La reciente notificación de la Sociedad Estatal de Participaciones Industriales (SEPI), acerca de la toma de un porcentaje relevante en el Capital de Telefónica, ha reabierto la recurrente polémica sobre la figura del Estado como Empresario público, su conveniencia, su oportunidad y su eficiencia
Empresarios privados y públicos: ¿adversarios o aliados?
1. EMPRESARIOS PUBLICOS Y PRIVADOS.
Manfred Nolte
La reciente notificación de la Sociedad Estatal de Participaciones Industriales
(SEPI), acerca de la toma de un porcentaje relevante en el Capital de Telefónica,
ha reabierto la recurrente polémica sobre la figura del Estado como Empresario
público, su conveniencia, su oportunidad y su eficiencia. Las reglas, por
generales que sean y por exhaustiva que sean en la vocación de su ejercicio,
siempre estarán sometidas al arbitrio de las excepciones. Más aún: las
excepciones pueden desplegarse en un abanico de alternativas que confieran a
una determinada actitud o juicio de valor determinista el carácter de relativo, y
en consecuencia de discutible y opinable.
La cuestión de fondo, en una economía social del mercado, como es de
prevalencia en los países centrales y aun en vías de desarrollo reside en si es
compatible y conveniente la concurrencia estatal en una economía ya de por si
fuertemente intervenida por las instancias públicas, no solamente por su
presencia omnímoda en la regulación diaria de todos los sectores de la
producción sino también por su condición de demandante de excepción,
acaparando hasta el 50% de la demanda agregada a través del consumo y la
inversión pública.
Vaya por delante, a modo de matiz o incluso de atenuante, que según manifiesta
el holding público, la entrada de la SEPI obedece a una vocación de
permanencia, que permitirá proporcionar a Telefónica una mayor estabilidad
accionarial para la consecución de sus objetivos, contribuyendo a la salvaguarda
de sus capacidades estratégicas: un moderado eufemismo para señalar que una
empresa estratégica y de vanguardia no debe escapar por una excesiva
interpretación liberal a los intereses generales del país y ser fagocitada, sin
oposición, por otros intereses del mercado, que aunque legítimos atenten a los
valores estructurales propios. A nadie con un ápice de perspicacia se le escapa
que la decisión del Gobierno no es otra que la de la protección de la compañía
telefónica, moviendo una figura del ajedrez accionarial en defensa del ataque de
la saudí STC que ya detenta el 10% de la tecnológica. Si es así, a nadie debe
repugnar la decisión de la SEPI. En el entretanto Pallete ha proclamado
proporcionalidad tajante en el consejo tras la entrada de los nuevos inversores.
Luego está el plano de los principios generales.
2. El pensamiento dominante en occidente sobre el papel del estado deriva de la
teoría de los mercados imperfectos: como regla general el funcionamiento de los
mercados es eficiente y compete al estado corregirlos solamente cuando se
desvía de su pauta habitual. En el resto de los asuntos, en épocas de estabilidad,
el estado debe mantener una prudente postura de vigilancia. Así piensa
Occidente, el mundo desarrollado de hoy.
La empresa pública es generalmente asumida como menos eficiente que la
privada. Se crea por el Estado como organismo autónomo, en cuyo caso es un
ente de Derecho público, aunque también puede adoptar la forma de sociedad
mercantil sometida al derecho privado. Los empresarios públicos son algo
excepcional dentro de la actividad económica general, ya que, por común
acuerdo, salvo en las economías de plan central, esta actividad está
encomendada a los particulares y no a entes que están vinculados con el Estado
o Corporaciones de carácter público. De hecho, España llevó a cabo una
privatización masiva de compañías estatales entre 1985 y 2007, con más de 120
empresas vendidas y unos ingresos de cerca de 45.000 millones de euros. Se
privatizaron pequeñas o medianas empresas que no tenían tamaño suficiente
para competir en el mercado. Aunque también hubo grandes transacciones, por
las que pasaron a manos privadas las principales compañías de sectores de gran
importancia en la economía española, como la electricidad, el gas, el petróleo, el
transporte o las telecomunicaciones. De todas formas, no hay país desarrollado
que no conserve en cartera una importante selección de empresas estratégicas.
La actual medida de la SEPI hay que interpretarla, en consecuencia, entre las
defensivas y de subsidiariedad, al servicio del bien común: de la preservación de
un activo reputado esencial en las redes del país que la adopta.
Lo de subsidiariedad, sin embargo, que es fácilmente asumido por un liberal,
tiene enormes detractores. Si tienen dudas pregúntenselo a la mediática Mariana
Mazzucato, acreditada académica y consultora de Gobiernos. Según ella, el
Estado debe de ser la punta de la lanza de la inversión y de la innovación del
país.
Para Mazzucato el planteamiento tradicional es insuficiente y en cierto modo
insultante. El papel de ‘ancilla’ o instancia de último resorte es incapaz de
resolver las enormes fallas de mercado actuales. Muy al contrario, el servicio
público debe “sentarse en el asiento del conductor”, asumir su nuevo
protagonismo e iniciar “misiones” en los distintos ámbitos en los que el mercado
se ha mostrado incapaz con su cometido. Debe construir ‘catedrales’ en el
sentido de la ambición del proyecto y del desconocimiento de los plazos y
recursos necesarios en su construcción. ”Las misiones requieren pensar a largo
plazo y una financiación paciente”. El estado debe ir mucho más allá de la
corrección de los fracasos del mercado. No se trata de enderezar sus fallos sino
de configurarlo, de liderarlo en una acción paralela a la del sector privado,
innovando y creando valor.
La intelectual londinense alude una y otra vez a un ejemplo histórico de la
administración americana y que pone como ejemplo de la acción ambiciosa y
proactiva del Estado. En septiembre de 1962, en un famoso discurso en la
3. Universidad Rice, el presidente John F. Kennedy anunció que el gobierno de los
Estados Unidos emprendería “la aventura más peligrosa y grande en la que se
haya embarcado el hombre: llevarlo a la luna y traerlo de regreso a salvo”. Así
sucedió siete años después, el 20 de julio de 1969. No se trató -razona
Mazzucato- de un proyecto con presupuesto calculado y vigilancia restrictiva y
melindrosa. Simplemente se trataba de ‘una misión’ que debía concluirse a
cualquier precio, que transformó la sociedad produciendo ingentes cantidades
de ‘valor de derrame’. La misión Apolo acarreó el descubrimiento de Internet, el
desarrollo del software, los modernos teléfonos inteligentes, el GPS y una
docena más de otros avances clave desde la nutrición a las prendas espaciales,
aplicaciones geológicas o aerodinámicas que catapultaron la industria
tecnológica hasta nuestros días.
¿Por qué no aplicar la intensidad de la misión Apolo o la disponibilidad ilimitada
de recursos desplegados en una guerra -es otra de sus referencias- a los
grandes problemas de la humanidad, en particular la transición ecológica,
extensible al resto de la agenda 2030 de los 17 objetivos de desarrollo
sostenible?
Casi nada, Mazzucato.