ACERTIJO CÁLCULOS MATEMÁGICOS EN LA CARRERA OLÍMPICA. Por JAVIER SOLIS NOYOLA
El juego de los abalorios parte156
1. Hermann Hesse El juego de los abalorios
evitarme; me saludaron con una cortesía muy afinada, casi exagerada, una suerte de afabilidad,
pero no supieron recalcar bastante su ocupación en cosas importantes e inalcanzables, su falta
de tiempo, de curiosidad, de simpatía, de deseo de reanudar la vieja relación. Mas yo no insistí
con ellos, los dejé en paz, en su paz olímpica, alegre, irónica, castalia. Los observé y observé
su jornada alegremente activa, como un preso a través de las rejas, o como el pobre,
hambriento y oprimido, hacia el aristócrata y el rico, contento, bonito, culto, bien educado,
bien descansado, de cara y manos cuidadas.
“Y entonces apareciste tú, Josef, y se despertó en mí la alegría, nació en mí una nueva
esperanza, cuando te vi. Pasabas por el patio. Te reconocí por el andar y te llamé por tu
nombre. “¡Por fin, un hombre!”, pensé, un amigo finalmente, quizá también un adversario pero
uno con quien se puede hablar, un verdadero supercastalio, pero tal que en él lo castalio no
estaba endurecido como máscara y coraza, un hombre, un comprensivo ... Debiste advertir qué
alegre estaba yo y cuánto esperaba de ti, y en realidad acudiste a mi encuentro con la máxima
gentileza. Me conocías aún, yo era todavía algo para ti, te complacía volver a ver mi cara. Y
eso no se limitó al breve y gozoso encuentro en el patio, me invitaste y me dedicaste una
velada, me la sacrificaste. Pero, querido Knecht, ¡qué velada fue aquélla! Cuánto nos
torturamos los dos para parecer desembarazados, muy corteses y casi camaradas uno para el
otro, y qué difícil nos resultó arrastrar el cansado diálogo de un asunto a otro! Si los demás
habían sido indiferentes conmigo, contigo me fue peor; este desesperado esfuerzo inútil para
revivir una vieja amistad era más doloroso aún. Esa noche puso fin absoluto a mis ilusiones; se
me apareció amargamente claro que yo no era más un camarada, un competidor, un castalio,
un hombre de clase, sino un palurdo molesto, aunque leal, un extranjero inculto, y lo peor de
todo realmente me pareció el que eso ocurriera en forma tan bella, tan correcta y que el
desengaño y la impaciencia permanecieran tan impecablemente disimulados. Si me hubieras
insultado y reprochado, si me hubieras acusado gritando: “¿Qué ha sido de ti, amigo, cómo
descendiste tanto?” me hubiera sentido feliz y el hielo se hubiese roto. Pero nada de esto
sucedió. Comprendí que se había destruido mi comunión con Castalia, mi amor por vosotros,
mis estudios del juego de abalorios, nuestra camaradería. El repetidor Knecht soportó mi
molesta visita en Waldzell, se atormentó y se aburrió conmigo toda una velada y me puso
delicadamente en la puerta, de una manera inobjetable en todo sentido ...
Luchando con su excitación, Designori se interrumpió y miró con cara angustiada al
Magister. Éste estaba sentado como un atentísimo oyente, entregado sí, pero nada nervioso y
contemplaba al viejo amigo con una sonrisa que estaba llena de amable simpatía. Como el otro
no continuó hablando, Knecht dejó descansar en él su mirada henchida de benevolencia con
una expresión satisfecha y placentera; el amigo sostuvo esa mirada sombríamente.
—¿Te ríes? —exclamó Plinio violentamente, pero sin enojo—. ¿Te ríes? ¿Crees que eso está
bien?
—Te diré —contestó siempre sonriendo Knecht—, acabas de describir lo ocurrido en forma
excelente, en verdad fue exactamente como tú dijiste, y tal vez era necesario todavía el residuo
de deprecación y de acusación en tu voz para completarlo y hacerme revivir tan perfectamente
la escena. Aunque por desgracia consideras visiblemente el asunto un poco con los ojos de
entonces todavía y no reparaste en algo, has contado tu historia en forma objetivamente
correcta, la historia de dos jóvenes en una situación sin duda penosa, que deben fingir un poco
y de los que uno, es decir, tú, cometió el error de ocultar su dolor real y serio tras la apariencia
de un porte desenvuelto, en lugar de quitarse la máscara. Hasta parece que achacas hoy todavía
el fracaso de aquel encuentro más a mí que a ti, aunque te correspondía solamente a ti cambiar
la situación. ¿No lo comprendiste realmente? Pero lo describiste muy bien, debo confesarlo. En
realidad, volví a sentir muchas veces toda la opresión y la perplejidad de aquella hora
Página 156 de 289