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Garikoitz Gamarra Quintanilla1




            Epistemología de las ciencias sociales
                   El lugar de las humanidades en el conocimiento


         Es una cosa terrible la inteligencia. Tiende a la muerte como a la estabilidad la memoria. Lo
vivo, lo que es absolutamente inestable, lo absolutamente individual, es, en rigor, ininteligible. La lógica
tira a reducirlo todo a entidades y a géneros, a que no tenga cada representación más que un solo y mismo
contenido en cualquier lugar, tiempo o relación en que se nos ocurra. Y no hay nada que sea lo mismo en
los momentos sucesivos de su ser. Mi idea de Dios es distinta cada vez que la concibo. La identidad, que
es la muerte, es la aspiración del intelecto. La mente busca lo muerto, pues lo vivo se le escapa; quiere
cuajar en témpanos la corriente fugitiva, quiere fijarla. Para analizar un cuerpo hay que menguarlo o
destruirlo. Para comprender algo hay que matarlo, enrigidecerlo en la mente. La ciencia es un cementerio
de ideas muertas, aunque de ellas salga vida. También los gusanos se alimentan de cadáveres. Mis propios
pensamientos, tumultuosos y agitados en los senos de mi mente, desgajados de su raíz cordial, vertidos a
este papel y fijados en él en formas inalterables, son ya cadáveres de pensamientos. ¿Cómo, pues, va a
abrirse la razón a la revelación de la vida? Es un trágico combate, es el fondo de la tragedia, el combate
de la vida con la razón. ¿Y la verdad? ¿Se vive o se comprende?


                                                                                  Miguel de Unamuno


        La naturaleza se explica, la vida del alma se comprende.


                                                                                       Wilhelm Dilthey




         A la hora de formar a futuros maestros en la materia de Conocimiento del medio
natural, social y cultural es necesaria una buena fundamentación epistemológica. El
maestro debe conocer qué es la ciencia y por qué es necesario un estudio especializado,
al menos, de ciencias naturales por un lado y sociales, por el otro. El modelo de ciencia
por excelencia, que maneja la mayor parte de la sociedad, se identifica con el de las


1
 Es doctor en filosofía por la Universidad de Deusto, profesor de secundaria y profesor asociado la
UNIR.


                                                     1
ciencias naturales, también llamadas a veces ciencias puras, incluso exactas (aunque, en
verdad, exactas sólo son las formales, la lógica y las matemáticas, aquellas que tratan de
los entes ideales y no de la realidad empírica). El imaginario popular conecta la palabra
“ciencia” con batas blancas y laboratorios, experimentos minuciosamente preparados,
máquinas de medición exactas, aparatos de observación sofisticadísimos, aceleradores
de partículas, telescopios espaciales. La ciencia, además, es para la mayor parte de las
personas un saber demostrativo, autorizado, objetivo, construido sobre números, sobre
cálculos: la ciencia no interpreta, la ciencia constata, describe hechos. Y lo que dice la
ciencia va a misa.
       Si la ciencia es esto, ¿dónde quedan las ciencias sociales? ¿Dónde metemos a la
historia, la geografía? Y más aun ¿la sociología, la antropología, las ciencias políticas?
¿Son en verdad ciencias? ¿Qué sentido tiene incluir ciencias que parecen mucho más
prácticas y exactas, como las económicas y jurídicas en este mismo saco? ¿Qué
hacemos con otras que no son naturales y que tampoco parecen exactamente sociales,
como la psicología o la lingüística? ¿La pedagogía es también una ciencia social?


       Hablar de “sistema de las ciencias” en pleno siglo XXI suena a jerga trasnochada
pero, si queremos traer un poco de luz a esta cuestión, no nos queda otra opción que
arriesgarnos a mostrar una imagen un tanto esquemática, casi caricaturesca de las
ciencias. Con la finalidad de establecer un criterio clasificatorio claro y útil vamos a
desarrollar en estas líneas una posible y actual definición de qué es la ciencia y qué son
las ciencias sociales, reconociendo desde el principio que la ciencia es algo mucho más
complejo, que sólo podemos hablar, en realidad de ciencias en plural, que sólo se
comprenden y explican en última instancia en su labor específica y en su momento
histórico concreto y no como un gran sistema universal, que sobrevuela la historia y las
sociedades.
       Tampoco negaremos, desde el comienzo, que nuestra postura es abiertamente
crítica con el Positivismo y con todo intento de reducir la metodología científica al que,
impropiamente, se ha dado en llamar método científico –método parcial y pobre cuando
tratamos de abarcar el conocimiento en toda su complejidad, como trataremos de
mostrar–. Más que de ciencias sociales, preferimos hablar de ciencias humanas, porque
esta clasificación establece un criterio mucho más nítido, indicando desde el principio la
especificidad de nuestras ciencias, nuestro objeto propio de estudio: el ser humano. Las
ciencias humanas se definen por estudiar lo humano en tanto que humano, es decir,


                                            2
al ser humano en tanto que actúa y produce guiado por las leyes que se da a sí mismo
(Nomos), sea responsable o irresponsablemente, sea consciente o inconscientemente. No
estudiaremos, por tanto, ni las leyes naturales ni el ser humano en tanto que sujeto a las
leyes naturales (Physis), como hacen, por ejemplo, la ciencia natural de la medicina, la
socio-biología o la ciencia de la conducta. Las ciencias humanas estudian al hombre
individualmente (psicología) pero también colectivamente (antropología); en sus
comportamientos (psicología, sociología, geografía humana, pedagogía) pero también
en sus producciones (derecho, economía, historia del arte), lo estudia sincrónicamente
(antropología) pero también diacrónicamente (historia); lo estudia en sus producciones
conscientes pero también en las inconscientes, en su exterioridad pero también en sus
ideas y concepciones.


       El maestro debe comprender que las ciencias humanas no son ciencias
imperfectas, ciencias inexactas, que no son ciencias menos objetivas y menos
explicativas que la física o la matemática, sino un saber incuestionable, de una urgencia
incluso mayor que ninguna otra. Cuando ponemos las ciencias humanas en un plano
secundario, como unas ciencias de segundo orden, estamos haciendo de lo humano un
residuo. Desconocer nuestro imperativo de “conocernos a nosotros mismos”, aquel
principio délfico que impulsaba la filosofía de Sócrates y reeditó Kant con su “Sapere
Aude” (“atrévete a pensar”), es convertir nuestros medios en fines y nuestros fines en
medios, hacer de nuestras herramientas nuestros señores y a nosotros mismos en
esclavos de la tecnología. El docente debe conocer el objetivo de las ciencias que
fundamentan sus materias para comprender el objetivo de su enseñanza.




       1. Gnoseología y epistemología clásicas: del realismo al silencio
místico


       La gnoseología es aquella parte de la filosofía que investiga los fundamentos del
conocimiento. Se hace preguntas del tipo: ¿es posible el conocimiento? ¿Qué tipo de
conocimiento es posible? ¿Cómo podemos alcanzar un conocimiento fiable? Etc. La
epistemología, que a veces se confunde con lo anterior, es una parte más concreta de la




                                            3
gnoseología, aquella que se pregunta ¿qué es la ciencia? ¿Cómo puedo llegar a un
conocimiento científico? ¿Qué puede llegar a conocer la ciencia?
         Platón llamaba Episteme al conocimiento universal y necesario, válido siempre y
en todo lugar, demostrativo. Podemos traducir Episteme como “ciencia” y Platón la
diferenciaba de la Doxa, de la mera opinión, del conocimiento singular y contingente,
válido ahora y en este lugar, no demostrativo, sólo justificado por su utilidad, no en sí
mismo. El buen panadero sabe cómo hacer buen pan, pero no tiene un conocimiento
demostrativo de su arte; científico, por el contrario, será quien conozca el por qué antes
que el cómo.
         A pesar de todo esto, el aristocrático pensamiento de Platón no estaba exiliado ni
de la práctica ni de las cuestiones humanas. Todo lo contrario. La auténtica vocación de
su filosofía era la revolución política que estableciera un reino de justicia
inquebrantable. Extrajo su modelo de verdad científica de las matemáticas, pues sólo
sus teoremas demuestran con una validez absoluta, pero su sueño era lograr para los
asuntos humanos, para las cuestiones éticas y políticas, una ciencia tan demostrativa
como la matemática, una ciencia política deductiva a partir de principios evidentes para
cualquier ser humano.
         De cualquier modo, la gnoseología clásica no fue establecida por Platón, sino
por su discípulo Aristóteles. Realista frente al idealismo de su maestro y políticamente
moderado, frente al infructuoso radicalismo de Platón, Aristóteles concebía la verdad
como adecuación entre la mente y la realidad. Esta teoría, tan sencilla como influyente,
ha lastrado gran parte de la teoría del conocimiento posterior. Describe el conocimiento
como la relación entre un sujeto y un objeto ontológicamente (absolutamente)
diferenciados, en la cual el primero es la parte activa, mientras que el objeto es
puramente pasivo, apenas se resiste a mostrarse tal y como es. Por otro lado, la
gnoseología realista entiende, además, como condición que hace posible el
conocimiento científico, que los distintos sujetos cognoscentes compartimos un
instrumento, el lenguaje, que nos permite transmitir de modo adecuado, objetiva, la
forma del objeto conocido. Todo esto, finalmente, partiendo de un supuesto básico: que
tanto sujeto como objeto y lenguaje comparten una estructura común que hace que la
forma de la realidad sea conocible y transmisible, a esta estructura común la llamaremos
razón.
         El conocimiento      científico   quedaba definido     como    un conocimiento
demostrativo, universal y necesario, para todo sujeto, no importa su condición ni


                                             4
lugar, no importa su tiempo. Según la gnoseología clásica estas son las condiciones que
nos permiten alcanzar un conocimiento que es fiel reflejo de la realidad, de este modo,
para Aristóteles, el conocimiento era algo así como un “espejo de la naturaleza”. Siglos
después, a pesar de las vueltas que daría la Modernidad a la “subjetividad”, Galileo
Galilei seguía sosteniendo un dogma semejante “Dios ha escrito el libro de la naturaleza
con caracteres matemáticos”; el mismo Einstein, en pleno siglo XX, actualizaba esta
idea con su famoso “Dios no juega a los dados”. Por tanto, la ciencia moderna parece
conservar aquella gnoseología clásica realista, sólo que donde ponía “razón” ha escrito
“matemáticas”. Si presuponemos que la realidad está estructura matemáticamente, es
necesario creer que la ciencia empírica, siempre y cuando se exprese en lenguaje
matemático, podrá conocer la realidad en sí, lo cual es lo mismo que decir que la
realidad verdadera se reduce a lo matematizable.
       ¿Qué ocurre entonces con todo aquello que queda fuera del alcance de las
matemáticas? ¿Qué ocurre con las emociones, con los principios morales, con los
sentimientos, con la belleza, con la pasión? ¿Qué ocurre con el yo, con todo lo que tiene
que ver con el ser humano y que, por principio, nos negamos a reducir al simple
número? ¿Qué hacemos con nuestra libertad, dónde queda en un mundo escrito con
caracteres matemáticos? Éste ha sido el gran problema de la filosofía moderna pero, a
finales del siglo XVIII, Kant parecía llegar a una solución satisfactoria que salvaba la
fiabilidad del conocimiento científico y a la vez que dejaba a buen recaudo nuestra
libertad: había nacido el Humanismo.


       Según Kant, de un lado quedaba el “reino de la necesidad”, todo aquello que la
razón humana, a través del método científico desarrollado por Newton, descubre
sometido a las leyes de la naturaleza. Gracias a este conocimiento podemos predecir y,
por tanto, dominar la naturaleza a nuestro antojo. Sin embargo, a diferencia de lo que
había creído toda la filosofía racionalista anterior –es decir, prácticamente toda la
filosofía excepto los empiristas anglosajones–, éste no es un conocimiento de la
realidad en sí (Noúmeno). La realidad en sí no es accesible, se nos escapa y se nos
escapará. No sabemos, por mucho que lo afirmase Galileo, si la estructura de la realidad
es matemática o no, sólo sabemos que, utilizando las matemáticas y los experimentos
descubrimos leyes que se cumplen. Entonces ¿qué valor tiene el conocimiento
científico? La ciencia se justifica, sencillamente, por su aplicación práctica para la
mejora de la vida de los hombres.


                                           5
Del otro lado queda, justamente, el ser humano: el “reino de la libertad”, el
libre albedrío que la ciencia no puede explicar ni conocer. El obrar humano depende de
la libre determinación de la voluntad y sólo se conoce, en cierto modo, mediante el
efectivo ejercicio de la moralidad, esto es, actuando. La libertad es, a la vez, algo que la
ciencia no puede admitir pero de cuyo supuesto no podemos prescindir nosotros, los
seres humanos concretos de carne y hueso que vivimos nuestras vidas concretas. Pues,
si no soy libre, ¿por qué seguir escribiendo estas líneas? ¿Por qué esforzarme si todo
está férreamente determinado por las estrictas leyes de la naturaleza? Ante la alternativa
de decidir qué es más auténtico y real, si nuestra libertad o el cosmos, tal y como lo
conoce la física, Kant lo tiene claro: el hombre más humilde e ignorante, cuando actúa
guiado de buena fe, es tan libre y tan digno como el mayor científico de la tierra.
        Parece que hemos salvado al ser humano, parece que con Kant se abre una senda
para las ciencias humanas: todo lo contrario. Esa realidad que somos no la conocemos,
no es objeto de nuestro conocimiento, sino que, simplemente, la practicamos, en nuestra
bondad cotidiana. El misterio de la vida se resuelve en esto, en tratar de ser, en el buen
sentido de la palabra, buenos. Kant respondería la pregunta que nos hacía Unamuno al
comienzo de este artículo diciendo que, efectivamente, el hombre no comprende su
verdad sino que, simplemente, vive su libertad. Definitivamente, el “conócete a ti
mismo” de Sócrates queda aparcado o quizás transformado en un “practícate a ti
mismo”. Más de un siglo después Wittgenstein2, uno de los filósofos más influyentes
aun en la actualidad, actualizaba las tesis de Kant con la sentencia mística que cerraba
su Tractatus Logico-Philosophicus: “de lo que no se puede hablar, mejor es callarse”.


        Tras Kant, no sólo parecía quedar fuera del ámbito científico y, por tanto, del
auténtico conocimiento (del conocimiento que no es una mera opinión) el yo racional,
sino todo lo “tocado por la libertad”. El obrar histórico del ser humano, las fundaciones
de los imperios, su caída, las grandes batallas, los distintos modos de organización
social, las leyes, la tecnología, los idiomas, los sistemas económicos… todo ello es en
parte fruto de la libertad, de decisiones contingentes que podían haber sido unas u otras.
Ya dijo Platón que de lo contingente no cabe ciencia, pues no caben afirmaciones
absolutas, universales y necesarias. Su estatuto epistemológico queda en un limbo

2
  Ludwig Wittgenstein (1889-1951). Filósofo austriaco, muy influyente en la filosofía del lenguaje
anglosajona e inspirador del Neopositivismo Lógico. Sus seguidores, como Carnap, defendían que el
conocimiento científico se reducía a las ciencias experimentales y que todo conocimiento que se saliera
de este método carecería de sentido.


                                                  6
incierto, ni se trata de realidades en sí –esto es, incognoscibles–, ni de fenómenos que se
puedan estudiar con rigor: son fruto de la libertad humana, son fenómenos que no están
completamente sujetos a leyes naturales, por tanto no cabe explicación certera, ni
predicción posible–. El conocimiento almacenado de estos fenómenos caería en
descripciones parciales e interesadas, en opiniones prejuiciosas, indiscernible de los
mitos y habladurías populares, como la Vida de los doce césares de Suetonio, un teatro
de monstruos, “un cuento contado por un idiota, llena de ruido y furia, que no significa
nada”, como escribiera Shakespeare. Una experiencia parcial, conocida por sujetos
particulares, transmitida en un lenguaje ambiguo… el escepticismo del sofista Gorgias,
uno de los grandes enemigos de la verdad para Platón, parecía quedar justificado, al
menos en lo tocante al saber sobre los asuntos humanos.




        2. El paradigma sociológico, el lastre positivista y el relevo
antropológico


        Intentar trazar una epistemología fundamental de las ciencias sociales equivale,
en gran medida, a apartar la sombra alargada del Positivismo que aun se cierne sobre
nuestros estudios. Las razones son múltiples, muchas tienen que ver con el papel
hegemónico de la sociología como ciencia social por excelencia. En los años sesenta se
decía que si se tiraba un ladrillo por una de París, había un cincuenta por ciento de
posibilidades que impactase sobre la cabeza de un sociólogo. Hace décadas que la
sociología ha perdido ese lugar, algo de lo que la merma de las facultades y
matriculaciones dan fe, sin embargo, su influjo sigue sintiéndose cuando tratamos de
definir qué son las ciencias sociales.
        La sociología fue inaugurada como ciencia con mayúsculas a mediados del siglo
XIX por Auguste Comte3 y es a él a quien debemos en última instancia la
denominación de “ciencias sociales”. Comte concebía la sociología como una suerte de
“física social”, un saber tan indiscutible y exacto como la física de Newton. Debía
ocupar la cúspide de su sistema de las ciencias y estaba llamado a ser la guía para la

3
  Auguste Comte (1798-1857). Filósofo y sociólogo francés, padre del positivismo, su filosofía es muy
representativa del pensamiento cientificista y de la idea de progreso ilimitado, propia de la burguesía
industrial del XIX. Concebía la historia de la humanidad como un desarrollo evolutivo en tres estadios
consecutivos, partiendo del pensamiento arcaico o religioso, pasando por el metafísico o filosófico para
llegar, en su tiempo, al estadio científico, auténtico y genuino acceso a la verdad.


                                                   7
reforma y mejora científica de la sociedad. El Positivismo continuaba una tradición de
origen anglosajón que se remonta a Francis Bacon, quien ya en el siglo XVII postulaba
que la investigación científica sólo se justifica por sus aplicaciones prácticas para la
mejora de la vida de la sociedad y por su lucha contra los ídolos, contra las mentiras que
mantienen presos a los hombres: sólo el método empírico-racional demostrativo de la
ciencia nos librará de la superstición del mito y la religión.
        La sociología superó rápidamente los estrechos y estériles –en el mejor de los
casos– planteamientos de Comte, con la obra de autores tan interesantes e influyentes
como Marx, Durkheim o Weber. Pero el espíritu positivista, reciclado a través de
múltiples     movimientos       científicos     y    filosóficos     (Neopositivismo        Lógico,
Fisicalismo…), y la inclusión de métodos cuantitativos más allá de su efectivo interés,
en muchos casos se convirtió en el único signo de validez e imparcialidad de la ciencia
de la sociedad frente a la caída en la charlatanería y la mera opinión. Hoy en día
podemos comprobar los efectos de este discurso en la proliferación de empresas y
especialistas en estadística aplicada al análisis social, a lo que muchas veces parece
reducirse la labor sociológica, a una mera cuantificación al servicio de intereses
extraños al saber. El número sigue despuntando como autoridad indiscutida.
        Este lastre positivista no se lo debemos exclusivamente al viejo y lejano Comte.
Cierta sociología marxista4 (y cierta historiografía marxista) es igualmente culpable de
idolatría de la ciencia, una ciencia que concibieron de modo casi idéntico al positivismo
más reduccionista. Igual que Comte, Marx quiso desarrollar una ciencia del hombre, sin
embargo, su modelo no era el de las estructuras sincrónicas de la sociología, sino el del
cambio histórico (“materialismo histórico”) y su concepción del saber estaba
fuertemente impregnado de la dialéctica hegeliana, por mucho que su materialismo se
quisiera distanciar del idealismo de su maestro. El método de Marx no era el
experimental- justificativo, de Comte y la tradición empirista, sino el dialéctico-crítico.
Pero esto no fue obstáculo para que gran parte de sus herederos no se diera o no quisiera
darse cuenta del abismo que separaba a Marx del positivismo. También en esta tradición
la sociología buscaba el número y los lenguajes formales como la clave de la
cientificidad; la “interpretación” era un resto metafísico que debía ser superado, un resto
de oscurantismo y superstición, pre-ilustrado.


4
 Se llama “marxismo” a todo pensamiento afín a la obra de Karl Marx; no se entiende como una escuela
o un grupo completamente coherente. Karl Marx (1818-1883) es considerado, junto a los dos anteriores,
otro de los padres de la sociología como disciplina científica autónoma.


                                                 8
Desde hace más de cuarenta años la sociología está “de capa caída”. Además,
podemos afirmar ya que en el siglo XXI es la antropología cultural quien viene a
ocupar la plaza vacante de la sociología, en tanto que ciencia social o, mejor,
humanística, puntera. La palabra “sociedad”, tan de moda en los sesenta y setenta, deja
paso a la palabra “cultura”; frases populares como “la sociedad es la culpable”, son
sustituidas por otras del tipo “es un problema de tipo cultural”. Y, a pesar de que
tampoco la antropología ha permanecido ajena a los influjos del positivismo, cuando en
los últimos tiempos se ha planteado su propia fundamentación epistemológica ha
retomado una antigua disputa contra el positivismo que debemos remontar a un filósofo
clave para entender la filosofía del siglo XX, Edmund Husserl5.
        Gran parte de la antropología ha comprendido que su trabajo es necesariamente
interpretativo, que cuando explicamos otra cultura, en realidad, nos estamos
explicando a nosotros mismos, que en verdad, cuando conocemos al ser humano no lo
explicamos, como un objeto exterior al sujeto del conocimiento, sino que nos
comprendemos. El “horizonte de comprensión”, concepto propio de la Filosofía
Hermenéutica, está necesariamente determinado por nuestro propio punto de vista, el
conocimiento es, por tanto, interpretación. Pero este límite no se plantea como carencia,
como pecado, como impotencia, frente a la neutralidad, a la objetividad, de las ciencias
naturales. La interpretación es el límite del conocimiento en tanto que el lugar desde el
que el conocimiento cobra un sentido, es el único e ineludible modo de “conocernos a
nosotros mismos”. Esto no quiere decir, de ningún modo, que toda interpretación valga
lo mismo, que toda opinión sea aceptable; las ciencias humanas son tan racionales como
cualquier saber científico y convencen como cualquier saber racional, a través de
argumentos y pruebas. Diré más aun, son más racionales que las ciencias naturales,
porque además de racionales pretenden ser razonables, cosa que las ciencias naturales
no siempre se plantean.




5
  Edmund Husserl (1859-1938). Filósofo alemán, padre de la escuela denominada Fenomenología. Fue
maestro e inspirador de autores tan importantes como Heidegger, Sartre, Zubiri u Ortega y Gasset. Su
filosofía fue un intento de superación de las limitaciones del cientificismo de su época, ahondando en el
carácter “intencional” de la conciencia. Escuelas posteriores, como el Existencialismo o la Hermenéutica,
son deudoras de a Fenomenología.


                                                   9
3. El hombre en busca de su sentido


       Si partimos del viejo esquema realista, ciencias como la antropología, la
sociología o la propia historia se encuentran en una situación imposible, en un círculo
vicioso, pues el sujeto cognoscente y el objeto conocido no se diferencian claramente,
se entremezclan, se confunden. Al estudiar, por ejemplo, la sociedad esquimal
tradicional, estoy estudiando una sociedad humana, pero resulta que el que la estudia, el
sujeto cognoscente, es a su vez humano y, por tanto, vive en una sociedad determinada
que tiene sus propias instituciones, normas y esquemas de organización. ¿Cómo puedo
no tenerlos en mente a la hora de estudiar esta sociedad? ¿No estoy realizando
comparaciones y juicios de valor etnocéntricos constante y necesariamente?
       Cuando hablamos de ciencias humanas, el viejo esquema de la gnoseología
clásica que diferenciaba sujeto cognoscente y objeto conocido, que concebía el lenguaje
como medio neutral de transmisión de conocimiento y que presuponía una estructura
lógico-matemática del mundo (sujeto, objeto y lenguaje como racionales), no nos sirve.
En ciencias humanas podemos decir que, ni sujeto y objeto están ontológicamente
diferenciados, dado que el objeto que quiero conocer es, a su vez, un sujeto que conoce
y que tiene conocimientos sobre sí mismo (autoconciencia), ni el lenguaje a través del
cual transmito ese conocimiento es un simple medio neutral, ni, por supuesto, puedo
aceptar la reducción a lo cuantificable del objeto de estudio.
       La cuestión del lenguaje es una de las más peliagudas en este sentido. Partimos
de que en ciencias humanas contamos, al menos, con dos lenguas, la que habla el sujeto
cognoscente y la que habla el sujeto conocido. ¿Son equivalentes? ¿Significan las
palabras para mí lo mismo que significaban para él? Cuando trato de comprender la
“religión” de las tribus de Polinesia ¿no estoy utilizando un término, “religión”, que
posiblemente ellos no poseen? ¿Cuando llamo “arte” a una escultura griega, estoy
queriendo decir lo mismo que entendían los clásicos por arte, o estoy realizando una
clasificación que no se corresponde con su visión del mundo? ¿No son en el fondo los
distintos idiomas humanos, especialmente los de tiempos históricos o culturas aisladas,
intraducibles? ¿No equivalen cada uno de ellos es en sí mismos a la “visión del mundo”
que tiene esa cultura?




                                           10
A finales del siglo XIX, Husserl revolucionó la teoría del conocimiento
inaugurando la escuela filosófica llamada Fenomenología. Esta escuela, que está en los
fundamentos del Existencialismo y la Hermenéutica Filosófica, arremete contra los
presupuestos del Positivismo pero también contra las limitaciones del Criticismo
kantiano. En esa misma época, el historiador y filósofo Wilhelm Dilthey pondrá las
bases de una epistemología de las ciencias humanas (o ciencias del espíritu, como
prefería llamarlas él) muy influyente y que nos sirve a nosotros para comprender la
diferencia y valor de las ciencias humanas.
       Lo revolucionario de Dilthey es que, frente a la epistemología anterior, no
situaba en el centro de la ciencia ni a la física ni a las matemáticas, sino a la historia.
Acepta la diferenciación kantiana entre el reino de la necesidad (naturaleza) y el reino
de la libertad (espíritu o ser humano), sin embargo, al contrario que Kant, Dilthey sí
cree que se puede desarrollar un conocimiento científico de lo humano. Piensa que no
nos debemos limitar a actuar y callar, sino que es nuestro deber investigar, conocer y, a
partir de este conocimiento, actuar.
       Como en Kant, el ámbito de estudio de las ciencias naturales queda constreñido
al reino de la necesidad y su objeto de estudio son las leyes naturales, que el científico
busca descubrir con la finalidad de poder explicar y predecir los fenómenos naturales.
¿Qué valor, por tanto, tiene ese conocimiento? Principalmente, una vez más, un valor
práctico: dominar la naturaleza y hacer cada vez más fácil la vida al hombre. Por otro
lado, las ciencias humanas (o ciencias del espíritu, como las llama él) estudian al ser
humano en tanto que humano, es decir, en tanto que sujeto a las leyes que se da a sí
mismo, y no en tanto que sujeto a las leyes dadas por la naturaleza. Por supuesto, el
conocimiento de lo humano no puede ser similar al de lo natural y, por supuesto,
tampoco podemos prescindir de los conocimientos que las ciencias naturales nos
aportan a la hora de abordar lo humano. No olvidamos que, además de seres libres,
somos seres materiales, por tanto, gobernados por las leyes físicas y biológicas. El saber
que nos proporcionan la biología, la medicina, la genética, son imprescindibles a la hora
de interpretar qué es el ser humano, son saberes necesarios, pero no suficientes. Cuando
estudiamos, por ejemplo, las diferencias entre el comportamiento al volante entre
hombres y mujeres, es interesante tener en cuenta sus diferencias materiales, cómo es el
sistema nervioso de cada uno de los sexos, si es que existen diferencias fundamentales,
cómo pueden incidir las diferencias corporales, los influjos hormonales sobre la
conducta. Sin embargo, ese conocimiento natural no es suficiente para comprender esa


                                              11
cuestión. Sería necesario introducirnos en el campo de la historia y de la sociología,
cómo se han configurado históricamente los roles, cuál ha sido el significado del
“coche” en sentido de género y cómo pesa esto sobre el modo de auto-percepción de
cada uno como conductor…
       Cuando tratamos de conocer lo humano en sí mismo, buscamos un tipo de
conocimiento mucho más complejo que el propio de las ciencias humanas, buscamos
reconocer valores y principios propios (o contravalores y contraprincipios) que
reconocemos en los actos y circunstancias de la persona estudiada, del personaje
histórico, de la cultura, de la civilización. Tratamos de comprender a una persona que a
su vez se auto-comprende, de hacernos uno con su “visión del mundo”, y sólo entonces
sentimos que la ciencia nos ha sumergido en una nueva verdad que nos servirá, a su vez,
para abrirnos unos nuevos ojos hacia el presente.
       Las ciencias humanas no buscan explicar ni predecir desde el conocimiento de
las leyes, sino comprender, dotar de sentido, esto es, humanizar lo inhumano,
reconocer y reconocernos o criticar y criticarnos desde el auto-descubrimiento en el
otro. Cuando miramos los horrores de la guerra, queremos evitar que vuelvan. Cuando
nos adentramos en el complejo lenguaje de los sueños, buscamos hacer significativa
otra faceta de nosotros mismos que permanecía encerrada en la oscuridad. Cuando
miramos de cerca el cambio en la estructura y las funciones de nuestras ciudades, no
queremos explicar ni predecir, no buscamos dominar, sino comprender y, en todo caso,
corregir desde la clarividencia de nuestro proyecto de justicia. La ciencia busca traer la
luz, ordenar el caos y, en el caso de las ciencias humanas, iluminar desde los principios
y valores que orientan nuestra vida. Conocemos los aspectos más desconocidos de
nuestra cultura o de otras sociedades completamente desconocidas para ensanchar
nuestro yo, para reconocernos en nuestra humanidad o criticar nuestra inhumanidad.


       El método de ambas ciencias es, igualmente, distinto. Las ciencias naturales
investigan mediante el método hipotético-deductivo experimental y, a poder ser,
traduciendo todas las variables a lenguaje matemático. Las ciencias humanas investigan
utilizando un método hermenéutico; la experiencia en las ciencias humanas no se
puede ni debe reducir al experimento, es atroz pensar que lo humano se puede
comprender en un laboratorio. La experiencia humana es concreta e irrepetible, se
realiza en el acontecimiento vital e histórico, es cualitativa, no cuantitativa. Nuestro
lenguaje de ningún modo se puede reducir al lenguaje formal de las matemáticas o la


                                           12
lógica. El lenguaje de las ciencias humanas no es el lenguaje ambiguo de la poesía pero,
como en aquella, las verdades humanas sólo pueden ser dichas en un lenguaje rico,
simbólico. Por supuesto, razonado y argumentado, igual que sometido a una rigurosa la
investigación, a un análisis pulcro y a una supervisión exhaustiva. Pero no podemos
prescindir del momento final y definitivo de la investigación: la interpretación, el
momento del sentido.


       Las ciencias naturales analizan la naturaleza en sus componentes últimos, se
busca averiguar sus leyes, pues una vez conocidas todas las variables podremos explicar
cómo sucedieron las cosas (la extinción de los dinosaurios, la separación de los
continentes, las glaciaciones, el origen del universo) y cómo sucederán (si lloverá
mañana, si habrá un terremoto, que ocurrirá si se destruye la capa de ozono). En
resumen, una vez más, las ciencias de la naturaleza buscan dominar la realidad pero
¿para qué? ¿En qué sentido queremos dominar la naturaleza? ¿Qué queremos hacer con
ella? ¿Queremos dominar la materia para lograr una fuente inagotable de energía, y
hacer con ella qué: inmensos rascacielos, aviones supersónicos…? ¿Queremos tal vez
dominar las leyes de la vida para recrear nuestra propia naturaleza biológica, para
clonarnos, para mutarnos en seres con doce piernas y nueve ojos? ¿O sólo queremos
tumbarnos sobre la hierba una tarde de sol? Eso lo tendrán que determinar los humanos,
desde su identidad, desde sus valores, desde sus principios y, sobre todo, desde su auto-
conocimiento. Tal vez sólo las ciencias humanas nos puedan decir qué es lo que buscan
en realidad las ciencias naturales. Tal vez sólo ellas puedan alertarnos de que nuestra
relación con la naturaleza no puede ni debe ser de simple dominio, sino que dominar la
naturaleza es someternos a nosotros mismos, arrancarnos de nuestra tierra, como
advertía el filósofo alemán Martin Heidegger, uno de los más importantes del siglo
pasado, inspirador de la hermenéutica.
       Las ciencias humanas saben que no van a descubrir leyes exactas, tal vez sí
ciertas regularidades, pero en último extremo hay voluntades en acción, leyes que se
acuerdan pero se traicionan, nuevas leyes que nacen para superar las anteriores.
Confundir el método y la finalidad de las leyes humanas con los de las leyes naturales
significa querer dominar al ser humano, someterlo a la predicción. ¿Para qué? ¿Al
servicio de quién? ¿Qué interés tenemos en predecir la conducta de los hombres? ¿Qué
interés tengo en predecir mi propia conducta?



                                           13
En un artículo ya clásico de los años setenta, el filósofo alemán Jürgen
Habermas6 defendía, en contra de la idea del saber por el mero saber, que todo
conocimiento está motivado por determinado interés, que el saber siempre persigue
algo: defenderse, atacar, justificar o criticar determinada situación, comunicarse,
construir un mundo más justo, liberarse del miedo, aterrorizar. No podemos perder de
vista esa unión del saber teórico y el práctico, lo queramos o no, esta relación, de un
modo u otro, se lleva a cado. La ciencia natural nos ha enseñado cómo hacer la bomba
atómica pero ¿para qué? ¿Debemos hacerla? ¿Quién quiere hacerla y por qué?
¿Debemos permitírselo?
        Si se reduce la finalidad y metodología de las ciencias humanas al de las
ciencias naturales, como hace el Positivismo, nos encontramos con que el ser humano
estudia al ser humano con la finalidad de dominarlo, de explotarlo, de sacarle partido. El
maestro debe tener claro el fundamento de las llamadas ciencias sociales, de por qué
hay que educar al niño en el conocimiento de un medio natural, social y cultural, no
como una adición, donde los socio-cultural va después de lo natural, sino, al contrario,
como una comprensión del medio cargado de valores, de sentido social, político,
estético, humano, en su globalidad. El ecologismo es quizá la última llamada de
atención de la necesidad de replantearnos no sólo el modo de relación del hombre con el
hombre, que tiende a reducirse en nuestra sociedad a una relación de dominación, sino
nuestra relación con una naturaleza que ha quedado reducida a mero recurso que
explotar. No se trata simplemente de que nos quedemos sin recursos, de que peligre la
continuidad de la vida humana., sino de que, al concebir el planeta como mero
instrumento, nos degradamos a nosotros mismos, nos deshumanizamos, vivimos una
vida indigna, pues tierra y hombre son indisolubles, el desprecio del medio es desprecio
de nosotros mismos, de nuestro cuerpo, de nuestro ser material.
        Los propios niños nos dan una lección de cómo se puede y se debe tener otro
tipo de relación con la naturaleza. Desde que tiene conciencia, el niño humaniza el
entorno natural y artificial. El niño es por naturaleza animista, ve los montes, los
animales, las casas, los coches, los teléfonos móviles como seres con alma y
sentimientos, que a veces trata con crueldad, es cierto, pero sabiendo que sufren,
sabiendo que debe cuidarlos si quiere conservar su amistad, sabiendo que necesitan


6
  Jürgen Habermas (1929-actualidad). Filósofo alemán, perteneciente a la tercera generación de la escuela
de Frankfurt. Ha evolucionado desde el marxismo hacia posiciones republicanistas que actualizan los
ideales políticos de la Ilustración.


                                                   14
descansar porque a veces los oye bostezar y los ve dormir y otras veces los oye reír,
llorar, les hablan, pues se preocupan por él, lo mismo que él se preocupa por ellos. El
medio natural, social y cultural no es para el niño un simple medio, es también y a la
vez un fin. Por supuesto, la labor de la educación consiste en desarrollar un
pensamiento racional en el niño, en hacerlo cada vez más autónomo, pero esto no
significa deshumanizarlo, convertirlo en un depredador. Debemos aprender a conservar
un rastro vivo de aquella primera mirada humanizadora y la escuela debe ser el lugar
encargado de esa misión.


       El filósofo madrileño José Ortega y Gasset, cuando se planteaba qué es el
conocimiento, qué es la auténtica verdad, si es más verdad la verdad del científico o la
del poeta, hablaba de una verdad situada, de una verdad como “perspectiva”. Ortega
concebía la verdad más esencial, la que nos hace llorar y reír, la que nos hace
sacrificarnos por otros, como “mi verdad concreta”. Las verdades matemáticas son
puras verdades formales, pueden ser fascinantes pero generalmente, a no ser que uno
sea matemático y le vaya la vida en ello, poco nos dicen de nuestra vida, poco ante la
muerte de un ser querido, ante el nacimiento de un hijo. La auténtica verdad es “mi
verdad”, definida desde mis vivencias, desde mi propia “vida”. El médico sabe cómo
marcha mi cuerpo en tanto que organismo vivo pero sólo yo, desde “mi vida”, decidiré,
sólo yo pensándome a mi mismo, aceptando la responsabilidad de mi libertad, puedo
decidir sobre mi futuro. Ningún técnico puede indicarme para qué vivo, sólo podrá
indicarme cómo hacer mi vida más duradera, con menos sufrimiento, pero en última
instancia yo decido qué tipo de vida debo llevar. Claro que, además, no vivo solo, yo
soy un ser social y a la vez que un yo “soy un nosotros”. Ese nosotros, en el que se
encuentra envuelto incluso el medio natural, es el dato fundamental desde el que juzgo y
en el que integro el saber, pues el fin último del saber es hacer la vida mejor, vivir más
plenamente, con más justicia, con más belleza, con más verdad.
       “No hay hechos, sólo interpretaciones de hechos”, escribió un gran filósofo. El
medio del niño, del ser humano, es un gran libro en caracteres que no son precisamente
matemáticos, son caracteres llenos de belleza, que sugestionan, y si sabemos leerlos
pueden ser un espejo que reduplique nuestro brillo.




                                           15
Bibliografía clásica en castellano


        ARISTÓTELES: Metafísica (S. IV a. C.), Gredos, Madrid, 1999.
        BENJAMIN, Walter: Calle de dirección única (1928), Abada, Madrid, 2011.
        COMTE, Auguste: Discurso sobre el espíritu positivo (1844), Alianza, Madrid,
1992.
        DILTHEY, Wilhelm: Crítica de la razón histórica (1910), Península, Barcelona,
1986.
        FEYERABEND, Paul: Tratado contra el método (1975), Tecnos, Madrid, 2003.
        FOUCAULT, Michel: Las palabras y las cosas una arqueología de las ciencias
humanas (1966), Siglo XXI, Buenos Aires, 1968.
        GADAMER, Han Georg: Verdad y método (1960), Sígueme, Salamanca, 1996.
        GEERTZ, Clifford: La interpretación de las culturas (1973), Gedisa, Barcelona,
1992.
        HABERMAS, Jürgen: Ciencia y técnica como ideología (1968), Tecnos,
Madrid, 1984.
        HEIDEGGER, Martin: Conferencias y artículos, Serbal, Barcelona, 1994.
      HUSSERL, Edmund: La Crisis de las Ciencias Europeas y la Fenomenología
Trascendental: Introducción a la Filosofía Fenomenológica (1936), Prometeo, Madrid,
2010.
       KANT, Inmanuel: Crítica de la razón pura (1781-1787), Tecnos, Madrid, 2002.
        ORTEGA Y GASSET, José: Qué es la filosofía (1928-1929), Alianza, Madrid,
2001.
        ORTIZ OSÉS, Andrés; LANCEROS; Patxi (Coord.): Diccionario de
hermenéutica, Universidad de Deusto, Bilbao, 2006.
        PLATÓN: Diálogos (S. IV a. C.), Gredos, Madrid, 1999.
        RORTY, Richard: La filosofía y el espejo de la naturaleza (1979), Cátegra,
Madrid, 1989.
        UNAMUNO, Miguel de: Del sentimiento trágico de la vida, Espasa Calpe,
Madrid, 2007.
        WITTGENSTEIN, Ludwig: Tractatus Logico-Philosophicus (1922), Tecnos,
Madrid, 2004.




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Epistemología de las ciencias humanas. (Garikoitz Gamarra)

  • 1. Garikoitz Gamarra Quintanilla1 Epistemología de las ciencias sociales El lugar de las humanidades en el conocimiento Es una cosa terrible la inteligencia. Tiende a la muerte como a la estabilidad la memoria. Lo vivo, lo que es absolutamente inestable, lo absolutamente individual, es, en rigor, ininteligible. La lógica tira a reducirlo todo a entidades y a géneros, a que no tenga cada representación más que un solo y mismo contenido en cualquier lugar, tiempo o relación en que se nos ocurra. Y no hay nada que sea lo mismo en los momentos sucesivos de su ser. Mi idea de Dios es distinta cada vez que la concibo. La identidad, que es la muerte, es la aspiración del intelecto. La mente busca lo muerto, pues lo vivo se le escapa; quiere cuajar en témpanos la corriente fugitiva, quiere fijarla. Para analizar un cuerpo hay que menguarlo o destruirlo. Para comprender algo hay que matarlo, enrigidecerlo en la mente. La ciencia es un cementerio de ideas muertas, aunque de ellas salga vida. También los gusanos se alimentan de cadáveres. Mis propios pensamientos, tumultuosos y agitados en los senos de mi mente, desgajados de su raíz cordial, vertidos a este papel y fijados en él en formas inalterables, son ya cadáveres de pensamientos. ¿Cómo, pues, va a abrirse la razón a la revelación de la vida? Es un trágico combate, es el fondo de la tragedia, el combate de la vida con la razón. ¿Y la verdad? ¿Se vive o se comprende? Miguel de Unamuno La naturaleza se explica, la vida del alma se comprende. Wilhelm Dilthey A la hora de formar a futuros maestros en la materia de Conocimiento del medio natural, social y cultural es necesaria una buena fundamentación epistemológica. El maestro debe conocer qué es la ciencia y por qué es necesario un estudio especializado, al menos, de ciencias naturales por un lado y sociales, por el otro. El modelo de ciencia por excelencia, que maneja la mayor parte de la sociedad, se identifica con el de las 1 Es doctor en filosofía por la Universidad de Deusto, profesor de secundaria y profesor asociado la UNIR. 1
  • 2. ciencias naturales, también llamadas a veces ciencias puras, incluso exactas (aunque, en verdad, exactas sólo son las formales, la lógica y las matemáticas, aquellas que tratan de los entes ideales y no de la realidad empírica). El imaginario popular conecta la palabra “ciencia” con batas blancas y laboratorios, experimentos minuciosamente preparados, máquinas de medición exactas, aparatos de observación sofisticadísimos, aceleradores de partículas, telescopios espaciales. La ciencia, además, es para la mayor parte de las personas un saber demostrativo, autorizado, objetivo, construido sobre números, sobre cálculos: la ciencia no interpreta, la ciencia constata, describe hechos. Y lo que dice la ciencia va a misa. Si la ciencia es esto, ¿dónde quedan las ciencias sociales? ¿Dónde metemos a la historia, la geografía? Y más aun ¿la sociología, la antropología, las ciencias políticas? ¿Son en verdad ciencias? ¿Qué sentido tiene incluir ciencias que parecen mucho más prácticas y exactas, como las económicas y jurídicas en este mismo saco? ¿Qué hacemos con otras que no son naturales y que tampoco parecen exactamente sociales, como la psicología o la lingüística? ¿La pedagogía es también una ciencia social? Hablar de “sistema de las ciencias” en pleno siglo XXI suena a jerga trasnochada pero, si queremos traer un poco de luz a esta cuestión, no nos queda otra opción que arriesgarnos a mostrar una imagen un tanto esquemática, casi caricaturesca de las ciencias. Con la finalidad de establecer un criterio clasificatorio claro y útil vamos a desarrollar en estas líneas una posible y actual definición de qué es la ciencia y qué son las ciencias sociales, reconociendo desde el principio que la ciencia es algo mucho más complejo, que sólo podemos hablar, en realidad de ciencias en plural, que sólo se comprenden y explican en última instancia en su labor específica y en su momento histórico concreto y no como un gran sistema universal, que sobrevuela la historia y las sociedades. Tampoco negaremos, desde el comienzo, que nuestra postura es abiertamente crítica con el Positivismo y con todo intento de reducir la metodología científica al que, impropiamente, se ha dado en llamar método científico –método parcial y pobre cuando tratamos de abarcar el conocimiento en toda su complejidad, como trataremos de mostrar–. Más que de ciencias sociales, preferimos hablar de ciencias humanas, porque esta clasificación establece un criterio mucho más nítido, indicando desde el principio la especificidad de nuestras ciencias, nuestro objeto propio de estudio: el ser humano. Las ciencias humanas se definen por estudiar lo humano en tanto que humano, es decir, 2
  • 3. al ser humano en tanto que actúa y produce guiado por las leyes que se da a sí mismo (Nomos), sea responsable o irresponsablemente, sea consciente o inconscientemente. No estudiaremos, por tanto, ni las leyes naturales ni el ser humano en tanto que sujeto a las leyes naturales (Physis), como hacen, por ejemplo, la ciencia natural de la medicina, la socio-biología o la ciencia de la conducta. Las ciencias humanas estudian al hombre individualmente (psicología) pero también colectivamente (antropología); en sus comportamientos (psicología, sociología, geografía humana, pedagogía) pero también en sus producciones (derecho, economía, historia del arte), lo estudia sincrónicamente (antropología) pero también diacrónicamente (historia); lo estudia en sus producciones conscientes pero también en las inconscientes, en su exterioridad pero también en sus ideas y concepciones. El maestro debe comprender que las ciencias humanas no son ciencias imperfectas, ciencias inexactas, que no son ciencias menos objetivas y menos explicativas que la física o la matemática, sino un saber incuestionable, de una urgencia incluso mayor que ninguna otra. Cuando ponemos las ciencias humanas en un plano secundario, como unas ciencias de segundo orden, estamos haciendo de lo humano un residuo. Desconocer nuestro imperativo de “conocernos a nosotros mismos”, aquel principio délfico que impulsaba la filosofía de Sócrates y reeditó Kant con su “Sapere Aude” (“atrévete a pensar”), es convertir nuestros medios en fines y nuestros fines en medios, hacer de nuestras herramientas nuestros señores y a nosotros mismos en esclavos de la tecnología. El docente debe conocer el objetivo de las ciencias que fundamentan sus materias para comprender el objetivo de su enseñanza. 1. Gnoseología y epistemología clásicas: del realismo al silencio místico La gnoseología es aquella parte de la filosofía que investiga los fundamentos del conocimiento. Se hace preguntas del tipo: ¿es posible el conocimiento? ¿Qué tipo de conocimiento es posible? ¿Cómo podemos alcanzar un conocimiento fiable? Etc. La epistemología, que a veces se confunde con lo anterior, es una parte más concreta de la 3
  • 4. gnoseología, aquella que se pregunta ¿qué es la ciencia? ¿Cómo puedo llegar a un conocimiento científico? ¿Qué puede llegar a conocer la ciencia? Platón llamaba Episteme al conocimiento universal y necesario, válido siempre y en todo lugar, demostrativo. Podemos traducir Episteme como “ciencia” y Platón la diferenciaba de la Doxa, de la mera opinión, del conocimiento singular y contingente, válido ahora y en este lugar, no demostrativo, sólo justificado por su utilidad, no en sí mismo. El buen panadero sabe cómo hacer buen pan, pero no tiene un conocimiento demostrativo de su arte; científico, por el contrario, será quien conozca el por qué antes que el cómo. A pesar de todo esto, el aristocrático pensamiento de Platón no estaba exiliado ni de la práctica ni de las cuestiones humanas. Todo lo contrario. La auténtica vocación de su filosofía era la revolución política que estableciera un reino de justicia inquebrantable. Extrajo su modelo de verdad científica de las matemáticas, pues sólo sus teoremas demuestran con una validez absoluta, pero su sueño era lograr para los asuntos humanos, para las cuestiones éticas y políticas, una ciencia tan demostrativa como la matemática, una ciencia política deductiva a partir de principios evidentes para cualquier ser humano. De cualquier modo, la gnoseología clásica no fue establecida por Platón, sino por su discípulo Aristóteles. Realista frente al idealismo de su maestro y políticamente moderado, frente al infructuoso radicalismo de Platón, Aristóteles concebía la verdad como adecuación entre la mente y la realidad. Esta teoría, tan sencilla como influyente, ha lastrado gran parte de la teoría del conocimiento posterior. Describe el conocimiento como la relación entre un sujeto y un objeto ontológicamente (absolutamente) diferenciados, en la cual el primero es la parte activa, mientras que el objeto es puramente pasivo, apenas se resiste a mostrarse tal y como es. Por otro lado, la gnoseología realista entiende, además, como condición que hace posible el conocimiento científico, que los distintos sujetos cognoscentes compartimos un instrumento, el lenguaje, que nos permite transmitir de modo adecuado, objetiva, la forma del objeto conocido. Todo esto, finalmente, partiendo de un supuesto básico: que tanto sujeto como objeto y lenguaje comparten una estructura común que hace que la forma de la realidad sea conocible y transmisible, a esta estructura común la llamaremos razón. El conocimiento científico quedaba definido como un conocimiento demostrativo, universal y necesario, para todo sujeto, no importa su condición ni 4
  • 5. lugar, no importa su tiempo. Según la gnoseología clásica estas son las condiciones que nos permiten alcanzar un conocimiento que es fiel reflejo de la realidad, de este modo, para Aristóteles, el conocimiento era algo así como un “espejo de la naturaleza”. Siglos después, a pesar de las vueltas que daría la Modernidad a la “subjetividad”, Galileo Galilei seguía sosteniendo un dogma semejante “Dios ha escrito el libro de la naturaleza con caracteres matemáticos”; el mismo Einstein, en pleno siglo XX, actualizaba esta idea con su famoso “Dios no juega a los dados”. Por tanto, la ciencia moderna parece conservar aquella gnoseología clásica realista, sólo que donde ponía “razón” ha escrito “matemáticas”. Si presuponemos que la realidad está estructura matemáticamente, es necesario creer que la ciencia empírica, siempre y cuando se exprese en lenguaje matemático, podrá conocer la realidad en sí, lo cual es lo mismo que decir que la realidad verdadera se reduce a lo matematizable. ¿Qué ocurre entonces con todo aquello que queda fuera del alcance de las matemáticas? ¿Qué ocurre con las emociones, con los principios morales, con los sentimientos, con la belleza, con la pasión? ¿Qué ocurre con el yo, con todo lo que tiene que ver con el ser humano y que, por principio, nos negamos a reducir al simple número? ¿Qué hacemos con nuestra libertad, dónde queda en un mundo escrito con caracteres matemáticos? Éste ha sido el gran problema de la filosofía moderna pero, a finales del siglo XVIII, Kant parecía llegar a una solución satisfactoria que salvaba la fiabilidad del conocimiento científico y a la vez que dejaba a buen recaudo nuestra libertad: había nacido el Humanismo. Según Kant, de un lado quedaba el “reino de la necesidad”, todo aquello que la razón humana, a través del método científico desarrollado por Newton, descubre sometido a las leyes de la naturaleza. Gracias a este conocimiento podemos predecir y, por tanto, dominar la naturaleza a nuestro antojo. Sin embargo, a diferencia de lo que había creído toda la filosofía racionalista anterior –es decir, prácticamente toda la filosofía excepto los empiristas anglosajones–, éste no es un conocimiento de la realidad en sí (Noúmeno). La realidad en sí no es accesible, se nos escapa y se nos escapará. No sabemos, por mucho que lo afirmase Galileo, si la estructura de la realidad es matemática o no, sólo sabemos que, utilizando las matemáticas y los experimentos descubrimos leyes que se cumplen. Entonces ¿qué valor tiene el conocimiento científico? La ciencia se justifica, sencillamente, por su aplicación práctica para la mejora de la vida de los hombres. 5
  • 6. Del otro lado queda, justamente, el ser humano: el “reino de la libertad”, el libre albedrío que la ciencia no puede explicar ni conocer. El obrar humano depende de la libre determinación de la voluntad y sólo se conoce, en cierto modo, mediante el efectivo ejercicio de la moralidad, esto es, actuando. La libertad es, a la vez, algo que la ciencia no puede admitir pero de cuyo supuesto no podemos prescindir nosotros, los seres humanos concretos de carne y hueso que vivimos nuestras vidas concretas. Pues, si no soy libre, ¿por qué seguir escribiendo estas líneas? ¿Por qué esforzarme si todo está férreamente determinado por las estrictas leyes de la naturaleza? Ante la alternativa de decidir qué es más auténtico y real, si nuestra libertad o el cosmos, tal y como lo conoce la física, Kant lo tiene claro: el hombre más humilde e ignorante, cuando actúa guiado de buena fe, es tan libre y tan digno como el mayor científico de la tierra. Parece que hemos salvado al ser humano, parece que con Kant se abre una senda para las ciencias humanas: todo lo contrario. Esa realidad que somos no la conocemos, no es objeto de nuestro conocimiento, sino que, simplemente, la practicamos, en nuestra bondad cotidiana. El misterio de la vida se resuelve en esto, en tratar de ser, en el buen sentido de la palabra, buenos. Kant respondería la pregunta que nos hacía Unamuno al comienzo de este artículo diciendo que, efectivamente, el hombre no comprende su verdad sino que, simplemente, vive su libertad. Definitivamente, el “conócete a ti mismo” de Sócrates queda aparcado o quizás transformado en un “practícate a ti mismo”. Más de un siglo después Wittgenstein2, uno de los filósofos más influyentes aun en la actualidad, actualizaba las tesis de Kant con la sentencia mística que cerraba su Tractatus Logico-Philosophicus: “de lo que no se puede hablar, mejor es callarse”. Tras Kant, no sólo parecía quedar fuera del ámbito científico y, por tanto, del auténtico conocimiento (del conocimiento que no es una mera opinión) el yo racional, sino todo lo “tocado por la libertad”. El obrar histórico del ser humano, las fundaciones de los imperios, su caída, las grandes batallas, los distintos modos de organización social, las leyes, la tecnología, los idiomas, los sistemas económicos… todo ello es en parte fruto de la libertad, de decisiones contingentes que podían haber sido unas u otras. Ya dijo Platón que de lo contingente no cabe ciencia, pues no caben afirmaciones absolutas, universales y necesarias. Su estatuto epistemológico queda en un limbo 2 Ludwig Wittgenstein (1889-1951). Filósofo austriaco, muy influyente en la filosofía del lenguaje anglosajona e inspirador del Neopositivismo Lógico. Sus seguidores, como Carnap, defendían que el conocimiento científico se reducía a las ciencias experimentales y que todo conocimiento que se saliera de este método carecería de sentido. 6
  • 7. incierto, ni se trata de realidades en sí –esto es, incognoscibles–, ni de fenómenos que se puedan estudiar con rigor: son fruto de la libertad humana, son fenómenos que no están completamente sujetos a leyes naturales, por tanto no cabe explicación certera, ni predicción posible–. El conocimiento almacenado de estos fenómenos caería en descripciones parciales e interesadas, en opiniones prejuiciosas, indiscernible de los mitos y habladurías populares, como la Vida de los doce césares de Suetonio, un teatro de monstruos, “un cuento contado por un idiota, llena de ruido y furia, que no significa nada”, como escribiera Shakespeare. Una experiencia parcial, conocida por sujetos particulares, transmitida en un lenguaje ambiguo… el escepticismo del sofista Gorgias, uno de los grandes enemigos de la verdad para Platón, parecía quedar justificado, al menos en lo tocante al saber sobre los asuntos humanos. 2. El paradigma sociológico, el lastre positivista y el relevo antropológico Intentar trazar una epistemología fundamental de las ciencias sociales equivale, en gran medida, a apartar la sombra alargada del Positivismo que aun se cierne sobre nuestros estudios. Las razones son múltiples, muchas tienen que ver con el papel hegemónico de la sociología como ciencia social por excelencia. En los años sesenta se decía que si se tiraba un ladrillo por una de París, había un cincuenta por ciento de posibilidades que impactase sobre la cabeza de un sociólogo. Hace décadas que la sociología ha perdido ese lugar, algo de lo que la merma de las facultades y matriculaciones dan fe, sin embargo, su influjo sigue sintiéndose cuando tratamos de definir qué son las ciencias sociales. La sociología fue inaugurada como ciencia con mayúsculas a mediados del siglo XIX por Auguste Comte3 y es a él a quien debemos en última instancia la denominación de “ciencias sociales”. Comte concebía la sociología como una suerte de “física social”, un saber tan indiscutible y exacto como la física de Newton. Debía ocupar la cúspide de su sistema de las ciencias y estaba llamado a ser la guía para la 3 Auguste Comte (1798-1857). Filósofo y sociólogo francés, padre del positivismo, su filosofía es muy representativa del pensamiento cientificista y de la idea de progreso ilimitado, propia de la burguesía industrial del XIX. Concebía la historia de la humanidad como un desarrollo evolutivo en tres estadios consecutivos, partiendo del pensamiento arcaico o religioso, pasando por el metafísico o filosófico para llegar, en su tiempo, al estadio científico, auténtico y genuino acceso a la verdad. 7
  • 8. reforma y mejora científica de la sociedad. El Positivismo continuaba una tradición de origen anglosajón que se remonta a Francis Bacon, quien ya en el siglo XVII postulaba que la investigación científica sólo se justifica por sus aplicaciones prácticas para la mejora de la vida de la sociedad y por su lucha contra los ídolos, contra las mentiras que mantienen presos a los hombres: sólo el método empírico-racional demostrativo de la ciencia nos librará de la superstición del mito y la religión. La sociología superó rápidamente los estrechos y estériles –en el mejor de los casos– planteamientos de Comte, con la obra de autores tan interesantes e influyentes como Marx, Durkheim o Weber. Pero el espíritu positivista, reciclado a través de múltiples movimientos científicos y filosóficos (Neopositivismo Lógico, Fisicalismo…), y la inclusión de métodos cuantitativos más allá de su efectivo interés, en muchos casos se convirtió en el único signo de validez e imparcialidad de la ciencia de la sociedad frente a la caída en la charlatanería y la mera opinión. Hoy en día podemos comprobar los efectos de este discurso en la proliferación de empresas y especialistas en estadística aplicada al análisis social, a lo que muchas veces parece reducirse la labor sociológica, a una mera cuantificación al servicio de intereses extraños al saber. El número sigue despuntando como autoridad indiscutida. Este lastre positivista no se lo debemos exclusivamente al viejo y lejano Comte. Cierta sociología marxista4 (y cierta historiografía marxista) es igualmente culpable de idolatría de la ciencia, una ciencia que concibieron de modo casi idéntico al positivismo más reduccionista. Igual que Comte, Marx quiso desarrollar una ciencia del hombre, sin embargo, su modelo no era el de las estructuras sincrónicas de la sociología, sino el del cambio histórico (“materialismo histórico”) y su concepción del saber estaba fuertemente impregnado de la dialéctica hegeliana, por mucho que su materialismo se quisiera distanciar del idealismo de su maestro. El método de Marx no era el experimental- justificativo, de Comte y la tradición empirista, sino el dialéctico-crítico. Pero esto no fue obstáculo para que gran parte de sus herederos no se diera o no quisiera darse cuenta del abismo que separaba a Marx del positivismo. También en esta tradición la sociología buscaba el número y los lenguajes formales como la clave de la cientificidad; la “interpretación” era un resto metafísico que debía ser superado, un resto de oscurantismo y superstición, pre-ilustrado. 4 Se llama “marxismo” a todo pensamiento afín a la obra de Karl Marx; no se entiende como una escuela o un grupo completamente coherente. Karl Marx (1818-1883) es considerado, junto a los dos anteriores, otro de los padres de la sociología como disciplina científica autónoma. 8
  • 9. Desde hace más de cuarenta años la sociología está “de capa caída”. Además, podemos afirmar ya que en el siglo XXI es la antropología cultural quien viene a ocupar la plaza vacante de la sociología, en tanto que ciencia social o, mejor, humanística, puntera. La palabra “sociedad”, tan de moda en los sesenta y setenta, deja paso a la palabra “cultura”; frases populares como “la sociedad es la culpable”, son sustituidas por otras del tipo “es un problema de tipo cultural”. Y, a pesar de que tampoco la antropología ha permanecido ajena a los influjos del positivismo, cuando en los últimos tiempos se ha planteado su propia fundamentación epistemológica ha retomado una antigua disputa contra el positivismo que debemos remontar a un filósofo clave para entender la filosofía del siglo XX, Edmund Husserl5. Gran parte de la antropología ha comprendido que su trabajo es necesariamente interpretativo, que cuando explicamos otra cultura, en realidad, nos estamos explicando a nosotros mismos, que en verdad, cuando conocemos al ser humano no lo explicamos, como un objeto exterior al sujeto del conocimiento, sino que nos comprendemos. El “horizonte de comprensión”, concepto propio de la Filosofía Hermenéutica, está necesariamente determinado por nuestro propio punto de vista, el conocimiento es, por tanto, interpretación. Pero este límite no se plantea como carencia, como pecado, como impotencia, frente a la neutralidad, a la objetividad, de las ciencias naturales. La interpretación es el límite del conocimiento en tanto que el lugar desde el que el conocimiento cobra un sentido, es el único e ineludible modo de “conocernos a nosotros mismos”. Esto no quiere decir, de ningún modo, que toda interpretación valga lo mismo, que toda opinión sea aceptable; las ciencias humanas son tan racionales como cualquier saber científico y convencen como cualquier saber racional, a través de argumentos y pruebas. Diré más aun, son más racionales que las ciencias naturales, porque además de racionales pretenden ser razonables, cosa que las ciencias naturales no siempre se plantean. 5 Edmund Husserl (1859-1938). Filósofo alemán, padre de la escuela denominada Fenomenología. Fue maestro e inspirador de autores tan importantes como Heidegger, Sartre, Zubiri u Ortega y Gasset. Su filosofía fue un intento de superación de las limitaciones del cientificismo de su época, ahondando en el carácter “intencional” de la conciencia. Escuelas posteriores, como el Existencialismo o la Hermenéutica, son deudoras de a Fenomenología. 9
  • 10. 3. El hombre en busca de su sentido Si partimos del viejo esquema realista, ciencias como la antropología, la sociología o la propia historia se encuentran en una situación imposible, en un círculo vicioso, pues el sujeto cognoscente y el objeto conocido no se diferencian claramente, se entremezclan, se confunden. Al estudiar, por ejemplo, la sociedad esquimal tradicional, estoy estudiando una sociedad humana, pero resulta que el que la estudia, el sujeto cognoscente, es a su vez humano y, por tanto, vive en una sociedad determinada que tiene sus propias instituciones, normas y esquemas de organización. ¿Cómo puedo no tenerlos en mente a la hora de estudiar esta sociedad? ¿No estoy realizando comparaciones y juicios de valor etnocéntricos constante y necesariamente? Cuando hablamos de ciencias humanas, el viejo esquema de la gnoseología clásica que diferenciaba sujeto cognoscente y objeto conocido, que concebía el lenguaje como medio neutral de transmisión de conocimiento y que presuponía una estructura lógico-matemática del mundo (sujeto, objeto y lenguaje como racionales), no nos sirve. En ciencias humanas podemos decir que, ni sujeto y objeto están ontológicamente diferenciados, dado que el objeto que quiero conocer es, a su vez, un sujeto que conoce y que tiene conocimientos sobre sí mismo (autoconciencia), ni el lenguaje a través del cual transmito ese conocimiento es un simple medio neutral, ni, por supuesto, puedo aceptar la reducción a lo cuantificable del objeto de estudio. La cuestión del lenguaje es una de las más peliagudas en este sentido. Partimos de que en ciencias humanas contamos, al menos, con dos lenguas, la que habla el sujeto cognoscente y la que habla el sujeto conocido. ¿Son equivalentes? ¿Significan las palabras para mí lo mismo que significaban para él? Cuando trato de comprender la “religión” de las tribus de Polinesia ¿no estoy utilizando un término, “religión”, que posiblemente ellos no poseen? ¿Cuando llamo “arte” a una escultura griega, estoy queriendo decir lo mismo que entendían los clásicos por arte, o estoy realizando una clasificación que no se corresponde con su visión del mundo? ¿No son en el fondo los distintos idiomas humanos, especialmente los de tiempos históricos o culturas aisladas, intraducibles? ¿No equivalen cada uno de ellos es en sí mismos a la “visión del mundo” que tiene esa cultura? 10
  • 11. A finales del siglo XIX, Husserl revolucionó la teoría del conocimiento inaugurando la escuela filosófica llamada Fenomenología. Esta escuela, que está en los fundamentos del Existencialismo y la Hermenéutica Filosófica, arremete contra los presupuestos del Positivismo pero también contra las limitaciones del Criticismo kantiano. En esa misma época, el historiador y filósofo Wilhelm Dilthey pondrá las bases de una epistemología de las ciencias humanas (o ciencias del espíritu, como prefería llamarlas él) muy influyente y que nos sirve a nosotros para comprender la diferencia y valor de las ciencias humanas. Lo revolucionario de Dilthey es que, frente a la epistemología anterior, no situaba en el centro de la ciencia ni a la física ni a las matemáticas, sino a la historia. Acepta la diferenciación kantiana entre el reino de la necesidad (naturaleza) y el reino de la libertad (espíritu o ser humano), sin embargo, al contrario que Kant, Dilthey sí cree que se puede desarrollar un conocimiento científico de lo humano. Piensa que no nos debemos limitar a actuar y callar, sino que es nuestro deber investigar, conocer y, a partir de este conocimiento, actuar. Como en Kant, el ámbito de estudio de las ciencias naturales queda constreñido al reino de la necesidad y su objeto de estudio son las leyes naturales, que el científico busca descubrir con la finalidad de poder explicar y predecir los fenómenos naturales. ¿Qué valor, por tanto, tiene ese conocimiento? Principalmente, una vez más, un valor práctico: dominar la naturaleza y hacer cada vez más fácil la vida al hombre. Por otro lado, las ciencias humanas (o ciencias del espíritu, como las llama él) estudian al ser humano en tanto que humano, es decir, en tanto que sujeto a las leyes que se da a sí mismo, y no en tanto que sujeto a las leyes dadas por la naturaleza. Por supuesto, el conocimiento de lo humano no puede ser similar al de lo natural y, por supuesto, tampoco podemos prescindir de los conocimientos que las ciencias naturales nos aportan a la hora de abordar lo humano. No olvidamos que, además de seres libres, somos seres materiales, por tanto, gobernados por las leyes físicas y biológicas. El saber que nos proporcionan la biología, la medicina, la genética, son imprescindibles a la hora de interpretar qué es el ser humano, son saberes necesarios, pero no suficientes. Cuando estudiamos, por ejemplo, las diferencias entre el comportamiento al volante entre hombres y mujeres, es interesante tener en cuenta sus diferencias materiales, cómo es el sistema nervioso de cada uno de los sexos, si es que existen diferencias fundamentales, cómo pueden incidir las diferencias corporales, los influjos hormonales sobre la conducta. Sin embargo, ese conocimiento natural no es suficiente para comprender esa 11
  • 12. cuestión. Sería necesario introducirnos en el campo de la historia y de la sociología, cómo se han configurado históricamente los roles, cuál ha sido el significado del “coche” en sentido de género y cómo pesa esto sobre el modo de auto-percepción de cada uno como conductor… Cuando tratamos de conocer lo humano en sí mismo, buscamos un tipo de conocimiento mucho más complejo que el propio de las ciencias humanas, buscamos reconocer valores y principios propios (o contravalores y contraprincipios) que reconocemos en los actos y circunstancias de la persona estudiada, del personaje histórico, de la cultura, de la civilización. Tratamos de comprender a una persona que a su vez se auto-comprende, de hacernos uno con su “visión del mundo”, y sólo entonces sentimos que la ciencia nos ha sumergido en una nueva verdad que nos servirá, a su vez, para abrirnos unos nuevos ojos hacia el presente. Las ciencias humanas no buscan explicar ni predecir desde el conocimiento de las leyes, sino comprender, dotar de sentido, esto es, humanizar lo inhumano, reconocer y reconocernos o criticar y criticarnos desde el auto-descubrimiento en el otro. Cuando miramos los horrores de la guerra, queremos evitar que vuelvan. Cuando nos adentramos en el complejo lenguaje de los sueños, buscamos hacer significativa otra faceta de nosotros mismos que permanecía encerrada en la oscuridad. Cuando miramos de cerca el cambio en la estructura y las funciones de nuestras ciudades, no queremos explicar ni predecir, no buscamos dominar, sino comprender y, en todo caso, corregir desde la clarividencia de nuestro proyecto de justicia. La ciencia busca traer la luz, ordenar el caos y, en el caso de las ciencias humanas, iluminar desde los principios y valores que orientan nuestra vida. Conocemos los aspectos más desconocidos de nuestra cultura o de otras sociedades completamente desconocidas para ensanchar nuestro yo, para reconocernos en nuestra humanidad o criticar nuestra inhumanidad. El método de ambas ciencias es, igualmente, distinto. Las ciencias naturales investigan mediante el método hipotético-deductivo experimental y, a poder ser, traduciendo todas las variables a lenguaje matemático. Las ciencias humanas investigan utilizando un método hermenéutico; la experiencia en las ciencias humanas no se puede ni debe reducir al experimento, es atroz pensar que lo humano se puede comprender en un laboratorio. La experiencia humana es concreta e irrepetible, se realiza en el acontecimiento vital e histórico, es cualitativa, no cuantitativa. Nuestro lenguaje de ningún modo se puede reducir al lenguaje formal de las matemáticas o la 12
  • 13. lógica. El lenguaje de las ciencias humanas no es el lenguaje ambiguo de la poesía pero, como en aquella, las verdades humanas sólo pueden ser dichas en un lenguaje rico, simbólico. Por supuesto, razonado y argumentado, igual que sometido a una rigurosa la investigación, a un análisis pulcro y a una supervisión exhaustiva. Pero no podemos prescindir del momento final y definitivo de la investigación: la interpretación, el momento del sentido. Las ciencias naturales analizan la naturaleza en sus componentes últimos, se busca averiguar sus leyes, pues una vez conocidas todas las variables podremos explicar cómo sucedieron las cosas (la extinción de los dinosaurios, la separación de los continentes, las glaciaciones, el origen del universo) y cómo sucederán (si lloverá mañana, si habrá un terremoto, que ocurrirá si se destruye la capa de ozono). En resumen, una vez más, las ciencias de la naturaleza buscan dominar la realidad pero ¿para qué? ¿En qué sentido queremos dominar la naturaleza? ¿Qué queremos hacer con ella? ¿Queremos dominar la materia para lograr una fuente inagotable de energía, y hacer con ella qué: inmensos rascacielos, aviones supersónicos…? ¿Queremos tal vez dominar las leyes de la vida para recrear nuestra propia naturaleza biológica, para clonarnos, para mutarnos en seres con doce piernas y nueve ojos? ¿O sólo queremos tumbarnos sobre la hierba una tarde de sol? Eso lo tendrán que determinar los humanos, desde su identidad, desde sus valores, desde sus principios y, sobre todo, desde su auto- conocimiento. Tal vez sólo las ciencias humanas nos puedan decir qué es lo que buscan en realidad las ciencias naturales. Tal vez sólo ellas puedan alertarnos de que nuestra relación con la naturaleza no puede ni debe ser de simple dominio, sino que dominar la naturaleza es someternos a nosotros mismos, arrancarnos de nuestra tierra, como advertía el filósofo alemán Martin Heidegger, uno de los más importantes del siglo pasado, inspirador de la hermenéutica. Las ciencias humanas saben que no van a descubrir leyes exactas, tal vez sí ciertas regularidades, pero en último extremo hay voluntades en acción, leyes que se acuerdan pero se traicionan, nuevas leyes que nacen para superar las anteriores. Confundir el método y la finalidad de las leyes humanas con los de las leyes naturales significa querer dominar al ser humano, someterlo a la predicción. ¿Para qué? ¿Al servicio de quién? ¿Qué interés tenemos en predecir la conducta de los hombres? ¿Qué interés tengo en predecir mi propia conducta? 13
  • 14. En un artículo ya clásico de los años setenta, el filósofo alemán Jürgen Habermas6 defendía, en contra de la idea del saber por el mero saber, que todo conocimiento está motivado por determinado interés, que el saber siempre persigue algo: defenderse, atacar, justificar o criticar determinada situación, comunicarse, construir un mundo más justo, liberarse del miedo, aterrorizar. No podemos perder de vista esa unión del saber teórico y el práctico, lo queramos o no, esta relación, de un modo u otro, se lleva a cado. La ciencia natural nos ha enseñado cómo hacer la bomba atómica pero ¿para qué? ¿Debemos hacerla? ¿Quién quiere hacerla y por qué? ¿Debemos permitírselo? Si se reduce la finalidad y metodología de las ciencias humanas al de las ciencias naturales, como hace el Positivismo, nos encontramos con que el ser humano estudia al ser humano con la finalidad de dominarlo, de explotarlo, de sacarle partido. El maestro debe tener claro el fundamento de las llamadas ciencias sociales, de por qué hay que educar al niño en el conocimiento de un medio natural, social y cultural, no como una adición, donde los socio-cultural va después de lo natural, sino, al contrario, como una comprensión del medio cargado de valores, de sentido social, político, estético, humano, en su globalidad. El ecologismo es quizá la última llamada de atención de la necesidad de replantearnos no sólo el modo de relación del hombre con el hombre, que tiende a reducirse en nuestra sociedad a una relación de dominación, sino nuestra relación con una naturaleza que ha quedado reducida a mero recurso que explotar. No se trata simplemente de que nos quedemos sin recursos, de que peligre la continuidad de la vida humana., sino de que, al concebir el planeta como mero instrumento, nos degradamos a nosotros mismos, nos deshumanizamos, vivimos una vida indigna, pues tierra y hombre son indisolubles, el desprecio del medio es desprecio de nosotros mismos, de nuestro cuerpo, de nuestro ser material. Los propios niños nos dan una lección de cómo se puede y se debe tener otro tipo de relación con la naturaleza. Desde que tiene conciencia, el niño humaniza el entorno natural y artificial. El niño es por naturaleza animista, ve los montes, los animales, las casas, los coches, los teléfonos móviles como seres con alma y sentimientos, que a veces trata con crueldad, es cierto, pero sabiendo que sufren, sabiendo que debe cuidarlos si quiere conservar su amistad, sabiendo que necesitan 6 Jürgen Habermas (1929-actualidad). Filósofo alemán, perteneciente a la tercera generación de la escuela de Frankfurt. Ha evolucionado desde el marxismo hacia posiciones republicanistas que actualizan los ideales políticos de la Ilustración. 14
  • 15. descansar porque a veces los oye bostezar y los ve dormir y otras veces los oye reír, llorar, les hablan, pues se preocupan por él, lo mismo que él se preocupa por ellos. El medio natural, social y cultural no es para el niño un simple medio, es también y a la vez un fin. Por supuesto, la labor de la educación consiste en desarrollar un pensamiento racional en el niño, en hacerlo cada vez más autónomo, pero esto no significa deshumanizarlo, convertirlo en un depredador. Debemos aprender a conservar un rastro vivo de aquella primera mirada humanizadora y la escuela debe ser el lugar encargado de esa misión. El filósofo madrileño José Ortega y Gasset, cuando se planteaba qué es el conocimiento, qué es la auténtica verdad, si es más verdad la verdad del científico o la del poeta, hablaba de una verdad situada, de una verdad como “perspectiva”. Ortega concebía la verdad más esencial, la que nos hace llorar y reír, la que nos hace sacrificarnos por otros, como “mi verdad concreta”. Las verdades matemáticas son puras verdades formales, pueden ser fascinantes pero generalmente, a no ser que uno sea matemático y le vaya la vida en ello, poco nos dicen de nuestra vida, poco ante la muerte de un ser querido, ante el nacimiento de un hijo. La auténtica verdad es “mi verdad”, definida desde mis vivencias, desde mi propia “vida”. El médico sabe cómo marcha mi cuerpo en tanto que organismo vivo pero sólo yo, desde “mi vida”, decidiré, sólo yo pensándome a mi mismo, aceptando la responsabilidad de mi libertad, puedo decidir sobre mi futuro. Ningún técnico puede indicarme para qué vivo, sólo podrá indicarme cómo hacer mi vida más duradera, con menos sufrimiento, pero en última instancia yo decido qué tipo de vida debo llevar. Claro que, además, no vivo solo, yo soy un ser social y a la vez que un yo “soy un nosotros”. Ese nosotros, en el que se encuentra envuelto incluso el medio natural, es el dato fundamental desde el que juzgo y en el que integro el saber, pues el fin último del saber es hacer la vida mejor, vivir más plenamente, con más justicia, con más belleza, con más verdad. “No hay hechos, sólo interpretaciones de hechos”, escribió un gran filósofo. El medio del niño, del ser humano, es un gran libro en caracteres que no son precisamente matemáticos, son caracteres llenos de belleza, que sugestionan, y si sabemos leerlos pueden ser un espejo que reduplique nuestro brillo. 15
  • 16. Bibliografía clásica en castellano ARISTÓTELES: Metafísica (S. IV a. C.), Gredos, Madrid, 1999. BENJAMIN, Walter: Calle de dirección única (1928), Abada, Madrid, 2011. COMTE, Auguste: Discurso sobre el espíritu positivo (1844), Alianza, Madrid, 1992. DILTHEY, Wilhelm: Crítica de la razón histórica (1910), Península, Barcelona, 1986. FEYERABEND, Paul: Tratado contra el método (1975), Tecnos, Madrid, 2003. FOUCAULT, Michel: Las palabras y las cosas una arqueología de las ciencias humanas (1966), Siglo XXI, Buenos Aires, 1968. GADAMER, Han Georg: Verdad y método (1960), Sígueme, Salamanca, 1996. GEERTZ, Clifford: La interpretación de las culturas (1973), Gedisa, Barcelona, 1992. HABERMAS, Jürgen: Ciencia y técnica como ideología (1968), Tecnos, Madrid, 1984. HEIDEGGER, Martin: Conferencias y artículos, Serbal, Barcelona, 1994. HUSSERL, Edmund: La Crisis de las Ciencias Europeas y la Fenomenología Trascendental: Introducción a la Filosofía Fenomenológica (1936), Prometeo, Madrid, 2010. KANT, Inmanuel: Crítica de la razón pura (1781-1787), Tecnos, Madrid, 2002. ORTEGA Y GASSET, José: Qué es la filosofía (1928-1929), Alianza, Madrid, 2001. ORTIZ OSÉS, Andrés; LANCEROS; Patxi (Coord.): Diccionario de hermenéutica, Universidad de Deusto, Bilbao, 2006. PLATÓN: Diálogos (S. IV a. C.), Gredos, Madrid, 1999. RORTY, Richard: La filosofía y el espejo de la naturaleza (1979), Cátegra, Madrid, 1989. UNAMUNO, Miguel de: Del sentimiento trágico de la vida, Espasa Calpe, Madrid, 2007. WITTGENSTEIN, Ludwig: Tractatus Logico-Philosophicus (1922), Tecnos, Madrid, 2004. 16