1. II Concurso de Cartas do Concello de Lalín: “Dillo a quen maltrata”
Noviembre de 2004
2. II Concurso de Cartas do Concello de Lalín: “Dillo a quen maltrata”
Noviembre de 2004
Sr. Juez:
Sé que mañana oiré de nuevo la misma pregunta que todos me han hecho,
“¿Por qué no denunció antes?”. Yo también me lo preguntaba en estos días
borrosos en los que prensa, asociaciones y hasta “ilustrísimos” se han enterado
de que existo. Hasta he visto un grupo de manifestantes con pancarta en una
cadena local.
Es cierto que mi vida se había vuelto oscura, pero era mía. Ahora se ha
convertido en un rosario de proclamas y teorías en las que no me reconozco. En
mi entorno, reina la cortesía de un silencio forzado bajo la excusa de que
necesito descansar. Ahora que los golpes ya no duelen en el cuerpo, un grito sin
voz me desgarra y solo quiero decir ¡Basta, necesito pensar!
También es cierto que no era la primera vez. En los dos últimos años el
aire se había vuelto asfixiante, lento, de guerra. El futuro se paralizó en un
campo de batalla sin más objetivo que la representación de verdugo y víctima
que nos hundía irremediablemente a los dos. Mañana tengo que declarar y,
aunque nadie se atreve a contradecir la evidencia de los golpes y la declaración
de los involuntarios testigos que me salvaron de sus puños, parece ser que de mis
palabras depende su condena.
Y yo, Sr. Juez., me siento culpable. Me han dicho que es normal y por eso
tratan de “salvarme”, pero yo creo que no lo entienden porque se trata de un
dolor mucho más antiguo que me corroe el alma. Entre los silencios de unos y
los gritos de otros soy tan solo la disculpa apropiada para renegar de una lacra
muy arraigada de la que todos somos cómplices. No me entienda mal, no quiero
verlo más, pero no es de él de quien ahora tengo miedo, sino de mi. Nos
conocimos estudiando, compartimos ideales y luchas para romper viejos
esquemas. Planificamos el futuro pero no el camino y el tiempo de conversación
se fue llenando de tontos compromisos incuestionables, de rutinas familiares, de
reformas innecesarias, de charlas intrascendentes con amigos de conveniencia,
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de tardes de futbol para rebajar tensiones, de compras y tratamientos
imprescindibles para ser como todas…
Y se nos olvidó que la felicidad es un estado, no un objetivo. Que las
frustraciones no son una excusa sino un aprendizaje. Que “salvar al otro” es la
disculpa de los cobardes para no enfrentarse a uno mismo. Entre los dos fuimos
construyendo en nuestro hogar un nido perfecto para la incomprensión. El resto,
fue sólo cuestión de tiempo. Al clamor del silencio le sucedieron los gritos, los
reproches, las “putadas” mutuas que propios y extraños alentaban en el
contexto de una supuesta normalidad que, al parecer, yo había tenido la
ingenuidad de ignorar. Fue entonces cuando empezamos a pensar en los hijos
que deberíamos tener, porque eso era lo que nos pasaba, que la gente se casa
para tener hijos.
Las sombras desaparecieron mientras planificamos nuestra nueva vida, la
casa que necesitábamos, los colegios… El primer empujón nos pasó
desapercibido entre el vendaval de la mudanza que no habíamos querido
encargar a una empresa porque nos sobraban brazos amigos para echar una
mano. No lo supimos entonces o cometimos la torpeza de fingir ignorarlo, quizá
por que hubiera sido reconocer que hay caminos sin retorno que no se pueden
iniciar. Y tampoco con la primera bofetada saltó el resorte porque todo el mundo
sabe que es la mejor forma de controlar a quien está el borde del colapso
nervioso. Mi coche no arrancaba, mi padre en el hospital, el móvil fuera de
cobertura… Ni siquiera fueron necesarios los reproches o el arrepentimiento.
Nuestro nuevo hogar se iba transformando según lo previsto pero los
niños no llegaban. El silencio se volvió a llenar de aristas y el aire de insultos.
El primer vaso se estrelló contra el suelo, el segundo consta en el parte de
urgencias como siete puntos de sutura causados por una puerta del armario del
cuarto de baño.
Sé que usted, Sr. Juez, también me va a preguntar por qué callé y una vez
más, aunque todo el mundo crea que fue vergüenza o miedo, tendré que decir
que no lo sé. Yo me ocupaba cada vez más de la casa y él prolongaba, sin
explicaciones, sus ausencias. Nunca había sido así pero es como si no pudiera
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ser de otra manera. Una segunda piel agazapada que se había incrustado en
nuestras convicciones.
Tengo mucho que pensar. No quiero evitar su condena porque no hay
argumentos en la fuerza, pero hay más culpables que seguirán enraizados en la
tradición, en la normalidad que todos alentamos. Esta tarde he llenado el
contenedor de reciclaje con la colección de “cuentos tradicionales” que estaba
comprando a los dos vendedores de libros aquella tarde de oscuros presagios.
En los sueños de mis futuros hijos, no habrá “caperucitas” desamparadas que
atraviesen bosques inciertos para alimentar a una postrada anciana solitaria, ni
príncipes-rana que se salvan con el amor verdadero, ni cenicientas que vuelcan
su frustración en hogares primorosos. Ahora sé que la cárcel que llevamos
dentro es más poderosa que cualquier sentencia.
Por eso, mañana tampoco sabré qué contestar porque no me veo
capacitada para determinar la culpa ajena. De momento tengo mucho que
decidir sobre mi propia libertad.
Isabel Iglesias
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