después de una disputa con la Sra. Le Goëz, vegetaba en ese apartamento de la calle de Atenas, lleno de deudas, ¡a punto de ser expulsado por una miserable suma! ¡Venga ya! ¿Acaso iba a caer y ver desvanecerse su gran idea del «Bar-Florido»? ¿ Es esto lo que ocurre a uno en la Ciudad de la Luz, cuando se es un aristócrata, apuesto muchacho, y libre de prejuicios? ¿Es que puede permitirse el lujo de venirse abajo cuando se es un espejo… de mujeres? Y se felicitaba el vizconde por entregar a Lilas a Le Goëz, mientras que, por su parte, iba a intentar una reconci- liación con su vieja y siempre enamorada Eléonore. Él llamaba a eso, comer en dos pesebres de amor, y el asunto no dejaba de tener su comicidad, puesto que la misma pareja proporcionando el doble pasto. El vizconde besó uno de los pequeños pies desnudos de su amante: –¿Me amas, Lilas? –¿Si no te amase, Arthur, te hubiese seguido? ¿Me hubiese entregado a ti por completo? –¡Cuando se ama a una persona se hace lo que se puede para serle agradable! –Me parece que no puedes quejarte de mí. De pie, con las cejas fruncidas, Arthur declaró, seve- ro: –Hoy… un poco… –¿Por culpa de tu amigo, Le Goëz? –¡Sí… a causa de Le Goëz!... ¡Tengo derecho a re- cibir a mis camaradas! Y suspirando:
  • 54. 54 –¡Le Goëz es… rico!... ¡Acaba de emprender un ne- gocio que le ha reportado más de dos millones! ¡Ah! ¡Es un hombre cuya amistad hay que cultivar! –¿Por mí, no es así, Arthur? Él cambió de actitud, temiendo ofenderla y alejarla merced a unas órdenes demasiado cínicas: –Por ti… por mí… por nosotros… El Sr. Jacques Le Goëz es un anciano… inofensivo y encantador. –¿Olvidas que ese caballero me ha conocido antes, con mi familia… y que su presencia aquí me resultaría into- lerable? –¡Bah! ¿Qué puede significar eso para ti en este momento en el que la Srta. de Haut-Brion ha arrojado su go- rro por encima… de los castillos del Oise? Ella se levantó, muy encendida: –¡Cállate!... ¡Te ordeno que te calles! ¡Te prohíbo pronunciar unos apellidos que debo y quiero olvidar!... ¡Me llamo Lilas! Todas las veces en las que el vizconde arrojaba una alusión al pasado, Cloé se encolerizaba… Después de aquella noche en la que la Sra. de Esbly y su hijo la sorprendieron con La Plaçade y la acusaron, sin permitirle justificarse, descendió una impenetrable cortina entre su vida de lucha y de honor y la nueva existencia. Cloé era otra mujer, y si la imagen de Lionel regre- saba a su memoria, ella observaba a un ser querido, –un muerto– cuyo recuerdo se desvanecía progresivamente. To- do el amor que había sentido por el conde de Esbly se fundía en otro amor. Adoró a Lionel con toda la ternura de su alma virginal, pero con la carne dormida y sin el aguijón del de- seo; hoy, ella amaba a La Plaçade, pero aunque la carne vi- braba, el corazón no participaba en absoluto en la obra del sexo que la hacía aullar de voluptuosidad. Arthur respondió: –¡Está bien, está bien, mi pequeña Lilas, no te hablaré más de tu nobleza!... ¿Bésame, quieres?
  • 55. 55 Ella se arrojó, golosa, a sus labios, y él murmuró tras los cálidos besos donde ella daba lo mejor de un tempera- mento joven y robusto: –Sin embargo sería muy gentil de tu parte, Lilas, si en lugar de este apartamento original, pero estrecho, poseyé- semos un palacete en los Campos Elíseos, con caballos en nuestras cuadras y coches en nuestras cocheras, y si, en lugar de tu criada y de mi sirviente para todo, estuviésemos servi- dos por mayordomos, alimentados por un chef, conducidos por un cochero inglés!... ¡Joyas para Lilas… Pasta a espuer- tas! –¡Muy gentil, en efecto, pero, eso es un sueño! –¡Un sueño que Le Goëz podría realizar!... ¡Oh! Sin el menor riesgo para tu virtud… y dejándonos continuar con nuestros amores. –No lo entiendo… –Le Goëz… es un viejo inofensivo… y encanta- dor… –¡Ah! –¡Claro!... ¡Un besugo!... A propósito, ¿Vestris te ha envido el vestido para la velada? –No; pero no hay prisa. –Disculpa, pero eso es urgente, pues quiero que te pongas bellas esta noche… ¡especialmente bella esta noche! –¿Para el Sr. Le Goëz? – preguntó desdeñosamente Lilas. –¡Para él, y para los demás! –¿No viene solo? –No; he invitado a la Templerie, el director de las Fantasías Parisinas y al doctor Hylas Gédéon. –¿El doctor Hylas Gédéon? –balbuceó Cloé, con un movimiento de espanto y horror. El aristócrata dijo sarcástico: –Es un médico útil… ¡Muchas mundanas y todas esas señoritas lo adoran! Y además, es tan divertido, ¡«El Pobre Ovarista»!
  • 56. 56 –¿Pobre Ovarista? –Un nombre que se le ha dado en el círculo, a causa de su especialidad: ¡la extracción de ovarios!... Pero también se le llama el doctor Mata-mozas! Tomó su sombrero, se puso el abrigo, un abrigo de terciopelo negro, y dijo: –¿Tienes dinero, Lilas? –Sí, Arthur. –Yo ya no tengo más, y como voy a dar una vuelto por el círculo… –Me quedan veinte luises… –¡Poca cosa, veinte luises!... Dámelos igualmente Lilas entregó a Arthur cuatro billetes de cien francos que introdujo en su cartera. En el momento de partir, se volvió hacia su amante y, cruzándose de brazos: –¿Sabes querida?, ¡esta existencia no puede durar mucho!... ¡nacido aristócrata, necesito vivir como tal!... ¡De- bes ayudarme!... ¿Comprendes?... Hace un mes que tengo el honor de poseerte; he hecho las cosas en grande… Ahora estás cotizada entre las mujeres más hermosas de París… ¡Estás lanzada!... Dices que me adoras… ¡Ya es hora de que me lo demuestres! –Pero… Arthur… ya… –Sí… sí… ¡eres muy gentil!... ¡muy gentil!... Y, sin permitir a la inocente amante rebatir su idea lujuriosa: –No necesito recomendarte estar bella esta noche; lo eres siempre... pero, te lo suplico, Lilas, se amable, muy amable con esos caballeros… sobre todo con Le Goëz… ¡Lo demás irá por sí solo!... Vamos, querida, ¿un beso? Ella lo besó y dijo: –¡Arthur, no me impongas esa humillación! Él adoptó un aire de contrariedad: –¿Qué humillación?... ¿Cómo?… Recibo a mis ami- gos en mi mesa; te ruego que seas simpática con ellos; ¿te
  • 57. 57 halago y te sientes humillada? ¡Realmente, Lilas, no te en- tiendo! Cloé inclinaba la cabeza: –¡Y yo, yo te comprendo demasiado!… por desgra- cia. El Sr. de La Plaçade estalló: –¡Pues bien, tanto mejor! ¡Expliquémonos!... ¡Tu coche, tu caballo, tus vestidos no están pagados!... ¡Todos nuestros acreedores nos persiguen!... Benoit, mi criado, y Ju- lie, tu dama de compañía, reclaman sus sueldos y se vuelven cada vez más insolentes... ¡El propietario del apartamento gruñe y amenaza por los dos meses de retraso en el pago!... Esta mañana he tenido que calmar a mi sastre mientras le encargaba nuevos pedidos… Pero, todo eso no tiene impor- tancia... Me falta dinero en el bolsillo… Tengo deudas de juego… ¡Para un clubman como yo es una vergüenza irre- mediable!... ¡Supone la desesperación!... Tú puedes salvar- me, pero puesto que encontrarte con el Sr. Le Goëz, un an- ciano amigo de tu familia, debe causarte una tan grande humillación, voy a invitar a esos caballeros a un restaurante. Y de repente, cambiando de tono, añadió con una voz llena de sollozos y lágrimas: –Mi pobre amiga, ¡mejor será que nos separemos! La joven mujer se arrojó a sus brazos y lo estrechó hacia ella, como si fuese a perderlo: –¡No! ¡no! ¡Te lo ruego, Arthur, no me dejes! ¡Mo- riría! Con su mano enguantada, él acariciaba su barba de oro, y mostraba una sonrisa triunfal. Era su oficio ser adora- do por las mujeres y su orgullo domarlas y servirse de ellas. –Sí, Lilas, ¡si no eres razonable nos separaremos! Ella lo devoraba a besos: –¡Haré todo lo que quieras!... todo… todo… a pesar de mi vergüenza... ¡a pesar de tu ignominia!... ¡Arthur… ya no tengo familia, ya no tengo honor, y consiento en vender- me… en prostituirme por ti!
  • 58. 58 Y mirándolo, exaltada: –Pero escucha bien, Arthur, si alguna vez me enga- ñas con otra mujer, me vengaré, ¡oh! Sí, ¡me vengaré!... ¡Me entrego por completo, y te quiero en exclusividad para mí, amor mío! Él la besó, y, lanzando por encima de la cabeza de la enamorada una mirada al espejo para ver si nada había arru- gado su traje, regresó al lenguaje trivial empleado una noche con la vieja Eléonore: –¡Excita a Le Goëz!... ¡Excítalo!... ¡Excítalo!... Y salió, enfundado en su frac de cuello de terciope- lo, con un bastón en la mano y el sombrero calado sobre la oreja. La joven mujer, sentada cerca de la ventana, abrió un libro: siempre, en sus raras horas de aislamiento, ocupaba su espíritu para alejar los recuerdos. Aunque Lilas pretendía que la Srta. de Haut-Brion estuviese muerta, en el fondo de su conciencia quedaba una pequeña llama dispuesta a reavivarse. También, embotaba su mente por todos los medios posibles: el teatro, los concier- tos, el circo, los paseos, los ricos vestidos, y se embriagaba de su loco amor, un amor carnal donde se mezclaba un in- menso desdén por el héroe. A veces tenía una grandes ganas de escupirle su vergüenza al rostro, pero una mirada de Art- hur la metamorfoseaba y de nuevo se convertía en una es- clava lujuriosa y sumisa. Sin embargo, La Plaçade jamás había mostrado tanto cinismo, y ella permanecía muy turbada. A las cuatro, Julie, la dama de compañía, anunciaba a su ama una recadera de la casa Vestris: –Esta muchacha trae el vestido de la señora… –¿La señorita Angéla Bouchaud, la costurera? –Conozco a la Srta. Angéla y no es ella… –Está bien, hazla entrar…
  • 59. 59 Una gran y bonita morena avanzaba, y, a la vista de Lilas, permaneció incapaz de hacer un gesto u emitir una pa- labra. Cloé tartamudeó, sonrojada: –¡Annette!... ¡Annette!... ¿Tú? La hija de los Loizet tuvo un impulso de corazón –¡Oh! Señorita de Haut-Brion, qué feliz soy de vol- ver a veros. –No me llames así, Annette – dijo tristemente la so- brina del barón Géraud– ahora me llamo Lilas, y tú lo sabes, puesto que es por ese nombre por el que has preguntado… Y para cambiar de conversación: –¿Trabajas ahora con Vestris, Annette? –Desde hace algunos días… ¡Es toda una historia!... ¿Queréis que os la cuente? –No hace falta, mi querida amiga… Deja el paquete en alguna parte… y… Una nube de tristeza ensombreció a la joven obrera: –¿Me despedís ya, señorita Cloé?... A mí que tanto os quiere… que me place tanto presentaros mis respetos y los de mi familia… –¡Tu lugar no está aquí, Annette! Una sonrisa iluminó la fisonomía de la parisina, y, con esta franqueza que la hacía adorable: –¡Oh! Sí, ¡ya lo adivino! Os molesta verme en vues- tra casa, porque ahora os llamáis señorita Lilas… ¿Esa seño- rita Lilas de la que tanto se habla en el almacén?... Y bien, ¿Qué me importa a mí que hayáis cambiado de nombre y que seáis, como también se comenta en el almacén, la aman- te de un apuesto vizconde? ¿Acaso cada uno no es libre en la vida?... A mis ojos, vos soy siempre la misma persona, ¡una de Haut-Brion a la que amo y respeto!... Y eso es todo, yo dejo que los demás hablen… –¿Y qué dicen… los demás? – interrogó Cloé. Annette se alzó de hombros:
  • 60. 60 –¡Tonterías! ¡Mentiras!... ¿Queréis probaros vuestro vestido, señorita? ¡Oh! ¡una obra maestra!... No se hacen más que obras maestras en la casa Vestris! Solamente los nudos de los hombros no están cosidos… ¡Están hechos de una pieza!... Tengo aquí mi hilo, mi dedal, mis agujas… ¿Dónde me pongo, señorita?... ¡No quisiera estorbar!... Instalada ante la ventana, Annette se puso manos a la obra, y sus dedos actuaron agiles, al mismo tiempo que su lengua: –Antes os decía, señorita, que mi entrada en la casa Vestris era toda una historia… sí, una historia de buenas per- sonas… Mi pretendiente tiene una prima «señorita» en la ca- sa, y, gracias a ella, se me admitió inmediatamente en el ta- ller de costura… Soy muy feliz allí, pero hay cosas que me molestan… De entrada, está prohibido cantar… y claro, im- pedirme cantar es como si se impidiese a un mono hacer muecas… Me callo durante cinco minutos, y… las canciones recomienzan y se me pone una multa!... Luego, a la salida de los almacenes, tenemos un tropel de caballeros detrás de nuestras faldas… Nos rodean, nos siguen… Algunas los es- cuchan… ¡yo, los envío a paseo! –Hablas de tu pretendiente, ¿es que te vas a casar, Annette? La costurera mostraba sus dientes blancos en una ri- sa alegre: –Sí, señorita, pero no todavía ahora… dentro de tres años… después del servicio militar de mi pretendiente… Se llama François Laurier… Un hombre guapo… Un bonito nombre, y tiene un buen porvenir… Es dorador… Ese oficio me produce el efecto de un rayo de sol! En ese momento, una voz femenina se escuchó es- candalosa en la antesala e hizo estremecer a Cloé. Esa voz decía a la criada: –¡No hace falta anunciarme… soy una amiga de la casa!
  • 61. 61 Y, de repente, la Sra. Olympe de Sainte-Radegonde apareció en el umbral de la puerta: –¿Debo irme? – preguntó en voz baja la costurera a la amante del vizconde. –¡No, no, Annette, quédate! La proxeneta levantó una mirada irónica hacia Cloé, y, aproximándose, mostró una sonrisa en los labios: –¡Cuando la montaña no viene a ti, hay que ir a la montaña!.... ¡Buenos días, mi querida niña! Ella quería besarla; la Srta. de Haut-Brion retroce- dió, llena de asco. –Bueno, bueno, dudáis en besar a mamá, – dijo sarcástica Olympe – pero pronto me saltaréis al cuello cuan- do os haya dicho lo que traigo… –¡Hablad y apresuraos! – ordenó la amante de La Plaçade. –¿No me invitáis a sentarme? –¡Haced lo que creáis oportuno! –¡Entonces, lo creo oportuno! Ella había desplegado sus gracias sobre el diván, e, impertinente, miraba de reojo a la bella costurera; hizo un movimiento aprobador con la cabeza: –¡Eh! ¡Eh! muy gustosa, esta morena!... ¿Cómo te llamas, hija mía? –Annette Loizet, señora – dijo la hija de Dominique, deteniendo su tarea. –¡Annette… nombre encantador!... Me recuerda a los romances que cantaba cuando era joven!... ¿Y dónde vi- ves? –¡No respondas, Annette! – intervino Lilas. La Sra. de Sainte-Radegonde se divertía: –¡Ah! ¡lo que le pregunto es por su bien!... Además, ese paquete responde por ella… El nombre está ahí con to- das sus letras… Ella trabaja en Vestris… ¡Admirable casa, Vestris! Iré allí a encargar un vestido, y esta niña vendrá a
  • 62. 62 probármelo ella misma!.... ¿Qué queréis, soy una mujer muy buena!... ¡Adoro la juventud! Y a la obrera: –Déjanos un instante, querida… Tengo que decir a la Srta. Lilas, a mi amiga, cosas íntimas… La hija de los Loizet terminaba ya su labor. Cloé se inclinó al oído de Annette: –Desconfía de esta mujer… ¡Es un monstruo! –Y bien – gruñó Annette –que venga a molestarme y le clavo el alma! Intercambiaron un beso de hermanas. Tras la salida de la gran morena, Olympe dijo a Li- las: –¿Esa jovencita es una amiga vuestra? –La hija de antiguos servidores de mi familia… Pe- ro, supongo que no es de Annettte de quien queréis hablar- me… –¡Hum! Valdría la pena que alguien se ocupase de ella… ¡Es fresca!... ¡Es joven!... ¡Es robusta!... ¡Una bonita piel!.... Estoy segura que si la muchacha conociese su va- lor… –¿Cuál es el objeto de vuestra visita, señora? –¿Estamos solas? –Sí… hablad!... Espero invitados… –No tengáis miedo… Estoy acostumbrada a los ne- gocios, pero permitidme felicitaros… Habéis elegido un nombre delicioso y os sienta a rabiar… ¡Lilas!... Ese nombre evoca la primavera y las fragancias, como toda vuestra ex- quisita persona! –¡Al grano, señora! –¡Ya voy!... Os traigo una gran fortuna… y con la fortuna, el amor… –¡No estoy obligada a escucharos! –¡Me escuchares, señorita!... Soy la portavoz de no- bles extranjeros de viaje y me resultará fácil negociar entre vos y el adorador un acercamiento…
  • 63. 63 –¡Salid! – gruñó Cloé– altiva ante Olympe. La proxeneta se había levantado y dominaba a Lilas con toda su altura: –¡Oh! ¡oh! mi pequeña, esos modales os iban cuanto todavía erais núbil! Pero ahora, ya habéis salido del cas- carón, gatita, no tenéis el derecho de invocar la virtud!... ¡Sois tan puta como las demás! –¡Fuera o llamo! Olympe no se turbó: –¿A quién? ¿A vuestro chulo, tal vez? Pues bien, ¡que venga vuestro pececillo en levita! ¡No le temo! ¡Le contaré vuestra aventura al Sr. vizconde! ¡Lo conozco mejor que vos! ¡Y la Sra. Martignac lo conoce igualmente!... Quiso embarcarnos en su idea del «Bar-Florido», pero todavía no nos hemos decidido; y lo tiene claro si espera nuestra pas- ta… –¡Mentís! – aulló la Srta. de Haut—Brion – ¡Mentís! Pero, la Sra. de Sainte-Radegonde se había tranquili- zado: –¡De acuerdo, miento! El vizconde de La Plaçace es un perfecto caballero; pero aunque tiene ideas interesantes… y nuevas… no tiene el dinero, y vos debeis saberlo… Así pues, reflexionad, mi bella… No quiero poneros el cuchillo en la garganta… Vamos, uno de estos días, volveré a buscar vuestra respuesta… Ella salió, exclamando en voz alta para ser oída por los criados: –¡Gracias, gracias mil veces, querida señora! ¡Mis pobres os bendecirán! Cloé iba a cerrar la puerta detrás de la visitante, cuando se encontró cara a cara con La Plaçade que regresa- ba. Él preguntó, alegre: –¿Era la Sra. de Sainte-Radegonde con lo que acabo de tener el honor de cruzarme en la antesala? –Sí, es ella.
  • 64. 64 –¿Qué estaba haciendo aquí? –¡Debéis desconfiar de ella, señor! Arthur sonrío en su barba de oro: –Sí, un poco… ¡Desgraciadamente para ella, tene- mos a Le Goëz! A las siete, llegó el banquero del bulevar Saint- Germain, acompañado del Dr. Hylas Gédéon con el que aca- baba de encontrarse en la puerta. Lilas esperaba a sus invitados en el salón, orgullosa del vestido traído por Annette y tocada como para un baile. Los dos invitados se adelantaron, vestidos, el uno y el otro, con smoking negro– el financiero, bajo y ventrudo, un sosias del barón Géraud, con menos canas – el médico al- to y enjuto, pelirrojo, la barba recia, la nariz husmeadora, los ojos emboscados detrás de las gafas de oro, los dientes pun- tiagudos, y los labios ampliamente abiertos en una sonrisa de cocodrilo. –Señor Jacques le Goëz; el Señor doctor Hylas Gédéon, – presentó el vizconde de La Plaçade. Pero ya el banquero, gracioso tanto como se lo podía autorizar su vientre: –¡Oh! la señora y yo, somos viejos conocidos! La Srta. de Haut-Brion enrojeció, bajó los ojos, mientras el vizconde hacía señales de reproche al invitado. Le Goëz comprendió su indiscreción: –Cuando digo «viejos conocidos», quiero expresar que he tenido el honor de saludar a la señora muy a menudo en el Bois y en el teatro y que estaría encantado de haber si- do observado por ella…. ¡Idiota y ridículo, ese quincuagenario enriquecido por los azares de tenebrosas especulaciones. Se apoderó de la mano de Cloé y la llevó a sus la- bios, al mismo tiempo que lanzaba sobre lo joven mujer sus gruesas pupilas llameantes de lujuria:
  • 65. 65 –¡Dichoso pícaro, La Plaçade! ¡oh! ¡sí, dichoso píca- ro! Lilas respondía al saludo del doctor Gédéon, y el banquero se acercó al aristócrata: –¡Oye, querido, te parece que he producido buen efecto? La Plaçade le dijo noblemente: –¡Los hombres de vuestra generación gustan a las amas! Se anunció a Víctor La Templerie, el tercer y último invitado. Siempre amable y vivo, el director de las Fantasías.- Parisinas, saludó: –¡Saludos, señora!... ¡señor Le Goëz! ¡Hola, doc- tor!... Llego con un poco de retraso, ¿no es así, La Plaça- de?.... ¡Pido disculpas!.... ¡Acaba de finalizar un ensayo!... ¡Sucio oficio!... ¡Esta vida agota a uno joven! ¡Montones de cosas que organizar! –Es cierto, ¡sois un pluriempleado! – dijo Gédéon, irónico y sarcástico. –¿Estáis de broma, doctor? ¡Me gustaría veros! ¡Un regimentó de mujeres a dirigir y de temperamentos diferen- tes! La Templerie iba a abordar los detalles íntimos, pero a un gesto del vizconde, el banquero ofreció su brazo a la an- fitriona y se pasó al comedor. En la mesa, Le Goëz se encontraba a la derecha de Lilas, y, frente a ellos, Arthur deslumbraba, flanqueado del director del teatro y del médico. El vizconde preguntó: –¿Cómo va el negocio, mi querido La Templerie? –¡Marcha!.... ¡Todas las noches tenemos que dejar a gente fuera! –¡Con vuestra innoble pieza! – rugió el doctor – ¡Realmente, el público es absurdo!