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ASPECTOS PINTORESCOS
DE MADRID
(1921-1923)
Quinta serie (y última)
NILO FABRA
Edición, transcripción:
Julio Pollino Tamayo
cinelacion@yahoo.es
2
3
ÍNDICE
1- La vigilancia en las plazuelas municipales y frondosas……………………………..……………………...5
2- Las motocicletas del servicio público y sus conductores profesionales………………..…………………...9
3- La formidable potencia digestivo de Desiderio Villadarias………………………...……………………...13
4- La bolera en la calle del Gobernador…………………………………………………………...……….…18
5- La dificultad de poner con pulcritud y elegancia los guantes a las señoras………………………...…...…22
6- Los obradores de sastre, chalequeras, pantaloneras y oficialas de prendas largas………………..…….....26
7- Las señoritas estudiantes que siguen con asiduidad sus cursos en el instituto………………………..…...30
8- Media hora en la taquilla del español………………………………………………………………….......34
9- El fotógrafo reportero………………………………………………………………………………..…….38
10- El oficio bien remunerado de conductor de coches camas………………………………………..……...43
11- El circo de gallos matritense………………………………………………………………………...……48
12- Una despedida de soltero generosa…………………………………………………………………...…..52
13- La letra pe minúscula vaca en la Academia Española..……………………………………...………...…57
14- Escenas escandalosas motivadas por la entrega de niños en la Inclusa………………………………......62
15- Los chicos de taberna que expenden los alcoholes más o menos adulterados……………………….......66
16- Una visita a la cárcel de mujeres……………………………………………………………………..…..70
17- La compraventa de perros…………………………………………………………………………...…....75
18- La vida grotesca y triste de las borrachas populares………………………………………………….......79
19- El reparto de las hojas azules que llevan las noticias fastas o nefastas……………………………..…....83
20- Los hombres que dominan y dirigen a los tardos bueyes de carreta………………………………...…....88
21- Los clásicos y populares cafetines nocturnos……………………………………………………..…….93
22- La enseñanza de los bailes de sociedad por un maestro de Granollers……………………………...…....98
Artículos póstumos
23- Las empleadas del Estado………………………………………………………………………...……..103
24- El arte de vocear la mercancía en la vía pública………………………………………………….…......107
25- Las honestas diversiones que se gozan en las tertulias de algunos cafés……………………….…..…...111
26- Las preocupaciones y las historias criminales de la señora Pepa la “Asustada”…………………..…....115
Obra literaria y artículos sueltos (1916-1927)
1- El Gurrumino………………………………………………………………………………..…………....119
2- Hogares alterados por la furia del “mayor monstruo”…………………………………………………....129
3- De la vida truhanesca…………………………………………………………………………………......133
4- El cielo de Madrid…………………………………………………………………………………...……136
5- Historia del ambicioso que llegó a gran visir……………………………………………………..……...146
6- ¡Se ha matado!………………………………………………………………………………………..…..149
7- ¿Es verdad que Madrid está insoportable?………………………………………………………….....…151
8- La cómoda fantasía………………………………………………………………………………….....…153
9- La ciudad suicida…………………………………………………………………………………...….....155
10- La suegra de Tarquino (crítica)…………………………………………………………………...……..157
11- El zángano………………………………………………………………………………………...…..…159
12- Un libro interesante y la obra de Goya…………………………………………………………..……...162
Manuscrito de Nilo Fabra (1909)…………………………………………………………………...….….167
4
5
LA VIGILANCIA EN LAS PLAZUELAS MUNICIPALES Y FRONDOSAS
Un guarda que comprende a Herodes y del cual se enamoró una checoeslovaca
Chiquitín de estatura, muy delgado de cuerpo, rostro en ángulo obtuso, mirada turbia y
pelos en alboroto, son los rasgos principales que caracterizan al guarda de plazuela
matritense con quien voy a conversar sobre los gajes de su profesión.
Pero por si ustedes no se han dado cuenta exacta de cómo es el guarda que tengo el gusto
de presentarles, para que se hagan cargo, para que su fantasía no se equivoque, me valdré de
una contraposición.
¿Ustedes han oído hablar de Adonis, verdad? ¿Ustedes tienen una idea de cómo era o
cómo debió de ser el amante de Afrodita? Bueno; pues el guarda Francisco, que alterna en la
vigilancia y riego de la plaza de Santa Ana, es todo lo contrario del joven adolescente,
símbolo mitológico de la primavera... Ya se van ustedes dando cuenta, ¿verdad?... Y no
habrá miedo a equivocaciones cuando les diga que el guarda Paco, este simpático guarda,
exacto cumplidor de sus deberes, es un digno, un dignísimo rival de Picio. Me parece que
ahora la imaginación de los lectores no sufrirá extravíos al figurarse cómo es el hombre que
les presento.
Sin embargo, esta guarda, como podrá enterarse quien siga leyendo, inspiró no ha mucho
tiempo una pasión volcánica, una pasión arrebatadora. Una mujer extranjera le amó una
noche con locura, acaso para justificar los refranes españoles que dicen: "de gustos no hay
nada escrito" y "hay gustos que merecen palos". Francisco el guarda, ante el recuerdo de la
aventura se conmueve hasta lo más hondo de su alma, y en el acto hace protestas de su
inocencia. Este hombre, quizá sorprendido por el fuego de tan abrasadora pasión, se sintió
desdeñoso con la dama, o tal vez le asaltaran remordimientos ante la idea de convertir en
posada amorosa el cajón municipal donde encuentra cobijo cuando le corresponde la
vigilancia nocturna…
6
Francisco me va a hablar de las cosas que ocurren en esas simpáticas y frondosas
plazuelas, que vienen a ser los respiraderos, de la villa. Casi todas se deben a la iniciativa de
José I, aquel Rey intruso, impopular y bonachón, que tanto bien hizo en su breve reinado
por la capital de España.
De todas esas plazuelas, mi preferida es la de Santa Ana, por haber nacido y haber
habitado siempre en sus inmediaciones. Sus calles cruzadas en forma de equis, la severa
estatua del insigne Calderón y hasta el cajón o garita de los guardas van unidos a recuerdos
infantiles y los considero como algo propio. Además, la plaza es la más bella de todas y
quizá la mejor cuidada. Hago esta observación delante de Paco, y el hombre, que debe de
ser modesto, supone que es un elogio a su persona, y dice:
—Muchas gracias... Usted me favorece.
Yo a quien quería favorecer exclusivamente era a la plaza; pero me abstengo de
comunicárselo para evitarle un desengaño inútil.
—¿Estará usted muy satisfecho de prestar sus servicios en Santa Ana?—le pregunto.
—Ya lo creo—contesta con mucho orgullo—. Pero no crea que no lo he "sudao" hasta
llegar a un sitio de "esta importancia". Como que llevo en el Ayuntamiento veinticuatro
años.
Por lo visto, ser guarda de plazuela urbana viene a ser algo así como la meta de los
trabajadores municipales, y además, que le destinen a la de Santa Ana, equivale a arribar al
más empinado picacho de una cumbre.
—Aquí se gana ya un jornal decente—añade—. Yo tengo seis pesetas veinticinco
céntimos. Con esto ya se puede vivir... Antes estuve una temporada en la plaza del Progreso.
Allí me "gradué" de manguero.
—¿Se "graduó" usted?
—Es un decir... Me enseñaron a regar como se debe. No crea usted que es tan fácil. Hace
falta muy buena vista y saber poner el dedo.
—¿Por lo visto es usted un consumado maestro con la manga?
Francisco me mira con su mirada turbia de desconfianza. Por lo visto, eso de la "manga"
no le suena bien, y considera que en mi pregunta hay un oculto sentido irónico, pues al cabo
de unos segundos de vacilación me dice:
—¿Es que sabía usted que yo alguna vez, muy de tarde en tarde, he agarrado "mangas"?
—No, hombre, no; ¡yo qué iba a saber semejante cosa! Me refería a las mangas auténticas,
a las que seguramente maneja a la perfección cuando riega el césped y los árboles de la
plaza.
—¡Ah, ya!
Tenemos esta conversación en el Café del Prado, donde invito al guarda a que trasiegue
alguna cosa comestible o bebestible. El hombre no duda, y solicita una copa de coñac, que
se bebe de un sorbo. El licor produce su efecto, y Paco se siente invadido por la locuacidad
y el afán de comunicación:
—No es mal jornal, no—dice—; pero hay mucho trabajo, mucho. Son ocho horas, que se
dividen en tres turnos, y cuando le toca a uno en el tiempo en que estamos, el de nueve de la
noche a cinco de la madrugada, ni tan siquiera se "pue" uno mover de frío.
—¿Se pasaré usted toda la noche en el cajón, durmiendo?
—No se puede dormir, hay que vigilar, y con los ojos cerrados se hace poca cosa—
contesta como hombre que cifra su orgullo en el
exacto cumplimiento de su deber.
7
—¿Pero en qué consiste esa vigilancia? ¿A quién vigila usted a altas horas de la noche?
Me parece que le he sumido en un mar de confusiones. El hombre es un excelente
vigilante; pero, en realidad, no sabe a quién vigila… Tras una breve meditación, el guarda
parece darse cuenta exacta de cuál es su verdadero cometido, y dice:
—Vigilo para que no salten el alambre.
Se refiere al alambre que cierra la plaza los días de lluvia y en las altas horas de la
madrugada, en éstas para que no se convierta la plaza en un dormitorio público.
—Y si lo saltan en sus narices, ¿qué hace usted? ¿Detiene al osado saltador del alambre?
—Yo no puedo detener a nadie—exclama Paco en tono compungido y como una gran
desgracia—. Si la cosa se pone fea, tengo que avisar a los guardias de Orden Público... Pero
yo prefiero arreglar los asuntos por las buenas.
—Atinado proceder.
—Hay que ser benévolo—asegura, después de beberse también de un solo sorbo el coñac
derramado en el platillo—. Yo soy benévolo con todo el mundo, hasta con los que van a
dormir en los bancos por el verano, y hasta en invierno, que son quienes más guerra nos
dan, después de los chicos. Ya sabe usted que está prohibido dormir, aunque se tenga mucho
sueño. Pues yo me hago el "disimulao" y les permito alguna cabezada que otra, siempre que
no abusen.
—Magnánimo corazón.
—Tengo un compañero que los despabila a todos. Debe usted de conocerle... Es Gilito.
—No tengo ese gusto.
—Pero con el que se empeña en dormir, no valen las reprimendas. Ya sabe usted que
nosotros no podemos detener; pero si echar sermones. Pues, como le digo, el que tiene
mucho sueño le coge las vueltas al guarda, y si veinte veces se le despierta, veinte veces se
vuelve a dormir. Y no atiende a sermones ni a frases feas.
—¡Qué va a atender! Póngase usted en el caso de no tener dónde dormir.
El guarda me mira con ojos de asombro. A él no se le ha ocurrido nunca ponerse en el
caso de los que no tienen cama. Pero, en fin, el hombre procura hacerse el disimulado, quizá
tanto por comodidad como por buen corazón.
—Si se hiciese la vista gorda demasiado—dice—, la plaza se pondría imposible. Durante
el buen tiempo hay hasta "parroquianos fijos"...
Ahora recuerdo que al sentarme de tertulia junto a las mesas que colocan las cervecerías
en el verano, he podido observar que solían tomar asiento en los bancos pintados de verde
las mismas personas todas las noches. Entre ellos se saludaban de una manera entre
cortesana y confianzuda, propia de los huéspedes de una fonda. Y después, moviendo la
cabeza, parecía que se daban las buenas noches. Por último cerraban los párpados, que creo
se abrían por instinto al aparecer el guarda.
Francisco me habla luego de sus habilidades en el difícil arte de manejar la manga, la
auténtica manga, no la que se refería antes en sentido figurado.
—Algunas mañanas, al amanecer—dice—, si estoy regando y aparece algún borracho por
la plaza, le enchufo.
—¡Pero, hombre!
—Se les hace un gran bien. No hay nada como el agua para despejar la cabeza. Ahora que
ellos, por el momento, no lo agradecen.
8
—Los hay muy desagradecidos… ¿Y usted está seguro de que eso no sea una barbaridad?
—No debe de serlo, ya que lo pide el público. Uno lo hace por complacer.
El guarda me vuelve a mirar con ojos absortos, y no parece comprender que se censure
una cosa que él suponía no sólo sin importancia, sino muy conveniente… Creo lo más
oportuno cambiar la conversación, y le espeto la siguiente pregunta:
—¿Qué es lo que más le molesta en su oficio de guarda?
—La brega con los chiquillos—contesta rápido—. Se conoce que los padres no les pueden
aguantar en su casa y me los sueltan a mí... Son mi desesperación; todo el día me tiene usted
trajinando con ellos, sin lograr un minuto de paz. ¡Qué críos! ¡Qué críos!
Y hace gestos y visajes para expresar su indignación profunda contra las travesuras
infantiles… Después, en tono sombrío, de traidor de melodrama, dice:
—Yo hubiera vivido muy a gusto en la época, de Herodes. Aquel era un gran rey.
Se hace una nueva pausa, y cuando ya parece haber disminuido la indignación del guarda,
le digo:
—¿Y cómo fue el asalto a su virtud realizado por aquella mujer extranjera?
Francisco, por vez primera sonríe, como lo hubiese hecho el propio Narciso después de
rehuir las caricias de la ninfa Ero.
—Me pilló desprevenido—dice—. Era una noche de invierno muy fría.
—Parece una novela.
—Sí, señor. Es igual que una novela. Yo estaba en el cajón, vigilando, y de repente esa
mujer, que era muy guapa y olía muy bien, comenzó a besarme y a decirme cosas que no
entendía. Yo le preguntaba si era francesa, y ella decía: "Chieca, chieca." Yo no he podido
saber lo que es eso.
—Que era checa... De Checoeslovaquia.
Francisco no comprende esto muy bien. Para él todas las extranjeras tienen que ser
francesas. Pero esta cuestión geográfica no interesa al fondo del asunto.
—Y Usted, ¿qué hizo? ¿No correspondió a las demostraciones amorosas?
—Yo, no. Estaba prestando servicio.
—Pero, hombre...
—Y ella empeñada en meterse dentro del cajón.
—¿Y usted luchando para que no entrara? Merece usted ser condecorado por el
Ayuntamiento, ya que ha sacrificado el amor por el cumplimiento de sus deberes.
El guarda parece preocupado ante el recuerdo de su aventura, y dice:
—No me ha ocurrido en la vida más que esa vez.
—Me lo figuro.
—Y no la he vuelto a ver…
Lanza un suspiro, que viene a ser una especie de rectificación de su conducta, bastante
tardía, y que, ¡ay!, supone un propósito ya inútil, pues no hay checas amorosas todos los
días.
Después, Paco rebusca en el platillo por ver si encuentra más licor; pero ya no queda ni
una gata. Y yo no lo convido a que repita acordándome de lo que hemos hablado respecto a
las "mangas".
9
LAS MOTOCICLETAS DEL SERVICIO PÚBLICO Y SUS CONDUCTORES PROFESIONALES
Manifestaciones de un motorista que siente un gran desprecio hacia los peatones
—La mayor parte de los atropellos es por culpa del atropellado.
—Pero, hombre...
—Nada, nada; ésa es la verdad, y no rebajo ni tanto así (señalando una uña). Yo creo que
algunos se meten de cabeza en la máquina.
—Vamos; que son ellos los que atropellan a las motocicletas.
—No diré tanto; pero sí le aseguro que muchas voces he creído que hay peatones a
quienes les gusta ser atropellados.
Ya habrán los lectores comprendido que quien se expresa en tal forma, algo sorprendente,
es un motorista, y un motorista profesional. Se trata, pues, de una información sobre un
oficio flamante, ya que hasta hace muy poco tiempo la tarea de dirigir motocicletas,
atropellar a los peatones y despanzurrarse por esas carreteras estaba reservada a los
muchachos de buena posición. Uno de ellos, hará dos años, me habló con abundancia de su
deporte, y sus palabras fueron reproducidas en uno de estos artículos. Pero, como
complemento del tema, se hacía necesaria una entrevista con los profesionales, esos otros
jóvenes que "embragan" y "desembragan" con un fin más utilitario, y que han surgido hace
poco en la vida madrileña.
El muchacho que me informa sobre su profesión se llama Augusto, y es muy popular en su
puesto de la calle de Peligros, en el que ha logrado hacerse una parroquia fija.
—Eso se debe—asegura—a que yo, sea por suerte, o sea por saber conducir muy bien, no
he tenido nunca el menor accidente. Ni he atropellado persona alguna, ni he sufrido el más
insignificante arañazo.
—¡Pero, hombre!... Usted falta a sus deberes... No se concibe un motorista sin unas
cuantas cicatrices y sin haber tirado, piernas arriba, por el arroyo, a un infortunado peatón.
10
—Pues, nada, absolutamente nada… Y eso que, como podrá comprender, todos los días
estoy a punto de que me ocurra algo malo. Pero en el mismo instante del peligro lo evito
"deslizándome". En este trabajo todo consiste en saber "deslizarse" a tiempo. ¡Ahí está el
"busilis"!
El amigo Augusto pronuncia estas frases con cierto énfasis orgulloso, que me parece muy
natural. ¡Si no va a darse importancia un motorista que nunca ha atropellado a persona
alguna, ignoro quién se podrá en este mundo pavonear con justicia! El caso es tan insólito,
que si lo creo es por el acento de sinceridad que mi interlocutor pone en sus palabras.
Viste Augusto el traje azul de mecánico, que se halla de moda, y se expresa sin
preocupación alguna, con toda confianza y regocijado por la entrevista. Es hombre de rostro
ancho y colorado, cuya piel está curtida por el aire, y de mirada inteligente.
No deja de hacerme gracia su opinión sobre los peatones, a quienes considera los
culpables de sus accidentes, criterio que, según refiere mi íntimo e inseparable amigo "El
Espectador", sustentan todos los abogados de Madrid cuando defienden a un conductor de
cualquier vehículo que ha quebrado un miembro a un ciudadano o ha tenido a bien enviarle
a un mundo más bueno. La culpa es siempre del atropellado, nunca del atropellador.
—Es que la gente no sabe andar por la calle—afirma Augusto—. Y mientras no
aprendieran no se les debía dejar salir de casa.
—Es algo radical ese deseo.
—Yo tengo hecha una clasificación de los peatones. Los divido en tres grandes grupos:
"Tontos, unamunos y precipitaos".
—¿Qué está usted diciendo?
—Lo que usted oye, y creo que me explico bien. Ya puede usted figurarse quiénes son los
tontos: los que van por la calle y no oyen ni ven; ¡maldita sea su estampa! ¡Les está bien
empleado, por idiotas, que se les atropelle!
—¡Caray!... ¿Y los "unamunos"? ¿A quién designan ustedes con el apellido del
independiente, sorprendente y desconcertante don Miguel?
—Pues los "unamunos" son los que leen los periódicos en medio de la calle. Los tiene
usted "pasmaos" en mitad del arroyo, embebidos con el artículo, y de repente llega la
"moto" y los manda a concluir la lectura en el cementerio.
—No deja de ser un modo delicado de llamarles la atención.
Sin dar la razón, ni mucho menos, al motorista en sus apreciaciones, hay que reconocer
que en parte alguna más que en Madrid se ve a personas detenidas en la calzada de una calle
o en la de un paseo leyendo un periódico. Y es que aquí únicamente se mantiene con gran
fuerza el criterio de que el peatón no tiene que cuidarse de evitar el atropello, y que ésta es
faena exclusiva del conductor de un vehículo. No deja de ser un engañado pensamiento, de
funestos resultados en la práctica.
—Y de los "precipitaos" no hablemos—sigue contando Augusto—; ésos son peores que
los "unamunos" todavía. Primero correr hacia adelante, luego hacia atrás, luego otra vez
hacia adelante y terminan metiéndose entre las ruedas... Pues cuando esto ocurre hay
todavía quien culpa al conductor.
—Injusticias humanas.
11
El motorista se echa a reír suponiendo acaso que en mis palabras hay un deje irónico.
Después el hombre concluye de beber a sorbos su taza de café con leche, pues, como en
otras ocasiones, sostengo esta conversación en un establecimiento público y arrellanado en
un diván.
—¿Lleva usted mucho tiempo en el oficio?—le pregunto.
—Diez años hace que lo aprendí; pero trabajando en el servicio público, muy poco,
porque esto es muy nuevo. El Ayuntamiento no dio permiso hasta hace tres años.
—¿Y es buen negocio para los patronos?
—Regular, nada más que regular; yo soy muy justo. Al patrón, cuando se va a liquidar, se
le entrega lo que a uno le da la gana.
—¿Sí?
—Natural. Crea usted que aunque se pasara la vida en el sillín le engañaríamos. Además
tiene pérdidas de importancia, entre ellas las denuncias; pues aunque las denuncias las
debemos pagar nosotros, si suben mucho, como sucede con frecuencia, nos despedimos,
y el amo queda responsable y es obligado a "aflojar la mosca".
—Pero, a pesar de todo, ¿es negocio?
—¡Ah, sí!... En Madrid habrá ahora sus sesenta motocicletas de alquiler y unos treinta
patronos. Salen a dos máquinas por barba.
—Y a dos broncas por día, cada vez que sus motoristas les presenten la cuenta.
Augusto se rasca la enmarañada cabellera, y con aire cazurro dice:
—Sí, señor; ésa es la hora de las discusiones. Pero en la actualidad tengo la suerte de que
mi patrono sea un amigo, un compañero. Y entre nosotros, por fortuna, no hay peloteras.
El patrono de Augusto debe de estar orgulloso de su mecánico. El hecho de que no le haya
proporcionado disgusto alguno por accidentes callejeros lo justificaría.
—No es cuestión de suerte, como creen muchos—asegura Augusto—. Si yo no he
atropellado a nadie ni me he caído nunca se debe a lo bien que aprendí. ¡Y le juro que la
mayoría de los que están hoy de conductores no saben lo que se traen entre manos!
—Pero para guiar una "moto" se necesitará un permiso especial.
—Claro; pero ese permiso se saca por influencias, y ya los tiene usted "situados". Luego
ocurre lo que ocurre, y ya la cosa no tiene remedio. ¿Usted cree que es posible que con seis
u ocho lecciones sepa ya un chico lo suficiente para andar por Madrid sin cuidado en la
máquina? Pues de esa ignorancia vienen después los vuelcos y los atropellos. Y escriba
usted que lo dice Augusto, el motorista de junto a Fornos.
No cabe duda de que al hombre le sobra la razón en sus afirmaciones, ya que todos los
días se puede observar a muchachos que conducen una "moto" con mano a todas luces
inexperta. Ahora bien: hay personas a quienes, place ser llevadas por un motorista torpe,
pues parece que la emoción es mucho más intensa... Pero aun lo sería más si se tirasen por
el Viaducto.
—¿Y por qué suelen ir siempre dos personas en cada "moto"?—pregunto a Augusto.
—El que acompaña al conductor o es una persona de la familia del patrón o un "grifo".
—¿Un "grifo"? ¿Quiénes son esos respetables sujetos?
—Los ganchos que buscan parroquia. Los hay muy buenos; pero yo no les necesito, pues
tengo parroquianos de sobra.
12
—¡Enhorabuena!... ¿Y qué clase de público prefiere usted?
—No lo hay más que muy serio o muy alegre. Y aquél es el preferible sin duda de ninguna
clase. Con la gente de bulla no sabe uno a qué atenerse. Siempre me quedo pensando si me
pagarán o no me pagarán, aunque ni yo ni ningún compañero les perdonamos a los
deudores, y en vez de conducirles a su casa se les lleva a la Comisaría correspondiente.
—¿A la mayor parte de los "curdas" les entusiasma pasear en "moto"?
—Sí, señor; aunque no tengan diez céntimos en el bolsillo y se vean obligados a dormir
después la "papalina" en los calabozos del Juzgado y pasen luego al Hotel Moncloa... A
ellos les meterán presos, pero que les quiten el gusto de haberse pavoneado en el "sidecar"...
Lo mismo les ocurre a las mujeres... Y eso que debían estar bien escarmentadas, por las
cosas que les han ocurrido y por la cantidad de ellas que se han ido al otro mundo... Pero
nada... La "moto" las vuelve loquitas perdidas… Y son mucho más valientes que los
hombres, pues nunca les parece que se marcha demasiado de prisa.
Augusto guarda silencio unos segundos como si dudase en referirme una cosa que ofende
su modestia… Pero al fin se lanza.
—Yo no presumo de Tenorio—dice—; pero le aseguro que he hecho bastantes conquistas
gracias a la "moto".
—¿Sí?
—A la más reacia, en cuanto le ofrezca usted un paseo por los alrededores en el "side-car",
la tiene usted "atontoliná" del todo, hecha un caramelito...
—Pues le repito mi enhorabuena. ¿Debe de ser una ganga ese oficio de usted?
El motorista sonríe con íntima satisfacción, como el hombre que se halla plenamente
satisfecho de haber nacido.
—Y se gana un buen jornal—añade—. Yo no soy de esos que ocultan la verdad, ¿para
qué? Entre el sueldo y las propinas vengo a sacar un día con otro entre quince y veinte
pesetas.
—Y además el amor libre y a destajo.
—Se aprovecha lo que se puede… Pero tengo un trabajo enorme. Son doce horas, una
semana por el día y otra semana por la noche, rodando siempre por esas calles, llenas de
baches y en lucha continua con carreros, cocheros, boyeros y tranviarios. Como usted
comprenderá, no pueden con nosotros, pues el campo es siempre nuestro merced a la
velocidad de la máquina.
Augusto se interrumpe al llegar aquí. Lleva mucho tiempo ya apartado de su "moto", que
quizá se halle vigilada por un "grifo" y desea reintegrarse a ella.
—¡Que le dure a usted mucho la buena suerte!—le digo.
—Tengo confianza en mis manos… ¡Si no fuera porque hay personas que parecen tener
empeño en ser atropelladas!
Y pronuncia estas palabras en tono de gran desprecio hacia los infelices peatones que se
ven obligados a transitar por las calles con el simple y barato procedimiento de mover sus
extremidades inferiores.
13
LA FORMIDABLE POTENCIA DIGESTIVA DE DESIDERIO VILLADARIAS
Apogeo y decadencia de un hombre que se ha solazado con pantagruélicos festines
I
LA POTENCIA ESTOMACAL DE VILLADARIAS
Hoy, lector, no se trata de una información directa sobre un oficio o un medio de vida. De
vez en cuando la variedad es conveniente, y en la ocasión actual, lo mismo que en otras, te
ofrezco una historia, fiel trasunto de hechos absolutamente verídicos.
El héroe de tal historia no se llama Desiderio Villadarias; pero como es necesario
designarle de alguna manera, he elegido al azar ese nombre y ese apellido, ya que los
auténticos deben ocultarse, por razones de discreción, que procuro atender siempre.
Desiderio Villadarias, que en la actualidad se halla en el ostracismo, y huye de las pompas
de la mundanal batahola, es, sin disputa, el hombre de mayor potencia estomacal que ha
nacido en la heroica villa del oso y del madroño. Desiderio deglute cantidades alimenticias
tan crecidas, que su contemplación llega a producir espanto y náuseas, y luego las digiere
sin la más insignificante fatiga. Desiderio masca y traga a todas horas del día, tanto por
gusto y afición como por necesidad fisiológica, ya que debe de estar constituido por la
Naturaleza en una forma que le obliga a ingerir alimentos diez veces más que cualquier otro
semejante.
Este hombre, que come con tal abundancia, no es muy gordo, ni tampoco muy alto, ni
ostenta unas mejillas hinchadas, ni ofrece, en su conjunto ninguna de las características del
tipo pantagruélico. Desiderio Villadarias es un hombre vulgarísimo, y toda persona que
lo vea por primera vez no le supondrá capaz de hazañas masticatorias e ingurgitantes de
tanta importancia como muchas que le han dado justo renombre.
14
Desiderio Villadarias tiene, o, mejor dicho, tenía, puesta su vanidad en su estómago. Ya es
sabido que todos los seres humanos ponemos nuestra vanidad en alguna cosa. Unos
presumen de guapos; otros, de valientes; otros, de ricos; otros, de fuertes, y hay hasta quien
presume de bruto, pues son muchas y muy absurdas las manifestaciones de la vanidad
humana. Desiderio presumía de comer más que otro y tenía además, razón sobrada en
presumir, ya que no ha encontrado semejante que le iguale en potencia estomacal.
Los goces más intensos que experimentaba Villadarias en su existencia eran comer y
sentirse admirado y objeto de felicitaciones.
—¡Qué animal! ¡Se ha comido seis biftecs!—oyó decir muchas veces.
Y Desiderio sonreía, y bajaba la cabeza como hombre modesto que se avergüenza de los
elogios... A continuación, y como postre, metía en su estómago un kilo de queso de bola, y
se extasiaba escuchando a sus admiradores exclamar:
—¡Qué bárbaro!
—¡Qué bruto!
—¡Qué bestia!
II
EL DÍA GLORIOSO DE VILLADARIAS
Durante muchos años, raro fue el día que Desiderio no saboreó un triunfo. Sus festines
pantagruélicos se hicieron célebres en todo Madrid, ya que el hombre recorría desde los
restaurantes de más prestigio aristocrático hasta las más humildes tabernas, en las cuales
acostumbraba comerse todo lo que se exhibía en el escaparate. Sus medios de fortuna eran
casi tan grandes como su apetito, y la cuestión económica no le preocupó jamás, pues podía
satisfacer todas sus ansias alimenticias. Además, el comer era su único vicio, y no había
cuidado alguno de que se arruinase.
Pero he aquí que un día a Desiderio le salió un competidor, lo mismo que le hubiera
podido salir un grano. En la tertulia del café adonde concurría se presentó un montañés
llamado Barrón, que al poco tiempo y cuando ya iba teniendo alguna confianza, se atrevió
a decirle:
—Yo como tanto como usted, o más, y estoy dispuesto a probarlo cuando quiera.
Villadarias se puso rojo por la emoción, y con voz temblorosa dijo:
—No tengo inconveniente en que hagamos una apuesta.
—Pues designe usted mismo el menú.
—Empezaremos por dos langostas.
—Tres—rectificó Barrón.
Desiderio palideció ahora. Aquello hería profundamente su vanidad.
—Bueno; tres. Luego, cuatro bifttes con patatas.
—Cinco.
—¡Bien; cinco!—rugió nuestro héroe—. Y luego, tres pollos asados por barba.
—Y de postre, diez sorbetes de mantecado; eso es muy digestivo.
15
La apuesta produjo entre los amigos verdadero estupor. ¡Aquello era un disparate muy
grande y además peligroso! ¿Quién sabe lo que podría ocurrir? Se intentó disuadirles, y con
tan plausible propósito hubo quien recordó las congestiones cerebrales ocasionadas por
exceso en la comida. Todo fue inútil; Villadarias y Barrón no cedían, y, en vista de ello, se
acordó el día de la apuesta, y los contertulios se dispusieron a asistir como testigos a la
desenfrenada comilona.
Durante dos horas, dos horas de verdadera emoción, fue presenciada la escena
pantagruélica sin que ni uno osase pronunciar palabra. ¡Aquello era una cosa muy seria!
Desiderio comía despacio, con gran tranquilidad, mientras que Barrón ingurgitaba
atropelladamente, como si quisiera acabar pronto... Y pasaron a los respectivos estómagos
las tres langostas y los cinco biftecs... Había llegado el turno a los pollos. Barrón los
contempló un instante como pudiera hacerlo con su más grande enemigo, y luego exclamó:
—No puedo más. Me doy por vencido... Perdí la apuesta.
Se hallaba congestionado, apoplético, y él mismo se creyó en el caso de arrojarse a la
cabeza el contenido de una botella de agua.
Villadarias, entre tanto, seguía comiendo, insensible a la desgracia de su rival, y no sólo
trasegó los tres pollos que le correspondían, sino que, quizá no satisfecho con los diez
sorbetes, tomó también los otros diez destinados a su rival.
En el momento de levantarse de la mesa fue acogido con una estruendosa ovación.
Algunos admiradores, ebrios de entusiasmo, le asieron por los muslos y le pasearon por la
estancia, en medio de aplausos atronadores... Desiderio venía a ser algo así como un héroe
de la antigüedad, vencedor en una batalla definitiva... Barrón, oculto, se mordía los labios de
vergüenza y envidia.
III
UNAAPUESTAAVENTURADA
Al día siguiente, en el café, Desiderio, a quien la vanidad le había cegado y la gloria se le
hubo de subir a la cabeza, se creyó en el caso de exclamar:
—Yo no me canso nunca de comer; yo como todo lo que "me echen"... Si es necesario, me
estoy todo el día comiendo. Pongo mil pesetas a que después de almorzar a mi gusto, lo que
se llama a mi gusto, me meto en el estómago la comida que quieran... ¿Hay quien acepte y
ponga otras mil en contra?
Hubo un silencio largo. Todos se miraban unos a otros, sin que ni uno solo se decidiera a
contestar.
Por fin, un muchacho llamado Villoja, de aire cazurro, dijo en tono socarrón:
—Yo no tengo inconveniente en aceptar la apuesta, siempre que se me deje elegir el día y
para ello se me conceda un plazo de seis meses.
—Concedido lo tienes.
—Pues acepto. Y conste que no hay derecho a faltar al café ni una sola tarde.
—No dejaré de venir, no.
16
Villadarias y Villoja se estrecharon las manos. Después de aquello no podían volverse
atrás. El apretón de las diestras equivalía a un compromiso muy serio. Quedó convenido
también el menú, sencillito, pues Villoja no quería abusar: una tortilla con patatas, de ocho
huevos; dos langostas, tres biftecs y doce panecillos franceses.
Los contertulios compadecieron a Villoja, pues todos creían en la victoria de Desiderio...
A las insinuaciones de los amigos, Villoja se contentaba con sonreír, y día por día iba
demorando el momento de realizar la apuesta... Al principio, se hablaba de ella en la tertulia
a todas horas; pero al cabo de dos meses empezó a olvidarse. Hasta el propio Villadarias no
hacía memoria.
IV
LA DERROTA DE VILLADARIAS
Una tarde llegó Desiderio al café más alegre que de costumbre, y en cuanto se arrellanó en
el diván dijo:
—Hoy se ha casado mi hermana, y hemos comido en familia, bien a mi gusto... Me he
hinchado, lo que se llama hincharse... ¡Y para hincharme yo, ya se necesita!
Y con gran delectación fue describiendo los manjares deglutidos, que eran doce o catorce
platos, de cada uno de los cuales repitió hasta tres veces.
—¡Mirad cómo tengo la barriga!
Villoja se rascó la barbilla y se quedó mirando fijamente a su amigo. Con aquella comida
contaba él desde hacía algún tiempo... Y sin ella, no hubiera aceptado la apuesta… Y a los
pocos segundos, con voz pausada y socarrona, dijo.
—Pues hoy; hoy es el día que se me ocurre a mí elegir para que comas por segunda vez.
Desiderio dio un salto y se puso de pie. No esperaba, ni mucho menos, semejante cosa, y,
sin poderlo remediar, exclamó:
—¡Pero eso es un crimen, un abuso!
—No es más que lo convenido—replicó Desiderio—. ¡Ahora, si te vuelves atrás!...
Esta interrogación exasperó a Villadarias, quien contestó con tono tranquilo:
—¡Yo no me vuelvo atrás nunca! ¡A ver, que vayan preparando la comida!
Tal respuesta fue acogida con un ¡ah! de entusiasmo. Todos los amigos tenían fe ciega en
la potencia estomacal de Desiderio, y hasta el propio Villoja fue acometido de un temblor
extraño.
Se presentó a Villadarias la tortilla de ocho huevos, que fue ingurgitada lentamente.
Aquella lentitud la juzgaron los amigos como síntoma de buen agüero; pero la verdad era
que Desiderio estaba ahíto y no tenía maldita la gana de comer.
No obstante, dio fin a las langostas, y comenzó con los biftecs. Lo que le entraba con más
dificultad eran los panecillos, y todos pudieron advertir que para pasarlos hacía esfuerzos
terribles.
—¡Animo y serenidad!—le gritaba uno de los admiradores.
17
Villadarias comía, comía, comía; pero los malditos, biftecs, y sobre todo los execrables
panecillos, no se acababan nunca. Aquello era demasiado. El estómago de Villadarias es
realmente formidable; pero todo tiene un límite en este mundo... El maligno Villoja seguía
ansioso aquella batalla entre un hombre y unos alimentos.
Hubo un momento, sin embargo, en que una vez más se creyó en el triunfo de Desiderio.
No faltaba ya más que medio biftec y un panecillo. ¡Y el biftec fue tragado! ¡Y la mitad del
panecillo, también, aunque con enormes, con terribles dificultades!
Villadarias dio un nuevo bocado al pan, hizo un gesto rarísimo, escupió el pedazo y
comenzó a proferir en gritos:
—¡No puedo, no puedo tragar! Estoy como los perros rabiosos… Se me ha cerrado el
conducto. ¡Soy el hombre más desgraciado de la tierra!
Villoja respiró con satisfacción… Había triunfado después de sufrir unos minutos crueles
de miedo horroroso.
V
VILLADARIAS HUYE DEL MUNDANAL RUIDO
Desde aquella tarde, Desiderio huye del mundo y de sus pompas. No ha vuelto a concurrir
al café, y ha roto con todas sus amistades… Se considera un vencido, un humillado, y la
derrota le avergüenza.
Según mis informes, lo único que le sigue haciendo grata la vida es la alimentación, y hay
quien asegura que contemplando las perdices escabechadas, suele decir:
—¡Si no fuese por vosotras, hace tiempo me hubiese arrojado por el Viaducto.
18
LA BOLERA EN LA CALLE DEL GOBERNADOR,
O UN DEPORTE INJUSTAMENTE DESDEÑADO
De cómo se hacen ricos los que dedican su juventud a entretenerse jugando a los bolos
Existe un barrio en Madrid relativamente céntrico y muy poco frecuentado. Me refiero a
las manzanas de viviendas antiguas las más, y construidas hace poco las menos, que se
extienden desde la plaza de las Cortes a la parte baja de la calle de Atocha. Por ese barrio,
cuyas calles, de escasa simetría, desconciertan a quienes las transitan por vez primera,
ambulo a la ventura la tarde de un domingo, absorto en mis pensamientos, cuando al final
de la del Gobernador, muy cerca ya de la Costanilla de los Desamparados, oigo el ruido
confuso y pesado de un cuerpo resistente que cae sobre una madera, y unas voces serias que
discuten.
La elevación de mi estatura me permite, puesto de puntillas, percibir, por encima del
vallado, el interior del solar, y puedo ver que en la parte posterior del mismo, y
perpendicularmente a la Costanilla, se alza un cobertizo de madera, dentro del cual unos
cuantos hombres, que tienen la suerte de hallarse en la primera juventud, se dedican al
cultivo de un deporte, español neto, viril y dificultoso, que en la actualidad, y aunque tanto
se presume de haber adelantado en la cultura física, se desdeña u olvida por otros
extranjeros.
El solar en cuestión, o más bien el cobertizo, da albergue a una de las dos únicas boleras
que sobreviven todavía en Madrid a la decadencia del juego en la capital castellana. En esta
bolera, que pertenece a una sociedad particular, se cultiva el juego clásico y difícil de los
bolos a voleo, para cuyo ejercicio se necesita gran fortaleza muscular en el brazo diestro,
vista de águila, pulso bien firme y enorme agilidad de muñeca.
19
El lanzamiento de la bola, que se sucede rápido, produce, al chocar contra los palos, un
ruido estridente; y luego, éstos, al realizar un vertiginoso viaje aéreo, que dura lo que un
abrir y cerrar de ojos, parecen imitar un zumbido de moscardones.
Me acucia el deseo curioso de penetrar en la bolera, y al propio tiempo me detiene una
timidez molesta. ¿Qué voy a hacer yo ahí dentro? ¿Cómo interpretarán mi visita los
jugadores? ¿Seré bien recibido?
Me decido al fin; entro, expongo mis propósitos de ver jugar y de escribir sobre el juego, y
todos mis temores se disipan en el acto. Los socios de "La Perla Montijana", que desde hace
cincuenta años lucha con el prestigio del juego de bolos a voleo en Madrid, son la flor de la
cortesía, y se muestran encantados de satisfacer mi deseo y de comunicarme todos los datos
que yo les pida.
—Ya era hora de que se ocupasen en serio de este deporte—dice uno de ellos—. Tanto
hablar de fútbol y del boxeo, y ni una palabra sobre los bolos, que es un juego mucho más
bonito y más difícil también.
—Es que no se les ha ocurrido a ustedes bautizarle con un nombre extranjero... Inventen
uno cualquiera, que no entienda nadie, traduzcan ustedes al inglés el tecnicismo, y verán
cómo acuden entusiasmados los jóvenes deportistas.
—No crea usted que les iba a servir de nada. Para jugar bien a los bolos a voleo hace falta
haber nacido en Montija o en el valle de Mena, y aprender a jugar desde muy chiquitín.
Me permito indicar que acaso sea exagerada semejante afirmación; pero el supuesto de
que puede haber jugadores que sean de otra parte es recibido por los montañeses con aire
dubitativo.
—¿Hay otra bolera en Madrid, verdad?—pregunto—. ¿Me parece que es en la calle de la
Flor?
—Sí; es una bolera libre, donde se paga por horas. Pero no se juega más que al emboque o
palma; muy sencillo, pues consiste sólo en tirar los bolos. El verdadero jugador es el de
voleo...
Estos muchachos están orgullosos de su voleo, y a los pocos minutos de mi permanencia
en la bolera me hago cargo de que no les falta razón, ya que es una cosa dificilísima, y que
contemplo con aire admirativo, hacer saltar, con una bola que pesa cinco kilos, unos palos
que tienen que concluir su viaje por los aires en una pared de madera, colocada a unos
cuatro metros. Claro es que no siempre el buen éxito acompaña el golpe, pero ello prueba
precisamente la dificultad de la tirada.
En honor mío se ha organizado un partido, que juegan los cuatro campeones, y que yo
contemplo, desde un lugar llamado "el palco", con cierto susto. Muchos bolos, impelidos
con gran fuerza, van a estrellarse allí, y los cinco kilos de las bolas, al descender, parece
que pasan rozando mis pies. Sin embargo, creo lo más oportuno adoptar un aire de gran
despreocupación, como si no hubiese hecho otra cosa en mi vida que andar entre bolos.
Un señor de alguna edad, antiguo socio, y que sus entusiasmos por el juego no consiguen
amortiguar los años, me explica la partida conforme su desarrollo.
—Van dos para dos—me dice—. No tiran alternativamente, sino por parejas. Primero, la
que ha tenido esa suerte a cara y cruz. A cada uno de los jugadores de la pareja le
corresponden dos boladas. Y fíjese usted ahora en el juego. La primera obligación es
que la bola caiga sobre la cureña—madera—. Si se falta a ella, se paga una multa... Luego,
procurar que caigan los tres bolos que están uno detrás de otro y que hagan el viaje hasta la
pared… Eso es muy difícil; pero ahí está el quid del juego.
20
Uno de los jugadores, en ese mismo instante, consigue que los tres bolos realicen el difícil
viaje sin inconveniente alguno, y con ruido estridente van a dar en la meta... Se oye un ¡oh!
prolongado y general de admiración.
—¿Ve usted? Esa jugada es la de mayor importancia—dice mi simpático cicerone. Vale
sesenta tantos; cuando llegan solamente dos bolos, son cuarenta, y si es uno nada más, diez.
Y si en el boleo no se hace nada, se cuenta un tanto por cada palo que se tire.
Ha concluido de jugar la primera pareja, y le toca el turno a la segunda.
—Estos tienen que superar los tantos que han hecho los otros—dice mi amable
interlocutor—. Son unos jugadores magníficos; fíjese en la fuerza que arrancan a los bolos.
—¿Y quién fundó la sociedad?
—Unos pobretes, unos infelices... Con seguridad, habrá oído hablar de ellos... D. Valentín
Céspedes, Villada, Pereda y D. Romualdo y D. Gregorio Cano. Todos se hicieron
millonarios...
—¿Jugando a los bolos?
Mi amigo se ríe, con risa socarrona, y luego asegura:
—No crea usted que lo de los bolos no influye para llegar a rico. Quien se entretiene con
esto en las horas de ocio, no va a otros lugares que convienen muy poco a la gente que
trabaja. Todos estos muchachos son comerciantes, y si sus distracciones son de cierta clase,
mala cosa mala cosa, En cambio, jugando a los bolos, no hay cuidado. Es un ejercicio
higiénico, muy recomendable para la salud y para el bolsillo.
Con estos nuevos informes crece mi admiración hacia estos jugadores, quizá por
contraste, ya que, por mi desgracia, en mi vida he podido divertirme con nada que se
recomiende ni para el bolsillo ni para la salud.
—La Sociedad fue fundada el año 73—sigue diciendo el señor entusiasta de los bolos—.
Entonces estábamos en la calle de Jesús y María. De allí se mudó a este solar. Ya
comprenderá que en tantos años ha habido alternativas de grandeza y decadencia; pero
siempre que ha estado a punto de morir, la han levantado unos cuantos chicos de Montija y
del valle de Mena. Ahora no va mal, pues se cuenta con cincuenta socios.
—¿Todos de aquellas comarcas?
—Sí, señor; no se permite que sean de otra parte. Ya le digo que para manejar la bola es
necesario haber nacido en aquellos pueblos. El madrileño que quiere jugar, hace el más
espantoso de los ridículos.
—También tengo entendido que es condición indispensable ser del comercio.
—Por lo menos, esa es la costumbre. Aquí alternan dependientes y jefes en gran
democracia.
—¿Y no se cruzan apuestas? El entusiasmo por la partida y el deseo de emulación, ¿no
hacen que se arriesguen cantidades de alguna importancia?
Mi interlocutor se pone pálido sólo ante el pensamiento de que fuera posible semejante
cosa. Luego, con voz firme, dice:
—Nunca; no, señor. Eso no ocurre jamás. Cuando hay partidas de las llamadas de desafío,
lo más que se juega son unos almuerzos, unos "bistés" con patatas, que los muchachos
devoran en pocos minutos, pues con tanto ejercicio se hace mucha hambre.
21
Los jugadores, que han terminado ya la partida, se acercan a nosotros e intervienen en la
conversación. Son los hermanos Emilio y Miguel Cano, Demetrio Revuelta y Paco Mena, a
quienes hay que considerar como los campeones en Madrid del juego de bolos a voleo.
—Los desafíos de los "bistés"—dice uno de ellos—son entre los de Montija y los de
Mena. Mucho tiempo llevamos en esta lucha; pero no se resuelve nunca, ni falta que hace.
Unas veces pagan unos, y otras, pagan otros. Y también nos desafiamos con la gente del
pueblo, pues la fama de la Sociedad se ha hecho grande, y se forman equipos, que van allí a
jugar, o ellos organizan otros, que vienen a Madrid.
—¿Pero siempre sin que se hagan apuestas?
—¡Ah, eso, sí! Con el juego nosotros no transigimos.
—¿Y no se apasionan ustedes? ¿No se ha dado el caso de que se tiren los bolos a la
cabeza?
—Jamás... Discutir, sí se discute, porque ésa es la salsa del juego; pero otra cosa, ni
pensarlo. Aquí el que pierde se resigna, paga a la Sociedad la bolada y se calla.
A mis pies han venido a parar unas cuantas bolas. Agarro una por el asa y puedo
cerciorarme de su peso. En su hechura se observa cierto trabajo industrial.
—¿Quién fabrica las bolas y los bolos?
—Hay un hombre dedicado a ello que vive en Espinosa de los Monteros. Se gana bien su
jornal, pues hasta para América trabaja, y es que nosotros, vayamos adonde vayamos, no
podemos olvidar los bolos.
—Hacen ustedes muy bien. Así llegarán a ricos, siguiendo la tradición.
—¿Y no sabe usted que no hace mucho nos tomaron por anarquistas o cosa así?
—¿A ustedes?
—Fue un policía del distrito; creyó que nos reuníamos aquí para conspirar...
—O para hacer bombas—asegura otro.
—Lo menos que se figuraron es que nos reuníamos para formar una sociedad de
resistencia. Pero en broma, en broma, se nos reventó, pues nos tuvieron cerrada la bolera
cerca de dos meses.
—¡Sí que hace falta olfato! ¡Así las gastan por acá!
Poco a poco ha ido cayendo la tarde, y ya no hay posibilidad de que se reanuden los
partidos por falta de luz. El grupo de jugadores abandona la bolera en mi compañía, y no me
separo de ellos hasta la plaza de Santa Ana.
—¿Y el domingo que viene, otra vez a los bolos?—les pregunto.
—Sin falta—contesta uno—. Es lo mejor para entretener las horas de asueto.
—Lo mejor para la salud...— dice otro.
—Y para el bolsillo—añado yo—. No olviden que eso opinaban los que fundaron la
Sociedad, y se hicieron después millonarios.
Los jugadores de bolos me dirigen una sonrisa, que creo interpretar como de asentimiento.
22
LA DIFICULTAD DE PONER CON PULCRITUD Y ELEGANCIA
LOS GUANTES A LAS SEÑORAS
El oficio de guantero, los sobos de las manos bonitas y las terribles miradas de los maridos
Ustedes, lectores, lo mismo que este muy humilde servidor, creerían hasta hoy que el
oficio de vender guantes a las señoras era relativamente sencillo. ¡Cuan engañada
suposición! Nunca, a pesar de que me considero con algo de fantasía, pude imaginarme que
una cosa en apariencia tan fácil como es introducir dedo tras dedo en la gamuza o en la
cabritilla, necesitara un previo y metódico estudio, de carácter a la par científico y práctico,
y algunos conocimientos de psicología femenina, adquiridos de una manera experimental.
No quiere decir ello, ni tal es mi propósito, que para vender guantes en las tiendas haya
forzosamente que estudiar cosas muy complicadas; pero sí es evidente que tal oficio no está
al alcance de cualquiera, y que para ser un excelente guantero se necesitan condiciones
indispensables que no posee todo el mundo.
Después de haber hablado con el hombre que me informa sobre tan complicado oficio, al
cual profesa amor y entusiasmo, se posesiona de mi ánimo la convicción de que el guantero,
como el poeta y como el músico, nace y no se hace, aunque después vaya poco a poco
perfeccionándose en la práctica.
El tema que ofrezco hoy a la consideración del público, no me negarán los lectores, y
sobre todo las lectoras, que sea de grande interés. A las mujeres las apasionan
extraordinariamente los guantes, que vienen a ser el complemento de su tocado manual, que
tanta importancia ha adquirido en la vida moderna.
23
Hoy, toda mujer que se estime en algo tiene las manos pulidas, acicaladas por la manicura.
De este asunto se ocupó ya el cronista en crónica anterior, concediéndole la trascendencia
que merece, y fueron transcritas las importantísimas declaraciones de una profesional en el
oficio de embellecer los dedos y las uñas.
Ahora se debe hablar del guante, pues gracias a él parece que se conserva ese trabajo
artístico y difícil, ya que, según asegura el guantero que voy a tener el gusto de presentar a
los lectores, la piel de la mano sufre mucho al contacto del aire, y hay que resguardarla si se
quiere conservar durante veinticuatro horas la sutil y bella labor que realiza matinalmente la
manicura.
Como ya digo, el guantero con quien charlo ante una mesa del café es un hombre
enamorado de su profesión, que califica como la mejor del mundo.
—¿Usted es andaluz, verdad?—le pregunto.
—Sí, señor. ¿En qué me lo ha conocido? Porque el acento no se me nota. ¡Como llevo
tantos años en Madrid!
Tiene razón. Únicamente fijándose mucho se advierte en su charla un leve matiz de acento
andaluz. Pero mi suposición se fundaba más que en el acento en los giros de sus frases, en el
fluir rápido de las palabras y, más aún, en la forma un poco hiperbólica de su conversación.
—¿Lleva usted muchos años vendiendo guantes?—le pregunto.
—Una porrada—contesta rápido—. Y eso que no soy muy viejo, pues no tengo más que
treinta. Serví para ello, ¿sabe? No todos sirven, y poco a poco adquirí experiencia y mano
zurda, ¿me comprende? Sin eso no se puede tratar a las señoras.
Ya ven ustedes que estaba acertado en mis afirmaciones. Para ser guantero es forzoso un
previo y metódico estudio de los guantes y de las mujeres. Por lo menos, así lo asegura mi
flamante amigo Agustín, cuyo es su nombre.
—¿Y en qué consisten esas dificultades?
En muchas cosas; pero la principal es el manejo del palillo.
—Nunca supuse...
—Hace falta una gran habilidad, porque si no, se rompen los guantes.
—¿Usted no los romperá nunca?
Agustín sonríe con aire de satisfacción, como el hombre que tiene bien limpia la
conciencia sobre una cosa tan grave para el dueño de la guantería como ese destrozo que
acostumbran cometer los inexpertos.
—Vamos ahora a la segunda dificultad—dice Agustín—. Nosotros tenemos la obligación
de "saber ver" las manos de las señoras.
—¿Cómo es eso?
—Al primer golpe de vista, enterarse del número que necesitan. Un buen guantero no
debe sufrir equivocaciones nunca en una cosa de tanta importancia. Lo contrario supone
alargar la prueba, que, conociendo a las señoras, comprenderá usted que ya es de suyo
pesada. Pero lo peor en eso caso no es la pelmacería, a la que uno ya está habituado, sino los
pares que se estropean, con gran perjuicio del negocio.
—Por el cual se interesa usted mucho.
—Es mi deber; no hago más que cumplir con mi deber—contesta con acento muy digno.
24
—¿Y no son más que esas dos las dificultades de su oficio?
—Queda otra, también importantísima, y que para dominarla es necesaria mucha práctica
y tener condiciones especiales. Me refiero a saber colocar los guantes a las señoras.
—¡Ah!
—Ellas por sí mismas no saben ponérselos, y si se las deja el guante mal colocado, no
luce, y parece de un valor más escaso. Una vez que apoyan el codo sobre la almohadilla,
hay que proceder con gran paciencia y mucha suavidad; sobre todo, mucha suavidad...
¡Ah!... Se me olvidaba: lo primero de todo son los polvos, los polvos de talco, de los que no
se puede prescindir.
—¿Y después?
—Ya todo consiste en la habilidad de uno. Yo la tengo, y quedan mis parroquianas muy
complacidas del masaje gratuito; porque, en resumen, el colocar los guantes a las señoras
con pulcritud y elegancia no es más que un masaje, que se debe dar con delicadeza.
No crean ustedes que habla con afectación, ni mucho menos. Agustín se expresa en un
tono natural y hace esas afirmaciones sin que ellas supongan que concede a su personalidad
una excesiva importancia.
—¿Y se retribuye bien el oficio?
—Yo no puedo quejarme; pero es por circunstancias especiales con mi jefe. Pero los otros,
el que más, gana treinta y cinco duros, y alguno que otro tiene un tanto por ciento... Y no se
les perdona que no "sepan ver" las manos, o que cometan cualquier torpeza en la colocación
de los guantes... Está mal retribuido, muy mal.
—Pero si ganan ustedes poco, en cambio se dan la satisfacción de poder sobar a su gusto
muchas manos bonitas.
Agustín hace un gesto a todas luces vanidoso; no puede ocultar que mi pregunta le ha
halagado. Después de una breve pausa, me dice:
—Las hay, en efecto, que tienen manos superiores, de una piel finísima. Con esas resulta
muy agradable la colocación.
—Me lo figuro.
—Cuando más me divierto es cuando a ellas las acompañan sus maridos o los novios, y
nos lanzan unas miradas feroces. Pero tienen que aguantarse, porque la mujer, como es
natural, no va a dejar de hacer su prueba por una tontería.
—Pero luego se las llevará el marido o el novio, y usted quedará en la tienda.
El guantero enrojece y responde rápido y resignado:
—¡Ah, eso sí!
El azoramiento que le ha producido mi pregunta me inspira cierta compasión, y quiero
alegrarle el espíritu con esta otra:
—¿Su oficio no habrá dejado de proporcionarle conquistas amorosas?
—Algunas, sí, señor; esa es la verdad—responde con voz entrecortada por la emoción.
Si lo apuro en este extremo, quizá el hombre me haría sus confidencias amorosas; pero
ello nos apartaría del tema interesantísimo de los guantes, al cual juzgo prudente volver en
seguida.
—A las mujeres que tengan mano bonita—pregunto—¿les gustará mucho enseñarla?
—Le advierto—me contesta Agustín—que no hay una sola que no esté convencida de que
su mano es una preciosidad. A todas, además, se les figura que es chiquitísima, aunque
quepa en ella una plaza de toros, y uno, la verdad, se ve obligado, por cortesía, a adularlas
sobre ese particular.
25
—Atinada resolución.
—Le advierto a usted—añade—que hay que tener mucha pupila para que no se "la den a
uno", porque las hay muy frescas. Algunas se están horas y horas probándose guantes, sin
propósito alguno de comprarlos, y sólo por el gusto de que les caliente la mano a fuerza de
masaje. Contra éstas no cabe más que resignación y calma.
—¿A usted no le faltarán?
—Claro que no... Pero hay otras muy desahogadas, que mientras nos hacen creer que les
gusta el sobo, procuran, con mucho disimulo, dejar sus guantes viejos y llevarse otros
nuevos. Vamos: que entran en la tienda decididas a dar el cambiazo, y si el dependiente no
tiene cien ojos son capaces de cargar con una caja entera de guantes.
—Eso es cleptomanía. Es una enfermedad. No le debe usted conceder extraordinaria
importancia.
El guantero me dirige una mirada de asombro. Mi afirmación le desconcierta en absoluto,
y creo que trastorna todas sus ideas respecto a las ladronas de comercio.
—¡Canastos con las enfermedades! Pues si están enfermas, que no las dejen salir de casa.
—¿Ha disminuido o ha aumentado la venta de guantes?
—Ha aumentado, como, en general, la de todos los artículos. Crea usted que hay días que
los cuatro dependientes de la casa en que trabajo nos volvemos locos para atender a todo el
mundo.
—Pero las señoras no serán tan pelmas para los guantes como para la modista o la ropa
blanca.
—Más, mucho más. Le aseguro que el cincuenta por ciento de las mujeres, por un par de
guantes que se compren se están una hora en la tienda.
—¡Qué disparate!... ¡Ya necesitarán ustedes paciencia!
—Figúrese... Por eso le decía que para este oficio no sirve todo el mundo y hacen falta
condiciones especiales.
—¿Y los hombres? ¿Esos despacharán pronto?
—Según... Hay ahora cada "pollo" que enciende el pelo. En cuanto uno de ellos empieza a
decir: "¡Ay, quite usted, por Dios!", me echo a temblar, pues son peores que las mujeres. Me
entran a voces unas ganas de liarme a bofetones con ellos; pero no se puede, porque en mi
oficio no hay más remedio que tenor paciencia.
El guantero y yo guardamos silencio un momento, en el que se medita sobre la necesidad
de la paciencia, tanto para vender guantes como para hacer informaciones...
—Y usted, ¿a qué aspira?—le pregunto—. ¿Piensa usted continuar toda la vida de
dependiente?
—¡Ah, no!—contesta rápido—. Yo deseo a todo trance establecerme, y aunque en la
actualidad no poseo ni cinco céntimos, tengo la seguridad de que alguna vez lo he de
conseguir.
—¡Qué duda cabe, hombre! Yo le vaticino que dentro de poco venderá guantes por su
cuenta, y que se hará rico sobando las manos a las mujeres bonitas...
—Y a las feas, también—agrega Agustín—. No hay otro remedio. El negocio es el
negocio.
Y después de pronunciar estas palabras, el guantero se despide, y se me figura que queda
con el corazón pletórico de esperanza y de optimismo.
26
LOS OBRADORES DE SASTRE, CHALEQUERAS,
PANTALONERAS Y OFICIALAS DE PRENDAS LARGAS
Lamentaciones de una sastra que dice trabaja mucho y gana poco
Vamos a seguir ocupándonos de los oficios con los cuales puede ganarse la vida una mujer
en Madrid, y hoy corresponde el turno a uno de los más castizos, que en tiempos pasados
dio tema fácil y abundante a una literatura que no se preocupaba sino de sostener, con
relativa gracia, el tópico pintoresco.
Voy a hablar de las sastras, de esas mujeres ignoradas, que por un jornal misérrimo
confeccionan los trajes masculinos, que, sin embargo, se pagan cada vez a más alto precio.
Es un oficio duro y difícil, expuesto a enfermedades de gravedad, pero que en el teatro, en el
artículo y en la novela nos lo presentaban antaño, por quienes no querían o no podían
enterarse, como la quinta esencia del buen humor y el desenfado cómico y alegre.
¿Quiénes no recuerdan, a través de esa literatura, a las clásicas y desenvueltas
pantaloneras y chalequeras del género chico? Allá en mis años juveniles yo las supuse
trasunto fiel de la realidad; pero no tardé en convencerme de que no era sino una lamentable
equivocación por mi parte. Las chalequeras y pantaloneras no son más que unas infelices
mujeres, que en obradores antihigiénicos realizan un día y otro día un trabajo rudo para
ganarse el sustento.
No obstante, ello implica la ausencia de la nota pintoresca, ya que todo, o casi todo, es
digno de ser pintado. La sastra madrileña, como la mayor parte de las trabajadoras en la
villa y corte, sin ser alegre, gusta de aparentarlo, como si quisiera olvidar sus infortunios
con una constante burla y una algazara reñidora, más fingidas ambas que reales.
27
He elegido para que me informe sobre su oficio a una mujer bien experta en él, ya que
lleva veinticinco años en el manejo de la aguja para la confección de las prendas varoniles.
Mi flamante amiga es una cincuentona, de fisonomía fatigada y de mirar indeciso,
que revela al comienzo de nuestra conversación, sostenida en un café popular, cierto susto
completamente injustificado.
—Usted es viuda, ¿verdad?—le pregunto.
—Sí, señor, y con un solo hijo.
—Entonces, ¿durante el tiempo que estuviese casada no trabajaría?
—Ya lo creo; lo mismo que ahora. Desde los diez y seis años no lo he dejado ni una sola
semana. En Madrid ya sabe usted lo que pasa con los hombres.
—Yo no sé a qué pueda usted referirse.
—A que una tiene que seguir trabajando, ya me entiende, porque ellos, a lo mejor, se
cansan, y hay que ayudar.
—Sí, sí.
Hace estas afirmaciones como la cosa más natural del mundo, y muy convencida de que la
misión de la mujer, además de las tan acreditadas labores de su sexo, es trabajar como una
burra cuando el amante esposo se muestra reacio al arrimo del hombro.
La simpática sastra, cuyo nombre es María, me dirige miradas que denotan cierta sorpresa
ante mis preguntas, ya que para ella, lo mismo en estado de soltería que de matrimonio y
que de viudez, el trabajo ha sido siempre una necesidad imprescindible.
—¿Y usted es chalequera o pantalonera?
—Ni lo uno ni lo otro—responde con grande indignación y como si en mis palabras
hubiese supuesto una intención ofensiva—; yo soy oficiala de prendas grandes.
—¡Ah, sí! Usted perdone... ¿Y que es eso?
—¿No lo sabe usted?... Si eso está al alcance de todo el mundo.
—Es que soy muy torpe para todas estas cosas.
—Las prendas largas son las de mangas: una americana, un chaquet, una levita, un gabán.
—Ya me hago cargo, ya me hago cargo. Estaba clarísimo... ¿Y ustedes ganan más que las
chalequeras y pantaloneras?
La sastra se sorprende otra vez, y me mira como si le estuviera tomando el pelo. Al fin se
hace cargo de que soy un desgraciado ignorante, y dice en el tono dulce de la persona que
desea enseñar:
—Ya lo creo que ganamos más. Como que lo nuestro es mucho más difícil. Pantaloneras y
chalequeras las haya montones; pero una buena oficiala de prendas largas no se encuentra ni
con un candil.
—¿Entonces cobrará usted un gran jornal?
—¡Qué voy a cobrar! ¡Ni mucho menos!... Los que en este oficio se llevan el dinero son
los que no hacen nada, y, en cambio, al que se mata a trabajar y confecciona la tela se le
paga con una porquería... Mi jornal es de diez y ocho reales diarios, y no debo quejarme,
porque no somos muchas las que cobramos las cuatro cincuenta. Lo corriente son diez y
seis reales, catorce, doce y hasta diez... Y no crea, antes era menos. Para llegar a ese
"despilfarro" tuvo que haber una huelga. ¿Qué le parece?
28
—Mal, muy mal.
—¡Como que no se pue vivir!—exclama llena de indignación—. No hay medio de
sostener una casa, con lo caro que está todo. Créame: se repudre una la sangre.
—La creo.
—Y luego trabaje usted nueve horazas al día. Debían de ser ocho, pues así se acordó; pero
son nueve, porque no sé cómo se las han arreglado para quitarnos esa hora. Es decir; sí sé; la
culpa la tenemos nosotras por falta de unión. ¡Y es que donde no hay más que mujeres no
puede haber nada bueno!
Semejante afirmación me desconcierta, ya que no es frecuente oír unas palabras tan
despectivas para el sexo femenino precisamente en boca de una mujer. Creo que a la sastra
María no se le ocurrirá nunca librar batallas pidiendo que le concedan el voto...
—¡Si el público viera cómo se hace el trabajo de cada traje, yo creo que nos pagarían
mejor!
—¿Sí?
—Claro; el sastre no hace más que cortar el traje; tiene algún mérito; pero no tanto como
ellos suponen. Una vez cortado, lo remiten al oficial dueño del obrador, y de quien
dependemos. Ese oficial "afina" el trabajo, total nada, y luego las que lo hacen todo,
absolutamente todo, somos nosotras.
Ya habrán supuesto los lectores que de tales palabras no me hago responsable en manera
alguna, y que me limito a transcribirlas como fiel informador, pues la María se halla
sumamente interesada en hacerlas públicas.
—Una no saca más que el sudor, y ellos se llevan los cuartos—agrega con cierta rabia.
—Pero es que el sastre no es sólo un intermediario, sino que viene a ser el técnico del
oficio, del cual no pueden prescindir los trabajadores.
—No sé, no sé—susurra en tono gruñón.
La sastra sorbe con gran satisfacción el contenido de su taza de seudo café, y la pócima de
cola de pescado y otros ingredientes debe de producirle, a juzgar por sus mejillas
coloreadas, un efecto reconfortador.
—¿Cómo se le ocurrió a usted elegir ese oficio?
—Alguno había que seguir… Primero fui pantalonera; pero me cansé pronto, porque no
había porvenir. Luego me hice modista una temporada, y no me gustó. Hasta que al fin me
dediqué a las prendas largas, que, como le dije, es lo más difícil de todo, y en poco tiempo
llegué a ser una buena oficiala; aunque, no crea, para tener el oficio bien, bien aprendido,
como lo sé yo ahora, hacen falta años. Se necesita haber bregado mucho con la aguja para
hacer bien los remates, los ojales y la planta de la solapa.
—¿Y todo por cuatro cincuenta?
—Ni una perra gorda más... En fin, ahora estoy tranquila, porque como soy oficiala
primera, voy de mi casa al obrador y del obrador a mi casa, y no tengo que oír, como
antes, malas palabras al entregar las prendas.
—¿Malas palabras?
—Toda clase de insultos. Los sastres son muy faltones. Y nunca quedan satisfechos de la
prenda, y todo han de ser censuras. A mí me han dicho cosas atroces, tremendas, que las
aguantaba a fuerza de costumbre. A lo mejor, se nos quedaban mirando fijamente, y nos
soltaban frases como la siguiente: "¡Cochinas! Tienen ustedes unas manos que debieran
servir para que las comiesen los cerdos".
29
—¡Qué delicada expresión!
—Y otras veces: "¿Usted comerá pan? ¡Lástima de trabajo que se toman los panaderos!",
o "Así la diera a usted esta noche un cólico miserere y reventara para siempre".
—Versallesco, versallesco... ¿Y usted aguantaba esos insultos?
—Según; en ocasiones no podía contenerme, pues no hay paciencia que aguante un
chaparrón de insultos, y se acuerda una de que "tié" lengua y de que Dios se la ha "dao" a
una "pa" que la suelte cuando es menester... Y le aseguro que cuando yo me decidía a
soltarla iban bien servidos.
—Lo creo.
—Pero los sastres no se achantan, no, y uno hasta agarró la vara de medir para zurrarme.
Otra vez un oficial me quiso tirar por el balcón, pues le dije horrores, y la cosa se puso muy
perra. Y otra, el oficial del obrador me quiso sacar los ojos porque perdí un
chaleco..¡"Misté" que perder un chaleco! No me he "explicao" todavía cómo pudo ser.
Chifladuras que tenemos las mujeres...
Tales recuerdos episódicos de su vida de trabajadora parecen regocijar a María, sobre todo
cuando recaba su desparpajo al soltar la lengua.
—Los sastres son unes chinches—agrega—; los hay que mandan deshacer la prenda hasta
seis veces; ¿qué le parece a usted?
—¡Horrible!
—Cuando esto ocurre, al oficial del obrador se le llevan los demonios, porque a él lo que
le conviene es largar prendas, sea como sea. Por fortuna para ellos, hoy en día los sastres se
fijan mucho menos que antiguamente y lo admiten casi todo de primera intención.
—¿Y está usted contenta de su oficio? Si volviese a nacer, ¿eligiría usted el trabajo de
sastra?
—¡Ay, no, señor! De ninguna manera. Bastante ha sufrido una los años que lleva metida
en esto para ganarme un pedazo de pan. Si volviese a nacer, sería cualquier cosa menos
sastra... Y usted me perdonará; es ya muy tarde; tengo que preparar la comida. Es la hora en
que va mi hijo a casa; el pobre está sin trabajo...
—Pero su madre no le abandona.
—Es natural.
Y María la sastra se despide, y con gesto fatigado echa a andar por una calle pina de los
barrios bajos, con el espinazo levemente en curva y un apresuramiento de piernas que le
hace aparecer cojitranca.
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LAS SEÑORITAS ESTUDIANTES QUE SIGUEN CON ASIDUIDAD
SUS CURSOS EN EL INSTITUTO
Parece demostrado que las muchachas tienen más capacidad comprensiva
para el estudio que los chicos
Las señoritas estudiantes—y digo estudiantes porque estudiantas me parece horroroso—
no ofrecen un aspecto nuevo en la vida madrileña. Desde hace muchos años, siempre ha
habido muchachas que concurrieran a las clases de los institutos. Pero en un número
limitado, limitadísimo: dos, tres, cuatro muchachas, que eran contempladas con ojos de
extrañeza por sus compañeros y hasta por alguno que otro catedrático.
En mis tiempos estudiantiles, que no están muy lejanos aún, no se concebía que una
muchacha quisiera instruirse. Las obligaciones de la mujer eran coser, planchar, guisar, tener
hijos y dar un poco la tabarra tocando el piano. La niña que se atrevía a abrir un libro con
propósitos de instrucción merecía a escape el apelativo de cursi redomada, y si estudiaba el
grado en un instituto o colegio, aquello era ya considerado como una ordinariez intolerable.
La muchacha que iba al Instituto merecía el desprecio de sus amigas, la mayor parte de las
cuales dejaban de tratarla ante un hecho que a todas luces era estimado en sociedad como
falto de buen tono.
Hoy, por fortuna, han variado las cosas. Ya no son dos, tres ni cuatro señoritas las que
concurren con asiduidad a las clases, sino muchas estudiantes más, que con su buena
conducta dan ejemplo a los muchachos, no llaman ya la atención, no producen extrañeza y
han conseguido poco a poco hacerse respetar del tropel de compañeros, casi todos ellos de
ingénita grosería, faltos en absoluto de educación.
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La mujer española parece que desea instruirse, con propósitos, acaso, emancipadores. Y
nada más justo. Toda muchacha joven actualmente debe aspirar, para un futuro más o menos
lejano, a valerse en la vida por si misma y a poseer los medios necesarios para adquirir una
posición más o menos importante, pero de absoluta independencia.
En una galería de aspectos madrileños como la que desde hace más de dos años estoy
presentando al público, en la que he concedido lugar preferente a los oficios y profesiones
femeniles, no podía faltar en manera alguna la señorita estudiante, cuyo triunfo en las aulas
se ha hecho indiscutible.
Para conseguir mi propósito de hablar con una de estas muchachas en la confianza de que
la chica habrá de expresarse con entera sinceridad, me valgo de un antiguo amigo que se
casó muy joven y tiene ya hijos talludos. El hombre, con muy buen acuerdo, ha querido que
su hija estudiara, y ella le obedece muy a gusto, obteniendo notas inmejorables.
En cuanto su padre la comunica mi propósito de tener con ella una entrevista y destinar a
la publicidad las cosas que me diga, la chica se cree en el caso de hacer unos cuantos
aspavientos vergonzosos, pero no se niega a mi petición. Tan sólo me suplica que no
aparezca su verdadero nombre, porque "se moriría de vergüenza", y como el padre también
lo quiere así, me creo en la obligación de acceder a la demanda.
Le llamaremos Emilia. Tiene ahora catorce años, y está muy próxima a cumplir quince. El
refrán dice que no hay quince años feos, y en este caso, no sólo acierta, sino que se queda
corto. Emilia es muy guapa, Emilia es guapísima; sus facciones son finas e inmejorables
de perfección estética; sus ojos, negros como el azabache; sus labios, rojos muy rojos, y su
piel, de una inmaculada blancura. El talle es espigado y gentil, y completa la armonía de su
conjunto su hermoso cabello negro, recogido con gran arte.
Me hallo en la casa del padre de Emilia, al cual le suplico que abandone la estancia y me
deje solo con la chica y sus hermanos, pues la paternal presencia temo que quite
espontaneidad a sus palabras. Mi amigo comprende que tengo razón, y se apresta a
marcharse, advirtiéndome que no debo hacer mucho caso a Emilia, porque es un poco
embustera. Tales palabras me parecen injustas, y protesto contra ellas, mientras el papá se
marcha riendo, se me figura que a escuchar lo que hablamos desde la habitación próxima,
oculto entre unas cortinas.
—Pero ¿qué quiere usted saber de mí? ¿Qué puedo contar que le interese?—me pregunta.
—Ya lo sabrás, muchacha, no te impacientes.
Como ustedes habrán podido notar, ella me llama de usted, y yo le hablo de tú. Son, ¡ay!,
los años, los malditos años, veintitantos de diferencia entre Emilia y yo. Y, no obstante, a mí
me parece que no soy sino un compañero de la muchacha, un poco mayor, pero nada más
que un poco... Error profundo, equivocación lamentable.
—¿No tuviste ningún reparo al principio de ir al Instituto, tú, que dices que eres tan
vergonzosa?
—Absolutamente ninguno; qué iba a tener. Papá determinó que estudiase en el Instituto,
pues quiere que tenga la misma educación que mis hermanitos.
—Muy bien hecho... Entonces, ¿estudiarás también una carrera?
—No está acordado todavía; veremos al concluir el bachillerato.
—Y los cuatro años que llevas en el Instituto ¿has tenido sobresalientes
en todas las asignaturas?
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—¡Ah, sí!—exclama con cierto orgullo—. Y premios de honor también...
Y añade luego con gran seguridad de lo que dice:
—No comprendo cómo hay chicos que se emperran en no estudiar… ¡Si el estudiar es una
cosa facilísima!
—Debe de ser por torpeza...
—Eso voy creyendo yo... Aunque le aseguro a usted que me he convencido de una cosa:
las chicas somos mucho más listas que los chicos.
—Cómo se conoce que no tienes abuela.
—No; es que digo la verdad, y de ello tengo pruebas a diario en el Instituto. Hay chicas
torpes, claro que las hay; pero la peor está muy por alto de los "tarugos", y cuidado que hay
"tarugos": como que constituyen la mayoría. No comprenden ni les gustan más que las cosas
que sean brutalidades.
El espíritu delicado de la muchacha se revuelve contra la incomprensión y la barbarie de
sus compañeros. Para ella el estudio no es un trabajo de pesadez abrumadora, sino una labor
como otra cualquiera, que realiza por hábito y sin esfuerzo. Su concepto sobre la
superioridad de la mujer lo compartía yo también, pero no en el terreno científico, sino en el
del hogar, ya que, de cien matrimonios, en noventa y ocho domina ella en absoluto como
dueña y señora, merced a su talento y energía, esta última muy superior a la del hombre.
Ahora bien: quizá al desarrollarse con el estudio sus condiciones intelectuales logren
también otra preponderancia sobre el sexo masculino, en el cual caso no nos queda a los que
vestimos pantalones sino pensar en una retirada honrosa.
—¿Y qué asignaturas son las que más te gustan, Emilita?—pregunto—. ¿La Historia?...
—¡Quite usted, por Dios!... A mí se me figura que todas esas cosas de la Historia no son
más que mentiras. Y, además, no creo que importe a nadie saber lo que ha ocurrido hace
cientos de años.
—Hija, por Dios, ¡qué criterio!… Entonces, ¿qué te gusta? ¿La Literatura?...
—Menos todavía... Yo no soy nada poética, y me tiene sin cuidado saber lo que es un
soneto o un romance. Todo eso es fantasía, y yo aborrezco lo que no sea exacto. Por eso el
estudio que más me agrada es el de las Matemáticas.
—Pues, chica, tienes los gustos completamente contrarios de los míos, y admiro el
equilibrio intelectual que supone esa predilección.
Me quedo mirando absorto a Emilia. No comprendo que una muchacha tan mona, de
figura tan espiritualizada, se abstraiga con íntimo goce en el estudio de teoremas y
corolarios. El hecho de que maneje a la perfección las tablas de logaritmos me parece
absurdo; pero hay que rendirse a la realidad.
—¿Y es frecuente que los chicos del Instituto, muchos de los cuales tú misma has dicho
que son muy bestias, os hagan alguna grosería?
—A mí, nunca—contesta rápida y digna—. Eso les ocurre a las que no se saben hacer
respetar.
—¿Y eso, en qué consiste?
—En no dar ocasión a que le falten a una.
¡Caray con la niña! Me parece que puede andar sola por el mundo, sin temor a peligros,
que ella sabrá ahuyentar con mano firme.
33
—¿Y no empieza a haber amoríos en el Instituto? ¿Los muchachos no se sienten
enamorados?
—Ya lo creo; nos asedian. Pero una no les va a hacer caso, pues no hay ni la suficiente
diferencia de edad. Tan sólo alguna de esas locas que se encuentran en todas partes admite
las relaciones; pero yo ni les contesto, porque de sobra sé que esos chiquilicuatros no me
convienen.
Pronuncia la palabra chiquilicuatro en tono de gran desprecio, como si ella fuese ya una
mujer hecha y derecha, aunque en realidad no le falta mucho, tanto en lo moral como en lo
físico.
—Cuando ya la cosa se toma en serio—agrega—es si se dirige a nosotras algún chico de
la Universidad. Eso da cierto postín a las niñas del Instituto.
—¿Y tú no tienes algún novio de éstos?
—No; yo no tengo novio, ni lo quiero, por ahora; soy muy jovencita para pensar en esas
cosas; creo que ya llegará la ocasión, porque en este mundo para todo hay tiempo.
Cada vez me deja más asombrado la manera de discurrir, que no parece propia de una
chica de catorce años, sino de una mujer de cuarenta, con larga experiencia de la vida.
—Ahora bien—añade—: entre nosotras no se habla de otra cosa más que de noviazgos; si
acaso, un poquitín sobre el estudio... Pero en cuanto nos ponemos de charla, no se sabe
cómo, pero en seguida la conversación recae sobre amoríos.
—Pues eso no son Matemáticas precisamente.
—Por lo general, es para reírse, porque a los compañeros, si se enamoran, les entra un
romanticismo muy cursi y escriben unas cartas en que no dicen más que tonterías, con un
estilo muy rimbombante. Le advierto a usted que los hay que se desesperan porque no se les
toma en serio, y hasta hubo uno que quiso suicidarse porque le dio calabazas una amiga mía.
La muchacha se echa a reír con grande alborozo, a costa del infeliz que estuvo a punto de
perder su vida por una de estas damiselas sabihondas, que no ponen buena cara más que a
los chicos de la Universidad, porque son mayores.
—¿Y tú, muchacha, qué aspiración tienes por lo por venir? ¿Será necesario que
complementes esos estudios con los de alguna carrera que te dé provecho y fama?—vuelvo
a preguntar.
No son éstas, sin embargo, las ilusiones de Emilia. De un modo indirecto, y con gran
habilidad, me da a entender que sus sueños son vulgarísimos... A pesar de todas sus
Matemáticas, ella no aspira sino a casarse cuando sea mayor, y al cuido de su casa y... de lo
que venga... ¡Qué desengaño!.. Decididamente, la emancipación absoluta de la mujer no se
halla tan próxima en nuestro país como algunos habían supuesto.
Yo insisto sobro la necesidad de que estudie una carrera, y le propongo que se haga
doctora en Medicina. La suposición de que Emilia va a ser experta en el arte de curar
produce grande algazara en los hermanos.
—Pues yo no me dejaría que ésa me curara ni un catarro—dice uno de los chicos.
—Ni un dolor de cabeza—añade otro—. Yo no tomaba una medicina que mandara ella.
No quiero morir envenenado.
Es la eterna cosa. No hay grande hombre o gran mujer ni para los ayudas de cámara ni
para las personas que con ella conviven… En cambio, yo no tendría inconveniente
en tomar de un trago todas las medicinas que me recetara esta chica tan guapa, tan
inteligente y tan buena.
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MEDIA HORA EN LA TAQUILLA DEL ESPAÑOL
PRESENCIANDO LA VENTA DE LOCALIDADES
Lamentaciones de un taquillero que se queja de la pesadez del público y de otras cosas
—Un asiento de anfiteatro principal.
—No hay más que palcos y butacas.
—¿No?
El peticionario de la localidad agotada se pone muy triste, y no se va, como si esperase
que el taquillero rectificara sus palabras y dijese:
—Tome usted, hombre. Ha sido una broma.
Al fin se convence de que la afirmación se hizo con seriedad, y después de dirigir hacia
nosotros una mirada de gran desconsuelo, se marcha muy triste, convencido de que han sido
defraudadas sus ilusiones de ver representar "Los polvos de la madre Celestina".
Me hallo en la taquilla del coliseo municipal, que dirige mi fraterno amigo Ricardo Calvo,
único actor actualmente que cultiva con buen éxito el teatro clásico del siglo de oro y el
romántico de la centuria pasada, que, por fortuna, todavía tienen aficionados y admiradores.
A esto de la taquilla quizá haya personas que no le concedan grande importancia; pero les
puedo asegurar a ustedes que la tiene, y mucha, y si alguien lo duda, que se lo pregunte a
cualquier empresario de teatros.
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No obstante, hubo en Madrid un arquitecto, el que construyó Apolo, a quien se le olvidó
en sus planes la taquilla, y tal distracción no fue advertida por persona alguna hasta pocos
días antes de inaugurarse el teatro, lo que determinó que se construyeran los dos cajones o
garitas que todos hemos conocido. Aquel arquitecto debía de tener un espíritu sumamente
generoso, ajeno a las mezquindades de este mundo mortal, o tal vez fuese hombre que
soñara con una sociedad futura en la cual no fuese imprescindible el pequeño detalle de
hablar un rato con el taquillero para ver una función de teatro.
Pero mientras llega ese porvenir remoto, voy a conversar con un taquillero, y no fuera de
la taquilla, sino dentro, presenciando la venta de localidades para asistir a la representación
de una antigua comedia de magia, no representada hace mucho tiempo, y cuyo título solo ha
sido suficiente para despertar la curiosidad del público.
Es la tarde del 31 de diciembre, día en el cual la gente llena los teatros, quizá
despidiéndose para una temporada; pues después, por rutina o por falta de medios
económicos, no hay quien vuelva, como no sea con billetes de favor.
Mas hoy es uno de los días buenos, de los días grandes, y el taquillero, Luis Borrego,
célebre en su oficio, está glorioso, envuelto en una gabardina y con la cabeza cubierta con
una gorra, diciendo cada dos minutos: "No hay más que palcos y butacas; no hay más que
palcos y butacas."
El hombre abre y cierra el ventanillo, por donde entra una corriente de aire que penetra en
los pulmones y se siente como un pinchazo. Luis tose, tose con todas sus fuerzas, y luego
asegura:
—Una de las gracias de este oficio es que se pescan doce catarros al mes. No me explico
que no haya reventado en tantos años.
—¿Cuántos lleva usted de taquillero?
—Veintitrés,
No se crea por tal afirmación que Luis sea hombre de edad avanzada, ni mucho menos.
Tal vez pase de los cuarenta, pero sin representar más. Es alto, delgado y de rostro limpio en
absoluto de pelos por la navaja. Se expresa con una vivacidad conversadora nada común, y
tiene tal práctica y tal habilidad en su oficio, que despacha las localidades que le piden sin
interrumpir por eso la conversación.
—En la actualidad—dice—soy el decano de los taquilleros de Madrid, y si le voy a ser
franco, ignoro cómo se me ocurrió elegir este oficio, que es muy difícil, aunque parezca otra
cosa, y está muy mal remunerado. La cosa vino rodada; yo, a los diez y ocho años, tuve un
amigo que era taquillero en Martín, y le iba algunos ratos a hacer compañía.
—¿Y de mirón fue usted aprendiendo?
—Naturalmente; esas visitas me perdieron. Hasta algunos ratos le ayudaba. Después, mi
amigo se marchó, vino "El nacimiento del Mesías", me buscaron a mí, quedó la Empresa
contenta de mi trabajo, y ya me tiene usted convertido en taquillero para siempre. He estado
en varias taquillas, y en la del Español llevo ya catorce años.
—¿Recibiendo dinero del público?
—Y luchando con el público, que no tiene usted idea de lo pesadísimo que es. La mayor
parte de la gente no se resigna a quedarse sin la localidad que pensó comprar, e insiste.
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—¿Como ese de antes?
—Ese se convenció en seguida. Los hay que le pronuncian a usted un discurso, y otros
que lo toman por la tremenda, y hasta que le insultan a uno porque no les sirve un asiento de
paraíso. Sobre todo, ahora; estos días son terribles; yo creo que hay muchísima gente que no
viene al teatro más que por esta época... Mírelos, mírelos; ya se formó un poco de "cola".
Durante unos minutos puedo convencerme de que no está, ni mucho menos, al alcance de
cualquiera el oficio de taquillero. Luis maneja el billetaje con facilidad asombrosa, y casi,
casi se podría asegurar que conoce al tacto la localidad que entrega. Los cambios de moneda
los realiza en un segundo, y no hay miedo de que le "cuelen" una falsa.
—Y su trabajo de usted, ¿cómo lo remuneran?
—¡Con ocho pesetas diarias! ¿Qué lo parece a usted?
—Que no es para comprarse un automóvil.
—Pues en ocasiones trabajo hasta catorce horas diarias. Y si se suspende alguna función,
la Empresa paga a todo el mundo, menos al taquillero, porque de éste no se acuerda nadie.
Lo mismo ocurre cuando está uno enfermo… Y conste que hablo de todas las empresas en
general.
—Se conoce que, a semejanza del arquitecto de Apolo, a la taquilla no se concede
importancia alguna.
No la tendrá; pero malas intenciones, vaya si tiene, pues el aire penetra a intervalos como
un cuchillo. ¡Dios Santo, dónde me metí! ¡Yo, que sufro una bronquitis crónica que no me
deja ni un segundo! El taquillero y yo tosemos a dúo, formando un concierto armonioso.
Se vuelve a abrir la taquilla, y una señora muy bien compuesta, en vez de pedir un palco o
unas butacas, pregunta:
—Diga usted, taquillero: esto de "Los polvos", ¿es moral?
—Ya lo creo, señora—contesta Luis—. ¡Si se trata de una obra escrita para chiquillos!
La señora, entonces, pido tres butacas, las paga y se va.
—Preguntas como éstas se oyen todos los días—asegura el taquillero—. Y hay algunos
que hasta quisieran que les explicase el argumento de la obra. También existen otros que no
sueltan el dinero hasta que no se les asegura de una manera terminante que Ricardo trabaja
en la obra. Y después se le quedan mirando a uno como diciendo: "Si me engañas, verás."
—Comprendo que sea necesario armarse de paciencia.
—El otro día se acercó uno y con la mayor tranquilidad del mundo me pidió un tendido.
—Y usted ¿qué le contestó? ¿Que si lo quería de sombra?
—No le contesté nada; le di un asiento de paraíso. El hombre, un poco escamado, pues,
como es natural, no sabía leer, me preguntó: "¿Pero esto es un tendido?" "Sí, hombre, sí, un
tendido; no tenga cuidado." ¿Para qué andarse con explicaciones?
—Es verdad.
—Otros hay que vienen con menos dinero del que necesitan. Esos me dan mucha lástima,
pues al enterarse ponen una cara muy triste, muy triste, y si hay chiquillos hasta rompen a
llorar.
—¿Y no se enternece usted?
—Cuando hay mucho trajín no hay tiempo para nada... ¡Pero los terribles son los que
regatean!
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—¿Pero hay quien se atreve a regatear una localidad de teatro?
—Ya lo creo. Les pide usted un duro por una butaca, y contestan con gran seriedad que
pagan tres pesetas.
—Me explico la agresión personal.
—Pues a muchos no sirve decirles que es precio fijo. Insisten, y se corren en el regateo a
tres cincuenta o cuatro pesetas. Cuando se convencen de que no puede haber rebaja les
sorprende mucho.
—¿Pero serán excepciones rarísimas?
—Naturalmente; eso ocurre muy de tarde en tarde; por lo general, en la época de los
"Tenorios" o ahora en Pascuas. Este teatro tiene un público muy suyo, que podríamos
llamarle fijo; aficionados a los géneros clásico y romántico, y a muchos de los cuales se les
conoce ya como asiduos al anfiteatro principal, al segundo y al paraíso.
—¡Que no falten nunca!
—Durante las representaciones del "Tenorio" hay mucho más revoltijo, y se oyen cosas
graciosas. Y es que todos los años hay muchas personas que vienen a ver el célebre drama
por vez primera. Además, la mayoría de ellos no han estado en un teatro jamás. Yo les
"olfateo"" en seguida. No pueden disimular cierta emoción.
—¿Serán paletos?
—Y gente que vive en Madrid, pero que no hay quien les haga "aflojar el jamón" para
divertirse... Lo que ocurre es que el nombre de Tenorio tiene un enorme prestigio, y al fin se
deciden a gastar unas pesetas en el teatro. Entran como "asustaos"; pero, según tengo
entendido, salen más "asustaos" todavía.
—¿Y las temporadas en que no se le ocurre a persona alguna venir al teatro?
—Son espantosas. Se pasa uno las horas muertas acurrucado en la taquilla, contemplando
desfilar a los transeúntes. A muchos me dan ganas de decirles: "Compren ustedes una
localidad, por favor, que me aburro aquí sin despachar ni una sola".
—¿Cuál es la entrada menor que recuerda usted?
—Una en la Alhambra, el teatro que estuvo en la calle de San Marcos. ¡Once pesetas, ni
un céntimo más!... Y aquí mismo—aunque no con la compañía de Ricardo Calvo—ha
habido muchas, pero muchas, entradas que no pasaron de veinte duros.
—¡Habría que ver la cura del empresario!
—Era un poema.
En este momento, a Luis le acomete un golpe de tos que se me contagia en el acto...
Nueva orquesta armoniosa, que no se interrumpe pronto, ya que acude una nueva avalancha
de público, que obliga a abrir y cerrar continuamente la taquilla, por donde penetra el
pinchazo del aire.
Butacas... Nada más que butacas y palcos—dice Luis—. ¡Ejem! ¡Ejem! Butacas y palcos.
¡Ejem! ¡Ejem!
Y luego, volviéndose a mí, pide con gran resignación:
—No deje usted de decir que casi todos los taquilleros somos catarrosos. ¡Ejem! ¡Ejem!
38
EL FOTÓGRAFO REPORTERO
Y LAS DIFICULTADES PARA LA INFORMACIÓN GRÁFICA
Alfonso relata algunos incidentes cómicotrágicos que le han ocurrido al ejercer su profesión
El reportero fotógrafo tiene en la vida moderna quizá mayor importancia que el simple
reportero que comunica la noticia valiéndose de su pluma o del teléfono. No cabe duda de
que las informaciones gráficas son las preferidas por la generalidad del público, pues le
entran a escape por los ojos, le atraen con irresistible fuerza y casi le son suficientes. Por
desgracia, hay que confesar que el aumento de la lectura en estos últimos años, aunque
indiscutible, no ha alcanzado aquellas proporciones, en relación con el número de habitantes
del país, y que a la mayoría de éstos les repugna la letra de molde. Y aun a muchos que
presumen de letrados parece que lo negro les estorba y se abstienen de toda clase de lectura,
lo que se afirma que facilita bastante las digestiones.
La fotografía, en cambio, gusta todo el mundo y es lo que más satisface las curiosidades.
La mujer, en particular, no concibe hoy en día el periódico sin información gráfica, y todos
sus comentarios suelen versar exclusivamente sobre las fisonomías retratadas, en las que
perciben matices simpáticos o antipáticos, y deducen de ellos el carácter de la persona.
Aunque no he querido hasta ahora hacer informaciones relacionadas con las cosas de mi
profesión—que, por otra parte, han descrito admirablemente mis compañeros "Tartarín" y
Mayral—, juzgo de conveniencia hacer una excepción del reportero fotógrafo, por estimar
que, aunque su importancia es innegable, como queda dicho, su trabajo va al margen del
periodista.
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Y, como es natural, la persona elegida para que me informe sobre las dificultades varias
del oficio, en el que a veces hay que tener una paciencia que eclipse la de Job, &s Alfonso,
el popular Alfonso, activísimo fotógrafo de LA VOZ, que fue uno de los primeros que
cultivó en Madrid la información gráfica, y que ha obtenido, merced a su constancia y
habilidad, triunfos enormes.
—A quien no consiga usted retratar, no le retrata nadie, ¿verdad?—le pregunto.
Alfonso ríe en señal de asentimiento y con cierto orgullo muy justificado.
—Pocos so me han escapado a mí en los muchos años que trabajé en la calle, y lo mismo
le pasa ahora a mi operador Domingo.
Este Domingo, que asiste a la entrevista, es un muchachote gordo, de grandes carrillos y
de aspecto bonachón, que merece todas mis simpatías y que constituye el símbolo de la
paciencia. Domingo es capaz de permanecer tres días en una casa, sin comer ni beber, en
espera de llevarse un retrato, cosa que indefectiblemente consigue, sea por el procedimiento
que fuese.
Me hallo en el taller de Alfonso y entre fotografías de las más distintas personas: políticos,
generales, actrices y actores, escritores, toreros, etc... Alfonso va y viene de un lado a otro, y
al empezar a dirigirle mis preguntas medita un instante las contestaciones, como quien
realiza un esfuerzo de memoria.
—Yo empecé trabajando como operador con Compañy en el "Nuevo Mundo"—dice—, y
en cuanto se publicó "El Gráfico", el primer periódico que se vendió en Madrid a diez
céntimos, me presenté al director, Burell, el cual, me admitió en seguida. Me puse a trabajar
de firme, y, aunque me esté mal el decirlo, cumplí a satisfacción del público. Murió "El
Gráfico", y pasé a "Heraldo de Madrid", donde poco a poco se iba luchando con el
fotograbado. Ya se acordará.. Al principio, mis fotografías eran una pura mancha, con mi
firma debajo. Hasta que al fin, y gracias a la perseverancia de Francos Rodríguez, se
consiguió perfeccionar el procedimiento, y comencé a popularizarme, ya que no hubo un
suceso de actualidad que no reflejara con mis fotografías.
—Trabajo que prosigue usted en LA VOZ.
—Eso es... En la actualidad, me ayuda mucho para el buen éxito de las informaciones mi
archivo, que es uno de los más completos que hay en Madrid. Tuve ese cuidado desde el
primer momento; no ha habido fotografía de la cuál no guardara una prueba… Por eso, en
cuanto se me pide el retrato de un político, de un artista, de cualquier persona conocida,
aunque lo sea por criminal, a los cinco minutos lo tienen.
Y es verdad. No hay una persona cuyo nombre sea popular en Madrid que no tenga
archivada su fotografía en casa de Alfonso, muchas veces, como se verá después, contra el
deseo del propio retratado.
—Fui el primero—añade Alfonso—que hizo fotografías de los políticos pronunciando
discursos.
—¡Hombre!
—Me costó algún trabajo, porque ya comprenderá usted que la "pose" es algo ridícula.
Debuté con D. Segismundo Moret, en su casa de la calle de Doña Blanca de Navarra, y a
quien puse en actitud oratoria, sin que al principio lo advirtiera. Al enterarse no se
incomodó, sino que, al contrario, exclamó: "Si hubiese usted dicho que me quería retratar
hablando, me habría puesto en seguida en postura, y no se hubiera perdido tanto tiempo."
40
—¿Y los otros oradores se han ido acostumbrando?
—Sí, señor, y en el fondo les encanta.
—Me lo figuro.
Después del interesante extremo de las "poses" oratorias, recae la charla sobre la
información de los sucesos, que es, indudablemente, el más difícil y el más importante
de los trabajos que realiza el fotógrafo reportero.
Y toma la palabra Domingo, el gran Domingo, el pacienzudo operador, el cual dice:
—En cuanto nos enteramos de que ha habido un crimen, ya me tiene usted en la casa
donde ocurrió el suceso, dispuesto a llevarme los retratos del criminal y de la víctima. Por lo
general, se entra allí sin que se enteren de quién es uno, y hasta me toman por persona de la
familia o amigo íntimo que se asocia al duelo. Procuro aguardar la ocasión propicia para
insinuarme, hago preguntas sobre la fecha en que se hizo el último retrato, y como consiga
que me lo enseñen, y lo tenga entre mis manos, ya triunfé, pues no lo devuelvo, pase lo que
pase.
—¿Aunque hubiera otro crimen?
—Aunque lo hubiese.
—¿Le habrán a usted plantado muchas veces de patitas en la calle?
—Muchas; pero yo no me voy. Me quedo en la casa, si es necesario, oyendo insultos,
hasta conseguir la fotografía.
—Es usted un mártir de su profesión.
—Lo que soy es un pelmazo, y a fuerza de pelmacería consigo lo que me propongo. En las
casas del crimen fisgo por todos los rincones cuando me convenzo de que por buenas no he
de sacar el retrato. Y en cuanto encuentro uno, lo robo.
—¡Domingo!
—Al día siguiente lo devuelvo, pues soy una persona decente… ¿Usted sabe lo que me
ocurrió cuando el drama de Rosales? Fui al hotel a las pocas horas del suceso, y allí no me
tropecé más que con un sacerdote amigo de la familia, quien no se atrevía a disponer de
nada. Comencé entonces a fisgar, y hallé una estupenda fotografía de María de Lourdes, con
un marco magnífico, y me la guardé con la mayor ligereza. Poco después advertimos que el
marco estaba guarnecido de piedras preciosas y que aquello valía un dineral. Me creí en
presidio.
—¿Y qué hizo usted?
—Al día siguiente, y cuando ya se hubo sacado provecho de la fotografía, volví al hotel
con el pretexto de que se me había extraviado una cartera. Y aprovechando un momento de
soledad dejé la fotografía en el mismo sitio, sin que su ausencia de veinticuatro horas fuese
notada. Respiré, le aseguro que respiré a mis anchas.
Domingo, ante el recuerdo de su seudorrobo, que debió de impresionarle mucho, se
congestiona y se enjuga el sudor con el pañuelo.
—El retrato de la víctima—añade Alfonso—es fácil adquirirlo; en cambio, el del criminal
es más difícil, aunque no deja de haber familias que lo entregan a escape y con gran
entusiasmo.
—Lo estimarán como un honor.
ASPECTOS PINTORESCOS DE MADRID (1921-1923) (Quinta serie, y última) Nilo Fabra
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ASPECTOS PINTORESCOS DE MADRID (1921-1923) (Quinta serie, y última) Nilo Fabra

  • 1. ASPECTOS PINTORESCOS DE MADRID (1921-1923) Quinta serie (y última) NILO FABRA Edición, transcripción: Julio Pollino Tamayo cinelacion@yahoo.es
  • 2. 2
  • 3. 3 ÍNDICE 1- La vigilancia en las plazuelas municipales y frondosas……………………………..……………………...5 2- Las motocicletas del servicio público y sus conductores profesionales………………..…………………...9 3- La formidable potencia digestivo de Desiderio Villadarias………………………...……………………...13 4- La bolera en la calle del Gobernador…………………………………………………………...……….…18 5- La dificultad de poner con pulcritud y elegancia los guantes a las señoras………………………...…...…22 6- Los obradores de sastre, chalequeras, pantaloneras y oficialas de prendas largas………………..…….....26 7- Las señoritas estudiantes que siguen con asiduidad sus cursos en el instituto………………………..…...30 8- Media hora en la taquilla del español………………………………………………………………….......34 9- El fotógrafo reportero………………………………………………………………………………..…….38 10- El oficio bien remunerado de conductor de coches camas………………………………………..……...43 11- El circo de gallos matritense………………………………………………………………………...……48 12- Una despedida de soltero generosa…………………………………………………………………...…..52 13- La letra pe minúscula vaca en la Academia Española..……………………………………...………...…57 14- Escenas escandalosas motivadas por la entrega de niños en la Inclusa………………………………......62 15- Los chicos de taberna que expenden los alcoholes más o menos adulterados……………………….......66 16- Una visita a la cárcel de mujeres……………………………………………………………………..…..70 17- La compraventa de perros…………………………………………………………………………...…....75 18- La vida grotesca y triste de las borrachas populares………………………………………………….......79 19- El reparto de las hojas azules que llevan las noticias fastas o nefastas……………………………..…....83 20- Los hombres que dominan y dirigen a los tardos bueyes de carreta………………………………...…....88 21- Los clásicos y populares cafetines nocturnos……………………………………………………..…….93 22- La enseñanza de los bailes de sociedad por un maestro de Granollers……………………………...…....98 Artículos póstumos 23- Las empleadas del Estado………………………………………………………………………...……..103 24- El arte de vocear la mercancía en la vía pública………………………………………………….…......107 25- Las honestas diversiones que se gozan en las tertulias de algunos cafés……………………….…..…...111 26- Las preocupaciones y las historias criminales de la señora Pepa la “Asustada”…………………..…....115 Obra literaria y artículos sueltos (1916-1927) 1- El Gurrumino………………………………………………………………………………..…………....119 2- Hogares alterados por la furia del “mayor monstruo”…………………………………………………....129 3- De la vida truhanesca…………………………………………………………………………………......133 4- El cielo de Madrid…………………………………………………………………………………...……136 5- Historia del ambicioso que llegó a gran visir……………………………………………………..……...146 6- ¡Se ha matado!………………………………………………………………………………………..…..149 7- ¿Es verdad que Madrid está insoportable?………………………………………………………….....…151 8- La cómoda fantasía………………………………………………………………………………….....…153 9- La ciudad suicida…………………………………………………………………………………...….....155 10- La suegra de Tarquino (crítica)…………………………………………………………………...……..157 11- El zángano………………………………………………………………………………………...…..…159 12- Un libro interesante y la obra de Goya…………………………………………………………..……...162 Manuscrito de Nilo Fabra (1909)…………………………………………………………………...….….167
  • 4. 4
  • 5. 5 LA VIGILANCIA EN LAS PLAZUELAS MUNICIPALES Y FRONDOSAS Un guarda que comprende a Herodes y del cual se enamoró una checoeslovaca Chiquitín de estatura, muy delgado de cuerpo, rostro en ángulo obtuso, mirada turbia y pelos en alboroto, son los rasgos principales que caracterizan al guarda de plazuela matritense con quien voy a conversar sobre los gajes de su profesión. Pero por si ustedes no se han dado cuenta exacta de cómo es el guarda que tengo el gusto de presentarles, para que se hagan cargo, para que su fantasía no se equivoque, me valdré de una contraposición. ¿Ustedes han oído hablar de Adonis, verdad? ¿Ustedes tienen una idea de cómo era o cómo debió de ser el amante de Afrodita? Bueno; pues el guarda Francisco, que alterna en la vigilancia y riego de la plaza de Santa Ana, es todo lo contrario del joven adolescente, símbolo mitológico de la primavera... Ya se van ustedes dando cuenta, ¿verdad?... Y no habrá miedo a equivocaciones cuando les diga que el guarda Paco, este simpático guarda, exacto cumplidor de sus deberes, es un digno, un dignísimo rival de Picio. Me parece que ahora la imaginación de los lectores no sufrirá extravíos al figurarse cómo es el hombre que les presento. Sin embargo, esta guarda, como podrá enterarse quien siga leyendo, inspiró no ha mucho tiempo una pasión volcánica, una pasión arrebatadora. Una mujer extranjera le amó una noche con locura, acaso para justificar los refranes españoles que dicen: "de gustos no hay nada escrito" y "hay gustos que merecen palos". Francisco el guarda, ante el recuerdo de la aventura se conmueve hasta lo más hondo de su alma, y en el acto hace protestas de su inocencia. Este hombre, quizá sorprendido por el fuego de tan abrasadora pasión, se sintió desdeñoso con la dama, o tal vez le asaltaran remordimientos ante la idea de convertir en posada amorosa el cajón municipal donde encuentra cobijo cuando le corresponde la vigilancia nocturna…
  • 6. 6 Francisco me va a hablar de las cosas que ocurren en esas simpáticas y frondosas plazuelas, que vienen a ser los respiraderos, de la villa. Casi todas se deben a la iniciativa de José I, aquel Rey intruso, impopular y bonachón, que tanto bien hizo en su breve reinado por la capital de España. De todas esas plazuelas, mi preferida es la de Santa Ana, por haber nacido y haber habitado siempre en sus inmediaciones. Sus calles cruzadas en forma de equis, la severa estatua del insigne Calderón y hasta el cajón o garita de los guardas van unidos a recuerdos infantiles y los considero como algo propio. Además, la plaza es la más bella de todas y quizá la mejor cuidada. Hago esta observación delante de Paco, y el hombre, que debe de ser modesto, supone que es un elogio a su persona, y dice: —Muchas gracias... Usted me favorece. Yo a quien quería favorecer exclusivamente era a la plaza; pero me abstengo de comunicárselo para evitarle un desengaño inútil. —¿Estará usted muy satisfecho de prestar sus servicios en Santa Ana?—le pregunto. —Ya lo creo—contesta con mucho orgullo—. Pero no crea que no lo he "sudao" hasta llegar a un sitio de "esta importancia". Como que llevo en el Ayuntamiento veinticuatro años. Por lo visto, ser guarda de plazuela urbana viene a ser algo así como la meta de los trabajadores municipales, y además, que le destinen a la de Santa Ana, equivale a arribar al más empinado picacho de una cumbre. —Aquí se gana ya un jornal decente—añade—. Yo tengo seis pesetas veinticinco céntimos. Con esto ya se puede vivir... Antes estuve una temporada en la plaza del Progreso. Allí me "gradué" de manguero. —¿Se "graduó" usted? —Es un decir... Me enseñaron a regar como se debe. No crea usted que es tan fácil. Hace falta muy buena vista y saber poner el dedo. —¿Por lo visto es usted un consumado maestro con la manga? Francisco me mira con su mirada turbia de desconfianza. Por lo visto, eso de la "manga" no le suena bien, y considera que en mi pregunta hay un oculto sentido irónico, pues al cabo de unos segundos de vacilación me dice: —¿Es que sabía usted que yo alguna vez, muy de tarde en tarde, he agarrado "mangas"? —No, hombre, no; ¡yo qué iba a saber semejante cosa! Me refería a las mangas auténticas, a las que seguramente maneja a la perfección cuando riega el césped y los árboles de la plaza. —¡Ah, ya! Tenemos esta conversación en el Café del Prado, donde invito al guarda a que trasiegue alguna cosa comestible o bebestible. El hombre no duda, y solicita una copa de coñac, que se bebe de un sorbo. El licor produce su efecto, y Paco se siente invadido por la locuacidad y el afán de comunicación: —No es mal jornal, no—dice—; pero hay mucho trabajo, mucho. Son ocho horas, que se dividen en tres turnos, y cuando le toca a uno en el tiempo en que estamos, el de nueve de la noche a cinco de la madrugada, ni tan siquiera se "pue" uno mover de frío. —¿Se pasaré usted toda la noche en el cajón, durmiendo? —No se puede dormir, hay que vigilar, y con los ojos cerrados se hace poca cosa— contesta como hombre que cifra su orgullo en el exacto cumplimiento de su deber.
  • 7. 7 —¿Pero en qué consiste esa vigilancia? ¿A quién vigila usted a altas horas de la noche? Me parece que le he sumido en un mar de confusiones. El hombre es un excelente vigilante; pero, en realidad, no sabe a quién vigila… Tras una breve meditación, el guarda parece darse cuenta exacta de cuál es su verdadero cometido, y dice: —Vigilo para que no salten el alambre. Se refiere al alambre que cierra la plaza los días de lluvia y en las altas horas de la madrugada, en éstas para que no se convierta la plaza en un dormitorio público. —Y si lo saltan en sus narices, ¿qué hace usted? ¿Detiene al osado saltador del alambre? —Yo no puedo detener a nadie—exclama Paco en tono compungido y como una gran desgracia—. Si la cosa se pone fea, tengo que avisar a los guardias de Orden Público... Pero yo prefiero arreglar los asuntos por las buenas. —Atinado proceder. —Hay que ser benévolo—asegura, después de beberse también de un solo sorbo el coñac derramado en el platillo—. Yo soy benévolo con todo el mundo, hasta con los que van a dormir en los bancos por el verano, y hasta en invierno, que son quienes más guerra nos dan, después de los chicos. Ya sabe usted que está prohibido dormir, aunque se tenga mucho sueño. Pues yo me hago el "disimulao" y les permito alguna cabezada que otra, siempre que no abusen. —Magnánimo corazón. —Tengo un compañero que los despabila a todos. Debe usted de conocerle... Es Gilito. —No tengo ese gusto. —Pero con el que se empeña en dormir, no valen las reprimendas. Ya sabe usted que nosotros no podemos detener; pero si echar sermones. Pues, como le digo, el que tiene mucho sueño le coge las vueltas al guarda, y si veinte veces se le despierta, veinte veces se vuelve a dormir. Y no atiende a sermones ni a frases feas. —¡Qué va a atender! Póngase usted en el caso de no tener dónde dormir. El guarda me mira con ojos de asombro. A él no se le ha ocurrido nunca ponerse en el caso de los que no tienen cama. Pero, en fin, el hombre procura hacerse el disimulado, quizá tanto por comodidad como por buen corazón. —Si se hiciese la vista gorda demasiado—dice—, la plaza se pondría imposible. Durante el buen tiempo hay hasta "parroquianos fijos"... Ahora recuerdo que al sentarme de tertulia junto a las mesas que colocan las cervecerías en el verano, he podido observar que solían tomar asiento en los bancos pintados de verde las mismas personas todas las noches. Entre ellos se saludaban de una manera entre cortesana y confianzuda, propia de los huéspedes de una fonda. Y después, moviendo la cabeza, parecía que se daban las buenas noches. Por último cerraban los párpados, que creo se abrían por instinto al aparecer el guarda. Francisco me habla luego de sus habilidades en el difícil arte de manejar la manga, la auténtica manga, no la que se refería antes en sentido figurado. —Algunas mañanas, al amanecer—dice—, si estoy regando y aparece algún borracho por la plaza, le enchufo. —¡Pero, hombre! —Se les hace un gran bien. No hay nada como el agua para despejar la cabeza. Ahora que ellos, por el momento, no lo agradecen.
  • 8. 8 —Los hay muy desagradecidos… ¿Y usted está seguro de que eso no sea una barbaridad? —No debe de serlo, ya que lo pide el público. Uno lo hace por complacer. El guarda me vuelve a mirar con ojos absortos, y no parece comprender que se censure una cosa que él suponía no sólo sin importancia, sino muy conveniente… Creo lo más oportuno cambiar la conversación, y le espeto la siguiente pregunta: —¿Qué es lo que más le molesta en su oficio de guarda? —La brega con los chiquillos—contesta rápido—. Se conoce que los padres no les pueden aguantar en su casa y me los sueltan a mí... Son mi desesperación; todo el día me tiene usted trajinando con ellos, sin lograr un minuto de paz. ¡Qué críos! ¡Qué críos! Y hace gestos y visajes para expresar su indignación profunda contra las travesuras infantiles… Después, en tono sombrío, de traidor de melodrama, dice: —Yo hubiera vivido muy a gusto en la época, de Herodes. Aquel era un gran rey. Se hace una nueva pausa, y cuando ya parece haber disminuido la indignación del guarda, le digo: —¿Y cómo fue el asalto a su virtud realizado por aquella mujer extranjera? Francisco, por vez primera sonríe, como lo hubiese hecho el propio Narciso después de rehuir las caricias de la ninfa Ero. —Me pilló desprevenido—dice—. Era una noche de invierno muy fría. —Parece una novela. —Sí, señor. Es igual que una novela. Yo estaba en el cajón, vigilando, y de repente esa mujer, que era muy guapa y olía muy bien, comenzó a besarme y a decirme cosas que no entendía. Yo le preguntaba si era francesa, y ella decía: "Chieca, chieca." Yo no he podido saber lo que es eso. —Que era checa... De Checoeslovaquia. Francisco no comprende esto muy bien. Para él todas las extranjeras tienen que ser francesas. Pero esta cuestión geográfica no interesa al fondo del asunto. —Y Usted, ¿qué hizo? ¿No correspondió a las demostraciones amorosas? —Yo, no. Estaba prestando servicio. —Pero, hombre... —Y ella empeñada en meterse dentro del cajón. —¿Y usted luchando para que no entrara? Merece usted ser condecorado por el Ayuntamiento, ya que ha sacrificado el amor por el cumplimiento de sus deberes. El guarda parece preocupado ante el recuerdo de su aventura, y dice: —No me ha ocurrido en la vida más que esa vez. —Me lo figuro. —Y no la he vuelto a ver… Lanza un suspiro, que viene a ser una especie de rectificación de su conducta, bastante tardía, y que, ¡ay!, supone un propósito ya inútil, pues no hay checas amorosas todos los días. Después, Paco rebusca en el platillo por ver si encuentra más licor; pero ya no queda ni una gata. Y yo no lo convido a que repita acordándome de lo que hemos hablado respecto a las "mangas".
  • 9. 9 LAS MOTOCICLETAS DEL SERVICIO PÚBLICO Y SUS CONDUCTORES PROFESIONALES Manifestaciones de un motorista que siente un gran desprecio hacia los peatones —La mayor parte de los atropellos es por culpa del atropellado. —Pero, hombre... —Nada, nada; ésa es la verdad, y no rebajo ni tanto así (señalando una uña). Yo creo que algunos se meten de cabeza en la máquina. —Vamos; que son ellos los que atropellan a las motocicletas. —No diré tanto; pero sí le aseguro que muchas voces he creído que hay peatones a quienes les gusta ser atropellados. Ya habrán los lectores comprendido que quien se expresa en tal forma, algo sorprendente, es un motorista, y un motorista profesional. Se trata, pues, de una información sobre un oficio flamante, ya que hasta hace muy poco tiempo la tarea de dirigir motocicletas, atropellar a los peatones y despanzurrarse por esas carreteras estaba reservada a los muchachos de buena posición. Uno de ellos, hará dos años, me habló con abundancia de su deporte, y sus palabras fueron reproducidas en uno de estos artículos. Pero, como complemento del tema, se hacía necesaria una entrevista con los profesionales, esos otros jóvenes que "embragan" y "desembragan" con un fin más utilitario, y que han surgido hace poco en la vida madrileña. El muchacho que me informa sobre su profesión se llama Augusto, y es muy popular en su puesto de la calle de Peligros, en el que ha logrado hacerse una parroquia fija. —Eso se debe—asegura—a que yo, sea por suerte, o sea por saber conducir muy bien, no he tenido nunca el menor accidente. Ni he atropellado persona alguna, ni he sufrido el más insignificante arañazo. —¡Pero, hombre!... Usted falta a sus deberes... No se concibe un motorista sin unas cuantas cicatrices y sin haber tirado, piernas arriba, por el arroyo, a un infortunado peatón.
  • 10. 10 —Pues, nada, absolutamente nada… Y eso que, como podrá comprender, todos los días estoy a punto de que me ocurra algo malo. Pero en el mismo instante del peligro lo evito "deslizándome". En este trabajo todo consiste en saber "deslizarse" a tiempo. ¡Ahí está el "busilis"! El amigo Augusto pronuncia estas frases con cierto énfasis orgulloso, que me parece muy natural. ¡Si no va a darse importancia un motorista que nunca ha atropellado a persona alguna, ignoro quién se podrá en este mundo pavonear con justicia! El caso es tan insólito, que si lo creo es por el acento de sinceridad que mi interlocutor pone en sus palabras. Viste Augusto el traje azul de mecánico, que se halla de moda, y se expresa sin preocupación alguna, con toda confianza y regocijado por la entrevista. Es hombre de rostro ancho y colorado, cuya piel está curtida por el aire, y de mirada inteligente. No deja de hacerme gracia su opinión sobre los peatones, a quienes considera los culpables de sus accidentes, criterio que, según refiere mi íntimo e inseparable amigo "El Espectador", sustentan todos los abogados de Madrid cuando defienden a un conductor de cualquier vehículo que ha quebrado un miembro a un ciudadano o ha tenido a bien enviarle a un mundo más bueno. La culpa es siempre del atropellado, nunca del atropellador. —Es que la gente no sabe andar por la calle—afirma Augusto—. Y mientras no aprendieran no se les debía dejar salir de casa. —Es algo radical ese deseo. —Yo tengo hecha una clasificación de los peatones. Los divido en tres grandes grupos: "Tontos, unamunos y precipitaos". —¿Qué está usted diciendo? —Lo que usted oye, y creo que me explico bien. Ya puede usted figurarse quiénes son los tontos: los que van por la calle y no oyen ni ven; ¡maldita sea su estampa! ¡Les está bien empleado, por idiotas, que se les atropelle! —¡Caray!... ¿Y los "unamunos"? ¿A quién designan ustedes con el apellido del independiente, sorprendente y desconcertante don Miguel? —Pues los "unamunos" son los que leen los periódicos en medio de la calle. Los tiene usted "pasmaos" en mitad del arroyo, embebidos con el artículo, y de repente llega la "moto" y los manda a concluir la lectura en el cementerio. —No deja de ser un modo delicado de llamarles la atención. Sin dar la razón, ni mucho menos, al motorista en sus apreciaciones, hay que reconocer que en parte alguna más que en Madrid se ve a personas detenidas en la calzada de una calle o en la de un paseo leyendo un periódico. Y es que aquí únicamente se mantiene con gran fuerza el criterio de que el peatón no tiene que cuidarse de evitar el atropello, y que ésta es faena exclusiva del conductor de un vehículo. No deja de ser un engañado pensamiento, de funestos resultados en la práctica. —Y de los "precipitaos" no hablemos—sigue contando Augusto—; ésos son peores que los "unamunos" todavía. Primero correr hacia adelante, luego hacia atrás, luego otra vez hacia adelante y terminan metiéndose entre las ruedas... Pues cuando esto ocurre hay todavía quien culpa al conductor. —Injusticias humanas.
  • 11. 11 El motorista se echa a reír suponiendo acaso que en mis palabras hay un deje irónico. Después el hombre concluye de beber a sorbos su taza de café con leche, pues, como en otras ocasiones, sostengo esta conversación en un establecimiento público y arrellanado en un diván. —¿Lleva usted mucho tiempo en el oficio?—le pregunto. —Diez años hace que lo aprendí; pero trabajando en el servicio público, muy poco, porque esto es muy nuevo. El Ayuntamiento no dio permiso hasta hace tres años. —¿Y es buen negocio para los patronos? —Regular, nada más que regular; yo soy muy justo. Al patrón, cuando se va a liquidar, se le entrega lo que a uno le da la gana. —¿Sí? —Natural. Crea usted que aunque se pasara la vida en el sillín le engañaríamos. Además tiene pérdidas de importancia, entre ellas las denuncias; pues aunque las denuncias las debemos pagar nosotros, si suben mucho, como sucede con frecuencia, nos despedimos, y el amo queda responsable y es obligado a "aflojar la mosca". —Pero, a pesar de todo, ¿es negocio? —¡Ah, sí!... En Madrid habrá ahora sus sesenta motocicletas de alquiler y unos treinta patronos. Salen a dos máquinas por barba. —Y a dos broncas por día, cada vez que sus motoristas les presenten la cuenta. Augusto se rasca la enmarañada cabellera, y con aire cazurro dice: —Sí, señor; ésa es la hora de las discusiones. Pero en la actualidad tengo la suerte de que mi patrono sea un amigo, un compañero. Y entre nosotros, por fortuna, no hay peloteras. El patrono de Augusto debe de estar orgulloso de su mecánico. El hecho de que no le haya proporcionado disgusto alguno por accidentes callejeros lo justificaría. —No es cuestión de suerte, como creen muchos—asegura Augusto—. Si yo no he atropellado a nadie ni me he caído nunca se debe a lo bien que aprendí. ¡Y le juro que la mayoría de los que están hoy de conductores no saben lo que se traen entre manos! —Pero para guiar una "moto" se necesitará un permiso especial. —Claro; pero ese permiso se saca por influencias, y ya los tiene usted "situados". Luego ocurre lo que ocurre, y ya la cosa no tiene remedio. ¿Usted cree que es posible que con seis u ocho lecciones sepa ya un chico lo suficiente para andar por Madrid sin cuidado en la máquina? Pues de esa ignorancia vienen después los vuelcos y los atropellos. Y escriba usted que lo dice Augusto, el motorista de junto a Fornos. No cabe duda de que al hombre le sobra la razón en sus afirmaciones, ya que todos los días se puede observar a muchachos que conducen una "moto" con mano a todas luces inexperta. Ahora bien: hay personas a quienes, place ser llevadas por un motorista torpe, pues parece que la emoción es mucho más intensa... Pero aun lo sería más si se tirasen por el Viaducto. —¿Y por qué suelen ir siempre dos personas en cada "moto"?—pregunto a Augusto. —El que acompaña al conductor o es una persona de la familia del patrón o un "grifo". —¿Un "grifo"? ¿Quiénes son esos respetables sujetos? —Los ganchos que buscan parroquia. Los hay muy buenos; pero yo no les necesito, pues tengo parroquianos de sobra.
  • 12. 12 —¡Enhorabuena!... ¿Y qué clase de público prefiere usted? —No lo hay más que muy serio o muy alegre. Y aquél es el preferible sin duda de ninguna clase. Con la gente de bulla no sabe uno a qué atenerse. Siempre me quedo pensando si me pagarán o no me pagarán, aunque ni yo ni ningún compañero les perdonamos a los deudores, y en vez de conducirles a su casa se les lleva a la Comisaría correspondiente. —¿A la mayor parte de los "curdas" les entusiasma pasear en "moto"? —Sí, señor; aunque no tengan diez céntimos en el bolsillo y se vean obligados a dormir después la "papalina" en los calabozos del Juzgado y pasen luego al Hotel Moncloa... A ellos les meterán presos, pero que les quiten el gusto de haberse pavoneado en el "sidecar"... Lo mismo les ocurre a las mujeres... Y eso que debían estar bien escarmentadas, por las cosas que les han ocurrido y por la cantidad de ellas que se han ido al otro mundo... Pero nada... La "moto" las vuelve loquitas perdidas… Y son mucho más valientes que los hombres, pues nunca les parece que se marcha demasiado de prisa. Augusto guarda silencio unos segundos como si dudase en referirme una cosa que ofende su modestia… Pero al fin se lanza. —Yo no presumo de Tenorio—dice—; pero le aseguro que he hecho bastantes conquistas gracias a la "moto". —¿Sí? —A la más reacia, en cuanto le ofrezca usted un paseo por los alrededores en el "side-car", la tiene usted "atontoliná" del todo, hecha un caramelito... —Pues le repito mi enhorabuena. ¿Debe de ser una ganga ese oficio de usted? El motorista sonríe con íntima satisfacción, como el hombre que se halla plenamente satisfecho de haber nacido. —Y se gana un buen jornal—añade—. Yo no soy de esos que ocultan la verdad, ¿para qué? Entre el sueldo y las propinas vengo a sacar un día con otro entre quince y veinte pesetas. —Y además el amor libre y a destajo. —Se aprovecha lo que se puede… Pero tengo un trabajo enorme. Son doce horas, una semana por el día y otra semana por la noche, rodando siempre por esas calles, llenas de baches y en lucha continua con carreros, cocheros, boyeros y tranviarios. Como usted comprenderá, no pueden con nosotros, pues el campo es siempre nuestro merced a la velocidad de la máquina. Augusto se interrumpe al llegar aquí. Lleva mucho tiempo ya apartado de su "moto", que quizá se halle vigilada por un "grifo" y desea reintegrarse a ella. —¡Que le dure a usted mucho la buena suerte!—le digo. —Tengo confianza en mis manos… ¡Si no fuera porque hay personas que parecen tener empeño en ser atropelladas! Y pronuncia estas palabras en tono de gran desprecio hacia los infelices peatones que se ven obligados a transitar por las calles con el simple y barato procedimiento de mover sus extremidades inferiores.
  • 13. 13 LA FORMIDABLE POTENCIA DIGESTIVA DE DESIDERIO VILLADARIAS Apogeo y decadencia de un hombre que se ha solazado con pantagruélicos festines I LA POTENCIA ESTOMACAL DE VILLADARIAS Hoy, lector, no se trata de una información directa sobre un oficio o un medio de vida. De vez en cuando la variedad es conveniente, y en la ocasión actual, lo mismo que en otras, te ofrezco una historia, fiel trasunto de hechos absolutamente verídicos. El héroe de tal historia no se llama Desiderio Villadarias; pero como es necesario designarle de alguna manera, he elegido al azar ese nombre y ese apellido, ya que los auténticos deben ocultarse, por razones de discreción, que procuro atender siempre. Desiderio Villadarias, que en la actualidad se halla en el ostracismo, y huye de las pompas de la mundanal batahola, es, sin disputa, el hombre de mayor potencia estomacal que ha nacido en la heroica villa del oso y del madroño. Desiderio deglute cantidades alimenticias tan crecidas, que su contemplación llega a producir espanto y náuseas, y luego las digiere sin la más insignificante fatiga. Desiderio masca y traga a todas horas del día, tanto por gusto y afición como por necesidad fisiológica, ya que debe de estar constituido por la Naturaleza en una forma que le obliga a ingerir alimentos diez veces más que cualquier otro semejante. Este hombre, que come con tal abundancia, no es muy gordo, ni tampoco muy alto, ni ostenta unas mejillas hinchadas, ni ofrece, en su conjunto ninguna de las características del tipo pantagruélico. Desiderio Villadarias es un hombre vulgarísimo, y toda persona que lo vea por primera vez no le supondrá capaz de hazañas masticatorias e ingurgitantes de tanta importancia como muchas que le han dado justo renombre.
  • 14. 14 Desiderio Villadarias tiene, o, mejor dicho, tenía, puesta su vanidad en su estómago. Ya es sabido que todos los seres humanos ponemos nuestra vanidad en alguna cosa. Unos presumen de guapos; otros, de valientes; otros, de ricos; otros, de fuertes, y hay hasta quien presume de bruto, pues son muchas y muy absurdas las manifestaciones de la vanidad humana. Desiderio presumía de comer más que otro y tenía además, razón sobrada en presumir, ya que no ha encontrado semejante que le iguale en potencia estomacal. Los goces más intensos que experimentaba Villadarias en su existencia eran comer y sentirse admirado y objeto de felicitaciones. —¡Qué animal! ¡Se ha comido seis biftecs!—oyó decir muchas veces. Y Desiderio sonreía, y bajaba la cabeza como hombre modesto que se avergüenza de los elogios... A continuación, y como postre, metía en su estómago un kilo de queso de bola, y se extasiaba escuchando a sus admiradores exclamar: —¡Qué bárbaro! —¡Qué bruto! —¡Qué bestia! II EL DÍA GLORIOSO DE VILLADARIAS Durante muchos años, raro fue el día que Desiderio no saboreó un triunfo. Sus festines pantagruélicos se hicieron célebres en todo Madrid, ya que el hombre recorría desde los restaurantes de más prestigio aristocrático hasta las más humildes tabernas, en las cuales acostumbraba comerse todo lo que se exhibía en el escaparate. Sus medios de fortuna eran casi tan grandes como su apetito, y la cuestión económica no le preocupó jamás, pues podía satisfacer todas sus ansias alimenticias. Además, el comer era su único vicio, y no había cuidado alguno de que se arruinase. Pero he aquí que un día a Desiderio le salió un competidor, lo mismo que le hubiera podido salir un grano. En la tertulia del café adonde concurría se presentó un montañés llamado Barrón, que al poco tiempo y cuando ya iba teniendo alguna confianza, se atrevió a decirle: —Yo como tanto como usted, o más, y estoy dispuesto a probarlo cuando quiera. Villadarias se puso rojo por la emoción, y con voz temblorosa dijo: —No tengo inconveniente en que hagamos una apuesta. —Pues designe usted mismo el menú. —Empezaremos por dos langostas. —Tres—rectificó Barrón. Desiderio palideció ahora. Aquello hería profundamente su vanidad. —Bueno; tres. Luego, cuatro bifttes con patatas. —Cinco. —¡Bien; cinco!—rugió nuestro héroe—. Y luego, tres pollos asados por barba. —Y de postre, diez sorbetes de mantecado; eso es muy digestivo.
  • 15. 15 La apuesta produjo entre los amigos verdadero estupor. ¡Aquello era un disparate muy grande y además peligroso! ¿Quién sabe lo que podría ocurrir? Se intentó disuadirles, y con tan plausible propósito hubo quien recordó las congestiones cerebrales ocasionadas por exceso en la comida. Todo fue inútil; Villadarias y Barrón no cedían, y, en vista de ello, se acordó el día de la apuesta, y los contertulios se dispusieron a asistir como testigos a la desenfrenada comilona. Durante dos horas, dos horas de verdadera emoción, fue presenciada la escena pantagruélica sin que ni uno osase pronunciar palabra. ¡Aquello era una cosa muy seria! Desiderio comía despacio, con gran tranquilidad, mientras que Barrón ingurgitaba atropelladamente, como si quisiera acabar pronto... Y pasaron a los respectivos estómagos las tres langostas y los cinco biftecs... Había llegado el turno a los pollos. Barrón los contempló un instante como pudiera hacerlo con su más grande enemigo, y luego exclamó: —No puedo más. Me doy por vencido... Perdí la apuesta. Se hallaba congestionado, apoplético, y él mismo se creyó en el caso de arrojarse a la cabeza el contenido de una botella de agua. Villadarias, entre tanto, seguía comiendo, insensible a la desgracia de su rival, y no sólo trasegó los tres pollos que le correspondían, sino que, quizá no satisfecho con los diez sorbetes, tomó también los otros diez destinados a su rival. En el momento de levantarse de la mesa fue acogido con una estruendosa ovación. Algunos admiradores, ebrios de entusiasmo, le asieron por los muslos y le pasearon por la estancia, en medio de aplausos atronadores... Desiderio venía a ser algo así como un héroe de la antigüedad, vencedor en una batalla definitiva... Barrón, oculto, se mordía los labios de vergüenza y envidia. III UNAAPUESTAAVENTURADA Al día siguiente, en el café, Desiderio, a quien la vanidad le había cegado y la gloria se le hubo de subir a la cabeza, se creyó en el caso de exclamar: —Yo no me canso nunca de comer; yo como todo lo que "me echen"... Si es necesario, me estoy todo el día comiendo. Pongo mil pesetas a que después de almorzar a mi gusto, lo que se llama a mi gusto, me meto en el estómago la comida que quieran... ¿Hay quien acepte y ponga otras mil en contra? Hubo un silencio largo. Todos se miraban unos a otros, sin que ni uno solo se decidiera a contestar. Por fin, un muchacho llamado Villoja, de aire cazurro, dijo en tono socarrón: —Yo no tengo inconveniente en aceptar la apuesta, siempre que se me deje elegir el día y para ello se me conceda un plazo de seis meses. —Concedido lo tienes. —Pues acepto. Y conste que no hay derecho a faltar al café ni una sola tarde. —No dejaré de venir, no.
  • 16. 16 Villadarias y Villoja se estrecharon las manos. Después de aquello no podían volverse atrás. El apretón de las diestras equivalía a un compromiso muy serio. Quedó convenido también el menú, sencillito, pues Villoja no quería abusar: una tortilla con patatas, de ocho huevos; dos langostas, tres biftecs y doce panecillos franceses. Los contertulios compadecieron a Villoja, pues todos creían en la victoria de Desiderio... A las insinuaciones de los amigos, Villoja se contentaba con sonreír, y día por día iba demorando el momento de realizar la apuesta... Al principio, se hablaba de ella en la tertulia a todas horas; pero al cabo de dos meses empezó a olvidarse. Hasta el propio Villadarias no hacía memoria. IV LA DERROTA DE VILLADARIAS Una tarde llegó Desiderio al café más alegre que de costumbre, y en cuanto se arrellanó en el diván dijo: —Hoy se ha casado mi hermana, y hemos comido en familia, bien a mi gusto... Me he hinchado, lo que se llama hincharse... ¡Y para hincharme yo, ya se necesita! Y con gran delectación fue describiendo los manjares deglutidos, que eran doce o catorce platos, de cada uno de los cuales repitió hasta tres veces. —¡Mirad cómo tengo la barriga! Villoja se rascó la barbilla y se quedó mirando fijamente a su amigo. Con aquella comida contaba él desde hacía algún tiempo... Y sin ella, no hubiera aceptado la apuesta… Y a los pocos segundos, con voz pausada y socarrona, dijo. —Pues hoy; hoy es el día que se me ocurre a mí elegir para que comas por segunda vez. Desiderio dio un salto y se puso de pie. No esperaba, ni mucho menos, semejante cosa, y, sin poderlo remediar, exclamó: —¡Pero eso es un crimen, un abuso! —No es más que lo convenido—replicó Desiderio—. ¡Ahora, si te vuelves atrás!... Esta interrogación exasperó a Villadarias, quien contestó con tono tranquilo: —¡Yo no me vuelvo atrás nunca! ¡A ver, que vayan preparando la comida! Tal respuesta fue acogida con un ¡ah! de entusiasmo. Todos los amigos tenían fe ciega en la potencia estomacal de Desiderio, y hasta el propio Villoja fue acometido de un temblor extraño. Se presentó a Villadarias la tortilla de ocho huevos, que fue ingurgitada lentamente. Aquella lentitud la juzgaron los amigos como síntoma de buen agüero; pero la verdad era que Desiderio estaba ahíto y no tenía maldita la gana de comer. No obstante, dio fin a las langostas, y comenzó con los biftecs. Lo que le entraba con más dificultad eran los panecillos, y todos pudieron advertir que para pasarlos hacía esfuerzos terribles. —¡Animo y serenidad!—le gritaba uno de los admiradores.
  • 17. 17 Villadarias comía, comía, comía; pero los malditos, biftecs, y sobre todo los execrables panecillos, no se acababan nunca. Aquello era demasiado. El estómago de Villadarias es realmente formidable; pero todo tiene un límite en este mundo... El maligno Villoja seguía ansioso aquella batalla entre un hombre y unos alimentos. Hubo un momento, sin embargo, en que una vez más se creyó en el triunfo de Desiderio. No faltaba ya más que medio biftec y un panecillo. ¡Y el biftec fue tragado! ¡Y la mitad del panecillo, también, aunque con enormes, con terribles dificultades! Villadarias dio un nuevo bocado al pan, hizo un gesto rarísimo, escupió el pedazo y comenzó a proferir en gritos: —¡No puedo, no puedo tragar! Estoy como los perros rabiosos… Se me ha cerrado el conducto. ¡Soy el hombre más desgraciado de la tierra! Villoja respiró con satisfacción… Había triunfado después de sufrir unos minutos crueles de miedo horroroso. V VILLADARIAS HUYE DEL MUNDANAL RUIDO Desde aquella tarde, Desiderio huye del mundo y de sus pompas. No ha vuelto a concurrir al café, y ha roto con todas sus amistades… Se considera un vencido, un humillado, y la derrota le avergüenza. Según mis informes, lo único que le sigue haciendo grata la vida es la alimentación, y hay quien asegura que contemplando las perdices escabechadas, suele decir: —¡Si no fuese por vosotras, hace tiempo me hubiese arrojado por el Viaducto.
  • 18. 18 LA BOLERA EN LA CALLE DEL GOBERNADOR, O UN DEPORTE INJUSTAMENTE DESDEÑADO De cómo se hacen ricos los que dedican su juventud a entretenerse jugando a los bolos Existe un barrio en Madrid relativamente céntrico y muy poco frecuentado. Me refiero a las manzanas de viviendas antiguas las más, y construidas hace poco las menos, que se extienden desde la plaza de las Cortes a la parte baja de la calle de Atocha. Por ese barrio, cuyas calles, de escasa simetría, desconciertan a quienes las transitan por vez primera, ambulo a la ventura la tarde de un domingo, absorto en mis pensamientos, cuando al final de la del Gobernador, muy cerca ya de la Costanilla de los Desamparados, oigo el ruido confuso y pesado de un cuerpo resistente que cae sobre una madera, y unas voces serias que discuten. La elevación de mi estatura me permite, puesto de puntillas, percibir, por encima del vallado, el interior del solar, y puedo ver que en la parte posterior del mismo, y perpendicularmente a la Costanilla, se alza un cobertizo de madera, dentro del cual unos cuantos hombres, que tienen la suerte de hallarse en la primera juventud, se dedican al cultivo de un deporte, español neto, viril y dificultoso, que en la actualidad, y aunque tanto se presume de haber adelantado en la cultura física, se desdeña u olvida por otros extranjeros. El solar en cuestión, o más bien el cobertizo, da albergue a una de las dos únicas boleras que sobreviven todavía en Madrid a la decadencia del juego en la capital castellana. En esta bolera, que pertenece a una sociedad particular, se cultiva el juego clásico y difícil de los bolos a voleo, para cuyo ejercicio se necesita gran fortaleza muscular en el brazo diestro, vista de águila, pulso bien firme y enorme agilidad de muñeca.
  • 19. 19 El lanzamiento de la bola, que se sucede rápido, produce, al chocar contra los palos, un ruido estridente; y luego, éstos, al realizar un vertiginoso viaje aéreo, que dura lo que un abrir y cerrar de ojos, parecen imitar un zumbido de moscardones. Me acucia el deseo curioso de penetrar en la bolera, y al propio tiempo me detiene una timidez molesta. ¿Qué voy a hacer yo ahí dentro? ¿Cómo interpretarán mi visita los jugadores? ¿Seré bien recibido? Me decido al fin; entro, expongo mis propósitos de ver jugar y de escribir sobre el juego, y todos mis temores se disipan en el acto. Los socios de "La Perla Montijana", que desde hace cincuenta años lucha con el prestigio del juego de bolos a voleo en Madrid, son la flor de la cortesía, y se muestran encantados de satisfacer mi deseo y de comunicarme todos los datos que yo les pida. —Ya era hora de que se ocupasen en serio de este deporte—dice uno de ellos—. Tanto hablar de fútbol y del boxeo, y ni una palabra sobre los bolos, que es un juego mucho más bonito y más difícil también. —Es que no se les ha ocurrido a ustedes bautizarle con un nombre extranjero... Inventen uno cualquiera, que no entienda nadie, traduzcan ustedes al inglés el tecnicismo, y verán cómo acuden entusiasmados los jóvenes deportistas. —No crea usted que les iba a servir de nada. Para jugar bien a los bolos a voleo hace falta haber nacido en Montija o en el valle de Mena, y aprender a jugar desde muy chiquitín. Me permito indicar que acaso sea exagerada semejante afirmación; pero el supuesto de que puede haber jugadores que sean de otra parte es recibido por los montañeses con aire dubitativo. —¿Hay otra bolera en Madrid, verdad?—pregunto—. ¿Me parece que es en la calle de la Flor? —Sí; es una bolera libre, donde se paga por horas. Pero no se juega más que al emboque o palma; muy sencillo, pues consiste sólo en tirar los bolos. El verdadero jugador es el de voleo... Estos muchachos están orgullosos de su voleo, y a los pocos minutos de mi permanencia en la bolera me hago cargo de que no les falta razón, ya que es una cosa dificilísima, y que contemplo con aire admirativo, hacer saltar, con una bola que pesa cinco kilos, unos palos que tienen que concluir su viaje por los aires en una pared de madera, colocada a unos cuatro metros. Claro es que no siempre el buen éxito acompaña el golpe, pero ello prueba precisamente la dificultad de la tirada. En honor mío se ha organizado un partido, que juegan los cuatro campeones, y que yo contemplo, desde un lugar llamado "el palco", con cierto susto. Muchos bolos, impelidos con gran fuerza, van a estrellarse allí, y los cinco kilos de las bolas, al descender, parece que pasan rozando mis pies. Sin embargo, creo lo más oportuno adoptar un aire de gran despreocupación, como si no hubiese hecho otra cosa en mi vida que andar entre bolos. Un señor de alguna edad, antiguo socio, y que sus entusiasmos por el juego no consiguen amortiguar los años, me explica la partida conforme su desarrollo. —Van dos para dos—me dice—. No tiran alternativamente, sino por parejas. Primero, la que ha tenido esa suerte a cara y cruz. A cada uno de los jugadores de la pareja le corresponden dos boladas. Y fíjese usted ahora en el juego. La primera obligación es que la bola caiga sobre la cureña—madera—. Si se falta a ella, se paga una multa... Luego, procurar que caigan los tres bolos que están uno detrás de otro y que hagan el viaje hasta la pared… Eso es muy difícil; pero ahí está el quid del juego.
  • 20. 20 Uno de los jugadores, en ese mismo instante, consigue que los tres bolos realicen el difícil viaje sin inconveniente alguno, y con ruido estridente van a dar en la meta... Se oye un ¡oh! prolongado y general de admiración. —¿Ve usted? Esa jugada es la de mayor importancia—dice mi simpático cicerone. Vale sesenta tantos; cuando llegan solamente dos bolos, son cuarenta, y si es uno nada más, diez. Y si en el boleo no se hace nada, se cuenta un tanto por cada palo que se tire. Ha concluido de jugar la primera pareja, y le toca el turno a la segunda. —Estos tienen que superar los tantos que han hecho los otros—dice mi amable interlocutor—. Son unos jugadores magníficos; fíjese en la fuerza que arrancan a los bolos. —¿Y quién fundó la sociedad? —Unos pobretes, unos infelices... Con seguridad, habrá oído hablar de ellos... D. Valentín Céspedes, Villada, Pereda y D. Romualdo y D. Gregorio Cano. Todos se hicieron millonarios... —¿Jugando a los bolos? Mi amigo se ríe, con risa socarrona, y luego asegura: —No crea usted que lo de los bolos no influye para llegar a rico. Quien se entretiene con esto en las horas de ocio, no va a otros lugares que convienen muy poco a la gente que trabaja. Todos estos muchachos son comerciantes, y si sus distracciones son de cierta clase, mala cosa mala cosa, En cambio, jugando a los bolos, no hay cuidado. Es un ejercicio higiénico, muy recomendable para la salud y para el bolsillo. Con estos nuevos informes crece mi admiración hacia estos jugadores, quizá por contraste, ya que, por mi desgracia, en mi vida he podido divertirme con nada que se recomiende ni para el bolsillo ni para la salud. —La Sociedad fue fundada el año 73—sigue diciendo el señor entusiasta de los bolos—. Entonces estábamos en la calle de Jesús y María. De allí se mudó a este solar. Ya comprenderá que en tantos años ha habido alternativas de grandeza y decadencia; pero siempre que ha estado a punto de morir, la han levantado unos cuantos chicos de Montija y del valle de Mena. Ahora no va mal, pues se cuenta con cincuenta socios. —¿Todos de aquellas comarcas? —Sí, señor; no se permite que sean de otra parte. Ya le digo que para manejar la bola es necesario haber nacido en aquellos pueblos. El madrileño que quiere jugar, hace el más espantoso de los ridículos. —También tengo entendido que es condición indispensable ser del comercio. —Por lo menos, esa es la costumbre. Aquí alternan dependientes y jefes en gran democracia. —¿Y no se cruzan apuestas? El entusiasmo por la partida y el deseo de emulación, ¿no hacen que se arriesguen cantidades de alguna importancia? Mi interlocutor se pone pálido sólo ante el pensamiento de que fuera posible semejante cosa. Luego, con voz firme, dice: —Nunca; no, señor. Eso no ocurre jamás. Cuando hay partidas de las llamadas de desafío, lo más que se juega son unos almuerzos, unos "bistés" con patatas, que los muchachos devoran en pocos minutos, pues con tanto ejercicio se hace mucha hambre.
  • 21. 21 Los jugadores, que han terminado ya la partida, se acercan a nosotros e intervienen en la conversación. Son los hermanos Emilio y Miguel Cano, Demetrio Revuelta y Paco Mena, a quienes hay que considerar como los campeones en Madrid del juego de bolos a voleo. —Los desafíos de los "bistés"—dice uno de ellos—son entre los de Montija y los de Mena. Mucho tiempo llevamos en esta lucha; pero no se resuelve nunca, ni falta que hace. Unas veces pagan unos, y otras, pagan otros. Y también nos desafiamos con la gente del pueblo, pues la fama de la Sociedad se ha hecho grande, y se forman equipos, que van allí a jugar, o ellos organizan otros, que vienen a Madrid. —¿Pero siempre sin que se hagan apuestas? —¡Ah, eso, sí! Con el juego nosotros no transigimos. —¿Y no se apasionan ustedes? ¿No se ha dado el caso de que se tiren los bolos a la cabeza? —Jamás... Discutir, sí se discute, porque ésa es la salsa del juego; pero otra cosa, ni pensarlo. Aquí el que pierde se resigna, paga a la Sociedad la bolada y se calla. A mis pies han venido a parar unas cuantas bolas. Agarro una por el asa y puedo cerciorarme de su peso. En su hechura se observa cierto trabajo industrial. —¿Quién fabrica las bolas y los bolos? —Hay un hombre dedicado a ello que vive en Espinosa de los Monteros. Se gana bien su jornal, pues hasta para América trabaja, y es que nosotros, vayamos adonde vayamos, no podemos olvidar los bolos. —Hacen ustedes muy bien. Así llegarán a ricos, siguiendo la tradición. —¿Y no sabe usted que no hace mucho nos tomaron por anarquistas o cosa así? —¿A ustedes? —Fue un policía del distrito; creyó que nos reuníamos aquí para conspirar... —O para hacer bombas—asegura otro. —Lo menos que se figuraron es que nos reuníamos para formar una sociedad de resistencia. Pero en broma, en broma, se nos reventó, pues nos tuvieron cerrada la bolera cerca de dos meses. —¡Sí que hace falta olfato! ¡Así las gastan por acá! Poco a poco ha ido cayendo la tarde, y ya no hay posibilidad de que se reanuden los partidos por falta de luz. El grupo de jugadores abandona la bolera en mi compañía, y no me separo de ellos hasta la plaza de Santa Ana. —¿Y el domingo que viene, otra vez a los bolos?—les pregunto. —Sin falta—contesta uno—. Es lo mejor para entretener las horas de asueto. —Lo mejor para la salud...— dice otro. —Y para el bolsillo—añado yo—. No olviden que eso opinaban los que fundaron la Sociedad, y se hicieron después millonarios. Los jugadores de bolos me dirigen una sonrisa, que creo interpretar como de asentimiento.
  • 22. 22 LA DIFICULTAD DE PONER CON PULCRITUD Y ELEGANCIA LOS GUANTES A LAS SEÑORAS El oficio de guantero, los sobos de las manos bonitas y las terribles miradas de los maridos Ustedes, lectores, lo mismo que este muy humilde servidor, creerían hasta hoy que el oficio de vender guantes a las señoras era relativamente sencillo. ¡Cuan engañada suposición! Nunca, a pesar de que me considero con algo de fantasía, pude imaginarme que una cosa en apariencia tan fácil como es introducir dedo tras dedo en la gamuza o en la cabritilla, necesitara un previo y metódico estudio, de carácter a la par científico y práctico, y algunos conocimientos de psicología femenina, adquiridos de una manera experimental. No quiere decir ello, ni tal es mi propósito, que para vender guantes en las tiendas haya forzosamente que estudiar cosas muy complicadas; pero sí es evidente que tal oficio no está al alcance de cualquiera, y que para ser un excelente guantero se necesitan condiciones indispensables que no posee todo el mundo. Después de haber hablado con el hombre que me informa sobre tan complicado oficio, al cual profesa amor y entusiasmo, se posesiona de mi ánimo la convicción de que el guantero, como el poeta y como el músico, nace y no se hace, aunque después vaya poco a poco perfeccionándose en la práctica. El tema que ofrezco hoy a la consideración del público, no me negarán los lectores, y sobre todo las lectoras, que sea de grande interés. A las mujeres las apasionan extraordinariamente los guantes, que vienen a ser el complemento de su tocado manual, que tanta importancia ha adquirido en la vida moderna.
  • 23. 23 Hoy, toda mujer que se estime en algo tiene las manos pulidas, acicaladas por la manicura. De este asunto se ocupó ya el cronista en crónica anterior, concediéndole la trascendencia que merece, y fueron transcritas las importantísimas declaraciones de una profesional en el oficio de embellecer los dedos y las uñas. Ahora se debe hablar del guante, pues gracias a él parece que se conserva ese trabajo artístico y difícil, ya que, según asegura el guantero que voy a tener el gusto de presentar a los lectores, la piel de la mano sufre mucho al contacto del aire, y hay que resguardarla si se quiere conservar durante veinticuatro horas la sutil y bella labor que realiza matinalmente la manicura. Como ya digo, el guantero con quien charlo ante una mesa del café es un hombre enamorado de su profesión, que califica como la mejor del mundo. —¿Usted es andaluz, verdad?—le pregunto. —Sí, señor. ¿En qué me lo ha conocido? Porque el acento no se me nota. ¡Como llevo tantos años en Madrid! Tiene razón. Únicamente fijándose mucho se advierte en su charla un leve matiz de acento andaluz. Pero mi suposición se fundaba más que en el acento en los giros de sus frases, en el fluir rápido de las palabras y, más aún, en la forma un poco hiperbólica de su conversación. —¿Lleva usted muchos años vendiendo guantes?—le pregunto. —Una porrada—contesta rápido—. Y eso que no soy muy viejo, pues no tengo más que treinta. Serví para ello, ¿sabe? No todos sirven, y poco a poco adquirí experiencia y mano zurda, ¿me comprende? Sin eso no se puede tratar a las señoras. Ya ven ustedes que estaba acertado en mis afirmaciones. Para ser guantero es forzoso un previo y metódico estudio de los guantes y de las mujeres. Por lo menos, así lo asegura mi flamante amigo Agustín, cuyo es su nombre. —¿Y en qué consisten esas dificultades? En muchas cosas; pero la principal es el manejo del palillo. —Nunca supuse... —Hace falta una gran habilidad, porque si no, se rompen los guantes. —¿Usted no los romperá nunca? Agustín sonríe con aire de satisfacción, como el hombre que tiene bien limpia la conciencia sobre una cosa tan grave para el dueño de la guantería como ese destrozo que acostumbran cometer los inexpertos. —Vamos ahora a la segunda dificultad—dice Agustín—. Nosotros tenemos la obligación de "saber ver" las manos de las señoras. —¿Cómo es eso? —Al primer golpe de vista, enterarse del número que necesitan. Un buen guantero no debe sufrir equivocaciones nunca en una cosa de tanta importancia. Lo contrario supone alargar la prueba, que, conociendo a las señoras, comprenderá usted que ya es de suyo pesada. Pero lo peor en eso caso no es la pelmacería, a la que uno ya está habituado, sino los pares que se estropean, con gran perjuicio del negocio. —Por el cual se interesa usted mucho. —Es mi deber; no hago más que cumplir con mi deber—contesta con acento muy digno.
  • 24. 24 —¿Y no son más que esas dos las dificultades de su oficio? —Queda otra, también importantísima, y que para dominarla es necesaria mucha práctica y tener condiciones especiales. Me refiero a saber colocar los guantes a las señoras. —¡Ah! —Ellas por sí mismas no saben ponérselos, y si se las deja el guante mal colocado, no luce, y parece de un valor más escaso. Una vez que apoyan el codo sobre la almohadilla, hay que proceder con gran paciencia y mucha suavidad; sobre todo, mucha suavidad... ¡Ah!... Se me olvidaba: lo primero de todo son los polvos, los polvos de talco, de los que no se puede prescindir. —¿Y después? —Ya todo consiste en la habilidad de uno. Yo la tengo, y quedan mis parroquianas muy complacidas del masaje gratuito; porque, en resumen, el colocar los guantes a las señoras con pulcritud y elegancia no es más que un masaje, que se debe dar con delicadeza. No crean ustedes que habla con afectación, ni mucho menos. Agustín se expresa en un tono natural y hace esas afirmaciones sin que ellas supongan que concede a su personalidad una excesiva importancia. —¿Y se retribuye bien el oficio? —Yo no puedo quejarme; pero es por circunstancias especiales con mi jefe. Pero los otros, el que más, gana treinta y cinco duros, y alguno que otro tiene un tanto por ciento... Y no se les perdona que no "sepan ver" las manos, o que cometan cualquier torpeza en la colocación de los guantes... Está mal retribuido, muy mal. —Pero si ganan ustedes poco, en cambio se dan la satisfacción de poder sobar a su gusto muchas manos bonitas. Agustín hace un gesto a todas luces vanidoso; no puede ocultar que mi pregunta le ha halagado. Después de una breve pausa, me dice: —Las hay, en efecto, que tienen manos superiores, de una piel finísima. Con esas resulta muy agradable la colocación. —Me lo figuro. —Cuando más me divierto es cuando a ellas las acompañan sus maridos o los novios, y nos lanzan unas miradas feroces. Pero tienen que aguantarse, porque la mujer, como es natural, no va a dejar de hacer su prueba por una tontería. —Pero luego se las llevará el marido o el novio, y usted quedará en la tienda. El guantero enrojece y responde rápido y resignado: —¡Ah, eso sí! El azoramiento que le ha producido mi pregunta me inspira cierta compasión, y quiero alegrarle el espíritu con esta otra: —¿Su oficio no habrá dejado de proporcionarle conquistas amorosas? —Algunas, sí, señor; esa es la verdad—responde con voz entrecortada por la emoción. Si lo apuro en este extremo, quizá el hombre me haría sus confidencias amorosas; pero ello nos apartaría del tema interesantísimo de los guantes, al cual juzgo prudente volver en seguida. —A las mujeres que tengan mano bonita—pregunto—¿les gustará mucho enseñarla? —Le advierto—me contesta Agustín—que no hay una sola que no esté convencida de que su mano es una preciosidad. A todas, además, se les figura que es chiquitísima, aunque quepa en ella una plaza de toros, y uno, la verdad, se ve obligado, por cortesía, a adularlas sobre ese particular.
  • 25. 25 —Atinada resolución. —Le advierto a usted—añade—que hay que tener mucha pupila para que no se "la den a uno", porque las hay muy frescas. Algunas se están horas y horas probándose guantes, sin propósito alguno de comprarlos, y sólo por el gusto de que les caliente la mano a fuerza de masaje. Contra éstas no cabe más que resignación y calma. —¿A usted no le faltarán? —Claro que no... Pero hay otras muy desahogadas, que mientras nos hacen creer que les gusta el sobo, procuran, con mucho disimulo, dejar sus guantes viejos y llevarse otros nuevos. Vamos: que entran en la tienda decididas a dar el cambiazo, y si el dependiente no tiene cien ojos son capaces de cargar con una caja entera de guantes. —Eso es cleptomanía. Es una enfermedad. No le debe usted conceder extraordinaria importancia. El guantero me dirige una mirada de asombro. Mi afirmación le desconcierta en absoluto, y creo que trastorna todas sus ideas respecto a las ladronas de comercio. —¡Canastos con las enfermedades! Pues si están enfermas, que no las dejen salir de casa. —¿Ha disminuido o ha aumentado la venta de guantes? —Ha aumentado, como, en general, la de todos los artículos. Crea usted que hay días que los cuatro dependientes de la casa en que trabajo nos volvemos locos para atender a todo el mundo. —Pero las señoras no serán tan pelmas para los guantes como para la modista o la ropa blanca. —Más, mucho más. Le aseguro que el cincuenta por ciento de las mujeres, por un par de guantes que se compren se están una hora en la tienda. —¡Qué disparate!... ¡Ya necesitarán ustedes paciencia! —Figúrese... Por eso le decía que para este oficio no sirve todo el mundo y hacen falta condiciones especiales. —¿Y los hombres? ¿Esos despacharán pronto? —Según... Hay ahora cada "pollo" que enciende el pelo. En cuanto uno de ellos empieza a decir: "¡Ay, quite usted, por Dios!", me echo a temblar, pues son peores que las mujeres. Me entran a voces unas ganas de liarme a bofetones con ellos; pero no se puede, porque en mi oficio no hay más remedio que tenor paciencia. El guantero y yo guardamos silencio un momento, en el que se medita sobre la necesidad de la paciencia, tanto para vender guantes como para hacer informaciones... —Y usted, ¿a qué aspira?—le pregunto—. ¿Piensa usted continuar toda la vida de dependiente? —¡Ah, no!—contesta rápido—. Yo deseo a todo trance establecerme, y aunque en la actualidad no poseo ni cinco céntimos, tengo la seguridad de que alguna vez lo he de conseguir. —¡Qué duda cabe, hombre! Yo le vaticino que dentro de poco venderá guantes por su cuenta, y que se hará rico sobando las manos a las mujeres bonitas... —Y a las feas, también—agrega Agustín—. No hay otro remedio. El negocio es el negocio. Y después de pronunciar estas palabras, el guantero se despide, y se me figura que queda con el corazón pletórico de esperanza y de optimismo.
  • 26. 26 LOS OBRADORES DE SASTRE, CHALEQUERAS, PANTALONERAS Y OFICIALAS DE PRENDAS LARGAS Lamentaciones de una sastra que dice trabaja mucho y gana poco Vamos a seguir ocupándonos de los oficios con los cuales puede ganarse la vida una mujer en Madrid, y hoy corresponde el turno a uno de los más castizos, que en tiempos pasados dio tema fácil y abundante a una literatura que no se preocupaba sino de sostener, con relativa gracia, el tópico pintoresco. Voy a hablar de las sastras, de esas mujeres ignoradas, que por un jornal misérrimo confeccionan los trajes masculinos, que, sin embargo, se pagan cada vez a más alto precio. Es un oficio duro y difícil, expuesto a enfermedades de gravedad, pero que en el teatro, en el artículo y en la novela nos lo presentaban antaño, por quienes no querían o no podían enterarse, como la quinta esencia del buen humor y el desenfado cómico y alegre. ¿Quiénes no recuerdan, a través de esa literatura, a las clásicas y desenvueltas pantaloneras y chalequeras del género chico? Allá en mis años juveniles yo las supuse trasunto fiel de la realidad; pero no tardé en convencerme de que no era sino una lamentable equivocación por mi parte. Las chalequeras y pantaloneras no son más que unas infelices mujeres, que en obradores antihigiénicos realizan un día y otro día un trabajo rudo para ganarse el sustento. No obstante, ello implica la ausencia de la nota pintoresca, ya que todo, o casi todo, es digno de ser pintado. La sastra madrileña, como la mayor parte de las trabajadoras en la villa y corte, sin ser alegre, gusta de aparentarlo, como si quisiera olvidar sus infortunios con una constante burla y una algazara reñidora, más fingidas ambas que reales.
  • 27. 27 He elegido para que me informe sobre su oficio a una mujer bien experta en él, ya que lleva veinticinco años en el manejo de la aguja para la confección de las prendas varoniles. Mi flamante amiga es una cincuentona, de fisonomía fatigada y de mirar indeciso, que revela al comienzo de nuestra conversación, sostenida en un café popular, cierto susto completamente injustificado. —Usted es viuda, ¿verdad?—le pregunto. —Sí, señor, y con un solo hijo. —Entonces, ¿durante el tiempo que estuviese casada no trabajaría? —Ya lo creo; lo mismo que ahora. Desde los diez y seis años no lo he dejado ni una sola semana. En Madrid ya sabe usted lo que pasa con los hombres. —Yo no sé a qué pueda usted referirse. —A que una tiene que seguir trabajando, ya me entiende, porque ellos, a lo mejor, se cansan, y hay que ayudar. —Sí, sí. Hace estas afirmaciones como la cosa más natural del mundo, y muy convencida de que la misión de la mujer, además de las tan acreditadas labores de su sexo, es trabajar como una burra cuando el amante esposo se muestra reacio al arrimo del hombro. La simpática sastra, cuyo nombre es María, me dirige miradas que denotan cierta sorpresa ante mis preguntas, ya que para ella, lo mismo en estado de soltería que de matrimonio y que de viudez, el trabajo ha sido siempre una necesidad imprescindible. —¿Y usted es chalequera o pantalonera? —Ni lo uno ni lo otro—responde con grande indignación y como si en mis palabras hubiese supuesto una intención ofensiva—; yo soy oficiala de prendas grandes. —¡Ah, sí! Usted perdone... ¿Y que es eso? —¿No lo sabe usted?... Si eso está al alcance de todo el mundo. —Es que soy muy torpe para todas estas cosas. —Las prendas largas son las de mangas: una americana, un chaquet, una levita, un gabán. —Ya me hago cargo, ya me hago cargo. Estaba clarísimo... ¿Y ustedes ganan más que las chalequeras y pantaloneras? La sastra se sorprende otra vez, y me mira como si le estuviera tomando el pelo. Al fin se hace cargo de que soy un desgraciado ignorante, y dice en el tono dulce de la persona que desea enseñar: —Ya lo creo que ganamos más. Como que lo nuestro es mucho más difícil. Pantaloneras y chalequeras las haya montones; pero una buena oficiala de prendas largas no se encuentra ni con un candil. —¿Entonces cobrará usted un gran jornal? —¡Qué voy a cobrar! ¡Ni mucho menos!... Los que en este oficio se llevan el dinero son los que no hacen nada, y, en cambio, al que se mata a trabajar y confecciona la tela se le paga con una porquería... Mi jornal es de diez y ocho reales diarios, y no debo quejarme, porque no somos muchas las que cobramos las cuatro cincuenta. Lo corriente son diez y seis reales, catorce, doce y hasta diez... Y no crea, antes era menos. Para llegar a ese "despilfarro" tuvo que haber una huelga. ¿Qué le parece?
  • 28. 28 —Mal, muy mal. —¡Como que no se pue vivir!—exclama llena de indignación—. No hay medio de sostener una casa, con lo caro que está todo. Créame: se repudre una la sangre. —La creo. —Y luego trabaje usted nueve horazas al día. Debían de ser ocho, pues así se acordó; pero son nueve, porque no sé cómo se las han arreglado para quitarnos esa hora. Es decir; sí sé; la culpa la tenemos nosotras por falta de unión. ¡Y es que donde no hay más que mujeres no puede haber nada bueno! Semejante afirmación me desconcierta, ya que no es frecuente oír unas palabras tan despectivas para el sexo femenino precisamente en boca de una mujer. Creo que a la sastra María no se le ocurrirá nunca librar batallas pidiendo que le concedan el voto... —¡Si el público viera cómo se hace el trabajo de cada traje, yo creo que nos pagarían mejor! —¿Sí? —Claro; el sastre no hace más que cortar el traje; tiene algún mérito; pero no tanto como ellos suponen. Una vez cortado, lo remiten al oficial dueño del obrador, y de quien dependemos. Ese oficial "afina" el trabajo, total nada, y luego las que lo hacen todo, absolutamente todo, somos nosotras. Ya habrán supuesto los lectores que de tales palabras no me hago responsable en manera alguna, y que me limito a transcribirlas como fiel informador, pues la María se halla sumamente interesada en hacerlas públicas. —Una no saca más que el sudor, y ellos se llevan los cuartos—agrega con cierta rabia. —Pero es que el sastre no es sólo un intermediario, sino que viene a ser el técnico del oficio, del cual no pueden prescindir los trabajadores. —No sé, no sé—susurra en tono gruñón. La sastra sorbe con gran satisfacción el contenido de su taza de seudo café, y la pócima de cola de pescado y otros ingredientes debe de producirle, a juzgar por sus mejillas coloreadas, un efecto reconfortador. —¿Cómo se le ocurrió a usted elegir ese oficio? —Alguno había que seguir… Primero fui pantalonera; pero me cansé pronto, porque no había porvenir. Luego me hice modista una temporada, y no me gustó. Hasta que al fin me dediqué a las prendas largas, que, como le dije, es lo más difícil de todo, y en poco tiempo llegué a ser una buena oficiala; aunque, no crea, para tener el oficio bien, bien aprendido, como lo sé yo ahora, hacen falta años. Se necesita haber bregado mucho con la aguja para hacer bien los remates, los ojales y la planta de la solapa. —¿Y todo por cuatro cincuenta? —Ni una perra gorda más... En fin, ahora estoy tranquila, porque como soy oficiala primera, voy de mi casa al obrador y del obrador a mi casa, y no tengo que oír, como antes, malas palabras al entregar las prendas. —¿Malas palabras? —Toda clase de insultos. Los sastres son muy faltones. Y nunca quedan satisfechos de la prenda, y todo han de ser censuras. A mí me han dicho cosas atroces, tremendas, que las aguantaba a fuerza de costumbre. A lo mejor, se nos quedaban mirando fijamente, y nos soltaban frases como la siguiente: "¡Cochinas! Tienen ustedes unas manos que debieran servir para que las comiesen los cerdos".
  • 29. 29 —¡Qué delicada expresión! —Y otras veces: "¿Usted comerá pan? ¡Lástima de trabajo que se toman los panaderos!", o "Así la diera a usted esta noche un cólico miserere y reventara para siempre". —Versallesco, versallesco... ¿Y usted aguantaba esos insultos? —Según; en ocasiones no podía contenerme, pues no hay paciencia que aguante un chaparrón de insultos, y se acuerda una de que "tié" lengua y de que Dios se la ha "dao" a una "pa" que la suelte cuando es menester... Y le aseguro que cuando yo me decidía a soltarla iban bien servidos. —Lo creo. —Pero los sastres no se achantan, no, y uno hasta agarró la vara de medir para zurrarme. Otra vez un oficial me quiso tirar por el balcón, pues le dije horrores, y la cosa se puso muy perra. Y otra, el oficial del obrador me quiso sacar los ojos porque perdí un chaleco..¡"Misté" que perder un chaleco! No me he "explicao" todavía cómo pudo ser. Chifladuras que tenemos las mujeres... Tales recuerdos episódicos de su vida de trabajadora parecen regocijar a María, sobre todo cuando recaba su desparpajo al soltar la lengua. —Los sastres son unes chinches—agrega—; los hay que mandan deshacer la prenda hasta seis veces; ¿qué le parece a usted? —¡Horrible! —Cuando esto ocurre, al oficial del obrador se le llevan los demonios, porque a él lo que le conviene es largar prendas, sea como sea. Por fortuna para ellos, hoy en día los sastres se fijan mucho menos que antiguamente y lo admiten casi todo de primera intención. —¿Y está usted contenta de su oficio? Si volviese a nacer, ¿eligiría usted el trabajo de sastra? —¡Ay, no, señor! De ninguna manera. Bastante ha sufrido una los años que lleva metida en esto para ganarme un pedazo de pan. Si volviese a nacer, sería cualquier cosa menos sastra... Y usted me perdonará; es ya muy tarde; tengo que preparar la comida. Es la hora en que va mi hijo a casa; el pobre está sin trabajo... —Pero su madre no le abandona. —Es natural. Y María la sastra se despide, y con gesto fatigado echa a andar por una calle pina de los barrios bajos, con el espinazo levemente en curva y un apresuramiento de piernas que le hace aparecer cojitranca.
  • 30. 30 LAS SEÑORITAS ESTUDIANTES QUE SIGUEN CON ASIDUIDAD SUS CURSOS EN EL INSTITUTO Parece demostrado que las muchachas tienen más capacidad comprensiva para el estudio que los chicos Las señoritas estudiantes—y digo estudiantes porque estudiantas me parece horroroso— no ofrecen un aspecto nuevo en la vida madrileña. Desde hace muchos años, siempre ha habido muchachas que concurrieran a las clases de los institutos. Pero en un número limitado, limitadísimo: dos, tres, cuatro muchachas, que eran contempladas con ojos de extrañeza por sus compañeros y hasta por alguno que otro catedrático. En mis tiempos estudiantiles, que no están muy lejanos aún, no se concebía que una muchacha quisiera instruirse. Las obligaciones de la mujer eran coser, planchar, guisar, tener hijos y dar un poco la tabarra tocando el piano. La niña que se atrevía a abrir un libro con propósitos de instrucción merecía a escape el apelativo de cursi redomada, y si estudiaba el grado en un instituto o colegio, aquello era ya considerado como una ordinariez intolerable. La muchacha que iba al Instituto merecía el desprecio de sus amigas, la mayor parte de las cuales dejaban de tratarla ante un hecho que a todas luces era estimado en sociedad como falto de buen tono. Hoy, por fortuna, han variado las cosas. Ya no son dos, tres ni cuatro señoritas las que concurren con asiduidad a las clases, sino muchas estudiantes más, que con su buena conducta dan ejemplo a los muchachos, no llaman ya la atención, no producen extrañeza y han conseguido poco a poco hacerse respetar del tropel de compañeros, casi todos ellos de ingénita grosería, faltos en absoluto de educación.
  • 31. 31 La mujer española parece que desea instruirse, con propósitos, acaso, emancipadores. Y nada más justo. Toda muchacha joven actualmente debe aspirar, para un futuro más o menos lejano, a valerse en la vida por si misma y a poseer los medios necesarios para adquirir una posición más o menos importante, pero de absoluta independencia. En una galería de aspectos madrileños como la que desde hace más de dos años estoy presentando al público, en la que he concedido lugar preferente a los oficios y profesiones femeniles, no podía faltar en manera alguna la señorita estudiante, cuyo triunfo en las aulas se ha hecho indiscutible. Para conseguir mi propósito de hablar con una de estas muchachas en la confianza de que la chica habrá de expresarse con entera sinceridad, me valgo de un antiguo amigo que se casó muy joven y tiene ya hijos talludos. El hombre, con muy buen acuerdo, ha querido que su hija estudiara, y ella le obedece muy a gusto, obteniendo notas inmejorables. En cuanto su padre la comunica mi propósito de tener con ella una entrevista y destinar a la publicidad las cosas que me diga, la chica se cree en el caso de hacer unos cuantos aspavientos vergonzosos, pero no se niega a mi petición. Tan sólo me suplica que no aparezca su verdadero nombre, porque "se moriría de vergüenza", y como el padre también lo quiere así, me creo en la obligación de acceder a la demanda. Le llamaremos Emilia. Tiene ahora catorce años, y está muy próxima a cumplir quince. El refrán dice que no hay quince años feos, y en este caso, no sólo acierta, sino que se queda corto. Emilia es muy guapa, Emilia es guapísima; sus facciones son finas e inmejorables de perfección estética; sus ojos, negros como el azabache; sus labios, rojos muy rojos, y su piel, de una inmaculada blancura. El talle es espigado y gentil, y completa la armonía de su conjunto su hermoso cabello negro, recogido con gran arte. Me hallo en la casa del padre de Emilia, al cual le suplico que abandone la estancia y me deje solo con la chica y sus hermanos, pues la paternal presencia temo que quite espontaneidad a sus palabras. Mi amigo comprende que tengo razón, y se apresta a marcharse, advirtiéndome que no debo hacer mucho caso a Emilia, porque es un poco embustera. Tales palabras me parecen injustas, y protesto contra ellas, mientras el papá se marcha riendo, se me figura que a escuchar lo que hablamos desde la habitación próxima, oculto entre unas cortinas. —Pero ¿qué quiere usted saber de mí? ¿Qué puedo contar que le interese?—me pregunta. —Ya lo sabrás, muchacha, no te impacientes. Como ustedes habrán podido notar, ella me llama de usted, y yo le hablo de tú. Son, ¡ay!, los años, los malditos años, veintitantos de diferencia entre Emilia y yo. Y, no obstante, a mí me parece que no soy sino un compañero de la muchacha, un poco mayor, pero nada más que un poco... Error profundo, equivocación lamentable. —¿No tuviste ningún reparo al principio de ir al Instituto, tú, que dices que eres tan vergonzosa? —Absolutamente ninguno; qué iba a tener. Papá determinó que estudiase en el Instituto, pues quiere que tenga la misma educación que mis hermanitos. —Muy bien hecho... Entonces, ¿estudiarás también una carrera? —No está acordado todavía; veremos al concluir el bachillerato. —Y los cuatro años que llevas en el Instituto ¿has tenido sobresalientes en todas las asignaturas?
  • 32. 32 —¡Ah, sí!—exclama con cierto orgullo—. Y premios de honor también... Y añade luego con gran seguridad de lo que dice: —No comprendo cómo hay chicos que se emperran en no estudiar… ¡Si el estudiar es una cosa facilísima! —Debe de ser por torpeza... —Eso voy creyendo yo... Aunque le aseguro a usted que me he convencido de una cosa: las chicas somos mucho más listas que los chicos. —Cómo se conoce que no tienes abuela. —No; es que digo la verdad, y de ello tengo pruebas a diario en el Instituto. Hay chicas torpes, claro que las hay; pero la peor está muy por alto de los "tarugos", y cuidado que hay "tarugos": como que constituyen la mayoría. No comprenden ni les gustan más que las cosas que sean brutalidades. El espíritu delicado de la muchacha se revuelve contra la incomprensión y la barbarie de sus compañeros. Para ella el estudio no es un trabajo de pesadez abrumadora, sino una labor como otra cualquiera, que realiza por hábito y sin esfuerzo. Su concepto sobre la superioridad de la mujer lo compartía yo también, pero no en el terreno científico, sino en el del hogar, ya que, de cien matrimonios, en noventa y ocho domina ella en absoluto como dueña y señora, merced a su talento y energía, esta última muy superior a la del hombre. Ahora bien: quizá al desarrollarse con el estudio sus condiciones intelectuales logren también otra preponderancia sobre el sexo masculino, en el cual caso no nos queda a los que vestimos pantalones sino pensar en una retirada honrosa. —¿Y qué asignaturas son las que más te gustan, Emilita?—pregunto—. ¿La Historia?... —¡Quite usted, por Dios!... A mí se me figura que todas esas cosas de la Historia no son más que mentiras. Y, además, no creo que importe a nadie saber lo que ha ocurrido hace cientos de años. —Hija, por Dios, ¡qué criterio!… Entonces, ¿qué te gusta? ¿La Literatura?... —Menos todavía... Yo no soy nada poética, y me tiene sin cuidado saber lo que es un soneto o un romance. Todo eso es fantasía, y yo aborrezco lo que no sea exacto. Por eso el estudio que más me agrada es el de las Matemáticas. —Pues, chica, tienes los gustos completamente contrarios de los míos, y admiro el equilibrio intelectual que supone esa predilección. Me quedo mirando absorto a Emilia. No comprendo que una muchacha tan mona, de figura tan espiritualizada, se abstraiga con íntimo goce en el estudio de teoremas y corolarios. El hecho de que maneje a la perfección las tablas de logaritmos me parece absurdo; pero hay que rendirse a la realidad. —¿Y es frecuente que los chicos del Instituto, muchos de los cuales tú misma has dicho que son muy bestias, os hagan alguna grosería? —A mí, nunca—contesta rápida y digna—. Eso les ocurre a las que no se saben hacer respetar. —¿Y eso, en qué consiste? —En no dar ocasión a que le falten a una. ¡Caray con la niña! Me parece que puede andar sola por el mundo, sin temor a peligros, que ella sabrá ahuyentar con mano firme.
  • 33. 33 —¿Y no empieza a haber amoríos en el Instituto? ¿Los muchachos no se sienten enamorados? —Ya lo creo; nos asedian. Pero una no les va a hacer caso, pues no hay ni la suficiente diferencia de edad. Tan sólo alguna de esas locas que se encuentran en todas partes admite las relaciones; pero yo ni les contesto, porque de sobra sé que esos chiquilicuatros no me convienen. Pronuncia la palabra chiquilicuatro en tono de gran desprecio, como si ella fuese ya una mujer hecha y derecha, aunque en realidad no le falta mucho, tanto en lo moral como en lo físico. —Cuando ya la cosa se toma en serio—agrega—es si se dirige a nosotras algún chico de la Universidad. Eso da cierto postín a las niñas del Instituto. —¿Y tú no tienes algún novio de éstos? —No; yo no tengo novio, ni lo quiero, por ahora; soy muy jovencita para pensar en esas cosas; creo que ya llegará la ocasión, porque en este mundo para todo hay tiempo. Cada vez me deja más asombrado la manera de discurrir, que no parece propia de una chica de catorce años, sino de una mujer de cuarenta, con larga experiencia de la vida. —Ahora bien—añade—: entre nosotras no se habla de otra cosa más que de noviazgos; si acaso, un poquitín sobre el estudio... Pero en cuanto nos ponemos de charla, no se sabe cómo, pero en seguida la conversación recae sobre amoríos. —Pues eso no son Matemáticas precisamente. —Por lo general, es para reírse, porque a los compañeros, si se enamoran, les entra un romanticismo muy cursi y escriben unas cartas en que no dicen más que tonterías, con un estilo muy rimbombante. Le advierto a usted que los hay que se desesperan porque no se les toma en serio, y hasta hubo uno que quiso suicidarse porque le dio calabazas una amiga mía. La muchacha se echa a reír con grande alborozo, a costa del infeliz que estuvo a punto de perder su vida por una de estas damiselas sabihondas, que no ponen buena cara más que a los chicos de la Universidad, porque son mayores. —¿Y tú, muchacha, qué aspiración tienes por lo por venir? ¿Será necesario que complementes esos estudios con los de alguna carrera que te dé provecho y fama?—vuelvo a preguntar. No son éstas, sin embargo, las ilusiones de Emilia. De un modo indirecto, y con gran habilidad, me da a entender que sus sueños son vulgarísimos... A pesar de todas sus Matemáticas, ella no aspira sino a casarse cuando sea mayor, y al cuido de su casa y... de lo que venga... ¡Qué desengaño!.. Decididamente, la emancipación absoluta de la mujer no se halla tan próxima en nuestro país como algunos habían supuesto. Yo insisto sobro la necesidad de que estudie una carrera, y le propongo que se haga doctora en Medicina. La suposición de que Emilia va a ser experta en el arte de curar produce grande algazara en los hermanos. —Pues yo no me dejaría que ésa me curara ni un catarro—dice uno de los chicos. —Ni un dolor de cabeza—añade otro—. Yo no tomaba una medicina que mandara ella. No quiero morir envenenado. Es la eterna cosa. No hay grande hombre o gran mujer ni para los ayudas de cámara ni para las personas que con ella conviven… En cambio, yo no tendría inconveniente en tomar de un trago todas las medicinas que me recetara esta chica tan guapa, tan inteligente y tan buena.
  • 34. 34 MEDIA HORA EN LA TAQUILLA DEL ESPAÑOL PRESENCIANDO LA VENTA DE LOCALIDADES Lamentaciones de un taquillero que se queja de la pesadez del público y de otras cosas —Un asiento de anfiteatro principal. —No hay más que palcos y butacas. —¿No? El peticionario de la localidad agotada se pone muy triste, y no se va, como si esperase que el taquillero rectificara sus palabras y dijese: —Tome usted, hombre. Ha sido una broma. Al fin se convence de que la afirmación se hizo con seriedad, y después de dirigir hacia nosotros una mirada de gran desconsuelo, se marcha muy triste, convencido de que han sido defraudadas sus ilusiones de ver representar "Los polvos de la madre Celestina". Me hallo en la taquilla del coliseo municipal, que dirige mi fraterno amigo Ricardo Calvo, único actor actualmente que cultiva con buen éxito el teatro clásico del siglo de oro y el romántico de la centuria pasada, que, por fortuna, todavía tienen aficionados y admiradores. A esto de la taquilla quizá haya personas que no le concedan grande importancia; pero les puedo asegurar a ustedes que la tiene, y mucha, y si alguien lo duda, que se lo pregunte a cualquier empresario de teatros.
  • 35. 35 No obstante, hubo en Madrid un arquitecto, el que construyó Apolo, a quien se le olvidó en sus planes la taquilla, y tal distracción no fue advertida por persona alguna hasta pocos días antes de inaugurarse el teatro, lo que determinó que se construyeran los dos cajones o garitas que todos hemos conocido. Aquel arquitecto debía de tener un espíritu sumamente generoso, ajeno a las mezquindades de este mundo mortal, o tal vez fuese hombre que soñara con una sociedad futura en la cual no fuese imprescindible el pequeño detalle de hablar un rato con el taquillero para ver una función de teatro. Pero mientras llega ese porvenir remoto, voy a conversar con un taquillero, y no fuera de la taquilla, sino dentro, presenciando la venta de localidades para asistir a la representación de una antigua comedia de magia, no representada hace mucho tiempo, y cuyo título solo ha sido suficiente para despertar la curiosidad del público. Es la tarde del 31 de diciembre, día en el cual la gente llena los teatros, quizá despidiéndose para una temporada; pues después, por rutina o por falta de medios económicos, no hay quien vuelva, como no sea con billetes de favor. Mas hoy es uno de los días buenos, de los días grandes, y el taquillero, Luis Borrego, célebre en su oficio, está glorioso, envuelto en una gabardina y con la cabeza cubierta con una gorra, diciendo cada dos minutos: "No hay más que palcos y butacas; no hay más que palcos y butacas." El hombre abre y cierra el ventanillo, por donde entra una corriente de aire que penetra en los pulmones y se siente como un pinchazo. Luis tose, tose con todas sus fuerzas, y luego asegura: —Una de las gracias de este oficio es que se pescan doce catarros al mes. No me explico que no haya reventado en tantos años. —¿Cuántos lleva usted de taquillero? —Veintitrés, No se crea por tal afirmación que Luis sea hombre de edad avanzada, ni mucho menos. Tal vez pase de los cuarenta, pero sin representar más. Es alto, delgado y de rostro limpio en absoluto de pelos por la navaja. Se expresa con una vivacidad conversadora nada común, y tiene tal práctica y tal habilidad en su oficio, que despacha las localidades que le piden sin interrumpir por eso la conversación. —En la actualidad—dice—soy el decano de los taquilleros de Madrid, y si le voy a ser franco, ignoro cómo se me ocurrió elegir este oficio, que es muy difícil, aunque parezca otra cosa, y está muy mal remunerado. La cosa vino rodada; yo, a los diez y ocho años, tuve un amigo que era taquillero en Martín, y le iba algunos ratos a hacer compañía. —¿Y de mirón fue usted aprendiendo? —Naturalmente; esas visitas me perdieron. Hasta algunos ratos le ayudaba. Después, mi amigo se marchó, vino "El nacimiento del Mesías", me buscaron a mí, quedó la Empresa contenta de mi trabajo, y ya me tiene usted convertido en taquillero para siempre. He estado en varias taquillas, y en la del Español llevo ya catorce años. —¿Recibiendo dinero del público? —Y luchando con el público, que no tiene usted idea de lo pesadísimo que es. La mayor parte de la gente no se resigna a quedarse sin la localidad que pensó comprar, e insiste.
  • 36. 36 —¿Como ese de antes? —Ese se convenció en seguida. Los hay que le pronuncian a usted un discurso, y otros que lo toman por la tremenda, y hasta que le insultan a uno porque no les sirve un asiento de paraíso. Sobre todo, ahora; estos días son terribles; yo creo que hay muchísima gente que no viene al teatro más que por esta época... Mírelos, mírelos; ya se formó un poco de "cola". Durante unos minutos puedo convencerme de que no está, ni mucho menos, al alcance de cualquiera el oficio de taquillero. Luis maneja el billetaje con facilidad asombrosa, y casi, casi se podría asegurar que conoce al tacto la localidad que entrega. Los cambios de moneda los realiza en un segundo, y no hay miedo de que le "cuelen" una falsa. —Y su trabajo de usted, ¿cómo lo remuneran? —¡Con ocho pesetas diarias! ¿Qué lo parece a usted? —Que no es para comprarse un automóvil. —Pues en ocasiones trabajo hasta catorce horas diarias. Y si se suspende alguna función, la Empresa paga a todo el mundo, menos al taquillero, porque de éste no se acuerda nadie. Lo mismo ocurre cuando está uno enfermo… Y conste que hablo de todas las empresas en general. —Se conoce que, a semejanza del arquitecto de Apolo, a la taquilla no se concede importancia alguna. No la tendrá; pero malas intenciones, vaya si tiene, pues el aire penetra a intervalos como un cuchillo. ¡Dios Santo, dónde me metí! ¡Yo, que sufro una bronquitis crónica que no me deja ni un segundo! El taquillero y yo tosemos a dúo, formando un concierto armonioso. Se vuelve a abrir la taquilla, y una señora muy bien compuesta, en vez de pedir un palco o unas butacas, pregunta: —Diga usted, taquillero: esto de "Los polvos", ¿es moral? —Ya lo creo, señora—contesta Luis—. ¡Si se trata de una obra escrita para chiquillos! La señora, entonces, pido tres butacas, las paga y se va. —Preguntas como éstas se oyen todos los días—asegura el taquillero—. Y hay algunos que hasta quisieran que les explicase el argumento de la obra. También existen otros que no sueltan el dinero hasta que no se les asegura de una manera terminante que Ricardo trabaja en la obra. Y después se le quedan mirando a uno como diciendo: "Si me engañas, verás." —Comprendo que sea necesario armarse de paciencia. —El otro día se acercó uno y con la mayor tranquilidad del mundo me pidió un tendido. —Y usted ¿qué le contestó? ¿Que si lo quería de sombra? —No le contesté nada; le di un asiento de paraíso. El hombre, un poco escamado, pues, como es natural, no sabía leer, me preguntó: "¿Pero esto es un tendido?" "Sí, hombre, sí, un tendido; no tenga cuidado." ¿Para qué andarse con explicaciones? —Es verdad. —Otros hay que vienen con menos dinero del que necesitan. Esos me dan mucha lástima, pues al enterarse ponen una cara muy triste, muy triste, y si hay chiquillos hasta rompen a llorar. —¿Y no se enternece usted? —Cuando hay mucho trajín no hay tiempo para nada... ¡Pero los terribles son los que regatean!
  • 37. 37 —¿Pero hay quien se atreve a regatear una localidad de teatro? —Ya lo creo. Les pide usted un duro por una butaca, y contestan con gran seriedad que pagan tres pesetas. —Me explico la agresión personal. —Pues a muchos no sirve decirles que es precio fijo. Insisten, y se corren en el regateo a tres cincuenta o cuatro pesetas. Cuando se convencen de que no puede haber rebaja les sorprende mucho. —¿Pero serán excepciones rarísimas? —Naturalmente; eso ocurre muy de tarde en tarde; por lo general, en la época de los "Tenorios" o ahora en Pascuas. Este teatro tiene un público muy suyo, que podríamos llamarle fijo; aficionados a los géneros clásico y romántico, y a muchos de los cuales se les conoce ya como asiduos al anfiteatro principal, al segundo y al paraíso. —¡Que no falten nunca! —Durante las representaciones del "Tenorio" hay mucho más revoltijo, y se oyen cosas graciosas. Y es que todos los años hay muchas personas que vienen a ver el célebre drama por vez primera. Además, la mayoría de ellos no han estado en un teatro jamás. Yo les "olfateo"" en seguida. No pueden disimular cierta emoción. —¿Serán paletos? —Y gente que vive en Madrid, pero que no hay quien les haga "aflojar el jamón" para divertirse... Lo que ocurre es que el nombre de Tenorio tiene un enorme prestigio, y al fin se deciden a gastar unas pesetas en el teatro. Entran como "asustaos"; pero, según tengo entendido, salen más "asustaos" todavía. —¿Y las temporadas en que no se le ocurre a persona alguna venir al teatro? —Son espantosas. Se pasa uno las horas muertas acurrucado en la taquilla, contemplando desfilar a los transeúntes. A muchos me dan ganas de decirles: "Compren ustedes una localidad, por favor, que me aburro aquí sin despachar ni una sola". —¿Cuál es la entrada menor que recuerda usted? —Una en la Alhambra, el teatro que estuvo en la calle de San Marcos. ¡Once pesetas, ni un céntimo más!... Y aquí mismo—aunque no con la compañía de Ricardo Calvo—ha habido muchas, pero muchas, entradas que no pasaron de veinte duros. —¡Habría que ver la cura del empresario! —Era un poema. En este momento, a Luis le acomete un golpe de tos que se me contagia en el acto... Nueva orquesta armoniosa, que no se interrumpe pronto, ya que acude una nueva avalancha de público, que obliga a abrir y cerrar continuamente la taquilla, por donde penetra el pinchazo del aire. Butacas... Nada más que butacas y palcos—dice Luis—. ¡Ejem! ¡Ejem! Butacas y palcos. ¡Ejem! ¡Ejem! Y luego, volviéndose a mí, pide con gran resignación: —No deje usted de decir que casi todos los taquilleros somos catarrosos. ¡Ejem! ¡Ejem!
  • 38. 38 EL FOTÓGRAFO REPORTERO Y LAS DIFICULTADES PARA LA INFORMACIÓN GRÁFICA Alfonso relata algunos incidentes cómicotrágicos que le han ocurrido al ejercer su profesión El reportero fotógrafo tiene en la vida moderna quizá mayor importancia que el simple reportero que comunica la noticia valiéndose de su pluma o del teléfono. No cabe duda de que las informaciones gráficas son las preferidas por la generalidad del público, pues le entran a escape por los ojos, le atraen con irresistible fuerza y casi le son suficientes. Por desgracia, hay que confesar que el aumento de la lectura en estos últimos años, aunque indiscutible, no ha alcanzado aquellas proporciones, en relación con el número de habitantes del país, y que a la mayoría de éstos les repugna la letra de molde. Y aun a muchos que presumen de letrados parece que lo negro les estorba y se abstienen de toda clase de lectura, lo que se afirma que facilita bastante las digestiones. La fotografía, en cambio, gusta todo el mundo y es lo que más satisface las curiosidades. La mujer, en particular, no concibe hoy en día el periódico sin información gráfica, y todos sus comentarios suelen versar exclusivamente sobre las fisonomías retratadas, en las que perciben matices simpáticos o antipáticos, y deducen de ellos el carácter de la persona. Aunque no he querido hasta ahora hacer informaciones relacionadas con las cosas de mi profesión—que, por otra parte, han descrito admirablemente mis compañeros "Tartarín" y Mayral—, juzgo de conveniencia hacer una excepción del reportero fotógrafo, por estimar que, aunque su importancia es innegable, como queda dicho, su trabajo va al margen del periodista.
  • 39. 39 Y, como es natural, la persona elegida para que me informe sobre las dificultades varias del oficio, en el que a veces hay que tener una paciencia que eclipse la de Job, &s Alfonso, el popular Alfonso, activísimo fotógrafo de LA VOZ, que fue uno de los primeros que cultivó en Madrid la información gráfica, y que ha obtenido, merced a su constancia y habilidad, triunfos enormes. —A quien no consiga usted retratar, no le retrata nadie, ¿verdad?—le pregunto. Alfonso ríe en señal de asentimiento y con cierto orgullo muy justificado. —Pocos so me han escapado a mí en los muchos años que trabajé en la calle, y lo mismo le pasa ahora a mi operador Domingo. Este Domingo, que asiste a la entrevista, es un muchachote gordo, de grandes carrillos y de aspecto bonachón, que merece todas mis simpatías y que constituye el símbolo de la paciencia. Domingo es capaz de permanecer tres días en una casa, sin comer ni beber, en espera de llevarse un retrato, cosa que indefectiblemente consigue, sea por el procedimiento que fuese. Me hallo en el taller de Alfonso y entre fotografías de las más distintas personas: políticos, generales, actrices y actores, escritores, toreros, etc... Alfonso va y viene de un lado a otro, y al empezar a dirigirle mis preguntas medita un instante las contestaciones, como quien realiza un esfuerzo de memoria. —Yo empecé trabajando como operador con Compañy en el "Nuevo Mundo"—dice—, y en cuanto se publicó "El Gráfico", el primer periódico que se vendió en Madrid a diez céntimos, me presenté al director, Burell, el cual, me admitió en seguida. Me puse a trabajar de firme, y, aunque me esté mal el decirlo, cumplí a satisfacción del público. Murió "El Gráfico", y pasé a "Heraldo de Madrid", donde poco a poco se iba luchando con el fotograbado. Ya se acordará.. Al principio, mis fotografías eran una pura mancha, con mi firma debajo. Hasta que al fin, y gracias a la perseverancia de Francos Rodríguez, se consiguió perfeccionar el procedimiento, y comencé a popularizarme, ya que no hubo un suceso de actualidad que no reflejara con mis fotografías. —Trabajo que prosigue usted en LA VOZ. —Eso es... En la actualidad, me ayuda mucho para el buen éxito de las informaciones mi archivo, que es uno de los más completos que hay en Madrid. Tuve ese cuidado desde el primer momento; no ha habido fotografía de la cuál no guardara una prueba… Por eso, en cuanto se me pide el retrato de un político, de un artista, de cualquier persona conocida, aunque lo sea por criminal, a los cinco minutos lo tienen. Y es verdad. No hay una persona cuyo nombre sea popular en Madrid que no tenga archivada su fotografía en casa de Alfonso, muchas veces, como se verá después, contra el deseo del propio retratado. —Fui el primero—añade Alfonso—que hizo fotografías de los políticos pronunciando discursos. —¡Hombre! —Me costó algún trabajo, porque ya comprenderá usted que la "pose" es algo ridícula. Debuté con D. Segismundo Moret, en su casa de la calle de Doña Blanca de Navarra, y a quien puse en actitud oratoria, sin que al principio lo advirtiera. Al enterarse no se incomodó, sino que, al contrario, exclamó: "Si hubiese usted dicho que me quería retratar hablando, me habría puesto en seguida en postura, y no se hubiera perdido tanto tiempo."
  • 40. 40 —¿Y los otros oradores se han ido acostumbrando? —Sí, señor, y en el fondo les encanta. —Me lo figuro. Después del interesante extremo de las "poses" oratorias, recae la charla sobre la información de los sucesos, que es, indudablemente, el más difícil y el más importante de los trabajos que realiza el fotógrafo reportero. Y toma la palabra Domingo, el gran Domingo, el pacienzudo operador, el cual dice: —En cuanto nos enteramos de que ha habido un crimen, ya me tiene usted en la casa donde ocurrió el suceso, dispuesto a llevarme los retratos del criminal y de la víctima. Por lo general, se entra allí sin que se enteren de quién es uno, y hasta me toman por persona de la familia o amigo íntimo que se asocia al duelo. Procuro aguardar la ocasión propicia para insinuarme, hago preguntas sobre la fecha en que se hizo el último retrato, y como consiga que me lo enseñen, y lo tenga entre mis manos, ya triunfé, pues no lo devuelvo, pase lo que pase. —¿Aunque hubiera otro crimen? —Aunque lo hubiese. —¿Le habrán a usted plantado muchas veces de patitas en la calle? —Muchas; pero yo no me voy. Me quedo en la casa, si es necesario, oyendo insultos, hasta conseguir la fotografía. —Es usted un mártir de su profesión. —Lo que soy es un pelmazo, y a fuerza de pelmacería consigo lo que me propongo. En las casas del crimen fisgo por todos los rincones cuando me convenzo de que por buenas no he de sacar el retrato. Y en cuanto encuentro uno, lo robo. —¡Domingo! —Al día siguiente lo devuelvo, pues soy una persona decente… ¿Usted sabe lo que me ocurrió cuando el drama de Rosales? Fui al hotel a las pocas horas del suceso, y allí no me tropecé más que con un sacerdote amigo de la familia, quien no se atrevía a disponer de nada. Comencé entonces a fisgar, y hallé una estupenda fotografía de María de Lourdes, con un marco magnífico, y me la guardé con la mayor ligereza. Poco después advertimos que el marco estaba guarnecido de piedras preciosas y que aquello valía un dineral. Me creí en presidio. —¿Y qué hizo usted? —Al día siguiente, y cuando ya se hubo sacado provecho de la fotografía, volví al hotel con el pretexto de que se me había extraviado una cartera. Y aprovechando un momento de soledad dejé la fotografía en el mismo sitio, sin que su ausencia de veinticuatro horas fuese notada. Respiré, le aseguro que respiré a mis anchas. Domingo, ante el recuerdo de su seudorrobo, que debió de impresionarle mucho, se congestiona y se enjuga el sudor con el pañuelo. —El retrato de la víctima—añade Alfonso—es fácil adquirirlo; en cambio, el del criminal es más difícil, aunque no deja de haber familias que lo entregan a escape y con gran entusiasmo. —Lo estimarán como un honor.