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ECONOMIA DE LA IRRACIONALIDAD.
Manfred Nolte
Dos sucesos aparentemente inconexos dan pie a un somero debate acerca de la
función económica de la racionalidad y de su antónimo, la irracionalidad. El
primero, como no cabe esperar otra cosa, emana del desafío secesionista
catalán, en particular de sus consecuencias económicas. El segundo se deriva de
las investigaciones del reciente premio nobel de economía 2.017, el
estadounidense Richard Thaler. Según indica la Real Academia de Ciencias de
Suecia en la presentación del galardón, las contribuciones de Thaler "han
construido un puente entre los análisis económicos y psicológicos de la toma de
decisiones individuales explorando cómo la racionalidad limitada, las
preferencias sociales y la falta de autocontrol afectan a las decisiones de las
personas y los resultados de los mercados". De Richard Thaler procede la
acuñación del término "sesgo del presente" según el cual la tiranía del presente
y la precipitación en la toma de decisiones ocultan errores y consecuencias que
inexorablemente cobrarán su peaje en el medio o largo plazo. Para repetirse en
sus proposiciones el ganador del nobel ha bromeado públicamente,
manifestando que “piensa gastar el importe de su premio de forma irracional”.
Es necesario obtener perspectiva y remontarnos a los postulados de los
economistas clásicos desempolvando el denostado concepto del ‘homo
economicus’. El individuo económico de Adam Smith y sucesores inmediatos
está vestido con el sobrio ropaje de la racionalidad. Busca su máximo bienestar
en todas sus acciones, intercambia bienes y servicios en el mercado de una
manera inteligente y de esta manera optimiza su vida, la administración de los
bienes escasos que están bajo su influencia y simultáneamente colabora al
funcionamiento de un mercado que se reputa como el método más eficiente
para la asignación de los recursos. Como lo racional –en grandes términos
estadísticos- es juzgar el jamón como un bien superior a la mortadela y
considerar más confortable un buen sillón que el taburete de un faquir,
racionalmente preferimos el jamón a la mortadela y el confortable sillón al
hiriente taburete que cedemos sin pena alguna al faquir. La racionalidad
económica abraza un postulado adicional que se traduce en el principio de
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transitividad: si A está comprendido en B y B está comprendido en C, entonces
A está comprendido en C.
Como es lógico, la doctrina económica en general y la economía del
comportamiento en particular, han ido evolucionando en la comprensión de los
fenómenos sociales y hoy en día es generalmente aceptado que la actuación de
personas o grupos no siempre es racional y que las decisiones económicas
adoptadas por estímulos irracionales pueden conducir a resultados igualmente
de índole irracional y en consecuencia, ineficientes. Traducido al ejemplo
anterior puede suceder que en algunas circunstancias y en determinados
segmentos o grupos sociales, estos prefieran la mortadela al jamón y el taburete
de clavos punzantes al confortable sillón. De hecho a Richard Thaler le han
nominado para el Nobel de economía por haber demostrado que las personas
como agentes económicos zozobran periódicamente en las aguas de la
irracionalidad. No es el primero ni el único. El gran economista británico John
Maynard Keynes ya mencionó la teoría de los ‘animal spirits’, que más tarde
consagrarían George A. Akerlof y Robert J. Shiller; espíritus animales
caprichosos e irracionales que transgreden las normas del comportamiento
económico tradicional. Así como la mano invisible de Adam Smith es la idea
central de la economía clásica, los espíritus animales son la clave de una visión
complementaria y no excluyente de la economía, relativa a la influencia de los
sentimientos y la irracionalidad en la conducta social de las personas.
Recordar la irracionalidad humana constituiría un mero ejercicio de
autoflagelación si en última instancia el hombre no pudiera volver sobre sus
actos y otorgar a la razón y al buen sentido el valor que tienen en la común
construcción del edificio económico y social.
Todo lo cual viene a cuento del ‘procés’ y su presunta declaración de
independencia. La secesión catalana es inviable en términos de ejecución
unilateral no pactada. No hay más que contemplar el desalentador desarrollo de
la fase preliminar del Brexit. En cualquier caso, pactada o no, la desconexión
violenta constituiría un trance económicamente desastroso. Prioriza sin reparos
un sentimiento respetable sobre los estragos incalculables de la irracionalidad.