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ASPECTOS PINTORESCOS
DE MADRID
(1921-1923)
Cuarta serie
NILO FABRA
Edición, transcripción:
Julio Pollino Tamayo
cinelacion@yahoo.es
2
3
ÍNDICE
1- La broma pesada y vieja del duelo fingido…......................................................................5
2- Las estrellas de “variétés” y un docto profesor…..............................................................10
3- Apogeo y decadencia de la leche de burras como procedimiento curativo………....…...14
4- Las señoritas maniquíes………................................................................................…….18
5- El feminismo y la ruleta……….................................................................................……23
6- Grandeza y decadencia de un antiguo domador de leones……........................................27
7- Nueva entrevista con Félix Manlléu………………..........................................................31
8- La compraventa algo complicada de los muebles y objetos antiguos…...........................36
9- El viaducto de hierro que atraviesa la calle de Segovia….................................................40
10- Una tienda de juguetes, o el niño es bélico y la niña maternal………............................44
11- El tema de las vigilias como característico de la intolerancia en unos y otros…............49
12- La crianza de los niños ricos madrileños por aldeanas norteñas…….............................54
13- Un antiguo bombero refiere sus impresiones acerca de los incendios…........................58
14- El trabajoso, desdeñado y anónimo oficio de apuntador…….........................................63
15- La vida emocionante, trabajosa e intensa de un coleccionista de periódicos…..............67
16- El misterio y recato de ciertas señoras ancianas que concurren a los bares…................72
17- El honrado ferretero Don Faustino Cortés de la Mata interviene en la justicia…...........77
18- Las chicas de la plancha se han declarado independientes........................................…..82
19- Los azares y las angustias de la mujer cuyo marido se bebe el jornal.........................…87
20- El juego de las chapas..................................................................................................…91
21- La enseñanza en los colegios particulares a los niños de familias pudientes…..............96
22- Los “golfos” de la Castellana y su habilidad para encender los faroles…....................100
23- La taboadesca patrona de huéspedes….........................................................................105
24- El hombre que guía y acompaña a los extranjeros por la urbe madrileña….................109
25- La rueda y la piedra, o el arte de afilar las armas blancas…..........................................113
26- Sensaciones de la Moncloa en las tardes veraniegas….................................................118
27- Su majestad la cocinera de casa grande….....................................................................123
28- Las pajarerías madrileñas…….......................................................................................127
29- La avara del barrio popular…........................................................................................132
30- Los apoderados de toreros……................................................................................….137
31- El oficio duro y mal remunerado de acompañar a paseo a las niñas “bien”…..............141
32- Lamentaciones de un viejo memorialista……...............................................................146
33- Las orquestas de ciegos que tocan al aire libre en calles y plazuelas…........................150
34- Las sillas de la Castellana y Recoletos y los hábitos de sus ocupantes….....................154
35- La venta ambulante de cangrejos…...............................................................................159
36- El arte de bordar, o las primorosas labores de Doña Antonina…..................................164
37- La rueda y los barquillos………....................................................................................169
38- El atrio del buen olor, o el puesto de flores en la iglesia……….............................…..174
39- Las clásicas pedreas entre los chicos de Lavapiés y los del cerro del Rastro…............178
40- Cómo se recibe en los hogares madrileños a los cobradores del inquilinato…….........183
41- Las opiniones políticas y sociales de la señora Nemesia…...........................................188
42- Las barracas del tiro al blanco…...................................................................................193
4
5
LA BROMA PESADA Y VIEJA DEL DUELO FINGIDO
Mendicute se bate a pistola, se muestra heroico y mata a su contrario
I
MENDICUTE SE HACE SOCIO DEL CASINO LA UNION
Mendicute, que no se llama Mendicute, llega a Madrid y se hace socio del casino La
Unión, círculo de recreo que no existe en la villa y corte.
Y, sin embargo, el cronista no se ha vuelto loco al hacer esas afirmaciones, en apariencia
absurdas. Se trata tan sólo de una mixtificación... Al personaje de la presente historia—estas
historias que alternan de vez en vez con las informaciones directas—se le llama Mendicute
en uso de un derecho imaginativo, y por la misma razón se designa con un nombre
fantástico al casino donde empiezan a desarrollarse los hechos dramáticos que se van a
referir.
Mendicute, como se ha dicho, se hace socio del casino La Unión, y en el primer día que
pone allí sus plantas se le empieza a tomar el pelo... ¿Por qué?... A esta pregunta sería muy
difícil contestar… Los socios del casino La Unión suelen ser personas circunspectas, y no
acostumbran faltar a los más elementales deberes de la buena crianza, aunque en ocasiones
elijan a algún ciudadano como víctima propiciatoria. Pero hay que decir, en disculpa de
aquellos señores, que la víctima de sus bromas suele estar pidiendo a voces el pitorreo
socarrón, y que ellos no hacen sino acceder a lo que se les demanda…
6
El primer día de asistencia al casino salió de él Mendicute con el convencimiento firme de
que era un grande, un estupendo orador. Así se lo acababan de manifestar cuatro íntimos
amigos que había conocido tres horas antes... El héroe de esta historia se creyó en el caso de
hacer su presentación ante sus consocios pronunciando un formidable discurso sobre
política, y sus oyentes, sin más que una sola excepción, estimaron justo predecirle que no
habría de tardar mucho tiempo sin que él, Mendicute, ocupara un puesto en el banco azul…
La excepción fue de cierto sujeto llamado Barradas, quien, con gran sorna, juzgó
conveniente llevar la guasa por otros caminos, y dijo con mucho aplomo:
—Sus fundamentos de usted son deleznables... Además, usted es utópico.
Mendicute se quedó algo desconcertado, entre otras razones, por ignorar la significación
del vocablo utópico; pero suponiendo que esas palabras se inspiraban en la envidia, creyó lo
más oportuno concretarse con dirigir a su interruptor una mirada entre desdeñosa y
despectiva.
De la broma política se pasó a la broma amatoria... Mendicute recibió esquelas de una
mujer casada asegurándole que moría de amor por sus pedazos... Mendicute no dudó un
momento de la veracidad de esas misivas, por tener una idea muy elevada de su propia
persona... Consultó el caso con sus íntimos al par que flamantes amigos, y todos le
aconsejaron, después de felicitarle, que se dejara conquistar... Todos, no... El terrible
Barradas, con insolencia inaudita, profirió estas palabras:
—Sus amores de usted son tan deleznables como sus fundamentos… Sigo creyendo que
usted es utópico.
Mendicute se mordió los labios de ira, pero su natural altivez le impidió contestar.
Cierta noche, algunos socios del casino La Unión fueron con Mendicute de parranda, y en
la comilona le mezclaron la bebida, lo que produjo que el hombre agarrase una borrachera
monstruosa, hasta el punto de que hubo necesidad de conducirle en brazos hasta el propio
lecho. Mendicute no se dio tampoco cuenta de la broma, y en el casino aseguraba dos
días después que le había cogido muy mal el estomago.
A lo que el implacable Barradas replicó:
—Su estómago es tan deleznable como sus fundamentos y sus amores... Usted es un
utópico.
II
LA PROVOCACIÓN
Después de todas estas bromas de exquisito gusto, y como la originalidad en el ingenio no
estaba al alcance de los socios de La Unión, surgió la idea del desafío fingido. Si el pitorreo
de que se hace víctima a un amigo se quiere llevar hasta el último extremo, hay que recurrir
al duelo falso… En nuestra nación ha habido multitud de ellos, pero pocas veces la guasa
llegó, ni llegará, a desarrollarse en forma tan mal intencionada como la de que fue víctima
el héroe de este relato. Y nunca mejor aplicado el calificativo de héroe que en el caso
presente, ya que la conducta de Mendicute fue heroica.
7
Una vez decidido el desafío, se acordó por unanimidad, y con gran regocijo del interesado,
que el provocador fuese Barradas, quien no opuso más que la siguiente objeción:
—¿Y si me diese una bofetada? Ese animal tiene unas fuerzas atroces.
Se le arguyó que todos los compinches en la broma sabrían evitar que se alterase en lo
más mínimo la fisonomía de su amigo, y el hombre se quedó satisfecho.
Y una tarde en que Mendicute pronunciaba en el salón del casino un discurso de elevados
tonos sobre los problemas sociales, fue interrumpido bruscamente con estas palabras:
—Todo lo que usted dice es deleznable… Voy creyendo que además de utópico es usted
un embustero, y un trapisondista.
A pesar de las seguridades que le habían dado sus amigos. Barradas experimentó después
de proferir sus insultos una leve inquietud, y una fuerza misteriosa le hizo, sin darse cuenta,
retroceder algunos pasos.
Precaución inútil; la bofetada no surgió rauda. Por fortuna para el insultante, Mendicute
había leído muchas novelas de folletín, y estaba enterado de lo que los hombres
pundonorosos de Montepín y Richeburg acostumbran hacer en ocasiones análogas.
Con un gesto admirable, y sonriendo con una mueca maravillosa de elegancia, Mendicute
arrojó el guante de la diestra mano a su rival... Barradas se sintió feliz; eso de recibir en el
rostro un guante de cabritilla es mucho mejor que una bofetada...
Diez minutos después estaban designados los padrinos... A Mendicute le representarían el
abogado Monleón y el publicista Alponte, y a Barradas, el teniente Flores y un señor
Toledano, cuya profesión era absolutamente desconocida, y del cual no se sabía otra cosa
sino que era un estupendo carambolista.
III
EL DUELO FINGIDO
Las reuniones de los cuatro padrinos duraron tres días, y, según se le aseguraba a
Mendicute, no había medio de arreglar el asunto amistosamente.
—Ha estado usted muy violento—le dijo Alponte—; eso de arrojar un guante es una cosa
gravísima. ¿Por qué no le pegó usted una bofetada?
—Es un procedimiento de rufianes—contestó Mendicute con gran altivez.
—La cosa está muy seria, la cosa está muy seria—añadía Monleón bajando la cabeza,
como sumido en grave preocupación.
—Si ustedes quieren que rectifique en algo...—llegó a indicar Mendicute dando pruebas
de sentimientos conciliadores.
—Usted no debe ni puede rectificar nada. Sería una afrenta para nosotros... Si es necesario
se batirá usted, y se batirá a muerte. Mendicute, se asegura que al oír estas palabras lanzó un
suspiro muy prolongado; pero reponiéndose en seguida, dijo;
—Si no hay más remedio, ¡qué le hemos de hacer!
Lo más oportuno habría sido cesar en la burla; pero la propia tranquilidad de Mendicute
fue causa de que aquélla se llevase hasta el último extremo.
8
Y un anochecer estival los dos ¿amigos? de Mendicute le dijeron:
—Esta madrugada se batirá usted… Se ha concertado un duelo gravísimo... A pistola, a
veinte pasos y avanzando... Número de disparos ilimitado... El duelo no podrá interrumpirse
en manera alguna mientras uno de ustedes no quede fuera de combate... Se batirán ustedes a
la luz de la luna, porque es más poético... Actuará como juez de campo el comandante
Zaragoza, que es hombre muy enérgico.
En honor a la verdad debemos decir que Mendicute no contestó nada por el momento a
sus padrinos porque la boca se le había secado. Por fin, reponiéndose un poco, dijo:
—Me portaré como bueno cumpliendo lo acordado por cuatro hombres de honor.
Esta actitud de dignidad impresionó algo a Monleón y a Alponte, pero ya no había medio
de retroceder… Además, el desafío iba a servir de pretexto para una juerga estupenda...
Estaban ya contratadas muchas botellas de champaña, y unas jovencitas dispuestas para
aparecer en momento oportuno... Pero de la diversión proyectada no gozaría Mendicute;
eso, de ninguna manera... Como el personaje arnichesco, los actores de esta tragicomedia se
decían que "las bromas, o pesadas o no darlas".
Se asegura que Mendicute invirtió el tiempo hasta las dos de la madrugada escribiendo
cartas en que se despedía de toda su familia; pero ello no se puede afirmar de manera
cierta… A las dos en punto un automóvil condujo al duelista y a sus dos padrinos a un lugar
situado en la carretera de El Pardo, sitio de cita previa, donde aguardaba ya Barradas con
sus amigos, el juez de campo y dos seudomédicos… Además había unos hombres dedicados
a una operación extraña a tales horas; se dedicaban a cavar la tierra.
Mendicute fue presentado al juez de campo Zaragoza... Era un hombre gigantesco y
hercúleo, con luengas barbas morenas, de exuberante barriga, quien al hablar lanzaba un
tufo parecido al de los odres viejos.
—Esos hombres están cavando dos fosas...—dijo el juez de campo—. A mí me gusta
hacerlo todo bien... Uno de ustedes debe morir, acaso los dos, y para evitarnos molestias con
la justicia, más vale que se les entierre en seguida… Examine, examine las fosas, señor de
Mendicute, y si no le satisfacen se mandará que las ensanchen.
Lo que ocurría en el interior del héroe se desconoce, y lo único que se sabe es que guardó
silencio absoluto, aunque lanzando un leve resoplido...
Y dio comienzo el singular combate… Las pistolas, cargadas con pólvora sola, a cada
disparo producían un ruido atronador. Mendicute estaba magnífico, y ni la más
insignificante contracción de su rostro indicó que pudiese tener ni sombra de miedo... Inútil
es decir que Barradas daba pruebas de una serenidad imperturbable.
Al quinto disparo sonó un ¡aaah! prolongadísimo... Lo lanzó Barradas, quien al instante, y
según lo convenido, se dejó caer pesadamente al suelo... Rápidos acudieron todos, hicieron
como que le examinaban, y luego se oyó la voz clamante de Zaragoza:
—Le ha matado usted, señor Mendicute; ¡que sea enhorabuena, pues ha sido de un modo
legal! Pero tiene usted que marcharse inmediatamente de Madrid... Su presencia nos
comprometería a todos... Ahora mismo se va usted a una estación y toma el primer tren que
salga.
9
—¿Ahora mismo?
—Ahora mismo... Barradas tenía muchas amistades, y su muerte le puede a usted causar
un gran disgusto: acaso le lleven a presidio… Y no le ofrezco a usted ahora de beber porque
después de haber matado un hombre sería una frescura que usted empinase el codo.
Y Zaragoza se bebió dos vasos de champaña mientras empujaba a Mendicute, que se dejó
conducir como un corderillo.
Minutos después se festejaba alegremente la broma, en medio de una grande algazara y a
los acordes de un piano de manubrio que había estado discretamente escondido entre el
follaje durante el duelo terrible.
IV
CONCLUSIÓN
Mendicute no se atrevió a venir a Madrid hasta pasados algunos años... En la actualidad
sigue creyendo en que realmente hubo matado a Barradas, y está roído por los
remordimientos. Sus antiguos amigos le han aconsejado que no ponga los pies en el casino
La Unión, a lo que él, obediente como de costumbre, accedió en el acto.
Asegura que la sombra de Barradas se le aparece por las noches y no le deja conciliar el
sueño… Y estas apariciones se han hecho extensivas en pleno sol y en plena calle…
Mendicute no hace mucho tiempo que dijo:
—La otra mañana pasé junto al casino La Unión y se me apareció Barradas... Era él, era
el mismo, aunque un poco más aviejado... Es su espíritu, que no encuentra reposo y me
persigue.
10
LAS ESTRELLAS DE “VARIÉTÉS” Y UN DOCTO PROFESOR
Estudios pedagógicos superiores
—Portera... ¿Me hace el favor?… ¿El señor Monreal?
—¿Quién dice?
—El señor Monreal.
—¡Ah, ya!... Sí, sí... Pues ahí… Detrás de esa puerta... ¡Ya, ya!
Como ustedes observarán, las palabras de la portera denotan cierto desdén, que me
produce un ligero sonrojo... Esta portera me parece que no siente admiración alguna por las
discípulas que acuden a la clase de estudios superiores adonde me dirijo, y mucho menos
por los zánganos que allí se reúnen.
Sin previo aviso abro la mampara que conduce a la academia de cupletistas, y aparezco en
una habitación, en la que se encuentran cuatro o cinco muchachas, bonitas y pizpiretas, y
tres zánganos… Estos tres zánganos, que da la casualidad que son buenos amigos míos, no
deben de tener muchas ocupaciones, pues, según me entero poco después, solazan sus ocios
toda la tarde en la amable compaña de las cupletistas y danzarinas que acuden a
perfeccionar su arte con los sabios consejos del docto profesor señor Monreal.
Una conversación con Jenaro Monreal es lo que me interesa en estos momentos, pero no
lo consigo inmediatamente... A dos de los zánganos, mi presencia en el local les produce
verdadero terror, y todo se les vuelven súplicas encaminadas a que no hable de ellos... Al
otro, que es un compañero en la Prensa, miope y desgarbado, no le preocupa nada esa
posibilidad, y hasta me inclino a creer que le agradaría una insinuación sobre sus triunfos
con las artistas... Pero se fastidia; no es ése mi propósito. Lo único que haré constar es que
con frecuencia pierde sus lentes, para que las muchachas, compadecidas de su momentánea
ceguera, le sirvan de lazarillo, lo cual favorece ciertas agradabilísimas aproximaciones.
11
Monreal está en el cuarto inmediato y da lección a una cupletista gorda y ajamonada, que
acoge mi presencia con cierto gesto hostil. Quizá esté justificado, ya que un extraño no debe
interrumpir nunca la pedagogía superior.
—Es cuestión de diez minutos—me dice Monreal—. Soy con usted en seguida.
Y, en efecto, transcurrido ese tiempo, el maestro, sobre el cual pesa un trabajo abrumador,
es tan amable que prescinde de otras lecciones para conversar un rato conmigo sobre cosas
de su arte.
Jenaro Monreal es uno de los "ases" de las "variétés". Muchos de sus cuplés se han hecho
famosos, y el hombre ha querido añadir a sus talentos de compositor los trabajos del
magisterio. Pero, por regla general, no da enseñanza a las que carecen de ella en absoluto,
sino que completa y perfecciona lo aprendido por las artistas en otras academias.
—Vaya un plantel de muchachas bonitas las que vienen a la academia… No dejará de
divertirse—le digo.
—Pues está usted equivocado… Dentro de mi casa procedo con una absoluta seriedad...
En caso contrario, no habría negocio posible… Lo que usted dice se queda para esos
zánganos que ha visto usted en el gabinete... Son unos "pelmazos".
—Ya me he hecho cargo...
—¿Y hace mucho tiempo que tiene usted su academia?
—Poco más de un año. Había ya muchas de enseñanza primaria, llamémosla así, y a mí se
me ocurrió poner una de perfeccionamiento.
—Los estudios superiores...
—Lo cual no obsta para que también proporcione enseñanza a las chicas que no tienen
ninguna… Enseñanza de oído, naturalmente, pues yo entiendo que la mímica adecuada tiene
que aprenderla sola cada artista, y los consejos del maestro no conducen sino al
amaneramiento.... Creo que no hay profesor más excelente que ese espejo grande que hay
detrás del piano.
—Quizá sobre, porque quita espontaneidad.
Ahora recuerdo que la señora obesa a quien interrumpí momentos antes hacía unos gestos
muy raros, con la mirada fija en el cristal.
—La mayor parte de las academias que hay en Madrid—sigue diciendo el compositor—
no están dirigidas por músicos, sino por "intuitivos", los terribles "intuitivos"… La primera
que hubo, hará quince años, fue una en la calle de Jardines, que dirigía un tal Rafael
Gómez... Después empezó a aumentar el número, y comenzaron a lucrarse los compositores
"rapsodas", que, como usted comprenderá, son los que recogen de todas partes.
—También Homero fue rapsoda.
—Pero era Homero, y, además, algo pondría de su propia cosecha; los "rapsodas" del
cuplé carecen en absoluto de originalidad.
—¿Hay academias dedicadas a enseñar a las que no han pisado la escena?
—Algunas...Allí se desasnan las modistas...
—¿Las modistas?
—Sí, señor; las modistas precisamente; porque eso de que las fregonas quieren dedicarse a
cupletistas o bailarinas no es verdad… Las pobres muchachas no tienen tan locas
aspiraciones... En cambio, no hay un taller en Madrid donde una sola de las oficialas
deje de pensar en las glorias del tablado... De costura en costura, sueñan con los triunfos de
las "estrellas", y en cuanto consiguen el consentimiento familiar acuden a las academias.
12
—¿Y logran fácilmente la autorización paternal?
—En las familias suele haber largos conciliábulos, siempre desde un punto de vista
absolutamente práctico... Si al fin se deciden, la chica entrega a los maestros un duro a la
semana, y se le dedica a diario unos veinte minutos para acostumbrarle el oído y que
aprenda a pronunciar bien las palabras.
—¿Pero no saben?
—'Qué van a saber! No saben ni hablar... Uno de esos "pelmazos" que ha visto allí se
estuvo una tarde cerca de dos horas tratando de conseguir que una muchacha dijese
voluptuosidad.
—¿Y lo dijo?
—No; de ninguna manera... Decía "voluntuosidad"; esa pe se les atraganta a todas... En
cambio, si alguna llega a pronunciar voluptuosidad, dirá luego "voluptad" por voluntad.
—Pues es un encanto... ¿De modo que ustedes se concretan a enseñar el sonsonete?
—Y basta; si la chica tiene verdadera intuición artística, con eso y con el espejo le es
suficiente para alcanzar grandes triunfos.
No puedo por menos de dirigir una mirada al espejo hacedor de estrellas, y me encuentro
sorprendido con la lectura del siguiente cartel, escrito encima del claro cristal: "No se hará
ningún trabajo sin previo pago."
—Como las muchachas—explica Monreal—están siempre con la vista fija en el espejo,
tienen que leer por fuerza esa "recomendación"... Así no les es dable alegar ignorancia.
—Muy bien pensado... ¿Y cuántas clases da usted al día?
—De quince a veinte mujeres desfilan por aquí durante la tarde. En su mayor parte—pues
ya le digo que esto es una escuela de perfeccionamiento—son artistas que vienen a ensayar
cuplés de la casa.... En cuanto aprenden bien un cuplé les hago «el sexteto».
—¿Qué es eso?
—Sencillamente, la instrumentación, la parte de música que corresponde a cada uno de los
seis instrumentos de que se componen las orquestas por esos teatros. La palabra "sexteto" ha
quedado ya como algo insubstituible, y hay algunas ansiosas que me piden les haga un
sexteto de ocho o de diez.
—No está mal... ¿Y conoce usted pronto a las que tienen condiciones para cantar cuplés?
—No, señor… Si le dijese lo contrario, mentiría. En esto hay enormes sorpresas... Muchas
veces, la que parece con buenas condiciones llega al teatro y resulta imposible, y, en
cambio, vienen a la academia "gatitos" que no saben ni hablar y luego el público las
ovaciona hasta con justicia… Con las que no consigo nada es con las antiguas cantadoras de
flamenco… No hay medio de quitarles los resabios del cante hondo.
Monreal baja la cabeza, como si se mostrase abatido por resultarle imposible la
transformación en cupletistas de las cantadoras de café; pero luego se repone y continúa
hablando:
—Me gusta mucho enseñar a mis alumnas cuplé ligero... Como tengan buen oído, lo
aprenden en seguida al piano... Y muchas veces ellas mismas me enseñan; si no me dan bien
una nota y la cambian, yo suelo ceder, y en vez de corregir me corrijo a mí mismo.
—¿Y las chicas son dóciles?
—En la academia, sí... Pero después, en el teatro, hacen lo que les da la gana y se olvidan
de lo que uno les ha enseñado… Esto me desespera, puede creerlo.
13
—¿Y de baile, qué enseña usted de baile?
—¡Ah! Eso es importantísimo… También perfecciono esa enseñanza.
—Aquí aprenden el doctorado, ¿no?
—Algo hay de eso... En las otras academias aprenden a mover los pies y a dar los pasos...
Hay muchas que se consideran maestras porque saben el "rodazán", la "escobilla" y el
"embotao", y están en un error... Es necesario luego aprender a aplicar esos pasos según los
ritmos, que es lo que yo les enseño a fuerza de constancia.
—¡Magnífico!… Y digo usted, amigo Monreal, ¿qué tal se lleva usted con las mamás?
El rostro del compositor se pone blanco, blanco como los cirios, blanco como los cisnes…
Su palidez parece mortal y angustiosa… Pero en el momento en que me dispongo a
prestarle un auxilio se repone y dice:
—¡Si hiciese caso a las madres, la vida se me haría imposible!… Algunas veces, ¡ay!, he
comprendido a los suicidas.
Es todo un poema, que está pidiendo a gritos la musa de un gran poeta épico que sepa
cantar a las honorables señoras que acompañan a sus vástagos a la clase cupletera.
—¿Usted proporciona artistas a los teatros?
—Nunca… Lo que ocurre es que, si tengo alguna buena, Lerín se entera pronto, la ve, la
oye y la contrata.
—Sí; Lerín es expeditivo… ¿Y de qué cuplés está usted más contento?
—Los que me han producido son: "Tardes del Ritz", "Reina de Toledo", "Tardes de
Alejandría", “Claveles rojos” y "El capote de paseo", este último sobre todo.
—Las “estrellas” vienen a la academia también?
—Muy rara vez, y sólo por amistad al maestro. Tienen mucho orgullo, y les molesta
codearse con las "furcias". Por lo general, ensayan en su casa.
—¿Habrá muchas que sean completamente inservibles?
—Bastantes... A esas las despacho pronto diciéndoles que la carestía de las subsistencias
me obliga a elevar las tarifas... Es un procedimiento que no falla... A las que no me puedo
quitar de encima tan fácilmente es a las viejas.
—¿Vienen muchas?
—Una enormidad... Suelen ser ex tiples de zarzuela... Suponen que con la buena voz les
es suficiente, y se les olvidan los años que han cumplido. ¿Y cómo se le recuerda eso a una
mujer?... Si viese usted lo ridículas que se ponen algunas de ellas.
—¡Pobres mujeres!
En este momento escuchamos una gran algarabía de voces que parte del gabinete donde
están los cupletistas y los "zánganos"... Se oyen grandes carcajadas femeniles… Debe de ser
alguno de mis amigos que ha dicho una ingeniosidad… Monreal y yo penetramos en la
estancia, que decoran multitud de retratos de artistas, y somos acogidos con gran júbilo…
Los tres "zánganos" adoptan actitudes conquistadoras... Mi compañero el periodista lanza
miradas lánguidas… Me siento contagiado por el ambiente, y durante un breve rato me
convierto en un cuarto ''zángano"… A la media hora salgo de la casa de mi amigo Monreal
como un beocio que abandonase los jardines de Academos.
14
APOGEO Y DECADENCIA DE LA LECHE DE BURRAS
COMO PROCEDIMIENTO CURATIVO
Un antiguo burrero canta las excelencias de la ubre asnal
—La leche de las burras es casi igual que la de las mujeres.
—¿Está usted seguro?
—Completamente... Y con decir eso comprenderá usted que esa leche tiene que ser
bonísima para la salud...
—¿De modo que entre una mujer y una burra...?
—Apenas si hay diferencia... en la leche.
—¡Qué falta de galantería!
Sostengo esta conversación con el señor Ventura, uno de los dos burreros que quedan en
Madrid. En la actualidad, la decadencia de la afición a la leche de burras ha llegado
al último extremo, y el jugo de la ubre asnal tiene escasísimos partidarios... Pero todavía hay
algunos, y durante el invierno, tanto el señor Ventura como el señor Juan, el de las Peñuelas,
su compañero y competidor único, recorren Madrid de un lado a otro con las burras, a las
cuales ordeñan—siempre expuestos a alguna coz—en las propias porterías de las casas
adonde se lleva el líquido.
El señor Ventura, además de burrero, es tabernero, pues, según me dice, tan sólo con la
leche no podría vivir; necesita el vino... El señor Ventura posee una taberna al final de la
calle de Villanueva, y allí he ido para charlar un rato sobre tan interesante asunto.
15
El tabernero me recibe en familia… Su mujer hace calceta, y de vez en vez mete baza en
la conversación... Una hija de ambos, guapetona y frescachona, escucha muy atenta, y sus
grandes ojazos muestran una evidente curiosidad… A la taberna ha acudido también el
señor Juan, el de las Peñuelas, muy interesado sobre mi propósito...
El señor Ventura es hombre de cincuenta y tantos años, de aspecto vigoroso, cara
ampulosa y cuadrada, nariz ligeramente hundida y marcado acento astur... El señor Juan es
mucho más viejo, chiquito de cuerpo, rostro ralo, que surcan numerosas arrugas, y palabra
breve y sentenciosa. Según asegura el tabernero, no hay temor a que nos interrumpan los
parroquianos de la casa, pues a esa hora—las diez de la noche—acostumbra tener cerrada
la tienda, y si hoy pertenece abierta es por deferencia hacia mí.
—Hará treinta años—dice el señor Ventura lanzando un gran suspiro—, había en Madrid
grandes cuadras de burras, y esto era un gran negocio... ¡Cincuenta burreros llegó a haber, y
todos ganaban de firme. ¡Era una gloria trabajar entonces!
—Sí, señor; una gloria—afirma también el Sr. Juan lanzando otro suspiro muy hondo.
—Poco a poco se tuvieron que ir retirando todos, porque no traía cuenta, hasta no quedar
más que aquí mi amigo Juan y yo.
—El uno, del barrio más humilde de Madrid, y el otro, del más aristocrático...—objetó—
¿Será que no queden aficionados a la leche de burra más que entre la gente muy pobre y la
gente muy rica?
El Sr. Ventura se rasca antes de contestar, y luego dice:
—Algo hay de eso, señor; algo hay de eso.
—¿Y tienen ustedes muchas burras?—pregunto.
El Sr. Ventura y el Sr. Juan se dirigen miradas de inteligencia, como si quisieran ponerse
de acuerdo para contestar.
—Entre los dos reunimos tres burras y media, o cosa así...—contesta el tabernero-
burrero—. Ya no estamos en aquellos tiempos felices en que existían en Madrid las grandes
cuadras de la costanilla de los Ángeles, la calle del Lazo, la de Segovia y la de Dos
Hermanas… Centenares de burras de leche había entonces, y la gente gozaba de mejor
salud; no se morían ni la mitad de los que ahora.
—¿Está usted seguro?
—Segurísimo... En aquel entonces me ocurría con mucha frecuencia que, yendo por las
calles con mis burras, me saliese al encuentro una mujer que se abrazaba a ellas gritando: "A
estos animales les debo yo la vida."
—Menudo reclamo le hacían a usted.
—Es el agradecimiento de las personas—afirma con suma gravedad el Sr. Juan.
—¿Y a qué atribuye usted la decadencia burrera?—inquiero.
—A los médicos... Nos han hecho la "pascua"... Nos han "reventao" por completo... Les
ha "entrao" la manía de no querer burras para sus enfermos y preferir las cosas de botica...
¿Le parece a usted?... Algunos hasta amenazan con no volver a visitar al cliente... Y cuando
alguno de los suyos cae malo, entonces sí; entonces se acuerdan de uno.
—¿De usted?
—De mí no; de las burras… Pero me la pagan, vaya si me la pagan; y me la pagan en
dinero contante y sonante... Cuando sirvo leche en la casa de algún señor doctor elevo la
cuenta... A algunos hasta les he puesto un duro por medio cuartillo.
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—¿Y no refunfuñan?
—Ya lo creo que refunfuñan; y hasta se indignan... Y yo, entonces, les digo con mucha
parsimonia y retintín: "Como el negocio va mal por culpa de "otros", cuando pica un pez no
hay más remedio que darle en la cabeza." Entonces se achican y sueltan la "mosca".
—Muy bien... Atinada y justa determinación., ¿Y les cuestan a ustedes muy caras las
burras?
—Hoy en día—asegura el señor Juan— no se encuentra una por menos de quinientas
pesetas… No exagero, no exagero.
—Y añada—interrumpe rápida la esposa de Ventura—que las burras de leche necesitan un
cuido especial... Les ocurre lo que a las mujeres cuando crían, aunque esté mal comparado,
¿entiende usted?
—Ya me hago cargo.
—A las burras hay que darles pienso de cebada, alfalfa, avena, hierba escogida, y todo eso
cuesta bastante dinero.
—¿Del que se resarcirán ustedes?
Esta pregunta no tiene inmediata contestación, lo cual no me produce sorpresa alguna,
pues estoy muy acostumbrado a esos silencios... Por lo general, las personas que me
informan sobre sus oficios o medios de vida suelen ser muy francas, pero en cuanto se toca
la cuestión monetaria se hacen impenetrables.
—Le diré a usted, le diré a usted...—contesta al fin el señor Ventura—. Como no hay regla
general de clientela, no se puede calcular... Además, en verano se vende muy, poco; en
invierno es otra cosa... Ya entenderá usted el "contenido" de lo que digo.
No entiendo una palabra, pero juzgo lo más prudente no insistir en esa averiguación, a la
que no tengo por qué concederle demasiada importancia.
—Tampoco hay precio fijo—sigue diciendo Ventura—; depende del sitio adonde tenga que
llevar las burras... Si me avisan de aquí al lado no es lo mismo que ir "por un casual" a la
calle de Segovia o a los Cuatro Caminos... Y luego, depende también de las personas que la
piden... No se va a tratar igual a un pobre que a un rico, ¡digo yo!
—Muy bien dicho.
—Menos de tres pesetas el vaso no se puede vender... Algunos dicen que es caro; pero hay
que tener en cuenta que se trata de una medicina.
—¿Y qué cura?
—Muchas cosas; pero para lo que más vale es para enfermedades del pecho... A los tísicos
les salva, le aseguro que les salva… ¡Yo he visto milagros, y no hay catarro con el que no
acabe!
—¿Usted está convencido?
—Le aseguro que lo he visto con mis propios ojos. Lo que sucede es que a los médicos les
da envidia, no quieren recetarla, y nos "amuelan".
—Resignación.
—Antes no se servía la leche más que a las personas mayores; pero ahora se les da
también a los chicos para ayudar a criarlos... Ya le dije que la burra es una cosa muy
parecida a la mujer.
—Mal comparada.
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Como Ventura me hace esta afirmación delante de dos mujeres, me creo en el caso, por
galantería, de hacer leves objeciones; pero ellas mismas me atajan diciendo:
—Tiene razón mi marido.
—Tiene razón mi padre.
Creo lo más oportuno sellar mis labios...
—También se usa para "enritaciones", y hasta hay quien la toma para abrir el apetito.
—¡Caray! ¿De vermut?
—Sí, señor... Pero de esto, quien le puede a usted informar bien es algún doctor de
"conciencia", que todavía hay algunos.
De estas palabras deduzco que el bueno de Ventura considera como doctores de
conciencia a aquellos que creen en la eficacia de la leche de burras, y no tiene respeto
alguno para los que la niegan.
—¿Y sabe bien?
—Muy rica... Es muy dulce y tiene un paladar agradabilísimo.
—¿Usted beberá muchos vasos al día?
—No, señor; no la he probado nunca... Gracias a Dios, estoy muy fuerte y muy bueno, y
no lo necesito.
—¡Ah, ya!...
—Quisiera que contase usted que entre las curaciones milagrosas que han hecho mis
burras figura la de un señor que fue ministro, el Sr. Cobián... A este señor le dieron los
santos sacramentos, y al día siguiente se me avisó… Pues desde que comenzó a tomar
la leche fue mejorando, y vivió tres años más... ¿Qué le parece? ¿Quién tiene razón, los
médicos o yo?
—¿Pero, por desgracia para ustedes, la fe en las burras se ha ido perdiendo?
—¡Ay, sí, señor! Aunque todavía creen en los pobres animalitos algunas personas... Sobre
todo, las mujeres... Yo no pierdo todavía la esperanza de que esto vuelva a ser un negocio
tan bueno como antaño… ¡Si hubiera un pez gordo que moviera el asunto, otro gallo nos
cantaría!
—¿Y usted no tiene dependencia?
—¡Qué voy a tener! ¡Ni yo no éste! Servimos los pedidos nosotros mismos, o, todo lo
más, nos ayudan los hijos.
—¿Y usted mismo ordeña?
—Yo mismo… Y si me descuido, las burras me arrean un par de coces… Los animalitos
son algo brutos...
—¿Y no comprenden que están realizando una obra de caridad?
—No lo comprenden, no, señor… Y como siempre que ordeño se ha de reunir delante un
grupo de chiquillos, si me atizan la coz, las criaturitas prorrumpen en una grande algazara...
¡Les regocija mucho!
—El corazón sensible de la infancia...
Todavía durante un largo rato, el señor Juan, el señor Ventura, su mujer y su hija me
hablan de las excelencias de la leche asnal, pero no añaden nada nuevo a lo manifestado.
El señor Ventura parece que tiene un gran interés en hacer constar qua la leche de burra es,
si no idéntica, muy semejante a la de las mujeres, pues lo repite doscientas veces.
Y yo que ante todo me gusta ser veraz, me veo en la obligación de transcribirlo... Pero no
me motejen ustedes, amables lectoras, de falta de galantería... El único culpable es el
burrero.
18
LAS SEÑORITAS MANIQUÍES
Cómo lucen las creaciones modistiles
—¿De modo encantadora señorita maniquí, que es condición indispensable para su oficio
tener una cara bonita?
—¡Quia! No, señor; ni mucho menos... Yo soy fea.
—¡Mentirosa!
Pilar, la maniquí simpática con quien comienzo esta conversación, se pone encendida, y
no creo que sea por el insulto que le he dirigido, ya que los insultos agradan cuando
envuelven un piropo... Mi calificativo de mentirosa es, en efecto, un piropo, ya que supone
halago; pero, además, posee gran valor de la verdad…
Porque les doy a ustedes mi palabra de honor de que Pilar es guapa, con toda una
hermosura triunfante en plena juventud..., y es bonita sin fatuidad alguna, uniendo a la
atracción de su cara la de una simpatía sincera y natural.
La muchacha no ha tenido inconveniente alguno en acudir a mi casa para que charlemos
sobre el tema interesante de las maniquíes; pero se hace acompañar de un hermanito, que
escucha la conversación en apariencia con gran regocijo.
—¿Y lleva usted mucho tiempo trabajando como señorita maniquí?
—Mucho; casi desde niña.
—Entonces, hará tres días, ¿no?
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—¡No sea usted exagerado!… Yo ya tengo mis añitos...
—Sí; lo menos, veintitrés...
—¿Le parece poco?
Pilar parece tener un empeño atroz en desacreditarse... Antes se llamaba fea, y ahora,
vieja... Les aseguro a ustedes que es una mentirosa; pero únicamente en lo que respecta a
ella misma.
¡Las señoritas maniquíes! ¡Estupenda invención de los modistas parisienses!... La vida
moderna suele complicarlo todo; pero este nuevo oficio, más que una complicación, es una
simplificación.
¿Para qué los maniquíes de mimbre? Son absurdos e inútiles… Imitan el cuerpo de la
mujer, pero nunca pueden dar sino una sensación vaga. Yo no entiendo cosa alguna de
modas femeniles; pero todos los trajes colocados en esos maniquíes, a mis ojos, han sido
horrorosos… En cambio, tengo la seguridad de que cuantos se vista mi interlocutora me han
de parecer encantadores... ¡Viva el maniquí humano!... ¡Viva el maniquí de carne y hueso!
—¿Y cómo se le ocurrió a usted, lo de hacerse maniquí?
—A mí no se me ocurrió; se les ocurrió a ellos. Verá. Cuando tenía doce años entré a
trabajar como aprendiza de dependienta en un almacén de la calle de Espoz y Mina... Y un
buen día me probaron un gabán, diciendo que le iba muy bien a mi cuerpo... A mí, al
principio, me satisfizo; pero en cuanto me llevaron a exhibirme delante de una señora, no
quiera usted saber cómo me puse... Me entró una indignación tremenda.
—¿Y qué hizo usted?
—Marcharme de la casa... Y para que vea usted lo que son las cosas: pocos días después
me colocaba en un taller exclusivamente para ser maniquí.
—Pues no lo entiendo.
—¿No lo entiende usted? Pues yo tampoco, y me figuro que no lo entenderá nadie.
El punto, caros lectores, queda sin aclarar, y ocurre en este caso lo que en la mayor parte
de las cosas humanas.
—Al principio—sigue diciendo la simpatiquísima Pilar—me constipaba mucho... Me
eligieron para maniquí de trajes; se pasa una el día entero vistiéndose y desnudándose…
¡Menudo trajín!... Antes no sé cómo me las arreglaba; pero el caso es que era una de
estornudar horrible... ¡Pesqué cada catarro!... Pero poco a poco me acostumbré... A todo se
acostumbra la gente, ¿verdad?
—A lo bueno yo me acostumbro bien pronto; pero a lo malo no hay medio.
—No; si no es eso... Quiero decir que me acostumbré a no acatarrarme.
—¡Ah! Eso es otra cosa... Y dígame, Pilarcita: ¿esto de las maniquíes es relativamente
nuevo?
—No, señor, no... Ya hace más de quince años que las hay en Madrid... Y en la actualidad
seguramente trabajamos más de doscientas chicas.
—No todas tendrán la cara de usted.
—Ya le he dicho que para este oficio lo de menos es la cara; lo que se necesita es buena
figura.
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Al hacer la presentación de Pilar, me creí en el caso de ponderar las excelencias de su
fisonomía, ya que ella las negaba, y omití los elogios de su cuerpo, tal vez por considerarlos
una redundancia, pues no se eligen para maniquíes más que chicas de formas perfectas y
con el garbo y la natural elegancia para dar prestigio a los trajes que visten.
—¿Les pagan a ustedes bien?
—Veinticinco duros mensuales… Trabajamos las horas de la jornada mercantil... Se fatiga
una bastante, porque no se puede sentar nunca.
—¿Y no hay más gajes?
—El calzado... Solemos ir calzados por cuenta de la casa... Es natural; la presentación de
un traje con unas botas viejas haría feísimo... En algunos talleres también las peinan
adecuadamente al vestido que se van a poner.
—¿Y las medias? Sin medias de seda no hay "toilette" posible.
—Tiene usted razón... Pero como hoy en día las muchachas se lo quitan hasta de la boca
para que no les falten sus medias de seda, pues en las casas se aprovechan de eso...
—No está mal pensado... Y las señoras, al examinar los trajes, ¿les molestan a ustedes
mucho?
La chica sonríe, y luego contesta, sin tono alguno de reproche para las parroquianas:
—¡Ya sabe usted lo que somos las mujeres! Yo haría lo mismo que muchas a las que luego
critico… Hay señoras que se están media tarde y nos hacen vestir y desnudar hasta seis
veces...
—¿Y luego compran el traje?
—No, señor... Las que se extasían viendo vestidos acaban siempre por no comprar
ninguno... Y algunas de ellas nos dan unos sobos horrorosos... Por si el traje cae bien de aquí
o cae mal de allá, recibimos una paliza disimulada… Las llamamos duquesas del Tentón y
condesas de Miranda… Claro; como no hacen más que tentar y mirar...
—¿Y después, de hacer vestir y desnudarse a una muchacha hasta seis veces, y no
comprar nada se marchan tan frescas?
—Fresquísimas... Eso no tiene nada de particular... Y las modistas no pueden tomarlo a mal,
porque sería en perjuicio de ellas.
—¿Y las viste a ustedes la propia modista?
—Por regla general, no... Nos vestimos nosotras solas, ayudadas por una aprendiza.
—¿Confían en su buen gusto?
—Eso es... Pero no me atrevía a decirlo.
—¿Y cómo se exhiben ustedes ante las parroquianas?
—Calladitas, calladitas, como en misa... No despegamos la boca; damos paseítos y nos
dejamos ver... Algunas hacen figuras.
—¿Cómo?
—Así...
Y Pilarcita hace unos jerebeques graciosísimos con cara, manos y brazos, y concluye
lanzando una franca carcajada.
—Dicen que de esa manera—añade—resulta más bonito el modelo que se presenta.
—Y las señoras, ¿qué actitud toman?
21
—Las señoras están sentadas, mirándonos muy fijas y muy atentas… Lo fisgan todo,
porque ya sabe usted que las mujeres somos muy fisgonas.
—¿Y usted, entre tanto, sigue sus paseos muy seria y muy formal?
—Más seria que un juez... Pero la procesión va por dentro... Mientras me examinan, unas
veces estoy riendo y otras rabiando, según como me coge... No lo notan, claro.
—Ya me lo figuro.
—Hay muchas señoras que nos piropean, y eso siempre le agrada a una... Cuando el
dependiente les indica lo bonito que es el vestido, ellas contestan: "A esta muchacha le va
muy bien por la buena figura que tiene. Pero a mí, con estas carnes, no habría quien me
mirase a la cara."
—¿Serán las menos, no?
—Así sucede... Muchas van acompañadas de sus maridos o de sus novios, y algunos de
ellos nos echan unas miradas incendiarias graciosísimas.
—Me lo explico.
—Pues las que no se lo explican son sus mujeres o sus novias, pues algunas se indignan
mucho.
—¿Y ustedes qué hacen?
—Ya le he dicho que estamos calladas; no hay quien nos haga hablar...
—Nada más que paseítos y figuritas.
—Eso es... A mí lo que me molesta mucho es lo que vienen exprofeso a pasar la tarde.
—¿Quiénes?
—Los pelmazos... A lo mejor, unos chicos que no tienen nada que hacer buscan a dos
amigas suyas y se dedican a matar el tiempo recorriendo talleres de modistas… En seguida
les conozco que vienen de broma; no pueden contener la risa.
—¿Y por qué no les manda usted a freír espárragos?
—No puede ser, no puede ser… Nuestra obligación es oír, ver y callar, dejando que nos
examinen… Lo mismo ocurre con las otras modistas que van a ver los modelos nuevos para
copiarlos. Todas dicen lo mismo: "Tengo un encargo de fuera". Y después que se han salido
con la suya, se marchan diciendo: "Ya volveré mañana... Veremos si me decido a
comprarlo..."
—¿Y no nota usted que algunas señoras le tengan envidia de su figura?
De nuevo a la maniquí se le enciende el color; pero la fuerza de la sinceridad se impone, y
contesta:
—Sí, señor, sí; algunas no pueden disimularla... Sobre todo, las gordas...
—¿No le entra a usted el miedo a engordar?
—Por ahora, no… Como no me puedo sentar en casi todo el día, no hay peligro de que me
aumenten las carnes.
—¿Y maniquíes de calle no hay todavía en Madrid?
—Sí, señor; ya las hay; les regalan el traje para que lo paseen… Son ciertas mujeres,
¿sabe usted?
22
—¿De modo que el maniquí es muy conveniente para los modistas?
—Convenientísimo... Las muchachas que te exhiben hacen lucir la prenda, le dan un gran
valor.
—¿Y qué aspiraciones tiene usted? ¿Supongo que no pensará en ser maniquí toda la vida?
—Claro que no... Pero no tengo aspiración alguna... No sé lo que me reserva el porvenir.
—¿No hay novio?
—Hay novio; pero ¡cualquiera sabe si llegaremos a casarnos!
—Una última pregunta Pilarcita: ¿No les da a ustedes rabia que un traje que les cae a la
perfección se lo lleve una señora que resulta un adefesio vestida con él?
—Sí, señor; algunas veces, sí… ¡Da rabia, pero qué le vamos a hacer!...
Esto es lo que me temía... El maniquí humano es cruel; la mujer pobre, bonita y
admirablemente formada luce con garbo y elegancia un vestido ajeno, que después se lo
lleva otra... Y es forzoso que el orgullo femenino sienta la herida... El maniquí humano
es cruel... Pero..., es gracioso, es atrayente, es incitador... ¡Viva la vida moderna! ¡Vivan los
maniquíes de carne y hueso!
23
EL FEMINISMO Y LA RULETA, O LAS SEÑORAS CASADAS
A QUIENES DOMINA LA FIEBRE DEL JUEGO
En Madrid hay mujeres decididas a defender su derecho a timbarse las pesetas
He aquí un nuevo aspecto del feminismo bastante original. La fiebre del juego, que
parecía antes patrimonio exclusivo de los hombres, se extiende ahora a las mujeres. Y no se
trata, ni mucho menos, de las tanguistas, de las alegres. De este asunto traté ya en una
crónica anterior.
Las mujeres de que voy a ocuparme en la información de hoy son señoras, en toda la
extensión de la palabra. La mayor parte de ellas se hallan estrechadas a un hombre por al
lazo de Himeneo, esa más o menos dulce coyunda matrimonial. Muchas tienen hijos a
quienes dar el pecho entre pase y pase, desdeñando quizá por sus deberes maternos una
racha de encarnados.
Estas señoras se han impuesto, unas doblegando la autoridad de sus maridos y otras
recatándose de ella.
No me negarán ustedes que el tema es de suyo interesante y que justifica por todos
conceptos la curiosidad de un informador con ciertos ribetes de costumbrista. Además, yo
justifico en absoluto la actitud de esas señoras. Los hombres llevábamos ya mucho tiempo
perdiendo el dinero por esos garitos, y de nuestro vicio eran ellas siempre las víctimas. Hora
es ya, pues, de que las mujeres se desquiten y que haya hombres que al llegar a su casa una
noche se encuentran con que no pueden cenar porque su adorada esposa ha tenido a bien
jugarse los cuartos.
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Existen en Madrid algunos centros de experimento situados en un barrio del Oeste, donde
sus dueños han comprendido las altas razones en que se funda la idea feminista.… Las
mujeres tienen los mismos derechos que los hombres; las mujeres están capacitadas para
disfrutar los mismos vicios que el sexo contrario... Y con un altruismo laudable y ejemplar,
y sin necesidad de previas discusiones ateneístas; las han abierto las puertas de sus casas... Y
muchas de ellas, ¡las infelices!, han acudido a la invitación como borreguitos y
corresponden a la fineza tafurera dejándose los cuartos.
Vamos a enterarnos de cosas que se relacionen con estas mujeres de ideas y actos tan
progresivos… ¿Quién me informará bien sobre las señoras jugadoras? No puede ser otro
que uno de los empleados de esos centros que haya convivido con ellas y, ¡ay!, hasta las
haya padecido.
Para realizar mi propósito me encamino a la casa de mi amigo Cuenca, que, por razones
de índole económica, fue portero de un "kursaal" durante una larga temporada, y que hoy se
halla, por fortuna suya, retirado en absoluto de sus negocios.
Le expongo mis deseos y los acoge con una gran carcajada:
—¿Va usted a ocuparse en una información de doña Amalia, doña Lola y doña Tecla? ¡Ja,
ja, ja!… Tiene gracia... Por mi parte, todo lo que usted quiera.
La jovialidad con que ha sido acogida mi pretensión me sirve de estímulo para comenzar
mis preguntas.
—¿De modo que usted cree que el contratista de juego a quien se le ocurrió establecer
ruletas reservadas para señoras tuvo una idea genial?
—Estupenda... Yo no lo creía; pero comenzaron a acudir igual que las moscas a los
panales.
—¿Y se recataban?
—Al principio, todas. Todavía continúan muchas mirando a un lado y otro antes de entrar
en el "kursaal", por miedo a que las observe algún conocido; pero la mayor parte dan la
cara.
—¿Se imponen?
—Ya lo creo que se imponen. Muchas consiguen que el propio marido las acompañe y
hasta le incitan a que juegue... Y una de ellas..., ¡esto es muy grande!... Si no lo hubieran
visto estos dos ojos no lo creería... Pues una de ellas llegó a conseguir que mientras estaba
timbándose las perras, el esposo la esperase en el jardín... Hubo días en que el tío se llevó un
plantón de cuatro horas.
—¿Es que la casa le prohibió la entrada ?
—¡Quiá! Quien se lo debió de prohibir era su mujer... Se conoce que a ella no le gusta que
nadie la fiscalice.
¡Magnífico marido! ¡Estupendo marido! No cabe duda de que se trata de un hombre que
tiene de la vida una concepción amplia, y que su filosofía comprensiva y razonable le
conduce a la tranquilidad de espíritu... Debe de ser una de las pocas personas realmente
felices.
—Lo que no creo que sea verdad—añado—es lo que me habían contado referente a
señoras que de vez en vez tienen que levantarse de la mesa de ruleta para dar el pecho al
niño.
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—Pues hace usted mal en no creerlo... Ha habido algunas que se dejaban al niño con la
niñera en el jardín... Si al rorro se le ocurría llorar mucho, la madre, de muy mal humor,
dejaba el juego para alimentar a la criatura. El chico conseguía su propósito, pero no sin que
le llenasen de imprecaciones: "Me has hecho perder una racha de negros", "Vas a ser el
culpable de que no me desquite " , "Si pierdo, tú vas a tener la culpa".
—No está mal que los chicos comiencen a oír tales cosas... Y dígame, amigo Cuenca, ¿las
señoras que concurren a esos "kursaales" serán todos del barrio en que están establecidos?
—Al principio, sí, señor... Pero no tardaron en acudir de todas partes... Van algunas que
viven en el lado opuesto de Madrid.
—¿Y van todos los días?
—En cuanto agarran la afición, y eso ocurre a escape, no las detiene nada... Aunque
caigan chuzos, no hay miedo de que se acobarden… Tratando con ellas me he convencido
de que las mujeres son valentísimas; yo creo que mucho más que los hombres.
—¿Y qué tal perder tienen?
—¡Malo! ¡Muy malo.! No hay quien las aguante. Por fortuna, se desahogan diciéndose
impertinencias entre ellas.
—¿Y no le ha ocurrido a usted nunca que le hayan pedido dinero?
Cuenca me lanza una mirada que es todo un poema. Parece que le he tocado un punto que
fue objeto para él en tiempos pasados de cierta preocupación... Luego dice:
—Todos los días me daban sablazos… Le aseguro que las mujeres tienen para esto mucha
menos vergüenza que los hombres, ¡y ya sabe usted que los hay frescos!… Al principio me
"colé", y me dejaron algunas pellas... En vista de esto, me negué en redondo a soltar ni
cinco céntimos siquiera. Pues tuve que aguantar unos escándalos gordos.
—¿Sí?
—Ya lo creo.... Y todas me decían lo mismo: "Yo soy una señora decente... ¿Es que me ha
tomado usted por una tanguista de las de abajo? ¡Habráse visto el tío!"
—¿Se sentían sobrinas porque no se conmovía usted?
—¡Se sentían furias! ¡Y las trampas que meten o procuran meter! ¡Huy, mi madre!... Yo
no he visto nunca a hombre alguno con tanto amor como las señoras a levantar muertos o a
colocar galápagos... Aprovechan cualquier descuido del inspector, y hasta las hay que le dan
coba hablándole de los hijos y de lo caro que está todo... Pero lo gracioso es cuando una
señora le levanta el muerto a otra... ¡Qué discusiones!… Mientras no haya insistencia, la
casa abona a las dos la postura... Lo que ocurre es que algunas le toman tanto gusto al
procedimiento, que hay que prohibirles la entrada.
—¿Y no hay jugadoras decentes que tengan un miedo terrible a su marido?
—Sí; las hay. ¡Ya lo creo que las hay!... Ahora, que confesarlo, no recuerdo más que una
que lo haya hecho... Esa estaba siempre diciendo: "Si se entera mi esposo, me mata. ¡Les
aseguro que me mata!" Lo decía con tal tono de seguridad, que llegamos a inquietarnos.
—¿Y qué ocurrió?
—Matar, no creo que la haya matado; pero mucho me temo que le pegase un palizón "de
alivio", pues de repente dejó de ir y no se la volvió a ver más... El dueño del "kursaal" no se
atrevió a enviar recado a la casa preguntando por ella.
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—¡Ah! ¿Pero se mandan recaditos?
—Es natural. Como las señoras suelen ser parroquianas fijas, la tarde que faltan se supone
que están enfermas, y el jefe se interesa por su salud.
—¡Qué galantería!
—Hubo una temporadita en que el "kursaal" consiguió que se jugase también por la
mañana… ¡Entonces sí que acudieron señoras! ¡Y la mayor parte llevaban el libro de misa
en la mano! Claro; en sus casas habían dicho que iban a la iglesia.
—¿Y no les falta nunca dinero?
—En eso les ocurre a ellas igual que a los hombres... Si no lo tienen, lo piden, y si no se lo
dan, lo roban en casa. Recuerdo a una que desvalijó su propio domicilio… ¡Era de las que
se recataban!… Un día se presentó su marido al dueño para rogarle que no la dejase entrar...
Resultó que se lo había llevado todo: en la casa aquella no quedaban ni vajilla, ni cubiertos,
ni sábanas, ni almohadas, ni toallas... Todo lo empeñaba la buena señora con tal de tener
para jugar la línea de los treintas y un pleno al 25.
—Sí que debía de ser una alhaja.
—A esa tampoco la hemos vuelto a ver. Y y a sería sacrificio… ¡Porque el juego la volvía
loca de entusiasmo! Yo creo que disfrutaba aunque perdiese.
—¿Y estas señoras decentes no se hablan con las tanguistas?
—Nunca, nunca... Para eso sí que conservan una gran dignidad… Las miran de arriba
abajo con aire de desprecio y se encaminan a las salas que se reservan para las señoras, a las
que entran además algunos caballeros bien conceptuados.
—¡Admirable organización!... Y si las autoridades les prohibiesen jugar, ¿se resignarían
ellas fácilmente?
—¡Quia! Ya ocurrió una vez… Se pusieron como fieras... Se les oía gritar: "¡Nosotras
tenemos el mismo derecho que los hombros!" Muchas intentaron ir en manifestación a
hablar con Millán de Priego.
—¡Magnífico! Son mujeres conscientes... El feminismo progresa...
Y abandono la casa del simpático amigo Cuenca pensando que, después de todo, no podría
negarse a las mujeres lo que se concede a los hombres... Si se autoriza a ellos para que se
arruinen a su gusto, no hay derecho para privar a ellas de la intensa dicha que supone el
quedarse sin dos reales... Y sobre todo, que lo que no puedo evitar un marido, un novio,
un padre o un hermano no se le va a exigir a un jefe de Policía… ¡Ruede, pues, la bola, y
viva el feminismo anárquico y vicioso!
27
GRANDEZA Y DECADENCIA DE UN ANTIGUO DOMADOR DE LEONES
Antes le obedecían las fieras y ahora maneja muñecos de retablo
¿Se acuerdan ustedes del célebre domador de leones Félix Manlléu? No, ¿verdad?... El
tiempo corre muy de prisa, y la generación actual nada sabe, ni le importa, de las cosas y los
hombres que fueron populares antaño. El viejo Saturno continúa devorando sus hijos, y tan
sólo alguno que otro puede substraerse a esa ley inexorable.
Y menos mal si le coge a uno con un poco de dinero el momento de la inevitable
ingurgitación. Ello siempre alivia el terrible percance, y hasta así nos halaga el hecho
de que nuestras acciones pasadas se sumerjan en el olvido.
Ese no os ciertamente el caso de Félix Manlléu... El antiguo domador de leones español,
que conmovió con su arte a los públicos de París, Londres, Roma, Viena, Madrid, Budapest,
Berlín, San Petersburgo, etc., que supo a fuerza de audacia y destreza evitar el zarpazo
mortal do sus fieros animales, ha llegado a una relativa vejez sin producto alguno de sus
glorias pasadas, y ha tenido que cambiar de oficio para no morirse de hambre.
Félix Manlléu es actualmente guiñolero, valga el galicismo. Félix Manlléu gana su pan
manejando los muñecos al aire libre en el paseo de Rosales, ante un público infantil, que ríe
con risa franca y sana.
28
¿Cómo se ha operado tan radical transformación? Escuchad su propia referencia, oída por
mí hace unas cuantas noches en un "tupi" de la glorieta de Quevedo, y que voy a procurar
transcribir íntegra.
—Llegué a Madrid hará nueve años con cuatro ejemplares... Me encontraba viejo, cansado
y comprendiendo que era necesario cambiar de oficio. Vendí los leones a Darius Estel, un
compañero mío, y con el importe puse una frutería.
—Hombre, ¡qué ocurrencia!
—Desdichada, completamente desdichada... Pero ¿qué quiere usted?… No sé por qué, mi
ideal durante muchos años fue dedicar los últimos de mi vida al oficio de frutero.
Al oír a Manlléu, mi memoria recuerda otros casos de artistas, cuyo arte era bastante
diferente al del ex domador de leones, que me han expresado idéntica aspiración… ¿Será la
frutería una especie de Tebaida para los artistas hastiados de la relación directa con el
público?
—¡Pues quebré! Toda la fruta se la llevó el demonio... Y un mal día me vi en medio de la
calle con mis dos compañeros únicos e inseparables: dos perros daneses.
—¿No tiene usted familia?
—En la actualidad, ninguna, pues han muerto hasta los perros… Me hallo solo en el
mundo, completamente solo; pero ya conocerá el refrán de que más vale estar solo qué mal
acompañado.
—¿No lo dirá por los perros?
—No, señor; por los perros no lo digo...
—Siga contando...
—Verá... Cuando perdí la frutería, alquilé un cobertizo en un solar de la calle de Eloy
Gonzalo. Lo hice para que los pobres animalitos estuviesen más libres. Todavía sigo
viviendo allí... Como todos los preocupados por cuestiones económicas, me dediqué a los
grandes paseos, y una mañana di con mis huesos en Rosales.
—¿Para tomar el sol, no?
—Sí; buscaba la luz, y no cabe duda de que la encontré... Allí había dos hombres con el
guiñol y mucha gente a quien le entusiasmaba el espectáculo... Y en seguida eché mis
cuentas y me dije: "Si esos se ganan el cocido con esto, yo lo tengo también asegurado, pues
sé trabajar el negocio mucho mejor que ellos".
—¡Ah! ¿Se había usted dedicado con anterioridad a mover los monigotes?
—Profesionalmente, no, señor… Lo aprendí de chico y por broma, sin pensar nunca que
podría llegar un día en que me serviría para comer. En mi juventud, los muñecos se
trabajaban muy bien; hubo verdadera afición y se sabía distinguir entre los guiñoleros malos
y los buenos... Luego la afición se fue perdiendo poco a poco… Pero en la actualidad
vuelve, ya lo creo que vuelve.
—Y desde qué formó usted el propósito de dedicarse al nuevo oficio hasta que lo puso en
práctica, ¿transcurrió mucho tiempo?
—Unos cuantos días nada más… Como al principio tuve las naturales vacilaciones y hasta
un poco de azoramiento, busqué un socio… El socio pedía al público y yo trabajaba dentro
del bastidor.
29
—¿Manejando los muñecos?
—E imitando la voz de los personajes, que unas veces tiene que ser atiplada y otras
ronca… Para todo esto me doy muy buena maña, aunque me esté mal el decirlo… Pues a lo
que iba: comencé con un socio, pero no tardé en trabajar solo... Aquel hombre tenía un
carácter insoportable: en vez de atraer público lo asustaba...
—Que no serían precisamente sus deseos...
—Ni mucho menos... Me declaré autónomo, y me fue de perillas… Desde hace ya ocho
años, yo solito me las arreglo—asegura con cierto aire de satisfacción, como hombre muy
satisfecho de su independencia, pero sin empaque alguno, con la naturalidad con que se
dicen las cosas personales en las que no interviene el amor propio.
Y paso a interrogar a Félix Manlléu sobre su flamante profesión, cuyos detalles los he
considerado siempre de un grande interés.
—Hay tres clases de guiñol—dice—: el guiñol autómata, que se mueve por hilos, y para el
cual se necesita un teatro... En Madrid, hace veinte años, hubo algunos, preciosos...; luego
viene el guiñol a voz natural, que es el más sencillo de todos, y queda, por último, el que yo
trabajo actualmente: el guiñol polichinela, o sea con pito,
—¿ Y lo toca usted ?
—Yo no toco nada... Se llama pito el cambio de voz.
No crean ustedes, a pesar de que se repitan las palabras guiñol y polichinela, que los
muñecos manejados por Manlléu tengan nada que ver con los personajes de las comedias de
monigotes italiana y francesa..., no; ni Colombina, ni Arlequín, ni Polichinela se exhiben en
el paseo de Rosales, ni mucho menos Guiñol, Camezón, Parcinet o Bergamín... Son iguales;
se alegran, lloran o se zurran de la misma manera que aquéllos, pero se hallan bautizados
por Manlléu con otros nombres más castizos, más populares. Los muñecos se llaman la tía
Anastasia, el señor Romualdo, Cristóbal, Perico el Cojo...
—¿Y no le lleva a usted nadie el teatro?
—No, señor... ¡Si no es más que un bastidor!... En el solar, con un poco de madera, lo he
construido. Y las decoraciones también me las pinto yo. No son una maravilla artística, ¡je!,
¡je!..., pero sirven para lo que uno se ha propuesto.
—¿Siempre trabaja usted en Rosales?
—Generalmente. Al aire libre es mi sitio preferido... Allí tengo parroquia fija. Y atraigo a
todas las institutrices, porque, a lo mejor, me lanzo a hablar en varios idiomas… Conozco
seis... Francés, inglés, alemán, italiano, portugués y el mío. Y siempre gusta a las personas
que están lejos de su país escuchar que hablan su lengua.
—¿Y las obras que representa son también de usted?
—También, yo las invento, procurando siempre intercalar alusiones a lo ocurrido cada
semana... El repertorio no hay más remedio que cambiarlo mucho; pero es en la forma nada
más; el fondo no varía.
—Lo mismo que en la literatura.
—Aquí todo estriba en que acaben siempre los muñecos a garrotazo limpio… Esas
refriegas entusiasman a los chiquillos… ¡Hay que ver la algarabía que meten en cuanto ser
arma la ensalada de palos y va por el aire la peluca de doña Robustiana!
30
—¿Y no tiene usted cierto cariño de autor a determinadas producciones suyas?
Félix Manlléu, al principio, no parece comprender bien la pregunta, o le extraña, pues se
queda indeciso, sin saber qué contestar… Al fin se repone y afirma:
—Tiene usted razón… No había pensado en ello; pero es verdad… Tengo preferencias;
hay unas obras que no están mal del todo… Son: “El cacharrero”, “La boda de Cristóbal”,
“Un desafío a cante flamenco” y “El barbero”. Esas gustan siempre, siempre.
—Pues las anunciaré… El reclamo lo tiene usted bien merecido… ¿Y de qué medios se
vale para atraer al público?
—Me basta con tocar la campanilla y en cuanto aparece un chico, ya hay función. El se
encarga de buscar a los demás, y yo creo que surgen de debajo de la tierra, porque no se ve
uno, y a los tres minutos de empezar hay ciento.
—¿No arman alborotos?
—Si se les ocurre escandalizar, les amenazo con dejar el bastidor, y entonces se callan, por
la cuenta que les tiene, y no se oye más voz que la mía haciendo el pito… Las secciones son
muy fatigosas, pues duran un cuarto de hora… No puedo hacer al día más que cuatro o
cinco, y aún así, me cuesta fatigarme mucho. Al final de cada uno paso el guante.
—¿Y se saca?
—Para vivir… Yo soy poco gastador, pues, por fortuna, no tengo vicios… Así es que no
me quejo, estoy muy satisfecho… Y de cuando en cuando consigo extraordinarios que me
redondean.
—¡Hombre!
—Sí, señor; me llaman para dar representaciones en las casas aristocráticas o de gente
rica… He ido, entre otras, a la de la marquesa de Urquijo, a la del pintor Benedito, a la
iglesia de San José y a varios colegios… En esos sitios da gusto trabajar; se prestan a que
uno haga más cosas y tenga mayor lucimiento… Suelo llevar muñecos nuevos y
decoraciones nuevas.
—¿De modo que está usted contento?
—Sí, señor; estoy contento. Ahora, que no se me olvidan mis tiempos de domador. ¡Eso
no puede olvidarse nunca! También siento la pesadumbre de que el Ayuntamiento de
Madrid, de este pueblo donde me crié, no se haya acordado de mí para director del Parque
Zoológico. ¿Qué otro puede serlo mejor? Yo hubiese traído fieras, porque hay ejemplares de
sobra… Con dinero hay todas las que deseen… Y ejemplares magnífico. No deje de decirlo.
—Pierda cuidado. Pero por si no se repara la injusticia continúe con los muñecos.
—Sí, señor, sí… ¡No faltaba más!… Gracias a ellos puedo vivir.
Y he aquí, lector, lo que el antiguo domador de fieras me ha referido sobre los guiñoles al
aire libre, que tanto interesan y entusiasman a los chicos… El retablo de Maese Pedro
prosigue sugestionando a la infancia, aunque ya no hay Quijotes que desbaraten el
tinglado… También hay que advertir que Félix Manlléu no es precisamente Ginés de
Pasamonte.
31
NUEVA ENTREVISTA CON FÉLIX MANLLÉU,
QUE HABLAAHORA DE SUS TRIUNFOS COMO DOMADOR DE FIERAS
El aprendizaje, el valor personal, los zarpazos y dentelladas, las ovaciones delirantes y… la vejez
Dibujo de Bagaría
—Amigo Manlléu. Aquí me tiene usted. Lo prometido es deuda… De modo que es
necesario que ahora mismo me hable sobre su antiguo trabajo de domador de fieras. Hay
que hacer esta segunda información para complementar la de guiñolero.
—Pues como usted quiera. Vamos a algún bar o café de los de por aquí.
He sorprendido a Félix Manlléu en el momento en que entraba en su humildísima
vivienda, un cobertizo dentro de un solar, al principio del paseo de Eloy Gonzalo. Allí vive
solo, y él mismo se hace la comida, el viejo domador, ídolo, hará treinta años, de los
públicos europeos, y que hoy, en plena vejez, se ve en la necesidad de ganarse
la vida manejando un guiñol, que entusiasma a los chiquillos por las calles y paseos de la
villa.
Como los bares de la glorieta de Quevedo se hallan atestados de público, descendemos
hasta la glorieta de Bilbao, y tampoco allí es empresa fácil encontrar sitio desocupado en un
establecimiento; pero por fin logro, en uno de ellos, apoderarme de un velador, junto al cual
Manlléu y yo tomamos asiento.
Ya hice la presentación al público del ex domador hará unos seis meses. Desde entonces
Manlléu ha variado poco; sigue ostentando unos largos bigotes, hoy completamente grises,
que le dieron gran fama en su época, y todavía defiende con buena pelambre su cabeza
contra la inclemencia de la calvicie.
En la mirada de este hombre, que tiene el cuerpo acribillado a zarpazos y dentelladas, se
advierte un matiz extraño, una mezcla de energía y de bondad inseparables e inconfundibles.
En los ojos vivos de Manlléu creo percibir su carácter.
32
—¿Siempre con los muñecos, amigo Félix?—le pregunto.
—Siempre. Hoy, como domingo, y con el día espléndido, se ha hecho un negocio
regularcillo... Mire, mire...
Y me enseña unos montones de monedas de cobre que saca de los bolsillos del pantalón.
—Para vivir; el guiñol da lo justo para tener un albergue modesto y asegurarse la
alimentación precisa... ¡Que no falte!... Y por lo que pueda suceder, me he quitado de fumar
para asegurarme bien la voz, que para los muñecos es necesaria.
Con verdadera delectación bebe Manlléu un vaso de lecho caliente. Es la única bebida que
trasiega a su estómago, pues, de antaño, es enemigo del alcohol, y a ello atribuye el haber
llegado a la vejez fuerte y ágil.
—Todavía crea usted que me comprometo a trabajar en una jaula con dos leones—
asegura.
—¡Canastos!—exclamó, sin afirmar ni negar nada, ya que no deseo quitarle ilusiones, que
tal vez tengan algún fundamento, dada su excelente salud... Pero no sé por qué se me figura
que las fieras acabarían por conocer que era un anciano, y le faltarían al respeto en cuanto
intentase presentar un número dificultoso—. Cuénteme usted, amigo Félix, cómo se hizo
domador y quién le enseñó tan peligroso oficio.
—Verá... Soy hijo de artistas de circo... Mi padre exhibía fieras, cosa muy distinta de
domarlas, pues en aquel tiempo no había domadores. Al primero que se lo ocurrió que fuera
posible domar tigres y leones fue a un francés, M. Lucas.
—¿El Cristóbal Colón de los domadores?
—Eso es... A él corresponde la mayor parte de gloria, por haber sido el primero de todos.
Al pobrecito le devoraron las fieras,
—¡Qué atrocidad!
—No se puede esperar otra cosa; lo extraordinario es lo que me ha ocurrido a mí: que me
hayan dejado con vida.
—Sí que debe ser una delicia de profesión.
—Después de M. Lucas—agrega—, salieron M. Bernahean y M. Videl, también
franceses, Monsieur Videl fue devorado por sus cinco leones.
—Vaya por Dios.
—Todas estas noticias las comentábamos mucho la gente de circo, y a mí me entró una
curiosidad loca por la nueva profesión; y como mi padre ya digo que exhibía fieras, yo ya
me había acostumbrado un poco a estos animalitos. Entonces tenía yo mis buenos diez y
seis años.
—¡Magnífica edad!
—Me marché a Gibraltar, donde se me ocurrió un negocio estupendo. Amaestraba
palomas para que me pasasen tabaco a La Línea… Pero he aquí que entonces aparece
en Gibraltar el célebre coronel inglés Boque, el cual, después de pasar muchos años en
África, pidió el retiro para dedicarse a domar leones.
—¿Y dejó usted las palomas por las fieras?
—Lo ha adivinado. Yo no me separaba del coronel, el cual al ver que yo tenía alguna
costumbre de tratar con leones, me tomó a su servicio; y tan contento quedó de mí, que al
poco tiempo me nombró jefe de toda la dependencia. Con él hice yo mi verdadero
aprendizaje, que luego, como es natural, lo perfeccioné con la práctica.
33
—¿Y siguió usted mucho tiempo con el coronel?
—Poco, por desgracia... Verá. Desde Gibraltar fuimos a Malta, y, a la tercera
representación, los cinco leones se arrojaron sobre el infortunado Boque... Fue un momento
terrible, como usted comprenderá… Todo el mundo gritaba; pero ni una sola persona se
decidía a entrar en la jaula... Lo hice yo al fin, y saqué al coronel acribillado el cuerpo a
dentelladas. El público me ovacionó frenéticamente.
—¿Y Boque se lo agradeció a usted?
—Boque ni se dio cuenta, pues a los tres días falleció de las tremendas heridas, sin
recobrar el conocimiento. Pero el Gobierno inglés, al enterarse de lo que yo hice, me
condecoró y me pasó diez reales diarios durante cuatro meses.
—No es una fortuna, precisamente.
—Es que poco después no me hacían a mí falta para nada las pensiones. Estuve en tratos
con la viuda para trabajar las fieras pero ella prefirió venderlas... Y entonces me lancé al
negocio por mi cuenta y riesgo.
—¿Estaba usted lo suficientemente adiestrado?
—Nunca lo está uno del todo; pero, en fin, algo sabía.
—¿Y la muerte del coronel no le quitó ánimos?
—Al revés. Cuando me encerraba con las fieras y conseguía domarlas a fustazos, me
parecía algo así como si le vengase. Me acuerdo como si fuese ahora del día de mi debut...
Fue en Valladolid; quedé bien, y convencido de que servía para el trabajo...
—¿Y qué clase de fieras ha domado usted?
—De todo: tigres, osos blancos y negros, lobos, hienas, león abisinio, que es el mejor del
mundo; leones americanos, quo no tienen melena, leopardos... Con los felinos hay que tener
gran cuidado, pues no conocen al domador por el olfato, sino por la vista, y, sobre todo, por
la voz. También para este oficio la voz es importantísima, pues basta la más ligera afonía
para que los animales le pierdan a uno el respeto, y ya puede usted calcular lo que eso
significa.
—Me hago cargo, me hago cargo.
—La condición necesaria para bregar con fieras—añade Manlléu—es la sangre fría, que
no se puede perder ni un segundo. Hay que estar impasible e inalterable a todo, al menos en
apariencia.
—Usted con sus fieras "hacía números" de mucha complicación, ¿verdad?—le pregunto.
—¡Que me costaban gran paciencia y trabajo presentarlos! De los números a la alta
escuela presenté: el carro romano, que conducían leones; las pirámides—las fieras
amontonadas unas sobre otras formando pirámide—, el banquete—un servidor comiendo
con mis animales—, la balanza y el equilibrio y la bicicleta. Este último me costó tres años
de esfuerzos terribles. El maldito león no quería aprender a montar en bicicleta. Pero, al fin,
le hice un ciclista estupendo.
—Sí que hace falta paciencia…
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—Después de los números a la alta escuela viene el trabajo feroz, que consiste en
exacerbar a los animales, disparando tiros para asustarlos. Ya lo conocerá usted de verlo en
los circos. El público supone que hay alguna trampa, y está engañado. ¿Qué trampa puede
uno hacer con las fieras? Ese trabajo es sumamente peligroso, y en él han sido destrozados
muchos domadores. Ahora bien: es de absoluta necesidad para la doma de la fiera, que se
hace sólo con fusta y una horquilla, cuya misión principal es la de sostenernos. Lo del
hierro candente, que habrá usted oído contar, es un embuste, que no sé cómo hay personas
que lo pueden tomar en serio.
—¿Y usted se dio a conocer pronto?
—En España, en seguida; en el Extranjero me costó bastante trabajo.
Félix se queda como preocupado unos segundos ante el recuerdo de un sucedido de
importancia y gravedad, y luego dice:
—A fuerza de insistir y de pedir conseguí que me contrataran por muy poco dinero, casi
gratis, en un circo de París. Yo a todo trance quería llamar la atención, hacerme cartel, y
para ello se me ocurrió un disparate enorme, una barbaridad como no hay idea... La
verdad es que no sé cómo lo cuento… Tenía yo media docena de lobos amaestrados, y para
que me acometiesen y resultara un número de grande emoción, me metí carne en la ropa...
Yo creí que se comerían la carne ajena, pero que respetarían la de su amo... Sí, sí… El lobo,
en cuanto huele carne, recobra su fiereza y salvajismo natural, y no me respetaron..., ¡qué
me iban a respetar!; quedé acribillado a dentelladas y estuve un mes en el hospital.
—¿Pero se hizo usted la "réclame"?
—Enorme; conseguí que durante cuatro o cinco días no se hablase en París más que de "le
espagnol des loups"... Desde entonces el camino comenzó a serme fácil de recorrer. Todas
las puertas se me abrieron y me llovían contratos de todas partes. Recorrí Europa entera y
gané sueldos que hasta entonces ningún otro domador hubo ganado. Fui al circo imperial de
Moscú, con los viajes pagados y dos mil francos de sueldo por representación. En Londres
cobraba mil quinientos, y en París, Viena, Berlín, Madrid, Budapest, etc., mil pesetas.
—¿Y esos sueldos los mantuvo usted mucho tiempo?
Cerca de treinta años.
—¿Y cómo no se acordó usted de que llegaría un día en que la vejez le imposibilitara
trabajar? ¿Cómo no ahorró usted, si le debió de ser relativamente fácil hacerse un capitalito
modesto?
—Siempre pensé ahorrar; siempre deseé ahorrar, se lo juro a usted—afirma con cierta
emoción—. Pero no pude, no pude. No tiene usted idea de los gastos enormes que me veía
necesitado a sufragar. Hubo cosas de familia que se me llevaron bastante dinero, y después
unos malditos negocios de minas en que tuve la mala ocurrencia de meterme acabaron
con todo. Además, yo tengo muy mala suerte para estas cosas; ya le conté que invertí en
una frutería el producto de la venta de mi último par de leones. Creí que podría acabar mi
existencia de frutero, con gran tranquilidad, y al año quebré, y tuve que dedicarme al guiñol
en la calle para que no me faltara un pedazo de pan.
Los ojos del viejo domador, que supo triunfar en todos los circos de Europa, se han
humedecido ligeramente. Pero Félix Manlléu se recobra pronto, y adopta una actitud,
mezcla de resignación e indiferencia, como hombre que sabe despreciar las veleidades de la
suerte voltaria.
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—¿De modo que ha sido usted durante muchos años el "as" de los "ases" entre los
domadores?
—Sí, señor; esa es la verdad—replica en tono orgulloso, muy justificado—. Donde yo
llegaba, boca abajo todo el mundo. Fui el campeón de los domadores de fieras, y todos los
de mi profesión me trataban con un gran respeto.
La leve tristeza que le produjo el recuerdo de su falta de recursos se ha disipado en
absoluto ante la remembranza de sus glorias pretéritas, cuando Félix Manlléu no tenía rival
en su arte peligroso.
—¿Y tuvo usted muchas heridas?—pregunto.
—Pasan de cincuenta. La piel está materialmente acribillada; pero, después de todo, no
puedo quejarme de las fieras, ya que me han dejado con vida. Es la mayor aspiración del
que se dedique a este oficio. La más grave de todas las heridas que sufrí fue en el hombro
derecho, y me la produjo en Valladolid el célebre león "Regardez", a quien poco después
venció un toro en la plaza de Madrid… Pero las heridas de las fieras deben de ser cosa
sana, pues no he tenido en mi larga vida enfermedad alguna y he llegado fuerte a la vejez.
Me creo en el caso de aprovechar la alegría del viejo domador para espetarle la siguiente
pregunta:
—Durante tantos años de triunfos artísticos, ¿habrá usted hecho muchas conquistas
amorosas?
Félix se sonríe con cierta vanidad ante un recuerdo que seguramente le halaga. Y después
contesta:
—Habría que hablar largo y tendido sobre ese punto. En Rusia, sobre todo, es donde tuve
el mayor suceso. Las mujeres me piropeaban; así, como usted lo oye... "¡Bellísimo
español!" "¡Bellísimo español!"
—¡Caramba!... ¿Usted se ruborizaría?
—Me dejaba llevar... La rusa es una mujer muy guapa, y yo caí en gracia, yo caí en gracia.
Manlléu se ríe con risa franca ante el grato recuerdo de sus aventuras donjuanescas.
—¿Y usted piensa continuar siempre con los muñecos?
—No hay otro remedio. Ya le dije la otra vez quo hablamos que mi sueño dorado es que
me emplee el Ayuntamiento en la Casa de Fieras. ¿Quién puede estar mejor capacitado para
ello?
—Eso sí que no cabe duda.
—Pero ya no se acuerdan de mí, no se acuerdan,
Y tiene razón. ¿Quién se va a acordar de ese pobre viejo?... Sin embargo, creo yo que lo
demandado por Félix Manlléu es de justicia absoluta, y además convenientísimo para el
Parque de Madrid, pues actualmente no existe otro ciudadano español más capacitado para
la brega con animales feroces... Pero su misma aptitud quizá perjudique sus deseos... Si
pidiese una plaza de jardinero, de la cual no entiende una palabra, acaso le complacieran en
seguida.
Y Manlléu vuelvo a repetir;
—¡No se acuerdan de uno! ¡No se acuerdan de uno!
36
LA COMPRAVENTAALGO COMPLICADA DE LOS MUEBLES Y OBJETOS ANTIGUOS
Por la competencia de los aficionados a los profesionales
¿No es verdad que la calle del Prado ofrece aspecto muy característico con la alternativa
de las tiendas de marcos y las de antigüedades, en las que a todas horas hay algún curioso
quo contempla los objetos exóticos o vetustos expuestos en los escaparates?
El interior de estas últimas tiendas, elegidas hoy como tema para un artículo, produce
visto desde fuera cierta sensación de misterio. Será el peso de los siglos, que cae sobre uno
y le anonada con su propia grandeza. Esos muebles que confortaron la existencia de
nuestros antepasados nos evocan acciones pretéritas acogidas por nuestra imaginación,
concediéndoles el prestigio de todo lo que es tradicional y legendario. Y esos hombres
astutos y prudentes que trafican con estas cosas, que muchos consideran sagradas, y que
desde la calle vemos pasear solemnes y graves por la tienda, nos producen cierto asombro
curioso, quizá no exento de admiración.
Vamos a satisfacer esa curiosidad y a transmitir luego al público lo que sepamos sobre tan
importante materia. ¿Se elige como interlocutor a un anticuario experto ya en el oficio?
No... Por muchas razones se debe prescindir de ellos, ya qué dudamos de su espontaneidad.
Quien puede informarnos de todo, en la seguridad de que seremos complacidos, es un
corredor, o un dependiente.
Y después de este soliloquio, en que me hablo de nos, como los obispos, y me pluralizo
para darme importancia, acometo el asunto, me favorece la fortuna y no tardo en encontrar
un dependiente, con aspiraciones, para un porvenir más o menos próximo, de dueño
absoluto, que se presta amable a la conversación.
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Federico se llama y es un hombre joven y avispado, conocedor perfecto de su profesión,
como lo demuestran las siguientes palabras, con que da comienzo el palique tenido en el
Café del Prado.
—Todo el que se dedica a este asunto chalanea... Salvo raras excepciones, tan chalanes
son los aficionados como los profesionales.
—¿Sí?
—¡Como usted lo oye! Debe de consistir en que eso del chalaneo lo tenemos todos metido
en la masa de la sangre... Así se explicará que hasta algunas señoras adineradas que han
empezado a comprar por capricho procuren después hacer algún negociejo.
—Debe de ser una diversión..., y una diversión muy práctica.
—Eso creo yo.
—Pero aun con ese pequeño inconveniente, las antigüedades continúan siendo un gran
negocio, no me lo niegue.
—Lo de "gran" lo niego... Lo de negocio, claro que no... Si esto no proporcionara pesetas
no tendría yo la aspiración de establecerme por mi cuenta.
—No insista; ya sé que no hay lilas en el oficio.
—Lilas no hay, pero antigüedades buenas sí faltan... El negocio, cuando se hizo en grande,
fue en los últimos años del siglo anterior… ¡Esto era una mina, una verdadera mina!
Salieron de España todos los muebles y objetos del siglo XVI, que sabe usted que el de buen
gusto... En aquella época vinieron a nuestro país artistas alemanes y flamencos que tallaban
maravillosamente. ¡Y aquí quedó todo!
—Hasta que unos trescientos años después los chamarileros españoles se lucraron
vendiéndolo a los extraños.
—Usted lo dice; y además, creo que hicieron bien. Aquí son escasísimas las personas que
saben apreciar una verdadera obra de arte, y, como ya le he referido, contadas las que no
piensen en venderlas si les ofrecen algo más de lo que les han costado.
—No era censura, hombre, ni mucho menos.
—Más vale que hayan salido de aquí a que se quemaran, como ha ocurrido en esta propia
ciudad.
—¿Se han quemado?
—Sí, señor; tapices magníficos tejidos en plata, para extraer esa plata, y retablos de iglesia
que debieron de ser verdaderas maravillas, para sacarles el oro. ¡La ignorancia!
Federico no os precisamente un arqueólogo, pero presume de cierta cultura, y, como la
mayor parte de sus compañeros de profesión, tiene un profundo desdén hacia las personas
doctas en la materia, y en particular por aquellas cuya autoridad es reconocida y acatada por
los aficionados. Le hago una pregunta relativa a esos señores, y me contesta haciendo un
mohín de desprecio:
—¡Los sabios! No dan una; le aseguro que no dan una... Para estas cosas lo necesario es
tener "ojo", mucho "ojo".
Eso que llama "ojo" no es una ciencia infusa, sino cierto empirismo mediante el cual los
anticuarios madrileños se creen en la posesión de la verdad absoluta y suelen tener una alta
idea de su persona.
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—Y ahora, ¿qué muebles se venden?
—De los siglos XVII y XVIII, época de muy mal gusto en España… En cambio, entonces
empezó lo bueno en Francia.
—Es natural; estaba en relación de la prosperidad o decadencia de ambas naciones.
—Los muebles de esa época son muy bastos; hay todavía algunas mesas de tablero de
nogal muy bonitas, bargueños admirables de Toledo o Burgos, y de vez en cuando se
encuentra porcelana de Talavera, quo es admirable... Todavía abundan los relojes de sonería
y caja... Y no dejan de encontrarse clavos y lámparas muy curiosos de esos dos siglos... Pues
con todo eso, y algunas cosas del siglo XVI que aparezcan de tarde en tarde, se va
trampeando… Por lo que suspiramos todos es por hallar cerámica hispanoárabe. Eso sí que
es un prodigio. ¡Cómo que no la ha habido igual en el mundo más que aquí!
—Pero ya estará toda fuera.
—Casi toda, sí, señor.
—¿Y de qué medios se valen ustedes para las adquisiciones?
—Existe el corredor, que da el aviso. Pero la mayor parte de los avisos son falsos... Los
corredores suelen tener una gran fantasía, y en todos lados ven tesoros artísticos.
—¿Ya no se acecha como cuervos la muerte del coleccionista?
—Algo hay de eso; pero realizar buenos negocios es cada vez más difícil, porque las
familias están advertidas... Ahora ocurre que la mayor parte de la gente supone que sus
objetos tienen un valor más grande, y no hay medio de convencerles de lo contrario.
—¿Y qué hacen ustedes?
—Nada; aguardar.
¿A quién aguarda este hombre? Pues, sencillamente, a la necesidad, a la miseria. Da, en
efecto, mejor resultado que la muerte… Cuando en una casa empieza a faltar lo preciso no
se repara en nada y se deshace uno de lo que le pertenece por lo quo le den, por lo que sea,
aun a sabiendas de que le engañan... Federico es un psicólogo marrullero que ha aprendido
ya todo el valor que en este caso tiene el verbo aguardar.
—¿Y por los pueblos no van ustedes ahora?—le pregunto.
—¡Quiá! Eso está imposible… ¡Y cuidado que antiguamente se hicieron buenos negocios!
Pero ahora se han hecho unos escamones imposibles... Piden el doble que en Madrid por
cualquier objeto... Bien es verdad que con ese procedimiento no venden nada; todo tiene su
compensación.
—¿Y cómo realizan el chalaneo a que se refería usted antes, los particulares?
—Son los primeros en entenderse con los anticuarios extranjeros que vienen a España, los
cuales siempre han sido los que han hecho los negocios gordos… Hay dos sobre todo, Harry
y Huntigton, muy listos, que se llevan siempre lo mejor. Si alguno de ellos trae un encargo
particular, rara vez lo busca en las tiendas, porque sabe que no está allí... Lo encuentra en las
casas de los comerciantes encubiertos.
Mi amigo Federico, a quien sulfura mucho el proceder de estas personas, me comunica los
nombres de algunas de ellas, bastantes conocidas, que, como es lógico, no quiero revelar al
público, ya que en manera alguna puedo hacerme responsable de afirmaciones ajenas…
Después de todo, hay que convenir en que estos señores están en su derecho al comerciar
con lo que les pertenece. Así se lo digo a Federico, y me contesta indignado:
—Pero que paguen contribución, ¡cuernos!
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—Bueno, por mí, que la paguen.
—Porque ellos están solamente a las maduras, y nosotros, a las duras y a las maduras...
Hay objetos, no lo niego, a los que se les centuplica su valor; pero, en cambio, hay otros en
que apenas se cubre el gasto... Y, además, aunque usted no lo crea, le diré que nunca
estamos libres de que nos metan un pufo.
—¿Sí?
—Ya lo creo… Va usted a saber lo que me pasó el otro día. ¡La verdad es que yo no tengo la
culpa! Se me presentó un sinvergüenza a quien le tenía por muy bruto a venderme unos
sables viejos que no valían nada... Yo no los quise... Y el hombre, entonces, me dijo: "Pues
en la casa donde hallé esto había una especie de chaleco con unas cosas doradas… Una cosa
muy rara y muy fea… Pero pedían nada menos que veinte duros..." Yo abrí cada ojo así
de grande.
—¿Qué se creyó usted que era?
—¡Un peto florentino! Le pregunté: "¿Tiene algún retrato?" Y él me contestó haciéndose
el lila: "Sí, señor; una especie de muñeca; para arriba con el pecho medio desnudo, y para
abajo, una cola de pescado". Era la sirena de los petos; no cabía duda; se trataba de un peto
nielado... No me pude contener y le dije: "Toma veinte duros y compra ese chaleco; no vale
mucho; pero a ti te daré diez de comisión".
—¿Y era el peto ?
—Eran ¡narices! Al tío no le he vuelto a ver. Siento más que me haya tomado por primo
que el billete… En cuanto a ese sinvergüenza me lo eche a la cara, lo "majo".
—Eso no tiene importancia... Alguna vez se resarcirá usted.
Federico cesa en su indignación y me dice:
—Si, señor; eso espero... No creo que he de tardar en establecerme. Supongo que ya me
ayudarán ustedes, los amigos.
—Yo bien poco puedo.
Y me despido del futuro anticuario, al que no dudo habrá de favorecerle la fortuna tanto
como a Apolinar el "Fenómeno", "Charlot de Valladolid", "Correlindes", Borondo el
"Manitas", Cabrejo y otros muchos hábiles en su oficio de la venta y compra de los trastos
artísticos y ancestrales.
40
EL VIADUCTO DE HIERRO QUE ATRAVIESA LA CALLE DE SEGOVIA
El acreditado tema de los suicidios, las riñas estupefacientes y una terrible preocupación
I
BREVE EXPLICACIÓN.
Vamos a escribir un rato sobre cosas que se relacionan con el inmenso armatoste de hierro
tendido sobre la hondonada de la calle de Segovia y que facilita el tránsito por la calle de
Bailén y las Vistillas... De una manera muy formal me vienen asegurando su próximo
hundimiento desde los tiempos, un poco lejanos, de mi infancia. El Viaducto, con testarudez
incomprensible, se empeña en dejar mal a todos esos agoreros. Por lo visto, le gusta llevar la
contraria.… Pero yo puedo aseguraros que su contumacia en subsistir concluirá alguna vez,
quizá dentro de un siglo, de dos, de cuatro, de ciento o de cuatrocientos, pero se derrumbará
indefectiblemente, como corresponde a todas las cosas humanas, y entonces se
estremecerán, de gozo en sus tumbas esos maravillosos matemáticos que desde hace cinco
lustros nos hablan de la inestabilidad en su construcción.
El Viaducto en sí no es lo que me interesa particularmente... Yo quiero ocuparme de
ciertos aspectos relacionados con él... Las variedades de que voy a tratar son puramente
objetivas, en el sentido de no tener relación alguna con la enorme máquina férrea. Entre
los temas que constituyen estas variedades doy preferencia, por su carácter vulgar, al de los
suicidios; después hablaré de las riñas estupefacientes que han contemplado los bellos y
verdes jardines que cubren la falda del montículo, y para concluir haré un leve comentario
sobre ciertas preocupaciones que experimentan algunas personas al atravesar el Viaducto...
Quizá sea un aspecto algo esotérico; pero mi calidad de iniciado me permite su
vulgarización.
41
II
EL ACREDITADO TEMA DE LOS SUICIDIOS
El hecho de que desde 1874, en que so dio fin a la inmensa mole de hierro, ha sido
aprovechada por los desheredados de la fortuna para realizar su propósito de abandonar
este mundo deleznable haciéndose papilla sobre los adoquines de la calle de Segovia, no
admite dudas.
La historia del Viaducto es una historia de sangre; pero ello no tiene nada de particular...
Arrojarse por el Viaducto no cuesta dinero, y parece que fue construido por el Estado con el
noble propósito de facilitar ciertas determinaciones… Un arma de fuego o un arma blanca
son objetos difíciles de adquirir, y lo mismo ocurre con los venenos rápidos y hasta con las
sogas... Y este último medio lo repudian, además, ciertas personas de sentimientos religiosos
que no desean imitar a Judas.
Quedamos, pues, en que nada hay tan práctico ni incitador como el Viaducto para el
suicidio… La seguridad de que antes de morir habrán de darse un paseo atmosférico parece
que cautiva a algunas personas de espíritu curioso.
Lo que pueda ocurrir durante los veinte o treinta segundos que preceden a la caída lo
ignoramos todos, pues nadie ha podido referirlo después...
Es decir: aseguran en forma muy formal algunos ancianos que hará seis lustros se arrojó
cierta señorita, la cual, en el momento de abandonar la baranda, tuvo la suerte de que
corriera mucho aire y que el viento inflase sus faldas y las convirtiera en una especie de
globo, amortiguándose así el descenso de tal manera, que la suicida fue a caer sobre un
coche que regresaba de un cementerio, sin más percance que la rotura de una pierna... Luego
se casó con su novio, que era el culpable de la resolución, tuvo muchos hijos y fue muy
feliz... Ustedes no lo creen, ¿verdad? Pues yo tampoco.
El hecho de que muchos vayan decididos a romperse la crisma y luego se arrepientan es
más explicable… Aquello está muy alto, excesivamente alto. No cabe duda de que si se tira
uno se estrella..., y la certidumbre de que los sesos van a saltar sobre los adoquines hace
considerar la aventura como demasiado atrevida, aun a las personas que más odien la
existencia terrestre...
Y que haya muchos suicidas con la intención segura de no suicidarse, no sólo es
comprensible, sino que merece todo género de alabanzas... A no ser por ellos, la pareja de
guardias que está de servicio permanente no tendría justificación. Ellos van al Viaducto,
más que por la muerte, por la autoridad. Desean que los representantes del orden cumplan
uno de los fines que tienen encomendados, el de salvar la vida del prójimo, y lo consiguen
sin grande esfuerzo, ya que nunca han pensado en perder la suya,
Todo se reduce a contar una historia lamentable a los guardias, que la escuchan adoptando
una actitud mezcla de conmiseración y de duda... Luego se come; el suicidio frustrado
siempre produce una cena, frugal desde luego, pero siempre nutritiva... Y resulta que al ir en
busca de la muerte se hace algo por la vida.
ASPECTOS PINTORESCOS DE MADRID (1921-1923) (Cuarta serie) Nilo Fabra
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  • 1. ASPECTOS PINTORESCOS DE MADRID (1921-1923) Cuarta serie NILO FABRA Edición, transcripción: Julio Pollino Tamayo cinelacion@yahoo.es
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  • 3. 3 ÍNDICE 1- La broma pesada y vieja del duelo fingido…......................................................................5 2- Las estrellas de “variétés” y un docto profesor…..............................................................10 3- Apogeo y decadencia de la leche de burras como procedimiento curativo………....…...14 4- Las señoritas maniquíes………................................................................................…….18 5- El feminismo y la ruleta……….................................................................................……23 6- Grandeza y decadencia de un antiguo domador de leones……........................................27 7- Nueva entrevista con Félix Manlléu………………..........................................................31 8- La compraventa algo complicada de los muebles y objetos antiguos…...........................36 9- El viaducto de hierro que atraviesa la calle de Segovia….................................................40 10- Una tienda de juguetes, o el niño es bélico y la niña maternal………............................44 11- El tema de las vigilias como característico de la intolerancia en unos y otros…............49 12- La crianza de los niños ricos madrileños por aldeanas norteñas…….............................54 13- Un antiguo bombero refiere sus impresiones acerca de los incendios…........................58 14- El trabajoso, desdeñado y anónimo oficio de apuntador…….........................................63 15- La vida emocionante, trabajosa e intensa de un coleccionista de periódicos…..............67 16- El misterio y recato de ciertas señoras ancianas que concurren a los bares…................72 17- El honrado ferretero Don Faustino Cortés de la Mata interviene en la justicia…...........77 18- Las chicas de la plancha se han declarado independientes........................................…..82 19- Los azares y las angustias de la mujer cuyo marido se bebe el jornal.........................…87 20- El juego de las chapas..................................................................................................…91 21- La enseñanza en los colegios particulares a los niños de familias pudientes…..............96 22- Los “golfos” de la Castellana y su habilidad para encender los faroles…....................100 23- La taboadesca patrona de huéspedes….........................................................................105 24- El hombre que guía y acompaña a los extranjeros por la urbe madrileña….................109 25- La rueda y la piedra, o el arte de afilar las armas blancas…..........................................113 26- Sensaciones de la Moncloa en las tardes veraniegas….................................................118 27- Su majestad la cocinera de casa grande….....................................................................123 28- Las pajarerías madrileñas…….......................................................................................127 29- La avara del barrio popular…........................................................................................132 30- Los apoderados de toreros……................................................................................….137 31- El oficio duro y mal remunerado de acompañar a paseo a las niñas “bien”…..............141 32- Lamentaciones de un viejo memorialista……...............................................................146 33- Las orquestas de ciegos que tocan al aire libre en calles y plazuelas…........................150 34- Las sillas de la Castellana y Recoletos y los hábitos de sus ocupantes….....................154 35- La venta ambulante de cangrejos…...............................................................................159 36- El arte de bordar, o las primorosas labores de Doña Antonina…..................................164 37- La rueda y los barquillos………....................................................................................169 38- El atrio del buen olor, o el puesto de flores en la iglesia……….............................…..174 39- Las clásicas pedreas entre los chicos de Lavapiés y los del cerro del Rastro…............178 40- Cómo se recibe en los hogares madrileños a los cobradores del inquilinato…….........183 41- Las opiniones políticas y sociales de la señora Nemesia…...........................................188 42- Las barracas del tiro al blanco…...................................................................................193
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  • 5. 5 LA BROMA PESADA Y VIEJA DEL DUELO FINGIDO Mendicute se bate a pistola, se muestra heroico y mata a su contrario I MENDICUTE SE HACE SOCIO DEL CASINO LA UNION Mendicute, que no se llama Mendicute, llega a Madrid y se hace socio del casino La Unión, círculo de recreo que no existe en la villa y corte. Y, sin embargo, el cronista no se ha vuelto loco al hacer esas afirmaciones, en apariencia absurdas. Se trata tan sólo de una mixtificación... Al personaje de la presente historia—estas historias que alternan de vez en vez con las informaciones directas—se le llama Mendicute en uso de un derecho imaginativo, y por la misma razón se designa con un nombre fantástico al casino donde empiezan a desarrollarse los hechos dramáticos que se van a referir. Mendicute, como se ha dicho, se hace socio del casino La Unión, y en el primer día que pone allí sus plantas se le empieza a tomar el pelo... ¿Por qué?... A esta pregunta sería muy difícil contestar… Los socios del casino La Unión suelen ser personas circunspectas, y no acostumbran faltar a los más elementales deberes de la buena crianza, aunque en ocasiones elijan a algún ciudadano como víctima propiciatoria. Pero hay que decir, en disculpa de aquellos señores, que la víctima de sus bromas suele estar pidiendo a voces el pitorreo socarrón, y que ellos no hacen sino acceder a lo que se les demanda…
  • 6. 6 El primer día de asistencia al casino salió de él Mendicute con el convencimiento firme de que era un grande, un estupendo orador. Así se lo acababan de manifestar cuatro íntimos amigos que había conocido tres horas antes... El héroe de esta historia se creyó en el caso de hacer su presentación ante sus consocios pronunciando un formidable discurso sobre política, y sus oyentes, sin más que una sola excepción, estimaron justo predecirle que no habría de tardar mucho tiempo sin que él, Mendicute, ocupara un puesto en el banco azul… La excepción fue de cierto sujeto llamado Barradas, quien, con gran sorna, juzgó conveniente llevar la guasa por otros caminos, y dijo con mucho aplomo: —Sus fundamentos de usted son deleznables... Además, usted es utópico. Mendicute se quedó algo desconcertado, entre otras razones, por ignorar la significación del vocablo utópico; pero suponiendo que esas palabras se inspiraban en la envidia, creyó lo más oportuno concretarse con dirigir a su interruptor una mirada entre desdeñosa y despectiva. De la broma política se pasó a la broma amatoria... Mendicute recibió esquelas de una mujer casada asegurándole que moría de amor por sus pedazos... Mendicute no dudó un momento de la veracidad de esas misivas, por tener una idea muy elevada de su propia persona... Consultó el caso con sus íntimos al par que flamantes amigos, y todos le aconsejaron, después de felicitarle, que se dejara conquistar... Todos, no... El terrible Barradas, con insolencia inaudita, profirió estas palabras: —Sus amores de usted son tan deleznables como sus fundamentos… Sigo creyendo que usted es utópico. Mendicute se mordió los labios de ira, pero su natural altivez le impidió contestar. Cierta noche, algunos socios del casino La Unión fueron con Mendicute de parranda, y en la comilona le mezclaron la bebida, lo que produjo que el hombre agarrase una borrachera monstruosa, hasta el punto de que hubo necesidad de conducirle en brazos hasta el propio lecho. Mendicute no se dio tampoco cuenta de la broma, y en el casino aseguraba dos días después que le había cogido muy mal el estomago. A lo que el implacable Barradas replicó: —Su estómago es tan deleznable como sus fundamentos y sus amores... Usted es un utópico. II LA PROVOCACIÓN Después de todas estas bromas de exquisito gusto, y como la originalidad en el ingenio no estaba al alcance de los socios de La Unión, surgió la idea del desafío fingido. Si el pitorreo de que se hace víctima a un amigo se quiere llevar hasta el último extremo, hay que recurrir al duelo falso… En nuestra nación ha habido multitud de ellos, pero pocas veces la guasa llegó, ni llegará, a desarrollarse en forma tan mal intencionada como la de que fue víctima el héroe de este relato. Y nunca mejor aplicado el calificativo de héroe que en el caso presente, ya que la conducta de Mendicute fue heroica.
  • 7. 7 Una vez decidido el desafío, se acordó por unanimidad, y con gran regocijo del interesado, que el provocador fuese Barradas, quien no opuso más que la siguiente objeción: —¿Y si me diese una bofetada? Ese animal tiene unas fuerzas atroces. Se le arguyó que todos los compinches en la broma sabrían evitar que se alterase en lo más mínimo la fisonomía de su amigo, y el hombre se quedó satisfecho. Y una tarde en que Mendicute pronunciaba en el salón del casino un discurso de elevados tonos sobre los problemas sociales, fue interrumpido bruscamente con estas palabras: —Todo lo que usted dice es deleznable… Voy creyendo que además de utópico es usted un embustero, y un trapisondista. A pesar de las seguridades que le habían dado sus amigos. Barradas experimentó después de proferir sus insultos una leve inquietud, y una fuerza misteriosa le hizo, sin darse cuenta, retroceder algunos pasos. Precaución inútil; la bofetada no surgió rauda. Por fortuna para el insultante, Mendicute había leído muchas novelas de folletín, y estaba enterado de lo que los hombres pundonorosos de Montepín y Richeburg acostumbran hacer en ocasiones análogas. Con un gesto admirable, y sonriendo con una mueca maravillosa de elegancia, Mendicute arrojó el guante de la diestra mano a su rival... Barradas se sintió feliz; eso de recibir en el rostro un guante de cabritilla es mucho mejor que una bofetada... Diez minutos después estaban designados los padrinos... A Mendicute le representarían el abogado Monleón y el publicista Alponte, y a Barradas, el teniente Flores y un señor Toledano, cuya profesión era absolutamente desconocida, y del cual no se sabía otra cosa sino que era un estupendo carambolista. III EL DUELO FINGIDO Las reuniones de los cuatro padrinos duraron tres días, y, según se le aseguraba a Mendicute, no había medio de arreglar el asunto amistosamente. —Ha estado usted muy violento—le dijo Alponte—; eso de arrojar un guante es una cosa gravísima. ¿Por qué no le pegó usted una bofetada? —Es un procedimiento de rufianes—contestó Mendicute con gran altivez. —La cosa está muy seria, la cosa está muy seria—añadía Monleón bajando la cabeza, como sumido en grave preocupación. —Si ustedes quieren que rectifique en algo...—llegó a indicar Mendicute dando pruebas de sentimientos conciliadores. —Usted no debe ni puede rectificar nada. Sería una afrenta para nosotros... Si es necesario se batirá usted, y se batirá a muerte. Mendicute, se asegura que al oír estas palabras lanzó un suspiro muy prolongado; pero reponiéndose en seguida, dijo; —Si no hay más remedio, ¡qué le hemos de hacer! Lo más oportuno habría sido cesar en la burla; pero la propia tranquilidad de Mendicute fue causa de que aquélla se llevase hasta el último extremo.
  • 8. 8 Y un anochecer estival los dos ¿amigos? de Mendicute le dijeron: —Esta madrugada se batirá usted… Se ha concertado un duelo gravísimo... A pistola, a veinte pasos y avanzando... Número de disparos ilimitado... El duelo no podrá interrumpirse en manera alguna mientras uno de ustedes no quede fuera de combate... Se batirán ustedes a la luz de la luna, porque es más poético... Actuará como juez de campo el comandante Zaragoza, que es hombre muy enérgico. En honor a la verdad debemos decir que Mendicute no contestó nada por el momento a sus padrinos porque la boca se le había secado. Por fin, reponiéndose un poco, dijo: —Me portaré como bueno cumpliendo lo acordado por cuatro hombres de honor. Esta actitud de dignidad impresionó algo a Monleón y a Alponte, pero ya no había medio de retroceder… Además, el desafío iba a servir de pretexto para una juerga estupenda... Estaban ya contratadas muchas botellas de champaña, y unas jovencitas dispuestas para aparecer en momento oportuno... Pero de la diversión proyectada no gozaría Mendicute; eso, de ninguna manera... Como el personaje arnichesco, los actores de esta tragicomedia se decían que "las bromas, o pesadas o no darlas". Se asegura que Mendicute invirtió el tiempo hasta las dos de la madrugada escribiendo cartas en que se despedía de toda su familia; pero ello no se puede afirmar de manera cierta… A las dos en punto un automóvil condujo al duelista y a sus dos padrinos a un lugar situado en la carretera de El Pardo, sitio de cita previa, donde aguardaba ya Barradas con sus amigos, el juez de campo y dos seudomédicos… Además había unos hombres dedicados a una operación extraña a tales horas; se dedicaban a cavar la tierra. Mendicute fue presentado al juez de campo Zaragoza... Era un hombre gigantesco y hercúleo, con luengas barbas morenas, de exuberante barriga, quien al hablar lanzaba un tufo parecido al de los odres viejos. —Esos hombres están cavando dos fosas...—dijo el juez de campo—. A mí me gusta hacerlo todo bien... Uno de ustedes debe morir, acaso los dos, y para evitarnos molestias con la justicia, más vale que se les entierre en seguida… Examine, examine las fosas, señor de Mendicute, y si no le satisfacen se mandará que las ensanchen. Lo que ocurría en el interior del héroe se desconoce, y lo único que se sabe es que guardó silencio absoluto, aunque lanzando un leve resoplido... Y dio comienzo el singular combate… Las pistolas, cargadas con pólvora sola, a cada disparo producían un ruido atronador. Mendicute estaba magnífico, y ni la más insignificante contracción de su rostro indicó que pudiese tener ni sombra de miedo... Inútil es decir que Barradas daba pruebas de una serenidad imperturbable. Al quinto disparo sonó un ¡aaah! prolongadísimo... Lo lanzó Barradas, quien al instante, y según lo convenido, se dejó caer pesadamente al suelo... Rápidos acudieron todos, hicieron como que le examinaban, y luego se oyó la voz clamante de Zaragoza: —Le ha matado usted, señor Mendicute; ¡que sea enhorabuena, pues ha sido de un modo legal! Pero tiene usted que marcharse inmediatamente de Madrid... Su presencia nos comprometería a todos... Ahora mismo se va usted a una estación y toma el primer tren que salga.
  • 9. 9 —¿Ahora mismo? —Ahora mismo... Barradas tenía muchas amistades, y su muerte le puede a usted causar un gran disgusto: acaso le lleven a presidio… Y no le ofrezco a usted ahora de beber porque después de haber matado un hombre sería una frescura que usted empinase el codo. Y Zaragoza se bebió dos vasos de champaña mientras empujaba a Mendicute, que se dejó conducir como un corderillo. Minutos después se festejaba alegremente la broma, en medio de una grande algazara y a los acordes de un piano de manubrio que había estado discretamente escondido entre el follaje durante el duelo terrible. IV CONCLUSIÓN Mendicute no se atrevió a venir a Madrid hasta pasados algunos años... En la actualidad sigue creyendo en que realmente hubo matado a Barradas, y está roído por los remordimientos. Sus antiguos amigos le han aconsejado que no ponga los pies en el casino La Unión, a lo que él, obediente como de costumbre, accedió en el acto. Asegura que la sombra de Barradas se le aparece por las noches y no le deja conciliar el sueño… Y estas apariciones se han hecho extensivas en pleno sol y en plena calle… Mendicute no hace mucho tiempo que dijo: —La otra mañana pasé junto al casino La Unión y se me apareció Barradas... Era él, era el mismo, aunque un poco más aviejado... Es su espíritu, que no encuentra reposo y me persigue.
  • 10. 10 LAS ESTRELLAS DE “VARIÉTÉS” Y UN DOCTO PROFESOR Estudios pedagógicos superiores —Portera... ¿Me hace el favor?… ¿El señor Monreal? —¿Quién dice? —El señor Monreal. —¡Ah, ya!... Sí, sí... Pues ahí… Detrás de esa puerta... ¡Ya, ya! Como ustedes observarán, las palabras de la portera denotan cierto desdén, que me produce un ligero sonrojo... Esta portera me parece que no siente admiración alguna por las discípulas que acuden a la clase de estudios superiores adonde me dirijo, y mucho menos por los zánganos que allí se reúnen. Sin previo aviso abro la mampara que conduce a la academia de cupletistas, y aparezco en una habitación, en la que se encuentran cuatro o cinco muchachas, bonitas y pizpiretas, y tres zánganos… Estos tres zánganos, que da la casualidad que son buenos amigos míos, no deben de tener muchas ocupaciones, pues, según me entero poco después, solazan sus ocios toda la tarde en la amable compaña de las cupletistas y danzarinas que acuden a perfeccionar su arte con los sabios consejos del docto profesor señor Monreal. Una conversación con Jenaro Monreal es lo que me interesa en estos momentos, pero no lo consigo inmediatamente... A dos de los zánganos, mi presencia en el local les produce verdadero terror, y todo se les vuelven súplicas encaminadas a que no hable de ellos... Al otro, que es un compañero en la Prensa, miope y desgarbado, no le preocupa nada esa posibilidad, y hasta me inclino a creer que le agradaría una insinuación sobre sus triunfos con las artistas... Pero se fastidia; no es ése mi propósito. Lo único que haré constar es que con frecuencia pierde sus lentes, para que las muchachas, compadecidas de su momentánea ceguera, le sirvan de lazarillo, lo cual favorece ciertas agradabilísimas aproximaciones.
  • 11. 11 Monreal está en el cuarto inmediato y da lección a una cupletista gorda y ajamonada, que acoge mi presencia con cierto gesto hostil. Quizá esté justificado, ya que un extraño no debe interrumpir nunca la pedagogía superior. —Es cuestión de diez minutos—me dice Monreal—. Soy con usted en seguida. Y, en efecto, transcurrido ese tiempo, el maestro, sobre el cual pesa un trabajo abrumador, es tan amable que prescinde de otras lecciones para conversar un rato conmigo sobre cosas de su arte. Jenaro Monreal es uno de los "ases" de las "variétés". Muchos de sus cuplés se han hecho famosos, y el hombre ha querido añadir a sus talentos de compositor los trabajos del magisterio. Pero, por regla general, no da enseñanza a las que carecen de ella en absoluto, sino que completa y perfecciona lo aprendido por las artistas en otras academias. —Vaya un plantel de muchachas bonitas las que vienen a la academia… No dejará de divertirse—le digo. —Pues está usted equivocado… Dentro de mi casa procedo con una absoluta seriedad... En caso contrario, no habría negocio posible… Lo que usted dice se queda para esos zánganos que ha visto usted en el gabinete... Son unos "pelmazos". —Ya me he hecho cargo... —¿Y hace mucho tiempo que tiene usted su academia? —Poco más de un año. Había ya muchas de enseñanza primaria, llamémosla así, y a mí se me ocurrió poner una de perfeccionamiento. —Los estudios superiores... —Lo cual no obsta para que también proporcione enseñanza a las chicas que no tienen ninguna… Enseñanza de oído, naturalmente, pues yo entiendo que la mímica adecuada tiene que aprenderla sola cada artista, y los consejos del maestro no conducen sino al amaneramiento.... Creo que no hay profesor más excelente que ese espejo grande que hay detrás del piano. —Quizá sobre, porque quita espontaneidad. Ahora recuerdo que la señora obesa a quien interrumpí momentos antes hacía unos gestos muy raros, con la mirada fija en el cristal. —La mayor parte de las academias que hay en Madrid—sigue diciendo el compositor— no están dirigidas por músicos, sino por "intuitivos", los terribles "intuitivos"… La primera que hubo, hará quince años, fue una en la calle de Jardines, que dirigía un tal Rafael Gómez... Después empezó a aumentar el número, y comenzaron a lucrarse los compositores "rapsodas", que, como usted comprenderá, son los que recogen de todas partes. —También Homero fue rapsoda. —Pero era Homero, y, además, algo pondría de su propia cosecha; los "rapsodas" del cuplé carecen en absoluto de originalidad. —¿Hay academias dedicadas a enseñar a las que no han pisado la escena? —Algunas...Allí se desasnan las modistas... —¿Las modistas? —Sí, señor; las modistas precisamente; porque eso de que las fregonas quieren dedicarse a cupletistas o bailarinas no es verdad… Las pobres muchachas no tienen tan locas aspiraciones... En cambio, no hay un taller en Madrid donde una sola de las oficialas deje de pensar en las glorias del tablado... De costura en costura, sueñan con los triunfos de las "estrellas", y en cuanto consiguen el consentimiento familiar acuden a las academias.
  • 12. 12 —¿Y logran fácilmente la autorización paternal? —En las familias suele haber largos conciliábulos, siempre desde un punto de vista absolutamente práctico... Si al fin se deciden, la chica entrega a los maestros un duro a la semana, y se le dedica a diario unos veinte minutos para acostumbrarle el oído y que aprenda a pronunciar bien las palabras. —¿Pero no saben? —'Qué van a saber! No saben ni hablar... Uno de esos "pelmazos" que ha visto allí se estuvo una tarde cerca de dos horas tratando de conseguir que una muchacha dijese voluptuosidad. —¿Y lo dijo? —No; de ninguna manera... Decía "voluntuosidad"; esa pe se les atraganta a todas... En cambio, si alguna llega a pronunciar voluptuosidad, dirá luego "voluptad" por voluntad. —Pues es un encanto... ¿De modo que ustedes se concretan a enseñar el sonsonete? —Y basta; si la chica tiene verdadera intuición artística, con eso y con el espejo le es suficiente para alcanzar grandes triunfos. No puedo por menos de dirigir una mirada al espejo hacedor de estrellas, y me encuentro sorprendido con la lectura del siguiente cartel, escrito encima del claro cristal: "No se hará ningún trabajo sin previo pago." —Como las muchachas—explica Monreal—están siempre con la vista fija en el espejo, tienen que leer por fuerza esa "recomendación"... Así no les es dable alegar ignorancia. —Muy bien pensado... ¿Y cuántas clases da usted al día? —De quince a veinte mujeres desfilan por aquí durante la tarde. En su mayor parte—pues ya le digo que esto es una escuela de perfeccionamiento—son artistas que vienen a ensayar cuplés de la casa.... En cuanto aprenden bien un cuplé les hago «el sexteto». —¿Qué es eso? —Sencillamente, la instrumentación, la parte de música que corresponde a cada uno de los seis instrumentos de que se componen las orquestas por esos teatros. La palabra "sexteto" ha quedado ya como algo insubstituible, y hay algunas ansiosas que me piden les haga un sexteto de ocho o de diez. —No está mal... ¿Y conoce usted pronto a las que tienen condiciones para cantar cuplés? —No, señor… Si le dijese lo contrario, mentiría. En esto hay enormes sorpresas... Muchas veces, la que parece con buenas condiciones llega al teatro y resulta imposible, y, en cambio, vienen a la academia "gatitos" que no saben ni hablar y luego el público las ovaciona hasta con justicia… Con las que no consigo nada es con las antiguas cantadoras de flamenco… No hay medio de quitarles los resabios del cante hondo. Monreal baja la cabeza, como si se mostrase abatido por resultarle imposible la transformación en cupletistas de las cantadoras de café; pero luego se repone y continúa hablando: —Me gusta mucho enseñar a mis alumnas cuplé ligero... Como tengan buen oído, lo aprenden en seguida al piano... Y muchas veces ellas mismas me enseñan; si no me dan bien una nota y la cambian, yo suelo ceder, y en vez de corregir me corrijo a mí mismo. —¿Y las chicas son dóciles? —En la academia, sí... Pero después, en el teatro, hacen lo que les da la gana y se olvidan de lo que uno les ha enseñado… Esto me desespera, puede creerlo.
  • 13. 13 —¿Y de baile, qué enseña usted de baile? —¡Ah! Eso es importantísimo… También perfecciono esa enseñanza. —Aquí aprenden el doctorado, ¿no? —Algo hay de eso... En las otras academias aprenden a mover los pies y a dar los pasos... Hay muchas que se consideran maestras porque saben el "rodazán", la "escobilla" y el "embotao", y están en un error... Es necesario luego aprender a aplicar esos pasos según los ritmos, que es lo que yo les enseño a fuerza de constancia. —¡Magnífico!… Y digo usted, amigo Monreal, ¿qué tal se lleva usted con las mamás? El rostro del compositor se pone blanco, blanco como los cirios, blanco como los cisnes… Su palidez parece mortal y angustiosa… Pero en el momento en que me dispongo a prestarle un auxilio se repone y dice: —¡Si hiciese caso a las madres, la vida se me haría imposible!… Algunas veces, ¡ay!, he comprendido a los suicidas. Es todo un poema, que está pidiendo a gritos la musa de un gran poeta épico que sepa cantar a las honorables señoras que acompañan a sus vástagos a la clase cupletera. —¿Usted proporciona artistas a los teatros? —Nunca… Lo que ocurre es que, si tengo alguna buena, Lerín se entera pronto, la ve, la oye y la contrata. —Sí; Lerín es expeditivo… ¿Y de qué cuplés está usted más contento? —Los que me han producido son: "Tardes del Ritz", "Reina de Toledo", "Tardes de Alejandría", “Claveles rojos” y "El capote de paseo", este último sobre todo. —Las “estrellas” vienen a la academia también? —Muy rara vez, y sólo por amistad al maestro. Tienen mucho orgullo, y les molesta codearse con las "furcias". Por lo general, ensayan en su casa. —¿Habrá muchas que sean completamente inservibles? —Bastantes... A esas las despacho pronto diciéndoles que la carestía de las subsistencias me obliga a elevar las tarifas... Es un procedimiento que no falla... A las que no me puedo quitar de encima tan fácilmente es a las viejas. —¿Vienen muchas? —Una enormidad... Suelen ser ex tiples de zarzuela... Suponen que con la buena voz les es suficiente, y se les olvidan los años que han cumplido. ¿Y cómo se le recuerda eso a una mujer?... Si viese usted lo ridículas que se ponen algunas de ellas. —¡Pobres mujeres! En este momento escuchamos una gran algarabía de voces que parte del gabinete donde están los cupletistas y los "zánganos"... Se oyen grandes carcajadas femeniles… Debe de ser alguno de mis amigos que ha dicho una ingeniosidad… Monreal y yo penetramos en la estancia, que decoran multitud de retratos de artistas, y somos acogidos con gran júbilo… Los tres "zánganos" adoptan actitudes conquistadoras... Mi compañero el periodista lanza miradas lánguidas… Me siento contagiado por el ambiente, y durante un breve rato me convierto en un cuarto ''zángano"… A la media hora salgo de la casa de mi amigo Monreal como un beocio que abandonase los jardines de Academos.
  • 14. 14 APOGEO Y DECADENCIA DE LA LECHE DE BURRAS COMO PROCEDIMIENTO CURATIVO Un antiguo burrero canta las excelencias de la ubre asnal —La leche de las burras es casi igual que la de las mujeres. —¿Está usted seguro? —Completamente... Y con decir eso comprenderá usted que esa leche tiene que ser bonísima para la salud... —¿De modo que entre una mujer y una burra...? —Apenas si hay diferencia... en la leche. —¡Qué falta de galantería! Sostengo esta conversación con el señor Ventura, uno de los dos burreros que quedan en Madrid. En la actualidad, la decadencia de la afición a la leche de burras ha llegado al último extremo, y el jugo de la ubre asnal tiene escasísimos partidarios... Pero todavía hay algunos, y durante el invierno, tanto el señor Ventura como el señor Juan, el de las Peñuelas, su compañero y competidor único, recorren Madrid de un lado a otro con las burras, a las cuales ordeñan—siempre expuestos a alguna coz—en las propias porterías de las casas adonde se lleva el líquido. El señor Ventura, además de burrero, es tabernero, pues, según me dice, tan sólo con la leche no podría vivir; necesita el vino... El señor Ventura posee una taberna al final de la calle de Villanueva, y allí he ido para charlar un rato sobre tan interesante asunto.
  • 15. 15 El tabernero me recibe en familia… Su mujer hace calceta, y de vez en vez mete baza en la conversación... Una hija de ambos, guapetona y frescachona, escucha muy atenta, y sus grandes ojazos muestran una evidente curiosidad… A la taberna ha acudido también el señor Juan, el de las Peñuelas, muy interesado sobre mi propósito... El señor Ventura es hombre de cincuenta y tantos años, de aspecto vigoroso, cara ampulosa y cuadrada, nariz ligeramente hundida y marcado acento astur... El señor Juan es mucho más viejo, chiquito de cuerpo, rostro ralo, que surcan numerosas arrugas, y palabra breve y sentenciosa. Según asegura el tabernero, no hay temor a que nos interrumpan los parroquianos de la casa, pues a esa hora—las diez de la noche—acostumbra tener cerrada la tienda, y si hoy pertenece abierta es por deferencia hacia mí. —Hará treinta años—dice el señor Ventura lanzando un gran suspiro—, había en Madrid grandes cuadras de burras, y esto era un gran negocio... ¡Cincuenta burreros llegó a haber, y todos ganaban de firme. ¡Era una gloria trabajar entonces! —Sí, señor; una gloria—afirma también el Sr. Juan lanzando otro suspiro muy hondo. —Poco a poco se tuvieron que ir retirando todos, porque no traía cuenta, hasta no quedar más que aquí mi amigo Juan y yo. —El uno, del barrio más humilde de Madrid, y el otro, del más aristocrático...—objetó— ¿Será que no queden aficionados a la leche de burra más que entre la gente muy pobre y la gente muy rica? El Sr. Ventura se rasca antes de contestar, y luego dice: —Algo hay de eso, señor; algo hay de eso. —¿Y tienen ustedes muchas burras?—pregunto. El Sr. Ventura y el Sr. Juan se dirigen miradas de inteligencia, como si quisieran ponerse de acuerdo para contestar. —Entre los dos reunimos tres burras y media, o cosa así...—contesta el tabernero- burrero—. Ya no estamos en aquellos tiempos felices en que existían en Madrid las grandes cuadras de la costanilla de los Ángeles, la calle del Lazo, la de Segovia y la de Dos Hermanas… Centenares de burras de leche había entonces, y la gente gozaba de mejor salud; no se morían ni la mitad de los que ahora. —¿Está usted seguro? —Segurísimo... En aquel entonces me ocurría con mucha frecuencia que, yendo por las calles con mis burras, me saliese al encuentro una mujer que se abrazaba a ellas gritando: "A estos animales les debo yo la vida." —Menudo reclamo le hacían a usted. —Es el agradecimiento de las personas—afirma con suma gravedad el Sr. Juan. —¿Y a qué atribuye usted la decadencia burrera?—inquiero. —A los médicos... Nos han hecho la "pascua"... Nos han "reventao" por completo... Les ha "entrao" la manía de no querer burras para sus enfermos y preferir las cosas de botica... ¿Le parece a usted?... Algunos hasta amenazan con no volver a visitar al cliente... Y cuando alguno de los suyos cae malo, entonces sí; entonces se acuerdan de uno. —¿De usted? —De mí no; de las burras… Pero me la pagan, vaya si me la pagan; y me la pagan en dinero contante y sonante... Cuando sirvo leche en la casa de algún señor doctor elevo la cuenta... A algunos hasta les he puesto un duro por medio cuartillo.
  • 16. 16 —¿Y no refunfuñan? —Ya lo creo que refunfuñan; y hasta se indignan... Y yo, entonces, les digo con mucha parsimonia y retintín: "Como el negocio va mal por culpa de "otros", cuando pica un pez no hay más remedio que darle en la cabeza." Entonces se achican y sueltan la "mosca". —Muy bien... Atinada y justa determinación., ¿Y les cuestan a ustedes muy caras las burras? —Hoy en día—asegura el señor Juan— no se encuentra una por menos de quinientas pesetas… No exagero, no exagero. —Y añada—interrumpe rápida la esposa de Ventura—que las burras de leche necesitan un cuido especial... Les ocurre lo que a las mujeres cuando crían, aunque esté mal comparado, ¿entiende usted? —Ya me hago cargo. —A las burras hay que darles pienso de cebada, alfalfa, avena, hierba escogida, y todo eso cuesta bastante dinero. —¿Del que se resarcirán ustedes? Esta pregunta no tiene inmediata contestación, lo cual no me produce sorpresa alguna, pues estoy muy acostumbrado a esos silencios... Por lo general, las personas que me informan sobre sus oficios o medios de vida suelen ser muy francas, pero en cuanto se toca la cuestión monetaria se hacen impenetrables. —Le diré a usted, le diré a usted...—contesta al fin el señor Ventura—. Como no hay regla general de clientela, no se puede calcular... Además, en verano se vende muy, poco; en invierno es otra cosa... Ya entenderá usted el "contenido" de lo que digo. No entiendo una palabra, pero juzgo lo más prudente no insistir en esa averiguación, a la que no tengo por qué concederle demasiada importancia. —Tampoco hay precio fijo—sigue diciendo Ventura—; depende del sitio adonde tenga que llevar las burras... Si me avisan de aquí al lado no es lo mismo que ir "por un casual" a la calle de Segovia o a los Cuatro Caminos... Y luego, depende también de las personas que la piden... No se va a tratar igual a un pobre que a un rico, ¡digo yo! —Muy bien dicho. —Menos de tres pesetas el vaso no se puede vender... Algunos dicen que es caro; pero hay que tener en cuenta que se trata de una medicina. —¿Y qué cura? —Muchas cosas; pero para lo que más vale es para enfermedades del pecho... A los tísicos les salva, le aseguro que les salva… ¡Yo he visto milagros, y no hay catarro con el que no acabe! —¿Usted está convencido? —Le aseguro que lo he visto con mis propios ojos. Lo que sucede es que a los médicos les da envidia, no quieren recetarla, y nos "amuelan". —Resignación. —Antes no se servía la leche más que a las personas mayores; pero ahora se les da también a los chicos para ayudar a criarlos... Ya le dije que la burra es una cosa muy parecida a la mujer. —Mal comparada.
  • 17. 17 Como Ventura me hace esta afirmación delante de dos mujeres, me creo en el caso, por galantería, de hacer leves objeciones; pero ellas mismas me atajan diciendo: —Tiene razón mi marido. —Tiene razón mi padre. Creo lo más oportuno sellar mis labios... —También se usa para "enritaciones", y hasta hay quien la toma para abrir el apetito. —¡Caray! ¿De vermut? —Sí, señor... Pero de esto, quien le puede a usted informar bien es algún doctor de "conciencia", que todavía hay algunos. De estas palabras deduzco que el bueno de Ventura considera como doctores de conciencia a aquellos que creen en la eficacia de la leche de burras, y no tiene respeto alguno para los que la niegan. —¿Y sabe bien? —Muy rica... Es muy dulce y tiene un paladar agradabilísimo. —¿Usted beberá muchos vasos al día? —No, señor; no la he probado nunca... Gracias a Dios, estoy muy fuerte y muy bueno, y no lo necesito. —¡Ah, ya!... —Quisiera que contase usted que entre las curaciones milagrosas que han hecho mis burras figura la de un señor que fue ministro, el Sr. Cobián... A este señor le dieron los santos sacramentos, y al día siguiente se me avisó… Pues desde que comenzó a tomar la leche fue mejorando, y vivió tres años más... ¿Qué le parece? ¿Quién tiene razón, los médicos o yo? —¿Pero, por desgracia para ustedes, la fe en las burras se ha ido perdiendo? —¡Ay, sí, señor! Aunque todavía creen en los pobres animalitos algunas personas... Sobre todo, las mujeres... Yo no pierdo todavía la esperanza de que esto vuelva a ser un negocio tan bueno como antaño… ¡Si hubiera un pez gordo que moviera el asunto, otro gallo nos cantaría! —¿Y usted no tiene dependencia? —¡Qué voy a tener! ¡Ni yo no éste! Servimos los pedidos nosotros mismos, o, todo lo más, nos ayudan los hijos. —¿Y usted mismo ordeña? —Yo mismo… Y si me descuido, las burras me arrean un par de coces… Los animalitos son algo brutos... —¿Y no comprenden que están realizando una obra de caridad? —No lo comprenden, no, señor… Y como siempre que ordeño se ha de reunir delante un grupo de chiquillos, si me atizan la coz, las criaturitas prorrumpen en una grande algazara... ¡Les regocija mucho! —El corazón sensible de la infancia... Todavía durante un largo rato, el señor Juan, el señor Ventura, su mujer y su hija me hablan de las excelencias de la leche asnal, pero no añaden nada nuevo a lo manifestado. El señor Ventura parece que tiene un gran interés en hacer constar qua la leche de burra es, si no idéntica, muy semejante a la de las mujeres, pues lo repite doscientas veces. Y yo que ante todo me gusta ser veraz, me veo en la obligación de transcribirlo... Pero no me motejen ustedes, amables lectoras, de falta de galantería... El único culpable es el burrero.
  • 18. 18 LAS SEÑORITAS MANIQUÍES Cómo lucen las creaciones modistiles —¿De modo encantadora señorita maniquí, que es condición indispensable para su oficio tener una cara bonita? —¡Quia! No, señor; ni mucho menos... Yo soy fea. —¡Mentirosa! Pilar, la maniquí simpática con quien comienzo esta conversación, se pone encendida, y no creo que sea por el insulto que le he dirigido, ya que los insultos agradan cuando envuelven un piropo... Mi calificativo de mentirosa es, en efecto, un piropo, ya que supone halago; pero, además, posee gran valor de la verdad… Porque les doy a ustedes mi palabra de honor de que Pilar es guapa, con toda una hermosura triunfante en plena juventud..., y es bonita sin fatuidad alguna, uniendo a la atracción de su cara la de una simpatía sincera y natural. La muchacha no ha tenido inconveniente alguno en acudir a mi casa para que charlemos sobre el tema interesante de las maniquíes; pero se hace acompañar de un hermanito, que escucha la conversación en apariencia con gran regocijo. —¿Y lleva usted mucho tiempo trabajando como señorita maniquí? —Mucho; casi desde niña. —Entonces, hará tres días, ¿no?
  • 19. 19 —¡No sea usted exagerado!… Yo ya tengo mis añitos... —Sí; lo menos, veintitrés... —¿Le parece poco? Pilar parece tener un empeño atroz en desacreditarse... Antes se llamaba fea, y ahora, vieja... Les aseguro a ustedes que es una mentirosa; pero únicamente en lo que respecta a ella misma. ¡Las señoritas maniquíes! ¡Estupenda invención de los modistas parisienses!... La vida moderna suele complicarlo todo; pero este nuevo oficio, más que una complicación, es una simplificación. ¿Para qué los maniquíes de mimbre? Son absurdos e inútiles… Imitan el cuerpo de la mujer, pero nunca pueden dar sino una sensación vaga. Yo no entiendo cosa alguna de modas femeniles; pero todos los trajes colocados en esos maniquíes, a mis ojos, han sido horrorosos… En cambio, tengo la seguridad de que cuantos se vista mi interlocutora me han de parecer encantadores... ¡Viva el maniquí humano!... ¡Viva el maniquí de carne y hueso! —¿Y cómo se le ocurrió a usted, lo de hacerse maniquí? —A mí no se me ocurrió; se les ocurrió a ellos. Verá. Cuando tenía doce años entré a trabajar como aprendiza de dependienta en un almacén de la calle de Espoz y Mina... Y un buen día me probaron un gabán, diciendo que le iba muy bien a mi cuerpo... A mí, al principio, me satisfizo; pero en cuanto me llevaron a exhibirme delante de una señora, no quiera usted saber cómo me puse... Me entró una indignación tremenda. —¿Y qué hizo usted? —Marcharme de la casa... Y para que vea usted lo que son las cosas: pocos días después me colocaba en un taller exclusivamente para ser maniquí. —Pues no lo entiendo. —¿No lo entiende usted? Pues yo tampoco, y me figuro que no lo entenderá nadie. El punto, caros lectores, queda sin aclarar, y ocurre en este caso lo que en la mayor parte de las cosas humanas. —Al principio—sigue diciendo la simpatiquísima Pilar—me constipaba mucho... Me eligieron para maniquí de trajes; se pasa una el día entero vistiéndose y desnudándose… ¡Menudo trajín!... Antes no sé cómo me las arreglaba; pero el caso es que era una de estornudar horrible... ¡Pesqué cada catarro!... Pero poco a poco me acostumbré... A todo se acostumbra la gente, ¿verdad? —A lo bueno yo me acostumbro bien pronto; pero a lo malo no hay medio. —No; si no es eso... Quiero decir que me acostumbré a no acatarrarme. —¡Ah! Eso es otra cosa... Y dígame, Pilarcita: ¿esto de las maniquíes es relativamente nuevo? —No, señor, no... Ya hace más de quince años que las hay en Madrid... Y en la actualidad seguramente trabajamos más de doscientas chicas. —No todas tendrán la cara de usted. —Ya le he dicho que para este oficio lo de menos es la cara; lo que se necesita es buena figura.
  • 20. 20 Al hacer la presentación de Pilar, me creí en el caso de ponderar las excelencias de su fisonomía, ya que ella las negaba, y omití los elogios de su cuerpo, tal vez por considerarlos una redundancia, pues no se eligen para maniquíes más que chicas de formas perfectas y con el garbo y la natural elegancia para dar prestigio a los trajes que visten. —¿Les pagan a ustedes bien? —Veinticinco duros mensuales… Trabajamos las horas de la jornada mercantil... Se fatiga una bastante, porque no se puede sentar nunca. —¿Y no hay más gajes? —El calzado... Solemos ir calzados por cuenta de la casa... Es natural; la presentación de un traje con unas botas viejas haría feísimo... En algunos talleres también las peinan adecuadamente al vestido que se van a poner. —¿Y las medias? Sin medias de seda no hay "toilette" posible. —Tiene usted razón... Pero como hoy en día las muchachas se lo quitan hasta de la boca para que no les falten sus medias de seda, pues en las casas se aprovechan de eso... —No está mal pensado... Y las señoras, al examinar los trajes, ¿les molestan a ustedes mucho? La chica sonríe, y luego contesta, sin tono alguno de reproche para las parroquianas: —¡Ya sabe usted lo que somos las mujeres! Yo haría lo mismo que muchas a las que luego critico… Hay señoras que se están media tarde y nos hacen vestir y desnudar hasta seis veces... —¿Y luego compran el traje? —No, señor... Las que se extasían viendo vestidos acaban siempre por no comprar ninguno... Y algunas de ellas nos dan unos sobos horrorosos... Por si el traje cae bien de aquí o cae mal de allá, recibimos una paliza disimulada… Las llamamos duquesas del Tentón y condesas de Miranda… Claro; como no hacen más que tentar y mirar... —¿Y después, de hacer vestir y desnudarse a una muchacha hasta seis veces, y no comprar nada se marchan tan frescas? —Fresquísimas... Eso no tiene nada de particular... Y las modistas no pueden tomarlo a mal, porque sería en perjuicio de ellas. —¿Y las viste a ustedes la propia modista? —Por regla general, no... Nos vestimos nosotras solas, ayudadas por una aprendiza. —¿Confían en su buen gusto? —Eso es... Pero no me atrevía a decirlo. —¿Y cómo se exhiben ustedes ante las parroquianas? —Calladitas, calladitas, como en misa... No despegamos la boca; damos paseítos y nos dejamos ver... Algunas hacen figuras. —¿Cómo? —Así... Y Pilarcita hace unos jerebeques graciosísimos con cara, manos y brazos, y concluye lanzando una franca carcajada. —Dicen que de esa manera—añade—resulta más bonito el modelo que se presenta. —Y las señoras, ¿qué actitud toman?
  • 21. 21 —Las señoras están sentadas, mirándonos muy fijas y muy atentas… Lo fisgan todo, porque ya sabe usted que las mujeres somos muy fisgonas. —¿Y usted, entre tanto, sigue sus paseos muy seria y muy formal? —Más seria que un juez... Pero la procesión va por dentro... Mientras me examinan, unas veces estoy riendo y otras rabiando, según como me coge... No lo notan, claro. —Ya me lo figuro. —Hay muchas señoras que nos piropean, y eso siempre le agrada a una... Cuando el dependiente les indica lo bonito que es el vestido, ellas contestan: "A esta muchacha le va muy bien por la buena figura que tiene. Pero a mí, con estas carnes, no habría quien me mirase a la cara." —¿Serán las menos, no? —Así sucede... Muchas van acompañadas de sus maridos o de sus novios, y algunos de ellos nos echan unas miradas incendiarias graciosísimas. —Me lo explico. —Pues las que no se lo explican son sus mujeres o sus novias, pues algunas se indignan mucho. —¿Y ustedes qué hacen? —Ya le he dicho que estamos calladas; no hay quien nos haga hablar... —Nada más que paseítos y figuritas. —Eso es... A mí lo que me molesta mucho es lo que vienen exprofeso a pasar la tarde. —¿Quiénes? —Los pelmazos... A lo mejor, unos chicos que no tienen nada que hacer buscan a dos amigas suyas y se dedican a matar el tiempo recorriendo talleres de modistas… En seguida les conozco que vienen de broma; no pueden contener la risa. —¿Y por qué no les manda usted a freír espárragos? —No puede ser, no puede ser… Nuestra obligación es oír, ver y callar, dejando que nos examinen… Lo mismo ocurre con las otras modistas que van a ver los modelos nuevos para copiarlos. Todas dicen lo mismo: "Tengo un encargo de fuera". Y después que se han salido con la suya, se marchan diciendo: "Ya volveré mañana... Veremos si me decido a comprarlo..." —¿Y no nota usted que algunas señoras le tengan envidia de su figura? De nuevo a la maniquí se le enciende el color; pero la fuerza de la sinceridad se impone, y contesta: —Sí, señor, sí; algunas no pueden disimularla... Sobre todo, las gordas... —¿No le entra a usted el miedo a engordar? —Por ahora, no… Como no me puedo sentar en casi todo el día, no hay peligro de que me aumenten las carnes. —¿Y maniquíes de calle no hay todavía en Madrid? —Sí, señor; ya las hay; les regalan el traje para que lo paseen… Son ciertas mujeres, ¿sabe usted?
  • 22. 22 —¿De modo que el maniquí es muy conveniente para los modistas? —Convenientísimo... Las muchachas que te exhiben hacen lucir la prenda, le dan un gran valor. —¿Y qué aspiraciones tiene usted? ¿Supongo que no pensará en ser maniquí toda la vida? —Claro que no... Pero no tengo aspiración alguna... No sé lo que me reserva el porvenir. —¿No hay novio? —Hay novio; pero ¡cualquiera sabe si llegaremos a casarnos! —Una última pregunta Pilarcita: ¿No les da a ustedes rabia que un traje que les cae a la perfección se lo lleve una señora que resulta un adefesio vestida con él? —Sí, señor; algunas veces, sí… ¡Da rabia, pero qué le vamos a hacer!... Esto es lo que me temía... El maniquí humano es cruel; la mujer pobre, bonita y admirablemente formada luce con garbo y elegancia un vestido ajeno, que después se lo lleva otra... Y es forzoso que el orgullo femenino sienta la herida... El maniquí humano es cruel... Pero..., es gracioso, es atrayente, es incitador... ¡Viva la vida moderna! ¡Vivan los maniquíes de carne y hueso!
  • 23. 23 EL FEMINISMO Y LA RULETA, O LAS SEÑORAS CASADAS A QUIENES DOMINA LA FIEBRE DEL JUEGO En Madrid hay mujeres decididas a defender su derecho a timbarse las pesetas He aquí un nuevo aspecto del feminismo bastante original. La fiebre del juego, que parecía antes patrimonio exclusivo de los hombres, se extiende ahora a las mujeres. Y no se trata, ni mucho menos, de las tanguistas, de las alegres. De este asunto traté ya en una crónica anterior. Las mujeres de que voy a ocuparme en la información de hoy son señoras, en toda la extensión de la palabra. La mayor parte de ellas se hallan estrechadas a un hombre por al lazo de Himeneo, esa más o menos dulce coyunda matrimonial. Muchas tienen hijos a quienes dar el pecho entre pase y pase, desdeñando quizá por sus deberes maternos una racha de encarnados. Estas señoras se han impuesto, unas doblegando la autoridad de sus maridos y otras recatándose de ella. No me negarán ustedes que el tema es de suyo interesante y que justifica por todos conceptos la curiosidad de un informador con ciertos ribetes de costumbrista. Además, yo justifico en absoluto la actitud de esas señoras. Los hombres llevábamos ya mucho tiempo perdiendo el dinero por esos garitos, y de nuestro vicio eran ellas siempre las víctimas. Hora es ya, pues, de que las mujeres se desquiten y que haya hombres que al llegar a su casa una noche se encuentran con que no pueden cenar porque su adorada esposa ha tenido a bien jugarse los cuartos.
  • 24. 24 Existen en Madrid algunos centros de experimento situados en un barrio del Oeste, donde sus dueños han comprendido las altas razones en que se funda la idea feminista.… Las mujeres tienen los mismos derechos que los hombres; las mujeres están capacitadas para disfrutar los mismos vicios que el sexo contrario... Y con un altruismo laudable y ejemplar, y sin necesidad de previas discusiones ateneístas; las han abierto las puertas de sus casas... Y muchas de ellas, ¡las infelices!, han acudido a la invitación como borreguitos y corresponden a la fineza tafurera dejándose los cuartos. Vamos a enterarnos de cosas que se relacionen con estas mujeres de ideas y actos tan progresivos… ¿Quién me informará bien sobre las señoras jugadoras? No puede ser otro que uno de los empleados de esos centros que haya convivido con ellas y, ¡ay!, hasta las haya padecido. Para realizar mi propósito me encamino a la casa de mi amigo Cuenca, que, por razones de índole económica, fue portero de un "kursaal" durante una larga temporada, y que hoy se halla, por fortuna suya, retirado en absoluto de sus negocios. Le expongo mis deseos y los acoge con una gran carcajada: —¿Va usted a ocuparse en una información de doña Amalia, doña Lola y doña Tecla? ¡Ja, ja, ja!… Tiene gracia... Por mi parte, todo lo que usted quiera. La jovialidad con que ha sido acogida mi pretensión me sirve de estímulo para comenzar mis preguntas. —¿De modo que usted cree que el contratista de juego a quien se le ocurrió establecer ruletas reservadas para señoras tuvo una idea genial? —Estupenda... Yo no lo creía; pero comenzaron a acudir igual que las moscas a los panales. —¿Y se recataban? —Al principio, todas. Todavía continúan muchas mirando a un lado y otro antes de entrar en el "kursaal", por miedo a que las observe algún conocido; pero la mayor parte dan la cara. —¿Se imponen? —Ya lo creo que se imponen. Muchas consiguen que el propio marido las acompañe y hasta le incitan a que juegue... Y una de ellas..., ¡esto es muy grande!... Si no lo hubieran visto estos dos ojos no lo creería... Pues una de ellas llegó a conseguir que mientras estaba timbándose las perras, el esposo la esperase en el jardín... Hubo días en que el tío se llevó un plantón de cuatro horas. —¿Es que la casa le prohibió la entrada ? —¡Quiá! Quien se lo debió de prohibir era su mujer... Se conoce que a ella no le gusta que nadie la fiscalice. ¡Magnífico marido! ¡Estupendo marido! No cabe duda de que se trata de un hombre que tiene de la vida una concepción amplia, y que su filosofía comprensiva y razonable le conduce a la tranquilidad de espíritu... Debe de ser una de las pocas personas realmente felices. —Lo que no creo que sea verdad—añado—es lo que me habían contado referente a señoras que de vez en vez tienen que levantarse de la mesa de ruleta para dar el pecho al niño.
  • 25. 25 —Pues hace usted mal en no creerlo... Ha habido algunas que se dejaban al niño con la niñera en el jardín... Si al rorro se le ocurría llorar mucho, la madre, de muy mal humor, dejaba el juego para alimentar a la criatura. El chico conseguía su propósito, pero no sin que le llenasen de imprecaciones: "Me has hecho perder una racha de negros", "Vas a ser el culpable de que no me desquite " , "Si pierdo, tú vas a tener la culpa". —No está mal que los chicos comiencen a oír tales cosas... Y dígame, amigo Cuenca, ¿las señoras que concurren a esos "kursaales" serán todos del barrio en que están establecidos? —Al principio, sí, señor... Pero no tardaron en acudir de todas partes... Van algunas que viven en el lado opuesto de Madrid. —¿Y van todos los días? —En cuanto agarran la afición, y eso ocurre a escape, no las detiene nada... Aunque caigan chuzos, no hay miedo de que se acobarden… Tratando con ellas me he convencido de que las mujeres son valentísimas; yo creo que mucho más que los hombres. —¿Y qué tal perder tienen? —¡Malo! ¡Muy malo.! No hay quien las aguante. Por fortuna, se desahogan diciéndose impertinencias entre ellas. —¿Y no le ha ocurrido a usted nunca que le hayan pedido dinero? Cuenca me lanza una mirada que es todo un poema. Parece que le he tocado un punto que fue objeto para él en tiempos pasados de cierta preocupación... Luego dice: —Todos los días me daban sablazos… Le aseguro que las mujeres tienen para esto mucha menos vergüenza que los hombres, ¡y ya sabe usted que los hay frescos!… Al principio me "colé", y me dejaron algunas pellas... En vista de esto, me negué en redondo a soltar ni cinco céntimos siquiera. Pues tuve que aguantar unos escándalos gordos. —¿Sí? —Ya lo creo.... Y todas me decían lo mismo: "Yo soy una señora decente... ¿Es que me ha tomado usted por una tanguista de las de abajo? ¡Habráse visto el tío!" —¿Se sentían sobrinas porque no se conmovía usted? —¡Se sentían furias! ¡Y las trampas que meten o procuran meter! ¡Huy, mi madre!... Yo no he visto nunca a hombre alguno con tanto amor como las señoras a levantar muertos o a colocar galápagos... Aprovechan cualquier descuido del inspector, y hasta las hay que le dan coba hablándole de los hijos y de lo caro que está todo... Pero lo gracioso es cuando una señora le levanta el muerto a otra... ¡Qué discusiones!… Mientras no haya insistencia, la casa abona a las dos la postura... Lo que ocurre es que algunas le toman tanto gusto al procedimiento, que hay que prohibirles la entrada. —¿Y no hay jugadoras decentes que tengan un miedo terrible a su marido? —Sí; las hay. ¡Ya lo creo que las hay!... Ahora, que confesarlo, no recuerdo más que una que lo haya hecho... Esa estaba siempre diciendo: "Si se entera mi esposo, me mata. ¡Les aseguro que me mata!" Lo decía con tal tono de seguridad, que llegamos a inquietarnos. —¿Y qué ocurrió? —Matar, no creo que la haya matado; pero mucho me temo que le pegase un palizón "de alivio", pues de repente dejó de ir y no se la volvió a ver más... El dueño del "kursaal" no se atrevió a enviar recado a la casa preguntando por ella.
  • 26. 26 —¡Ah! ¿Pero se mandan recaditos? —Es natural. Como las señoras suelen ser parroquianas fijas, la tarde que faltan se supone que están enfermas, y el jefe se interesa por su salud. —¡Qué galantería! —Hubo una temporadita en que el "kursaal" consiguió que se jugase también por la mañana… ¡Entonces sí que acudieron señoras! ¡Y la mayor parte llevaban el libro de misa en la mano! Claro; en sus casas habían dicho que iban a la iglesia. —¿Y no les falta nunca dinero? —En eso les ocurre a ellas igual que a los hombres... Si no lo tienen, lo piden, y si no se lo dan, lo roban en casa. Recuerdo a una que desvalijó su propio domicilio… ¡Era de las que se recataban!… Un día se presentó su marido al dueño para rogarle que no la dejase entrar... Resultó que se lo había llevado todo: en la casa aquella no quedaban ni vajilla, ni cubiertos, ni sábanas, ni almohadas, ni toallas... Todo lo empeñaba la buena señora con tal de tener para jugar la línea de los treintas y un pleno al 25. —Sí que debía de ser una alhaja. —A esa tampoco la hemos vuelto a ver. Y y a sería sacrificio… ¡Porque el juego la volvía loca de entusiasmo! Yo creo que disfrutaba aunque perdiese. —¿Y estas señoras decentes no se hablan con las tanguistas? —Nunca, nunca... Para eso sí que conservan una gran dignidad… Las miran de arriba abajo con aire de desprecio y se encaminan a las salas que se reservan para las señoras, a las que entran además algunos caballeros bien conceptuados. —¡Admirable organización!... Y si las autoridades les prohibiesen jugar, ¿se resignarían ellas fácilmente? —¡Quia! Ya ocurrió una vez… Se pusieron como fieras... Se les oía gritar: "¡Nosotras tenemos el mismo derecho que los hombros!" Muchas intentaron ir en manifestación a hablar con Millán de Priego. —¡Magnífico! Son mujeres conscientes... El feminismo progresa... Y abandono la casa del simpático amigo Cuenca pensando que, después de todo, no podría negarse a las mujeres lo que se concede a los hombres... Si se autoriza a ellos para que se arruinen a su gusto, no hay derecho para privar a ellas de la intensa dicha que supone el quedarse sin dos reales... Y sobre todo, que lo que no puedo evitar un marido, un novio, un padre o un hermano no se le va a exigir a un jefe de Policía… ¡Ruede, pues, la bola, y viva el feminismo anárquico y vicioso!
  • 27. 27 GRANDEZA Y DECADENCIA DE UN ANTIGUO DOMADOR DE LEONES Antes le obedecían las fieras y ahora maneja muñecos de retablo ¿Se acuerdan ustedes del célebre domador de leones Félix Manlléu? No, ¿verdad?... El tiempo corre muy de prisa, y la generación actual nada sabe, ni le importa, de las cosas y los hombres que fueron populares antaño. El viejo Saturno continúa devorando sus hijos, y tan sólo alguno que otro puede substraerse a esa ley inexorable. Y menos mal si le coge a uno con un poco de dinero el momento de la inevitable ingurgitación. Ello siempre alivia el terrible percance, y hasta así nos halaga el hecho de que nuestras acciones pasadas se sumerjan en el olvido. Ese no os ciertamente el caso de Félix Manlléu... El antiguo domador de leones español, que conmovió con su arte a los públicos de París, Londres, Roma, Viena, Madrid, Budapest, Berlín, San Petersburgo, etc., que supo a fuerza de audacia y destreza evitar el zarpazo mortal do sus fieros animales, ha llegado a una relativa vejez sin producto alguno de sus glorias pasadas, y ha tenido que cambiar de oficio para no morirse de hambre. Félix Manlléu es actualmente guiñolero, valga el galicismo. Félix Manlléu gana su pan manejando los muñecos al aire libre en el paseo de Rosales, ante un público infantil, que ríe con risa franca y sana.
  • 28. 28 ¿Cómo se ha operado tan radical transformación? Escuchad su propia referencia, oída por mí hace unas cuantas noches en un "tupi" de la glorieta de Quevedo, y que voy a procurar transcribir íntegra. —Llegué a Madrid hará nueve años con cuatro ejemplares... Me encontraba viejo, cansado y comprendiendo que era necesario cambiar de oficio. Vendí los leones a Darius Estel, un compañero mío, y con el importe puse una frutería. —Hombre, ¡qué ocurrencia! —Desdichada, completamente desdichada... Pero ¿qué quiere usted?… No sé por qué, mi ideal durante muchos años fue dedicar los últimos de mi vida al oficio de frutero. Al oír a Manlléu, mi memoria recuerda otros casos de artistas, cuyo arte era bastante diferente al del ex domador de leones, que me han expresado idéntica aspiración… ¿Será la frutería una especie de Tebaida para los artistas hastiados de la relación directa con el público? —¡Pues quebré! Toda la fruta se la llevó el demonio... Y un mal día me vi en medio de la calle con mis dos compañeros únicos e inseparables: dos perros daneses. —¿No tiene usted familia? —En la actualidad, ninguna, pues han muerto hasta los perros… Me hallo solo en el mundo, completamente solo; pero ya conocerá el refrán de que más vale estar solo qué mal acompañado. —¿No lo dirá por los perros? —No, señor; por los perros no lo digo... —Siga contando... —Verá... Cuando perdí la frutería, alquilé un cobertizo en un solar de la calle de Eloy Gonzalo. Lo hice para que los pobres animalitos estuviesen más libres. Todavía sigo viviendo allí... Como todos los preocupados por cuestiones económicas, me dediqué a los grandes paseos, y una mañana di con mis huesos en Rosales. —¿Para tomar el sol, no? —Sí; buscaba la luz, y no cabe duda de que la encontré... Allí había dos hombres con el guiñol y mucha gente a quien le entusiasmaba el espectáculo... Y en seguida eché mis cuentas y me dije: "Si esos se ganan el cocido con esto, yo lo tengo también asegurado, pues sé trabajar el negocio mucho mejor que ellos". —¡Ah! ¿Se había usted dedicado con anterioridad a mover los monigotes? —Profesionalmente, no, señor… Lo aprendí de chico y por broma, sin pensar nunca que podría llegar un día en que me serviría para comer. En mi juventud, los muñecos se trabajaban muy bien; hubo verdadera afición y se sabía distinguir entre los guiñoleros malos y los buenos... Luego la afición se fue perdiendo poco a poco… Pero en la actualidad vuelve, ya lo creo que vuelve. —Y desde qué formó usted el propósito de dedicarse al nuevo oficio hasta que lo puso en práctica, ¿transcurrió mucho tiempo? —Unos cuantos días nada más… Como al principio tuve las naturales vacilaciones y hasta un poco de azoramiento, busqué un socio… El socio pedía al público y yo trabajaba dentro del bastidor.
  • 29. 29 —¿Manejando los muñecos? —E imitando la voz de los personajes, que unas veces tiene que ser atiplada y otras ronca… Para todo esto me doy muy buena maña, aunque me esté mal el decirlo… Pues a lo que iba: comencé con un socio, pero no tardé en trabajar solo... Aquel hombre tenía un carácter insoportable: en vez de atraer público lo asustaba... —Que no serían precisamente sus deseos... —Ni mucho menos... Me declaré autónomo, y me fue de perillas… Desde hace ya ocho años, yo solito me las arreglo—asegura con cierto aire de satisfacción, como hombre muy satisfecho de su independencia, pero sin empaque alguno, con la naturalidad con que se dicen las cosas personales en las que no interviene el amor propio. Y paso a interrogar a Félix Manlléu sobre su flamante profesión, cuyos detalles los he considerado siempre de un grande interés. —Hay tres clases de guiñol—dice—: el guiñol autómata, que se mueve por hilos, y para el cual se necesita un teatro... En Madrid, hace veinte años, hubo algunos, preciosos...; luego viene el guiñol a voz natural, que es el más sencillo de todos, y queda, por último, el que yo trabajo actualmente: el guiñol polichinela, o sea con pito, —¿ Y lo toca usted ? —Yo no toco nada... Se llama pito el cambio de voz. No crean ustedes, a pesar de que se repitan las palabras guiñol y polichinela, que los muñecos manejados por Manlléu tengan nada que ver con los personajes de las comedias de monigotes italiana y francesa..., no; ni Colombina, ni Arlequín, ni Polichinela se exhiben en el paseo de Rosales, ni mucho menos Guiñol, Camezón, Parcinet o Bergamín... Son iguales; se alegran, lloran o se zurran de la misma manera que aquéllos, pero se hallan bautizados por Manlléu con otros nombres más castizos, más populares. Los muñecos se llaman la tía Anastasia, el señor Romualdo, Cristóbal, Perico el Cojo... —¿Y no le lleva a usted nadie el teatro? —No, señor... ¡Si no es más que un bastidor!... En el solar, con un poco de madera, lo he construido. Y las decoraciones también me las pinto yo. No son una maravilla artística, ¡je!, ¡je!..., pero sirven para lo que uno se ha propuesto. —¿Siempre trabaja usted en Rosales? —Generalmente. Al aire libre es mi sitio preferido... Allí tengo parroquia fija. Y atraigo a todas las institutrices, porque, a lo mejor, me lanzo a hablar en varios idiomas… Conozco seis... Francés, inglés, alemán, italiano, portugués y el mío. Y siempre gusta a las personas que están lejos de su país escuchar que hablan su lengua. —¿Y las obras que representa son también de usted? —También, yo las invento, procurando siempre intercalar alusiones a lo ocurrido cada semana... El repertorio no hay más remedio que cambiarlo mucho; pero es en la forma nada más; el fondo no varía. —Lo mismo que en la literatura. —Aquí todo estriba en que acaben siempre los muñecos a garrotazo limpio… Esas refriegas entusiasman a los chiquillos… ¡Hay que ver la algarabía que meten en cuanto ser arma la ensalada de palos y va por el aire la peluca de doña Robustiana!
  • 30. 30 —¿Y no tiene usted cierto cariño de autor a determinadas producciones suyas? Félix Manlléu, al principio, no parece comprender bien la pregunta, o le extraña, pues se queda indeciso, sin saber qué contestar… Al fin se repone y afirma: —Tiene usted razón… No había pensado en ello; pero es verdad… Tengo preferencias; hay unas obras que no están mal del todo… Son: “El cacharrero”, “La boda de Cristóbal”, “Un desafío a cante flamenco” y “El barbero”. Esas gustan siempre, siempre. —Pues las anunciaré… El reclamo lo tiene usted bien merecido… ¿Y de qué medios se vale para atraer al público? —Me basta con tocar la campanilla y en cuanto aparece un chico, ya hay función. El se encarga de buscar a los demás, y yo creo que surgen de debajo de la tierra, porque no se ve uno, y a los tres minutos de empezar hay ciento. —¿No arman alborotos? —Si se les ocurre escandalizar, les amenazo con dejar el bastidor, y entonces se callan, por la cuenta que les tiene, y no se oye más voz que la mía haciendo el pito… Las secciones son muy fatigosas, pues duran un cuarto de hora… No puedo hacer al día más que cuatro o cinco, y aún así, me cuesta fatigarme mucho. Al final de cada uno paso el guante. —¿Y se saca? —Para vivir… Yo soy poco gastador, pues, por fortuna, no tengo vicios… Así es que no me quejo, estoy muy satisfecho… Y de cuando en cuando consigo extraordinarios que me redondean. —¡Hombre! —Sí, señor; me llaman para dar representaciones en las casas aristocráticas o de gente rica… He ido, entre otras, a la de la marquesa de Urquijo, a la del pintor Benedito, a la iglesia de San José y a varios colegios… En esos sitios da gusto trabajar; se prestan a que uno haga más cosas y tenga mayor lucimiento… Suelo llevar muñecos nuevos y decoraciones nuevas. —¿De modo que está usted contento? —Sí, señor; estoy contento. Ahora, que no se me olvidan mis tiempos de domador. ¡Eso no puede olvidarse nunca! También siento la pesadumbre de que el Ayuntamiento de Madrid, de este pueblo donde me crié, no se haya acordado de mí para director del Parque Zoológico. ¿Qué otro puede serlo mejor? Yo hubiese traído fieras, porque hay ejemplares de sobra… Con dinero hay todas las que deseen… Y ejemplares magnífico. No deje de decirlo. —Pierda cuidado. Pero por si no se repara la injusticia continúe con los muñecos. —Sí, señor, sí… ¡No faltaba más!… Gracias a ellos puedo vivir. Y he aquí, lector, lo que el antiguo domador de fieras me ha referido sobre los guiñoles al aire libre, que tanto interesan y entusiasman a los chicos… El retablo de Maese Pedro prosigue sugestionando a la infancia, aunque ya no hay Quijotes que desbaraten el tinglado… También hay que advertir que Félix Manlléu no es precisamente Ginés de Pasamonte.
  • 31. 31 NUEVA ENTREVISTA CON FÉLIX MANLLÉU, QUE HABLAAHORA DE SUS TRIUNFOS COMO DOMADOR DE FIERAS El aprendizaje, el valor personal, los zarpazos y dentelladas, las ovaciones delirantes y… la vejez Dibujo de Bagaría —Amigo Manlléu. Aquí me tiene usted. Lo prometido es deuda… De modo que es necesario que ahora mismo me hable sobre su antiguo trabajo de domador de fieras. Hay que hacer esta segunda información para complementar la de guiñolero. —Pues como usted quiera. Vamos a algún bar o café de los de por aquí. He sorprendido a Félix Manlléu en el momento en que entraba en su humildísima vivienda, un cobertizo dentro de un solar, al principio del paseo de Eloy Gonzalo. Allí vive solo, y él mismo se hace la comida, el viejo domador, ídolo, hará treinta años, de los públicos europeos, y que hoy, en plena vejez, se ve en la necesidad de ganarse la vida manejando un guiñol, que entusiasma a los chiquillos por las calles y paseos de la villa. Como los bares de la glorieta de Quevedo se hallan atestados de público, descendemos hasta la glorieta de Bilbao, y tampoco allí es empresa fácil encontrar sitio desocupado en un establecimiento; pero por fin logro, en uno de ellos, apoderarme de un velador, junto al cual Manlléu y yo tomamos asiento. Ya hice la presentación al público del ex domador hará unos seis meses. Desde entonces Manlléu ha variado poco; sigue ostentando unos largos bigotes, hoy completamente grises, que le dieron gran fama en su época, y todavía defiende con buena pelambre su cabeza contra la inclemencia de la calvicie. En la mirada de este hombre, que tiene el cuerpo acribillado a zarpazos y dentelladas, se advierte un matiz extraño, una mezcla de energía y de bondad inseparables e inconfundibles. En los ojos vivos de Manlléu creo percibir su carácter.
  • 32. 32 —¿Siempre con los muñecos, amigo Félix?—le pregunto. —Siempre. Hoy, como domingo, y con el día espléndido, se ha hecho un negocio regularcillo... Mire, mire... Y me enseña unos montones de monedas de cobre que saca de los bolsillos del pantalón. —Para vivir; el guiñol da lo justo para tener un albergue modesto y asegurarse la alimentación precisa... ¡Que no falte!... Y por lo que pueda suceder, me he quitado de fumar para asegurarme bien la voz, que para los muñecos es necesaria. Con verdadera delectación bebe Manlléu un vaso de lecho caliente. Es la única bebida que trasiega a su estómago, pues, de antaño, es enemigo del alcohol, y a ello atribuye el haber llegado a la vejez fuerte y ágil. —Todavía crea usted que me comprometo a trabajar en una jaula con dos leones— asegura. —¡Canastos!—exclamó, sin afirmar ni negar nada, ya que no deseo quitarle ilusiones, que tal vez tengan algún fundamento, dada su excelente salud... Pero no sé por qué se me figura que las fieras acabarían por conocer que era un anciano, y le faltarían al respeto en cuanto intentase presentar un número dificultoso—. Cuénteme usted, amigo Félix, cómo se hizo domador y quién le enseñó tan peligroso oficio. —Verá... Soy hijo de artistas de circo... Mi padre exhibía fieras, cosa muy distinta de domarlas, pues en aquel tiempo no había domadores. Al primero que se lo ocurrió que fuera posible domar tigres y leones fue a un francés, M. Lucas. —¿El Cristóbal Colón de los domadores? —Eso es... A él corresponde la mayor parte de gloria, por haber sido el primero de todos. Al pobrecito le devoraron las fieras, —¡Qué atrocidad! —No se puede esperar otra cosa; lo extraordinario es lo que me ha ocurrido a mí: que me hayan dejado con vida. —Sí que debe ser una delicia de profesión. —Después de M. Lucas—agrega—, salieron M. Bernahean y M. Videl, también franceses, Monsieur Videl fue devorado por sus cinco leones. —Vaya por Dios. —Todas estas noticias las comentábamos mucho la gente de circo, y a mí me entró una curiosidad loca por la nueva profesión; y como mi padre ya digo que exhibía fieras, yo ya me había acostumbrado un poco a estos animalitos. Entonces tenía yo mis buenos diez y seis años. —¡Magnífica edad! —Me marché a Gibraltar, donde se me ocurrió un negocio estupendo. Amaestraba palomas para que me pasasen tabaco a La Línea… Pero he aquí que entonces aparece en Gibraltar el célebre coronel inglés Boque, el cual, después de pasar muchos años en África, pidió el retiro para dedicarse a domar leones. —¿Y dejó usted las palomas por las fieras? —Lo ha adivinado. Yo no me separaba del coronel, el cual al ver que yo tenía alguna costumbre de tratar con leones, me tomó a su servicio; y tan contento quedó de mí, que al poco tiempo me nombró jefe de toda la dependencia. Con él hice yo mi verdadero aprendizaje, que luego, como es natural, lo perfeccioné con la práctica.
  • 33. 33 —¿Y siguió usted mucho tiempo con el coronel? —Poco, por desgracia... Verá. Desde Gibraltar fuimos a Malta, y, a la tercera representación, los cinco leones se arrojaron sobre el infortunado Boque... Fue un momento terrible, como usted comprenderá… Todo el mundo gritaba; pero ni una sola persona se decidía a entrar en la jaula... Lo hice yo al fin, y saqué al coronel acribillado el cuerpo a dentelladas. El público me ovacionó frenéticamente. —¿Y Boque se lo agradeció a usted? —Boque ni se dio cuenta, pues a los tres días falleció de las tremendas heridas, sin recobrar el conocimiento. Pero el Gobierno inglés, al enterarse de lo que yo hice, me condecoró y me pasó diez reales diarios durante cuatro meses. —No es una fortuna, precisamente. —Es que poco después no me hacían a mí falta para nada las pensiones. Estuve en tratos con la viuda para trabajar las fieras pero ella prefirió venderlas... Y entonces me lancé al negocio por mi cuenta y riesgo. —¿Estaba usted lo suficientemente adiestrado? —Nunca lo está uno del todo; pero, en fin, algo sabía. —¿Y la muerte del coronel no le quitó ánimos? —Al revés. Cuando me encerraba con las fieras y conseguía domarlas a fustazos, me parecía algo así como si le vengase. Me acuerdo como si fuese ahora del día de mi debut... Fue en Valladolid; quedé bien, y convencido de que servía para el trabajo... —¿Y qué clase de fieras ha domado usted? —De todo: tigres, osos blancos y negros, lobos, hienas, león abisinio, que es el mejor del mundo; leones americanos, quo no tienen melena, leopardos... Con los felinos hay que tener gran cuidado, pues no conocen al domador por el olfato, sino por la vista, y, sobre todo, por la voz. También para este oficio la voz es importantísima, pues basta la más ligera afonía para que los animales le pierdan a uno el respeto, y ya puede usted calcular lo que eso significa. —Me hago cargo, me hago cargo. —La condición necesaria para bregar con fieras—añade Manlléu—es la sangre fría, que no se puede perder ni un segundo. Hay que estar impasible e inalterable a todo, al menos en apariencia. —Usted con sus fieras "hacía números" de mucha complicación, ¿verdad?—le pregunto. —¡Que me costaban gran paciencia y trabajo presentarlos! De los números a la alta escuela presenté: el carro romano, que conducían leones; las pirámides—las fieras amontonadas unas sobre otras formando pirámide—, el banquete—un servidor comiendo con mis animales—, la balanza y el equilibrio y la bicicleta. Este último me costó tres años de esfuerzos terribles. El maldito león no quería aprender a montar en bicicleta. Pero, al fin, le hice un ciclista estupendo. —Sí que hace falta paciencia…
  • 34. 34 —Después de los números a la alta escuela viene el trabajo feroz, que consiste en exacerbar a los animales, disparando tiros para asustarlos. Ya lo conocerá usted de verlo en los circos. El público supone que hay alguna trampa, y está engañado. ¿Qué trampa puede uno hacer con las fieras? Ese trabajo es sumamente peligroso, y en él han sido destrozados muchos domadores. Ahora bien: es de absoluta necesidad para la doma de la fiera, que se hace sólo con fusta y una horquilla, cuya misión principal es la de sostenernos. Lo del hierro candente, que habrá usted oído contar, es un embuste, que no sé cómo hay personas que lo pueden tomar en serio. —¿Y usted se dio a conocer pronto? —En España, en seguida; en el Extranjero me costó bastante trabajo. Félix se queda como preocupado unos segundos ante el recuerdo de un sucedido de importancia y gravedad, y luego dice: —A fuerza de insistir y de pedir conseguí que me contrataran por muy poco dinero, casi gratis, en un circo de París. Yo a todo trance quería llamar la atención, hacerme cartel, y para ello se me ocurrió un disparate enorme, una barbaridad como no hay idea... La verdad es que no sé cómo lo cuento… Tenía yo media docena de lobos amaestrados, y para que me acometiesen y resultara un número de grande emoción, me metí carne en la ropa... Yo creí que se comerían la carne ajena, pero que respetarían la de su amo... Sí, sí… El lobo, en cuanto huele carne, recobra su fiereza y salvajismo natural, y no me respetaron..., ¡qué me iban a respetar!; quedé acribillado a dentelladas y estuve un mes en el hospital. —¿Pero se hizo usted la "réclame"? —Enorme; conseguí que durante cuatro o cinco días no se hablase en París más que de "le espagnol des loups"... Desde entonces el camino comenzó a serme fácil de recorrer. Todas las puertas se me abrieron y me llovían contratos de todas partes. Recorrí Europa entera y gané sueldos que hasta entonces ningún otro domador hubo ganado. Fui al circo imperial de Moscú, con los viajes pagados y dos mil francos de sueldo por representación. En Londres cobraba mil quinientos, y en París, Viena, Berlín, Madrid, Budapest, etc., mil pesetas. —¿Y esos sueldos los mantuvo usted mucho tiempo? Cerca de treinta años. —¿Y cómo no se acordó usted de que llegaría un día en que la vejez le imposibilitara trabajar? ¿Cómo no ahorró usted, si le debió de ser relativamente fácil hacerse un capitalito modesto? —Siempre pensé ahorrar; siempre deseé ahorrar, se lo juro a usted—afirma con cierta emoción—. Pero no pude, no pude. No tiene usted idea de los gastos enormes que me veía necesitado a sufragar. Hubo cosas de familia que se me llevaron bastante dinero, y después unos malditos negocios de minas en que tuve la mala ocurrencia de meterme acabaron con todo. Además, yo tengo muy mala suerte para estas cosas; ya le conté que invertí en una frutería el producto de la venta de mi último par de leones. Creí que podría acabar mi existencia de frutero, con gran tranquilidad, y al año quebré, y tuve que dedicarme al guiñol en la calle para que no me faltara un pedazo de pan. Los ojos del viejo domador, que supo triunfar en todos los circos de Europa, se han humedecido ligeramente. Pero Félix Manlléu se recobra pronto, y adopta una actitud, mezcla de resignación e indiferencia, como hombre que sabe despreciar las veleidades de la suerte voltaria.
  • 35. 35 —¿De modo que ha sido usted durante muchos años el "as" de los "ases" entre los domadores? —Sí, señor; esa es la verdad—replica en tono orgulloso, muy justificado—. Donde yo llegaba, boca abajo todo el mundo. Fui el campeón de los domadores de fieras, y todos los de mi profesión me trataban con un gran respeto. La leve tristeza que le produjo el recuerdo de su falta de recursos se ha disipado en absoluto ante la remembranza de sus glorias pretéritas, cuando Félix Manlléu no tenía rival en su arte peligroso. —¿Y tuvo usted muchas heridas?—pregunto. —Pasan de cincuenta. La piel está materialmente acribillada; pero, después de todo, no puedo quejarme de las fieras, ya que me han dejado con vida. Es la mayor aspiración del que se dedique a este oficio. La más grave de todas las heridas que sufrí fue en el hombro derecho, y me la produjo en Valladolid el célebre león "Regardez", a quien poco después venció un toro en la plaza de Madrid… Pero las heridas de las fieras deben de ser cosa sana, pues no he tenido en mi larga vida enfermedad alguna y he llegado fuerte a la vejez. Me creo en el caso de aprovechar la alegría del viejo domador para espetarle la siguiente pregunta: —Durante tantos años de triunfos artísticos, ¿habrá usted hecho muchas conquistas amorosas? Félix se sonríe con cierta vanidad ante un recuerdo que seguramente le halaga. Y después contesta: —Habría que hablar largo y tendido sobre ese punto. En Rusia, sobre todo, es donde tuve el mayor suceso. Las mujeres me piropeaban; así, como usted lo oye... "¡Bellísimo español!" "¡Bellísimo español!" —¡Caramba!... ¿Usted se ruborizaría? —Me dejaba llevar... La rusa es una mujer muy guapa, y yo caí en gracia, yo caí en gracia. Manlléu se ríe con risa franca ante el grato recuerdo de sus aventuras donjuanescas. —¿Y usted piensa continuar siempre con los muñecos? —No hay otro remedio. Ya le dije la otra vez quo hablamos que mi sueño dorado es que me emplee el Ayuntamiento en la Casa de Fieras. ¿Quién puede estar mejor capacitado para ello? —Eso sí que no cabe duda. —Pero ya no se acuerdan de mí, no se acuerdan, Y tiene razón. ¿Quién se va a acordar de ese pobre viejo?... Sin embargo, creo yo que lo demandado por Félix Manlléu es de justicia absoluta, y además convenientísimo para el Parque de Madrid, pues actualmente no existe otro ciudadano español más capacitado para la brega con animales feroces... Pero su misma aptitud quizá perjudique sus deseos... Si pidiese una plaza de jardinero, de la cual no entiende una palabra, acaso le complacieran en seguida. Y Manlléu vuelvo a repetir; —¡No se acuerdan de uno! ¡No se acuerdan de uno!
  • 36. 36 LA COMPRAVENTAALGO COMPLICADA DE LOS MUEBLES Y OBJETOS ANTIGUOS Por la competencia de los aficionados a los profesionales ¿No es verdad que la calle del Prado ofrece aspecto muy característico con la alternativa de las tiendas de marcos y las de antigüedades, en las que a todas horas hay algún curioso quo contempla los objetos exóticos o vetustos expuestos en los escaparates? El interior de estas últimas tiendas, elegidas hoy como tema para un artículo, produce visto desde fuera cierta sensación de misterio. Será el peso de los siglos, que cae sobre uno y le anonada con su propia grandeza. Esos muebles que confortaron la existencia de nuestros antepasados nos evocan acciones pretéritas acogidas por nuestra imaginación, concediéndoles el prestigio de todo lo que es tradicional y legendario. Y esos hombres astutos y prudentes que trafican con estas cosas, que muchos consideran sagradas, y que desde la calle vemos pasear solemnes y graves por la tienda, nos producen cierto asombro curioso, quizá no exento de admiración. Vamos a satisfacer esa curiosidad y a transmitir luego al público lo que sepamos sobre tan importante materia. ¿Se elige como interlocutor a un anticuario experto ya en el oficio? No... Por muchas razones se debe prescindir de ellos, ya qué dudamos de su espontaneidad. Quien puede informarnos de todo, en la seguridad de que seremos complacidos, es un corredor, o un dependiente. Y después de este soliloquio, en que me hablo de nos, como los obispos, y me pluralizo para darme importancia, acometo el asunto, me favorece la fortuna y no tardo en encontrar un dependiente, con aspiraciones, para un porvenir más o menos próximo, de dueño absoluto, que se presta amable a la conversación.
  • 37. 37 Federico se llama y es un hombre joven y avispado, conocedor perfecto de su profesión, como lo demuestran las siguientes palabras, con que da comienzo el palique tenido en el Café del Prado. —Todo el que se dedica a este asunto chalanea... Salvo raras excepciones, tan chalanes son los aficionados como los profesionales. —¿Sí? —¡Como usted lo oye! Debe de consistir en que eso del chalaneo lo tenemos todos metido en la masa de la sangre... Así se explicará que hasta algunas señoras adineradas que han empezado a comprar por capricho procuren después hacer algún negociejo. —Debe de ser una diversión..., y una diversión muy práctica. —Eso creo yo. —Pero aun con ese pequeño inconveniente, las antigüedades continúan siendo un gran negocio, no me lo niegue. —Lo de "gran" lo niego... Lo de negocio, claro que no... Si esto no proporcionara pesetas no tendría yo la aspiración de establecerme por mi cuenta. —No insista; ya sé que no hay lilas en el oficio. —Lilas no hay, pero antigüedades buenas sí faltan... El negocio, cuando se hizo en grande, fue en los últimos años del siglo anterior… ¡Esto era una mina, una verdadera mina! Salieron de España todos los muebles y objetos del siglo XVI, que sabe usted que el de buen gusto... En aquella época vinieron a nuestro país artistas alemanes y flamencos que tallaban maravillosamente. ¡Y aquí quedó todo! —Hasta que unos trescientos años después los chamarileros españoles se lucraron vendiéndolo a los extraños. —Usted lo dice; y además, creo que hicieron bien. Aquí son escasísimas las personas que saben apreciar una verdadera obra de arte, y, como ya le he referido, contadas las que no piensen en venderlas si les ofrecen algo más de lo que les han costado. —No era censura, hombre, ni mucho menos. —Más vale que hayan salido de aquí a que se quemaran, como ha ocurrido en esta propia ciudad. —¿Se han quemado? —Sí, señor; tapices magníficos tejidos en plata, para extraer esa plata, y retablos de iglesia que debieron de ser verdaderas maravillas, para sacarles el oro. ¡La ignorancia! Federico no os precisamente un arqueólogo, pero presume de cierta cultura, y, como la mayor parte de sus compañeros de profesión, tiene un profundo desdén hacia las personas doctas en la materia, y en particular por aquellas cuya autoridad es reconocida y acatada por los aficionados. Le hago una pregunta relativa a esos señores, y me contesta haciendo un mohín de desprecio: —¡Los sabios! No dan una; le aseguro que no dan una... Para estas cosas lo necesario es tener "ojo", mucho "ojo". Eso que llama "ojo" no es una ciencia infusa, sino cierto empirismo mediante el cual los anticuarios madrileños se creen en la posesión de la verdad absoluta y suelen tener una alta idea de su persona.
  • 38. 38 —Y ahora, ¿qué muebles se venden? —De los siglos XVII y XVIII, época de muy mal gusto en España… En cambio, entonces empezó lo bueno en Francia. —Es natural; estaba en relación de la prosperidad o decadencia de ambas naciones. —Los muebles de esa época son muy bastos; hay todavía algunas mesas de tablero de nogal muy bonitas, bargueños admirables de Toledo o Burgos, y de vez en cuando se encuentra porcelana de Talavera, quo es admirable... Todavía abundan los relojes de sonería y caja... Y no dejan de encontrarse clavos y lámparas muy curiosos de esos dos siglos... Pues con todo eso, y algunas cosas del siglo XVI que aparezcan de tarde en tarde, se va trampeando… Por lo que suspiramos todos es por hallar cerámica hispanoárabe. Eso sí que es un prodigio. ¡Cómo que no la ha habido igual en el mundo más que aquí! —Pero ya estará toda fuera. —Casi toda, sí, señor. —¿Y de qué medios se valen ustedes para las adquisiciones? —Existe el corredor, que da el aviso. Pero la mayor parte de los avisos son falsos... Los corredores suelen tener una gran fantasía, y en todos lados ven tesoros artísticos. —¿Ya no se acecha como cuervos la muerte del coleccionista? —Algo hay de eso; pero realizar buenos negocios es cada vez más difícil, porque las familias están advertidas... Ahora ocurre que la mayor parte de la gente supone que sus objetos tienen un valor más grande, y no hay medio de convencerles de lo contrario. —¿Y qué hacen ustedes? —Nada; aguardar. ¿A quién aguarda este hombre? Pues, sencillamente, a la necesidad, a la miseria. Da, en efecto, mejor resultado que la muerte… Cuando en una casa empieza a faltar lo preciso no se repara en nada y se deshace uno de lo que le pertenece por lo quo le den, por lo que sea, aun a sabiendas de que le engañan... Federico es un psicólogo marrullero que ha aprendido ya todo el valor que en este caso tiene el verbo aguardar. —¿Y por los pueblos no van ustedes ahora?—le pregunto. —¡Quiá! Eso está imposible… ¡Y cuidado que antiguamente se hicieron buenos negocios! Pero ahora se han hecho unos escamones imposibles... Piden el doble que en Madrid por cualquier objeto... Bien es verdad que con ese procedimiento no venden nada; todo tiene su compensación. —¿Y cómo realizan el chalaneo a que se refería usted antes, los particulares? —Son los primeros en entenderse con los anticuarios extranjeros que vienen a España, los cuales siempre han sido los que han hecho los negocios gordos… Hay dos sobre todo, Harry y Huntigton, muy listos, que se llevan siempre lo mejor. Si alguno de ellos trae un encargo particular, rara vez lo busca en las tiendas, porque sabe que no está allí... Lo encuentra en las casas de los comerciantes encubiertos. Mi amigo Federico, a quien sulfura mucho el proceder de estas personas, me comunica los nombres de algunas de ellas, bastantes conocidas, que, como es lógico, no quiero revelar al público, ya que en manera alguna puedo hacerme responsable de afirmaciones ajenas… Después de todo, hay que convenir en que estos señores están en su derecho al comerciar con lo que les pertenece. Así se lo digo a Federico, y me contesta indignado: —Pero que paguen contribución, ¡cuernos!
  • 39. 39 —Bueno, por mí, que la paguen. —Porque ellos están solamente a las maduras, y nosotros, a las duras y a las maduras... Hay objetos, no lo niego, a los que se les centuplica su valor; pero, en cambio, hay otros en que apenas se cubre el gasto... Y, además, aunque usted no lo crea, le diré que nunca estamos libres de que nos metan un pufo. —¿Sí? —Ya lo creo… Va usted a saber lo que me pasó el otro día. ¡La verdad es que yo no tengo la culpa! Se me presentó un sinvergüenza a quien le tenía por muy bruto a venderme unos sables viejos que no valían nada... Yo no los quise... Y el hombre, entonces, me dijo: "Pues en la casa donde hallé esto había una especie de chaleco con unas cosas doradas… Una cosa muy rara y muy fea… Pero pedían nada menos que veinte duros..." Yo abrí cada ojo así de grande. —¿Qué se creyó usted que era? —¡Un peto florentino! Le pregunté: "¿Tiene algún retrato?" Y él me contestó haciéndose el lila: "Sí, señor; una especie de muñeca; para arriba con el pecho medio desnudo, y para abajo, una cola de pescado". Era la sirena de los petos; no cabía duda; se trataba de un peto nielado... No me pude contener y le dije: "Toma veinte duros y compra ese chaleco; no vale mucho; pero a ti te daré diez de comisión". —¿Y era el peto ? —Eran ¡narices! Al tío no le he vuelto a ver. Siento más que me haya tomado por primo que el billete… En cuanto a ese sinvergüenza me lo eche a la cara, lo "majo". —Eso no tiene importancia... Alguna vez se resarcirá usted. Federico cesa en su indignación y me dice: —Si, señor; eso espero... No creo que he de tardar en establecerme. Supongo que ya me ayudarán ustedes, los amigos. —Yo bien poco puedo. Y me despido del futuro anticuario, al que no dudo habrá de favorecerle la fortuna tanto como a Apolinar el "Fenómeno", "Charlot de Valladolid", "Correlindes", Borondo el "Manitas", Cabrejo y otros muchos hábiles en su oficio de la venta y compra de los trastos artísticos y ancestrales.
  • 40. 40 EL VIADUCTO DE HIERRO QUE ATRAVIESA LA CALLE DE SEGOVIA El acreditado tema de los suicidios, las riñas estupefacientes y una terrible preocupación I BREVE EXPLICACIÓN. Vamos a escribir un rato sobre cosas que se relacionan con el inmenso armatoste de hierro tendido sobre la hondonada de la calle de Segovia y que facilita el tránsito por la calle de Bailén y las Vistillas... De una manera muy formal me vienen asegurando su próximo hundimiento desde los tiempos, un poco lejanos, de mi infancia. El Viaducto, con testarudez incomprensible, se empeña en dejar mal a todos esos agoreros. Por lo visto, le gusta llevar la contraria.… Pero yo puedo aseguraros que su contumacia en subsistir concluirá alguna vez, quizá dentro de un siglo, de dos, de cuatro, de ciento o de cuatrocientos, pero se derrumbará indefectiblemente, como corresponde a todas las cosas humanas, y entonces se estremecerán, de gozo en sus tumbas esos maravillosos matemáticos que desde hace cinco lustros nos hablan de la inestabilidad en su construcción. El Viaducto en sí no es lo que me interesa particularmente... Yo quiero ocuparme de ciertos aspectos relacionados con él... Las variedades de que voy a tratar son puramente objetivas, en el sentido de no tener relación alguna con la enorme máquina férrea. Entre los temas que constituyen estas variedades doy preferencia, por su carácter vulgar, al de los suicidios; después hablaré de las riñas estupefacientes que han contemplado los bellos y verdes jardines que cubren la falda del montículo, y para concluir haré un leve comentario sobre ciertas preocupaciones que experimentan algunas personas al atravesar el Viaducto... Quizá sea un aspecto algo esotérico; pero mi calidad de iniciado me permite su vulgarización.
  • 41. 41 II EL ACREDITADO TEMA DE LOS SUICIDIOS El hecho de que desde 1874, en que so dio fin a la inmensa mole de hierro, ha sido aprovechada por los desheredados de la fortuna para realizar su propósito de abandonar este mundo deleznable haciéndose papilla sobre los adoquines de la calle de Segovia, no admite dudas. La historia del Viaducto es una historia de sangre; pero ello no tiene nada de particular... Arrojarse por el Viaducto no cuesta dinero, y parece que fue construido por el Estado con el noble propósito de facilitar ciertas determinaciones… Un arma de fuego o un arma blanca son objetos difíciles de adquirir, y lo mismo ocurre con los venenos rápidos y hasta con las sogas... Y este último medio lo repudian, además, ciertas personas de sentimientos religiosos que no desean imitar a Judas. Quedamos, pues, en que nada hay tan práctico ni incitador como el Viaducto para el suicidio… La seguridad de que antes de morir habrán de darse un paseo atmosférico parece que cautiva a algunas personas de espíritu curioso. Lo que pueda ocurrir durante los veinte o treinta segundos que preceden a la caída lo ignoramos todos, pues nadie ha podido referirlo después... Es decir: aseguran en forma muy formal algunos ancianos que hará seis lustros se arrojó cierta señorita, la cual, en el momento de abandonar la baranda, tuvo la suerte de que corriera mucho aire y que el viento inflase sus faldas y las convirtiera en una especie de globo, amortiguándose así el descenso de tal manera, que la suicida fue a caer sobre un coche que regresaba de un cementerio, sin más percance que la rotura de una pierna... Luego se casó con su novio, que era el culpable de la resolución, tuvo muchos hijos y fue muy feliz... Ustedes no lo creen, ¿verdad? Pues yo tampoco. El hecho de que muchos vayan decididos a romperse la crisma y luego se arrepientan es más explicable… Aquello está muy alto, excesivamente alto. No cabe duda de que si se tira uno se estrella..., y la certidumbre de que los sesos van a saltar sobre los adoquines hace considerar la aventura como demasiado atrevida, aun a las personas que más odien la existencia terrestre... Y que haya muchos suicidas con la intención segura de no suicidarse, no sólo es comprensible, sino que merece todo género de alabanzas... A no ser por ellos, la pareja de guardias que está de servicio permanente no tendría justificación. Ellos van al Viaducto, más que por la muerte, por la autoridad. Desean que los representantes del orden cumplan uno de los fines que tienen encomendados, el de salvar la vida del prójimo, y lo consiguen sin grande esfuerzo, ya que nunca han pensado en perder la suya, Todo se reduce a contar una historia lamentable a los guardias, que la escuchan adoptando una actitud mezcla de conmiseración y de duda... Luego se come; el suicidio frustrado siempre produce una cena, frugal desde luego, pero siempre nutritiva... Y resulta que al ir en busca de la muerte se hace algo por la vida.