Arturo Cifuentes trabajó por 30 años en el Gran Ministerio Real realizando tareas burocráticas de forma puntual. Sin embargo, ahora que está jubilado se siente alejado de la vida, extraña sentirse importante en su trabajo y luchar contra la pobreza con su magra pensión, la cual apenas le alcanza para subsistir cada mes.
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El Gran Arturo
Andando el tiempo, me encontré con la historia de don Arturo Cifuentes Beltrán. Trabajó
por cerca de 30 años en las oficinas del Gran Ministerio Real. Un poco taimado. Pero de
una fuerza absoluta en lo que respecta a su compromiso. Siempre fue así. Inclusive desde el
primer día laboral.
Su oficio, más o menos imbuido por lo general que son todos los manuales de funciones y
obligaciones. Sucesión de actividades inherentes al funcionamiento de una entidad similar a
todas aquellas en las cuales predomina la sinrazón razonada como razón de ser en lo
cotidiano. Como parte de ese ejercicio: Además, que lo suyo estuvo enmarcado en los
parámetros propios del funcionamiento del Estado. Dependencias, secciones, oficinas y
oficinitas. Todas con un vuelo rasante en lo que este tiene de seguimiento de pautas. Todas
ancladas en lo que refiere el marco constitucional.
Y es que las vigencias de los actos administrativos tienen, siempre, relación con los actos
políticos proclamatorios de la realidad. Así esta sea suplantada las más de las veces. En ese
tipo de vigilancia y control. Que corresponde a las perspectivas propias de cada quien que
se erige como mandatario primero, soportado en la manipulación de lo que está definido
como ejercicio pleno de la voluntad popular. Ésta, de por sí, manoseada y tergiversada.
Porque, casi siempre, corresponde a la razón de ser de las verdades presentadas como
registros. Un tanto a la manera kafkiana. Un Estado pletórico en opciones de
experimentación. Por la vía de conectar unos conceptos con otros. En una acción de
revoltijo propia de los cuartos en los cuales almacenamos los trebejos y cachivaches que ya
no nos sirven para nada.
El señor Arturo asistió, siempre, de manera puntual a sus obligaciones. Por la vía de
entender las obligaciones propias de su cargo. Como en ese tipo de tenencias psíquicas en
las cuales cada quien está programado o programada para efectuar pie juntilla lo que ya está
establecido. A la manera de reglamento que no es posible descifrar en lo que pueda tener de
aporte real al proceso de consolidación del colectivo mayor. Casi que más allá de la
significación de país. Inclusive, desbordando el concepto de nación.
Fueron muchos los años. Interminables los días y las horas. Al pie de lo que,
coloquialmente, llaman cañón. Es decir, ese hospicio rodeado de algunas sillitas y de
arabescos relacionados con lo que es la función en sí. Es decir, algo así como una
enhebraciòn que viene dada por los registros documentales y las expresiones que le
resuelven al “cliente usuario” los problemas y los requerimientos. Por la vía de
procedimientos asociados a lo que la “institucionalidad” requiere. Es decir, una sucesión de
papeles y papelitos que dan cuenta de la existencia de la oficinita y de su justificación en el
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marco propio de lo que quieren exhibir y autenticar quienes ejercen jefatura máxima o
mínima. Todo depende de las expresiones propias de los macro y micro poderes.
Un día a día fueron posicionando a Arturito. Un horizonte siempre el mismo. Con un sol
guindado de la correa de transmisión de los hechos. Sol inmóvil. Como inmóvil es la
transformación. Repitiendo lo de las gendarmerías. Y él en lo suyo. Resolviendo aquí y
allá, a partir de lo estatutario. Días absolutamente laberínticos. Dando razón y fe pública de
que lo establecido así, así será. Y las improntas, en lo que corresponde a el ir y venir, de
documentos y de personas. Él aprendió rápido a saber resolver los requerimientos. Unas
horas absorbidas por lo cotidiano. Desde las siete en punto hasta las 12 meridiano, no tan en
punto. Y desde las dos en punto hasta las cinco no tan en punto. Porque todo dependía,
según me relata Cifuentico. Sí, dependía de la asignación reglamentada. En esa tipología,
dice él, enrevesada pero clara. Es decir, clara en lo que suponía ser claros al momento de
decir lo que tenía que quedar claro.
Mi padre (que en paz descanse), llamaba a esto el “circulo notarial”. Porque Beltrán fue
siempre eso. Notario del tiempo habido, en el contexto de su formación y de su cronología
administrativa. Una razón de ser que daba cuenta de lo necesario como fundamento de lo
innecesario, si se observa desde el punto de vista de lo que es el manual de funciones y de
requisitos para actuar de conformidad con la bitácora por siempre elaborada. Y en cuya
elaboración participó el jefe de grupo. Un grupo seleccionado, para avocar lo seguro y lo
inesperado. Porque la vida es así, refiere Arturito. Hoy es una cosa y mañana la misma u
otra cosa. Todo depende de la ventana por la cual se mire. Siendo, en veces, los días
suplantados por las noches y viceversa. Es decir, lo mismo que encontraba hoy, era lo
mismo que lo que pude haber encontrado ayer. O mañana. Todo depende. Es decir, si
encaja o no en lo que yo debía registrar. Casi siempre me correspondió legitimar a las
personas ante la administración. Antes de que estas personas pudieran reclamar el servicio
deseado. O sus derechos. O las dos cosas juntas. Casi siempre lo uno o lo otro. Todo
depende. Porque no era lo mismo ser Juan ayer que ser ese Juan, o ser Augusto mañana.
Por eso digo, decía Cifuentes, todo dependía de lo que me indicaran.
Pero, en definitiva, Arturo aprendió a ser alguien, dentro de ese montón de cosas hechas y
de mandatos no asumidos, no resueltos. Según él “todo depende. O dependía”; de lo grueso
del problema. Y si no era problema, mi obligación era convertirlo en tal. Porque, la
administración define que lo que nosotros actuamos o actuábamos, tenía o tiene relación
con satisfacer, con soluciones a los problemas. Sin estos no se justificaría nuestra presencia.
Ahí en la oficina. O en cualquier escenario propio de la agenda o bitácora.
Hoy, ya en el exilio jubilatorio añora esa razón de ser. De tanto soportar el insomnio propio
de la dejadez y del envejecimiento, ha perdido categoría. Ya no es lo mismo. Ni él es el
mismo. Sabe que está ahí. Pero ya no representa a la administración. Ya no es dueño de lo
suyo. Y esto es lo mismo que decir que ya no exhibe ningún tipo de poder. Aunque sea
mínimo. Añora ese tiempo en el cual llevaba y traía mensajes y documentos. Papeles
importantes. Reseñas acerca de la existencia de las personas que solicitaban ser registrados
como actuantes en la vida. Personas con problemas que eran resueltos por mí. Habida
cuenta de mi posesión de los sellos necesarios. De la rúbrica válida, para poder habilitar a
fulano para que demuestre que asistió a la oficinita y que yo le di el aval para que pudiera
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pasar a la otra etapa. Para que pudiera subir el peldaño hasta donde el jefecito, que avalaba
lo que yo ya había registrado. Pero que precisaba del visto bueno amparado en lo que dicta
las simbologías y los reglamentos.
Ya hoy, Arturito, se siente más alejado de la vida. Porque su vida era y fue lo relacionado
con esa porción de poder. Son unos días y unas noches absolutamente largas. Pesadas.
Enervantes en lo que hace al ocio perverso. De estar añorando lo que fue. Y que ya no es.
Días expandidos. En un aquí y un allá sórdido. Sueños y levitaciones. A mañana tarde y
noche. Siempre proclive a los espasmos de lo temporal casi aciago. Como que los recuerdos
desvirtúan las realidades. Se colocan en el vértice de existencia. Por ahí, hablando con
pares. Todos los días de lo mismo.
Y, el dinerito de la mesada se mantiene ahí en el mismo punto. Porque ya ha sido resuelto
constitucionalmente, que no puede amentar más allá de lo que el gobierno defina como
porcentaje proyectado. Un índice de la vida y de las necesidades inherentes en donde lo
cierto es ver declinar las posibilidades para resolver lo mínimo posible. Arturito, siente que
se ha convertido en un resentido. Su tarjetica plata plus, como la llama el banco, no da sino
para no llegar a la insolvencia plena. Pero, bien sabe que tendencialmente va para allá. Es
decir, hacia su disolución física, mirada esta como referente. Un horizonte en él cual ya no
cuenta. En el cual, inclusive, ha ido perdiendo esos cuadros memorísticos que lo devolvían
al pasado. A ese pasado que ya pasó. En el cual era alguien. Porque, los estatutos decían
que él era alguien al cual se le había asignado unas funciones básicas. En el contexto del
funcionamiento del Estado.
Y, hoy, vive ahí. Resignado a saber que, dentro de los primeros cinco días de cada mes,
puede pasar a retirar lo que le consignaron. Cada vez menos, respecto a lo necesario para
subsistir. Y, cada vez, más alejado de lo que fue. Ya no acierta a precisar si lo hizo bien o
mal. Siendo lo único cierto que ya no ejerce. Allá quedaron las escasas alegrías que
proporcionaron el sentirse alguien. Con cinco dígitos 0023-3. En donde el último le definía
la escala. Es decir, hasta donde llegaba su importancia. Y donde comenzaba la del jefecito.