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PROTECCIONISMO: UNA TRAMPA LETAL.
Manfred Nolte
El presidente Donald Trump ha cumplido la promesa, repetidamente
anunciada, de imponer aranceles a las importaciones estadounidenses de acero
y aluminio, excluyendo de la medida a México y Canadá. Estados Unidos
aplicará un gravamen del 25 por ciento sobre el acero y del 10 por ciento sobre
el aluminio. Los aranceles entrarán en vigor en el plazo de 15 días. Se trata de
una declaración difusa y hasta contradictoria dado que los países eximidos,
Canadá y México representan ellos solos alrededor de una cuarta parte de las
importaciones de acero de EE. UU. Otros aliados de Estados Unidos –según las
palabras del Presidente- podrían resultar igualmente exentos y en consecuencia
todos aquellos países que comercian con el gigante americano –la Unión
Europea incluida- esperan una señal positiva de la Casa blanca que les permita
pasar del modo represalia a un profundo suspiro de alivio.
Como en otros ámbitos de la acción política de Trump, la medida se proclama
envuelta en una generosa dosis de frustración y de victimismo que da paso a
una obligada apelación al patriotismo. “En el día de hoy estoy defendiendo la
seguridad nacional de América”, ha justificado Trump. “Unas industrias sólidas
del acero y del aluminio son vitales para nuestra seguridad nacional. Si no tienes
acero no tienes patria”. Para concluir: “La industria americana del acero y el
aluminio ha sido destruida por practicas comerciales extranjeras agresivas. Se
trata de un autentico asalto a nuestra Nación.”
Con estos argumentos viscerales, el mandatario yanqui ha activado
artificialmente un utópico resquicio legal asumido por la Organización Mundial
del Comercio, según el cual pueden justificarse algunas acciones de protección
arancelaria si se encuentra amenazada la seguridad nacional del país. Así lo ha
defendido el Secretario del Departamento de Comercio, Wilbur Ross, para quien
las medidas encajan legalmente en la sección 232 de la Ley de Expansión
Comercial de 1962. “El Departamento de Comercio ha concluido que las
magnitudes y las circunstancias de las importaciones de acero y aluminio
amenazan con dañar la seguridad nacional”. Una argumentación traída por los
pelos, sobre todo en el incongruente contexto de que la amenaza puede
confirmarse o desmentirse tras un análisis singularizado, no objetivo, realizado
país por país.
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Es patente la fobia que en el inquilino de la Casa blanca producen los
desequilibrios comerciales bilaterales país por país. Tampoco alivia sus recelos
el hecho manifiesto de que el déficit comercial americano no cesa de aumentar
hasta alcanzar los 56.000 millones de dólares en enero pasado, el más alto
desde 2.008. Pero Trump juega con fuego sin advertir los graves daños que –en
su caso- la política abierta de proteccionismo puede acarrear tanto al resto del
mundo como a los ciudadanos de los Estados unidos de América.
Sin que pueda establecerse una equiparación de escenarios, ahí tenemos el
precedente de la Ley Smoot-Hawley de 1930 que impuso aranceles a 20.000
productos de importación americanos, y que fue elemento determinante en el
agravamiento de la ‘Gran Depresión’. Con la reacción generalizada de todos los
países replicando a su vez con aranceles a las exportaciones americanas, el
comercio mundial entró en barrena. A comienzos de 1930 el comercio mundial
se situaba en los 2.700 millones de dólares. En 1932 era menos de 1.300
millones.
Pero como efecto impacto, las cañas se vuelven lanzas incluso para el propio
mandatario yanqui y sus administrados. Frente al alivio de los productores
americanos de acero y aluminio, se alza la preocupación de los compradores,
los grandes fabricantes de coches, la industria auxiliar y en último termino el
consumidor domestico que va a comprar productos domésticos a un precio
superior a los alternativos de importación. Llevado a su extremo la medida
acarrea inflación y paro. Según la estimación de la Organización ‘Independent
Trade Partnership’, los aranceles crearán 33.000 puestos de trabajo en los
sectores del acero y del aluminio americano para acabar resultando en una
pérdida neta de 146.000 empleos en la totalidad del país.
Si David Ricardo –el apóstol de la ventaja comparativa- se levantase de su
tumba, certificaría con suspenso la decisión del magnate neoyorquino. También
lo harían sus predecesores en el cargo. Durante ocho décadas, a partir de 1930,
todos los presidentes de los Estados Unidos sirvieron como vigorosos
promotores del libre comercio.
Es sabido que soplan vientos de proteccionismo a lo largo y ancho del planeta
promovidos desde todos los signos y coloraciones políticas. Como en tantos
otros paradigmas económicos, somos extraordinariamente remisos a estimar la
viabilidad en cifras, de aquello que creemos defender.1
1 Quizás con la excepción parcial del mandato de Reagan.