El documento discute el rol histórico de la formación de docentes y si deberían ser funcionales al sistema educativo o intelectuales críticos. Tradicionalmente, los docentes eran formados para enseñar de manera homogénea según las necesidades del Estado. Sin embargo, con los cambios en la modernidad, algunos cuestionan si los docentes deberían seguir siendo meramente funcionales o transformarse en agentes de cambio críticos capaces de imaginar modelos educativos alternativos.
BIOMETANO SÍ, PERO NO ASÍ. LA NUEVA BURBUJA ENERGÉTICA
Formación de docentes: ¿funcionalidad o transformación
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Formación de Formadores ¿Docentes funcionales al
sistema o intelectuales críticos y transformadores ?
Es En la mayoría de los casos se trató de un proceso de
normalización de la tarea formativa, con el conocido criterio de
homogeneizaciòn y disciplina que acompañó los procesos
civilizatorios. Era necesario formar los docentes porque además
de dotar de mano de obra especializada al sistema, en su
formación y en su habilitación profesional se establecía la norma
según la cual era necesario determinar el qué y el cómo de la
enseñanza misma: currículo y metodología debían responder a un
proceso formativo común, al que se atuvieran la totalidad de los
usuarios del sistema. Este criterio normalizador llegará – en
algunos casos – a una práctica altamente centralizada y bajo una
estricta vigilancia que se aseguraba que todas las escuelas del
territorio, todos los docentes y todos los alumnos estaban
haciendo, al mismo tiempo, lo que se debía hacer.
“El estado asume un rol central en la formación de maestros y
la docencia se constituye históricamente como profesión de
Estado por decisión del propio Estado en el contexto de la
organización nacional y de la integración del país. Una legión de
maestros revestidos de una “misión civilizadora” que consistía
en la lucha contra la ignorancia, lucha en la que se debía
formar al ciudadano (distinto al concepto actual de
ciudadanía) homogeneizando ideológicamente a grandes masas
de población, según las necesidades de una nación en
formación”
Es natural que los docentes y su formación emergieran como una
respuesta innecesaria a una lógica de subordinación y
funcionalidad dentro del sistema vigente. No era posible
imaginar una práctica fuera de la establecida: el docente era tal
y adquiría su identidad al calor de esta respuesta única y
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normalizada al mandato social que lo caracterizaba. Siguiendo el
modelo napoleónico, un verdadero ejército civil jerarquizado se
distribuía en todo el territorio: el enemigo era la el atraso y la
barbarie (las formas animalizadas) y las escuelas eran la cruzada
civilizatoria que aseguraba la moral, el progreso, la preparación
para el mundo del trabajo y para la inserción como ciudadanos
de una joven democracia. La fidelidad al sistema constituía la
esencia misma de la relación y la funcionalidad, el secreto de su
presencia y de su efectividad. La escuela universal, gratuita y
obligatoria era la respuesta de una sociedad en progreso
permanente e irrefrenable, que se alimentaba con sus logros y
multiplicaba sus virtudes. Y los docentes, responsables de esas
escuelas no sólo eran formados en las Establecimiento
habilitantes del sistema, sino que recibían del Estado su
designación oficial y le debían consecuente fidelidad. El
pensamiento de la escuela era el pensamiento oficial del estado.
Durante más de cien años este modelo de modernidad ilustrada
y civilizada gozó de buena salud y recogió los frutos de una
siembra copiosa y sin pausas. Las diversas generaciones fueron
repitiendo el mandado neutralizando cualquier modelo
alternativo y reforzando la vigencia y la efectividad del sistema.
Fue el quiebre de la modernidad, el conflicto de las ideologías,
la crisis del sistema, el vendaval que sacudió el edificio del
sistema educativo, discutió la presencia de la escuela, e
introdujo – dentro del debate mayor acerca de la educación
superior – replanteos acerca de la modalidad y del sentido
de la formación de formadores.
El desembarco conquistador de un pensamiento único y
hegemónico (RIGAL L., 1999: 147; GIROUX, 2002: 49;
KENWAY, 1994: 170) fue introduciendo a través de diversos
procedimientos la eventual privatización de lo público en el
sistema educativo. No se trata sólo de condenar el paso de
instituciones y de su manejo, de manos del estado al control
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de diversos organismos privados que aplican exclusivamente
la lógica del mercado, sino de la privatización de los saberes,
la determinación de lo que puede y debe ser hecho público y
de lo que debe reservarse para el control y el manejo de
algunos.
“Que la escuela es la institucionalización social de la circulación
de los saberes supone que estamos hablando de los saberes
socialmente legitimados. (...) El criterio para la legitimación
social, al menos aquello que incluye además su validación y que la
escuela debe defender y sostener como institución social, no es
otro que el carácter público de los saberes y del espacio social
que en ella se construye mediando, precisamente, la circulación
de saberes” (CULLEN, 1997: 162).
Todo eso es lo que pone en riesgo la función y la identidad
misma de los agentes educativos y extiende su discusión hacia
los criterios y la responsabilidad en su formación. El mismo
sistema parece relativizar o ignorar hoy sus aportes,
poniendo el acento en otras variables intervinientes
(recursos, equipamiento, tiempo de aprendizaje). Frente a
este radical cambio de situación, ¿deben los docentes seguir
siendo funcionales al sistema (cualquiera sea la configuración
del mismo) o deben transformarse en críticos y
transformadores, responsables y constructores de modelos
superadores y alterativos, intelectuales transformativos?
¿Hay posibilidad de imaginar y construir una nueva formación
y una nueva profesión docente que pueda crecer y educar al
calor de un pensamiento innovador?