1. Los últimos que serán primeros
21º domingo ordinario C
El evangelio de hoy puede indignarnos si lo leemos despacio. Jesús habla con los fieles devotos de su
pueblo, que creen salvarse, y les dice que no se sientan tan seguros. No se salvarán por su nombre,
ni por sus prédicas, ni por formar parte del pueblo elegido. Esto podría trasladarse a nuestras
parroquias y comunidades de hoy. ¿Qué pensaríamos si Jesús viniera y nos dijera esto? No os
salvaréis por ser cristianos, ni por venir a misa, ni por cumplir los mandamientos, ni siquiera por ser
catequistas, predicadores de mi evangelio, formadores, activistas de la fe… En cambio, vendrán
personas alejadas, de otros lugares, de otras culturas, incluso de otras religiones y forma de pensar,
que se sentarán a mi mesa en el reino.
Hay un bonito cómic donde un misionero, en el momento de morir, llega ante una larguísima cola de
gente que está esperando entrar en el cielo. A la puerta del cielo, san Pedro los va llamando a cada
uno por su nombre y ellos acuden. El misionero observa bien y comienza a ver a personas conocidas
en esa cola: un drogadicto que pedía en la calle, una madre soltera con hijos, un inmigrante sin
papeles, un solitario alcohólico, una mujer de la vida, un obrero ateo y comprometido con la justicia
social… Todas estas personas no creen ser dignas de entrar en el cielo, pero están allí, contentas y
sorprendidas, esperando su turno. Y el misionero ve cómo todos estos son llamados antes que él y
van entrando. Él, que ha pasado toda su vida entregado a la evangelización y a los pobres, resulta
que se queda el último. Por último, san Pedro lo llama, y él, avergonzado y en lágrimas, acude. Con
la muerte ha recibido la última lección, y es que a los ojos de Dios las cosas son distintas. Dios no nos
acoge tanto por lo que hemos hecho, ni por los muchos méritos de nuestra vida, sino por la apertura
de nuestro corazón. Y, a menudo, los corazones rotos, por las desgracias o por la vida, son los más
abiertos. Dichosos los pobres que no tienen nada, porque Dios será su premio.
Jesús nos previene contra uno de los peores orgullos: el de la fe. Creernos mejores por ser fieles
cristianos y buenas personas puede alejarnos del reino. Quizás no nos cierre las puertas, pero nos
hará esperar a los últimos puestos. Esto nos debe llevar, poco a poco, a conocer la mentalidad de
Dios: todo él misericordia, atento a acoger a los hijos que más lo necesitan, a los que mejor pueden
recibir su amor. Estos, a menudo, no coinciden con nuestros criterios humanos de merecimiento.
Quiero comentar también una conocida frase de la segunda lectura, de san Pablo: Dios pone a prueba
a sus hijos más queridos, para fortalecerlos. Es como un buen entrenador, que exige más al atleta
que sabe que puede responder mejor. Pero el entrenamiento es fuerte y duele. A veces las personas
sufrimos situaciones que nos parecen injustas y terribles, y nos preguntamos por qué Dios permite
esto, o qué hemos hecho para merecer tal cosa. Pensemos si no será que Dios nos está entrenando.
Nos ama, sabe que podemos dar más de sí, o sabe que necesitamos aprender una lección, aunque
sea dura. No es un castigo, sino un aprendizaje. ¿Sabremos ver su amor detrás de todo lo que nos
sucede? A veces, incluso un accidente, una enfermedad o una pérdida pueden ser, a la larga, un
beneficio para nosotros. Puede ser que estemos viviendo de manera acelerada, inconsciente,
cometiendo errores que nos costarán caros. Ese parón, ese golpe o esa topada con la realidad nos
pueden hacer rectificar y vivir de otra manera. Saldremos de la prueba fortalecidos, renovados,
renacidos. Más sabios, quizás, y con una mejor actitud ante la vida. ¿Nos rebelaremos y
protestaremos, airados? ¿Nos instalaremos en la amargura y la queja? ¿O nos dejaremos entrenar
por Dios, con humildad, dóciles como un buen deportista que quiere crecer y alcanzar mayores retos?
Pensémoslo…