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Libertad e identidad en las ciencias sociales
Hilda Mercedes Morán Quiroz
Departamento de Estudios Mesoamericanos y Mexicanos. Universidad
de Guadalajara (México)
Palabras clave: ciencia, quehacer científico, sujeto.
Reflexión en torno a los supuestos básicos de la ciencia en el momento
de su fundación como tal, y su ulterior desarrollo, sobre todo en
relación con el reconocimiento de la implicación del sujeto en el
quehacer científico. Para ello, se echa mano de textos producidos desde
diversas disciplinas (Thuiller, Todorov, Eco, Heller, Seidler, Giddens,
Knauth, Kodály), así como de observaciones de la propia experiencia de
investigación.
Se pretende explorar las posibilidades y pertinencia de una posición
identitaria de la ciencia como tal, así como las implicaciones de la
libertad y diversidad impuestas por la “modernidad reciente”.
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¡Conserva la calma, Bol! –me advirtió–. No reacciones ante
el doctor Swan. No le llames el ‘cirujano’. ¡No resulta
humano! Recuerda que es un ser humano, tan humano como
tú. […] Todos los problemas empiezan cuando la gente se
olvida de que es humana.
Oliver Sacks, Con una sola pierna
La pregunta que anima la reflexión que ahora comparto con ustedes es la de la posible
identificación de las ciencias, especialmente las ciencias sociales1
, como bloque, o más bien
de los científicos como pertenecientes a un mismo grupo, y algunas otras derivadas de ella:
¿cómo sabemos que estamos haciendo ciencia?, ¿a quiénes reconocemos como colegas y en
qué circunstancias?, ¿para qué sirve la ciencia y, más específicamente, para qué nos sirve la
ciencia, la propia (si es que hacemos ciencia) y la ajena?
No pretendo hacer una revisión exhaustiva de la historia, el campo y las funciones de la
ciencia y los científicos –como lo hace, por ejemplo, Bourdieu, en El oficio de científico
(2003). Se trata simplemente de un ensayo de lo que Umberto Eco define como “función
intelectual”: “determinar críticamente lo que se considera una aproximación satisfactoria al
propio concepto de verdad; y puede desarrollarla quien sea, incluso un marginado que
reflexione sobre su propia condición y de alguna manera la exprese” (1991: 15). En ese
sentido, tampoco pretendo presentar conclusiones certeras o cerradas y, menos aún,
verdades universales. A la manera de un cuento “posmodernista” –o de la “modernidad
reciente”, para usar la terminología de Giddens (1997)–, o también a la manera de la vida
cotidiana –mientras dura la vida–, aquí no hay final, ni abierto ni cerrado. Se trataría, de
alguna manera, de seguir eso que Oliver Sacks (1998) llama “música del cuerpo”…
¿tendríamos que hablar, en este caso, de “música del pensamiento”?
1
Tomo el término en un sentido amplio, considerando aquí textos de todo tipo que de alguna manera nos
hacen pensar en la naturaleza y funciones de las relaciones sociales, y replanteárnoslas.
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Empecemos por revisar las implicaciones de lo que yo misma acabo de decir. ¿Qué viene a
hacer la música en una reflexión acerca de las ciencias? Sacks habla de música del cuerpo
para referirse a la posibilidad de movilidad vital, y lo ilustra citando a Harvey: “La
silenciosa música del cuerpo… Tú eres la música mientras la música dura” (Sacks, 1998:
29). Se trata, como señala Josipovici, de la “melodía cinética”, de Luria, de la que el mismo
Josipovici (2002: 255-256) dice: “la melodía del movimiento y melodía en movimiento, me
parece un término hermoso y algo que todos los que tenemos la suerte de poder caminar y
leer sin esfuerzo hemos experimentado cuando sentimos que caminamos y leemos
especialmente bien. Pero lo que Sacks señala es que siempre está ahí, como la vieja música
de las esferas, si bien tan inmersa en todo lo que hacemos cotidianamente que no podemos
oírla”.
Podemos hablar de la vida de un individuo, o de la vida social, como una especie de
melodía, que bien puede ser fluida, creativa y siempre cambiante o, por el contrario,
interrumpida, fragmentada, conformista o estática. Sacks se refiere a la primera forma. Del
mismo modo podríamos hablar de individuos o sociedades que están atentos a su propia
música, o bien que se vuelven sordos a ella. El silencio, o más bien la imposibilidad de
movimiento, de pensamiento y comunicación –la pasividad, la represión, la negación–
estaría en el extremo opuesto a la música. Sacks lo ejemplifica con un pasaje de Goethe:
Éste es el júbilo secreto, la seguridad del Infierno [dice el Diablo en el Doctor Fausto], que no se
puede explicar cómo es, está vedado a la palabra, no puede hacerse público… Mutismo, olvido,
desesperación son símbolos pobres y débiles. Todo se acaba aquí… Ningún hombre puede oír su
propia melodía. (Sacks, 1998: 97)
y con un poema de Eliot:
Guarda silencio y espera sin esperanza,
pues la esperanza sería esperanza de lo malo; espera sin amor
pues el amor sería amor a lo malo…;
espera sin pensar, pues no estás aún en condiciones de pensar. (Sacks, 1998: 99).
Pero hacer un análisis de los múltiples y subjetivos significados de la noción de música en
la literatura, en las artes en general, en las ciencias y en la vida, va más allá de lo que aquí
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nos interesa ahora. Permítaseme, pues, utilizarla en el sentido que he explicado, lo que nos
sitúa, de entrada, en una posición filosófica a la que volveremos más tarde.
Igualmente importante resulta plantearnos o no la necesidad de distinguir entre cuerpo y
pensamiento. Esta diferenciación no parece estar ni remotamente presente en la utilización
que Sacks hace del término, dicho sea de paso, en un libro sobre trastornos neurológicos
(aunque se le clasifique inciertamente entre literatura y psicología). Y, sin embargo, como
lo señala Seidler en La sinrazón masculina (2000), la ciencia misma se funda en buena
parte sobre tal distinción: el cuerpo representaría lo “natural”, mientras que el pensamiento,
o la razón, representaría lo específicamente humano. De ahí, continúa Seidler, la razón por
la cual a las mujeres no se les reconocía la capacidad de razonamiento: por cuestiones
biológicas, las mujeres estarían incapacitadas para desligarse de su propio cuerpo,
condición sine qua non para dedicarse a la actividad intelectual. Es así como Durkheim
afirma que si bien la razón es ajena al individuo, el hombre tiene acceso a ella a través de lo
social, mientras que la mujer necesita, además, la intermediación del hombre.
Thuiller (1987) habla precisamente de este aspecto de la ciencia como uno de los cinco
fundamentos simbólicos –y nada objetivos– de la misma: el libro, la ley, el número, la
máquina y la primacía del macho. A través de tales fundamentos, Thuiller descubre la
artificialidad de la supuesta oposición entre “ciencia” y “pensamiento primitivo”. De alguna
manera, para hacer ciencia de acuerdo con los cánones establecidos a partir de esos
primeros fundamentos, habría que negarse a uno mismo. De ahí, por ejemplo, la necesidad
de racionalización en torno a las necesidades, lo que nos permite descartar algunas como
superfluas, ignorar otras, controlar racionalmente las que resultaran ineludibles. Por otro
lado, está claro que por debajo de la búsqueda de una forma de conocimiento confiable,
existe una lucha de poder basada principalmente en una necesidad de reconocimiento por
sobre los demás –en este caso, de la razón “objetiva”, considerada masculina, por sobre las
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formas “intuitivas” de conocimiento, adjudicadas exclusivamente a la mujer2
. Como
demuestra Eco a través de una revisión de la historia de la filosofía, lo que entendemos por
razón, a final de cuentas, es una construcción social, y “cualquier modo de pensamiento es
siempre visto como irracional por el modelo histórico de otro modo de pensamiento, que se
concibe a sí mismo como racional” (1995: 28).
La lucha por el reconocimiento parece ser una de las cuestiones que ahora vinculan a los
científicos sociales entre sí: ya sea que compartan ese reconocimiento, que ahora se traduce
en recompensas o “estímulos” económicos, o que compartan el “sufrimiento” que implica
dedicarse a recabar constancias de trabajo y reconocimiento entre pares para hacer que ello
se convierta en pesos y centavos para sí mismos, o bien que compartan la carga de producir
constancias para otros. En este sistema, el reconocimiento social se convierte en
reconocimiento económico, y viceversa, ampliando el espectro de lo que Marx (1975: 87-
102) llamara el carácter fetichista de la mercancía, y probando, a la vez, la validez de la
observación de Heller (1977), según la cual nuestras relaciones en la sociedad capitalista no
se establecen directamente de sujeto a sujeto, sino a través de la intermediación de un
objeto o un servicio, convirtiéndonos nosotros mismos y convirtiendo a los demás en
objetos. Daría cuenta también de la forma en que la sociedad de consumo nos “obliga” a
probar nuestra existencia a través de las pertenencias, a lo que Fromm (1978) llama el
modo de existencia del tener, por oposición al modo de existencia del ser. Desde una
perspectiva distinta a la de Heller o a la de Fromm, Bourdieu (2003: 29) señala que este
“reward system orienta a los más productivos hacia los caminos más productivos, y la
sabiduría del sistema, que recompensa a los que merecen serlo, remite a los demás a un
montón anodino como las carreras administrativas” (cosa que en realidad no sucede en
nuestro medio donde, por el contrario, la carrera administrativa forma parte del mismo
sistema de recompensas).
2
La literatura acerca de esta división de las formas de conocimiento y sus efectos en la producción científica
es abundante. Véase, especialmente, Feyerabend (2000).
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Para Heller (1996), que es mujer (aunque creo que eso ha dejado de verse como
determinante, o así lo espero), las necesidades no pueden ser cuestionadas. Por el contrario,
para ella no hay siquiera diferencia entre necesidades superfluas o necesidades básicas;
siendo así, no nos quedaría más que reconocerlas, aceptarlas y validarlas. Con ello, sin
embargo, no quiere decir que sea imperativo satisfacer todas nuestras necesidades de
cualquier manera. Lo que puede ser cuestionado, entonces, es cuáles necesidades decidimos
satisfacer y los medios que elegimos para hacerlo. Es ahí donde entra la posibilidad de
elección, de sublimación y, por lo tanto, de libertad. Está implícita también la reflexión
moral y ética; por lo tanto, la responsabilidad. La satisfacción de nuestra necesidad de
reconocimiento, para volver a donde estábamos, estaría asociada a la felicidad. No obstante,
dice Heller (1999), la felicidad en la sociedad moderna es circunstancial y, por ello, se
reduce a momentos específicos que podemos prolongar sólo en la memoria. Así, la
búsqueda del hombre moderno no es ya la felicidad, sino vivir bien, lo que consiste, grosso
modo, en ser uno mismo.
Giddens (1997), por su parte, habla de autenticidad, tomando la libertad como el eje central
de análisis de la sociedad moderna, y define a la persona por su posibilidad de conciencia,
reflexividad y auto-reflexividad, que reconoce como la base del cambio social. Sin
embargo, la búsqueda de conciencia (o del “propio concepto de verdad”, en términos de
Eco), no puede abarcarlo todo: es necesario, para evitar un estado permanente de angustia
generalizada, mantener un espacio de conciencia práctica: lo que decidimos aceptar de lo
que está socialmente determinado –o lo que no podemos cambiar, o lo que simplemente
está tan enraizado en nuestro no consciente, que no nos es posible verlo o cuestionarlo.
Sobre esa conciencia práctica y sobre la confianza en la regularidad de la respuesta de los
demás, dice Giddens, se basa en parte nuestra seguridad ontológica: la seguridad de nuestro
propio ser, de la que se desprende nuestra confianza en el mundo. Podríamos suponer,
entonces, que es la ausencia o debilidad de tal seguridad lo que generaría la dificultad para
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satisfacer nuestra necesidad de reconocimiento, así como la búsqueda de poder a través de
la dominación de otros, y de seguridad en la acumulación material.
Para Josipovici (2002: 255), “aprendiendo a hablar y a escribir podemos convertirnos en
nosotros mismos y realizar nuestro potencial. El lenguaje no es para ser dominado o
descartado o tratado como un juguete, sino para ser reconocido, en cierto sentido, como
nuestro compañero en un viaje de descubrimientos”. Compartir esos descubrimientos es
parte de la “función intelectual” para Eco, especialmente de quien se supone que vive de
ella, es decir los científicos sociales: “el primer deber del intelectual es criticar a los propios
compañeros de viaje: ‘pensar’ es desempeñar el papel de Pepito Grillo”… ¡Menuda tarea!
Y, sin embargo, no se trata más que de expresar, como dije antes, “lo que consideramos un
acercamiento satisfactorio a nuestro propio concepto de verdad”, que no está totalmente
terminado nunca, y no llegamos a él más que a través de la reflexión, la interacción, la
crítica y la autocrítica.
Hablar de autenticidad, de ser uno mismo o de convertirnos en nosotros mismos, así como
suponer que tenemos necesidad de ser y tener un interlocutor crítico para llegar a la
conciencia, implica libertad. Ser auténtico y asumir la propia libertad, no como un don sino
como un ejercicio, es inversamente proporcional a la búsqueda de distinción: sólo quienes
son “auténticamente distinguidos” (es decir, quienes no han tenido que hacer nada para
conseguir serlo) pueden darse el lujo de un “desenvuelto descuido”, mientras que la
“disposición a la hipercorrección” sería parte de los intentos por lograr el reconocimiento y
la aprobación social (Bourdieu, 2003: 31-32). Ahora bien, una vez que este descubrimiento
(¡gracias, Bourdieu!) forma parte de nuestra conciencia discursiva (¡gracias, Giddens! –
pero también ¡gracias, Freud!), el juego social de simulación pierde sentido: conseguir
reconocimiento pretendiendo ser quienes no somos, resulta absurdo… a menos de que –
sobre la base de nuestra “interpretación paranoica del mundo” (Eco, 1995)– nos aferremos
a la idea de que nadie más a nuestro alrededor sabe lo que sucede realmente, o bien que
confiemos en que los demás no renunciarán tan fácilmente al poder que les confiere la
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capacidad que les damos para concedernos (o negarnos) el reconocimiento. De cualquier
manera, el precio de este juego de simulación es la pérdida de uno mismo o, en el mejor de
los casos, la conciencia de que sólo en algunos momentos podemos ser nosotros mismos:
En aquellos años vulnerables [de la niñez] me hice muy sensible a dos cosas: primero, el más leve
cambio o trastorno en mis percepciones, y, segundo, el peligro que entrañaba el “admitir”
cualquiera de aquellos cambios a determinadas personas que podían considerarlos “locura” o
“comedia”. (Sacks, 1998: 88)
Ciertamente, el discurso sobre la libertad bien puede ser una posición ideológica y, en ese
sentido, ser ajeno a la ciencia y a la objetividad que ella exige. Es posible, claro, que al
situarnos en tal discurso y “defenderlo” no nos impongamos “la criba de la reflexión”,
como dice Eco, y nos tenga sin cuidado revisar sus implicaciones en relación con nuestros
actos, motivaciones y objetivos, suponiendo que la libertad consiste precisamente en eso.
Otra cosa es, sin embargo, someter tal discurso a un análisis riguroso que nos permita tomar
de la idea de libertad y sus implicaciones un curso de acción congruente que constituya un
estilo de vida. De ahí que Giddens defina la libertad como la posibilidad de elegir de entre
varias opciones (cosa que, en el otro sentido, sería visto como “condiciones” y, por lo tanto,
opuesto a la libertad), y que hable de estilos de vida, más allá de la división de la sociedad
en clases definidas en términos económicos, determinadas y determinantes social y
culturalmente, coincidiendo con Bourdieu (1979) en que “las variaciones de estilo de vida
entre grupos son también atributos de estratificación elementalmente estructurantes, y no
sólo el ‘resultado’ de las diferencias de clase en el reino de la producción” (Giddens, 1997:
107). La conciencia discursiva (por oposición a la conciencia práctica, pero sobre todo por
oposición a la alienación y a la aceptación pasiva de las determinaciones sociales), que es
producto humano de la libertad, nos conduciría a la búsqueda de un estilo de vida
congruente con nosotros mismos (es decir, a la autenticidad), más que a la lucha por
pertenecer a las clases dominantes. Para Giddens, la auto-reflexividad del individuo lo
conduce a una política emancipatoria, mientras que la reflexividad individuo-sociedad
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conduce a la sociedad a una política de la vida. Estas políticas consisten en (Giddens, 1995:
272):
Política emancipatoria Política de la vida
Liberación de la vida social de las trabas de la
tradición y la costumbre.
Decisiones políticas que derivan de la libertad de
acción y generan poder (entendido como capacidad
transformadora).
Reducción o eliminación de la explotación, la
desigualdad o la opresión.
Creación de formas de vida moralmente
justificables que promoverán la realización del yo
en circunstancias de interdependencia global.
Obedece a imperativos propuestos por la ética de
la justicia, la igualdad y la participación.
Desarrolla propuestas morales relativas a la
pregunta “¿cómo hemos de vivir?” en un orden
post-tradicional y sobre el trasfondo de cuestiones
existenciales.
Tratando de dar respuesta a la pregunta de si podremos vivir juntos, iguales y diferentes, en
un contexto global, Touraine (1997) llega a la conclusión de que la única forma de lograrlo
es a través del reconocimiento del otro y de uno mismo como sujetos iguales en tanto que
diferentes. Se trataría, pues, de lograr una comprensión que nos condujera al amor, más que
a la tolerancia, y Touraine concibe esta última casi como opuesta al primero. Puede
resultarnos menos sorprendente el hecho de que se hable de amor en sociología, si
recordamos los componentes que Fromm identifica en lo que él llama “amor maduro”
(1956): cuidado, conocimiento, responsabilidad y respeto. Knauth (1993) encuentra un
camino similar (o que por lo menos a mí me parece similar), y señala que:
Tanto la productividad, como elemento satisfactor, erótico en términos freudianos, como la
violencia, componente destructor, thanático, son fuerzas que subyacen en todos los procesos
históricos. Elementos que forman una díada dialéctica y persistirán, pero cuyas manifestaciones se
prestan a procesos de sublimación, al hablar claramente de ellos.
Para Knauth, el temor generado por fenómenos que el hombre ha producido a lo largo de la
historia y que se resisten a un fácil análisis, “se debe básicamente a nuestra insistencia en
premisas ideológicas declaradas, premisas que tienden a producir formulaciones que dan
lugar a nuevos mitos sin emprender un adecuado análisis”.
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Pero, ¿realmente es posible escapar a toda premisa ideológica, incluso –o sobre todo–
cuando éstas no son declaradas abiertamente? En ese sentido, Thuiller observa, por
ejemplo, que “los procedimientos metodológicos [de la ciencia], tan importantes como
puedan ser, seguramente no han hecho posible una apropiación directa y neutra de los
objetos estudiados”. Heller, por su parte, señala que “sólo necesitamos el principio […] de
la ‘verdad científica única’ si eludimos la elección valorativa consciente3
. Pero es imposible
eludir la elección valorativa misma” (1980: 11). Y, sin embargo, Bourdieu insiste en que
“las ciencias sociales deben ser tomadas como objeto”, a la manera de Durkheim, y en la
necesidad de “objetivar el sujeto de la objetivación”, es decir a los sociólogos (o a los
científicos sociales en general), quienes deben “ser capaces de aplicar en su propia práctica
las técnicas de objetivación que aplican a las restantes ciencias”. Para ello, “deben convertir
la reflexividad en una disposición constitutiva de su habitus científico”, pero “escapar
previamente a la tentación de plegarse a la reflexividad que cabría llamar narcisista, no
sólo porque se limita muchas veces a un regreso complaciente del investigador a sus
propias experiencias, sino también porque es en sí misma su final y no desemboca en
ningún efecto práctico”. Bourdieu no especifica cuáles podrían ser los efectos prácticos de
la ciencia, o de la sociología en particular, pero está claro que uno de ellos es el de que
pueda reconocerse a ese sujeto objetivado como científico, lo que nos conduce a las reglas
del “campo” y los criterios de reconocimiento científico, desembocando otra vez en el
sistema de recompensas.
Paradójicamente, el mismo reconocimiento y auto-reconocimiento como científicos
sociales y como parte de una comunidad más bien excluyente, así como la necesidad de
objetivación para escapar a la reflexividad “narcisista”, parece conducirnos al narcisismo:
el científico social escapa a su propia naturaleza y se distingue de “la gente”, de la misma
manera como el médico debe separarse de su condición humana y distinguirse de los
“pacientes” para no ser “desbordado” por sus sentimientos (Sacks, 1998: 80-81), situándose
3
Subrayado en el original.
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entonces por encima de los demás. Que decidamos creer que nos hemos “objetivado” como
sujetos de la investigación no significa, sin embargo, que nuestra tarea esté desprovista de
pasión, sentimientos y emociones. Es, por el contrario, haciéndolos conscientes y sabiendo
a la vez que el inconsciente seguirá jugando un papel importante en lo que hacemos, como
señala Bettelheim (1972, 1988), que podemos lograr una mayor claridad en cuanto a
nuestras posibilidades y limitaciones y, por lo tanto, una mayor “objetividad científica”.
A pesar de que Bourdieu no menciona a Giddens, pareciera que su crítica se dirigiera
precisamente a la exposición y discusión que este último hace de la reflexividad, sobre todo
en La transformación de la intimidad (1992) y Modernidad e identidad del yo (1995). Si es
así, el sociólogo francés parece olvidarse del análisis del narcisismo (y la diferencia entre
éste y la reflexividad) que hace su colega inglés (1995: 215-229). Esta polémica parece
hacer eco de la relación de Arsène Lupin (Maurice LeBlanc) con Sherlock Holmes (Arthur
Conan Doyle): diferentes perspectivas, diferentes verdades, diferentes formas de
“aproximación satisfactoria al propio concepto de verdad”. A pesar de las apariencias, no se
trata de la vieja rivalidad entre las dos naciones: Touraine (1997), por ejemplo, insiste en la
necesidad de reintegrar el “ámbito material” (lo “público”) y el “ámbito cultural” (lo
“privado”), cuya separación se debe, al menos en parte, a los roles de género tradicionales;
así, coincide más con Giddens que con Bourdieu. Las diferentes posiciones “científicas”
frecuentemente parecen ser tan antagónicas como la de los hombres grises de Momo
(Michael Ende), cuya existencia misma depende de que nadie pierda el tiempo en asuntos
“improductivos” o “personales”, frente a la reina de Alicia a través del espejo (Lewis
Carroll), experta en imaginar lo imposible. Es quizá esta última la actitud más cercana a la
ciencia, si recordamos que, como observa Cereijido (1999), el científico no sólo debe “ver
para creer”, sino frecuentemente también “creer para ver”.
Y, sin embargo, no hablamos aquí de pensamientos tan verdaderamente opuestos, como lo
sería, por ejemplo, la “sabiduría hindú” frente a toda esta discusión. Según la versión de
Beliefnet, el Maharamayana asegura que “la verdad suprema se establece a través del
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silencio total, no la discusión y la argumentación lógicas. Sólo ve la verdad quien ve el
universo sin la intervención de la mente, y por lo tanto sin la noción de un universo”4
. Es tal
vez innegable que la entrega en el silencio compartido forma parte de la felicidad, en los
términos en que la define Heller (1999), y que el silencio reflexivo es imprescindible para
la comprensión, pero es difícil imaginar siquiera que a través de un silencio total en el que
no intervenga la mente podamos llegar a la comprensión de nada, al menos desde una
perspectiva científica, en la que hemos renunciado a la existencia de la verdad:
lo importante en la ciencia no es sólo el producto sino también el espíritu, no sólo el resultado, por
muy nuevo que sea, sino también la apertura, la prioridad de la crítica, la sumisión a lo imprevisto,
por más que nos perturbe. […] No es sólo el interés lo que hace que los hombres se maten entre sí.
[…] Nada es tan peligroso como la certidumbre de tener razón. Nada causa tanta destrucción como
la obsesión de la verdad considerada absoluta. […] Haber contribuido a romper con la idea de una
verdad intangible y eterna quizá sea una de las mayores glorias de la ciencia. (Jacob, 2005: 18-19)
Tal vez sea por comparación con el pensamiento “religioso” como pudiéramos definir la
ciencia e identificar a los científicos. Ciertamente, negar toda forma de interdependencia y
de construcción social del conocimiento, y negar la posibilidad misma de pensamiento para
llegar a “la verdad”, so pretexto de contaminar el espíritu con ideas que nos apartarían de
ella, no parece que pudiera llevarnos más que a convertirnos en autómatas. ¿Pero de verdad
estamos tan lejos del pensamiento “religioso” cuando proclamamos que la ciencia, sobre
una única base y un solo método “universales”, es la única forma válida de pensamiento?
En este sentido, no queda más que celebrar la diversidad y permanecer abiertos a ella,
dentro y fuera de la ciencia, como una forma de evitar la utilización de una sola teoría –un
solo método, una sola perspectiva– para explicarlo todo, convirtiéndola así en mito (cfr.
Jacob, 2005). “La regla del juego en la ciencia –señala Jacob (2005: 35)– es no hacer
trampa, ni con las ideas ni con los hechos”. Y sin embargo, los fraudes científicos existen, a
pesar de que “en relación con las cuestiones importantes es infantil pensar que la
4
“The supreme truth is established by total silence, not logical discussion and argument. He alone sees the
truth who sees the universe without the intervention of the mind, and therefore without the notion of a
universe.” -Maharamayana Reprinted with permission from "The Wisdom of the Hindu Gurus," edited by
Timothy Freke, published by Godsfield Press. (www.beliefnet.com)
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superchería será inadvertida por mucho tiempo”. Pero, puesto que permiten observar
aspectos psicológicos e ideológicos de la ciencia y de los científicos (de la humanidad, diría
yo), tales fraudes ayudan “a comprender ciertas ideas preconcebidas que […] obstaculizan
el desarrollo de la ciencia” (Ibíd.: 36).
* * *
En “El pacto olvidado”, una especie de cuento que sirve de prólogo a su libro El jardín
imperfecto, Todorov (1999) habla de los pactos que ha propuesto el diablo: a Jesús, a
Fausto (siglo XV) y, poco después (también en el siglo XV), al hombre moderno, a quien le
ofrece la libertad. El hombre moderno fue ampliando los ámbitos de su libertad a partir de
entonces, pero sin haberse enterado de que era parte de un pacto con el diablo. A partir del
siglo XVIII, dice Todorov, el diablo envía a algunos profetas a reclamar a los hombres y
mujeres el precio de la libertad, que consiste en una triple pérdida: de Dios, del prójimo y
de uno mismo:
No más Dios: «No tendrás ninguna razón para creer que existe un ser por encima de ti, una entidad cuyo valor
sería superior al de tu propia vida; ya no tendrás ideales ni valores: serás un “materialista”». […] No más
prójimo: «Los demás hombres, a tu lado y nunca más sobre ti, seguirán existiendo, por supuesto, pero ya no
contarán para ti. Tu círculo se restringirá primero a tus conocidos y luego a tu familia inmediata, para
limitarse finalmente a ti mismo: serás un “individualista”. Intentarás entonces agarrarte a tu yo, pero éste
estará amenazado de dislocación. Te atravesarán corrientes sobre las cuales no ejercerás ninguna influencia;
creerás decidir, escoger y querer libremente, cuando en realidad esas fuerzas subterráneas lo harán en tu lugar,
de modo que perderás las ventajas que, a tus ojos, parecían justificar todos esos sacrificios. Ese yo no será
más que una colección heteróclita de pulsiones, una dispersión al infinito: serás un ser alienado e inauténtico,
que no merece que lo sigan llamando “sujeto”». (Todorov, 1999: 16)
En otras palabras, la imposibilidad de comunicarse y hacerse comprender incluso por uno
mismo, como lo expresaba Dante en el infierno de La Divina Comedia; o también la
imposibilidad de oír la propia melodía, como lo dice Goethe en el infierno de Fausto… la
sospecha y la desconfianza generalizadas.
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Las respuestas de la humanidad a los enviados del diablo, continúa Todorov, pueden
dividirse en cuatro “familias”:
La primera familia […] reúne a aquéllos que piensan que el diablo tiene razón: que el precio de la
libertad […] es demasiado elevado, y que, por tanto, vale más renunciar a la libertad. […] No
preconizan el mero retorno a la sociedad antigua, pues ven claramente […] que semejante retorno
implicaría el mismo ejercicio de libertad y de voluntad que […] condenan […]. Esta familia es la
de los conservadores: aquéllos que querrían vivir en el mundo nuevo apelando a los valores
antiguos.
Las demás familias (que aquí reducimos a tres), comparten el rasgo común de aceptar y aprobar el
advenimiento de la modernidad, [… pero] los rasgos que las separan no son menos esenciales, y
sus reacciones a los desafíos del diablo tampoco se parecen en absoluto. […]
Para los cientificistas, no hay que pagar un precio por la libertad porque no hay libertad […], sino
sólo un nuevo dominio de la naturaleza y de la historia, fundado en el saber. Para los
individualistas, no hay que pagar un precio porque lo que hemos perdido no merece que se le eche
de menos y porque nos arreglamos bastante bien sin valores comunes, sin lazos sociales molestos y
sin un yo estable y coherente.
Los humanistas […] piensan por el contrario que la libertad existe y tiene un enorme valor, pero
aprecian asimismo esos bienes que son los valores compartidos, la vida con los demás hombres y el
yo que se considera responsable de sus actos. Por lo tanto, pretenden seguir gozando de la libertad
sin tener que pagar un precio por ello.
Los humanistas toman en serio las amenazas del diablo, pero no admiten que se haya establecido
alguna vez un pacto con él y, a su vez, le lanzan un desafío. (Todorov, 1999: 17-19)
En resumidas cuentas, lo que Todorov aborda en “El pacto ignorado” son valores, o
motivos para la acción, en términos de Weber, o bien elecciones valorativas, en términos de
Heller. Todorov concluye su introducción e inicia la tarea de dar cuenta de las Luces y
sombras del pensamiento humanista enfrentándose a la difícil tarea de no eludir su elección
valorativa consciente:
Hoy en día, en nuestra parte del mundo, vivimos todavía bajo el peso de las amenazas del
diablo. Amamos nuestra libertad, pero también tememos tener que soportar un mundo sin
ideales ni valores comunes, una sociedad de masas poblada por solitarios que ya no
conocen el amor; sospechamos secretamente, a menudo sin saberlo, la pérdida de nuestra
identidad. Estos temores y cuestionamientos son siempre nuestros. […] Creo,
especialmente, que una de las familias de espíritus modernos, la de los humanistas, podrá
ayudarnos, mejor que las demás, a pensar nuestra condición presente y a superar las
dificultades.
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Yo creo, por mi parte, que este mismo congreso5
está animado por la respuesta de los
humanistas al diablo. De otro modo, no nos estaríamos planteando como parte de los
objetivos del mismo, el de “crear lazos entre todos los países del mundo”, expresado por
Fernando Cruz durante la inauguración, y reconocido por él mismo como utopía. Pero el
humanismo, como elección valorativa, no se limita a la ciencia, y no todos los científicos
son necesariamente humanistas. En estos términos, una identidad común a todos los
científicos, o siquiera a todos los científicos sociales, no sería, otra vez, más que una
simulación, conducente a la distinción y a la mutua exclusión e incomprensión de
científicos y no-científicos; por lo tanto, a la incomprensión de la realidad y a la inutilidad
de la ciencia.
Sin embargo, me parece que la gran mayoría de los textos que he citado aquí (si no es que
todos) se sitúan en esa cuarta familia, o en esa respuesta al diablo en relación con la
libertad. Con todo, debo confesar que mi elección no se basó en una categorización a
priori, sino que, por el contrario, fue el “Pacto olvidado” de Todorov lo que me hizo caer
en la cuenta de que los textos que para mí han sido significativos, se sitúan precisamente
dentro de esa familia. ¿Sería más objetiva mi elección, si descartara la posibilidad de
reconocer y expresar ese posicionamiento valorativo? En todo caso, Knauth no se refiere a
eso, sino a la utilización de ideologías evidentes per se. Me parece también que los textos
citados, incluida la utopía de los integrantes de la AGIR, comienzan, de alguna manera, en
el punto mismo en donde Bourdieu encuentra el final de la ciencia.
Cuando Kodály reconoce la necesidad de una educación musical generalizada, a través de
la cual todos pudiéramos dejar de ser analfabetas musicales, se plantea un “plan de cien
años”. Su propuesta es, sin lugar a dudas, otra utopía; no porque sea imposible que todos
aprendamos a leer y escribir música, sino porque el objetivo final de Kodály era
precisamente el de facilitar la comprensión entre las diferentes culturas y, por ende, unir a
5
IV Congreso Internacional de Investigación y Desarrollo Sociocultural, de la AGIR – Associação para a
Investigação e Desenvolvimento Sócio-cultural (Portugal), celebrado en el Centro Universitario de Ciencias
Sociales y Humanidades de la Universidad de Guadalajara, México, del 19 al 21 de octubre de 2006.
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la humanidad a través de la música. La educación musical que propone no consiste,
entonces, en simplemente leer y escribir música, ni en cantar una canción o muchas
canciones aisladas, sino en entender y apreciar las diferencias culturales, sociales e
históricas a través de las relaciones existentes entre diferentes corpus musicales a través del
tiempo y del espacio. De manera similar, para Knauth el aprendizaje de la historia no
consiste en recordar acontecimientos históricos locales y aislados, sino de entenderlos como
parte de una compleja red de significados y dimensiones mundiales.
El plazo que Kodály (1947) propuso para lograr la alfabetización musical se cumplió con
éxito dentro de Hungría: los húngaros demostraron que es realmente posible y que, además,
ni siquiera representa gran esfuerzo. El objetivo final, que es el mismo que perseguimos en
este congreso, aún está por verse, y no parece que podamos poner un plazo para su
cumplimiento. Pero queda la esperanza de que, como humanidad, tengamos tiempo para
lograrlo. Un objetivo intermedio podría ser precisamente lo que propone Eco en su
definición de función intelectual: distinguir entre lealtad (a los “compañeros de viaje”) y
verdad, lo que supone la capacidad para abandonar la razón arrogante (Pereda, 1994, 1999)
y re-conocer, responder y respetar al otro, en lugar de invalidarlo o tolerarlo
condescendientemente, a fin de distinguirnos como “científicos”… con lo que volvemos al
principio de la presente reflexión.
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6
En la medida de mis posibilidades, incluyo los datos de la obra en idioma original, en el caso de
traducciones, y viceversa: al menos el título y la editorial de la traducción al español cuando se trata de textos
consultados en otro idioma.
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