La reciente explosión de los agricultores -una más de una larga cadena histórica- es un suceso emocional y espontaneo y como tal no responde a un enunciado claro de reivindicaciones como podrían constar en un documento unificado de propuestas del sector.
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LONG_LA AGROSFERA.
Manfred Nolte
Las palabras son dardos que, una vez lanzados, se desconoce el efecto que van
a producir en quienes las escuchan. En política, jamás son inocentes. Las acuñaciones,
los hallazgos de neologismos más o menos rotundos que despierten la atención
adormecida del usuario se pagan a precio de oro en este mercado frívolo y superficial de
la comunicación de nuestros días. Habré de sumarme a la moda para destacar un
problema de tanta presencia como gravedad: el del agro español, la agrosfera.
La reciente explosión de los agricultores -una más de una larga cadena histórica- es un
acto emocional y espontaneo y como tal no responde a un enunciado claro de
reivindicaciones como podrían constar en un documento unificado de propuestas del
sector. Las organizaciones convocantes de las marchas son diversas y citarlas aquí
correría el riesgo de excluir a alguna de ellas. Sus razones pueden no ser univocas y
coincidentes, dado que el agro español no es una realidad homogénea. Hablamos
de 900.000 explotaciones agrarias, de las que dos terceras partes perciben ayudas del
PAC europeo, dando ocupación a 770.000 personas, el 3,6% de los ocupados de toda
España, cuya baja productividad es notoria y que se halla por debajo de la media
europea.
Las grandes explotaciones conviven con otras más modestas, siendo estas últimas las
más vulnerables y las que se sienten más amenazadas, incapaces de equilibrar de forma
armoniosa las inversiones que llevan realizando, en un mercado penalizante que las
conduce a márgenes famélicos o negativos, con un incremento no reversible de los
costes, en un ámbito regulatorio ambiguo en exceso y con un marco de subvenciones -
el PAC europeo- de nula flexibilidad y excesivas aristas. Asistimos, en consecuencia, a la
reacción de unos ciudadanos singulares luchando por la supervivencia, que ha estallado
ante un olvido genérico y reiterado de muchos y que exigen ser escuchados.
Presionados, añadidamente, y desorientados, por las exigencias de la transición
ecológica.
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La traslación de ese hastío a una plancha de reivindicaciones razonables es por lo tanto
solo aproximada y subjetiva, y la negociación puede afectar a distintos ministerios. Es
necesario sin embargo el apuntar a los principales problemas que asfixian al sector, cuya
solución pasa por una relajación de las exigencias medioambientales impuestas desde la
UE, por la redacción de acuerdos comerciales más justos con terceros países y que
contemplen la reciprocidad y, finalmente, por las ayudas para abordar los cuellos de
botella derivados de la sequía, el alza de costes energéticos y laborales y un largo
etcétera.
De todas formas, hay un elemento subyacente a toda la dinámica productiva agraria
española que abre unos amplios interrogantes sobre su improbable terapia a nivel
nacional. Y es que el 70% de la producción agrícola española se exporta. Del 30%
restante, según algunos analistas, cerca del 20% es adquirido por la industria alimentaria
de transformación, por lo que solo el 10% del total tiene como destino la distribución
nacional a través de las grandes -o pequeñas y medianas- cadenas alimentarias para su
venta a los consumidores. Ello excluye de forma automática a las grandes
comercializadoras de los cargos de abuso de poder. Las grandes firmas de distribución
alimentarias operantes en España obtiene márgenes muy modestos de intermediación,
inferiores a 3 céntimos de euro por euro facturado.
Una gran incongruencia se destaca al comprobar que, con unas exportaciones agrícolas
de 68.000 millones de euros en 2022, con un incremento respecto a 2021 del 24%, la
Balanza comercial española registra simultáneamente unas importaciones
agroalimentarias de 54.000 millones de euros, que representan, a su vez un 31% de
incremento respecto a 2021. ¿Hablamos, acaso de productos absolutamente
heterogéneos, sin ápice de fungibilidad ni capacidad de aplicación o sustitución? ¿Cómo
es posible que el 90% de las importaciones de los cereales, leguminosas, verduras y
tubérculos tengan su origen fuera de la Unión europea, cuando estos productos ocupan
un porcentaje importante del suelo agrario español?
Todo apunta, en consecuencia, a que los desajustes padecidos por nuestros agricultores
se remiten a razones multifactoriales no siempre abordables con políticas económicas
domésticas. Hay momentos en que no se puede parchear más la rueda y toca cambiarla.
El campo no solo está infravalorado. La falta de agua, la ausencia de rentabilidad, la
escasez de mano de obra, la baja innovación y tecnología, la competencia de otros
países, la pobre formación, o la paradoja migratoria que nos revela que, aunque la
población española ha crecido un 36% desde 1975 hasta los 48 millones de nuestros
días, el país se desertiza, todo ello clama a voces sobre la grave situación del agro español
que necesita un plan de reconversión y ayuda integral.