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LA COMPLICACIÓN DE LAS COSAS
Luis Alberto Marín*
Esta historia está basada en rumores imaginarios,
extrapolados a su vez por otros rumores
tal vez no tan imaginarios.
1
Recién comienza a llover, pensó Matías Natera en voz al-
ta desde el piso alto del edificio, mientras miraba por la
persiana, dubitativo, la pinta gris de las calles, las peque-
ñas ríadas de gente, las fachadas grasientas, provisiona-
les y polvosas; las líneas negras huyendo por el cableado,
el reflejo mate de las ventanas: la tarde se abría henchida
de perfiles rotos y perímetros vagos, y de olores mezclán-
dose a su capricho igual que en un extraño escenario de
fábrica abandonada. Abrumado, lleno de dudas, mirando
aquí y allá, todo aquello le parecía a Matías la imagen
misma de la zozobra, la manoseada forma de un tiempo
perturbado. Luego, quitándose la camisa y sentándose,
comenzó a reescribir el borrador de hacía ya varias sema-
nas: “Apenas era la primera semana de abril y las tolva-
neras de principio de año comenzaban a ser sustituidas
paulatinamente por las primeras lluvias, si así se podían
llamar a aquellos remedos de chubascos que, precedidos
de repetidos y escandalosos relámpagos, tardaban tanto
en llegar que, cuando se iban, parecía que nunca más vol-
vería a llover”. Sí, parecía que nunca más volvería a llo-
ver. La última frase, revisada ya varias veces, viró en re-
dondo a su pensamiento como el eco formado por no sa-
bía qué voces encontrándose en un punto unísono y con-
vergente, y con una claridad tan envolvente que llegó a
imaginar, sentado como estaba frente a su vieja Olivetti
portátil, que miraba de pronto aquel cielo amenazador de
Estación Lamira, como transportado desde algún sitio
sin asideros tangibles ni memorables. ¿Pero qué sitio,
Matías? No, no sabía qué sitio. No, no sabe. Que no. Que
todavía no sabe. ¿Y para qué necesitaba saber? Eso no
tenía la menor importancia. No para lo que estaba ha-
ciendo. “Sin embargo -siguió tecleando Matías-, parecía
que en cualquier momento la lluvia soltaría sus amarras,
y el vaho inerte del asfalto húmedo llenaría, sin remedio,
los pulmones de por sí ya mórbidos de monóxido de la
gente, y los pequeños riachuelos que suelen formarse a
las orillas de las aceras arrastrarían quién sabe cuánta
basura y porquería. Sí, recién comenzaba a llover. Y eso
era bueno. O tal vez no para aquellos que siempre se es-
taban quejando de los apagones o las molestias del tráfi-
co o de las calles inundadas, esas cosas inevitables. Pero
para otros tenía gran importancia y había que decir que
la lluvia era buena”. Sí Matías, tienes que decir que es
buena. Eso es lo que tienes que escribir. ¿Quién dice que
la lluvia no es buena? A Matías, ese hombre entrecano
de rostro adusto, sentado frente a su Olivetti le parecía,
le pareció que esta vez las voces encontradas partieron
del rincón derecho, exactamente donde la mancha añosa
de la pared perfilaba la forma vaga de un rictus, junto a
la base rota de la pilastra. De repente, conservando aún
las manos quietas Matías creyó, o por lo menos lo pensó
así, que esta vez el eco se devolvía afónico y desvirtuado.
De todas formas, otra vez, eso era algo irrelevante. Quizá
esas voces reflejas sólo eran la glosa virtual y grosera de
su escritura, nacidas de su inveterada costumbre de rees-
cribir una y otra vez cada frase hasta el cansancio. “El he-
cho era -se puso a escribir de nuevo bajando la vista so-
bre el papel bond-, que todas las señales típicas como ca-
lor agobiante, cielo nublado, crepúsculo ciego o a contra-
luz, descargas eléctricas como látigos encendidos en el
corazón del cielo, indicaban que aquella lluvia menuda se
convertiría muy pronto en tormenta, en una gruesa corti-
na de agua metiéndose a saco por todas partes. Y dado su
carácter repentino –aunque adivinemos que va a llover,
nunca creemos que va a llover de veras y seguimos ha-
ciendo lo que siempre hacemos, sea lo que sea que haga-
mos-, la gente era tomada por sorpresa y se veía obligada
a correr a brinquitos por la calle. Avisados del chipi chipi,
algunos tapaban sus cabezas usando de visera una bolsa,
un pañuelo o el periódico del día, mientras alcanzaban la
entrada de la farmacia o la mueblería. Otros buscaban re-
fugio bajo el toldo voladizo de una tienda, o en el vano de
la puerta más cercana donde hubiera un huequito, me-
tiéndose inseguros, no vaya a ser que alguien abra de re-
pente, mientras escudriñaban, cavilosos, el volumen ce-
rrado de las nubes y el color vulcanizado del cielo, como
diciéndose a ver a qué horas cae por fin este aguacero y el
calor ya no nos tenga tan agüitados. Algunos más, forza-
dos por el pequeño espacio de la farmacia en la que se
habían metido o intentaban meterse –‘siempre cabe uno
más’, decía alguien queriéndose hacer el gracioso-, cruza-
ban miradas recelosas de usted disculpe, sonriendo con
vaguedad insulsa al de al lado mientras sus cuerpos tro-
pezaban tímidos, imperceptibles y nerviosos –‘sí, todo
cabe en un jarrito...’ secundaba sonriente y grave el obeso
de atrás, recargado en el depósito de refrescos de cola de
la farmacia, limpiándose la frente con un pañuelo a cua-
dros el incipiente sudor de la carrerita: su respiración
movía en vaivén el broche dorado de la corbata. El QFB
responsable de la farmacia, cabello castaño, bata impeca-
ble y lentes con armazón dorada, muy contrariado pero
incapaz de mandar sacar a la gente, envió una seña con la
cabeza a los ojos sin brillo del huesudo y demacrado asis-
tente. Este, como el perrito obediente que solía ser, se
metió diligente entre los anaqueles oscuros, abrió un es-
tuche gris de aluminio y regresó al mostrador con un ar-
ma reglamentaria en la bolsa de la bata, ‘no vaya a ser
que alguien quiera darnos problemas’, vaciló emociona-
do. Armado como estaba, sus ojos comenzaron a brillar
–aunque él no pudiera percatarse de ello-, con una arro-
gancia pueril y mezquina: Ahora mismo podría matarlos
a todos, pensaba complaciente, y ni siquiera tendrían
tiempo de mirarme, de saber quién les disparó. Todo se-
ría tan rápido que. La gente no lo sabía, en efecto, pero
sólo era cosa de esperar la orden de su jefe el QFB –como
empleado no podía tomar por sí mismo una decisión ar-
bitraria-, para abrir fuego en cualquier momento y man-
dar al infierno al primer sospechoso que quisiera pasarse
de listo. Su complacencia creció al darse cuenta que la
frase ‘mandar al infierno’ le había llegado como al dedi-
llo. No cabía duda que él estaba a la altura de la situa-
ción”. Sí. Estamos a la altura de la situación. Ni duda
cabe. Y eso nos complace mucho, Matías. ¿Matías? Mo-
lesto, Matías dejó de escribir. Estaba tan concentrado en
las frases que había corregido que no pudo, no quiso ubi-
car el punto de partida de las voces múltiples. ¿Venían de
atrás del mueble de la cafetera? ¿Ya no le hacían trans-
portarse a otro sitio? Después de todo, eso no importaba,
pensó otra vez un tanto confundido. Ya bastante proble-
mas tenía con el asco de borrador que trabajaba de nue-
vo; con recrear ¿otra vez?, el episodio siempre errático y
casi olvidado de la farmacia, con describir ese malhadado
lugar donde una vez, por pura necesidad, había trabajado
turnos forzados y mal pagados, y donde también la QFB
(porque cuando él estuvo la responsable era una bella
mujer de cabello negro llamada Florecita), lo obligaba a
echar a la gente que se iba a refugiar en la entrada siem-
pre que llovía por el mal aspecto que daba al negocio,
‘por favor, están estorbando la puerta’, decía con timidez
sobrada, cuando lo único que él quería, cómo no recor-
darlo, era encerrarse horas y horas y ponerse a escribir
las ideas que traía en la cabeza. Pero esta vez le parecía
que las desagradables interrupciones estaban sobrepa-
sándose. ¿Eso crees, Matías? ¿De veras eso crees? Si sólo
te queremos ayudar. ¿Qué no ves? Somos tu mala con-
ciencia de escritorzuelo. La sombra inevitable de tus bo-
rradores fallidos. La reescritura que persigue todo el
tiempo tu mala escritura. No te des por vencido. Sólo es-
cúchanos, Matías. ¿Matías? ¿Darme por vencido de
qué?, se decía, incrédulo. ¿Y qué es lo que tenía que escu-
char? ¿No era suficiente la angustia con ese borrador du-
dosamente legible?
Segundos después, volviéndose a concentrar de nuevo
–con lo difícil que es corretear a las musas, rumió para sí
Matías-, retomó el punto ¿por enésima vez?, donde el
menudo pero atlético dependiente comenzó a imaginar,
desde la cómoda posición trasera del mostrador, que su
jefe, el QFB, le daba al fin la señal de abrir fuego, y, sin
más trámite, miraba al gordo cayendo de bruces junto al
depósito con un disparo en el vientre, justo abajo de la
corbata de imitación Canali –‘pinche gordo mamila y
amanerado’, susurró el correoso empleado, apretando
con todos sus dedos recios y enormes la pesada arma en
la bolsa-, y también al hombre peinado con vaselina, con
un tiro en la nuca, quien a simple vista no parecía peli-
groso, pero quizá traía un arma escondida en su maletín
negro; y, a su izquierda, al hocicón gracioso que había
hablado primero, horrorizado al sentir su costado abierto
con tamaño plomazo, expirando en el piso su último
aliento, y cuyos cómplices esperaban de él, tal vez una
frase cifrada para atacar a un tiempo; porque ¿acaso
“siempre cabe uno más” no parecía una frase en clave?
Eso era claro para cualquiera con algo de malicia: y él la
tenía, qué caray, faltaba más. Tal vez el asalto probable,
aprovechando el pretexto casual de la lluvia, podría pare-
cer todo lo improvisado que se quisiera, pero en esa fra-
se, a su parecer, estaba la clave a identificar con el menor
esfuerzo de sus emociones y el claro aviso para saber a
qué atenerse y reconcentrar la suficiente sangre fría para
disparar sin chistar. Sí, sin chistar. Y aunque en este tipo
de situaciones era más que seguro cometer todo tipo de
equivocaciones, a veces fatales, lo importante era salvar
el pellejo a toda costa, defenderse y defender la integri-
dad de la gente honesta que, como él, estaba dispuesta a
trabajar turnos forzados para sobrevivir. Ya se sabe que
el crimen no paga, ésa era una verdad absoluta, aunque
muchos ilusos y malvivientes siguieran creyendo lo
opuesto. Pero ya bastaba de conjeturas morales, no debía
distraer su atención del punto importante. No fueran a
sorprenderlo, a la hora de la hora, con una mano en la
bolsa y la otra puesta en el mostrador, así como estaba: la
mirada alerta, la boca reseca, respirando en corto y en es-
tado intermedio de calosfríos. ¿Y si los nervios lo traicio-
naban? Eso era imposible: por alguna razón había ya
imaginado tanto este momento de diferentes formas,
unas con esa lluvia empantanada y melindre, otras sin
ella; con uno o dos o tres o cuatro asaltantes de corpulen-
cias diversas y armas de variadas formas y calibres, ata-
cando de flancos distintos, y él apostado, apuntando o
disparando, según fuera el caso, desde los lugares más
impensables de la farmacia, así que se sentía sicológica-
mente preparado para ello. No. No podía darse el lujo de
perder el control. Eso era prácticamente imposible. De
hecho, debido a su constante entrenamiento como bo-
xeador, tenía los nervios suficientemente templados, a
diferencia de los ladrones improvisados que siempre se
cagan de miedo, y quienes ya antes de entrar, apuntar y
gritar ‘¡Manos arriba, hijos de su puta madre!’, les tiem-
bla la voz, el pulso, las piernas y las rodillas: son un ma-
nojo de nervios. Toda su sicología es tan inestable que se
puede derrumbar en cualquier momento. Claro que él no
era un hombre de armas pero, guardando las distancias,
disparar un revólver sí sabía, sexto sentido y reflejos te-
nía y poseía el arrojo suficiente para, en un momento da-
do, saber cómo actuar. Faltaba más. Aunque ahora que lo
pensaba, la cosa podría volverse más crítica para todos si,
por una de esas casualidades, se presentara en la puerta
el hombre que pasa todas las tardes vendiendo elotes co-
cidos, o el dulcero con su bandeja al hombro ofreciendo a
gritos sus dulces, justo en el momento en que nos estu-
vieran apuntando con las armas al pecho y nos gritaran
‘¡Que nadie se mueva, pendejos!’, o ‘¡Esto es un asalto!
¡Que ningún cabrón se quiera pasar de listo!’ Y puesto
que nadie sabría, ya metidos en suposiciones y apuros lo
que realmente puede pasar, esta aparición inesperada
podría convertirse en una fuerza de escape de la situa-
ción, o en un giro decisivo que ayudaría a salvarlos, en el
supuesto de que él se decidiera, sin titubeos, a sacar la
pistola con la velocidad de la luz y disparar sin chistar,
perfectamente apostado, desde luego, en el mostrador, y
cubriendo simultáneamente a su jefe, el QFB, no sea que
una bala perdida pudiera quitarle la vida. O tal vez nada
de esto último pasaría y, en lugar de eso, uno de los ma-
leantes podría voltear y disparar, nomás que por puro
instinto de conservación, y matar al dulcero o al elotero
–ya sea a uno u otro, según el caso; o a ambos, que tam-
bién podría ser otra posibilidad-, quien intentando dar
marcha atrás al percatarse –tardíamente-, de la situa-
ción, en vez de eso se va de bruces con su vendimia, heri-
do de muerte en un costado, quedando junto al depósito
de refrescos de cola. Y esto de cualquier forma complica-
ría las cosas porque, ¡ay, güey! –‘¡Ahora sí se los va a car-
gar la chingada, pendejos!’, irrumpe el que disparó que-
riendo mostrarse envalentonado-, multiplicaría el miedo
y la confusión de los, ahora sí, asesinos. Y es que matan-
do a uno –al vende dulces o al vende elotes, lo mismo da-
ba-, ya estarían ellos, ya estaríamos todos en un proble-
ma mayor, o en otro círculo del infierno, como quien di-
ce, pues se verían obligados a matarnos a todos, como si
una cosa llevara a la otra, y nomás para que los demás
–los mirones, la policía, la prensa, los medios, el dueño
de la farmacia en su casita de lujo, el mundo todo-, supie-
ran que con ellos no se juega. Faltaba más. Qué caray. Sí
señor, faltaba más. La verdad es que con nosotros no se
juega. Más vale que se enteren todos de una buena vez
que con nosotros... Parece cosa de locos, pensó Matías en
voz alta, echándose de espaldas con cierta brusquedad,
como queriendo conjurar el eco intruso que se atrevía a
“regurgitar” sus pensamientos, que se metía a hurgar en
sus emborronamientos cuando estaba a punto de lograr
una buena frase o esgrimir un nuevo giro. ¿Cuál buena
frase? ¿Cuál nuevo giro? Mejor quédate con las cosas
viejas, Matías. No improvises ni trates de ser original.
Vete sobre seguro con las frases hechas, con esas formas
de escribir que han probado tener éxito universal. Sólo
tienes que glosar todo lo que has leído o aprendido sobre
las técnicas de contar una historia. Nomás es cosa de
pedir prestado y revolverlo todo en un crisol. Para ser
un escritorcillo pides demasiado. Sé modesto, Matías. Y
no te pongas a la defensiva. ¿Matías? Pronto subirá el
calor y llegará el hastío, pensó Matías sólo por pensar, y
se quedó mirando sin mirar, por la ventana percudida, el
cielo de pronto envejecido de Estación Lamira, como es-
perando a ver a qué horas caía por fin ese aguacero y el
calor ya no lo tuviera tan pasmado. Luego se levantó y
fue a mear: la tensión nerviosa de estar rehaciendo una
trama poco legible le llenaba la vejiga sin cesar: Al fin y al
cabo no era necesario estar a la defensiva ¿a la defensiva
de qué?, sino de saber bien hacia dónde dirigir las bate-
rías, se decía, como sojuzgando la poca confianza que te-
nía siempre en sí mismo cuando se ponía a escribir,
mientras observaba con fijeza el chorro grueso, amari-
llento y transparente que chocaba pringoso contra el fon-
do azul marino de la taza. Después, cuando salió del ba-
ño, dio varias vueltas en la habitación para entonar los
músculos y despejarse un poco; pero luego, como deján-
dose llevar, metió la mano en la bolsa de su pantalón con
ese aire distraído que tenía cuando se ocupaba de otras
cosas, y sintió, con sorpresa, cómo sus dedos apretaban,
anhelantes y codiciosos, frente a la inercia de aquella cal-
ma chicha de la ventana a punto de convertirse en agua-
cero tórrido, la forma inequívoca, dura y glacial de un re-
vólver.
2
Por un momento, Matías se sintió arrogante y aligerado
de sí mismo, libre de toda la confusión que lo rodeaba, de
toda obligación social impuesta, de las molestas trabas
que lo hacían sufrir en su pequeña vida diaria. ¿Cómo era
posible tener tal sensación debida a la simple posesión de
un arma? Tal vez no era tan simple, esgrimía para sí, tra-
tando de poner en claro sus repentinas emociones. Des-
pués de todo, un arma quizá es la mitad o más de la mi-
tad de un hombre, el cerrojo que mantiene a raya todos
sus temores reales o aparentes. Un arma es el valor que a
veces no se tiene, y muchos otros sentimientos fuertes.
Por eso cualquier compa armado hace casi todo lo que
quiere. En su vida había tenido jamás un revólver en las
manos. En su vida había imaginado nunca tener uno. Ni
siquiera sabía de modelos y calibres, ni cómo se liberaba
el seguro, ni mucho menos cómo se disparaba de verdad.
Era claro que sólo había que jalar del gatillo como en las
pistolas de juguete que cualquiera ha tenido; pero con un
arma de verdad todo es distinto si no se tiene entrena-
miento y práctica. Y luego todo lo que viene después: el
desconcierto y la enorme atención que produce el dispa-
ro, y la muerte que produce el disparo, y los gritos de
miedo que produce el disparo. Y la desbandada de los
que nada tienen que ver con las causas del disparo. Y lue-
go el tiempo, cómo de repente parece que se detiene. To-
do eso también hay que saberlo manejar: comenzando
por el hecho de por qué se va a portar un arma y por qué
se tendría que disparar. Como por ejemplo, en el asalto a
la farmacia (¿o fue en la mueblería de enfrente, de acuer-
do a un testigo?), aquella tarde en que recién comenzaba
a llover: era claro que los asaltantes creían saber lo que
hacían con aquellas armas; era claro que creían, también,
que podían manejar la situación por más improvisada
que pareciera y por más muertos de miedo que estuvie-
ran. Ya se sabe que el miedo lo controla todo, es cierto, o
casi todo, pero en momentos así alguien debe de tener el
control que controla el miedo porque si no todo se sale de
cuadro. ¿No eran para eso las armas? Pero, dígase lo que
quiera, si el asalto no fue planeado, como parece que no
lo estaba, la improvisación puede dar al traste con todo,
como afirmaron que así fue, a decir de algunos que toma-
ron nota del caso. Por ejemplo, ese reportero de apellido
Corcuera que, no contento con faltar a la verdad y dar
crédito a amañados testigos de la calle, quiso lucirse
mezclando el hecho –que se repite aquí y allá todos los
días, según él-, con los fundamentos que aprendió tal vez
en alguna escuela privada de periodismo, de la tan traída
y llevada Teoría del Caos. Y otro que, siguiendo su ejem-
plo, escribió un artículo razonando sobre cuánta gente
pierde la vida en un asalto a mano armada, basándose
sobre todo en la Ley de las probabilidades. Incluso hubo
alguno, quizá el más atrevido, que planteó una vaga hipó-
tesis sobre el galopante ascenso de una cultura del cri-
men, y que no sólo daba cuenta, con cierto detalle, de los
móviles más recurrentes de los delincuentes, sino que la
opuso, confrontándola abiertamente después, a la ante-
dicha Teoría del Caos, tan personal, de Corcuera.
Era evidente que los asaltantes, en cuanto al manejo
de la situación, tenían la sartén por el mango puesto que
ellos esgrimían las armas y los empleados ni siquiera
contaban con la posibilidad de escamotear el cuerpo. Y la
única arma disponible en el negocio sólo la QFB sabía
dónde se guardaba. Lo que venía a ser irrelevante des-
pués de todo, puesto que ni ella ni el asistente ni Matías
hubieran sabido cómo manejarla. Y, en todo caso, eran
demasiadas armas contra una pistola que, para colmo,
era uno de esos modelos de bolsillo para dama: de haber-
la sacado alguno de los empleados, sólo hubiera provoca-
do la hilaridad de los matones, pues nadie desarma o en-
frenta a alguien ostentando un arma que semeja un ju-
guete y con tan evidente desventaja en contra.
Más todavía: en esta situación, Panterita –Matías por
fin se acordaba del sobrenombre del otro empleado que
se decía asistente y presumía de valiente porque los sába-
dos por la noche se contrataba como boxeador en arenas
de barriada-, se había orinado de miedo: el infeliz mos-
traba, aunque no podía percatarse de ello, el rictus de
quien siente que su hora final ha llegado: ‘con las manos
en alto hijo de la chingada’, le había dicho más de una
vez ¿el gordo, el envaselinado?, presionando hasta el do-
lor el cañón en su frente; y su tez oscura estaba hecha
más bien un papel en blanco y los ojos de tigre dos pozos
de pánico. Cuando todo hubo terminado, al parecer con
éxito para los maleantes a pesar de la suspicacia equívoca
de la prensa, y luego que se llevaron todo el efectivo dis-
ponible que encontraron y varios cheques al portador
–sin derramamiento de sangre aseguraron algunos cu-
riosos; otros, en cambio, que en la confusión de la huida
habían visto cómo se abrían paso a balazos y herían de
muerte al vigilante de la mueblería de enfrente-, la QFB
le pidió a Matías que cerrara la puerta un momento para,
en extremo solícita, llevarse a Panterita como a un niño
indefenso al trascuarto de la farmacia, que era una espe-
cie de oficinita con love seat, escritorio y baño, y donde
apresurándose a calmarlo y a consolarlo con caricias en
la cabeza y la espalda, le ofreció su hombro para que se
desahogara en llanto, al tiempo que le decía, con el tono
que usan las madres para chiquear a sus hijos, que en
esos trances cualquier cosa es preferible menos la muer-
te, y que lo importante era que estuvieran sanos y salvos,
así hubieran cargado con la farmacia entera, pues como
quiera que sea estaba asegurada contra robos. Cuando
Panterita Ramos se hubo calmado –ahora recordaba
también su apellido-, sin resistencia alguna dejó que ella
lo acostara en el estrecho love seat, que le sacara los za-
patos, el pantalón y la ropa interior mojados sin impor-
tarle a ninguno de los dos que Matías estuviera presente.
Una cicatriz lisa y blancuzca como carne viva en la panto-
rrilla derecha de Panterita daba cuenta, quizá, suponía
Matías, de alguna historia negra que, en los ratos en que
hablaba y hablaba hasta por los codos de sus encuentros
y escaramuzas sabatinas, jamás mencionó ni de broma.
Sus razones tendría, desde luego. No era raro ya que lle-
gara algunos lunes con la cara hinchada y los ojos de lin-
ce medio cerrados y surtido de vendoletes por todas par-
tes, y que encima hablara hasta con narcisismo y petu-
lancia de ello. Era algo a lo que Matías ya estaba predis-
puesto, incluyendo a Florecita, la QFB, quien luego se
prestaba a curarlo en el trascuarto con exagerado esme-
ro; pero era extraño que, acostumbrado como estaba a
hablar siempre de sí mismo, se guardara de mencionar
aquella cicatriz enorme que, para quien la viera, era im-
posible pasarla por alto sin hacer preguntas. Y Matías re-
cordaba ahora justamente eso: le intrigó que la QFB no
hubiera mostrado asombro ni formulado pregunta algu-
na ante tamaño verdugón. (Era probable que ella supiera
lo que él no; y era probable que aquella relación entre
ambos lo mantuviera excluido a él del “mundo” de ellos.)
En cambio, desnudo como estaba, apenas con una fraza-
da encima, Panterita parecía haberle hecho una indica-
ción rápida con los ojos, esa vez más hinchados que de
costumbre, para que se apresurara a ponerle el pantalón
limpio. Cuando Florecita terminó de desvestirlo y antes
de que mandara a Matías a abrir la puerta de nuevo, sacó
de una vieja cómoda trusa y calcetines, un pantalón caqui
que le quedó un tanto holgado al boxeador, y una bonita
bata limpia, de tono azul desvaído, con el logo de los La-
boratorios Thermidor. Vaya que lucía bien. Demasiado
bien; aunque era evidente que la caída elegante de la bata
y la línea atlética de los hombros chocaran, por contraste,
con el aspecto policontundido del rostro, que parecía ha-
ber tomado la forma de los guantes que casi lo masacra-
ron: era claro que el último sábado su contrincante había
penetrado sin mucho esfuerzo esa excelente guardia de la
que tanto presumía, y quizá lo había hecho sentirse un
viejo costal de entrenamiento en medio del griterío ince-
sante de los aficionados.
3
Efectivamente, como había pensado Matías, el calor ha-
bía subido más de la cuenta y, con ello, se aproximaba
ese hastío que tanto detestaba. Así que, una vez que
guardó el arma, quitó su camisa verde de cuadros del
asiento que él ocupaba y la colocó en una silla vacía: sin
proponérselo, notó el cuello raído y la parte ya percudida
de la espalda y cayó en la cuenta de cuantas cosas habían
cambiado. Esto lo llevó a pensar que cuando trabajaba en
la mueblería, aunque fuera a turnos forzados, al menos
podía comprarse un par de zapatos cada seis meses, al-
gún pantalón barato de vez en cuando y una camisa regu-
lar cada quince días: vestirse de cierta manera y tener
buena presentación era una exigencia de Mueblerías To-
rralba, exigencia que incluía, además, el uso obligado de
la corbata, que siempre había detestado. De cualquier
modo, no sentía ahora el menor asomo de orgullo ni
echaba de menos esos desagradables días en que vivía
bajo un horario determinado y desarrollaba un trabajo
que sólo proporcionaba enormes beneficios a otros, y en-
cima le estaba impuesto, como cajero general que era,
quedarse un largo tiempo después de haber cerrado el
negocio, haciendo el inevitable corte de caja él solo.
Aquello era en verdad insoportable, pensaba Matías sin
pizca de nostalgia, mientras encendía ¿de nuevo? la mi-
tad de un cigarrillo casi olvidado en una pequeña caja
que hacía las veces de portaclips. Luego, aflojándose el
cinturón, se sentó de nuevo frente a la Rémington eléctri-
ca –el cartucho de cinta se desplazó automático sobre el
rodillo cuando activó el botón gris de power-, y escribió:
“Una vez que el asalto hubo terminado y que el señor Ra-
mos, subgerente de la mueblería, le pidió a Matías que se
asomara primero por la rejilla antes de abrir, ‘por si las
cochinas moscas, no los fueran a sorprender de nuevo’,
en apariencia todos se habían tranquilizado en medio de
aquel estado de desconcierto todavía tenso; todos, menos
Florecita, la supervisora y agente de ventas quien, pade-
ciendo un problema respiratorio, tuvo una crisis asmáti-
ca que tardó algunos minutos en superar. El señor Ra-
mos -cuya anterior vida de pugilista era algo de lo que
poco o nada gustaba de presumir ante sus subordinados
ahora que era subgerente-, le indicó solícito que se senta-
ra unos momentos en el love seat de su amplio despacho.
Luego abrió las persianas y las ventanas que daban a un
terreno baldío desfigurado por toneladas de fierros vie-
jos, y le preguntó si quería que mandara llamar al doctor
del consultorio de enfrente, para que enseguida enviara a
Matías, o a Regino, el policía, a traerlo. Con los ojos ce-
rrados y el dedo índice en alto, ella indicó con firmeza
que no frente al rostro achatado y afelinado del subge-
rente, cuya preocupación parecía ser legítima no sólo por
la profunda atracción que la supervisora ejercía sobre él,
sino porque habiendo sido aceptado en sus frecuentes in-
vitaciones –comían y cenaban juntos casi todos los días-,
él había terminado perdidamente enamorado de ella y,
más todavía, estaba decidido a pedirle que se comprome-
tieran de forma estable apenas se dictara la sentencia de
divorcio de su fallida relación matrimonial en la que no
llegó a tener hijos. Con el trato de todos los días, excep-
ción hecha de sábados y domingos en que ella tenía que
dedicarse en cuerpo y alma a su madre, la fue conociendo
tanto que llegó a la conclusión que Florecita era una mu-
jer buena y comprensiva, algo así como la mujer que tan-
to había esperado -y no la bruja ésa con la que se había
casado-, y que además gustaba de su trabajo y se desem-
peñaba con bastante soltura y éxito en él -¿acaso no era
la que había levantado las ventas de la sucursal de Esta-
ción Lamira?-, lo cual la hacía aún más recomendable co-
mo compañera de vida. De hecho, se decía complaciente,
desde sus días de pugilista en que a veces no tenía que
comer y sólo se la pasaba surtiendo golpes sin futuro y
brincando sin ton ni son los fines de semana en cuadrilá-
teros de tercera, verdad de Dios que Florecita, esa chica
de aspecto desvalido, cabello claro, ojos brillantes y con
una sonrisa que desarmaba a cualquiera, era lo mejor
que le había pasado”. Bueno, sí, qué caray, era lo mejor
que había pasado por la mueblería mientras estuviste,
Matías. Pero Panterita –o sea, el hoy para ti distante
subgerente-, te confió muchas veces, ¿te acuerdas?,
cuando hablaba y hablaba y hablaba, y cuando estaban
en iguales condiciones laborales, que en realidad tenía
otras intenciones con ella, que él no pensaba casarse
nunca porque ya había visto que la vida de casado era
de la chingada. Y tampoco te dijo jamás que estuviera
divorciándose de ninguna bruja. ¿Eh? ¿Matías? Cuando
él conoció a Florecita, la verdad sea dicha, sólo andaba
buscando acostarse con ella. No era tan iluso como tú,
Matías, que sí estabas perdidamente volado por ella y
hacías todo lo que te pedía, que casi siempre era cual-
quier cosa, sin pensarlo dos veces, y luego cuántas ilu-
siones y fantasías te hacías. ¿Ya no te acuerdas, Matías?
Y te dolía no sólo que Panterita te lo dijera así, a boca de
jarro y con todas sus letras: que se la iba a coger hasta
el cansancio y luego la mandaría a la goma, sino tam-
bién que después los vieras irse muy acaramelados
cuando tú tenías que quedarte, ‘sin falta, ¿eh, Matías?’,
te decía él siempre antes de salir señalándote con el de-
do y con su sonrisa burlona, a hacer el insoportable cor-
te de caja, temblando de ira y despecho frente al montón
de facturas y notas (de basura, pensabas), y lamentan-
do tu falta de gracia para agradar a las chicas, y hasta
desencantado de ella, de Florecita, porque en ese mo-
mento te parecía “igual que todas las mujeres”; y luego
imaginabas ¿delirabas?, entre largas sumas y subtota-
les, lo bien que se la estarían pasando. ¿Ya no te acuer-
das, Matías? Qué patético te ponías. Mejor di la verdad.
Escribe la verdad. No improvises ni trates de ser origi-
nal. ¿Eh, Matías? Aunque le pareciera algo demencial
que aquella sarta de voces se devolvieran hacia él para
imponerse a sus pensamientos y a su “reescritura”, Ma-
tías pensaba que no había razón para ponerse a escribir
la verdad y ser fiel a los hechos que intentaba contar sólo
porque sí. Creía más soportable ¿y saludable?, trastocar
los tiempos, los escenarios, los protagonistas, las situa-
ciones dadas; en una palabra, reinventarlo todo, dejar
que las cosas se desdoblen solas, no importaba si en algo
vergonzante o risible, o que la imaginación misma pusie-
ra en entredicho su propia obra. Harto ya de corregir una
y otra vez y volver a pasar a máquina tantos y tantos bo-
rradores, prefería a veces que las reglas y convenciones
de la escritura hicieran crisis, de una vez por todas, con-
tra “el muro de lo inefable”. Él mismo dudaba con fre-
cuencia del sentido inmanente de las cosas, y hasta se
cuestionaba a veces que esta historia, cuyo nombre aún
no decidía y de la cual era también un dudoso protago-
nista, tuviera en realidad algo que ver con experiencias
vividas por él y con Estación Lamira. Ansioso y desolado,
Matías sacó la hoja de papel –a diferencia de la ruidosa
Olivetti de antes, el rodillo de la Rémington eléctrica era
suave y silencioso-, y luego de una lectura ávida, se puso
a corregir frases enteras y expresiones dudosas con tinta
negra, como queriendo despojar a esa sintaxis abigarrada
de la aburrida y decadente inercia que, de alguna forma,
por omisión o simplismo, le imprimía. Minutos después
tomó una hoja en blanco y puso de nuevo manos a la
obra: “Cuando Matías, con ayuda de Regino, el policía,
abrió la puerta metálica de la mueblería, un grupo de
gente se amontonaba en la acera opuesta, entre la puerta
de la farmacia y la entrada del consultorio médico anexo.
En apariencia, todos miraban con extrema curiosidad so-
bre el piso mojado, donde el doctor de enfrente auxiliaba,
como podía, a la mujer que yacía en el suelo herida de
muerte en un costado, entre la salsa Valentina y el chi-
charrón de fritura que vendía todos los días a la puerta
de la escuela. Mientras el doctor se afanaba por impedir,
al parecer inútilmente, que se desangrara y le insistía en
que no se moviera, rogaba a voz en cuello a los curiosos
que se retirasen. Y ella, aunque permanecía con los ojos
abiertos bajo la lluvia menuda, tenía la vaga expresión de
no entender lo que había pasado”.
4
“¿Cuánto tiempo había transcurrido desde los gritos y los
disparos? Nadie lo sabía con certeza. Los minutos se ha-
bían detenido en la memoria de todos los presentes. Y las
patrullas aún no llegaban. Algunos testigos dijeron luego
que, aunque las llamaron varias veces, en realidad nunca
llegaron. Que lo que sí se presentó mucho después fue
una ambulancia a recoger el cuerpo casi sin vida de la se-
ñora de las frituras, pero patrullas y policías no vieron
por ningún lado. Desde la puerta, Matías vacilaba me-
sándose la barba. Después de todo, se decía, qué impor-
taba el tiempo transcurrido cuando alguien agonizaba a
media calle. Claro que él no tenía la culpa, pero tal vez las
cosas se hubieran complicado más –quizá hubiera muer-
to él, o Ramos abrazado a Florecita-, de haber activado la
alarma. Además, quién iba a adivinar que la vendedora
se cruzaría fatalmente en el camino de los asaltantes. Ahí
es donde la gente suele decir que el destino de cada uno,
no importa de quién se trate, está escrito de antemano.
De todos modos tomaría nota, como solía hacerlo con
frecuencia, de aquella terrible coincidencia, y reprimió el
deseo –no se creía tan morboso-, de meterse entre la
gente y cerciorarse de la verdadera condición de la seño-
ra, de dónde vivía y cómo se llamaba. En lugar de eso,
Matías vio surgir del apretado núcleo donde se desgañi-
taba el doctor, una silueta que no sólo contrastaba con el
resto por su escrupuloso aliño y corpulencia, sino que
además movía afanosamente la cabeza hacia todos lados
como buscando algo. Y como si de repente hubiera sido
descubierto por aquel hombre –que se detenía a hacer
garabatos en un cuaderno-, Matías lo vio venir hacia él
ávido y decidido zanjando la calle con toda su corpulen-
cia: ‘soy del semanario La Impresión de los Hechos’, dijo
en tono exaltado y medido. ‘¿Usted vio lo que pasó, se-
ñor?’ ‘Bueno, sí... digamos que soy un testigo protagonis-
ta y que...’ ‘¿Entonces me puede explicar qué y cómo pa-
só, señor?’ ‘Pues si me deja hablar, claro que sí’. ‘Está
bien, lo escucho, señor’, aceptó el reportero disminuyen-
do su aire de suficiencia y, acercándose como en confian-
za, preguntó si podía pasar tras comprobar que había
manchas de sangre y un arma sobre un sillón individual
de jacard. Era evidente, ahora lo sabía, pensó el periodis-
ta, que ahí estaba el lugar de los hechos y no en la calle
como había creído primero, donde agonizaba aquella se-
ñora; y aunque aquello no parecía ser precisamente un
complicado rompecabezas del mundo del crimen a escla-
recer –una especie de soberbia informe lo invadió de re-
pente-, era una buena oportunidad para apoyar casuísti-
camente, en su reportaje, su personal Teoría del Caos
asociada a la descomposición social cada vez más cre-
ciente. Matías se adelantó, señalándole un escritorio ocu-
pado por una computadora, lapiceros y papeles, entre cu-
yos legajos se encontraba esa historia aún plagada de em-
borronamientos, y que la aparición ¿providencial? del
periodista, pensaba, le permitiría rematar –aunque toda-
vía no sabía cómo-, lo complicado que en el papel se le
habían vuelto las cosas. Cuidando de no pisar las gotas
de sangre, el reportero, que se había presentado como
Antonio Corcuera, sacudió por inercia sus zapatos sobre
la carpeta de hule de ‘Bienvenido’. Luego, sin querer pa-
recer demasiado circunspecto se limpió, con un pañuelo
a cuadros, el incipiente sudor de la frente, mientras Ma-
tías le decía ‘en un minuto lo atiendo’. Afuera, frente a la
mueblería, sin hacer caso del chipi chipi ni de los curio-
sos, unos niños jugaban a policías y ladrones. Esto era al-
go que molestaba mucho a Matías, pues muchas veces
–casi siempre-, los mocosos se metían a la tienda y usa-
ban los muebles como parapeto para esconderse, y luego
de que Regino y él los azuzaban casi a manazos hacia la
calle, se iban a encaramar, bajo la indiferente mirada del
encargado responsable, al caballito descompuesto de la
farmacia de enfrente”.
“Mientras el reportero se sentaba ajustándose el bro-
che dorado de la corbata, miró la mitad de un pitillo viejo
en un cenicero que, al parecer, hacía las veces de porta-
clips. Se apoyó sobre sus codos y sintió que el interior de
la mueblería era cálido, pero opresivo, pues a pesar de la
amplitud de espacio, incluido un despacho, la fluidez de
los pasillos y una estancia de atención a clientes, los
muebles parecían estar distribuidos de manera poco
apropiada; por otro lado, el olor a ceniza del pitillo se
mezclaba con el persistente aroma de la madera y los
barnices. Fue entonces cuando, de repente, como en una
imagen ambigua, a Corcuera le pareció haber visto antes
aquel lugar. Al intentar precisar la ocasión sólo atinó a
pensar que únicamente se trataba de un viejo sueño.
Cierto que en el pozo de sus recuerdos aún quedaban
muchas cosas confusas, pero el color ocre de los ventana-
les, el aire antiguo y de mal gusto de las cortinas, cierta
disposición caótica del mobiliario –igual que en un extra-
ño escenario abandonado-, y la estrechez de la escalera
de caracol hecha de madera que daba a un piso alto ¿o a
un rellano?, le daban una dimensión casi exacta de aque-
lla imagen. Pero luego en el sueño –otros detalles acu-
dían a su mente-, todo se trastocaba y se veía a sí mismo,
después de sortear lentamente uno por uno cada escalón
como si fueran obstáculos de una galería extraña –la es-
calera parecía suspendida de una polea-, alcanzando
exhausto y con grandes dificultades el piso de arriba don-
de, por los visillos de la persiana miraba cómo la gente,
sobre un fondo de fachadas grasientas, perfiles rotos y
perímetros vagos, corría en la calle a resguardarse de la
repentina lluvia bajo el descolorido toldo de la farmacia
de enfrente. No obstante la falta de lógica de las imáge-
nes, a Corcuera le estaba quedando claro que lo visto en
el sueño tras la persiana no era una farmacia de tantas,
sino la mismísima farmacia del Ángel que alguna vez es-
tuvo en la esquina de la calle donde vivía. ¿Cómo no re-
cordarla? Todavía adolescente, antes de dedicarse al pe-
riodismo, que era lo suyo y en lo que pensaba todo el
tiempo, había trabajado en ella turnos forzados como
empleado de mostrador primero, y luego como cajero de
confianza. Lo que no se explicaba, ahora lo recordaba de
manera vívida, era qué hacía ese caballito verde de sube y
baja que aparecía tras la vitrina, pero clavado a una barra
fija y que mostraba, estoico, grandísimos dientes como
burlándose de todos. Pero lo más inquietante y a la vez lo
más retorcido de todo era que, no obstante estar asomán-
dose desde un piso alto, se miraba a sí mismo refugián-
dose de la llovizna en la farmacia igual que todos, pero
involuntariamente acompañado de dos o tres personas
que entraron antes que él, y cuyas identidades eran tan
ambiguas como el sueño mismo. Sólo alcanzaba a preci-
sar, a medias, que uno de ellos se empeñaba en mostrar-
se gracioso acerca de lo estrecho del espacio, y otro, más
circunspecto, pero nervioso, pálido como una cera y de
cabello engominado, portaba un maletín negro en la ma-
no izquierda como intentando ocultarlo tras la grupa del
caballito. No sabía qué lo ligaba a ellos, pero al Corcuera
de la ventana le era imposible adivinar, desde su posición
privilegiada de observador, por qué al Corcuera de la far-
macia -quien finalmente se había puesto a un lado de la
nevera al tiempo que se limpiaba la cara con un pañuelo
clínex-, le parecían tan suspicaces, tan reconcentrados en
mirar la acera de enfrente y con aspecto de malas inten-
ciones. Y lo mismo afuera, que adentro del piso alto, sen-
tía que el aire fluía denso bajo el calor de siempre, bajo el
enorme hastío de siempre, y, encima de todo, una preo-
cupación persistente y casi extenuante le impedía a Cor-
cuera poner en orden sus pensamientos: abrumado, lleno
de dudas, mirando aquí y allá, debía ponerse a escribir la
nota roja para la edición del domingo siguiente, pero los
detalles del caso se nublaban en su cerebro. ¿Cómo ini-
ciar el reportaje? Su jefe lo había llamado, insistente a
más no poder, para recordarle que quería ver el artículo
terminado sobre su escritorio antes de las nueve de la no-
che del sábado. Tengo que ponerme a escribir ya, recordó
que se dijo en el sueño, indeciso y de mala gana, sintien-
do que se le complicaban aún más las cosas. Y mientras
se acomodaba frente al teclado de la computadora –el
cepeú ronroneaba quedito-, unas voces lejanas, como el
susurro imperativo de un río, le iban dictando su repor-
taje”.
“‘Supongo que usted es el propietario de la tienda’, im-
provisó el reportero dejando a un lado sus repentinas di-
vagaciones, cuando vio que Matías volvía y se sentaba
frente a él y prendía, con cierto aire de importancia, el pi-
tillo viejo y amarillento. ‘No. Sólo soy un empleado’, ex-
ternó el otro con una bocanada, echándose hacia atrás
bajo los ojos impávidos del periodista. El humo envolvió
la cabeza aún húmeda de éste, mientras Matías repartía
sucesivamente su mirada nerviosa –especie de un-dos-
tres-, entre las increíbles piernas cruzadas de Florecita
sentada ahora frente a un tocador estilo minimalista, en-
tre el rostro de enorme papada de su flamante entrevista-
dor –la corbata resaltaba aún más las estrías del cuello-,
y las incansables evoluciones de los niños bajo la pertinaz
y delgada llovizna: ¿a qué hora lloverá de una vez por to-
das para que este calor ya no cale tanto?, pensaba. ‘De
modo que fue un asalto común y corriente’, se encrespó
Corcuera al ver que el otro se distraía por momentos.
‘Podría decirse que sí. Cualquiera puede ver que no en-
cierra mayor misterio. Todo fue tan inesperado, tan des-
concertante. De repente estábamos como en otro mun-
do...’ ‘Explíquese’, pidió el reportero poniendo ambos pu-
ños contra la barbilla. ‘Sí. Me refiero a que es tener como
un mal sueño. Las cosas se ven desde otro nivel, desde
otra perspectiva, como más complicadas ¿me entiende?
Aunque sabemos que un asalto es posible en cualquier
momento, no lo creemos de veras hasta que lo vivimos’.
‘Supongo que notó algo extraño antes’, matizó Corcuera.
‘¿Algo extraño? ¿Como qué?’, inquirió Matías frunciendo
el ceño, menos por la suposición de su interlocutor que
por caer en la cuenta de que tal vez Florecita y el subge-
rente ya se iban, pues ambos se estaban poniendo sus
respectivos sacos, mirándose y hablándose como en voz
baja. ‘Sí, como si lo viera venir ¿me oye?, como si hubiera
visto venir el asalto’, increpó el periodista casi en voz alta
al ver que el empleado miraba por encima de él, como si
buscara algo en sus cabellos mojados. ‘Bueno, tanto co-
mo eso, no’, aseguró Matías sin perder de vista a los tór-
tolos. ‘Sino que minutos antes, cuando recién empezó a
llover’, agregó, luchando consigo mismo para que no lo
traicionaran los celos, ‘yo me asomé a ver el cielo por el
ventanal de la derecha, estaba como vulcanizado ¿sabe?,
y luego vi correr en la acera opuesta a un grupo de gente
hacia la farmacia de enfrente, y que tal vez es esa misma
gente que usted pudo ver inclinada sin escrúpulos sobre
esa pobre señora que, según mi opinión, si la quisiera us-
ted anotar, nadie vendrá a recoger oportunamente, lo
que quiere decir que probablemente ya está en las últi-
mas, sin contar con que toda esa misma gente la está
ayudando a mal morir con su lástima y sus miradas mor-
bosas, como si fuera un sapo indeseable después de una
lluvia de piedras’. Matías decía todo esto señalando con
el dedo pulgar por detrás de sí: ya no le importaba mirar
a la gente, ni si los niños que jugaban afuera pudieran co-
larse a la mueblería en cualquier momento. En todo caso,
pensó, Regino podía ocuparse de ellos desde la puerta.
Su interés se concentraba ahora en la pareja indecisa que
provocaba su malestar. Aunque notaba la voz temblorosa
del empleado, el reportero asentía ante su narración sin
importarle un comino sus juicios de valor sobre tal o cual
cosa; lo único que ahora quería era que aquél abundara
en los pormenores de su reciente experiencia. ‘Bueno’,
retomó Matías como sacando fuerzas de sí, haciendo un
mohín al aire y aplastando el cabo del pitillo con dema-
siada insistencia, ‘lo único que pude notar, y lo digo a sa-
biendas de que tal vez creerá que es algo que me estoy sa-
cando de la manga, aunque puede usted pensar lo que
quiera, lo único que pude notar, repito, es que dentro de
ese grupo de gente que se guareció bajo el toldo de la far-
macia, había dos o tres tipos quisquillosos que parecían
haberse metido con un propósito fijo. Quiero decir que
no tenían esa pinta de casualidad y espontaneidad de los
otros, de me meto donde se pueda con tal de que no me
sorprenda la lluvia, sino que lo hicieron con toda inten-
ción, pues se abrieron paso a empellones como buscando
el mejor lugar para observar desde ahí el movimiento al
interior de la mueblería. Incluso uno de ellos, más o me-
nos como del tipo de usted, ahora que lo recuerdo, pues
traía una corbata parecida y era grueso de complexión,
logró colarse hasta el fondo donde empezó a limpiarse la
cara con un pañuelito a cuadros, mientras las otras per-
sonas se miraban entre sí, molestas, como reprobando en
silencio tanta impertinencia. Dígame si eso no es para
enfadar a cualquiera, aunque claro, ya le dije que puede
usted pensar lo que quiera’. Todavía con la barbilla sobre
los puños, el reportero estuvo a punto de decirle que no
le importaban sus dichosas opiniones sobre él ni sobre
nadie, pero se contuvo pensando que con eso sólo iba a
conseguir distraer o malquistar a su interlocutor, cuyas
miradas nerviosas le encrespaban un tanto el ánimo. Só-
lo esperaba no arrepentirse de haber recurrido a aquel
hombre que, aunque le parecía sincero en sus observa-
ciones, algo de antipático y mitómano notaba en él –po-
cas veces se equivocaba Corcuera en sus primeras impre-
siones-, y no descartaba la idea, algo muy recurrente por
lo demás en su oficio, de que en cualquier momento co-
menzara a urdir patrañas con la intención de lucirse o
hacer más atractivo lo sucedido. De pronto, bajo la luz
incandescente del fondo, Florecita era otra, pensó para sí
Matías. O, más bien, había vuelto a ser la misma de siem-
pre: era evidente que no sólo se había sobrepuesto a la
crisis respiratoria, sino que además bromeaba a sus an-
chas, como quien hace mofa de su propio espanto. Era
una lástima no haber estado cerca de ella en ese instante
preciso, en lugar del subgerente, y tener la fortuna de ser
él quien acudiera en su ayuda, calmara sus miedos y la
protegiera. Esa ansiada oportunidad no la volvería a te-
ner nunca”. Ni en mil años, Matías. Cierto, ni en mil
años. Y eso te ponía loco, ¿No es cierto? Eso y sus pin-
ches risitas y la forma cómplice como se miraban y la
pinche suerte de feo del Panterita y tu casi nula existen-
cia ante los ojos de ella, quien sólo te dirigía la palabra en
plan de trabajo.
“Regino, con su uniforme azul oscuro y su precario fu-
sil al hombro, lidiaba en la puerta como podía con los es-
cuincles: con la mano y el pie derechos les impedía el pa-
so, y, mientras los amonestaba con su infinita cara de
piedra mostrando muy poca convicción, los chiquillos só-
lo reían, complacientes y desdeñosos, con los cabellos
mojados, empujándose juguetones y desganados el uno
al otro; luego se les unió un tercero, más alto, y se fueron
corriendo y gritando al encuentro de lo que parecía ser la
sirena de una ambulancia. Por otro lado, metido en aquel
laberinto de muebles y soportando el casi asfixiante olor
a madera recién barnizada, Corcuera sentía que no toca-
ba fondo, que no llegaba a nada. Tenía que actuar rápido,
se decía, apretando los dientes, pues en cualquier mo-
mento llegaría el ministerio público y el escenario de los
acontecimientos se vería restringido y modificado, como
suele suceder en estos casos, y seguramente hasta perde-
ría de vista a otros probables testigos presenciales, así
que no atinaba a entrever, alisándose la corbata con un
gesto impaciente, a dónde quería llegar el cajero con ese
su cuento de los tres tipos quisquillosos, que más bien
parecía un déjà vu barato que muchos podían tener. Na-
da era tan lamentable y exasperante como un testigo que
gusta de irse por las ramas buscando notoriedad a costa
de cualquier embuste bien maquillado. ‘Y bueno, díga-
me’, se echó de espaldas Corcuera con cierta brusquedad
a efecto de hacerle notar que seguía ahí esperando para
escuchar su versión, ‘eso de los tres tipos, acláreme, ¿qué
tiene de particular?’ ‘Digamos que, aunque no estoy muy
seguro’, emprendió con voz vibrante Matías, ‘pues en ese
momento no le presté mayor atención, ya que lo que me
interesaba, de hecho, ¿quién iba a imaginar lo que pasa-
ría?, era observar esos tonos quebrados del cielo vulcani-
zado cuando está por llover. ¿Ha notado esos tonos algu-
na vez? ¿Los notó esta vez? ¿No ha experimentado sensa-
ciones confusas y fascinantes al verlo así?’ ‘No. Creo que
no’. ‘Es una lástima. Usted se lo habrá perdido, de veras,
pero bueno, cada cual puede ver lo que quiera. Pero en
fin, le decía, me parece que ellos, los tipos de la farmacia,
eran los mismos del asalto. Pero insisto, le digo, anótelo
bien, no estoy muy seguro; más bien fue cosa de supo-
nerlo después, de hacer memoria una vez que todo pasó,
o de simple malicia si así lo prefiere ¿me entiende?’. La
sirena iba y venía. Cortaba el aire como un cuchillo. Men-
guaba a ratos su disolvente aullido. ¿Cuándo llegaría la
ambulancia por fin? Afuera, el doctor trataba de disper-
sar a la gente, azuzaba a los mirones más descarados,
‘háganse a un lado por el amor de Dios’, pedían sus la-
bios húmedos con tono enfático; luego limpiaba la cara
de la mujer, le hablaba quedito, entre dientes, aunque sa-
bía que casi nada podía hacer por ella. ‘Vaya mejor al-
guien por un sacerdote’, pedía con impaciencia ciega a
quien lo quisiera oír. ‘¿Qué no oyen? ¿Qué no entienden?
¿Qué no ven que esta mujer está moribunda?’. Sobre el
piso mojado, entre los montoncitos de frituras aplasta-
das, la salsa Valentina se había mezclado con los hilillos
de sangre formándose una sanguaza rojiza. Los ojos de la
mujer ya estaban cerrados y sus facciones inmóviles y
cobrizas mostraban manchas tornasoladas”.
5
“Mientras, Matías tomaba aire –la mirada absorta de
Florecita en los ojos del exboxeador ¿qué tanto le estaría
diciendo? lo hacía sentirse menos que un trapo-, y revol-
vía sin cesar un llavero entre los dedos, acechando de re-
ojo los garabatos que iba trazando con mano rápida el re-
portero ¿aparecería en el periódico todo lo que le estaba
contando?, pensaba, ¿saldría su nombre?, ¿se haría im-
portante por unos días?, ¿por qué no llegaban más perio-
distas?, y luego se imaginaba que Florecita por fin lo to-
maría en cuenta: ‘Naterita, qué buena entrevista, qué
bien estuviste, quién te viera, caramba’, y lo felicitaría ¿y
hasta lo abrazaría?, y el subgerente, entre amable y envi-
dioso, le mostraría reconocimiento sin duda alguna:
‘¿por qué no nos dijiste?, ahora sí que te anotaste una,
Naterita, esto hay que celebrarlo con unas frías, yo invi-
to’, ¿y le harían un convivio?, ¿brindaría por él Floreci-
ta?, ¿bailaría con él un par de piezas? Pero allá en el fon-
do Florecita reía y reía. ¿Qué tanto se estarían diciendo?
Los nervios lo estaban haciendo perder concentración.
Las ganas de fumar lo estaban matando: ‘¿no tenía un ci-
garrillo?’. ‘No fumo’, contestó Corcuera, vacilante, con
ademán de lo siento y preguntando a quemarropa: ‘¿y us-
ted qué hizo a la hora del asalto?, ¿o lo atraparon en el
ventanal observando el dichoso cielo?’. ‘No, no’, sonrió
Matías con amargura, desoyendo el tono sarcástico, tra-
tando de concentrarse en el llavero como si quisiera des-
trabar algún mecanismo complejo en particular, desean-
do en el fondo que la ambulancia llegara para que toda
esa gente se fuera y terminara todo de una buena vez, y,
sobre todo, que lloviera tupido para que Florecita y el
subgerente no pudieran irse, que la lluvia se convirtiera
en una de esas tormentas que se meten a saco por todos
los resquicios a su paso para que ellos, para que Florecita
no se fuera con él. ‘No, no’, repitió volviendo, reflexio-
nando, acomodando lo que iba a decir: ‘minutos antes
me había subido a ese cubículo de allá arriba, del primer
piso, ¿ve usted? Busqué a Regino, el vigilante, para avi-
sarle que iba a subir por un momento, pero no lo vi por
ningún lado, y en el baño tampoco estaba; así que les dije
al subgerente y a la señorita Flor, que estaban aquí en la
planta de abajo, que iba a subir por unas facturas y a ba-
járselas enseguida, pero creo que no me hicieron caso o
no me oyeron o no me quisieron oír, porque parece que
estaban muy entretenidos comentándose vaya usted a sa-
ber qué, cosas que no me incumben ¿sabe?, y como no
quise parecerles impertinente, me subí y ya; los dos esta-
ban como en la luna ¿me entiende?, los pobrecitos ni
imaginaban el susto que les esperaba. Y conste que siem-
pre que subo no aviso a nadie, porque se supone que allá
arriba es mi lugar de trabajo, ahí atiendo la caja, ahí es
donde siempre estoy y donde debo estar, y desde ahí se
controla la alarma de la tienda y el sistema de seguridad
de los valores que están bajo mi resguardo, y cualquiera
que vaya a cubrir una liquidación tiene que subir y hacer-
lo en esa ventanilla de letras rojas ¿ve usted? Pero esta
vez, le digo, ni yo mismo me explico por qué me dio por
avisarles. No sé por qué lo hice. Aunque después de todo,
viéndolo bien, como si no lo hubiera hecho. Pero eso no
lo vaya a anotar. Qué importancia tiene. Es un dato que
sale sobrando en todo esto, usted me entiende. El hecho
es, sabe usted, y creo que esto es lo relevante para su no-
ta y su semanario, y no vaya a pensar que yo le quiero
imponer lo que es relevante y lo que no de todo esto, eso
usted lo debe saber como periodista que es, ¿no es así?, le
ruego que me disculpe. El hecho es, le decía, que apenas
cerré la puerta detrás de mí, segundos después escuché
gritos, insultos, ¡que nadie se mueva o aquí me lo quie-
bro!, amenazas de muerte, ¡más vale que no te pases de
listo, hijo de la chingada!, voces atropellándose, ¡si hacen
lo que queremos nadie saldrá lastimado!, súplicas sor-
das, ¡no disparen, llévense lo que quieran pero no la las-
timen!, sillas cayéndose, más súplicas y más insultos, fra-
ses roncas, ¡mejor cállate, pendejo!, jadeos, ¡no defiendas
lo que no es tuyo ni lo que no puedes!, vocecitas adelga-
zándose, sí, sí, está bien, pero no disparen. ¿Florecita?
¿Panterita?, pensé. Bueno, así le digo al subgerente, el
señor Ramos. Y todo ocurrió en un par de minutos, creo.
Todo tan rápido ¿me entiende? Y si me pregunta si sabía
lo que estaba pasando, pues no. Exactamente, no, pero
no tardé en imaginármelo. Eso no era algo normal, pen-
sé. Los gritos y las amenazas, digo. ¿Qué hice yo? Qué
podía hacer, más bien. Eso me pregunté apenas me aso-
mé a la persiana desde arriba. Todavía alcancé a ver có-
mo al subgerente lo tenían sometido contra el suelo, boca
abajo, con el rostro prácticamente besando el suelo, y a la
señorita Flor inmovilizada del cuello y el arma contra la
cabeza. Qué podía hacer, me pregunté con los ojos cerra-
dos, las manos frías, paralizado. Los nervios y el miedo
no me dejaban pensar. Qué quiere. La verdad es que no
soy de ésos que se las dan de héroes. Entonces pensé, no
tardarán en ver el rótulo de la caja, no tardarán en ver las
letras rojas, no tardarán en venir aquí. Así que, de hecho,
me concentré en mí. Qué quiere, le digo ¿no? Tres segun-
dos y estarían sometiéndome a mí ¿no? Sólo de acordar-
me me pongo frío otra vez. Claro, lo más inmediato y ló-
gico era activar la alarma y llamar a la policía. Pero para-
lizado como estaba no podía decidirme. El instinto de
conservación me obligaba a establecer prioridades. ¿Pero
cómo saber? Tenía miedo de cometer un error que fuera
fatal para todos. ¿Y dónde estaba Regino? En ese mo-
mento no supe, no sabía. Y parece que nadie se dio cuen-
ta qué andaba haciendo ni dónde se metió. Eso estuvo
muy raro, que a la hora que se le necesitaba no estuviera
en su puesto. Eso habrá que averiguarlo. Pero la verdad
es que ni siquiera me acordé de él. Sólo pensaba en mi vi-
da. Quería desaparecer, esfumarme, meterme donde na-
die me viera. Eso es básico, ¿me entiende? Usted dirá, és-
te es un cobarde. Pero en esos momentos uno se va a lo
básico. No me importa que piensen que soy un cobarde.
Lo puede usted escribir si quiere. Y lo básico es la vida,
¿o no? ¿Usted es muy valiente? No me lo diga. Supongo
que sí. Su profesión lo requiere así. Pero le decía, tenía
miedo de cometer un error. Pensaba: si activo la alarma
los asaltantes entrarán en pánico y matarán a mis com-
pañeros de trabajo; y luego de eso, suponiendo que los
hechos hubieran podido tomar ese curso, lo cual habría
sido una desgracia, se habrían complicado las cosas y
todo estaría fuera de límite, ¿me entiende?, el miedo es
pendejo, dicen, bueno, pero no lo vaya a poner así, y lo
que había que evitar era que se desatara un derrama-
miento de sangre, evitar el pánico y que todo se viniera
en cascada; y es que el miedo se impone, el miedo lo lle-
van todos, los buenos y los malos, digámoslo así; el mie-
do es, si me permite usted la comparación, y no se olvide
anotarla, ya que puede darle a su nota un carácter más
chic y más explosivo, el miedo es, le decía, como un barril
de pólvora: basta tan sólo una chispita y ¡pum!, ¡te cargó
el payaso! ¿Ya la anotó? Ya verá cómo ese detalle aumen-
tará el número de sus lectores, tan seguro que me llamo
como me llamo”.
“Matías, todavía más nervioso, suspendió su relato
con un ‘permítame’ en seco, dejando a Corcuera en as-
cuas, como si el hombre ya no estuviera ahí, y se dedicó a
hurgar sus bolsillos en busca de alguna probable vieja ca-
jetilla de cigarrillos; luego siguió, uno por uno, con los
desvencijados cajones del escritorio, y enseguida con un
portafolios negro de cubiertas duras que estaba encima
de unos libros de contabilidad. Una vez que acabó -los
dedos temblorosos y fríos-, volvió a repetir la búsqueda
con más énfasis y exactamente en el mismo orden: ‘tenía
la vaga esperanza de encontrar un cigarrillo perdido en
alguna parte’, le dijo casi entre palabras amontonadas al
periodista, como disculpándose ante la expresión moles-
ta e incrédula de éste. Finalmente, desalentado y algo su-
doroso, miró como sin mirar los restos del pucho aplasta-
do en la cajita de clips. Miró como sin mirar al reportero
aún inquieto ante tal muestra de incontinencia; miró co-
mo sin mirar a su alrededor; y cuando se puso a jugar de
nuevo con las llaves entre sus dedos, vio cómo Florecita,
con su traje sastre azul gris, sus zapatos altos y sus pier-
nas blancas bien encarnadas, subía a zancadas lentas las
escaleras y se metía al cubículo de valores como si estu-
viera en su casa, invadiendo su territorio, el área de tra-
bajo que estaba a cargo de él, ¿qué iba a hacer ahí?, ¿con
qué permiso se atrevía a?, ¿acaso él estaba pintado en la
mueblería o qué?, ¿acaso él se metía a husmear en su?, ¿y
si se perdía algo de los depósitos en efectivo que aún no
se hacían y que estaban sobre su escritorio, a quién le
iban a? Tenía que detenerla. Impedir que cruzara la zona
de restricción. A ese lugar no entraba nadie sin su pre-
sencia ni sin su consentimiento, pensó preocupado, por-
que se trataba del área más restringida y de mayor res-
ponsabilidad, y se reprochó la mala costumbre que tenía
de dejar la caja fuerte abierta, aun cuando solía bajar,
con todo el efectivo a la vista, con todos los cheques al
portador listos para. Y ya estaba ensayando un ‘espére-
me, por favor, no tardo ni tantito’, cuando vio, todavía
más sorprendido que Panterita subía también tras de
ella, y desaparecía detrás de la puerta como Juan por su
casa. ¿Qué hacer?, repuntó casi vacío su pensamiento y
los brazos fríos y sudorosos sobre el escritorio. ¿Por qué
se quedaba inmóvil? ¿Por qué no subía él también? ¿Es
que tenía miedo de? Pero un Matías torpe, aturdido y sin
respuestas, sólo atinó a voltear a ver a Regino, ¿a qué ho-
ra había vuelto a su puesto?, que parado de espaldas se
quitaba la gorra, se rascaba ostentosamente la picazón de
la caspa y se volvía a cubrir la cabeza. Los niños, por al-
guna razón, ya se habían ido. ¿Qué hacer? Matías apenas
atinaba a darse cuenta que afuera los curiosos y los miro-
nes impedían, impertinentes, que la ambulancia, ahora
sí, se estacionara libremente. Tampoco prestó mucha
atención, ¿por qué diablos no subía?, ¿por qué no se atre-
vía?, a la pregunta casi tajante y enfática del periodista
que lo miraba con fastidio: ‘¿Pasa algo, señor?’. ‘No, no
pasa nada’, respondió al aire, más bien hablando solo,
como si el hombre ya no existiera.” Pero qué iba a pasar,
Matías. Bien mirado, tus borradores no muestran el me-
nor asomo de realidad, de apego a la verdad. Es claro
que todo te lo estás inventando, que tu imaginación te
ha venido jugando una mala pasada; ni siquiera estás
seguro, como siempre, de lo que escribes ni de cuándo
vas a acabar tu dichosa historia: todo es tan confuso,
tan trasnochado, ¿se te complicaron las cosas, Matías?
¿Se te salió de las manos la idea? Sabes que Florecita se
portó mejor que tú, más valiente que tú y que todos. Y si
casi se desmayó no fue tanto por el susto, ni mucho me-
nos por esa crisis de asma que alevosamente le atribu-
yes: fue más bien uno de esos desvanecimientos que le
daban por estar embarazada ¿dos o tres meses?, de
Panterita. ¿No es así, Matías? Impulsado por la inconti-
nencia, Matías dejó de escribir y se levantó al baño de
nuevo, y mientras se concentraba en el chorro –un bo-
chorno apretado envolvía su cara-, pensaba en lo difícil
que a sus años le estaba resultando controlar la micción.
Aliviado del cuerpo, el bochorno pasó, pero la flotante
densidad del calor persistía como una maraña intangible
y sorda que se impregnaba en, que se imponía sobre la.
Escupió con dispareja puntería sobre el lavabo sucio. Se
mojó la cara y el pecho varias veces, y mientras dejaba el
agua escurrir por los brazos y la cintura se le ocurría –ahí
estaba otra vez esa sensación de irse por el vacío-, que
esa historia ¿finalmente era cierto?, no iba por buen ca-
mino, que tal vez no era lo que quería, ni remotamente la
idea primera que había tenido: todo parecía estar soste-
nido por la frágil hebra de un hilo igual que todo lo que
hacía, igual que toda su vida. Se acercó, confundido y du-
bitativo, a la ventana. Sí, ahí estaba otra vez el náufrago
recurrente y empedernido que era, dudando siempre, he-
cho un amasijo de imperfecciones, de pensamientos di-
solventes. Metió la mano entre la persiana y descorrió la
hoja del ventanal: un airecillo ralo e inconsistente se es-
trelló incierto contra su pecho, luego aspiró el irritante
olor del amoníaco de las cañerías. ¿Cómo terminaría la
historia? ¿Cómo daría fin a aquel legajo que apenas tenía
cabeza? Excepto por el fondo borroso y deslavado de la
Sierra de Guadalupe, la tarde seguía inalterable, como en
un constante comienzo. Hubiera querido tener los he-
chos más frescos, se decía, repensar más en lo que real-
mente pasó. Hacía ya tanto tiempo de eso. A veces le per-
turbaba, otras le parecía gracioso, el hecho de que en sus
sueños -y había temporadas en que eran muy recurren-
tes-, el asalto tuviera lugar, de manera indistinta, lo mis-
mo en la farmacia del Ángel que en la mueblería de en-
frente, o que ambas se confundieran a veces en un solo
escenario, conservando apenas algunos detalles que. Y
que la imagen de Florecita, soltándose de su atacante, de-
sapareciera invariablemente, a veces radiante, otras bus-
cando ayuda o desvaneciéndose en el intento, en una es-
pecie de túnel con escaleras que suben a todas partes.
Hubiera querido trasladar tal cual el sueño al papel, pero
la verdad es que casi nada estaba en su sitio: Panterita
Ramos no aparecía en él por ningún lado, y algunas veces
que aparecía, por alguna deformación de los hechos, ter-
minaba sumándose a la huida de los asaltantes -¿o se lo
llevaban como rehén?-, vueltos todos una gran sombra;
el resto –la calle, la gente, el doctor, la mujer agonizan-
do-, era una penumbra inaprehensible y amorfa como el
vago rescoldo de una vieja pesadilla. Lo curioso es que el
sueño, su sueño, no lo incluía a él: era Corcuera, por una
de esas razones que no alcanzaba a entender, el que usur-
paba siempre su lugar en todas partes, era él el que accio-
naba la alarma en el cubículo de arriba, el que se armaba
de valor y bajaba corriendo a rescatar a Florecita a costa
de su propia vida, aunque infructuosamente, porque ape-
nas llegaba a la planta baja la encontraba vacía, y sólo al-
canzaba a distinguir a Regino con una carabina maltre-
cha, meciéndose burlón en el caballito de la farmacia, ro-
deado de niños; y Corcuera se preguntaba, en medio de
la enorme estancia vacía y abandonada, si no estaría so-
ñando otra vez ese sueño de siempre. Todo era tan absur-
do, se decía Matías, tan forzosamente fragmentario, tan
falto de. Si no hallaba una salida apropiada todo se ven-
dría abajo, todo quedaría como algo que. ¿Se perdería, se
estaba perdiendo en el intento por encontrar un buen de-
senlace? ¿Terminaría por confundirlo todo? ¿Confundir-
lo todo? Pero si ya lo está, Matías. Qué esperabas. ¿Una
idea deslumbrante? ¿Una historia sobre ruedas? Sobre
aviso no hay engaño, Matías. Ya sabemos que te parece
idiota, pero te hubieras sustentado en los hechos. Es la
mejor manera de no tropezar. Ya sabes: sólo has estado
escribiendo a base de meras conjeturas. En realidad, só-
lo puedes recordar el momento básico, pero los detalles
-ni siquiera sabes desde cuándo-, nadan en una mezcla
de recuerdos equívocos y abigarrados. Cierto, se decía,
apenas y podía recordar, por ejemplo, cómo terminó por
fin aquella accidentada entrevista con Corcuera. Al pare-
cer, algo molesto y quizá decepcionado -¿estaría pasando
por una situación embarazosa?-, en un momento dado el
periodista hizo mutis y se dedicó a tomar nota de lo que
obtenía con la gente de la calle, con el doctor y con el em-
pleado bajito de la farmacia. Corcuera nunca supo, por
otra parte, que los asaltantes se conformaron, finalmente
–porque uno de ellos sólo decía que ya las patrullas tal
cosa, que ya la policía un carajo, que estaban perdidos-,
con llevarse sólo unos fajos de billetes que el subgerente
tenía en un cajón de su escritorio, ni tampoco supo qué
hacía aquella arma, entre manchas de sangre, sobre el si-
llón individual de jacard. Ni tú tampoco sabes, Matías.
¿No es más bien uno de tus embustes que luego perdiste
de vista? Y es que, pensándolo bien, eso del arma en el
sillón es un detalle fuera de cuadro, irrelevante –y se di-
ría hasta pueril-, para todo lo que sucedió esa tarde, co-
mo irrelevante es la peregrina idea de imaginar a Flore-
cita y al subgerente subiendo las escaleras: nunca se
asomaron al cubículo de arriba, ¿qué sentido tenía? Tú
mismo descubriste que para prodigarse besos y caricias
(eso te ponía rabioso, ¿no es cierto?), les bastaba el love
seat al fondo del despacho. Y en cambio, por si no re-
cuerdas, el señor Ramos, tan tranquilo como si no hu-
biera sucedido nada aquella tarde, te llamó en voz alta
desde el centro de la estancia, volviéndote a la realidad
para decirte, apresuradamente, “ahí te haces cargo del
changarro ¿eh, Naterita?”, y, tomando del brazo a Flo-
recita y sin siquiera despedirse de ti, salieron. Y luego,
bajo la tarde inmensa y desolada que se negaba a mo-
rir, la subió a su auto como si cargara algo frágil, que-
bradizo y delicado, ¿a dónde la llevaba a esa hora cuando
en la tienda todavía había cosas que?, y después oías có-
mo ponía en marcha el motor (que era como si pusiera
en marcha todo tu desatino y todo tu despecho). ¿Qué a
dónde la llevaba a esa hora? Nunca lo supiste, Matías.
Nunca fuiste importante para ella. Y, bien mirado, no te
incumbía la vida de Florecita. Y luego ¿no te acuerdas?,
te quedaste solo como tantas otras veces (Regino es otro
embuste tuyo, igual que la señora muerta de la calle), y,
asomándote a espiarlos, sólo conseguiste mirar tu refle-
jo en la puerta de cristal de la mueblería, tratando de
entender de qué está hecho el corazón de las mujeres o,
en todo caso, te decías, de qué estás hecho tú que no das
pie con bola con ninguna de ellas. Y no sólo te quedaste
viéndolos partir desde tu silueta reflejada -la cabeza de
ella sobre el hombro de él, y la calle gris, árida y ago-
biante llevándose a tu amor, llevándose a tu Flor-, sino
que te embargó también la sensación -como cuando te
vas por el vacío-, de que esa tarde de marras nunca su-
cedió nada: como si el asalto, el reportero y su entrevis-
ta sólo hubieran sido otra conjetura tuya; y la ambulan-
cia y la farmacia de enfrente llenándose de gente sólo
fueran una invención tuya; y la lluvia tenue salpicada
de siluetas también sólo otra de tus tantas fantasías ¿no
es así, Matías? Y ahora que, a través de la persiana des-
de este piso alto, la tarde se te devuelve toda igual
–como una hoja en blanco que temes llenar y enfrentar-
sólo te queda por considerar, entre tanta duda y confu-
sión, lo único de lo que estás realmente seguro: que nun-
ca darás con ese ansiado final para tu trasnochada his-
toria, y que jamás verás una lluvia de verdad en Esta-
ción Lamira.
----------------
*Lumagui

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LA COMPLICACIÓN DE LAS COSAS

  • 1.
  • 2. LA COMPLICACIÓN DE LAS COSAS Luis Alberto Marín* Esta historia está basada en rumores imaginarios, extrapolados a su vez por otros rumores tal vez no tan imaginarios. 1 Recién comienza a llover, pensó Matías Natera en voz al- ta desde el piso alto del edificio, mientras miraba por la persiana, dubitativo, la pinta gris de las calles, las peque- ñas ríadas de gente, las fachadas grasientas, provisiona- les y polvosas; las líneas negras huyendo por el cableado, el reflejo mate de las ventanas: la tarde se abría henchida de perfiles rotos y perímetros vagos, y de olores mezclán- dose a su capricho igual que en un extraño escenario de fábrica abandonada. Abrumado, lleno de dudas, mirando aquí y allá, todo aquello le parecía a Matías la imagen misma de la zozobra, la manoseada forma de un tiempo perturbado. Luego, quitándose la camisa y sentándose, comenzó a reescribir el borrador de hacía ya varias sema- nas: “Apenas era la primera semana de abril y las tolva- neras de principio de año comenzaban a ser sustituidas paulatinamente por las primeras lluvias, si así se podían llamar a aquellos remedos de chubascos que, precedidos de repetidos y escandalosos relámpagos, tardaban tanto en llegar que, cuando se iban, parecía que nunca más vol- vería a llover”. Sí, parecía que nunca más volvería a llo- ver. La última frase, revisada ya varias veces, viró en re- dondo a su pensamiento como el eco formado por no sa- bía qué voces encontrándose en un punto unísono y con-
  • 3. vergente, y con una claridad tan envolvente que llegó a imaginar, sentado como estaba frente a su vieja Olivetti portátil, que miraba de pronto aquel cielo amenazador de Estación Lamira, como transportado desde algún sitio sin asideros tangibles ni memorables. ¿Pero qué sitio, Matías? No, no sabía qué sitio. No, no sabe. Que no. Que todavía no sabe. ¿Y para qué necesitaba saber? Eso no tenía la menor importancia. No para lo que estaba ha- ciendo. “Sin embargo -siguió tecleando Matías-, parecía que en cualquier momento la lluvia soltaría sus amarras, y el vaho inerte del asfalto húmedo llenaría, sin remedio, los pulmones de por sí ya mórbidos de monóxido de la gente, y los pequeños riachuelos que suelen formarse a las orillas de las aceras arrastrarían quién sabe cuánta basura y porquería. Sí, recién comenzaba a llover. Y eso era bueno. O tal vez no para aquellos que siempre se es- taban quejando de los apagones o las molestias del tráfi- co o de las calles inundadas, esas cosas inevitables. Pero para otros tenía gran importancia y había que decir que la lluvia era buena”. Sí Matías, tienes que decir que es buena. Eso es lo que tienes que escribir. ¿Quién dice que la lluvia no es buena? A Matías, ese hombre entrecano de rostro adusto, sentado frente a su Olivetti le parecía, le pareció que esta vez las voces encontradas partieron del rincón derecho, exactamente donde la mancha añosa de la pared perfilaba la forma vaga de un rictus, junto a la base rota de la pilastra. De repente, conservando aún las manos quietas Matías creyó, o por lo menos lo pensó así, que esta vez el eco se devolvía afónico y desvirtuado. De todas formas, otra vez, eso era algo irrelevante. Quizá esas voces reflejas sólo eran la glosa virtual y grosera de su escritura, nacidas de su inveterada costumbre de rees- cribir una y otra vez cada frase hasta el cansancio. “El he- cho era -se puso a escribir de nuevo bajando la vista so- bre el papel bond-, que todas las señales típicas como ca- lor agobiante, cielo nublado, crepúsculo ciego o a contra- luz, descargas eléctricas como látigos encendidos en el corazón del cielo, indicaban que aquella lluvia menuda se convertiría muy pronto en tormenta, en una gruesa corti-
  • 4. na de agua metiéndose a saco por todas partes. Y dado su carácter repentino –aunque adivinemos que va a llover, nunca creemos que va a llover de veras y seguimos ha- ciendo lo que siempre hacemos, sea lo que sea que haga- mos-, la gente era tomada por sorpresa y se veía obligada a correr a brinquitos por la calle. Avisados del chipi chipi, algunos tapaban sus cabezas usando de visera una bolsa, un pañuelo o el periódico del día, mientras alcanzaban la entrada de la farmacia o la mueblería. Otros buscaban re- fugio bajo el toldo voladizo de una tienda, o en el vano de la puerta más cercana donde hubiera un huequito, me- tiéndose inseguros, no vaya a ser que alguien abra de re- pente, mientras escudriñaban, cavilosos, el volumen ce- rrado de las nubes y el color vulcanizado del cielo, como diciéndose a ver a qué horas cae por fin este aguacero y el calor ya no nos tenga tan agüitados. Algunos más, forza- dos por el pequeño espacio de la farmacia en la que se habían metido o intentaban meterse –‘siempre cabe uno más’, decía alguien queriéndose hacer el gracioso-, cruza- ban miradas recelosas de usted disculpe, sonriendo con vaguedad insulsa al de al lado mientras sus cuerpos tro- pezaban tímidos, imperceptibles y nerviosos –‘sí, todo cabe en un jarrito...’ secundaba sonriente y grave el obeso de atrás, recargado en el depósito de refrescos de cola de la farmacia, limpiándose la frente con un pañuelo a cua- dros el incipiente sudor de la carrerita: su respiración movía en vaivén el broche dorado de la corbata. El QFB responsable de la farmacia, cabello castaño, bata impeca- ble y lentes con armazón dorada, muy contrariado pero incapaz de mandar sacar a la gente, envió una seña con la cabeza a los ojos sin brillo del huesudo y demacrado asis- tente. Este, como el perrito obediente que solía ser, se metió diligente entre los anaqueles oscuros, abrió un es- tuche gris de aluminio y regresó al mostrador con un ar- ma reglamentaria en la bolsa de la bata, ‘no vaya a ser que alguien quiera darnos problemas’, vaciló emociona- do. Armado como estaba, sus ojos comenzaron a brillar –aunque él no pudiera percatarse de ello-, con una arro- gancia pueril y mezquina: Ahora mismo podría matarlos
  • 5. a todos, pensaba complaciente, y ni siquiera tendrían tiempo de mirarme, de saber quién les disparó. Todo se- ría tan rápido que. La gente no lo sabía, en efecto, pero sólo era cosa de esperar la orden de su jefe el QFB –como empleado no podía tomar por sí mismo una decisión ar- bitraria-, para abrir fuego en cualquier momento y man- dar al infierno al primer sospechoso que quisiera pasarse de listo. Su complacencia creció al darse cuenta que la frase ‘mandar al infierno’ le había llegado como al dedi- llo. No cabía duda que él estaba a la altura de la situa- ción”. Sí. Estamos a la altura de la situación. Ni duda cabe. Y eso nos complace mucho, Matías. ¿Matías? Mo- lesto, Matías dejó de escribir. Estaba tan concentrado en las frases que había corregido que no pudo, no quiso ubi- car el punto de partida de las voces múltiples. ¿Venían de atrás del mueble de la cafetera? ¿Ya no le hacían trans- portarse a otro sitio? Después de todo, eso no importaba, pensó otra vez un tanto confundido. Ya bastante proble- mas tenía con el asco de borrador que trabajaba de nue- vo; con recrear ¿otra vez?, el episodio siempre errático y casi olvidado de la farmacia, con describir ese malhadado lugar donde una vez, por pura necesidad, había trabajado turnos forzados y mal pagados, y donde también la QFB (porque cuando él estuvo la responsable era una bella mujer de cabello negro llamada Florecita), lo obligaba a echar a la gente que se iba a refugiar en la entrada siem- pre que llovía por el mal aspecto que daba al negocio, ‘por favor, están estorbando la puerta’, decía con timidez sobrada, cuando lo único que él quería, cómo no recor- darlo, era encerrarse horas y horas y ponerse a escribir las ideas que traía en la cabeza. Pero esta vez le parecía que las desagradables interrupciones estaban sobrepa- sándose. ¿Eso crees, Matías? ¿De veras eso crees? Si sólo te queremos ayudar. ¿Qué no ves? Somos tu mala con- ciencia de escritorzuelo. La sombra inevitable de tus bo- rradores fallidos. La reescritura que persigue todo el tiempo tu mala escritura. No te des por vencido. Sólo es- cúchanos, Matías. ¿Matías? ¿Darme por vencido de qué?, se decía, incrédulo. ¿Y qué es lo que tenía que escu-
  • 6. char? ¿No era suficiente la angustia con ese borrador du- dosamente legible? Segundos después, volviéndose a concentrar de nuevo –con lo difícil que es corretear a las musas, rumió para sí Matías-, retomó el punto ¿por enésima vez?, donde el menudo pero atlético dependiente comenzó a imaginar, desde la cómoda posición trasera del mostrador, que su jefe, el QFB, le daba al fin la señal de abrir fuego, y, sin más trámite, miraba al gordo cayendo de bruces junto al depósito con un disparo en el vientre, justo abajo de la corbata de imitación Canali –‘pinche gordo mamila y amanerado’, susurró el correoso empleado, apretando con todos sus dedos recios y enormes la pesada arma en la bolsa-, y también al hombre peinado con vaselina, con un tiro en la nuca, quien a simple vista no parecía peli- groso, pero quizá traía un arma escondida en su maletín negro; y, a su izquierda, al hocicón gracioso que había hablado primero, horrorizado al sentir su costado abierto con tamaño plomazo, expirando en el piso su último aliento, y cuyos cómplices esperaban de él, tal vez una frase cifrada para atacar a un tiempo; porque ¿acaso “siempre cabe uno más” no parecía una frase en clave? Eso era claro para cualquiera con algo de malicia: y él la tenía, qué caray, faltaba más. Tal vez el asalto probable, aprovechando el pretexto casual de la lluvia, podría pare- cer todo lo improvisado que se quisiera, pero en esa fra- se, a su parecer, estaba la clave a identificar con el menor esfuerzo de sus emociones y el claro aviso para saber a qué atenerse y reconcentrar la suficiente sangre fría para disparar sin chistar. Sí, sin chistar. Y aunque en este tipo de situaciones era más que seguro cometer todo tipo de equivocaciones, a veces fatales, lo importante era salvar el pellejo a toda costa, defenderse y defender la integri- dad de la gente honesta que, como él, estaba dispuesta a trabajar turnos forzados para sobrevivir. Ya se sabe que el crimen no paga, ésa era una verdad absoluta, aunque muchos ilusos y malvivientes siguieran creyendo lo opuesto. Pero ya bastaba de conjeturas morales, no debía distraer su atención del punto importante. No fueran a
  • 7. sorprenderlo, a la hora de la hora, con una mano en la bolsa y la otra puesta en el mostrador, así como estaba: la mirada alerta, la boca reseca, respirando en corto y en es- tado intermedio de calosfríos. ¿Y si los nervios lo traicio- naban? Eso era imposible: por alguna razón había ya imaginado tanto este momento de diferentes formas, unas con esa lluvia empantanada y melindre, otras sin ella; con uno o dos o tres o cuatro asaltantes de corpulen- cias diversas y armas de variadas formas y calibres, ata- cando de flancos distintos, y él apostado, apuntando o disparando, según fuera el caso, desde los lugares más impensables de la farmacia, así que se sentía sicológica- mente preparado para ello. No. No podía darse el lujo de perder el control. Eso era prácticamente imposible. De hecho, debido a su constante entrenamiento como bo- xeador, tenía los nervios suficientemente templados, a diferencia de los ladrones improvisados que siempre se cagan de miedo, y quienes ya antes de entrar, apuntar y gritar ‘¡Manos arriba, hijos de su puta madre!’, les tiem- bla la voz, el pulso, las piernas y las rodillas: son un ma- nojo de nervios. Toda su sicología es tan inestable que se puede derrumbar en cualquier momento. Claro que él no era un hombre de armas pero, guardando las distancias, disparar un revólver sí sabía, sexto sentido y reflejos te- nía y poseía el arrojo suficiente para, en un momento da- do, saber cómo actuar. Faltaba más. Aunque ahora que lo pensaba, la cosa podría volverse más crítica para todos si, por una de esas casualidades, se presentara en la puerta el hombre que pasa todas las tardes vendiendo elotes co- cidos, o el dulcero con su bandeja al hombro ofreciendo a gritos sus dulces, justo en el momento en que nos estu- vieran apuntando con las armas al pecho y nos gritaran ‘¡Que nadie se mueva, pendejos!’, o ‘¡Esto es un asalto! ¡Que ningún cabrón se quiera pasar de listo!’ Y puesto que nadie sabría, ya metidos en suposiciones y apuros lo que realmente puede pasar, esta aparición inesperada podría convertirse en una fuerza de escape de la situa- ción, o en un giro decisivo que ayudaría a salvarlos, en el supuesto de que él se decidiera, sin titubeos, a sacar la
  • 8. pistola con la velocidad de la luz y disparar sin chistar, perfectamente apostado, desde luego, en el mostrador, y cubriendo simultáneamente a su jefe, el QFB, no sea que una bala perdida pudiera quitarle la vida. O tal vez nada de esto último pasaría y, en lugar de eso, uno de los ma- leantes podría voltear y disparar, nomás que por puro instinto de conservación, y matar al dulcero o al elotero –ya sea a uno u otro, según el caso; o a ambos, que tam- bién podría ser otra posibilidad-, quien intentando dar marcha atrás al percatarse –tardíamente-, de la situa- ción, en vez de eso se va de bruces con su vendimia, heri- do de muerte en un costado, quedando junto al depósito de refrescos de cola. Y esto de cualquier forma complica- ría las cosas porque, ¡ay, güey! –‘¡Ahora sí se los va a car- gar la chingada, pendejos!’, irrumpe el que disparó que- riendo mostrarse envalentonado-, multiplicaría el miedo y la confusión de los, ahora sí, asesinos. Y es que matan- do a uno –al vende dulces o al vende elotes, lo mismo da- ba-, ya estarían ellos, ya estaríamos todos en un proble- ma mayor, o en otro círculo del infierno, como quien di- ce, pues se verían obligados a matarnos a todos, como si una cosa llevara a la otra, y nomás para que los demás –los mirones, la policía, la prensa, los medios, el dueño de la farmacia en su casita de lujo, el mundo todo-, supie- ran que con ellos no se juega. Faltaba más. Qué caray. Sí señor, faltaba más. La verdad es que con nosotros no se juega. Más vale que se enteren todos de una buena vez que con nosotros... Parece cosa de locos, pensó Matías en voz alta, echándose de espaldas con cierta brusquedad, como queriendo conjurar el eco intruso que se atrevía a “regurgitar” sus pensamientos, que se metía a hurgar en sus emborronamientos cuando estaba a punto de lograr una buena frase o esgrimir un nuevo giro. ¿Cuál buena frase? ¿Cuál nuevo giro? Mejor quédate con las cosas viejas, Matías. No improvises ni trates de ser original. Vete sobre seguro con las frases hechas, con esas formas de escribir que han probado tener éxito universal. Sólo tienes que glosar todo lo que has leído o aprendido sobre las técnicas de contar una historia. Nomás es cosa de
  • 9. pedir prestado y revolverlo todo en un crisol. Para ser un escritorcillo pides demasiado. Sé modesto, Matías. Y no te pongas a la defensiva. ¿Matías? Pronto subirá el calor y llegará el hastío, pensó Matías sólo por pensar, y se quedó mirando sin mirar, por la ventana percudida, el cielo de pronto envejecido de Estación Lamira, como es- perando a ver a qué horas caía por fin ese aguacero y el calor ya no lo tuviera tan pasmado. Luego se levantó y fue a mear: la tensión nerviosa de estar rehaciendo una trama poco legible le llenaba la vejiga sin cesar: Al fin y al cabo no era necesario estar a la defensiva ¿a la defensiva de qué?, sino de saber bien hacia dónde dirigir las bate- rías, se decía, como sojuzgando la poca confianza que te- nía siempre en sí mismo cuando se ponía a escribir, mientras observaba con fijeza el chorro grueso, amari- llento y transparente que chocaba pringoso contra el fon- do azul marino de la taza. Después, cuando salió del ba- ño, dio varias vueltas en la habitación para entonar los músculos y despejarse un poco; pero luego, como deján- dose llevar, metió la mano en la bolsa de su pantalón con ese aire distraído que tenía cuando se ocupaba de otras cosas, y sintió, con sorpresa, cómo sus dedos apretaban, anhelantes y codiciosos, frente a la inercia de aquella cal- ma chicha de la ventana a punto de convertirse en agua- cero tórrido, la forma inequívoca, dura y glacial de un re- vólver.
  • 10. 2 Por un momento, Matías se sintió arrogante y aligerado de sí mismo, libre de toda la confusión que lo rodeaba, de toda obligación social impuesta, de las molestas trabas que lo hacían sufrir en su pequeña vida diaria. ¿Cómo era posible tener tal sensación debida a la simple posesión de un arma? Tal vez no era tan simple, esgrimía para sí, tra- tando de poner en claro sus repentinas emociones. Des- pués de todo, un arma quizá es la mitad o más de la mi- tad de un hombre, el cerrojo que mantiene a raya todos sus temores reales o aparentes. Un arma es el valor que a veces no se tiene, y muchos otros sentimientos fuertes. Por eso cualquier compa armado hace casi todo lo que quiere. En su vida había tenido jamás un revólver en las manos. En su vida había imaginado nunca tener uno. Ni siquiera sabía de modelos y calibres, ni cómo se liberaba el seguro, ni mucho menos cómo se disparaba de verdad. Era claro que sólo había que jalar del gatillo como en las pistolas de juguete que cualquiera ha tenido; pero con un arma de verdad todo es distinto si no se tiene entrena- miento y práctica. Y luego todo lo que viene después: el desconcierto y la enorme atención que produce el dispa- ro, y la muerte que produce el disparo, y los gritos de miedo que produce el disparo. Y la desbandada de los que nada tienen que ver con las causas del disparo. Y lue- go el tiempo, cómo de repente parece que se detiene. To- do eso también hay que saberlo manejar: comenzando por el hecho de por qué se va a portar un arma y por qué se tendría que disparar. Como por ejemplo, en el asalto a la farmacia (¿o fue en la mueblería de enfrente, de acuer- do a un testigo?), aquella tarde en que recién comenzaba a llover: era claro que los asaltantes creían saber lo que hacían con aquellas armas; era claro que creían, también, que podían manejar la situación por más improvisada que pareciera y por más muertos de miedo que estuvie- ran. Ya se sabe que el miedo lo controla todo, es cierto, o
  • 11. casi todo, pero en momentos así alguien debe de tener el control que controla el miedo porque si no todo se sale de cuadro. ¿No eran para eso las armas? Pero, dígase lo que quiera, si el asalto no fue planeado, como parece que no lo estaba, la improvisación puede dar al traste con todo, como afirmaron que así fue, a decir de algunos que toma- ron nota del caso. Por ejemplo, ese reportero de apellido Corcuera que, no contento con faltar a la verdad y dar crédito a amañados testigos de la calle, quiso lucirse mezclando el hecho –que se repite aquí y allá todos los días, según él-, con los fundamentos que aprendió tal vez en alguna escuela privada de periodismo, de la tan traída y llevada Teoría del Caos. Y otro que, siguiendo su ejem- plo, escribió un artículo razonando sobre cuánta gente pierde la vida en un asalto a mano armada, basándose sobre todo en la Ley de las probabilidades. Incluso hubo alguno, quizá el más atrevido, que planteó una vaga hipó- tesis sobre el galopante ascenso de una cultura del cri- men, y que no sólo daba cuenta, con cierto detalle, de los móviles más recurrentes de los delincuentes, sino que la opuso, confrontándola abiertamente después, a la ante- dicha Teoría del Caos, tan personal, de Corcuera. Era evidente que los asaltantes, en cuanto al manejo de la situación, tenían la sartén por el mango puesto que ellos esgrimían las armas y los empleados ni siquiera contaban con la posibilidad de escamotear el cuerpo. Y la única arma disponible en el negocio sólo la QFB sabía dónde se guardaba. Lo que venía a ser irrelevante des- pués de todo, puesto que ni ella ni el asistente ni Matías hubieran sabido cómo manejarla. Y, en todo caso, eran demasiadas armas contra una pistola que, para colmo, era uno de esos modelos de bolsillo para dama: de haber- la sacado alguno de los empleados, sólo hubiera provoca- do la hilaridad de los matones, pues nadie desarma o en- frenta a alguien ostentando un arma que semeja un ju- guete y con tan evidente desventaja en contra. Más todavía: en esta situación, Panterita –Matías por fin se acordaba del sobrenombre del otro empleado que se decía asistente y presumía de valiente porque los sába-
  • 12. dos por la noche se contrataba como boxeador en arenas de barriada-, se había orinado de miedo: el infeliz mos- traba, aunque no podía percatarse de ello, el rictus de quien siente que su hora final ha llegado: ‘con las manos en alto hijo de la chingada’, le había dicho más de una vez ¿el gordo, el envaselinado?, presionando hasta el do- lor el cañón en su frente; y su tez oscura estaba hecha más bien un papel en blanco y los ojos de tigre dos pozos de pánico. Cuando todo hubo terminado, al parecer con éxito para los maleantes a pesar de la suspicacia equívoca de la prensa, y luego que se llevaron todo el efectivo dis- ponible que encontraron y varios cheques al portador –sin derramamiento de sangre aseguraron algunos cu- riosos; otros, en cambio, que en la confusión de la huida habían visto cómo se abrían paso a balazos y herían de muerte al vigilante de la mueblería de enfrente-, la QFB le pidió a Matías que cerrara la puerta un momento para, en extremo solícita, llevarse a Panterita como a un niño indefenso al trascuarto de la farmacia, que era una espe- cie de oficinita con love seat, escritorio y baño, y donde apresurándose a calmarlo y a consolarlo con caricias en la cabeza y la espalda, le ofreció su hombro para que se desahogara en llanto, al tiempo que le decía, con el tono que usan las madres para chiquear a sus hijos, que en esos trances cualquier cosa es preferible menos la muer- te, y que lo importante era que estuvieran sanos y salvos, así hubieran cargado con la farmacia entera, pues como quiera que sea estaba asegurada contra robos. Cuando Panterita Ramos se hubo calmado –ahora recordaba también su apellido-, sin resistencia alguna dejó que ella lo acostara en el estrecho love seat, que le sacara los za- patos, el pantalón y la ropa interior mojados sin impor- tarle a ninguno de los dos que Matías estuviera presente. Una cicatriz lisa y blancuzca como carne viva en la panto- rrilla derecha de Panterita daba cuenta, quizá, suponía Matías, de alguna historia negra que, en los ratos en que hablaba y hablaba hasta por los codos de sus encuentros y escaramuzas sabatinas, jamás mencionó ni de broma. Sus razones tendría, desde luego. No era raro ya que lle-
  • 13. gara algunos lunes con la cara hinchada y los ojos de lin- ce medio cerrados y surtido de vendoletes por todas par- tes, y que encima hablara hasta con narcisismo y petu- lancia de ello. Era algo a lo que Matías ya estaba predis- puesto, incluyendo a Florecita, la QFB, quien luego se prestaba a curarlo en el trascuarto con exagerado esme- ro; pero era extraño que, acostumbrado como estaba a hablar siempre de sí mismo, se guardara de mencionar aquella cicatriz enorme que, para quien la viera, era im- posible pasarla por alto sin hacer preguntas. Y Matías re- cordaba ahora justamente eso: le intrigó que la QFB no hubiera mostrado asombro ni formulado pregunta algu- na ante tamaño verdugón. (Era probable que ella supiera lo que él no; y era probable que aquella relación entre ambos lo mantuviera excluido a él del “mundo” de ellos.) En cambio, desnudo como estaba, apenas con una fraza- da encima, Panterita parecía haberle hecho una indica- ción rápida con los ojos, esa vez más hinchados que de costumbre, para que se apresurara a ponerle el pantalón limpio. Cuando Florecita terminó de desvestirlo y antes de que mandara a Matías a abrir la puerta de nuevo, sacó de una vieja cómoda trusa y calcetines, un pantalón caqui que le quedó un tanto holgado al boxeador, y una bonita bata limpia, de tono azul desvaído, con el logo de los La- boratorios Thermidor. Vaya que lucía bien. Demasiado bien; aunque era evidente que la caída elegante de la bata y la línea atlética de los hombros chocaran, por contraste, con el aspecto policontundido del rostro, que parecía ha- ber tomado la forma de los guantes que casi lo masacra- ron: era claro que el último sábado su contrincante había penetrado sin mucho esfuerzo esa excelente guardia de la que tanto presumía, y quizá lo había hecho sentirse un viejo costal de entrenamiento en medio del griterío ince- sante de los aficionados.
  • 14. 3 Efectivamente, como había pensado Matías, el calor ha- bía subido más de la cuenta y, con ello, se aproximaba ese hastío que tanto detestaba. Así que, una vez que guardó el arma, quitó su camisa verde de cuadros del asiento que él ocupaba y la colocó en una silla vacía: sin proponérselo, notó el cuello raído y la parte ya percudida de la espalda y cayó en la cuenta de cuantas cosas habían cambiado. Esto lo llevó a pensar que cuando trabajaba en la mueblería, aunque fuera a turnos forzados, al menos podía comprarse un par de zapatos cada seis meses, al- gún pantalón barato de vez en cuando y una camisa regu- lar cada quince días: vestirse de cierta manera y tener buena presentación era una exigencia de Mueblerías To- rralba, exigencia que incluía, además, el uso obligado de la corbata, que siempre había detestado. De cualquier modo, no sentía ahora el menor asomo de orgullo ni echaba de menos esos desagradables días en que vivía bajo un horario determinado y desarrollaba un trabajo que sólo proporcionaba enormes beneficios a otros, y en- cima le estaba impuesto, como cajero general que era, quedarse un largo tiempo después de haber cerrado el negocio, haciendo el inevitable corte de caja él solo. Aquello era en verdad insoportable, pensaba Matías sin pizca de nostalgia, mientras encendía ¿de nuevo? la mi- tad de un cigarrillo casi olvidado en una pequeña caja que hacía las veces de portaclips. Luego, aflojándose el cinturón, se sentó de nuevo frente a la Rémington eléctri- ca –el cartucho de cinta se desplazó automático sobre el rodillo cuando activó el botón gris de power-, y escribió: “Una vez que el asalto hubo terminado y que el señor Ra- mos, subgerente de la mueblería, le pidió a Matías que se asomara primero por la rejilla antes de abrir, ‘por si las cochinas moscas, no los fueran a sorprender de nuevo’, en apariencia todos se habían tranquilizado en medio de aquel estado de desconcierto todavía tenso; todos, menos
  • 15. Florecita, la supervisora y agente de ventas quien, pade- ciendo un problema respiratorio, tuvo una crisis asmáti- ca que tardó algunos minutos en superar. El señor Ra- mos -cuya anterior vida de pugilista era algo de lo que poco o nada gustaba de presumir ante sus subordinados ahora que era subgerente-, le indicó solícito que se senta- ra unos momentos en el love seat de su amplio despacho. Luego abrió las persianas y las ventanas que daban a un terreno baldío desfigurado por toneladas de fierros vie- jos, y le preguntó si quería que mandara llamar al doctor del consultorio de enfrente, para que enseguida enviara a Matías, o a Regino, el policía, a traerlo. Con los ojos ce- rrados y el dedo índice en alto, ella indicó con firmeza que no frente al rostro achatado y afelinado del subge- rente, cuya preocupación parecía ser legítima no sólo por la profunda atracción que la supervisora ejercía sobre él, sino porque habiendo sido aceptado en sus frecuentes in- vitaciones –comían y cenaban juntos casi todos los días-, él había terminado perdidamente enamorado de ella y, más todavía, estaba decidido a pedirle que se comprome- tieran de forma estable apenas se dictara la sentencia de divorcio de su fallida relación matrimonial en la que no llegó a tener hijos. Con el trato de todos los días, excep- ción hecha de sábados y domingos en que ella tenía que dedicarse en cuerpo y alma a su madre, la fue conociendo tanto que llegó a la conclusión que Florecita era una mu- jer buena y comprensiva, algo así como la mujer que tan- to había esperado -y no la bruja ésa con la que se había casado-, y que además gustaba de su trabajo y se desem- peñaba con bastante soltura y éxito en él -¿acaso no era la que había levantado las ventas de la sucursal de Esta- ción Lamira?-, lo cual la hacía aún más recomendable co- mo compañera de vida. De hecho, se decía complaciente, desde sus días de pugilista en que a veces no tenía que comer y sólo se la pasaba surtiendo golpes sin futuro y brincando sin ton ni son los fines de semana en cuadrilá- teros de tercera, verdad de Dios que Florecita, esa chica de aspecto desvalido, cabello claro, ojos brillantes y con una sonrisa que desarmaba a cualquiera, era lo mejor
  • 16. que le había pasado”. Bueno, sí, qué caray, era lo mejor que había pasado por la mueblería mientras estuviste, Matías. Pero Panterita –o sea, el hoy para ti distante subgerente-, te confió muchas veces, ¿te acuerdas?, cuando hablaba y hablaba y hablaba, y cuando estaban en iguales condiciones laborales, que en realidad tenía otras intenciones con ella, que él no pensaba casarse nunca porque ya había visto que la vida de casado era de la chingada. Y tampoco te dijo jamás que estuviera divorciándose de ninguna bruja. ¿Eh? ¿Matías? Cuando él conoció a Florecita, la verdad sea dicha, sólo andaba buscando acostarse con ella. No era tan iluso como tú, Matías, que sí estabas perdidamente volado por ella y hacías todo lo que te pedía, que casi siempre era cual- quier cosa, sin pensarlo dos veces, y luego cuántas ilu- siones y fantasías te hacías. ¿Ya no te acuerdas, Matías? Y te dolía no sólo que Panterita te lo dijera así, a boca de jarro y con todas sus letras: que se la iba a coger hasta el cansancio y luego la mandaría a la goma, sino tam- bién que después los vieras irse muy acaramelados cuando tú tenías que quedarte, ‘sin falta, ¿eh, Matías?’, te decía él siempre antes de salir señalándote con el de- do y con su sonrisa burlona, a hacer el insoportable cor- te de caja, temblando de ira y despecho frente al montón de facturas y notas (de basura, pensabas), y lamentan- do tu falta de gracia para agradar a las chicas, y hasta desencantado de ella, de Florecita, porque en ese mo- mento te parecía “igual que todas las mujeres”; y luego imaginabas ¿delirabas?, entre largas sumas y subtota- les, lo bien que se la estarían pasando. ¿Ya no te acuer- das, Matías? Qué patético te ponías. Mejor di la verdad. Escribe la verdad. No improvises ni trates de ser origi- nal. ¿Eh, Matías? Aunque le pareciera algo demencial que aquella sarta de voces se devolvieran hacia él para imponerse a sus pensamientos y a su “reescritura”, Ma- tías pensaba que no había razón para ponerse a escribir la verdad y ser fiel a los hechos que intentaba contar sólo porque sí. Creía más soportable ¿y saludable?, trastocar los tiempos, los escenarios, los protagonistas, las situa-
  • 17. ciones dadas; en una palabra, reinventarlo todo, dejar que las cosas se desdoblen solas, no importaba si en algo vergonzante o risible, o que la imaginación misma pusie- ra en entredicho su propia obra. Harto ya de corregir una y otra vez y volver a pasar a máquina tantos y tantos bo- rradores, prefería a veces que las reglas y convenciones de la escritura hicieran crisis, de una vez por todas, con- tra “el muro de lo inefable”. Él mismo dudaba con fre- cuencia del sentido inmanente de las cosas, y hasta se cuestionaba a veces que esta historia, cuyo nombre aún no decidía y de la cual era también un dudoso protago- nista, tuviera en realidad algo que ver con experiencias vividas por él y con Estación Lamira. Ansioso y desolado, Matías sacó la hoja de papel –a diferencia de la ruidosa Olivetti de antes, el rodillo de la Rémington eléctrica era suave y silencioso-, y luego de una lectura ávida, se puso a corregir frases enteras y expresiones dudosas con tinta negra, como queriendo despojar a esa sintaxis abigarrada de la aburrida y decadente inercia que, de alguna forma, por omisión o simplismo, le imprimía. Minutos después tomó una hoja en blanco y puso de nuevo manos a la obra: “Cuando Matías, con ayuda de Regino, el policía, abrió la puerta metálica de la mueblería, un grupo de gente se amontonaba en la acera opuesta, entre la puerta de la farmacia y la entrada del consultorio médico anexo. En apariencia, todos miraban con extrema curiosidad so- bre el piso mojado, donde el doctor de enfrente auxiliaba, como podía, a la mujer que yacía en el suelo herida de muerte en un costado, entre la salsa Valentina y el chi- charrón de fritura que vendía todos los días a la puerta de la escuela. Mientras el doctor se afanaba por impedir, al parecer inútilmente, que se desangrara y le insistía en que no se moviera, rogaba a voz en cuello a los curiosos que se retirasen. Y ella, aunque permanecía con los ojos abiertos bajo la lluvia menuda, tenía la vaga expresión de no entender lo que había pasado”.
  • 18. 4 “¿Cuánto tiempo había transcurrido desde los gritos y los disparos? Nadie lo sabía con certeza. Los minutos se ha- bían detenido en la memoria de todos los presentes. Y las patrullas aún no llegaban. Algunos testigos dijeron luego que, aunque las llamaron varias veces, en realidad nunca llegaron. Que lo que sí se presentó mucho después fue una ambulancia a recoger el cuerpo casi sin vida de la se- ñora de las frituras, pero patrullas y policías no vieron por ningún lado. Desde la puerta, Matías vacilaba me- sándose la barba. Después de todo, se decía, qué impor- taba el tiempo transcurrido cuando alguien agonizaba a media calle. Claro que él no tenía la culpa, pero tal vez las cosas se hubieran complicado más –quizá hubiera muer- to él, o Ramos abrazado a Florecita-, de haber activado la alarma. Además, quién iba a adivinar que la vendedora se cruzaría fatalmente en el camino de los asaltantes. Ahí es donde la gente suele decir que el destino de cada uno, no importa de quién se trate, está escrito de antemano. De todos modos tomaría nota, como solía hacerlo con frecuencia, de aquella terrible coincidencia, y reprimió el deseo –no se creía tan morboso-, de meterse entre la gente y cerciorarse de la verdadera condición de la seño- ra, de dónde vivía y cómo se llamaba. En lugar de eso, Matías vio surgir del apretado núcleo donde se desgañi- taba el doctor, una silueta que no sólo contrastaba con el resto por su escrupuloso aliño y corpulencia, sino que además movía afanosamente la cabeza hacia todos lados como buscando algo. Y como si de repente hubiera sido descubierto por aquel hombre –que se detenía a hacer garabatos en un cuaderno-, Matías lo vio venir hacia él ávido y decidido zanjando la calle con toda su corpulen- cia: ‘soy del semanario La Impresión de los Hechos’, dijo en tono exaltado y medido. ‘¿Usted vio lo que pasó, se- ñor?’ ‘Bueno, sí... digamos que soy un testigo protagonis- ta y que...’ ‘¿Entonces me puede explicar qué y cómo pa-
  • 19. só, señor?’ ‘Pues si me deja hablar, claro que sí’. ‘Está bien, lo escucho, señor’, aceptó el reportero disminuyen- do su aire de suficiencia y, acercándose como en confian- za, preguntó si podía pasar tras comprobar que había manchas de sangre y un arma sobre un sillón individual de jacard. Era evidente, ahora lo sabía, pensó el periodis- ta, que ahí estaba el lugar de los hechos y no en la calle como había creído primero, donde agonizaba aquella se- ñora; y aunque aquello no parecía ser precisamente un complicado rompecabezas del mundo del crimen a escla- recer –una especie de soberbia informe lo invadió de re- pente-, era una buena oportunidad para apoyar casuísti- camente, en su reportaje, su personal Teoría del Caos asociada a la descomposición social cada vez más cre- ciente. Matías se adelantó, señalándole un escritorio ocu- pado por una computadora, lapiceros y papeles, entre cu- yos legajos se encontraba esa historia aún plagada de em- borronamientos, y que la aparición ¿providencial? del periodista, pensaba, le permitiría rematar –aunque toda- vía no sabía cómo-, lo complicado que en el papel se le habían vuelto las cosas. Cuidando de no pisar las gotas de sangre, el reportero, que se había presentado como Antonio Corcuera, sacudió por inercia sus zapatos sobre la carpeta de hule de ‘Bienvenido’. Luego, sin querer pa- recer demasiado circunspecto se limpió, con un pañuelo a cuadros, el incipiente sudor de la frente, mientras Ma- tías le decía ‘en un minuto lo atiendo’. Afuera, frente a la mueblería, sin hacer caso del chipi chipi ni de los curio- sos, unos niños jugaban a policías y ladrones. Esto era al- go que molestaba mucho a Matías, pues muchas veces –casi siempre-, los mocosos se metían a la tienda y usa- ban los muebles como parapeto para esconderse, y luego de que Regino y él los azuzaban casi a manazos hacia la calle, se iban a encaramar, bajo la indiferente mirada del encargado responsable, al caballito descompuesto de la farmacia de enfrente”. “Mientras el reportero se sentaba ajustándose el bro- che dorado de la corbata, miró la mitad de un pitillo viejo en un cenicero que, al parecer, hacía las veces de porta-
  • 20. clips. Se apoyó sobre sus codos y sintió que el interior de la mueblería era cálido, pero opresivo, pues a pesar de la amplitud de espacio, incluido un despacho, la fluidez de los pasillos y una estancia de atención a clientes, los muebles parecían estar distribuidos de manera poco apropiada; por otro lado, el olor a ceniza del pitillo se mezclaba con el persistente aroma de la madera y los barnices. Fue entonces cuando, de repente, como en una imagen ambigua, a Corcuera le pareció haber visto antes aquel lugar. Al intentar precisar la ocasión sólo atinó a pensar que únicamente se trataba de un viejo sueño. Cierto que en el pozo de sus recuerdos aún quedaban muchas cosas confusas, pero el color ocre de los ventana- les, el aire antiguo y de mal gusto de las cortinas, cierta disposición caótica del mobiliario –igual que en un extra- ño escenario abandonado-, y la estrechez de la escalera de caracol hecha de madera que daba a un piso alto ¿o a un rellano?, le daban una dimensión casi exacta de aque- lla imagen. Pero luego en el sueño –otros detalles acu- dían a su mente-, todo se trastocaba y se veía a sí mismo, después de sortear lentamente uno por uno cada escalón como si fueran obstáculos de una galería extraña –la es- calera parecía suspendida de una polea-, alcanzando exhausto y con grandes dificultades el piso de arriba don- de, por los visillos de la persiana miraba cómo la gente, sobre un fondo de fachadas grasientas, perfiles rotos y perímetros vagos, corría en la calle a resguardarse de la repentina lluvia bajo el descolorido toldo de la farmacia de enfrente. No obstante la falta de lógica de las imáge- nes, a Corcuera le estaba quedando claro que lo visto en el sueño tras la persiana no era una farmacia de tantas, sino la mismísima farmacia del Ángel que alguna vez es- tuvo en la esquina de la calle donde vivía. ¿Cómo no re- cordarla? Todavía adolescente, antes de dedicarse al pe- riodismo, que era lo suyo y en lo que pensaba todo el tiempo, había trabajado en ella turnos forzados como empleado de mostrador primero, y luego como cajero de confianza. Lo que no se explicaba, ahora lo recordaba de manera vívida, era qué hacía ese caballito verde de sube y
  • 21. baja que aparecía tras la vitrina, pero clavado a una barra fija y que mostraba, estoico, grandísimos dientes como burlándose de todos. Pero lo más inquietante y a la vez lo más retorcido de todo era que, no obstante estar asomán- dose desde un piso alto, se miraba a sí mismo refugián- dose de la llovizna en la farmacia igual que todos, pero involuntariamente acompañado de dos o tres personas que entraron antes que él, y cuyas identidades eran tan ambiguas como el sueño mismo. Sólo alcanzaba a preci- sar, a medias, que uno de ellos se empeñaba en mostrar- se gracioso acerca de lo estrecho del espacio, y otro, más circunspecto, pero nervioso, pálido como una cera y de cabello engominado, portaba un maletín negro en la ma- no izquierda como intentando ocultarlo tras la grupa del caballito. No sabía qué lo ligaba a ellos, pero al Corcuera de la ventana le era imposible adivinar, desde su posición privilegiada de observador, por qué al Corcuera de la far- macia -quien finalmente se había puesto a un lado de la nevera al tiempo que se limpiaba la cara con un pañuelo clínex-, le parecían tan suspicaces, tan reconcentrados en mirar la acera de enfrente y con aspecto de malas inten- ciones. Y lo mismo afuera, que adentro del piso alto, sen- tía que el aire fluía denso bajo el calor de siempre, bajo el enorme hastío de siempre, y, encima de todo, una preo- cupación persistente y casi extenuante le impedía a Cor- cuera poner en orden sus pensamientos: abrumado, lleno de dudas, mirando aquí y allá, debía ponerse a escribir la nota roja para la edición del domingo siguiente, pero los detalles del caso se nublaban en su cerebro. ¿Cómo ini- ciar el reportaje? Su jefe lo había llamado, insistente a más no poder, para recordarle que quería ver el artículo terminado sobre su escritorio antes de las nueve de la no- che del sábado. Tengo que ponerme a escribir ya, recordó que se dijo en el sueño, indeciso y de mala gana, sintien- do que se le complicaban aún más las cosas. Y mientras se acomodaba frente al teclado de la computadora –el cepeú ronroneaba quedito-, unas voces lejanas, como el susurro imperativo de un río, le iban dictando su repor- taje”.
  • 22. “‘Supongo que usted es el propietario de la tienda’, im- provisó el reportero dejando a un lado sus repentinas di- vagaciones, cuando vio que Matías volvía y se sentaba frente a él y prendía, con cierto aire de importancia, el pi- tillo viejo y amarillento. ‘No. Sólo soy un empleado’, ex- ternó el otro con una bocanada, echándose hacia atrás bajo los ojos impávidos del periodista. El humo envolvió la cabeza aún húmeda de éste, mientras Matías repartía sucesivamente su mirada nerviosa –especie de un-dos- tres-, entre las increíbles piernas cruzadas de Florecita sentada ahora frente a un tocador estilo minimalista, en- tre el rostro de enorme papada de su flamante entrevista- dor –la corbata resaltaba aún más las estrías del cuello-, y las incansables evoluciones de los niños bajo la pertinaz y delgada llovizna: ¿a qué hora lloverá de una vez por to- das para que este calor ya no cale tanto?, pensaba. ‘De modo que fue un asalto común y corriente’, se encrespó Corcuera al ver que el otro se distraía por momentos. ‘Podría decirse que sí. Cualquiera puede ver que no en- cierra mayor misterio. Todo fue tan inesperado, tan des- concertante. De repente estábamos como en otro mun- do...’ ‘Explíquese’, pidió el reportero poniendo ambos pu- ños contra la barbilla. ‘Sí. Me refiero a que es tener como un mal sueño. Las cosas se ven desde otro nivel, desde otra perspectiva, como más complicadas ¿me entiende? Aunque sabemos que un asalto es posible en cualquier momento, no lo creemos de veras hasta que lo vivimos’. ‘Supongo que notó algo extraño antes’, matizó Corcuera. ‘¿Algo extraño? ¿Como qué?’, inquirió Matías frunciendo el ceño, menos por la suposición de su interlocutor que por caer en la cuenta de que tal vez Florecita y el subge- rente ya se iban, pues ambos se estaban poniendo sus respectivos sacos, mirándose y hablándose como en voz baja. ‘Sí, como si lo viera venir ¿me oye?, como si hubiera visto venir el asalto’, increpó el periodista casi en voz alta al ver que el empleado miraba por encima de él, como si buscara algo en sus cabellos mojados. ‘Bueno, tanto co- mo eso, no’, aseguró Matías sin perder de vista a los tór-
  • 23. tolos. ‘Sino que minutos antes, cuando recién empezó a llover’, agregó, luchando consigo mismo para que no lo traicionaran los celos, ‘yo me asomé a ver el cielo por el ventanal de la derecha, estaba como vulcanizado ¿sabe?, y luego vi correr en la acera opuesta a un grupo de gente hacia la farmacia de enfrente, y que tal vez es esa misma gente que usted pudo ver inclinada sin escrúpulos sobre esa pobre señora que, según mi opinión, si la quisiera us- ted anotar, nadie vendrá a recoger oportunamente, lo que quiere decir que probablemente ya está en las últi- mas, sin contar con que toda esa misma gente la está ayudando a mal morir con su lástima y sus miradas mor- bosas, como si fuera un sapo indeseable después de una lluvia de piedras’. Matías decía todo esto señalando con el dedo pulgar por detrás de sí: ya no le importaba mirar a la gente, ni si los niños que jugaban afuera pudieran co- larse a la mueblería en cualquier momento. En todo caso, pensó, Regino podía ocuparse de ellos desde la puerta. Su interés se concentraba ahora en la pareja indecisa que provocaba su malestar. Aunque notaba la voz temblorosa del empleado, el reportero asentía ante su narración sin importarle un comino sus juicios de valor sobre tal o cual cosa; lo único que ahora quería era que aquél abundara en los pormenores de su reciente experiencia. ‘Bueno’, retomó Matías como sacando fuerzas de sí, haciendo un mohín al aire y aplastando el cabo del pitillo con dema- siada insistencia, ‘lo único que pude notar, y lo digo a sa- biendas de que tal vez creerá que es algo que me estoy sa- cando de la manga, aunque puede usted pensar lo que quiera, lo único que pude notar, repito, es que dentro de ese grupo de gente que se guareció bajo el toldo de la far- macia, había dos o tres tipos quisquillosos que parecían haberse metido con un propósito fijo. Quiero decir que no tenían esa pinta de casualidad y espontaneidad de los otros, de me meto donde se pueda con tal de que no me sorprenda la lluvia, sino que lo hicieron con toda inten- ción, pues se abrieron paso a empellones como buscando el mejor lugar para observar desde ahí el movimiento al interior de la mueblería. Incluso uno de ellos, más o me-
  • 24. nos como del tipo de usted, ahora que lo recuerdo, pues traía una corbata parecida y era grueso de complexión, logró colarse hasta el fondo donde empezó a limpiarse la cara con un pañuelito a cuadros, mientras las otras per- sonas se miraban entre sí, molestas, como reprobando en silencio tanta impertinencia. Dígame si eso no es para enfadar a cualquiera, aunque claro, ya le dije que puede usted pensar lo que quiera’. Todavía con la barbilla sobre los puños, el reportero estuvo a punto de decirle que no le importaban sus dichosas opiniones sobre él ni sobre nadie, pero se contuvo pensando que con eso sólo iba a conseguir distraer o malquistar a su interlocutor, cuyas miradas nerviosas le encrespaban un tanto el ánimo. Só- lo esperaba no arrepentirse de haber recurrido a aquel hombre que, aunque le parecía sincero en sus observa- ciones, algo de antipático y mitómano notaba en él –po- cas veces se equivocaba Corcuera en sus primeras impre- siones-, y no descartaba la idea, algo muy recurrente por lo demás en su oficio, de que en cualquier momento co- menzara a urdir patrañas con la intención de lucirse o hacer más atractivo lo sucedido. De pronto, bajo la luz incandescente del fondo, Florecita era otra, pensó para sí Matías. O, más bien, había vuelto a ser la misma de siem- pre: era evidente que no sólo se había sobrepuesto a la crisis respiratoria, sino que además bromeaba a sus an- chas, como quien hace mofa de su propio espanto. Era una lástima no haber estado cerca de ella en ese instante preciso, en lugar del subgerente, y tener la fortuna de ser él quien acudiera en su ayuda, calmara sus miedos y la protegiera. Esa ansiada oportunidad no la volvería a te- ner nunca”. Ni en mil años, Matías. Cierto, ni en mil años. Y eso te ponía loco, ¿No es cierto? Eso y sus pin- ches risitas y la forma cómplice como se miraban y la pinche suerte de feo del Panterita y tu casi nula existen- cia ante los ojos de ella, quien sólo te dirigía la palabra en plan de trabajo. “Regino, con su uniforme azul oscuro y su precario fu- sil al hombro, lidiaba en la puerta como podía con los es- cuincles: con la mano y el pie derechos les impedía el pa-
  • 25. so, y, mientras los amonestaba con su infinita cara de piedra mostrando muy poca convicción, los chiquillos só- lo reían, complacientes y desdeñosos, con los cabellos mojados, empujándose juguetones y desganados el uno al otro; luego se les unió un tercero, más alto, y se fueron corriendo y gritando al encuentro de lo que parecía ser la sirena de una ambulancia. Por otro lado, metido en aquel laberinto de muebles y soportando el casi asfixiante olor a madera recién barnizada, Corcuera sentía que no toca- ba fondo, que no llegaba a nada. Tenía que actuar rápido, se decía, apretando los dientes, pues en cualquier mo- mento llegaría el ministerio público y el escenario de los acontecimientos se vería restringido y modificado, como suele suceder en estos casos, y seguramente hasta perde- ría de vista a otros probables testigos presenciales, así que no atinaba a entrever, alisándose la corbata con un gesto impaciente, a dónde quería llegar el cajero con ese su cuento de los tres tipos quisquillosos, que más bien parecía un déjà vu barato que muchos podían tener. Na- da era tan lamentable y exasperante como un testigo que gusta de irse por las ramas buscando notoriedad a costa de cualquier embuste bien maquillado. ‘Y bueno, díga- me’, se echó de espaldas Corcuera con cierta brusquedad a efecto de hacerle notar que seguía ahí esperando para escuchar su versión, ‘eso de los tres tipos, acláreme, ¿qué tiene de particular?’ ‘Digamos que, aunque no estoy muy seguro’, emprendió con voz vibrante Matías, ‘pues en ese momento no le presté mayor atención, ya que lo que me interesaba, de hecho, ¿quién iba a imaginar lo que pasa- ría?, era observar esos tonos quebrados del cielo vulcani- zado cuando está por llover. ¿Ha notado esos tonos algu- na vez? ¿Los notó esta vez? ¿No ha experimentado sensa- ciones confusas y fascinantes al verlo así?’ ‘No. Creo que no’. ‘Es una lástima. Usted se lo habrá perdido, de veras, pero bueno, cada cual puede ver lo que quiera. Pero en fin, le decía, me parece que ellos, los tipos de la farmacia, eran los mismos del asalto. Pero insisto, le digo, anótelo bien, no estoy muy seguro; más bien fue cosa de supo- nerlo después, de hacer memoria una vez que todo pasó,
  • 26. o de simple malicia si así lo prefiere ¿me entiende?’. La sirena iba y venía. Cortaba el aire como un cuchillo. Men- guaba a ratos su disolvente aullido. ¿Cuándo llegaría la ambulancia por fin? Afuera, el doctor trataba de disper- sar a la gente, azuzaba a los mirones más descarados, ‘háganse a un lado por el amor de Dios’, pedían sus la- bios húmedos con tono enfático; luego limpiaba la cara de la mujer, le hablaba quedito, entre dientes, aunque sa- bía que casi nada podía hacer por ella. ‘Vaya mejor al- guien por un sacerdote’, pedía con impaciencia ciega a quien lo quisiera oír. ‘¿Qué no oyen? ¿Qué no entienden? ¿Qué no ven que esta mujer está moribunda?’. Sobre el piso mojado, entre los montoncitos de frituras aplasta- das, la salsa Valentina se había mezclado con los hilillos de sangre formándose una sanguaza rojiza. Los ojos de la mujer ya estaban cerrados y sus facciones inmóviles y cobrizas mostraban manchas tornasoladas”.
  • 27. 5 “Mientras, Matías tomaba aire –la mirada absorta de Florecita en los ojos del exboxeador ¿qué tanto le estaría diciendo? lo hacía sentirse menos que un trapo-, y revol- vía sin cesar un llavero entre los dedos, acechando de re- ojo los garabatos que iba trazando con mano rápida el re- portero ¿aparecería en el periódico todo lo que le estaba contando?, pensaba, ¿saldría su nombre?, ¿se haría im- portante por unos días?, ¿por qué no llegaban más perio- distas?, y luego se imaginaba que Florecita por fin lo to- maría en cuenta: ‘Naterita, qué buena entrevista, qué bien estuviste, quién te viera, caramba’, y lo felicitaría ¿y hasta lo abrazaría?, y el subgerente, entre amable y envi- dioso, le mostraría reconocimiento sin duda alguna: ‘¿por qué no nos dijiste?, ahora sí que te anotaste una, Naterita, esto hay que celebrarlo con unas frías, yo invi- to’, ¿y le harían un convivio?, ¿brindaría por él Floreci- ta?, ¿bailaría con él un par de piezas? Pero allá en el fon- do Florecita reía y reía. ¿Qué tanto se estarían diciendo? Los nervios lo estaban haciendo perder concentración. Las ganas de fumar lo estaban matando: ‘¿no tenía un ci- garrillo?’. ‘No fumo’, contestó Corcuera, vacilante, con ademán de lo siento y preguntando a quemarropa: ‘¿y us- ted qué hizo a la hora del asalto?, ¿o lo atraparon en el ventanal observando el dichoso cielo?’. ‘No, no’, sonrió Matías con amargura, desoyendo el tono sarcástico, tra- tando de concentrarse en el llavero como si quisiera des- trabar algún mecanismo complejo en particular, desean- do en el fondo que la ambulancia llegara para que toda esa gente se fuera y terminara todo de una buena vez, y, sobre todo, que lloviera tupido para que Florecita y el subgerente no pudieran irse, que la lluvia se convirtiera en una de esas tormentas que se meten a saco por todos los resquicios a su paso para que ellos, para que Florecita no se fuera con él. ‘No, no’, repitió volviendo, reflexio-
  • 28. nando, acomodando lo que iba a decir: ‘minutos antes me había subido a ese cubículo de allá arriba, del primer piso, ¿ve usted? Busqué a Regino, el vigilante, para avi- sarle que iba a subir por un momento, pero no lo vi por ningún lado, y en el baño tampoco estaba; así que les dije al subgerente y a la señorita Flor, que estaban aquí en la planta de abajo, que iba a subir por unas facturas y a ba- járselas enseguida, pero creo que no me hicieron caso o no me oyeron o no me quisieron oír, porque parece que estaban muy entretenidos comentándose vaya usted a sa- ber qué, cosas que no me incumben ¿sabe?, y como no quise parecerles impertinente, me subí y ya; los dos esta- ban como en la luna ¿me entiende?, los pobrecitos ni imaginaban el susto que les esperaba. Y conste que siem- pre que subo no aviso a nadie, porque se supone que allá arriba es mi lugar de trabajo, ahí atiendo la caja, ahí es donde siempre estoy y donde debo estar, y desde ahí se controla la alarma de la tienda y el sistema de seguridad de los valores que están bajo mi resguardo, y cualquiera que vaya a cubrir una liquidación tiene que subir y hacer- lo en esa ventanilla de letras rojas ¿ve usted? Pero esta vez, le digo, ni yo mismo me explico por qué me dio por avisarles. No sé por qué lo hice. Aunque después de todo, viéndolo bien, como si no lo hubiera hecho. Pero eso no lo vaya a anotar. Qué importancia tiene. Es un dato que sale sobrando en todo esto, usted me entiende. El hecho es, sabe usted, y creo que esto es lo relevante para su no- ta y su semanario, y no vaya a pensar que yo le quiero imponer lo que es relevante y lo que no de todo esto, eso usted lo debe saber como periodista que es, ¿no es así?, le ruego que me disculpe. El hecho es, le decía, que apenas cerré la puerta detrás de mí, segundos después escuché gritos, insultos, ¡que nadie se mueva o aquí me lo quie- bro!, amenazas de muerte, ¡más vale que no te pases de listo, hijo de la chingada!, voces atropellándose, ¡si hacen lo que queremos nadie saldrá lastimado!, súplicas sor- das, ¡no disparen, llévense lo que quieran pero no la las- timen!, sillas cayéndose, más súplicas y más insultos, fra- ses roncas, ¡mejor cállate, pendejo!, jadeos, ¡no defiendas
  • 29. lo que no es tuyo ni lo que no puedes!, vocecitas adelga- zándose, sí, sí, está bien, pero no disparen. ¿Florecita? ¿Panterita?, pensé. Bueno, así le digo al subgerente, el señor Ramos. Y todo ocurrió en un par de minutos, creo. Todo tan rápido ¿me entiende? Y si me pregunta si sabía lo que estaba pasando, pues no. Exactamente, no, pero no tardé en imaginármelo. Eso no era algo normal, pen- sé. Los gritos y las amenazas, digo. ¿Qué hice yo? Qué podía hacer, más bien. Eso me pregunté apenas me aso- mé a la persiana desde arriba. Todavía alcancé a ver có- mo al subgerente lo tenían sometido contra el suelo, boca abajo, con el rostro prácticamente besando el suelo, y a la señorita Flor inmovilizada del cuello y el arma contra la cabeza. Qué podía hacer, me pregunté con los ojos cerra- dos, las manos frías, paralizado. Los nervios y el miedo no me dejaban pensar. Qué quiere. La verdad es que no soy de ésos que se las dan de héroes. Entonces pensé, no tardarán en ver el rótulo de la caja, no tardarán en ver las letras rojas, no tardarán en venir aquí. Así que, de hecho, me concentré en mí. Qué quiere, le digo ¿no? Tres segun- dos y estarían sometiéndome a mí ¿no? Sólo de acordar- me me pongo frío otra vez. Claro, lo más inmediato y ló- gico era activar la alarma y llamar a la policía. Pero para- lizado como estaba no podía decidirme. El instinto de conservación me obligaba a establecer prioridades. ¿Pero cómo saber? Tenía miedo de cometer un error que fuera fatal para todos. ¿Y dónde estaba Regino? En ese mo- mento no supe, no sabía. Y parece que nadie se dio cuen- ta qué andaba haciendo ni dónde se metió. Eso estuvo muy raro, que a la hora que se le necesitaba no estuviera en su puesto. Eso habrá que averiguarlo. Pero la verdad es que ni siquiera me acordé de él. Sólo pensaba en mi vi- da. Quería desaparecer, esfumarme, meterme donde na- die me viera. Eso es básico, ¿me entiende? Usted dirá, és- te es un cobarde. Pero en esos momentos uno se va a lo básico. No me importa que piensen que soy un cobarde. Lo puede usted escribir si quiere. Y lo básico es la vida, ¿o no? ¿Usted es muy valiente? No me lo diga. Supongo que sí. Su profesión lo requiere así. Pero le decía, tenía
  • 30. miedo de cometer un error. Pensaba: si activo la alarma los asaltantes entrarán en pánico y matarán a mis com- pañeros de trabajo; y luego de eso, suponiendo que los hechos hubieran podido tomar ese curso, lo cual habría sido una desgracia, se habrían complicado las cosas y todo estaría fuera de límite, ¿me entiende?, el miedo es pendejo, dicen, bueno, pero no lo vaya a poner así, y lo que había que evitar era que se desatara un derrama- miento de sangre, evitar el pánico y que todo se viniera en cascada; y es que el miedo se impone, el miedo lo lle- van todos, los buenos y los malos, digámoslo así; el mie- do es, si me permite usted la comparación, y no se olvide anotarla, ya que puede darle a su nota un carácter más chic y más explosivo, el miedo es, le decía, como un barril de pólvora: basta tan sólo una chispita y ¡pum!, ¡te cargó el payaso! ¿Ya la anotó? Ya verá cómo ese detalle aumen- tará el número de sus lectores, tan seguro que me llamo como me llamo”. “Matías, todavía más nervioso, suspendió su relato con un ‘permítame’ en seco, dejando a Corcuera en as- cuas, como si el hombre ya no estuviera ahí, y se dedicó a hurgar sus bolsillos en busca de alguna probable vieja ca- jetilla de cigarrillos; luego siguió, uno por uno, con los desvencijados cajones del escritorio, y enseguida con un portafolios negro de cubiertas duras que estaba encima de unos libros de contabilidad. Una vez que acabó -los dedos temblorosos y fríos-, volvió a repetir la búsqueda con más énfasis y exactamente en el mismo orden: ‘tenía la vaga esperanza de encontrar un cigarrillo perdido en alguna parte’, le dijo casi entre palabras amontonadas al periodista, como disculpándose ante la expresión moles- ta e incrédula de éste. Finalmente, desalentado y algo su- doroso, miró como sin mirar los restos del pucho aplasta- do en la cajita de clips. Miró como sin mirar al reportero aún inquieto ante tal muestra de incontinencia; miró co- mo sin mirar a su alrededor; y cuando se puso a jugar de nuevo con las llaves entre sus dedos, vio cómo Florecita, con su traje sastre azul gris, sus zapatos altos y sus pier- nas blancas bien encarnadas, subía a zancadas lentas las
  • 31. escaleras y se metía al cubículo de valores como si estu- viera en su casa, invadiendo su territorio, el área de tra- bajo que estaba a cargo de él, ¿qué iba a hacer ahí?, ¿con qué permiso se atrevía a?, ¿acaso él estaba pintado en la mueblería o qué?, ¿acaso él se metía a husmear en su?, ¿y si se perdía algo de los depósitos en efectivo que aún no se hacían y que estaban sobre su escritorio, a quién le iban a? Tenía que detenerla. Impedir que cruzara la zona de restricción. A ese lugar no entraba nadie sin su pre- sencia ni sin su consentimiento, pensó preocupado, por- que se trataba del área más restringida y de mayor res- ponsabilidad, y se reprochó la mala costumbre que tenía de dejar la caja fuerte abierta, aun cuando solía bajar, con todo el efectivo a la vista, con todos los cheques al portador listos para. Y ya estaba ensayando un ‘espére- me, por favor, no tardo ni tantito’, cuando vio, todavía más sorprendido que Panterita subía también tras de ella, y desaparecía detrás de la puerta como Juan por su casa. ¿Qué hacer?, repuntó casi vacío su pensamiento y los brazos fríos y sudorosos sobre el escritorio. ¿Por qué se quedaba inmóvil? ¿Por qué no subía él también? ¿Es que tenía miedo de? Pero un Matías torpe, aturdido y sin respuestas, sólo atinó a voltear a ver a Regino, ¿a qué ho- ra había vuelto a su puesto?, que parado de espaldas se quitaba la gorra, se rascaba ostentosamente la picazón de la caspa y se volvía a cubrir la cabeza. Los niños, por al- guna razón, ya se habían ido. ¿Qué hacer? Matías apenas atinaba a darse cuenta que afuera los curiosos y los miro- nes impedían, impertinentes, que la ambulancia, ahora sí, se estacionara libremente. Tampoco prestó mucha atención, ¿por qué diablos no subía?, ¿por qué no se atre- vía?, a la pregunta casi tajante y enfática del periodista que lo miraba con fastidio: ‘¿Pasa algo, señor?’. ‘No, no pasa nada’, respondió al aire, más bien hablando solo, como si el hombre ya no existiera.” Pero qué iba a pasar, Matías. Bien mirado, tus borradores no muestran el me- nor asomo de realidad, de apego a la verdad. Es claro que todo te lo estás inventando, que tu imaginación te ha venido jugando una mala pasada; ni siquiera estás
  • 32. seguro, como siempre, de lo que escribes ni de cuándo vas a acabar tu dichosa historia: todo es tan confuso, tan trasnochado, ¿se te complicaron las cosas, Matías? ¿Se te salió de las manos la idea? Sabes que Florecita se portó mejor que tú, más valiente que tú y que todos. Y si casi se desmayó no fue tanto por el susto, ni mucho me- nos por esa crisis de asma que alevosamente le atribu- yes: fue más bien uno de esos desvanecimientos que le daban por estar embarazada ¿dos o tres meses?, de Panterita. ¿No es así, Matías? Impulsado por la inconti- nencia, Matías dejó de escribir y se levantó al baño de nuevo, y mientras se concentraba en el chorro –un bo- chorno apretado envolvía su cara-, pensaba en lo difícil que a sus años le estaba resultando controlar la micción. Aliviado del cuerpo, el bochorno pasó, pero la flotante densidad del calor persistía como una maraña intangible y sorda que se impregnaba en, que se imponía sobre la. Escupió con dispareja puntería sobre el lavabo sucio. Se mojó la cara y el pecho varias veces, y mientras dejaba el agua escurrir por los brazos y la cintura se le ocurría –ahí estaba otra vez esa sensación de irse por el vacío-, que esa historia ¿finalmente era cierto?, no iba por buen ca- mino, que tal vez no era lo que quería, ni remotamente la idea primera que había tenido: todo parecía estar soste- nido por la frágil hebra de un hilo igual que todo lo que hacía, igual que toda su vida. Se acercó, confundido y du- bitativo, a la ventana. Sí, ahí estaba otra vez el náufrago recurrente y empedernido que era, dudando siempre, he- cho un amasijo de imperfecciones, de pensamientos di- solventes. Metió la mano entre la persiana y descorrió la hoja del ventanal: un airecillo ralo e inconsistente se es- trelló incierto contra su pecho, luego aspiró el irritante olor del amoníaco de las cañerías. ¿Cómo terminaría la historia? ¿Cómo daría fin a aquel legajo que apenas tenía cabeza? Excepto por el fondo borroso y deslavado de la Sierra de Guadalupe, la tarde seguía inalterable, como en un constante comienzo. Hubiera querido tener los he- chos más frescos, se decía, repensar más en lo que real- mente pasó. Hacía ya tanto tiempo de eso. A veces le per-
  • 33. turbaba, otras le parecía gracioso, el hecho de que en sus sueños -y había temporadas en que eran muy recurren- tes-, el asalto tuviera lugar, de manera indistinta, lo mis- mo en la farmacia del Ángel que en la mueblería de en- frente, o que ambas se confundieran a veces en un solo escenario, conservando apenas algunos detalles que. Y que la imagen de Florecita, soltándose de su atacante, de- sapareciera invariablemente, a veces radiante, otras bus- cando ayuda o desvaneciéndose en el intento, en una es- pecie de túnel con escaleras que suben a todas partes. Hubiera querido trasladar tal cual el sueño al papel, pero la verdad es que casi nada estaba en su sitio: Panterita Ramos no aparecía en él por ningún lado, y algunas veces que aparecía, por alguna deformación de los hechos, ter- minaba sumándose a la huida de los asaltantes -¿o se lo llevaban como rehén?-, vueltos todos una gran sombra; el resto –la calle, la gente, el doctor, la mujer agonizan- do-, era una penumbra inaprehensible y amorfa como el vago rescoldo de una vieja pesadilla. Lo curioso es que el sueño, su sueño, no lo incluía a él: era Corcuera, por una de esas razones que no alcanzaba a entender, el que usur- paba siempre su lugar en todas partes, era él el que accio- naba la alarma en el cubículo de arriba, el que se armaba de valor y bajaba corriendo a rescatar a Florecita a costa de su propia vida, aunque infructuosamente, porque ape- nas llegaba a la planta baja la encontraba vacía, y sólo al- canzaba a distinguir a Regino con una carabina maltre- cha, meciéndose burlón en el caballito de la farmacia, ro- deado de niños; y Corcuera se preguntaba, en medio de la enorme estancia vacía y abandonada, si no estaría so- ñando otra vez ese sueño de siempre. Todo era tan absur- do, se decía Matías, tan forzosamente fragmentario, tan falto de. Si no hallaba una salida apropiada todo se ven- dría abajo, todo quedaría como algo que. ¿Se perdería, se estaba perdiendo en el intento por encontrar un buen de- senlace? ¿Terminaría por confundirlo todo? ¿Confundir- lo todo? Pero si ya lo está, Matías. Qué esperabas. ¿Una idea deslumbrante? ¿Una historia sobre ruedas? Sobre aviso no hay engaño, Matías. Ya sabemos que te parece
  • 34. idiota, pero te hubieras sustentado en los hechos. Es la mejor manera de no tropezar. Ya sabes: sólo has estado escribiendo a base de meras conjeturas. En realidad, só- lo puedes recordar el momento básico, pero los detalles -ni siquiera sabes desde cuándo-, nadan en una mezcla de recuerdos equívocos y abigarrados. Cierto, se decía, apenas y podía recordar, por ejemplo, cómo terminó por fin aquella accidentada entrevista con Corcuera. Al pare- cer, algo molesto y quizá decepcionado -¿estaría pasando por una situación embarazosa?-, en un momento dado el periodista hizo mutis y se dedicó a tomar nota de lo que obtenía con la gente de la calle, con el doctor y con el em- pleado bajito de la farmacia. Corcuera nunca supo, por otra parte, que los asaltantes se conformaron, finalmente –porque uno de ellos sólo decía que ya las patrullas tal cosa, que ya la policía un carajo, que estaban perdidos-, con llevarse sólo unos fajos de billetes que el subgerente tenía en un cajón de su escritorio, ni tampoco supo qué hacía aquella arma, entre manchas de sangre, sobre el si- llón individual de jacard. Ni tú tampoco sabes, Matías. ¿No es más bien uno de tus embustes que luego perdiste de vista? Y es que, pensándolo bien, eso del arma en el sillón es un detalle fuera de cuadro, irrelevante –y se di- ría hasta pueril-, para todo lo que sucedió esa tarde, co- mo irrelevante es la peregrina idea de imaginar a Flore- cita y al subgerente subiendo las escaleras: nunca se asomaron al cubículo de arriba, ¿qué sentido tenía? Tú mismo descubriste que para prodigarse besos y caricias (eso te ponía rabioso, ¿no es cierto?), les bastaba el love seat al fondo del despacho. Y en cambio, por si no re- cuerdas, el señor Ramos, tan tranquilo como si no hu- biera sucedido nada aquella tarde, te llamó en voz alta desde el centro de la estancia, volviéndote a la realidad para decirte, apresuradamente, “ahí te haces cargo del changarro ¿eh, Naterita?”, y, tomando del brazo a Flo- recita y sin siquiera despedirse de ti, salieron. Y luego, bajo la tarde inmensa y desolada que se negaba a mo- rir, la subió a su auto como si cargara algo frágil, que- bradizo y delicado, ¿a dónde la llevaba a esa hora cuando
  • 35. en la tienda todavía había cosas que?, y después oías có- mo ponía en marcha el motor (que era como si pusiera en marcha todo tu desatino y todo tu despecho). ¿Qué a dónde la llevaba a esa hora? Nunca lo supiste, Matías. Nunca fuiste importante para ella. Y, bien mirado, no te incumbía la vida de Florecita. Y luego ¿no te acuerdas?, te quedaste solo como tantas otras veces (Regino es otro embuste tuyo, igual que la señora muerta de la calle), y, asomándote a espiarlos, sólo conseguiste mirar tu refle- jo en la puerta de cristal de la mueblería, tratando de entender de qué está hecho el corazón de las mujeres o, en todo caso, te decías, de qué estás hecho tú que no das pie con bola con ninguna de ellas. Y no sólo te quedaste viéndolos partir desde tu silueta reflejada -la cabeza de ella sobre el hombro de él, y la calle gris, árida y ago- biante llevándose a tu amor, llevándose a tu Flor-, sino que te embargó también la sensación -como cuando te vas por el vacío-, de que esa tarde de marras nunca su- cedió nada: como si el asalto, el reportero y su entrevis- ta sólo hubieran sido otra conjetura tuya; y la ambulan- cia y la farmacia de enfrente llenándose de gente sólo fueran una invención tuya; y la lluvia tenue salpicada de siluetas también sólo otra de tus tantas fantasías ¿no es así, Matías? Y ahora que, a través de la persiana des- de este piso alto, la tarde se te devuelve toda igual –como una hoja en blanco que temes llenar y enfrentar- sólo te queda por considerar, entre tanta duda y confu- sión, lo único de lo que estás realmente seguro: que nun- ca darás con ese ansiado final para tu trasnochada his- toria, y que jamás verás una lluvia de verdad en Esta- ción Lamira. ---------------- *Lumagui