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Leyendo la “globalización” políticamente.
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Autor(es): Bonnet, Alberto
Bonnet, Alberto. Miembro del Consejo de Redacción de la revista Cuadernos del Sur. Integrante de
la Escuela de Econimía Política de la Facultad de Ciencias Económicas de la Universidad de Buenos
Aires, profesor en la Universidad de Quilmes.
1. Introducción
Quisiera identificar y explicar esquemáticamente aquí, mediante un conjunto de apretadas tesis,
los principales procesos que a mi entender diferencian a la denominada globalización respecto de
períodos anteriores de intensa universalización de las relaciones sociales capitalistas.[1]
Dos son las coordenadas en las que debemos inscribir esta tarea de determinar las especificidades
de la globalización. Por un lado, debemos reconocer la tendencia universalizante inherente al
capitalismo desde sus orígenes históricos, una tendencia que además se inscribe en la dinámica de
acumulación y en la consiguiente expansión de las relaciones sociales que lo definen como modo
de producción. Ya Marx y Engels escribían tempranamente, en un Manifiesto que hoy cumple un
siglo y medio de vida revolucionaria, acerca de una burguesía que “se forja un mundo a su imagen
y semejanza”. El primero analizaría más tarde estas tendencias, a lo largo de un itinerario que va
desde el propio concepto de reproducción ampliada del primer tomo hasta la perecuación de la
tasa de ganancia en el tomo tercero de El Capital.
Sin embargo, debemos reconocer igualmente que dicha tendencia universalizante opera
discontinuamente y, en cada período histórico, con características diferenciadas. El anuncio de
Lenin del advenimiento de una etapa imperialista del capitalismo a comienzos de siglo y su
reelaboración posterior en la escuela del capital monopolista de Sweezy, la idea de que el
desarrollo capitalista puede periodizarse a partir de ciclos largos también gestada a comienzos de
siglo por Kondratieff y retomada posteriormente en las teorías de las “ondas largas” de Mandel o
de las “estructuras sociales de acumulación” de Gordon, son todos intentos de asimilar esta idea
de un desenvolvimiento discontinuo del capitalismo (ver Mc Donough, 1997). Por supuesto, no
podemos detenernos aquí en los complejos problemas que encierran estos diversos intentos de
distinguir períodos en el desarrollo capitalista. Digamos, simplemente, que alcanza con aceptar la
existencia de discontinuidades dentro del mismo, para suponer que su tendencia universalizante
no podrá sino operar de un modo igualmente discontinuo.
Sólo considerando a la denominada globalización a partir de estas dos coordenadas puede evitarse
un doble riesgo: el riesgo de sumarnos a la moda de augurar el advenimiento de una sociedad
enteramente nueva, en los casos extremos una sociedad poscapitalista, y el riesgo contrario de
negarnos a reconocer las transformaciones del capitalismo en curso. Sólo guardando distancia
respecto de los ideólogos oficiales de la globalización -los gurúes neoliberales como P. Drucker, A.
Toffler, etc.- y a la vez de sus nostálgicos impugnadores de la periferia -como nuestro Aldo Ferrer-
puede arrojarse luz sobre las especificidades del fenómeno en cuestión.[2]
La mejor manera de identificar estas especificidades será, entonces, comparando los rasgos del
período que vivimos desde la crisis mundial desencadenada a comienzos de la década del setenta
hasta nuestros días, con las características de períodos previos del desarrollo capitalista, y en
particular del capitalismo de posguerra.
Comencemos con una definición provisoria. El término globalización -sigo utilizándolo aquí para
evitar una engorrosa proliferación de palabras- designa una determinada combinación de
procesos económicos, sociales, políticos, ideológicos y culturales que puede ser considerada como
una nueva etapa de acelerada extensión e intensificación de las relaciones sociales capitalistas. No
es un mero agregado de procesos dispersos, pero tampoco una estructura cohesionada por
relaciones de funcionalidad. Es una combinación de procesos, una constelación, determinada por
el único principio que puede considerarse articulador y convertir en inteligibles este tipo de
totalidades complejas y antagónicas: la lucha de clases. La lucha de clases, más precisamente,
determina esta combinación de procesos en tanto constituyen en su conjunto una sostenida
reacción burguesa contra los trabajadores, iniciada tras el reflujo de la década revolucionaria que
va de mediados de los ‘60 a mediados de los ‘70 y con el hundimiento en la crisis mundial vigente
hasta nuestros días. Trataremos de explicar dicha combinación de procesos a partir de la lucha de
clases, de la lucha entre capital y trabajo. Eso significa, en este contexto, una lectura política.
2. Crisis y capital en fuga
La primera idea que quisiera presentar se refiere al comportamiento de las finanzas. Es
comúnmente reconocida la importancia que reviste la expansión del mercado financiero entre los
procesos que asociamos con la globalización. Los comienzos de esta expansión de remontan a
fines de la década de los ‘60 y comienzos de los ‘70: la desregulación y liquidación final del sistema
de Bretton Woods entre 1966 y 1971, los cambios en el manejo del crédito de Gran Bretaña en
1971, la adopción de un sistema de tipos de cambio flexibles en 1973, la expansión del mercado
de eurodólares y el reciclaje de petrodólares, con el correlativo endeudamiento y posterior crisis
de los capitalismos periféricos. Ya en este período aparecen mercados derivados de futuros y
opciones sobre monedas y tasas de interés, que más tarde tendrán un desarrollo explosivo. Pero
esta tendencia expansiva de los mercados financieros se potencia desde la llegada de la
contrarrevolución neoconservadora a EEUU y Gran Bretaña entre 1979 y 1982. La primera mitad
de la década de los ‘80 está signada, en efecto, por un proceso de creciente liberalización
financiera: se liberalizan los movimientos de capital y las tasas de interés, se convierte en títulos la
deuda pública de los países centrales, crecen significativamente los activos de los fondos de
inversión y de pensión y los derivados, y se expanden a una escala internacional.
En este período es que “ingresa” a nuestros países, por así decirlo, la crisis y la globalización
capitalista: ingresa gracias a su primer ariete, el endeudamiento especulativo, y se expresa con su
máxima violencia como la crisis de la deuda, crisis que condicionará desde entonces la marcha de
nuestras economías.
De mediados de los ‘80 hasta nuestros días, finalmente, se acentúa la interconexión de los
mercados financieros y se incorporan por completo los capitalismos periféricos. La desregulación
alcanza a los mercados bursátiles, se expanden las transacciones en los mercados cambiarios y en
derivados de materias primas. Las finanzas de mercado y la conversión en títulos de la deuda
pública se extienden por fuera de las economías de la OCDE (para un panorama del proceso ver
Chesnais, 1996, particularmente cap.1).
Alcanza con atender a unos pocos datos para constatar la magnitud que alcanzó esta expansión de
las finanzas especulativas. El volumen del mercado financiero se incrementó desde unos 40.000
millones de dólares a comienzos de la década del ‘70 a un monto que hoy ascendería a varios
cientos de billones. Las características de las transacciones financieras a su vez se modificaron
significativamente: se desregularon las plazas, se incrementó la velocidad de las transacciones, se
generalizaron nuevas herramientas. La importancia de esta expansión del mercado financiero
puede advertirse cabalmente si contabilizamos que sólo en la plaza de New York, cada quince días,
se realizan operaciones financieras por un monto equivalente al producto bruto mundial de todo
un año (Scavo, 1995).
Esta expansión del mercado financiero no se corresponde con una expansión productiva de
magnitud equiparable: apenas una décima parte -en los cálculos más optimistas- de sus
transacciones cuentan con algún correlato en bienes y servicios reales. Por el contrario, esta
hipertrofia del mercado financiero se gesta y desarrolla en el contexto de un período de crisis y de
crecimiento mediocre de la economía mundial. Esto es, un período caracterizado por tasas de
crecimiento medio anual del producto de 2,1% -contra 5,2% en el capitalismo de posguerra- y de
productividad de 2,6% -contra 5,2% en la posguerra (datos para los países de la OCDE; períodos
1974-1994 y 1949-1974; de Husson, 1996).[3]
Este desfasaje pone de manifiesto de manera privilegiada el vínculo existente entre la
globalización y la crisis desencadenada a comienzos de los ‘70: el capital, ante el estrangulamiento
de su rentabilidad en la esfera productiva, se desplaza desde entonces, en porciones crecientes,
hacia la esfera financiera (Holloway/Bonefeld, 1995). Más adelante volveré sobre este punto. Sin
embargo, habida cuenta que parece perpetuarse a través del tiempo, conviene examinar más
detenidamente este aparente “predominio” de la especulación financiera sobre la producción.
Detener el análisis en este predominio, convertido en característica distintiva de un capitalismo
contemporáneo que quedaría así signado por connotaciones puramente rentísticas, no resuelve
ningún problema (esto sucede en parte en Chesnais, op. cit. y 1996/7). El aparente predominio de
la “especulación” sobre la “economía real” no puede analizarse sobre la base de una
contraposición mecánica entre la esfera financiera y la productiva, pues la primera no puede sino
absorber y redistribuir masas de plusvalor necesariamente generadas en la segunda (ver la crítica
de Husson, 1997, a este enfoque). Un funcionamiento puramente rentístico del capitalismo a
mediano plazo es, por consiguiente, insostenible. Y no olvidemos aquí que el período de
crecimiento lento en que vivimos se extiende ya por más de dos décadas, es decir ¡un lapso de
tiempo equivalente a la afamada edad de oro del capitalismo de posguerra!
En nuestros países, este tipo de interpretaciones que contraponen mecánicamente las esferas
financiera y productiva conduce a diagnósticos insostenibles y de ahí rápidamente al reciclaje de
programas nacionalistas-populistas centrados en la protección de presuntos capitales autóctonos
auténticamente productivos ante el capital financiero transnacionalizado.[4]
¿Cómo debemos entender, entonces, esa hipertrofia financiera en el marco de los procesos que
integran la globalización?. Acaso la respuesta radique en que la extrema movilidad del capital bajo
su forma dineraria le permite a la especulación financiera operar precisamente como una suerte
de “avanzada”, de “punta de lanza” del conjunto de procesos que forman la globalización
capitalista.
La operatoria del mercado financiero desnudará así, como ninguna otra instancia, los rasgos que
caracterizan a la globalización. Su potencia, por ejemplo: la capacidad de imponer políticas
económicas a los Estados comprometidos en preservar sus monedas y sus equilibrios fiscales. Y
asimismo su fragilidad, puesta de manifiesto en cada corrida especulativa. Ambos rasgos son,
desgraciadamente, bien conocidos en Sudamérica. Las políticas económicas de moneda estable y
mercados libres inspiradas en el Consenso de Washington, cuyo caso extremo son los planes más
o menos rígidos de convertibilidad de la Argentina y Brasil (ver análisis comparado en Sant’Ana,
1996), son a la vez producto de los graves desequilibrios macroeconómicos desatados por la crisis
de la deuda y cadenas que subordinan el desenvolvimiento económico de nuestros países a los
flujos especulativos de los mercados financieros internacionales. Operan como cadenas, ya sea
estabilizando mediante un violento disciplinamiento social y político (ver Bonnet, 1995), ya sea
desestabilizando a través de colapsos no menos violentos con cada corrida especulativa. Las
consecuencias del llamado efecto tequila -especialmente en Argentina- hace tres años y del efecto
arroz -en Chile, Brasil, ¿Argentina vía Mercosur?- de nuestros días son evidentes (ver para la crisis
asiática los trabajos de Hochraich, 1998, y Chesnais, 1998; sobre sus consecuencias en Brasil,
Singer, 1997).
El mercado financiero desnuda así la potencia y la fragilidad de la globalización, debido al vínculo
existente entre su hipertrofia y la crisis mundial. En este sentido la financiarización del capital es al
mismo tiempo una fuga hacia adelante del capital en crisis -una apuesta a la explotación futura del
trabajo- y una respuesta del capital a su crisis -una ofensiva de disciplinamiento que apunta a
sentar las condiciones de posibilidad para esa explotación futura.[5] Como sucede a escala
nacional con los procesos de desinversión, a escala mundial sigue siendo la potestad de los
capitalistas sobre las decisiones de inversión su arma última en la lucha de clases. Y la extrema
movilidad del capital en su forma de capital dinerario otorga a la inversión especulativa, en este
sentido, el carácter de arma privilegiada.
3. Capital móvil / trabajo encerrado
La segunda idea que quisiera plantear aquí se refiere por su parte a la producción y al comercio
mundiales, donde igualmente encontraremos procesos que son constitutivos de la globalización.
En este punto, sin embargo, los datos parecen en una primera lectura capaces de sustentar
hipótesis diversas y aún contradictorias.
En efecto, puede constatarse una tensión entre la tendencia hacia un aperturismo multilateralista
y la contratendencia hacia la conformación de bloques regionales. Este fenómeno suele absorber
la atención de los analistas que siguen las transformaciones del comercio mundial desde la
perspectiva de las economías periféricas (ver por ejemplo las compilaciones de Calva, 1995, y
Rapoport, 1995). Se constata asimismo una tensión semejante a propósito del comportamiento de
la inversión extranjera directa, entre una tendencia hacia la liberalización de sus flujos -casi
planetarizados desde el derrumbe de los regímenes burocráticos del este- y una contratendencia
hacia su concentración -en sus ¾ partes- en los tres grandes polos económicos mundiales. Esta
tensión suele atraer igualmente la atención de los analistas ubicados en la periferia (ver Minsburg,
1995). Sin embargo, existe una tercera tensión, más abarcadora, entre la movilidad de los
capitales y mercancías por un lado y la inmovilización del trabajo por otro, que suele pasar
desapercibida. Naturalmente, hay una explicación bien sencilla de esta asimetría respecto de la
atención brindada a los fenómenos mencionados. Cuando se interpreta la globalización desde las
oficinas del Estado, agente de política macroeconómica, las estrategias comerciales y de captación
de inversiones extranjeras ocupan un primer plano; cuando se la interpreta desde la posición de
los trabajadores como sujeto de lucha, esta asimetría entre trabajo y capital pasa a ocupar el
centro del análisis. A esta última quisiera referirme.
Tras los comportamientos mencionados de los flujos de inversión y comercio se encuentra la
operatoria de las corporaciones transnacionales, que son el auténtico protagonista de la
globalización en la producción. Un pequeño grupo de transnacionales, las cien principales,
controlan 1/3 de la inversión directa y explican 1/4 del comercio mundiales -y aumenta esta
participación significativamente si nos restringimos a los sectores más dinámicos de la economía.
Los crecientes flujos comerciales intra e inter-bloques se explican en buena medida por el
comercio intra-firma de las transnacionales, así como los flujos de inversiones intra e interbloques
se explican por los procesos de relocalización de procesos productivos de esas mismas grandes
corporaciones.
En efecto, estas transnacionales -a diferencia de las multinacionales dominantes en el capitalismo
de posguerra- tienden a descentralizar sus procesos de producción, orientadas por las ventajas
comparativas ofrecidas por las distintas regiones, mientras realizan su producción directamente en
el mercado mundial. Existen distintas modalidades de reorganización y de relocalización de la
producción en curso -detenidamente analizadas por la llamada escuela de la regulación (véase por
ejemplo Lipietz y Leborgne, 1990 y 1994). Sin embargo, la dominante -denominada neotaylorista
por los regulacionistas- parece ser la modalidad asociada con una disgregación territorial de la
producción que implica una polarización espacial entre la concentración de las actividades
financieras y de servicios en las grandes metrópolis del centro capitalista y la dispersión de plantas
productivas en zonas industriales especializadas de regiones periféricas. Existen asimismo distintos
tipos de ventajas comparativas que orientan esta reorganización y relocalización de la producción
de las corporaciones transnacionales (ver De Mattos, 1990 y 1997). Sin embargo, pueden referirse
en su conjunto a las tasas de explotación del trabajo vigentes en las distintas regiones -las que no
necesariamente coinciden por supuesto con los salarios relativos.[6]
Este proceso de reorganización y relocalización de los procesos de producción llevado adelante
por las grandes corporaciones transnacionales plantea un nuevo problema para el análisis: la
emergencia de mecanismos de formación de precios propiamente internacionales, al menos en
aquellas ramas más trasnacionalizadas de la economía (ver Carchedi, 1991).
Esta posibilidad de formación internacional de los precios depende hoy de la posibilidad de un
mercado internacional, o al menos de mercados regionales, de fuerza de trabajo, puesto que la
movilidad de los capitales es prácticamente irrestricta. Aquí nos encontramos ante esa asimetría
entre la movilidad de los capitales y mercancías por una parte y la inmovilidad de la fuerza de
trabajo por la otra.
Esta inmovilidad es en parte inherente a la naturaleza de la fuerza de trabajo como mercancía,
como ya señalara Marx, por su inseparabilidad respecto del trabajador. Pero el peso de esta
restricción disminuye con el propio desarrollo de las fuerzas productivas. La restricción a la
movilidad de la fuerza de trabajo que hoy reviste una importancia clave es más bien la impuesta
políticamente (ver Fox Piven, 1995).
Una de las tareas de los Estados-nación fue siempre la segmentación de la clase trabajadora en
mercados de trabajo nacionales, en particulares cotos de caza de burguesías soberanas. Más
adelante me detendré en este punto. Quedémonos por ahora en la tensión generada por la
movilidad de un capital que se desplaza tras unas condiciones óptimas de explotación del trabajo,
tendiendo así a unificar los mercados de trabajo, pero que a la vez necesita de la inmovilidad del
trabajo y fragmentación de los mercados de trabajo como requisito para optimizar esas
condiciones de explotación. En efecto, así como la competencia entre trabajadores es una
condición de posibilidad de la explotación capitalista a nivel nacional, la competencia entre clases
trabajadoras nacionales -exacerbada en nuestros días por un desempleo galopante y una
marginación de poblaciones enteras respecto de economía mundial- es la condición de posibilidad
para una explotación capitalista globalizada. Pero es una condición, a su vez, continuamente
minada por el propio comportamiento del capital. Esta tensión se expresa en el recrudecimiento
de la xenofobia, del racismo, de las cruzadas étnicas modernas y de las auténticas “guerras de baja
intensidad” libradas en ciertas fronteras -como la del Rio Grande.
Por supuesto, los trabajadores no son sólo los inermes portadores de una mercancía. Se
constituyen como clase y su lucha puede golpear en el corazón de la explotación capitalista:
golpearon desde la selva chiapaneca al Tratado de Libre Comercio y sacudieron desde las fábricas
coreanas al milagroso sudeste asiático. No puedo detenerme aquí a examinar las ricas y novedosas
modalidades que reviste cotidianamente esta resistencia contra el capital globalizado. Señalaré
apenas que un corolario interesante de aquella tensión entre movilidad del capital e inmovilidad
del trabajo es la creciente centralidad que adquiere el espacio en la lucha de clases. Esto puede
resultar paradójico, puesto que históricamente el desarrollo de las fuerzas productivas -
transporte, comunicaciones- tendería a minimizar la importancia del espacio (ver Harvey, 1992).
Sin embargo, el espacio es un producto histórico-social no sólo determinado por el grado de
desarrollo de las fuerzas productivas, sino también por estrategias políticas. Y así como existe una
política capitalista de manejo del espacio, algunos movimientos de resistencia parecen estar
delineando una política del espacio alternativa a aquella. Los cortes de rutas en Argentina y las
acciones de los “sin tierra” en Brasil deberían entenderse en este marco.
4. Capital global / Estado-nación
Esta problemática nos conduce directamente a la tercera idea que quisiera abordar, concerniente
a la relación entre globalización y Estados-nación. En efecto, en el centro de aquella asimetría
entre movilidad de los capitales y las mercancías e inmovilidad de la fuerza de trabajo se ubica la
figura del Estado. Es imposible definir el Estado prescindiendo del sistema internacional de
Estados, del cual es parte integrante pero dentro del cual sólo puede definirse negativamente en
base a un territorio y a un pueblo -la nación- específicos (son pertinentes las advertencias
metodológicas de Von Braunmühl, 1978; ver asimismo Holloway, 1993). Por consiguiente, la
globalización parece entrar en tensión con esta naturaleza de los Estados-nación.
Esta tensión es el punto de partida para examinar los procesos de “reforma del Estado” que
signaron la era neoconservadora de los ‘80 y que se prolongan en nuestros días con las
denominadas “reformas de segunda generación”. Estos procesos de reforma del Estado no
significan en ningún caso una desaparición ni una minimización de los Estados. Atiéndase, por
ejemplo, al simple hecho de que los procesos de reforma paradigmáticos de los ‘80 -británico,
norteamericano, en alguna medida alemán- aumentaron los gastos públicos considerados como
porcentajes de sus respectivos PBI (según datos del FMI). La idea, ciertamente divulgada en
nuestro medio, de que dichos procesos de reforma son meramente destructivos es en verdad una
idea de raigambre populista que se nutre en una idílica interpretación de la naturaleza general del
Estado capitalista y de los Estados capitalistas periféricos de posguerra en particular.[7]
Los procesos de reforma del Estado constituyen, entonces, procesos mediante los cuales los
denominados Welfare States centrales -y sus pares populistas periféricos- de la posguerra
modifican sus funciones. En este sentido, dichas reformas pueden ser interpretadas como pasajes
desde “Estados de seguridad” hacia “Estados de competencia”. Desde los “Estados de seguridad”,
nacidos en los capitalismos avanzados como respuesta a los procesos revolucionarios y la
depresión de 1917-1932 y centrados en las políticas de estabilización y de integración social
keynesianas, hacia unos “Estados de competencia” que abandonan dichas políticas de seguridad
(o aún adoptan políticas de signo contrario: un Stato-crise, diría T. Negri), centrados a su vez en
crear y consolidar las condiciones internas de explotación del trabajo para la captación de mayores
porciones de un capital globalizado (Hirsch, 1997; Alvater, 1997).
Pero no alcanza con esta explicación, que es meramente funcional. La propia reforma
neoconservadora del Estado es parte de una ofensiva del capital contra el trabajo que, en su
extremo, puede ser entendida como renovada “acumulación originaria”. Las privatizaciones y
desregulaciones son, ante todo, mecanismos de expropiación directa, de apertura violenta de
oportunidades de inversión inmediatamente rentables, la flexibilización de los contratos laborales
es la legalización de un despotismo fabril propio de los orígenes del capitalismo, y así
sucesivamente. Se trata de políticas encaradas por los Estados neoconservadores. Y de políticas
que -más allá de su adecuación a poderosas tendencias subyacentes en el capitalismo
contemporáneo- requieren de una capacidad de intervención de parte del Estado que en nada
concuerda con la mitología del “Estado mínimo” y del “libre mercado”.
Ahora bien, es muy cierto que, como resultado de estos procesos, los Estados-nación parecen
resignar algunas de sus funciones, las funciones más directamente vinculadas con la operatoria de
las transnacionales, que por su propia naturaleza parecen escapar a toda instancia de regulación
nacional. Ante la inexistencia -y quizás la imposibilidad- de instituciones supranacionales de
regulación que reemplacen a los Estados-nación en estas funciones, las mismas tienden a ser
adoptadas por instituciones supranacionales heredadas del capitalismo de posguerra -
particularmente, por los organismos financieros internacionales (véase Tanzer, 1995)-, que a su
vez intentan adecuar su naturaleza a estas nuevas funciones.
Naturalmente, nada garantiza el éxito de semejante empresa. Tras la devaluación mexicana del
denominado tequila, los organismos financieros internacionales entraron, para decirlo en suaves
términos psicológicos, en una aguda crisis de identidad.[8] México, el nuevo milagro, el que
mantenía estrechísimos “mecanismos de consulta” con el Tesoro y la Reserva Federal en virtud del
Tratado de Libre Comercio, había devaluado y conmocionado los mercados financieros. Tres años
más tarde, en estos días, la historia se repite desde los viejos milagros del sudeste asiático.
5. A manera de conclusión
La riqueza en su forma de capitales industriales y mercancías tiende a discurrir en el interior de, o
entre, los tres polos de la economía mundial, marginando regiones enteras de cualquier posible
inserción en el mercado mundial (el África sub-sahariana, América Central, ¿parte de Sudamérica?)
En el interior de esos mismos polos, los flujos de riqueza se concentran en las zonas productivas
vinculadas directamente con el mercado mundial, marginando zonas interiores que se convierten,
en el mejor de los casos, en atrasadas proveedoras de fuerza de trabajo barata (zonas del interior
de China, etc.). Los flujos riqueza en su forma de capitales especulativos, esto es, capitales
excedentes, encuentran su correlato en un excedente de fuerza de trabajo que alcanza a un tercio
de los hombres y mujeres del mundo dispuestos a trabajar. Los Estados-nación en sus nuevas
funciones no revierten estas tendencias; más bien, tienden a profundizarlas en su empeño por
atrapar partes significativas del escurridizo capital globalizado.
Enfrentar pobres contra pobres para incrementar la explotación y por ende la pobreza. Marginar,
fragmentar, romper solidaridades: esa parece hoy la estrategia del capital globalizado.
Algunos buscan la respuesta a esta situación en el Estado-nación, en un nuevo Estado o en algún
reciclaje del Estado de posguerra. Pero debe recordarse que nunca, durante este siglo, fue menos
peligroso que hoy ser brutalmente reduccionista en cuanto al Estado capitalista: el Estado es hoy
poco más que un sirviente político del gran capital. Algunos buscan la respuesta en una alianza con
las burguesías autóctonas. Pero debe advertirse entonces que nunca, durante este siglo, dichas
burguesías contaron con una menor autonomía respecto del gran capital trasnacionalizado.
Podemos, en cambio, partir de la orfandad a la que los trabajadores y el conjunto de los
explotados y oprimidos se ven arrojados por el capital y su Estado, e intentar convertirla en
autonomía política. Podemos incluso partir de la hermandad en la miseria a la que los pueblos son
empujados por el capital globalizado, e intentar convertirla en un internacionalismo de nuevo
cuño. Hace 150 años, el Manifiesto vislumbraba una mundialización del capital y reclamaba un
internacionalismo del trabajo. Hoy, aquella es una realidad y éste un desafío impostergable.
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Arnold.
_____________________
[1] Los lineamientos generales de este artículo se encuentran en mi contribución al III Encuentro
de la Sociedad de Economía Política del Brasil, a realizarse en junio próximo en Rio de Janeiro.
Fueron expuestos sintéticamente el 12 de septiembre de 1997 en la Facultad de Humanidades y
Artes de la UNR, en un encuentro organizado por las revistas Cuadernos del Sur, Debate Marxista y
Herramienta Agradezco a los participantes de este encuentro y en particular a G. Gigliani, de la
Escuela de Economía Política, con quien a menudo cambiamos ideas respecto de estas cuestiones.
Los compañeros de Herramienta tuvieron el acierto de dar a conocer varias de las intervenciones
realizadas en dicho encuentro y en otro semejante organizado dos meses antes en Buenos Aires.
[2] La izquierda no escapa a estos riesgos. Intentos verdaderamente sistemáticos de ignorar
cualquiera de las transformaciones contemporáneas del capitalismo -como no sea, claro, un grado
superior de “descomposición” y “parasitismo”- se encuentran en O. Coggiola: Globalización y
socialismo (En defensa del marxismo N° 15, diciembre de 1996), J. Chingo y J. Sorel: Elementos
para una explicación marxista de la crisis del capitalismo imperialista (Estrategia internacional N°
7, marzo-abril de 1998), etc. Respecto de los posibilistas de toda laya reunidos en la llamada
“centro-izquierda”, siempre prontos a invocar las coacciones -reales o imaginarias- impuestas por
la globalización para justificar su renuncia política ante las reivindicaciones más elementales, en
cambio, no es preciso abundar.
[3] En las intervenciones de L. Briones Rouco, R. Astarita y G. Gigliani reproducidas en Herramienta
N° 5 (primavera-verano de 1997/98) puede encontrarse un panorama de la crisis y sus relaciones
con la globalización capitalista.
[4] Un ejemplo. R. Bernal-Meza parte de la idea de que estaríamos ante la transición desde un
capitalismo productivo hacia un “régimen de acumulación del capitalismo financiero
transnacional” (sic). Y concluye: “sin embargo, la capacidad de oponer límites al poder del capital
transnacional varía de un Estado a otro, según la orientación gubernamental a fortalecer o no su
propio capital nacional y a la fortaleza con que se articulen las fuerzas sociales en la relación
Estado-sociedad civil” (Claves del nuevo orden mundial, Buenos Aires, GEL, 1991, I). Chesnais parte
ciertamente de un análisis mucho más serio, pero ¿escapa a esta trampa?. “En el seno de estas
instancias que organizan a la burguesía francesa como clase existen hoy sectores totalmente
adheridos a las posiciones del capital financiero conducido por los anglosajones, pero hay
asimismo otros sectores que tienen serias dudas no sólo en cuanto al resultado de los
enfrentamientos con los asalariados y la juventud, sino también en lo que ellos podrían ganar
aplicando todas las medidas de desregulación y privatización que se le exigen al capital francés y
que el gobierno de Chirac-Juppé buscan imponer. Estos sectores piensan que se ha ido demasiado
lejos en las concesiones y aún en las capitulaciones a las exigencias del imperialismo
norteamericano, del capital financiero que se valoriza exclusivamente bajo la forma de dinero, y
de sus diversas agencias europeas” (op. cit., p.16-7)
[5] Carlos Abalo escribió recientemente: “El crédito es un capital anticipado, pero no ficticio.
Llegaría a ser ficticio si como capital obtenido por préstamo no fuerza capaz de extraer plusvalía o
de realizarla. Además, la posible completa desvalorización no es una particularidad del título sino
de toda forma de capital. Lo ficticio es la creación del título contra ninguna riqueza material, pero
deja de serlo si a ella se llega a partir de la redistribución y apropiación de plusvalía” (“La crisis y el
porvenir del capitalismo...”, en Herramienta N° 6, 1998, p.87). Ahora bien, para dirimir la
“posibilidad de que haya comenzado una recomposición del capitalismo y una nueva fase larga
expansiva pese a la crisis financiera internacional” (id., p.80) es preciso, justamente, avanzar
alguna hipótesis acerca de esa diyuntiva. Tal hipótesis sólo podría verificarse ex post, pero eso no
significa que no podamos tener buenos argumentos ex ante, sea en uno o en otro sentido. ¿Puede
el capitalismo reabsorber productivamente los espectaculares montos de la especulación
financiera, sin una inflación galopante y una profunda crisis de realización? ¿Puede, en cambio,
desvalorizar en masa esos capitales financieros, sin ingresar en una crisis cuya magnitud superaría
ampliamente la crisis del treinta y sus consecuencias políticas? Estas opciones no parecen viables a
corto plazo; a más largo plazo, por supuesto, su viabilidad depende del desenvolvimiento de la
lucha de clases.
[6] Los regulacionistas suelen limitarse a catalogar aquellas modalidades de reorganización de la
producción y estas ventajas comparativas sobre las cuales descansan, presentando una suerte de
“menú de posfordismos posibles” a elección de empresarios y funcionarios -aunque
recomendando las virtudes de algunos platos de la cocina socialdemócrata. Los condicionantes
históricos concretos de estas elecciones y la evaluación de sus resultados en la disputa por el
mercado mundial -que ciertamente no parecen acreditar las virtudes de la cocina socialdemócrata
ante empresarios y funcionarios- parecen llamar menos su atención. Un ejemplo extremo se
encuentra en las conferencias dictadas por B. Coriat en Buenos Aires (Los desafíos de la
competitividad, en Documentos de Trabajo del PIETTE-CONICET, Buenos Aires, 1994; véase un
comentario más detenido en mi The japanese dream: Coriat en Buenos Aires, en Dialéktica N°5/6,
Buenos Aires, 1994).
[7] Un buen ejemplo de esto se halla en A. C. Barbeito y R. M. Lo Vuolo: La modernización
excluyente, Buenos Aires, Losada/Unicef, 1992, cap. IV. E. Meiksins-Wood escribió recientemente
que, “contrariamente a la sabiduría convencional, la “globalización” ha hecho al Estado no menos,
sino más importante para el capital. El capital necesita al Estado para mantener las condiciones de
acumulación y “competitividad”, para preservar la disciplina laboral, para aumentar la movilidad
del capital mientras bloquea la movilidad del trabajo, y para muchas otras cosas. Después de todo,
el así llamado “neoliberalismo” no es sólo una retirada del Estado respecto de la provisión social.
Es un conjunto de políticas activas, una nueva forma de intervención estatal destinada a aumentar
la rentabilidad capitalista en un mercado global integrado” (intervención en el Against the current
simposium on the 150 anniversary of the Communist Manifesto, Against the current XII, 6, enero-
febrero de 1998).
[8] Un Subsecretario del Tesoro de los EEUU declaró tras la devaluación mexicana que, “por el bien
de EEUU y el de la comunidad internacional, debemos garantizar el desarrollo de mecanismos que
en el futuro permitan enfrentarnos a este tipo de situaciones con la máxima eficacia” (L. Summers:
Tras el fracaso, en Página 12, 10/4/95). La historia se repitió más tarde: otro Subsecretario del
Tesoro declaró, tras las devaluaciones asiáticas, que “el FMI debería desarrollar un mejor sistema
de advertencias anticipadas para detectar crisis incipientes. En el colapso mexicano de 1995 y en la
crisis del Este asiático, no envió ninguna advertencia a los países afectados” (R. C. Altman: La
omnipotencia del mercado, en Clarín, 21/12/97).
Ciudadanía/clases populares: el lado oculto de la
dominación capitalista de clase
Autor(es): Gonçalves, Renata
Gonçalves, Renata. Investigadora del NEILS (Núcleo de Estudios de Ideologia y Luchas
Sociales) de la PUC-SP (Pontificia Universidad Católica de San Pablo) y doctorada en
Ciencias Sociales en la UNICAMP (Universidad de Campinas).
Resumen:
El presente artículo pretende abordar la paradoja existente en la relación ciudadanía/clases
populares, procurando suscitar algunas reflexiones sobre las implicaciones político-
ideológicas que los diferentes usos de la noción de ciudadanía plantean a las luchas
sociales.
La noción de ciudadanía ha adquirido los más variados sentidos e intenciones en los
análisis de los científicos sociales. Los términos "ciudadano" y "ciudadanía", tal como se
utilizan hoy en el Brasil y en varios otros países de América Latina se parecen más a una
"cacofonía semántica" (expresión acuñada por Lautier (1995). Se presentan como
demandas de ciudadanía reivindicaciones tales como "el establecimiento de una red de
cloacas, el pago de vacaciones pagas para las empleadas domésticas o el aumento del cupo
de ingresos a las universidades" (Lautier, 1995:24).
Son tantos los sentidos e intenciones atribuidos al concepto que se hace necesario un
cuestionamiento de su eficacia explicativa. ¿Por qué esta noción ha adquirido tanta
importancia, principalmente en los análisis sobre los movimientos sociales? ¿Cuál es la
razón para que, en lugar de su dimensión de lucha social, aparezca como intrínseca a los
movimientos el reclamo de ciudadanía? ¿Será que su presencia en los análisis corresponde,
de hecho, a la "experiencia" de los movimientos? ¿Estaríamos nuevamente ante la
necesidad de homogeneizar para poder explicar? ¿Y cuáles son las implicaciones políticas
de esta homogeneización?
Para responder a estas cuestiones, es necesario que nos concentremos antes que nada en los
orígenes de la propia noción de ciudadanía, tratando de poner en evidencia la ambigüedad
presente en sus usos.
Ciudadanía/clases populares
Es en el desarrollo del capitalismo donde encontramos el mejor desempeño (¿simbiosis?)
de la ciudadanía. Esta viene a garantizar la igualdad de estatus jurídico entre los agentes del
proceso de producción. Los individuos, no propietarios de los medios de producción y sólo
propietarios de su fuerza de trabajo, pero -¡finalmente!- "libres", pasan a ser considerados
"sujetos" de derechos: derecho a la seguridad, a la propiedad, a la libertad de ir y venir.
Son ciudadanos civiles. En una aparente paradoja, es la expropiación completa de este
trabajador la que crea las condiciones para que sea constituido en el plano jurídico-político
(e ideológico) como ciudadano[1]. En este ámbito, el trabajador debería encontrarse en una
relación de igualdad con los propietarios del capital.
Sin embargo, en estas relaciones estrictamente económicas la plena separación entre los
trabajadores y los medios de producción no tiende a reproducir individuos-sujetos y sin
clases. De allí se desprende la necesidad de una ideología capaz de realizar tal proeza, o
sea, que pueda "interpelar" a los trabajadores directos como sujetos libres, ciudadanos
(Almeida, 1995). La principal instancia para asegurar la estructuración y la difusión de esta
ideología, así como de un conjunto de ordenamientos jurídico-políticos en los que ésta se
materializa, es el Estado capitalista (Poulantzas, 1979).
No es obra del puro azar que este Estado no aparezca como un Estado de clase, sino como
la encarnación de la soberanía de la comunidad nacional, comunidad constituida por
ciudadanos libres e iguales. Es una situación bastante distinta de la que tipifica al modo de
producción feudal, en el que, ya en el ámbito de las relaciones de producción, se obstruía la
posibilidad de la "representación ideológica de lo público y de lo privado como esferas
distintas, pues no había ninguna distinción entre los "recursos personales del señor feudal y
los recursos de la comunidad política". Del mismo modo, frente a sus trabajadores-
dependientes, los derechos del noble se presentaban "simultáneamente, como derechos
políticos y derechos del propietario privado". En suma, en el precapitalismo, el poder
político estaba imbricado con la dominación directa del propietario sobre el trabajador
(Pasukanis, 1976: 124 y ss.).
Al no identificarse con la clase de los propietarios de los medios de producción, el Estado
burgués se presenta como la suprema expresión del interés general, del bien público, por
oposición a los diversos particularismos que caracterizan al reino de lo privado. Le cabe,
por tanto, desempeñar el papel de volver comunes a intereses divergentes.
En definitiva, asistimos, en el interior de las relaciones de producción capitalistas con el
Estado burgués, a la constitución de todos los agentes del proceso de producción como
ciudadanos y a una nítida separación entre lo público y lo privado.
Relación público-privado
La separación entre lo público y lo privado en el modo de producción capitalista representa
la base para la configuración de la ciudadanía y debe ser analizada en sus cualidades, para
no confundirse con lo que ocurría en el esclavismo antiguo.
Arendt observa que Aristóteles excluía el trabajo de los modos de vida en que los hombres
podían vivir libremente, modos de vida que tenían "en común suinterés por lo «bello», es
decir, por las cosas no necesarias ni meramente útiles: la vida del disfrute de los placeres
corporales, en la que se consume lo hermoso; la vida dedicada a los asuntos de la polis, en
la que la excelencia produce bellas hazañas; y la vida del filósofo dedicada a inquirir y
contemplar las cosas eternas, cuya eterna belleza no puede realizarse mediante la
interferencia productora del hombre, ni alterarse por el consumo de ellas" (1993: 26).
Además, la simple necesidad de vivir en compañía de otros no caracterizaría, para Platón y
Aristóteles, una condición específicamente humana. "La natural y meramente social
compañía de la especie humana se consideraba como una limitación que se nos impone por
las necesidades de la vida biológica, que es la misma para el animal humano que para las
otras formas de existencia animal" (1993:38). Esta condición gregaria natural se expresaba
fundamentalmente en el hogar (oikia) y en la familia. Con la ciudad-Estado, el hombre
recibió, "además de su vida privada, una especie de segunda vida, su bios politikos".
En la polis, cada ciudadano pasa a pertenecer "a dos órdenes de existencia" (Jaeger apud
Arendt, 1993: 38). "La distinción entre la esfera privada y pública de la vida corresponde al
campo familiar y como entidades diferentes y separadas" (1993: 41). La primera era vista
como la esfera de la necesidad; la segunda, el reino de la libertad. En éste sólo había
iguales, en tanto que la familia "era el centro de la más estricta desigualdad" (1993: 44).
Esta distinción implicaba que la reproducción biológica y el trabajo dirigido a la
supervivencia, incluso el ejecutado por el jefe de familia, permaneciesen en el ámbito de lo
privado. Este era el nicho en que eran fijados la mujer y el esclavo y donde el ciudadano
ejercía su dominio indisputado, pudiendo incluso ejercer la violencia. Era de allí -y
justamente porque allí dominaba- que él partía hacia la vida en la polis, donde todos eran
iguales. O, en las palabras de Arendt, "dentro de la esfera doméstica, la libertad no existía,
ya que al cabeza de familia sólo se le consideraba libre en cuanto que tenía la facultad de
abandonar el hogar y entrar en la esfera política, donde todos eran iguales" (1993:
44/45).[2] Held observa que la democracia ateniense era sumamente restringida: una
democracia de patriarcas y esclavistas. "Sólo los hombres atenienses de más de 20 años
podían volverse ciudadanos". El autor enfatiza que "las mujeres no tenían derechos
políticos y sus derechos civiles estaban estrechamente limitados". Además de las mujeres,
los inmigrantes y, principalmente, los esclavos, estaban políticamente marginalizados,
existiendo, por lo tanto, un lazo indivisible entre esclavitud y democracia (Held, 1987:21).
En el modo de producción capitalista, la separación entre lo público y lo privado se da
sobre otras bases. La condición de trabajador directo no implica, desde el punto de vista
formal, la prohibición del acceso a la llamada esfera pública: el propio contrato de trabajo
supone la relación entre individuos-sujetos libres y fundamentalmente iguales (las
desigualdades son consideradas secundarias) y, en esta condición, capaces en principio de
discernimiento en cuanto a la cosa pública. Aun en regímenes dictatoriales en acceso a los
puestos de la burocracia estatal está formalmente abierto a todos los agentes del proceso de
producción, constituidos como portadores de derechos. No se trata, por consiguiente de una
segregación formal de una parte los seres humanos (mujeres, esclavos). Se trata de la
diferenciación entre esferas de la vida social, por las cuales, en principio, todos pueden
transitar.
El Estado burgués universaliza la condición de ciudadano. Es justamente este proceso de
expansión de la ciudadanía lo que hace posible la constitución de una colectividad más
inclusiva que la polis: la nación moderna. Held enfatiza que "en las primeras (y más
influyentes) doctrinas liberales, los individuos eran concebidos como «libres e iguales» con
«derechos naturales»; o sea, con derechos inalienables con los cuales eran considerados
desde el nacimiento. Sin embargo, se debe observar desde el principio que estos
«individuos» eran de sexo masculino y dueños de propiedades; y la nueva libertad era, en
primer lugar, para los hombres de las nuevas clases medias o la burguesía (...) El dominio
de los hombres en la vida pública y privada no fue, en su mayor parte, cuestionado por
prominentes pensadores liberales hasta el siglo XIX" (1987: 39). ¿Cómo explicar esta
contradicción entre un cierto universalismo de la ideología burguesa y el particularismo de
la clase dominante en el capitalismo?
Aunque no tengamos la pretensión de profundizar el examen de la cuestión -lo que pasaría
necesariamente por el análisis de las complejas relaciones entre liberalismo y democracia-
consideramos que el abordaje de la referida contradicción requiere de algunas
formulaciones de carácter teórico. La primera de ellas es que no se debe confundir la
estructura ideológica del modo de producción capitalista con la ideología concreta de la
burguesía en formaciones sociales determinadas. La gran mayoría de los pensadores
burgueses tuvo dificultades para aceptar la participación política de los trabajadores o,
incluso, admitir su plena capacidad para el ejercicio de la propia ciudadanía civil. No
faltaron intelectuales como Locke, Mandeville, Constant y Adam Smith, que compararan la
condición obrera a la del esclavo[3] y concluyeran que, como el trabajo embrutece al
proletario moderno hasta el punto de reducirlo a una condición de deshumanidad, nada era
más razonable que excluirlo de la actividad política (Losurdo, 1998).
No es casual que muchos de estos intelectuales mantuvieran una relación compleja con los
pensadores griegos. Por un lado, atribuían formalmente un valor positivo a lo privado en el
capitalismo. En este aspecto, el ejemplo más ilustrativo tal vez sea el de Constant, en su
apología de la "libertad de los modernos". Por otro lado, se mostraban muy celosos en
preservar a la esfera pública de la participación de los trabajadores. En las palabras de
Losurdo, la descalificación de los trabajadores para la participación política en nada
perturbaba "la buena conciencia de la burguesía liberal. En definitiva -argumentaban-, las
relaciones de producción y las condiciones materiales de vida remiten a una esfera extra (y
pre)-política (tesis que, en nuestros días, fue expresada de modo radical por Hannah
Arendt)" (1998:76).
Límites de la ciudadanía para las clases populares
La distinción, aunque relativizada, entre las coordenadas más abstractas de un modo de
producción y las luchas de clases en una formación social se vuelve extremadamente
importante. Para lo que nos interesa aquí, cabe observar que en el esclavismo antiguo las
luchas de los esclavos por "derechos" tenían necesariamente un carácter "antisistémico". En
el capitalismo, las luchas de los trabajadores tuvieron resultados significativos, en el sentido
de abrirles, aunque de manera muy determinada, espacios de participación política en el
interior de las coordenadas estructurales del modo de producción.[4]
Estas consideraciones tal vez nos ayuden a comprender el alcance y las limitaciones de las
tesis de Arendt. Si ella va hasta el final en el examen de la relación público-privado en la
antigüedad, por otro lado asume esta relación como paradigmática, lo que termina
desembocando en una paradoja: las observaciones que hace sobre la "promoción de lo
social", proceso que habría vuelto caso irreconocible la distinción entre lo público y lo
privado (1993: 50). Según Arendt, "Desde el auge de la sociedad, desde la admisión de la
familia y de las actividades propias de la organización doméstica a la esfera pública, una de
las notables características de la nueva esfera ha sido una irresistible tendencia a crecer, a
devorar las más antiguas esferas de lo político y privado, así como de la más recientemente
establecida de la intimidad" (1993: 56).
Ahora bien, para importantes vertientes de la tradición liberal, "la «política», la «esfera
pública» siguieron siendo sinónimos del reino de los hombres, especialmente de los
hombres con propiedades" (Held, 1987:62). Esta es exactamente la conclusión opuesta a la
de Arendt, para quien "la Edad Moderna [emancipó] a las clases obreras y a las mujeres
casi en el mismo momento histórico" (1993: 78). Para esta autora, eso se debió al hecho de
abandonarse la creencia de que las funciones corporales y los intereses materiales, a los que
mujeres y esclavos estaban sometidos, debían ser ocultados. Como Arendt no muestra
mucho entusiasmo (para decir lo mínimo) por la participación de los trabajadores en la
política, en lo que se hace eco, como ya vimos, de una larga tradición liberal, sólo le queda
lamentar este proceso de ampliación/redefinición del espacio público. Antes, este era el
espacio restringido a los pocos iguales (homoioi) y que, a pesar de esto (et pour cause**),
era donde cada uno de éstos procuraba, por medio de sus realizaciones excepcionales,
"demostrar con acciones únicas o logros que era el mejor" (1993: 52). Ahora, la esfera
pública deja de ser el espacio de la excelencia, para convertirse en el reino del conformismo
masificado (1993: 41 y ss.).
Sin duda, al masificarse en el capitalismo, la condición de la ciudadanía se redefinió,
especialmente al vincularse a la participación en la esfera pública. Marini (1998) hace
importantes observaciones sobre los límites que el orden burgués impone a las masas
populares. Para él, este concepto de ciudadanía, que significó una gran conquista
democrática, "todavía sufre, en el capitalismo, las limitaciones impuestas por las
desigualdades de clase y las diferencias económicas" (1998:115).
Corresponde, sin embargo, llamar la atención sobre el hecho de que la "pureza" de las
estructuras del modo de producción capitalista no puede ser encontrada ni siquiera en las
formaciones sociales hegemónicas en sus períodos más gloriosos. En el caso de la
formación social brasileña, todavía se manifiesta la imposibilidad, incluso en las regiones
más desarrolladas, de la plena constitución de la ciudadanía civil.
Martins, por ejemplo, presta atención a los callejones sin salida de la ciudadanía, en lo que
se refiere a los que dependen de los grandes propietarios y de los llamados jefes políticos
locales: "la voluntad política de cada uno quedó subordinada al mando y dominación
personal de los que mantenían y mantienen bajo tutela dependientes y trabajadores. El
clientelismo político no ha sido algo gratuito ni la expresión del atraso. Es el producto de
relaciones reales de dependencia y dominación" (1993:170). Existe aquí lo que Martins
llama duplicidad del proceso económico y del proceso político, duplicidad que "engendra
ideología e instituciones democráticas y, al mismo tiempo y contradictoriamente, formas
oligárquicas de organización del Estado y de los partidos políticos. Es como si la sociedad
tuviese dos estamentos, con reglas y derechos distintos. De un lado, las oligarquías, dueñas
del discurso liberal y democrático, defensoras de los derechos civiles, de la libertad y la
igualdad, enemigas de la dictadura. Del otro lado, la masa de los desvalidos, allegados y
dependientes, cuya voluntad política es tutelada por las oligarquías, dependiendo del
cambio de favores, quedando el voto reducido a la condición de mercancía (...)"
(1993:171).
Se destaca que las relaciones de dependencia personal se perpetúan en nuestros días,
cuando es completa la separación entre el trabajador y los medios de producción. Esta
dificultad de constitución de la ciudadanía ha llevado a gran parte de los autores a exagerar
la importancia de este estatuto jurídico-político (e ideológico). Este parece ser el caso de
D’Incao, para quien la ciudadanía es algo "revolucionario en un país marcado por
relaciones sociales profundamente autoritarias y en el cual la única ley que los sectores
populares pudieron conocer fue la ley del patrón, del jefe político o de los gobernantes..."
(1997:210). Según esta autora, "el ciudadano sólo existe a partir del momento en que las
relaciones sociales son regidas por una ley común, ante la cual todos son iguales" (ídem).
Esta formulación, aunque destaque el carácter "revolucionario" que la ciudadanía adquiere
en relación con el precapitalismo, nos parece unilateral, pues no menciona que la noción de
ciudadanía oculta la dominación capitalista de clase. Se deja de lado el estrecho lazo
existente entre la noción de ciudadanía y la teoría liberal y, además, entre aquella y
prácticas político-ideológicas de importancia crucial para la dominación burguesa.
Articulada con tales prácticas, la noción de ciudadanía "nivel a todos ‘nosotros’ en la
cualidad de sujetos jurídicos. Es ella la que hace que el operario menos cualificado y el alto
funcionario del capital estén constituidos ambos como fundamentalmente iguales"
(Almeida, 1997:181). El propio Santos aclara que incluso la ciudadanía social, resultado de
un amplio proceso de luchas, significó, en lugar de más autonomía de los sujetos, mayor
legitimación del Estado. También observa que "la concesión de los derechos sociales y de
las instituciones que los distribuyen socialmente son expresión de la expansión y de la
profundización de esta obligación política (vertical entre ciudadano y Estado).
Políticamente, este proceso significó la integración política de las clase trabajadoras en el
Estado capitalista (...). De ahí que las luchas por la ciudadanía social hayan culminado en la
mayor legitimación del Estado capitalista" (Santos, 1995:245).
En otros términos, es justamente la constitución de la bella esfera de la igualdad, asegurada
por la ciudadanía, lo que representa un obstáculo fundamental para la organización del
proletariado como clase distinta y antagónica en relación con aquella que detenta el poder
político en la sociedad burguesa.
Queda para el lector hacer la indagación sobre si en los varios movimientos populares que
surgieron en América Latina hubo de hecho un momento específico (¿político?) de lucha
por la ciudadanía o si, por el contrario, no se traté de mucho más que un argumento
"ideologizante" que tendió a desmovilizarlos, tanto en lo que se refiere a su organización
interna como a su articulación con otros.
Bibliografía
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MARINI, Ruy Mauro. (1998). "Duas notas sobre o socialismo". Lutas Sociais, n° 5, pág.
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poder y socialismo, Madrid, Siglo xxi, 1979).
RANCIÈRE, Jacques. (1974). La leçon d’Althusser. París, Gallimard (La lección de
Althusser, Buenos Aires, Galerna, 1975).
Este artículo es una parte revisada del que fue publicado inicialmente en la revista Lutas
Sociais Nº 7, San Pablo, Brasil. Tarducción de Andrés Méndez.
[1] Las bases para esta formulación están en Marx (1998: 277-287). Sus desarrollos pueden
encontrarse, principalmente, en Poulantzas (1979).
[2] En este artículo no nos detendremos en la diferenciación que Arendt detecta, por
ejemplo, en la pág. 45, entre la noción de igualdad para los griegos antiguos y la que
predomina en la sociedad capitalista.
[3] Rancière (1974: 22) observa que, a lo largo del siglo XIX, los obreros denunciaban "la
identidad tendencial de la dominación burguesa y del feudalismo, del trabajo asalariado y
de la servidumbre".
[4] Lo que no significa que los resultados de esas luchas se correspondan necesariamente
con las intenciones de los trabajadores.
** "Y por eso mismo" (en francés en el original) (NdT).
Marx, la tradición liberal y la construcción histórica del
concepto universal de hombre
Autor(es): Losurdo, Doménico
Losurdo, Doménico. Titular de la cátedra de Historia de la
filosofía en la Universidad de Urbino, Italia. Entre sus obras,
figuran Hegel, Marx y la tradición liberal, Hegel y Bismarck,
Hegel y la imagen de Alemania; Antonio Gramsci, del
liberalismo al "comunismo crítico", La comunidad, la muerte
Occidente. Heidegger y la "ideología de la guerra" (Losada,
2003).
*"Derechos sociales y económicos" y Revolución de Octubre
Criticando la teorización de la "libertad de la necesidad" realizada por Roosevelt y
poniéndola en línea de continuidad con la teorización de los "derechos sociales y
económicos" expresa en la Declaración universal de los derechos del hombre adoptada por
las Naciones Unidas en 1948, Hayek señala: "Este documento es una abierta tentativa de
fusionar los derechos de la tradición liberal occidental con la concepción completamente
distinta de la revolución marxista rusa"[1]. La afirmación puede parecer paradójica, pero
para examinar su validez es conveniente examinar la crítica fundamental dirigida por Marx
a la sociedad de su tiempo.
Como se sabe, lo que está en discusión es la relación libertad-igualdad: mas allá de cierto
límite, la desigualdad en las condiciones económico-sociales termina por vaciar la libertad,
aunque esté solemnemente garantizada y consagrada a nivel jurídico-formal. Marx tiene a
sus espaldas las lecciones de Hegel, al que ya se debe una presentación clara y persuasiva
del problema que examinamos: quien sufre hambre desesperante, además del peligro de
morir por inanición, está en una condición de "total carencia de derechos", vale decir en
una condición que, en último análisis, no difiere sustancialmente de la del esclavo[2].
El reconocimiento de este hecho parece a veces emerger incluso en la tradición liberal, pero
surge como involuntaria confesión. ¿Por qué, según Constant, el trabajador asalariado debe
ser excluido de derechos políticos? Es claro: "Los propietarios son dueños de su existencia
porque pueden negarle el trabajo"[3]. En el curso de su viaje por Inglaterra en 1883, ante el
espectáculo de una tremenda miseria masiva en estridente contraste con la opulencia de
unos pocos, Tocqueville deja escapar una especie de exclamación: "Aquí los esclavos, allá
los patrones, allá la riqueza de algunos, aquí la miseria de la gran mayoría"[4]. Se trata de
una relación entre igualdad y libertad, o mejor dicho entre desigualdad material extrema y
sustancial servidumbre. Pero la tesis implícita en la exclamación que se escapó en un
momento de descuido es luego rechazada y sistemáticamente refutada por el teórico liberal,
que contrapone libertad e igualdad, y llega a acusar al movimiento socialista (y a la misma
Revolución Francesa) de sacrificar a la primera en el altar de la segunda: "El que busca en
la libertad cualquier cosa por fuera de ella, lo hace para utilizarla"[5]. La "libertad de la
necesidades" teorizada por Roosevelt es para Tocqueville tan intolerable como para Hayek,
porque remite de hecho a otra tradición política, a autores mirados con sospecha u
hostilidad por la tradición liberal (en Francia reenvía a Rousseau y el jacobinismo, y en
Alemania a Hegel -el primero que habló de "derechos materiales"[6]- y sobre todo a Marx,
que recoge y reúne en sí la herencia de la filosofía clásica alemana y de la veta roussoniana-
jacobina).
¿Y hoy? Hablan de "derechos sociales y económicos" más o menos explícitamente no sólo
las Naciones Unidas, a las que tal vez con un poco de buena voluntad y para gran
satisfacción de Hayek se podría tratar de excluir del Occidente "auténtico". Y también
podrían plantearse dudas sobre la autenticidad occidental de la Constitución de la República
de Italia (nacida con la decisiva colaboración de socialistas y comunistas), que también
instituye una relación entre libertad y remoción de los "obstáculos de orden económico y
social" que la anulan o amenazan anularla. Dejemos entonces de lado a la ONU y a Italia, y
refirámonos exclusivamente al mundo anglosajón. Tómese a un autor como Rawls. Bien,
incluso este teórico norteamericano que exige la subordinación de la igualdad a la libertad,
antepone una importante cláusula limitativa al principio formulado diciendo que sólo debe
ser considerado válido "por encima de un nivel mínimo de ingresos"[7], con lo que en
realidad pierde validez, al menos para el Tercer Mundo (la mayor parte de la humanidad).
Y si se tomara al pie de la letra la cláusula limitativa de Rawls, la prioridad de la libertad
con respecto a la igualdad quedaría vaciada en los mismos países capitalistas avanzados, y
particularmente en los mismos Estados Unidos, donde se asiste "al aumento del porcentaje
de pobres"[8] y a la extensión de los bolsones de miseria e incluso de desnutrición[9].
Personalmente, sigo considerando mas convincente la formulación que diera Marx (y
Hegel) del problema en cuestión: por debajo de "un nivel mínimo de ingresos" no se trata
tanto de que se tambalee o caiga la prioridad de la libertad con respecto a la igualdad, sino
de que la libertad no existe concretamente. Es decir, la construcción de la libertad es
indisoluble de la construcción de un mínimo de igualdad: en este sentido Roosevelt asocia
la "libertad de la necesidad" a las otras fundamentales libertades civiles y políticas. De
cualquier manera, a pesar de su formulación diferente y menos rigurosa, incluso de la
cláusula limitativa del principio formulado por Rawls surge claramente que la realización
concreta de la libertad no se produce en un espacio aséptico, desvinculado de las
condiciones materiales de vida y un "nivel mínimo de ingresos". Reaparece pues ese
principio de "libertad de las necesidad" en el que -con razón- Hayek huele socialismo y
marxismo ¡y con la típica exageración de un conservador, grita entonces contra el insidioso
peligro bolchevique!
La crítica marxiana a la sociedad liberal-burguesa y su eficacia histórica
Hayek, con innegable rigor y coherencia, mira a un autor como Rawls con inocultable
desconfianza[10]. Ni siquiera Norteamérica es inmune a la contaminación socialista de
Occidente que el teórico neo-liberal no se cansa de denunciar. Así, incluso en ese país se ha
manifestado el funesto hábito -difundido también en Europa- de usar el término "liberal"
para designar "aspiraciones de naturaleza esencialmente socialista"[11]. Conviene entonces
apelar a un autor del que Hayek se reclama sin reservas por su apología de la "gran
sociedad", según la llama, o "sociedad abierta", para retomar la expresión de Popper[12].
Pues bien, precisamente en este autor podemos leer:
Incluso si el Estado protege a sus ciudadanos del riesgo de ser tiranizados por la violencia
física (como ocurre de modo principista, bajo el sistema del capitalismo desenfrenado), ello
puede fallar a nuestros fines si no logra proteger del abuso del poder económico. En un
Estado de este tipo, quien es económicamente fuerte es también libre de tiranizar a quien es
económicamente débil y privándolo de su libertad. En estas condiciones, la ilimitada
libertad económica puede ser autodestructiva, del mismo modo que la ilimitada libertad
física, y el poder económico puede ser tan peligroso como la violencia física, de hecho
aquellos que disponen de un excedente de mercancías pueden imponer a quienes sólo
tienen penuria una servidumbre "libremente" aceptada, sin usar la violencia.[13]
Popper tuvo a bien clasificar a Marx entre los "falsos profetas". Sin embargo, en este texto
incluso él termina asumiendo la crítica de fondo al liberalismo: no sólo hay una coacción
física, hay también coacción económica; la dominación económica y el monopolio o el
control de las "mercancías" permite "tiranizar" a aquellos que están privados de esas
mercancías y viven en condiciones de absoluta precariedad económica; estos últimos bien
pueden ser jurídicamente libres, pero están sin embargo sustancialmente privados de su
libertad y reducidos a "servidumbre". Incluso en el plano terminológico la consonancia es
evidente: la "servidumbre" de la que habla hace pensar en la "esclavitud asalariada" de la
que hablaba Marx a propósito de las condiciones obreras de su tiempo. Es evidente que las
opciones políticas de los dos autores son muy distintas; pero aún así, en la configuración de
las relaciones entre economía y política, el acusador del "falso profeta" sigue siendo su
deudor. Releamos ahora, desde otro punto de vista, la crítica fundamental que Marx dirige a
la sociedad burguesa surgida de la revolución francesa: "lleva hasta el fin la transformación
de las clases politicas en sociales, es decir hace de las diferencias de clase de la sociedad
civil solamente diferencias sociales, diferencias de la vida privada que no tiene significado
en la vida política"[14]. Aun en su forma mas desarrollada, incluso allí donde anula las
restricciones censatarias a los derechos electorales, el Estado burgués se limita en realidad
"a cerrar los ojos y a declarar que estas oposiciones reales no tienen carácter político, que
ellas no lo afectan"[15].
En todo momento, la convicción del liberalismo de Hayek es que la polarización incluso
extrema de miseria y riqueza debe ser un hecho atinente exclusivamente a la esfera privada;
pero esta convicción resulta abandonada, de diversas maneras, por Roosevelt, por la ONU,
por la Constitución de la República Italiana, por Rawls y por el mismo Popper en el
fragmento antes citado. Si para Hayek la tiranía comienza en cuanto el Estado deja de
considerar como meramente privado la desigualdad aún extrema que subsiste a nivel
económico-social, para el Popper que hemos visto es precisamente la falta de intervención
del Estado contra tales desigualdades extremas lo que permite y consagra una relación
objetiva de tiranía y servidumbre.
Además, el teórico de la sociedad abierta reconoce la deuda que la "democracia moderna"
tiene con respecto al marxismo cuando demuestra la irremediable obsolescencia de éste en
base al hecho de que la democracia moderna habría llevado a la práctica "la mayor parte"
de las reivindicaciones programáticas del Manifiesto del partido comunista, comenzando
por el "impuesto a las ganancias fuertemente progresivo o proporcional"[16]. ¡Qué
imprecisa y notable es esta formulación que asimila y une dos tipos de imposición muy
distintos! Sin embargo, dado que se refiere al Manifiesto del partido comunista, es posible
que Popper se refiera en realidad a la "starke Progressivsteuer", el "fuerte impuesto
progresivo" reivindicado en el folleto de Marx y Engels[17]. Según el teórico de la
sociedad abierta, esa reivindicación sería ahora obsoleta debido a que habría sido ya
ampliamente "realizada" en las "democracias modernas". En realidad, sobre estas
cuestiones se sigue desarrollando hasta nuestros días una batalla cultural y política. Incluso
Hayek menciona la "imposición fiscal progresiva como medio para conseguir una
redistribución del ingreso a favor de las clases más pobres" para denunciar la crisis del
liberalismo y la intolerable contaminación socialista sufrida aún por la sociedad
occidental[18]. Por otro lado, el subrayado del nexo entre libertad y condiciones materiales
de vida es, en Popper, un señalamiento aislado y una admisión involuntaria de la vitalidad
de las lecciones de Marx. Si realmente hubiese tomado en serio ese nexo, el teórico de la
sociedad abierta no habría hecho una lectura tan maniquea de la historia del siglo xx ni se
hubiera lanzado con tanta violencia contra los intelectuales que, olvidando que "todo anda
bien en Occidente", desataron un "gran escándalo" con "insultos" totalmente fuera de lugar
en el ámbito de "nuestra sociedad", de "nuestra civilización", de "nuestro hermoso
mundo"[19].
Hayek se muestra más riguroso que Popper: ¡es difícil conciliar la denuncia de Marx como
"enemigo de la sociedad abierta" con un explícito reconocimiento de la deuda contraída por
esta misma "sociedad abierta" con el Manifiesto del partido comunista! Es así que Hayek
carga en las cuentas del socialismo y del "abandono de los principios liberales" también "la
decisión de hacer de todo el campo de la seguridad social un monopolio estatal"[20], para
no hablar del rol de los sindicatos, que minan las raíces del sistema liberal, eliminando la
"determinación por la competencia del precio" de la fuerza-trabajo y destruyendo esa pieza
fundamental de la "economía de mercado" que es el "mercado del trabajo en
competencia"[21].
Se puede hablar, como Dahrendorf, de "nuevo liberalismo", pero el paso del "viejo" al
"nuevo" no fue para nada indoloro y tuvo como presupuesto gigantescas luchas político-
sociales y la asimilación, no espontánea sino impuesta por lo hechos, de elementos
centrales de las lecciones de Marx y otros autores malditos por la tradición liberal. Cuando
el sociólogo anglo-alemán habla de "derechos sociales", retoma una categoría etiquetada
por Hayek como infecta de socialismo y marxismo. Y cuando Dahrendorf denuncia en la
desocupación y la miseria una amenaza e incluso un vaciamiento de los "derechos
civiles"[22], es claro que aprovecha las lecciones marxianas. A veces, hasta en el plano
terminológico:
La igualdad ante la ley tiene poco significado si no existen sufragio universal y otras
chances de participación política. Las chances de participación sólo son una promesa vacía
si las personas no tienen la posición social y económica que las ponga en condiciones de
gozar de aquello que las leyes y la constitución les prometen. Paso a paso la idea de
ciudadanía fue dotada de sustancia. De ser una cantidad formal de derechos, la ciudadanía
devino un estatus, del que son parte, además del derecho electoral, un ingreso decoroso y el
derecho a tener una vida civil, incluso cuando se es enfermo o viejo o desocupado.[23]
Aquí reaparece la crítica al derecho "formal" cara a Marx; pero si libertad e igualdad sólo
son formales sin la "sustancia" del "ingreso decoroso", se desprende que la democracia es
todavía incompleta en los mismos países industriales avanzados, para no hablar de que
sigue siendo un espejismo en los países del Tercer Mundo aunque se proclamen de
"Occidente" y el "mundo libre".
Liberalismo y "teodicea de la felicidad"
Mucho mas próximo al liberalismo era el Dahrendorf de los años cincuenta o sesenta que
formulaba la tesis de que "la posición social de un individuo [depende ahora] de las metas
escolares que el mismo logró alcanzar"[24]. Ciertamente, se refería a los años del "milagro
económico" ideológicamente transfigurado; sin embargo, Dahrendorf en definitiva
retomaba un tema clásico de la tradición liberal. Ludwig von Mises opina que bajo el
capitalismo como tal, "la posición de cada uno depende de sus propias acciones", por lo que
frente a eventuales "fracasos" el individuo no tiene espacio para "excusas" y sólo puede
culparse a sí mismo[25]. Esta tesis no necesitó esperar la constitución de una sociedad
capitalista desarrollada para ser formulada: "La felicidad a la que está destinado el hombre
no es más que la que le provee su propia fuerza", o sea su capacidad, así se expresaba, ya a
final del 1700, en una Alemania anterior al capitalismo en lo fundamental, Wilhelm von
Humboldt[26]. Es un poco esa "teodicea de la libertad" de la que habla Max Weber:
los dominantes, los poseedores, los vencedores, los sanos", en síntesis, "el hombre feliz
raramente se conforma con el simple hecho de poseer la propia felicidad. Necesita también
tener derecho a tal felicidad. Quiere ser convencido de "merecerla" y sobre todo de
merecerla frente a los otros. Y quiere por lo tanto ser también autorizado a creer que los
menos afortunados, lo que no tienen la misma fortuna, recibieron equitativamente solo lo
que ellos merecían. La felicidad quiere ser "legítima"[27].
Desde este punto de vista, un rasgo implícita o declaradamente socialdarwiniano atraviesa
la tradición liberal: precisamente porque la miseria no cuestiona el ordenamiento social
existente, los pobres son los fracasados, los que a causa de su propia pereza o incapacidad
han sufrido una derrota o una pérdida en el ámbito de esa imparcial "lucha por la vida" de
la que habló, antes que Darwin, el liberal Herbert Spencer. Seria insensato y criminal
querer obstaculizar las leyes cósmicas que exigen la eliminación de los incapaces y
fracasados: "Todo el esfuerzo de la naturaleza es para desembarazarse de ellos, limpiando
al mundo de su presencia y dejando lugar a los mejores". Todos los hombres están
sometidos a una especie de juicio divino: "Si están realmente en condiciones de vivir, ellos
viven y es justo que vivan. Si no están realmente en condiciones de vivir, ellos mueren y es
justo que mueran"[28]. Por otro lado, aún hoy Ludwig von Mises habla de "lucha por la
vida", desarrollando una teodicea de la felicidad sin manchas ni sombras: la "lucha por la
vida" premia a "los hombres superiores"; además,
en las condiciones del capitalismo los más dotados y los más capaces no pueden obtener
ninguna ventaja de su superioridad sino ponen sus mejores dotes al servicio de los deseos
de la mayoría, constituida por los menos dotados. En el ámbito del mercado el poder
corresponde a los consumidores.[29]
Ante una pintura tan armónica y luminosa, no queda más que recordar el dicho de Hegel,
según el cual "cae en lo edificante e incluso en la insipidez" toda visión de la historia y de
la sociedad en la que esté ausente "la seriedad, el dolor, la paciencia y el trabajo de la
negatividad"[30].
Una versión de la teodicea de la felicidad parecida se encuentra en Hayek, aunque
considera inaceptable toda idea de justicia fundada en "una proporcionalidad entre
recompensa y mérito moral", pues la ideología meritocrática le parece sospechosa como
posible factor de desajustes y disturbio, más que consagratoria de las relaciones sociales
existentes. Para Hayek, dado que el mérito no es objetivamente mensurable y sería
arbitrario y despótico pretender retribuirlo en base a la opinión subjetiva que se tenga de los
méritos propios y ajenos, no queda más que sustituir la categoría mérito por la de valor:
"está bien que los individuos gocen de ventajas proporcionales a los beneficios que ellos
mismos sacan de su propia actividad"[31]. Pero este ajuste de categorías no modifica
sustancialmente la teodicea de la felicidad, cuyo lugar de realización es ahora el mercado.
Queda claro, en todo caso, que "una sociedad libre podrá funcionar o conservarse sólo si
sus miembros consideran justo que cada individuo ocupe el puesto derivado de sus propias
acciones y como tal lo acepte"[32]. Si la teodicea de la felicidad, según la definición de
Weber, está en función de la producción de la buena conciencia para quienes gozan de la
riqueza o en cualquier caso de la felicidad, en la versión de Hayek alcanza su objetivo con
particular elegancia: no existe desajuste o contradicción entre posición económico-social y
valor objetivamente medido por el mercado. Tanto es así que cualquier manifestación de
insatisfacción ante esta teodicea realizada por el mercado debe imputarse exclusivamente al
sentimiento de "envidia" y la evasión de la "responsabilidad individual"[33].
En todo caso, si bien con variantes ideológicas a veces relevantes, en la tradición liberal la
miseria tiene que ver con el demérito individual, el infortunio y el accidente, el orden
natural e incluso providencial de las cosas, pero de ninguna manera cuestiona las relaciones
económico-sociales e instituciones políticas. ¿Porqué, según Tocqueville, la revolución de
1848 ya es en febrero sustancialmente socialista, antiburguesa (y antiliberal)?[34] Porque
están muy presentes "las teorías económicas y políticas" que quieren "hacer creer que la
miseria humana es obra de las leyes y no de la providencia, y que seria posible suprimir la
pobreza cambiando el orden social"[35]. Aun la reglamentación legislativa y la consecuente
reducción del horario de trabajo (la jornada "de las doce horas") de los liberales franceses
es cargada en la cuenta de la "doctrina socialista" y condenada por tanto sin atenuantes[36].
Al rechazar la pretensión de poner "la previsión y sabiduría del Estado en el lugar de la
previsión y sabiduría individual", Tocqueville objeta que "no existe nada que autorice al
Estado entrometerse en la industria": es el célebre discurso pronunciado el 12 de septiembre
de 1848[37] para que la asamblea constituyente rechace la reivindicación del "derecho al
trabajo" que ya había sido sangrientamente rechazada en las jornadas de junio, pero que
después, por vías tortuosas, se abrió paso, por ejemplo, en la Constitución de la Republica
Italiana.
Cierto es que no se dio en Occidente la radical socialización de los medios de producción
prevista y auspiciada por Marx: al contrario, está en curso un proceso de reprivatizaciones
en Europa oriental, y profundas dudas y cuestionamientos se manifiestan incluso en los
países que de una u otra manera siguen reivindicándose del "socialismo". Pero sigue siendo
un hecho que la relación entre economía y política y la concepción misma de libertad fue
profundamente modificada, incluso en Occidente, por las enseñanzas de Marx.
Trabajo asalariado, instrumento de trabajo y "máquina bípeda".
Tiene razón entonces Hayek al denunciar la contaminación socialista y marxista que se
produjo en la sociedad occidental. Incluso mucho más de lo que él mismo supone. De
hecho, su error es hacer una reconstrucción completamente amañada de la tradición liberal.
No aporta ninguna prueba a su tesis de que "la lucha contra toda discriminación basada en
el origen social, en la nacionalidad, en la raza, en el credo, etcétera, ha sido una de las
características mas destacadas de la tradición liberal"[38]. En realidad, y limitándome a un
ejemplo macroscópico, en un clásico país de tradición liberal (los Estados Unidos) la
institución de la esclavitud subsistió hasta 1865, y su abolición formal no significó
ciertamente la inmediata desaparición de todas las discriminaciones y perjuicios contra los
negros, que durante mucho tiempo fueron excluidos, a causa del color de su piel, de
derechos políticos y, a veces, también civiles: ¡la legislación de algunos estados sureños
siguió prohibiendo los casamientos inter-raciales casi hasta nuestros días![39].
Sin embargo, Hayek insiste en su cuento: "el liberalismo clásico apoyó la reivindicación de
‘libre asociación’ "[40]. En realidad, la polémica antisindical, a veces más violenta y
explícita, a veces con sordina y apenas perceptible, acompaña constantemente la historia
del pensamiento liberal. Por otro lado, para desmentir al patriarca del liberalismo basta citar
a sus autores predilectos, como veremos. Mandeville describe, sorprendido e indignado por
los primeros intentos de los miserables de su tiempo de organizarse para mejorar sus
condiciones:
estoy informado por personas de confianza que algunos de estos lacayos han llegado a tal
punto de insolencia que forman asociaciones y han hecho leyes donde se comprometen a no
prestar servicio por una suma inferior a la establecida por ellos, a no llevar cargas, fardos o
paquetes que superen cierto peso fijado en dos o tres libras, y se han impuesto una serie de
otras reglas directamente opuestas al interés de aquellos a quienes prestan servicio, y al
mismo tiempo también opuestas a la consecución de los propósitos para los cuales se los
tomó.[41]
Burke, a su vez, ve que la libertad de contratación queda amenazada o anulada por
cualquier acuerdo o lazo asociativo entre los obreros, por cualquier "combinación o
Colusión"[42]. Además, en lo que se refiere a Francia, es de notar que la ley Le Chapelier,
que prohibía las asociaciones obreras, sólo fue derogada en 1887. Atrás de ello estaban las
gigantescas luchas del movimiento obrero y socialista que culminaron en la Comuna de
París: estamos pues mas allá de 1870, fecha que según Hayek señala el comienzo de la
"declinación de la doctrina liberal"[43], declinación coincidente con la irrupción en la
escena política de un movimiento obrero y socialista organizado. En lo que se refiere a la
desaparición de las discriminaciones censatarias de los derechos políticos, incluso ahora
considerada legítima por Hayek, la misma es aún más reciente y remite a las convulsiones
verificadas con la primera guerra mundial y la Revolución de Octubre [44].
La democracia moderna no puede comprenderse sin las ideas y luchas de la tradición
democrático-socialista, y esta última tiene el merito aún mayor de haber contribuido
decisivamente a la elaboración del concepto universal de hombre, ajeno hasta entonces a la
tradición liberal. Locke habla como un hecho obvio de los "plantadores de las Indias
Occidentales" que poseen esclavos y caballos en base a derechos adquiridos con
compraventa regular. En la Historia de la navegación, refiriéndose al comercio con las
colonias africanas puede incluso leerse: "Las mercancías que provienen de estos países son
oro, marfil y esclavos"[45]. Aún en pleno siglo XIX, Mill pone las características
definitorias de las razas "menores" apenas por encima de las especies animales
superiores[46].
Pero no sólo a las poblaciones coloniales se les niega la plena dignidad humana. Si Locke
incluye a los esclavos negros en la categoría de "mercancía" y los pone junto al caballo, un
siglo más tarde Edmund Burke (el "gran Whig" inglés caro a Dahrendorf, así como a Hayek
que lo llama "grande y visionario"[47]), incluye a los jornaleros o trabajadores asalariados
en la categoría de instrumentum vocale y por tanto, continuando una clásica clasificación,
lo coloca entre otros instrumentos de trabajo junto al buey (instrumentum semivocale) y el
arado (instrumentum mutum)[48]. Incluso el autor del manifiesto tal vez más célebre de la
revolución francesa (es decir Sieyès) habla de la "mayor parte de los hombres como
máquinas de trabajo" o más aún como "instrumento humano para la producción" o
"instrumento bípedo". Se llega a veces a una negación bastante explícita de la calificación
de hombre:
los desgraciados condenados a trabajos agotadores, productores para el goce otros, que
reciben apenas para mantener su cuerpo sufriente y necesitado de todo, esta masa inmensa
de instrumentos bípedos, sin libertad, sin moralidad, sin facultades intelectuales, dotados
sólo de manos que ganan poco y una mente ocupada por miles de preocupaciones que sólo
le sirve para sufrir […] ¿a esto llaman hombres ustedes? Se los considera civilizados
(policés) ¿pero se ha visto siquiera a uno capaz de entrar en la sociedad?[49]
Cabe señalar que tal nominalismo antropológico (la negación del concepto universal de
hombre) se caracteriza por constituir el fundamento teórico de la negación de los derechos
políticos a los no-propietarios. Constant los asimila a "niños" que, obligados a trabajar día y
noche, permanecen en una situación de "eterna dependencia"[50]; en cierto modo son
hombres, pero con la peculiar característica de que no se convierten ni pueden nunca
convertirse en adultos. No es que Constant se aleje mucho de Sieyès: también este último,
cuando no habla de "instrumentos humanos" o "bípedos", habla de "multitudes siempre
infantiles"[51]. Una visión que aun en nuestros días de una u otra manera se mantiene en
autores como Hayek, quien declara explícitamente que una sociedad libre puede,
perfectamente, negarse a conceder el sufragio a las masas: ¡el derecho al voto debe negarse
a las "personas demasiado jóvenes"[52]!
Marx, crítico del holismo liberal
La insistencia de Marx en el "hombre" como "ser genérico" sólo se puede comprender a la
luz de la lucha por la construcción del concepto universal de hombre. Ya en Hegel puede
encontrarse la afirmación de que, no solo al esclavo del amo tratado como instrumento de
trabajo, sino también al pobre reducido por el hambre a condiciones de sustancial
esclavitud, se le está negando en última instancia la calidad de hombre[53]. Por esta
insistencia en el hombre como "ente genérico" Marx ha sido frecuentemente acusado de
holismo. No es el momento para detenerse en la ambigüedad y falta de adecuación de esa
categoría, pero vale la pena sin embargo señalar que, en muchos aspectos, El capital
aparece como una denuncia del holismo que atraviesa la economía política y la tradición
liberal. Veamos algunas de las proposiciones criticadas por Marx: "Para hacer feliz la
sociedad -escribe Mandeville- es necesario que la gran mayoría se mantenga tan ignorante
como pobre". O también: "La riqueza más segura consiste en una masa de pobres
trabajadores"[54]. No es lo más importante el que el autor más querido por Hayek[55]
considere como un hecho natural, inevitable y al mismo tiempo benéfico, la miseria y la
ignorancia de los trabajadores asalariados. Más importante es examinar la estructura
epistemológica del discurso de Mandeville: lo que exige el sacrificio de una masa
innumerable de individuos es la "sociedad" o mejor la "riqueza", un universal monstruoso
que engulle a la abrumadora mayoría de la población. Puede tomarse el caso de Destutt de
Tracy, puesto también bajo la mira de Marx: "las naciones pobres son aquellas en las que el
pueblo vive en condiciones de bienestar, mientras que las naciones ricas son aquellas en las
que el pueblo es normalmente pobre"[56]. La "riqueza de las naciones" -para usar la
expresión cara a Adam Smith- es el nuevo nombre de este Moloch voraz. Que puede
también a veces llamarse "libertad": la carga antiestatalista y liberal de Mandeville queda
muy en evidencia y es celebrada por Hayek, que sin embargo pasa con toda desenvoltura
por encima de la otra cara de la medalla, the working slaving people, "la parte mas
mezquina y pobre de la nación" que según Mandeville trabaja -y es justo e inevitable que
trabaje, como ya se dijo-, de manera semejante a los esclavos. Y así como antes la "riquezas
de las naciones" exigía la miseria de la mayoría de la población, lo que podríamos llamar
"libertad de las naciones" exige ahora la sustancial esclavitud siempre de la mayoría de la
población.
Pero es necesario detenerse un poco en la estructura del discurso criticado por El capital: la
felicidad, o la riqueza, o la libertad de la "sociedad" o de la "nación" exigen la infelicidad,
la miseria, la esclavitud de la mayoría de sus miembros. ¿Por qué tal proposición no se
considera lógicamente contradictoria? Es claro: porque los trabajadores asalariados no son
integrados realmente y a pleno título dentro de la categoría de "sociedad" y "nación", un
universal que sólo recurre a ellos para que oficien como víctimas a sacrificables.
La necesidad de proceder a una drástica limitación de los derechos civiles de grupos
sociales o étnicos considerados peligrosos y subversivos a veces llega a ser teorizado
explícitamente. Véase los términos en que lord Palmerston, campeón de la Inglaterra
liberal, rechaza conceder la libertad religiosa a los católicos irlandeses: "La legislación de
un país tiene el derecho de condenar a una parte de la comunidad a la falta de derechos
políticos que considere necesaria para la seguridad y el bienestar del conjunto […] Esto es
parte de los principios fundamentales en los que se basa un gobierno civil". Aparece acá la
consigna clave del holismo (seguridad y bienestar del conjunto), y surge en un exponente
de primer plano del liberalismo, y no en Marx que, por el contrario, polemiza con lord
Palmerston condenando la total subordinación teorizada por éste de la "masa del pueblo" a
ese universal ilusorio y mistificante que es la "legislación" "es decir, con otras palabras, la
clase dominante"[57].
Y bien se sabe que no pocas veces el liberalismo priva a la "multitud siempre infantil" no
sólo de derechos políticos, sino también de derechos civiles. Hayek ensalza a Mandeville
como alguien para quien "el ejercicio arbitrario del poder por parte del gobierno debería ser
reducido a un mínimo"[58]; en realidad, Mandeville, sostenedor de una moral
desprejuiciadamente laica, exige sin embargo que la asistencia dominical a la iglesia y el
adoctrinamiento religioso sean una "obligación para los pobres y analfabetos", a los que en
todo caso durante los domingos "se debería impedir […] el acceso a cualquier tipo de
diversión fuera dela iglesia"[59]. Incluso en el siglo XIX el liberal alemán Totteck y
Welcker (citado elogiosamente por Hayek[60]) a fin de prevenir "desde el origen" cualquier
ataque al derecho de propiedad, exige que los pordioseros y las personas simples
desprovistas de medios de subsistencia, sean recluidos incluso por una simple "disposición
de la autoridad policial" en "casas de trabajo obligatorio", y por tiempo indeterminado, para
que sean sometidos a una disciplina dura e incluso despiadada.[61].
Hablé de la decisiva contribución del movimiento democrático y socialista a la
construcción del concepto universal de hombre (o de persona, o de individuo). Con buen
olfato Nietzsche cargó "la igualdad de las personas" en la cuenta del "socialismo". "La
igualdad de las persona" que objetaba era la afirmación de que cada miembro del género
humano debe reconocerse como persona. Por el contrario -y en furibunda polémica contra
el socialismo- Nietzsche afirma que "los más no son ninguna persona", "los individuos
solos son pocos". Y así como Burke con el ojo puesto en la agricultura definía al trabajo
asalariado como instrumentum mutum, Nietzsche con el ojo puesto en la industria, lo define
como "instrumento de transmisión", para transmitir el movimiento a los telares y a los
verdaderos instrumentos de producción; y así como Sieyès habia hablado de los
trabajadores asalariados como de "máquinas de trabajo", Nietzsche habla de ellos como de
"máquinas inteligentes". Y tal como Mandeville creía conveniente que se negara la
instrucción a la "parte mas mezquina y pobre de la nación" para no entorpecer el proceso de
reproducción de the working slaving people, Nietzsche considera a la instrucción popular
absolutamente incompatible con la sustancial esclavitud que es el trabajo asalariado y
constituye el presupuesto de toda civilización[62]. Lo comienzos de Nietzsche se
corresponden con el período en el que Hayek sitúa "la declinación de la doctrina liberal" a
consecuencia del desarrollo del movimiento democrático-socialista. Polemizando contra
ese movimiento y en el desesperado intento de retroceder antes de la construcción del
concepto universal de hombre, Nietzsche termina objetivamente retomando temas y
motivos típicos del liberalismo, o al menos del primer liberalismo.
Los "niños", los "bárbaros" y la tradición liberal
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  • 1. Leyendo la “globalización” políticamente. Versión para impresoraEnviar a un amigo Autor(es): Bonnet, Alberto Bonnet, Alberto. Miembro del Consejo de Redacción de la revista Cuadernos del Sur. Integrante de la Escuela de Econimía Política de la Facultad de Ciencias Económicas de la Universidad de Buenos Aires, profesor en la Universidad de Quilmes. 1. Introducción Quisiera identificar y explicar esquemáticamente aquí, mediante un conjunto de apretadas tesis, los principales procesos que a mi entender diferencian a la denominada globalización respecto de períodos anteriores de intensa universalización de las relaciones sociales capitalistas.[1] Dos son las coordenadas en las que debemos inscribir esta tarea de determinar las especificidades de la globalización. Por un lado, debemos reconocer la tendencia universalizante inherente al capitalismo desde sus orígenes históricos, una tendencia que además se inscribe en la dinámica de acumulación y en la consiguiente expansión de las relaciones sociales que lo definen como modo de producción. Ya Marx y Engels escribían tempranamente, en un Manifiesto que hoy cumple un siglo y medio de vida revolucionaria, acerca de una burguesía que “se forja un mundo a su imagen y semejanza”. El primero analizaría más tarde estas tendencias, a lo largo de un itinerario que va desde el propio concepto de reproducción ampliada del primer tomo hasta la perecuación de la tasa de ganancia en el tomo tercero de El Capital.
  • 2. Sin embargo, debemos reconocer igualmente que dicha tendencia universalizante opera discontinuamente y, en cada período histórico, con características diferenciadas. El anuncio de Lenin del advenimiento de una etapa imperialista del capitalismo a comienzos de siglo y su reelaboración posterior en la escuela del capital monopolista de Sweezy, la idea de que el desarrollo capitalista puede periodizarse a partir de ciclos largos también gestada a comienzos de siglo por Kondratieff y retomada posteriormente en las teorías de las “ondas largas” de Mandel o de las “estructuras sociales de acumulación” de Gordon, son todos intentos de asimilar esta idea de un desenvolvimiento discontinuo del capitalismo (ver Mc Donough, 1997). Por supuesto, no podemos detenernos aquí en los complejos problemas que encierran estos diversos intentos de distinguir períodos en el desarrollo capitalista. Digamos, simplemente, que alcanza con aceptar la existencia de discontinuidades dentro del mismo, para suponer que su tendencia universalizante no podrá sino operar de un modo igualmente discontinuo. Sólo considerando a la denominada globalización a partir de estas dos coordenadas puede evitarse un doble riesgo: el riesgo de sumarnos a la moda de augurar el advenimiento de una sociedad enteramente nueva, en los casos extremos una sociedad poscapitalista, y el riesgo contrario de negarnos a reconocer las transformaciones del capitalismo en curso. Sólo guardando distancia respecto de los ideólogos oficiales de la globalización -los gurúes neoliberales como P. Drucker, A. Toffler, etc.- y a la vez de sus nostálgicos impugnadores de la periferia -como nuestro Aldo Ferrer- puede arrojarse luz sobre las especificidades del fenómeno en cuestión.[2] La mejor manera de identificar estas especificidades será, entonces, comparando los rasgos del período que vivimos desde la crisis mundial desencadenada a comienzos de la década del setenta hasta nuestros días, con las características de períodos previos del desarrollo capitalista, y en particular del capitalismo de posguerra. Comencemos con una definición provisoria. El término globalización -sigo utilizándolo aquí para evitar una engorrosa proliferación de palabras- designa una determinada combinación de procesos económicos, sociales, políticos, ideológicos y culturales que puede ser considerada como una nueva etapa de acelerada extensión e intensificación de las relaciones sociales capitalistas. No es un mero agregado de procesos dispersos, pero tampoco una estructura cohesionada por relaciones de funcionalidad. Es una combinación de procesos, una constelación, determinada por el único principio que puede considerarse articulador y convertir en inteligibles este tipo de totalidades complejas y antagónicas: la lucha de clases. La lucha de clases, más precisamente, determina esta combinación de procesos en tanto constituyen en su conjunto una sostenida reacción burguesa contra los trabajadores, iniciada tras el reflujo de la década revolucionaria que va de mediados de los ‘60 a mediados de los ‘70 y con el hundimiento en la crisis mundial vigente hasta nuestros días. Trataremos de explicar dicha combinación de procesos a partir de la lucha de clases, de la lucha entre capital y trabajo. Eso significa, en este contexto, una lectura política.
  • 3. 2. Crisis y capital en fuga La primera idea que quisiera presentar se refiere al comportamiento de las finanzas. Es comúnmente reconocida la importancia que reviste la expansión del mercado financiero entre los procesos que asociamos con la globalización. Los comienzos de esta expansión de remontan a fines de la década de los ‘60 y comienzos de los ‘70: la desregulación y liquidación final del sistema de Bretton Woods entre 1966 y 1971, los cambios en el manejo del crédito de Gran Bretaña en 1971, la adopción de un sistema de tipos de cambio flexibles en 1973, la expansión del mercado de eurodólares y el reciclaje de petrodólares, con el correlativo endeudamiento y posterior crisis de los capitalismos periféricos. Ya en este período aparecen mercados derivados de futuros y opciones sobre monedas y tasas de interés, que más tarde tendrán un desarrollo explosivo. Pero esta tendencia expansiva de los mercados financieros se potencia desde la llegada de la contrarrevolución neoconservadora a EEUU y Gran Bretaña entre 1979 y 1982. La primera mitad de la década de los ‘80 está signada, en efecto, por un proceso de creciente liberalización financiera: se liberalizan los movimientos de capital y las tasas de interés, se convierte en títulos la deuda pública de los países centrales, crecen significativamente los activos de los fondos de inversión y de pensión y los derivados, y se expanden a una escala internacional. En este período es que “ingresa” a nuestros países, por así decirlo, la crisis y la globalización capitalista: ingresa gracias a su primer ariete, el endeudamiento especulativo, y se expresa con su máxima violencia como la crisis de la deuda, crisis que condicionará desde entonces la marcha de nuestras economías. De mediados de los ‘80 hasta nuestros días, finalmente, se acentúa la interconexión de los mercados financieros y se incorporan por completo los capitalismos periféricos. La desregulación alcanza a los mercados bursátiles, se expanden las transacciones en los mercados cambiarios y en derivados de materias primas. Las finanzas de mercado y la conversión en títulos de la deuda pública se extienden por fuera de las economías de la OCDE (para un panorama del proceso ver Chesnais, 1996, particularmente cap.1). Alcanza con atender a unos pocos datos para constatar la magnitud que alcanzó esta expansión de las finanzas especulativas. El volumen del mercado financiero se incrementó desde unos 40.000 millones de dólares a comienzos de la década del ‘70 a un monto que hoy ascendería a varios cientos de billones. Las características de las transacciones financieras a su vez se modificaron
  • 4. significativamente: se desregularon las plazas, se incrementó la velocidad de las transacciones, se generalizaron nuevas herramientas. La importancia de esta expansión del mercado financiero puede advertirse cabalmente si contabilizamos que sólo en la plaza de New York, cada quince días, se realizan operaciones financieras por un monto equivalente al producto bruto mundial de todo un año (Scavo, 1995). Esta expansión del mercado financiero no se corresponde con una expansión productiva de magnitud equiparable: apenas una décima parte -en los cálculos más optimistas- de sus transacciones cuentan con algún correlato en bienes y servicios reales. Por el contrario, esta hipertrofia del mercado financiero se gesta y desarrolla en el contexto de un período de crisis y de crecimiento mediocre de la economía mundial. Esto es, un período caracterizado por tasas de crecimiento medio anual del producto de 2,1% -contra 5,2% en el capitalismo de posguerra- y de productividad de 2,6% -contra 5,2% en la posguerra (datos para los países de la OCDE; períodos 1974-1994 y 1949-1974; de Husson, 1996).[3] Este desfasaje pone de manifiesto de manera privilegiada el vínculo existente entre la globalización y la crisis desencadenada a comienzos de los ‘70: el capital, ante el estrangulamiento de su rentabilidad en la esfera productiva, se desplaza desde entonces, en porciones crecientes, hacia la esfera financiera (Holloway/Bonefeld, 1995). Más adelante volveré sobre este punto. Sin embargo, habida cuenta que parece perpetuarse a través del tiempo, conviene examinar más detenidamente este aparente “predominio” de la especulación financiera sobre la producción. Detener el análisis en este predominio, convertido en característica distintiva de un capitalismo contemporáneo que quedaría así signado por connotaciones puramente rentísticas, no resuelve ningún problema (esto sucede en parte en Chesnais, op. cit. y 1996/7). El aparente predominio de la “especulación” sobre la “economía real” no puede analizarse sobre la base de una contraposición mecánica entre la esfera financiera y la productiva, pues la primera no puede sino absorber y redistribuir masas de plusvalor necesariamente generadas en la segunda (ver la crítica de Husson, 1997, a este enfoque). Un funcionamiento puramente rentístico del capitalismo a mediano plazo es, por consiguiente, insostenible. Y no olvidemos aquí que el período de crecimiento lento en que vivimos se extiende ya por más de dos décadas, es decir ¡un lapso de tiempo equivalente a la afamada edad de oro del capitalismo de posguerra! En nuestros países, este tipo de interpretaciones que contraponen mecánicamente las esferas financiera y productiva conduce a diagnósticos insostenibles y de ahí rápidamente al reciclaje de programas nacionalistas-populistas centrados en la protección de presuntos capitales autóctonos auténticamente productivos ante el capital financiero transnacionalizado.[4]
  • 5. ¿Cómo debemos entender, entonces, esa hipertrofia financiera en el marco de los procesos que integran la globalización?. Acaso la respuesta radique en que la extrema movilidad del capital bajo su forma dineraria le permite a la especulación financiera operar precisamente como una suerte de “avanzada”, de “punta de lanza” del conjunto de procesos que forman la globalización capitalista. La operatoria del mercado financiero desnudará así, como ninguna otra instancia, los rasgos que caracterizan a la globalización. Su potencia, por ejemplo: la capacidad de imponer políticas económicas a los Estados comprometidos en preservar sus monedas y sus equilibrios fiscales. Y asimismo su fragilidad, puesta de manifiesto en cada corrida especulativa. Ambos rasgos son, desgraciadamente, bien conocidos en Sudamérica. Las políticas económicas de moneda estable y mercados libres inspiradas en el Consenso de Washington, cuyo caso extremo son los planes más o menos rígidos de convertibilidad de la Argentina y Brasil (ver análisis comparado en Sant’Ana, 1996), son a la vez producto de los graves desequilibrios macroeconómicos desatados por la crisis de la deuda y cadenas que subordinan el desenvolvimiento económico de nuestros países a los flujos especulativos de los mercados financieros internacionales. Operan como cadenas, ya sea estabilizando mediante un violento disciplinamiento social y político (ver Bonnet, 1995), ya sea desestabilizando a través de colapsos no menos violentos con cada corrida especulativa. Las consecuencias del llamado efecto tequila -especialmente en Argentina- hace tres años y del efecto arroz -en Chile, Brasil, ¿Argentina vía Mercosur?- de nuestros días son evidentes (ver para la crisis asiática los trabajos de Hochraich, 1998, y Chesnais, 1998; sobre sus consecuencias en Brasil, Singer, 1997). El mercado financiero desnuda así la potencia y la fragilidad de la globalización, debido al vínculo existente entre su hipertrofia y la crisis mundial. En este sentido la financiarización del capital es al mismo tiempo una fuga hacia adelante del capital en crisis -una apuesta a la explotación futura del trabajo- y una respuesta del capital a su crisis -una ofensiva de disciplinamiento que apunta a sentar las condiciones de posibilidad para esa explotación futura.[5] Como sucede a escala nacional con los procesos de desinversión, a escala mundial sigue siendo la potestad de los capitalistas sobre las decisiones de inversión su arma última en la lucha de clases. Y la extrema movilidad del capital en su forma de capital dinerario otorga a la inversión especulativa, en este sentido, el carácter de arma privilegiada. 3. Capital móvil / trabajo encerrado
  • 6. La segunda idea que quisiera plantear aquí se refiere por su parte a la producción y al comercio mundiales, donde igualmente encontraremos procesos que son constitutivos de la globalización. En este punto, sin embargo, los datos parecen en una primera lectura capaces de sustentar hipótesis diversas y aún contradictorias. En efecto, puede constatarse una tensión entre la tendencia hacia un aperturismo multilateralista y la contratendencia hacia la conformación de bloques regionales. Este fenómeno suele absorber la atención de los analistas que siguen las transformaciones del comercio mundial desde la perspectiva de las economías periféricas (ver por ejemplo las compilaciones de Calva, 1995, y Rapoport, 1995). Se constata asimismo una tensión semejante a propósito del comportamiento de la inversión extranjera directa, entre una tendencia hacia la liberalización de sus flujos -casi planetarizados desde el derrumbe de los regímenes burocráticos del este- y una contratendencia hacia su concentración -en sus ¾ partes- en los tres grandes polos económicos mundiales. Esta tensión suele atraer igualmente la atención de los analistas ubicados en la periferia (ver Minsburg, 1995). Sin embargo, existe una tercera tensión, más abarcadora, entre la movilidad de los capitales y mercancías por un lado y la inmovilización del trabajo por otro, que suele pasar desapercibida. Naturalmente, hay una explicación bien sencilla de esta asimetría respecto de la atención brindada a los fenómenos mencionados. Cuando se interpreta la globalización desde las oficinas del Estado, agente de política macroeconómica, las estrategias comerciales y de captación de inversiones extranjeras ocupan un primer plano; cuando se la interpreta desde la posición de los trabajadores como sujeto de lucha, esta asimetría entre trabajo y capital pasa a ocupar el centro del análisis. A esta última quisiera referirme. Tras los comportamientos mencionados de los flujos de inversión y comercio se encuentra la operatoria de las corporaciones transnacionales, que son el auténtico protagonista de la globalización en la producción. Un pequeño grupo de transnacionales, las cien principales, controlan 1/3 de la inversión directa y explican 1/4 del comercio mundiales -y aumenta esta participación significativamente si nos restringimos a los sectores más dinámicos de la economía. Los crecientes flujos comerciales intra e inter-bloques se explican en buena medida por el comercio intra-firma de las transnacionales, así como los flujos de inversiones intra e interbloques se explican por los procesos de relocalización de procesos productivos de esas mismas grandes corporaciones. En efecto, estas transnacionales -a diferencia de las multinacionales dominantes en el capitalismo de posguerra- tienden a descentralizar sus procesos de producción, orientadas por las ventajas comparativas ofrecidas por las distintas regiones, mientras realizan su producción directamente en el mercado mundial. Existen distintas modalidades de reorganización y de relocalización de la producción en curso -detenidamente analizadas por la llamada escuela de la regulación (véase por ejemplo Lipietz y Leborgne, 1990 y 1994). Sin embargo, la dominante -denominada neotaylorista por los regulacionistas- parece ser la modalidad asociada con una disgregación territorial de la
  • 7. producción que implica una polarización espacial entre la concentración de las actividades financieras y de servicios en las grandes metrópolis del centro capitalista y la dispersión de plantas productivas en zonas industriales especializadas de regiones periféricas. Existen asimismo distintos tipos de ventajas comparativas que orientan esta reorganización y relocalización de la producción de las corporaciones transnacionales (ver De Mattos, 1990 y 1997). Sin embargo, pueden referirse en su conjunto a las tasas de explotación del trabajo vigentes en las distintas regiones -las que no necesariamente coinciden por supuesto con los salarios relativos.[6] Este proceso de reorganización y relocalización de los procesos de producción llevado adelante por las grandes corporaciones transnacionales plantea un nuevo problema para el análisis: la emergencia de mecanismos de formación de precios propiamente internacionales, al menos en aquellas ramas más trasnacionalizadas de la economía (ver Carchedi, 1991). Esta posibilidad de formación internacional de los precios depende hoy de la posibilidad de un mercado internacional, o al menos de mercados regionales, de fuerza de trabajo, puesto que la movilidad de los capitales es prácticamente irrestricta. Aquí nos encontramos ante esa asimetría entre la movilidad de los capitales y mercancías por una parte y la inmovilidad de la fuerza de trabajo por la otra. Esta inmovilidad es en parte inherente a la naturaleza de la fuerza de trabajo como mercancía, como ya señalara Marx, por su inseparabilidad respecto del trabajador. Pero el peso de esta restricción disminuye con el propio desarrollo de las fuerzas productivas. La restricción a la movilidad de la fuerza de trabajo que hoy reviste una importancia clave es más bien la impuesta políticamente (ver Fox Piven, 1995). Una de las tareas de los Estados-nación fue siempre la segmentación de la clase trabajadora en mercados de trabajo nacionales, en particulares cotos de caza de burguesías soberanas. Más adelante me detendré en este punto. Quedémonos por ahora en la tensión generada por la movilidad de un capital que se desplaza tras unas condiciones óptimas de explotación del trabajo, tendiendo así a unificar los mercados de trabajo, pero que a la vez necesita de la inmovilidad del trabajo y fragmentación de los mercados de trabajo como requisito para optimizar esas condiciones de explotación. En efecto, así como la competencia entre trabajadores es una condición de posibilidad de la explotación capitalista a nivel nacional, la competencia entre clases trabajadoras nacionales -exacerbada en nuestros días por un desempleo galopante y una marginación de poblaciones enteras respecto de economía mundial- es la condición de posibilidad para una explotación capitalista globalizada. Pero es una condición, a su vez, continuamente minada por el propio comportamiento del capital. Esta tensión se expresa en el recrudecimiento de la xenofobia, del racismo, de las cruzadas étnicas modernas y de las auténticas “guerras de baja intensidad” libradas en ciertas fronteras -como la del Rio Grande.
  • 8. Por supuesto, los trabajadores no son sólo los inermes portadores de una mercancía. Se constituyen como clase y su lucha puede golpear en el corazón de la explotación capitalista: golpearon desde la selva chiapaneca al Tratado de Libre Comercio y sacudieron desde las fábricas coreanas al milagroso sudeste asiático. No puedo detenerme aquí a examinar las ricas y novedosas modalidades que reviste cotidianamente esta resistencia contra el capital globalizado. Señalaré apenas que un corolario interesante de aquella tensión entre movilidad del capital e inmovilidad del trabajo es la creciente centralidad que adquiere el espacio en la lucha de clases. Esto puede resultar paradójico, puesto que históricamente el desarrollo de las fuerzas productivas - transporte, comunicaciones- tendería a minimizar la importancia del espacio (ver Harvey, 1992). Sin embargo, el espacio es un producto histórico-social no sólo determinado por el grado de desarrollo de las fuerzas productivas, sino también por estrategias políticas. Y así como existe una política capitalista de manejo del espacio, algunos movimientos de resistencia parecen estar delineando una política del espacio alternativa a aquella. Los cortes de rutas en Argentina y las acciones de los “sin tierra” en Brasil deberían entenderse en este marco. 4. Capital global / Estado-nación Esta problemática nos conduce directamente a la tercera idea que quisiera abordar, concerniente a la relación entre globalización y Estados-nación. En efecto, en el centro de aquella asimetría entre movilidad de los capitales y las mercancías e inmovilidad de la fuerza de trabajo se ubica la figura del Estado. Es imposible definir el Estado prescindiendo del sistema internacional de Estados, del cual es parte integrante pero dentro del cual sólo puede definirse negativamente en base a un territorio y a un pueblo -la nación- específicos (son pertinentes las advertencias metodológicas de Von Braunmühl, 1978; ver asimismo Holloway, 1993). Por consiguiente, la globalización parece entrar en tensión con esta naturaleza de los Estados-nación. Esta tensión es el punto de partida para examinar los procesos de “reforma del Estado” que signaron la era neoconservadora de los ‘80 y que se prolongan en nuestros días con las denominadas “reformas de segunda generación”. Estos procesos de reforma del Estado no significan en ningún caso una desaparición ni una minimización de los Estados. Atiéndase, por ejemplo, al simple hecho de que los procesos de reforma paradigmáticos de los ‘80 -británico, norteamericano, en alguna medida alemán- aumentaron los gastos públicos considerados como porcentajes de sus respectivos PBI (según datos del FMI). La idea, ciertamente divulgada en
  • 9. nuestro medio, de que dichos procesos de reforma son meramente destructivos es en verdad una idea de raigambre populista que se nutre en una idílica interpretación de la naturaleza general del Estado capitalista y de los Estados capitalistas periféricos de posguerra en particular.[7] Los procesos de reforma del Estado constituyen, entonces, procesos mediante los cuales los denominados Welfare States centrales -y sus pares populistas periféricos- de la posguerra modifican sus funciones. En este sentido, dichas reformas pueden ser interpretadas como pasajes desde “Estados de seguridad” hacia “Estados de competencia”. Desde los “Estados de seguridad”, nacidos en los capitalismos avanzados como respuesta a los procesos revolucionarios y la depresión de 1917-1932 y centrados en las políticas de estabilización y de integración social keynesianas, hacia unos “Estados de competencia” que abandonan dichas políticas de seguridad (o aún adoptan políticas de signo contrario: un Stato-crise, diría T. Negri), centrados a su vez en crear y consolidar las condiciones internas de explotación del trabajo para la captación de mayores porciones de un capital globalizado (Hirsch, 1997; Alvater, 1997). Pero no alcanza con esta explicación, que es meramente funcional. La propia reforma neoconservadora del Estado es parte de una ofensiva del capital contra el trabajo que, en su extremo, puede ser entendida como renovada “acumulación originaria”. Las privatizaciones y desregulaciones son, ante todo, mecanismos de expropiación directa, de apertura violenta de oportunidades de inversión inmediatamente rentables, la flexibilización de los contratos laborales es la legalización de un despotismo fabril propio de los orígenes del capitalismo, y así sucesivamente. Se trata de políticas encaradas por los Estados neoconservadores. Y de políticas que -más allá de su adecuación a poderosas tendencias subyacentes en el capitalismo contemporáneo- requieren de una capacidad de intervención de parte del Estado que en nada concuerda con la mitología del “Estado mínimo” y del “libre mercado”. Ahora bien, es muy cierto que, como resultado de estos procesos, los Estados-nación parecen resignar algunas de sus funciones, las funciones más directamente vinculadas con la operatoria de las transnacionales, que por su propia naturaleza parecen escapar a toda instancia de regulación nacional. Ante la inexistencia -y quizás la imposibilidad- de instituciones supranacionales de regulación que reemplacen a los Estados-nación en estas funciones, las mismas tienden a ser adoptadas por instituciones supranacionales heredadas del capitalismo de posguerra - particularmente, por los organismos financieros internacionales (véase Tanzer, 1995)-, que a su vez intentan adecuar su naturaleza a estas nuevas funciones. Naturalmente, nada garantiza el éxito de semejante empresa. Tras la devaluación mexicana del denominado tequila, los organismos financieros internacionales entraron, para decirlo en suaves términos psicológicos, en una aguda crisis de identidad.[8] México, el nuevo milagro, el que mantenía estrechísimos “mecanismos de consulta” con el Tesoro y la Reserva Federal en virtud del
  • 10. Tratado de Libre Comercio, había devaluado y conmocionado los mercados financieros. Tres años más tarde, en estos días, la historia se repite desde los viejos milagros del sudeste asiático. 5. A manera de conclusión La riqueza en su forma de capitales industriales y mercancías tiende a discurrir en el interior de, o entre, los tres polos de la economía mundial, marginando regiones enteras de cualquier posible inserción en el mercado mundial (el África sub-sahariana, América Central, ¿parte de Sudamérica?) En el interior de esos mismos polos, los flujos de riqueza se concentran en las zonas productivas vinculadas directamente con el mercado mundial, marginando zonas interiores que se convierten, en el mejor de los casos, en atrasadas proveedoras de fuerza de trabajo barata (zonas del interior de China, etc.). Los flujos riqueza en su forma de capitales especulativos, esto es, capitales excedentes, encuentran su correlato en un excedente de fuerza de trabajo que alcanza a un tercio de los hombres y mujeres del mundo dispuestos a trabajar. Los Estados-nación en sus nuevas funciones no revierten estas tendencias; más bien, tienden a profundizarlas en su empeño por atrapar partes significativas del escurridizo capital globalizado. Enfrentar pobres contra pobres para incrementar la explotación y por ende la pobreza. Marginar, fragmentar, romper solidaridades: esa parece hoy la estrategia del capital globalizado. Algunos buscan la respuesta a esta situación en el Estado-nación, en un nuevo Estado o en algún reciclaje del Estado de posguerra. Pero debe recordarse que nunca, durante este siglo, fue menos peligroso que hoy ser brutalmente reduccionista en cuanto al Estado capitalista: el Estado es hoy poco más que un sirviente político del gran capital. Algunos buscan la respuesta en una alianza con las burguesías autóctonas. Pero debe advertirse entonces que nunca, durante este siglo, dichas burguesías contaron con una menor autonomía respecto del gran capital trasnacionalizado. Podemos, en cambio, partir de la orfandad a la que los trabajadores y el conjunto de los explotados y oprimidos se ven arrojados por el capital y su Estado, e intentar convertirla en autonomía política. Podemos incluso partir de la hermandad en la miseria a la que los pueblos son empujados por el capital globalizado, e intentar convertirla en un internacionalismo de nuevo cuño. Hace 150 años, el Manifiesto vislumbraba una mundialización del capital y reclamaba un internacionalismo del trabajo. Hoy, aquella es una realidad y éste un desafío impostergable.
  • 11. Bibliografía Alvater, E. (1997); El mercado mundial como campo de operaciones o del Estado nacional soberano al Estado nacional de competencia, en Viento del Sur Nº.9, México, Primavera. Bonnet, A. (1995); Argentina 1995: ¿una nueva hegemonía?, en Cuadernos del Sur Nº19, Buenos Aires, junio. Calva, J. L. (ed.) (1995); Globalización y bloques económicos. Realidades y mitos, México, J. Pablós. Carchedi, G. (1991); Frontiers of political economy, London-New York, Verso. Chesnais, F.(coord.) (1996); La mondialization financière. Genèse, coût et enjeux, Paris, Syros. Chesnais, F. (1996/7); Notas para una caracterización del capitalismo a fines del siglo XX, en Herramienta Nº 1 (1996) y Nº 3 (1997), Buenos Aires. Chesnais, F. (1998); Una conmoción en los parámetros económicos mundiales y en las confrontaciones políticas y sociales, en Herramienta N° 6, otoño de 1998. De Mattos, C. A. (1990); Reestructuración social, grupos económicos y desterritorialización del capital, en F. Albuquerque Llorens, C. A. De Mattos y R. J. Fuchs: Revolución tecnológica y reestructuración productiva: impactos y desafíos territoriales, Buenos Aires, GEL. De Mattos, C. A. (1997); Dinámica económica globalizada y transformación metropolitana: hacia un planeta de archipiélagos urbanos, VI Encuentro de Geógrafos de América Latina, Buenos Aires, 1997.
  • 12. Fox Piven, F. (1995); Is it global economics or neo-laissez-faire?, en New Left Review, N° 213, septiembre-octubre. Harvey, D. (1992); A condiçâo pós-moderna. Uma pesquisa sobre as origens da mudança cultural, San Pablo, Loyola. Hirsch, J. (1997); La globalización del capital y la transformación de los sistemas de Estado: del ‘Estado de seguridad’ al ‘Estado nacional competitivo’, conferencia inédita, UNC. Hochraich, D. (1998); La crisis del sudeste de Asia, en Cuadernos del Sur N° 26, Buenos Aires, mayo. Holloway, J. y Bonefeld, W. (1995); Dinero y lucha de clases, en AAVV: Globalización y Estados- Nación, Buenos Aires, Tierra del Fuego-Homo Sapiens. Holloway, J. (1993); Reforma del Estado: capital global y Estado nacional, en Cuadernos del Sur, N°16, Buenos Aires, octubre. Husson, M. (1996); Misère du capital. Une critique du néolibéralisme, Paris, Syros. Husson, M. (1997); Contre le fétichisme de la finance, Critique Comuniste, N° 154, París. Jameson, F. (1990); Posmodernism, or the cultural logic of late capitalism, New York, Durnham. Lipietz, A y Leborgne, D. (1990); Nuevas tecnologías, nuevas formas de regulación. Algunas consecuencias espaciales, en F. Albuquerque Llorens, C. A. De Mattos y R. J. Fuchs: op. cit. Lipietz, A. y Leborgne, D. (1994); El posfordismo y su espacio, en Realidad Económica N° 135, Buenos Aires.
  • 13. McDonough, T. (1995); Lenin, el imperialismo y las etapas del capitalismo, en Cuadernos del Sur N° 24, Buenos Aires, mayo. Minsburg, N. (1995); América Latina ante la globalización y la transnacionalización de la economía, en N. Minsburg y H. Valle (eds.): El impacto de la globalización, Buenos Aires, Letra Buena. Rapoport, M. (ed.) (1995); Globalización, integración e identidad regional, Buenos Aires, GEL. Sant’Ana, J. A.; intervención en Rapoport, M. (comp.), Argentina y Brasil en el Mercosur. Políticas comunes y alianzas regionales, Buenos Aires, GEL, II. Scavo, C. E. (1995); Dinero electrónico, génesis de la volatilidad financiera en el mundo y crisis en el Estado nacional, en N. Minsburg y H. Valle (eds.), op. cit. Singer, P. (1997); Da crise financeira à crise econômica, en Teoria e debate N° 36, San Pablo. Tanzer, M. (1995); Globalizing the economy: the influence of the International Monetary Found and the World Bank, en Monthly Review, Vol. 47, N° 4, New York, setiembre. Von Braunmühl, C. (1978); On the analysis of the bourgeois nation state within the world market context, en Holloway, J. y Picciotto, S. (eds.): State and capital. A marxist debate, Londres, E. Arnold. _____________________ [1] Los lineamientos generales de este artículo se encuentran en mi contribución al III Encuentro de la Sociedad de Economía Política del Brasil, a realizarse en junio próximo en Rio de Janeiro. Fueron expuestos sintéticamente el 12 de septiembre de 1997 en la Facultad de Humanidades y
  • 14. Artes de la UNR, en un encuentro organizado por las revistas Cuadernos del Sur, Debate Marxista y Herramienta Agradezco a los participantes de este encuentro y en particular a G. Gigliani, de la Escuela de Economía Política, con quien a menudo cambiamos ideas respecto de estas cuestiones. Los compañeros de Herramienta tuvieron el acierto de dar a conocer varias de las intervenciones realizadas en dicho encuentro y en otro semejante organizado dos meses antes en Buenos Aires. [2] La izquierda no escapa a estos riesgos. Intentos verdaderamente sistemáticos de ignorar cualquiera de las transformaciones contemporáneas del capitalismo -como no sea, claro, un grado superior de “descomposición” y “parasitismo”- se encuentran en O. Coggiola: Globalización y socialismo (En defensa del marxismo N° 15, diciembre de 1996), J. Chingo y J. Sorel: Elementos para una explicación marxista de la crisis del capitalismo imperialista (Estrategia internacional N° 7, marzo-abril de 1998), etc. Respecto de los posibilistas de toda laya reunidos en la llamada “centro-izquierda”, siempre prontos a invocar las coacciones -reales o imaginarias- impuestas por la globalización para justificar su renuncia política ante las reivindicaciones más elementales, en cambio, no es preciso abundar. [3] En las intervenciones de L. Briones Rouco, R. Astarita y G. Gigliani reproducidas en Herramienta N° 5 (primavera-verano de 1997/98) puede encontrarse un panorama de la crisis y sus relaciones con la globalización capitalista. [4] Un ejemplo. R. Bernal-Meza parte de la idea de que estaríamos ante la transición desde un capitalismo productivo hacia un “régimen de acumulación del capitalismo financiero transnacional” (sic). Y concluye: “sin embargo, la capacidad de oponer límites al poder del capital transnacional varía de un Estado a otro, según la orientación gubernamental a fortalecer o no su propio capital nacional y a la fortaleza con que se articulen las fuerzas sociales en la relación Estado-sociedad civil” (Claves del nuevo orden mundial, Buenos Aires, GEL, 1991, I). Chesnais parte ciertamente de un análisis mucho más serio, pero ¿escapa a esta trampa?. “En el seno de estas instancias que organizan a la burguesía francesa como clase existen hoy sectores totalmente adheridos a las posiciones del capital financiero conducido por los anglosajones, pero hay asimismo otros sectores que tienen serias dudas no sólo en cuanto al resultado de los enfrentamientos con los asalariados y la juventud, sino también en lo que ellos podrían ganar aplicando todas las medidas de desregulación y privatización que se le exigen al capital francés y que el gobierno de Chirac-Juppé buscan imponer. Estos sectores piensan que se ha ido demasiado lejos en las concesiones y aún en las capitulaciones a las exigencias del imperialismo norteamericano, del capital financiero que se valoriza exclusivamente bajo la forma de dinero, y de sus diversas agencias europeas” (op. cit., p.16-7)
  • 15. [5] Carlos Abalo escribió recientemente: “El crédito es un capital anticipado, pero no ficticio. Llegaría a ser ficticio si como capital obtenido por préstamo no fuerza capaz de extraer plusvalía o de realizarla. Además, la posible completa desvalorización no es una particularidad del título sino de toda forma de capital. Lo ficticio es la creación del título contra ninguna riqueza material, pero deja de serlo si a ella se llega a partir de la redistribución y apropiación de plusvalía” (“La crisis y el porvenir del capitalismo...”, en Herramienta N° 6, 1998, p.87). Ahora bien, para dirimir la “posibilidad de que haya comenzado una recomposición del capitalismo y una nueva fase larga expansiva pese a la crisis financiera internacional” (id., p.80) es preciso, justamente, avanzar alguna hipótesis acerca de esa diyuntiva. Tal hipótesis sólo podría verificarse ex post, pero eso no significa que no podamos tener buenos argumentos ex ante, sea en uno o en otro sentido. ¿Puede el capitalismo reabsorber productivamente los espectaculares montos de la especulación financiera, sin una inflación galopante y una profunda crisis de realización? ¿Puede, en cambio, desvalorizar en masa esos capitales financieros, sin ingresar en una crisis cuya magnitud superaría ampliamente la crisis del treinta y sus consecuencias políticas? Estas opciones no parecen viables a corto plazo; a más largo plazo, por supuesto, su viabilidad depende del desenvolvimiento de la lucha de clases. [6] Los regulacionistas suelen limitarse a catalogar aquellas modalidades de reorganización de la producción y estas ventajas comparativas sobre las cuales descansan, presentando una suerte de “menú de posfordismos posibles” a elección de empresarios y funcionarios -aunque recomendando las virtudes de algunos platos de la cocina socialdemócrata. Los condicionantes históricos concretos de estas elecciones y la evaluación de sus resultados en la disputa por el mercado mundial -que ciertamente no parecen acreditar las virtudes de la cocina socialdemócrata ante empresarios y funcionarios- parecen llamar menos su atención. Un ejemplo extremo se encuentra en las conferencias dictadas por B. Coriat en Buenos Aires (Los desafíos de la competitividad, en Documentos de Trabajo del PIETTE-CONICET, Buenos Aires, 1994; véase un comentario más detenido en mi The japanese dream: Coriat en Buenos Aires, en Dialéktica N°5/6, Buenos Aires, 1994). [7] Un buen ejemplo de esto se halla en A. C. Barbeito y R. M. Lo Vuolo: La modernización excluyente, Buenos Aires, Losada/Unicef, 1992, cap. IV. E. Meiksins-Wood escribió recientemente que, “contrariamente a la sabiduría convencional, la “globalización” ha hecho al Estado no menos, sino más importante para el capital. El capital necesita al Estado para mantener las condiciones de acumulación y “competitividad”, para preservar la disciplina laboral, para aumentar la movilidad del capital mientras bloquea la movilidad del trabajo, y para muchas otras cosas. Después de todo, el así llamado “neoliberalismo” no es sólo una retirada del Estado respecto de la provisión social.
  • 16. Es un conjunto de políticas activas, una nueva forma de intervención estatal destinada a aumentar la rentabilidad capitalista en un mercado global integrado” (intervención en el Against the current simposium on the 150 anniversary of the Communist Manifesto, Against the current XII, 6, enero- febrero de 1998). [8] Un Subsecretario del Tesoro de los EEUU declaró tras la devaluación mexicana que, “por el bien de EEUU y el de la comunidad internacional, debemos garantizar el desarrollo de mecanismos que en el futuro permitan enfrentarnos a este tipo de situaciones con la máxima eficacia” (L. Summers: Tras el fracaso, en Página 12, 10/4/95). La historia se repitió más tarde: otro Subsecretario del Tesoro declaró, tras las devaluaciones asiáticas, que “el FMI debería desarrollar un mejor sistema de advertencias anticipadas para detectar crisis incipientes. En el colapso mexicano de 1995 y en la crisis del Este asiático, no envió ninguna advertencia a los países afectados” (R. C. Altman: La omnipotencia del mercado, en Clarín, 21/12/97).
  • 17. Ciudadanía/clases populares: el lado oculto de la dominación capitalista de clase Autor(es): Gonçalves, Renata Gonçalves, Renata. Investigadora del NEILS (Núcleo de Estudios de Ideologia y Luchas Sociales) de la PUC-SP (Pontificia Universidad Católica de San Pablo) y doctorada en Ciencias Sociales en la UNICAMP (Universidad de Campinas). Resumen: El presente artículo pretende abordar la paradoja existente en la relación ciudadanía/clases populares, procurando suscitar algunas reflexiones sobre las implicaciones político- ideológicas que los diferentes usos de la noción de ciudadanía plantean a las luchas sociales. La noción de ciudadanía ha adquirido los más variados sentidos e intenciones en los análisis de los científicos sociales. Los términos "ciudadano" y "ciudadanía", tal como se utilizan hoy en el Brasil y en varios otros países de América Latina se parecen más a una "cacofonía semántica" (expresión acuñada por Lautier (1995). Se presentan como demandas de ciudadanía reivindicaciones tales como "el establecimiento de una red de cloacas, el pago de vacaciones pagas para las empleadas domésticas o el aumento del cupo de ingresos a las universidades" (Lautier, 1995:24). Son tantos los sentidos e intenciones atribuidos al concepto que se hace necesario un cuestionamiento de su eficacia explicativa. ¿Por qué esta noción ha adquirido tanta importancia, principalmente en los análisis sobre los movimientos sociales? ¿Cuál es la razón para que, en lugar de su dimensión de lucha social, aparezca como intrínseca a los movimientos el reclamo de ciudadanía? ¿Será que su presencia en los análisis corresponde, de hecho, a la "experiencia" de los movimientos? ¿Estaríamos nuevamente ante la necesidad de homogeneizar para poder explicar? ¿Y cuáles son las implicaciones políticas de esta homogeneización? Para responder a estas cuestiones, es necesario que nos concentremos antes que nada en los orígenes de la propia noción de ciudadanía, tratando de poner en evidencia la ambigüedad presente en sus usos. Ciudadanía/clases populares Es en el desarrollo del capitalismo donde encontramos el mejor desempeño (¿simbiosis?) de la ciudadanía. Esta viene a garantizar la igualdad de estatus jurídico entre los agentes del
  • 18. proceso de producción. Los individuos, no propietarios de los medios de producción y sólo propietarios de su fuerza de trabajo, pero -¡finalmente!- "libres", pasan a ser considerados "sujetos" de derechos: derecho a la seguridad, a la propiedad, a la libertad de ir y venir. Son ciudadanos civiles. En una aparente paradoja, es la expropiación completa de este trabajador la que crea las condiciones para que sea constituido en el plano jurídico-político (e ideológico) como ciudadano[1]. En este ámbito, el trabajador debería encontrarse en una relación de igualdad con los propietarios del capital. Sin embargo, en estas relaciones estrictamente económicas la plena separación entre los trabajadores y los medios de producción no tiende a reproducir individuos-sujetos y sin clases. De allí se desprende la necesidad de una ideología capaz de realizar tal proeza, o sea, que pueda "interpelar" a los trabajadores directos como sujetos libres, ciudadanos (Almeida, 1995). La principal instancia para asegurar la estructuración y la difusión de esta ideología, así como de un conjunto de ordenamientos jurídico-políticos en los que ésta se materializa, es el Estado capitalista (Poulantzas, 1979). No es obra del puro azar que este Estado no aparezca como un Estado de clase, sino como la encarnación de la soberanía de la comunidad nacional, comunidad constituida por ciudadanos libres e iguales. Es una situación bastante distinta de la que tipifica al modo de producción feudal, en el que, ya en el ámbito de las relaciones de producción, se obstruía la posibilidad de la "representación ideológica de lo público y de lo privado como esferas distintas, pues no había ninguna distinción entre los "recursos personales del señor feudal y los recursos de la comunidad política". Del mismo modo, frente a sus trabajadores- dependientes, los derechos del noble se presentaban "simultáneamente, como derechos políticos y derechos del propietario privado". En suma, en el precapitalismo, el poder político estaba imbricado con la dominación directa del propietario sobre el trabajador (Pasukanis, 1976: 124 y ss.). Al no identificarse con la clase de los propietarios de los medios de producción, el Estado burgués se presenta como la suprema expresión del interés general, del bien público, por oposición a los diversos particularismos que caracterizan al reino de lo privado. Le cabe, por tanto, desempeñar el papel de volver comunes a intereses divergentes. En definitiva, asistimos, en el interior de las relaciones de producción capitalistas con el Estado burgués, a la constitución de todos los agentes del proceso de producción como ciudadanos y a una nítida separación entre lo público y lo privado. Relación público-privado La separación entre lo público y lo privado en el modo de producción capitalista representa la base para la configuración de la ciudadanía y debe ser analizada en sus cualidades, para no confundirse con lo que ocurría en el esclavismo antiguo. Arendt observa que Aristóteles excluía el trabajo de los modos de vida en que los hombres podían vivir libremente, modos de vida que tenían "en común suinterés por lo «bello», es decir, por las cosas no necesarias ni meramente útiles: la vida del disfrute de los placeres
  • 19. corporales, en la que se consume lo hermoso; la vida dedicada a los asuntos de la polis, en la que la excelencia produce bellas hazañas; y la vida del filósofo dedicada a inquirir y contemplar las cosas eternas, cuya eterna belleza no puede realizarse mediante la interferencia productora del hombre, ni alterarse por el consumo de ellas" (1993: 26). Además, la simple necesidad de vivir en compañía de otros no caracterizaría, para Platón y Aristóteles, una condición específicamente humana. "La natural y meramente social compañía de la especie humana se consideraba como una limitación que se nos impone por las necesidades de la vida biológica, que es la misma para el animal humano que para las otras formas de existencia animal" (1993:38). Esta condición gregaria natural se expresaba fundamentalmente en el hogar (oikia) y en la familia. Con la ciudad-Estado, el hombre recibió, "además de su vida privada, una especie de segunda vida, su bios politikos". En la polis, cada ciudadano pasa a pertenecer "a dos órdenes de existencia" (Jaeger apud Arendt, 1993: 38). "La distinción entre la esfera privada y pública de la vida corresponde al campo familiar y como entidades diferentes y separadas" (1993: 41). La primera era vista como la esfera de la necesidad; la segunda, el reino de la libertad. En éste sólo había iguales, en tanto que la familia "era el centro de la más estricta desigualdad" (1993: 44). Esta distinción implicaba que la reproducción biológica y el trabajo dirigido a la supervivencia, incluso el ejecutado por el jefe de familia, permaneciesen en el ámbito de lo privado. Este era el nicho en que eran fijados la mujer y el esclavo y donde el ciudadano ejercía su dominio indisputado, pudiendo incluso ejercer la violencia. Era de allí -y justamente porque allí dominaba- que él partía hacia la vida en la polis, donde todos eran iguales. O, en las palabras de Arendt, "dentro de la esfera doméstica, la libertad no existía, ya que al cabeza de familia sólo se le consideraba libre en cuanto que tenía la facultad de abandonar el hogar y entrar en la esfera política, donde todos eran iguales" (1993: 44/45).[2] Held observa que la democracia ateniense era sumamente restringida: una democracia de patriarcas y esclavistas. "Sólo los hombres atenienses de más de 20 años podían volverse ciudadanos". El autor enfatiza que "las mujeres no tenían derechos políticos y sus derechos civiles estaban estrechamente limitados". Además de las mujeres, los inmigrantes y, principalmente, los esclavos, estaban políticamente marginalizados, existiendo, por lo tanto, un lazo indivisible entre esclavitud y democracia (Held, 1987:21). En el modo de producción capitalista, la separación entre lo público y lo privado se da sobre otras bases. La condición de trabajador directo no implica, desde el punto de vista formal, la prohibición del acceso a la llamada esfera pública: el propio contrato de trabajo supone la relación entre individuos-sujetos libres y fundamentalmente iguales (las desigualdades son consideradas secundarias) y, en esta condición, capaces en principio de discernimiento en cuanto a la cosa pública. Aun en regímenes dictatoriales en acceso a los puestos de la burocracia estatal está formalmente abierto a todos los agentes del proceso de producción, constituidos como portadores de derechos. No se trata, por consiguiente de una segregación formal de una parte los seres humanos (mujeres, esclavos). Se trata de la diferenciación entre esferas de la vida social, por las cuales, en principio, todos pueden transitar. El Estado burgués universaliza la condición de ciudadano. Es justamente este proceso de expansión de la ciudadanía lo que hace posible la constitución de una colectividad más
  • 20. inclusiva que la polis: la nación moderna. Held enfatiza que "en las primeras (y más influyentes) doctrinas liberales, los individuos eran concebidos como «libres e iguales» con «derechos naturales»; o sea, con derechos inalienables con los cuales eran considerados desde el nacimiento. Sin embargo, se debe observar desde el principio que estos «individuos» eran de sexo masculino y dueños de propiedades; y la nueva libertad era, en primer lugar, para los hombres de las nuevas clases medias o la burguesía (...) El dominio de los hombres en la vida pública y privada no fue, en su mayor parte, cuestionado por prominentes pensadores liberales hasta el siglo XIX" (1987: 39). ¿Cómo explicar esta contradicción entre un cierto universalismo de la ideología burguesa y el particularismo de la clase dominante en el capitalismo? Aunque no tengamos la pretensión de profundizar el examen de la cuestión -lo que pasaría necesariamente por el análisis de las complejas relaciones entre liberalismo y democracia- consideramos que el abordaje de la referida contradicción requiere de algunas formulaciones de carácter teórico. La primera de ellas es que no se debe confundir la estructura ideológica del modo de producción capitalista con la ideología concreta de la burguesía en formaciones sociales determinadas. La gran mayoría de los pensadores burgueses tuvo dificultades para aceptar la participación política de los trabajadores o, incluso, admitir su plena capacidad para el ejercicio de la propia ciudadanía civil. No faltaron intelectuales como Locke, Mandeville, Constant y Adam Smith, que compararan la condición obrera a la del esclavo[3] y concluyeran que, como el trabajo embrutece al proletario moderno hasta el punto de reducirlo a una condición de deshumanidad, nada era más razonable que excluirlo de la actividad política (Losurdo, 1998). No es casual que muchos de estos intelectuales mantuvieran una relación compleja con los pensadores griegos. Por un lado, atribuían formalmente un valor positivo a lo privado en el capitalismo. En este aspecto, el ejemplo más ilustrativo tal vez sea el de Constant, en su apología de la "libertad de los modernos". Por otro lado, se mostraban muy celosos en preservar a la esfera pública de la participación de los trabajadores. En las palabras de Losurdo, la descalificación de los trabajadores para la participación política en nada perturbaba "la buena conciencia de la burguesía liberal. En definitiva -argumentaban-, las relaciones de producción y las condiciones materiales de vida remiten a una esfera extra (y pre)-política (tesis que, en nuestros días, fue expresada de modo radical por Hannah Arendt)" (1998:76). Límites de la ciudadanía para las clases populares La distinción, aunque relativizada, entre las coordenadas más abstractas de un modo de producción y las luchas de clases en una formación social se vuelve extremadamente importante. Para lo que nos interesa aquí, cabe observar que en el esclavismo antiguo las luchas de los esclavos por "derechos" tenían necesariamente un carácter "antisistémico". En el capitalismo, las luchas de los trabajadores tuvieron resultados significativos, en el sentido de abrirles, aunque de manera muy determinada, espacios de participación política en el interior de las coordenadas estructurales del modo de producción.[4] Estas consideraciones tal vez nos ayuden a comprender el alcance y las limitaciones de las tesis de Arendt. Si ella va hasta el final en el examen de la relación público-privado en la
  • 21. antigüedad, por otro lado asume esta relación como paradigmática, lo que termina desembocando en una paradoja: las observaciones que hace sobre la "promoción de lo social", proceso que habría vuelto caso irreconocible la distinción entre lo público y lo privado (1993: 50). Según Arendt, "Desde el auge de la sociedad, desde la admisión de la familia y de las actividades propias de la organización doméstica a la esfera pública, una de las notables características de la nueva esfera ha sido una irresistible tendencia a crecer, a devorar las más antiguas esferas de lo político y privado, así como de la más recientemente establecida de la intimidad" (1993: 56). Ahora bien, para importantes vertientes de la tradición liberal, "la «política», la «esfera pública» siguieron siendo sinónimos del reino de los hombres, especialmente de los hombres con propiedades" (Held, 1987:62). Esta es exactamente la conclusión opuesta a la de Arendt, para quien "la Edad Moderna [emancipó] a las clases obreras y a las mujeres casi en el mismo momento histórico" (1993: 78). Para esta autora, eso se debió al hecho de abandonarse la creencia de que las funciones corporales y los intereses materiales, a los que mujeres y esclavos estaban sometidos, debían ser ocultados. Como Arendt no muestra mucho entusiasmo (para decir lo mínimo) por la participación de los trabajadores en la política, en lo que se hace eco, como ya vimos, de una larga tradición liberal, sólo le queda lamentar este proceso de ampliación/redefinición del espacio público. Antes, este era el espacio restringido a los pocos iguales (homoioi) y que, a pesar de esto (et pour cause**), era donde cada uno de éstos procuraba, por medio de sus realizaciones excepcionales, "demostrar con acciones únicas o logros que era el mejor" (1993: 52). Ahora, la esfera pública deja de ser el espacio de la excelencia, para convertirse en el reino del conformismo masificado (1993: 41 y ss.). Sin duda, al masificarse en el capitalismo, la condición de la ciudadanía se redefinió, especialmente al vincularse a la participación en la esfera pública. Marini (1998) hace importantes observaciones sobre los límites que el orden burgués impone a las masas populares. Para él, este concepto de ciudadanía, que significó una gran conquista democrática, "todavía sufre, en el capitalismo, las limitaciones impuestas por las desigualdades de clase y las diferencias económicas" (1998:115). Corresponde, sin embargo, llamar la atención sobre el hecho de que la "pureza" de las estructuras del modo de producción capitalista no puede ser encontrada ni siquiera en las formaciones sociales hegemónicas en sus períodos más gloriosos. En el caso de la formación social brasileña, todavía se manifiesta la imposibilidad, incluso en las regiones más desarrolladas, de la plena constitución de la ciudadanía civil. Martins, por ejemplo, presta atención a los callejones sin salida de la ciudadanía, en lo que se refiere a los que dependen de los grandes propietarios y de los llamados jefes políticos locales: "la voluntad política de cada uno quedó subordinada al mando y dominación personal de los que mantenían y mantienen bajo tutela dependientes y trabajadores. El clientelismo político no ha sido algo gratuito ni la expresión del atraso. Es el producto de relaciones reales de dependencia y dominación" (1993:170). Existe aquí lo que Martins llama duplicidad del proceso económico y del proceso político, duplicidad que "engendra ideología e instituciones democráticas y, al mismo tiempo y contradictoriamente, formas oligárquicas de organización del Estado y de los partidos políticos. Es como si la sociedad
  • 22. tuviese dos estamentos, con reglas y derechos distintos. De un lado, las oligarquías, dueñas del discurso liberal y democrático, defensoras de los derechos civiles, de la libertad y la igualdad, enemigas de la dictadura. Del otro lado, la masa de los desvalidos, allegados y dependientes, cuya voluntad política es tutelada por las oligarquías, dependiendo del cambio de favores, quedando el voto reducido a la condición de mercancía (...)" (1993:171). Se destaca que las relaciones de dependencia personal se perpetúan en nuestros días, cuando es completa la separación entre el trabajador y los medios de producción. Esta dificultad de constitución de la ciudadanía ha llevado a gran parte de los autores a exagerar la importancia de este estatuto jurídico-político (e ideológico). Este parece ser el caso de D’Incao, para quien la ciudadanía es algo "revolucionario en un país marcado por relaciones sociales profundamente autoritarias y en el cual la única ley que los sectores populares pudieron conocer fue la ley del patrón, del jefe político o de los gobernantes..." (1997:210). Según esta autora, "el ciudadano sólo existe a partir del momento en que las relaciones sociales son regidas por una ley común, ante la cual todos son iguales" (ídem). Esta formulación, aunque destaque el carácter "revolucionario" que la ciudadanía adquiere en relación con el precapitalismo, nos parece unilateral, pues no menciona que la noción de ciudadanía oculta la dominación capitalista de clase. Se deja de lado el estrecho lazo existente entre la noción de ciudadanía y la teoría liberal y, además, entre aquella y prácticas político-ideológicas de importancia crucial para la dominación burguesa. Articulada con tales prácticas, la noción de ciudadanía "nivel a todos ‘nosotros’ en la cualidad de sujetos jurídicos. Es ella la que hace que el operario menos cualificado y el alto funcionario del capital estén constituidos ambos como fundamentalmente iguales" (Almeida, 1997:181). El propio Santos aclara que incluso la ciudadanía social, resultado de un amplio proceso de luchas, significó, en lugar de más autonomía de los sujetos, mayor legitimación del Estado. También observa que "la concesión de los derechos sociales y de las instituciones que los distribuyen socialmente son expresión de la expansión y de la profundización de esta obligación política (vertical entre ciudadano y Estado). Políticamente, este proceso significó la integración política de las clase trabajadoras en el Estado capitalista (...). De ahí que las luchas por la ciudadanía social hayan culminado en la mayor legitimación del Estado capitalista" (Santos, 1995:245). En otros términos, es justamente la constitución de la bella esfera de la igualdad, asegurada por la ciudadanía, lo que representa un obstáculo fundamental para la organización del proletariado como clase distinta y antagónica en relación con aquella que detenta el poder político en la sociedad burguesa. Queda para el lector hacer la indagación sobre si en los varios movimientos populares que surgieron en América Latina hubo de hecho un momento específico (¿político?) de lucha por la ciudadanía o si, por el contrario, no se traté de mucho más que un argumento "ideologizante" que tendió a desmovilizarlos, tanto en lo que se refiere a su organización interna como a su articulación con otros. Bibliografía
  • 23. ALMEIDA, Lúcio Flávio. (1995). Ideologia nacional e nacionalismo. San Paulo, Educ. ARENDT, Hannah. (1995). A condição humana. Rio de Janeiro, Forense Universitária. (La condición humana, Barcelona, Paidós, 1993.) D’INCAO, Maria Conceição. (1997). "MST e a verdadeira democracia". In: STÉDILE, João Pedro. (org.). A reforma agrária e a luta do MST. Petrópolis, Vozes. HELD, David. (1987). Modelos de democracia. Belo Horizonte, Paidéia. (Modelos de democracia, Madrid, Alianza, 1996.) LAUTIER, Bruno. (1995). "Citoyenneté et politiques d’ajustement: quelques réfléxions suscitées par l’Amérique latine". In: MARQUEZ-PEREIRA, Bruno. et alii, La citoyenneté sociale en Amérique latine. Paris, L’Harmattan. LOSURDO, Domenico. (1998). "150 anos do Manifesto do Partido Comunista - 150 anos de história universal". Lutas Sociais, n° 4, pág. 75-81. MARINI, Ruy Mauro. (1998). "Duas notas sobre o socialismo". Lutas Sociais, n° 5, pág. 107-123. MARTINS, José de Souza. (1993). A chegada do estranho. San Paulo, Hucitec. MARX, Karl. (1988). O Capital. San Paulo, Nova Cultural, vol. III, t. 2. (El capital, México, Siglo xxi, 1998, Tomo III, Vol. 6). PASUKANIS, Evgeny. (1970). La théorie générale du droit et le marxisme. París, EDI (La teoría general del derecho y el marxismo, Barcelona, Labor, 1976). POULANTZAS, Nicos. (1978). L’État, le pouvoir, le socialisme. París, PUF (Estado, poder y socialismo, Madrid, Siglo xxi, 1979). RANCIÈRE, Jacques. (1974). La leçon d’Althusser. París, Gallimard (La lección de Althusser, Buenos Aires, Galerna, 1975). Este artículo es una parte revisada del que fue publicado inicialmente en la revista Lutas Sociais Nº 7, San Pablo, Brasil. Tarducción de Andrés Méndez. [1] Las bases para esta formulación están en Marx (1998: 277-287). Sus desarrollos pueden encontrarse, principalmente, en Poulantzas (1979). [2] En este artículo no nos detendremos en la diferenciación que Arendt detecta, por ejemplo, en la pág. 45, entre la noción de igualdad para los griegos antiguos y la que predomina en la sociedad capitalista.
  • 24. [3] Rancière (1974: 22) observa que, a lo largo del siglo XIX, los obreros denunciaban "la identidad tendencial de la dominación burguesa y del feudalismo, del trabajo asalariado y de la servidumbre". [4] Lo que no significa que los resultados de esas luchas se correspondan necesariamente con las intenciones de los trabajadores. ** "Y por eso mismo" (en francés en el original) (NdT).
  • 25. Marx, la tradición liberal y la construcción histórica del concepto universal de hombre Autor(es): Losurdo, Doménico Losurdo, Doménico. Titular de la cátedra de Historia de la filosofía en la Universidad de Urbino, Italia. Entre sus obras, figuran Hegel, Marx y la tradición liberal, Hegel y Bismarck, Hegel y la imagen de Alemania; Antonio Gramsci, del liberalismo al "comunismo crítico", La comunidad, la muerte Occidente. Heidegger y la "ideología de la guerra" (Losada, 2003). *"Derechos sociales y económicos" y Revolución de Octubre Criticando la teorización de la "libertad de la necesidad" realizada por Roosevelt y poniéndola en línea de continuidad con la teorización de los "derechos sociales y económicos" expresa en la Declaración universal de los derechos del hombre adoptada por las Naciones Unidas en 1948, Hayek señala: "Este documento es una abierta tentativa de fusionar los derechos de la tradición liberal occidental con la concepción completamente distinta de la revolución marxista rusa"[1]. La afirmación puede parecer paradójica, pero para examinar su validez es conveniente examinar la crítica fundamental dirigida por Marx a la sociedad de su tiempo. Como se sabe, lo que está en discusión es la relación libertad-igualdad: mas allá de cierto límite, la desigualdad en las condiciones económico-sociales termina por vaciar la libertad, aunque esté solemnemente garantizada y consagrada a nivel jurídico-formal. Marx tiene a sus espaldas las lecciones de Hegel, al que ya se debe una presentación clara y persuasiva del problema que examinamos: quien sufre hambre desesperante, además del peligro de morir por inanición, está en una condición de "total carencia de derechos", vale decir en una condición que, en último análisis, no difiere sustancialmente de la del esclavo[2]. El reconocimiento de este hecho parece a veces emerger incluso en la tradición liberal, pero surge como involuntaria confesión. ¿Por qué, según Constant, el trabajador asalariado debe ser excluido de derechos políticos? Es claro: "Los propietarios son dueños de su existencia porque pueden negarle el trabajo"[3]. En el curso de su viaje por Inglaterra en 1883, ante el espectáculo de una tremenda miseria masiva en estridente contraste con la opulencia de unos pocos, Tocqueville deja escapar una especie de exclamación: "Aquí los esclavos, allá
  • 26. los patrones, allá la riqueza de algunos, aquí la miseria de la gran mayoría"[4]. Se trata de una relación entre igualdad y libertad, o mejor dicho entre desigualdad material extrema y sustancial servidumbre. Pero la tesis implícita en la exclamación que se escapó en un momento de descuido es luego rechazada y sistemáticamente refutada por el teórico liberal, que contrapone libertad e igualdad, y llega a acusar al movimiento socialista (y a la misma Revolución Francesa) de sacrificar a la primera en el altar de la segunda: "El que busca en la libertad cualquier cosa por fuera de ella, lo hace para utilizarla"[5]. La "libertad de la necesidades" teorizada por Roosevelt es para Tocqueville tan intolerable como para Hayek, porque remite de hecho a otra tradición política, a autores mirados con sospecha u hostilidad por la tradición liberal (en Francia reenvía a Rousseau y el jacobinismo, y en Alemania a Hegel -el primero que habló de "derechos materiales"[6]- y sobre todo a Marx, que recoge y reúne en sí la herencia de la filosofía clásica alemana y de la veta roussoniana- jacobina). ¿Y hoy? Hablan de "derechos sociales y económicos" más o menos explícitamente no sólo las Naciones Unidas, a las que tal vez con un poco de buena voluntad y para gran satisfacción de Hayek se podría tratar de excluir del Occidente "auténtico". Y también podrían plantearse dudas sobre la autenticidad occidental de la Constitución de la República de Italia (nacida con la decisiva colaboración de socialistas y comunistas), que también instituye una relación entre libertad y remoción de los "obstáculos de orden económico y social" que la anulan o amenazan anularla. Dejemos entonces de lado a la ONU y a Italia, y refirámonos exclusivamente al mundo anglosajón. Tómese a un autor como Rawls. Bien, incluso este teórico norteamericano que exige la subordinación de la igualdad a la libertad, antepone una importante cláusula limitativa al principio formulado diciendo que sólo debe ser considerado válido "por encima de un nivel mínimo de ingresos"[7], con lo que en realidad pierde validez, al menos para el Tercer Mundo (la mayor parte de la humanidad). Y si se tomara al pie de la letra la cláusula limitativa de Rawls, la prioridad de la libertad con respecto a la igualdad quedaría vaciada en los mismos países capitalistas avanzados, y particularmente en los mismos Estados Unidos, donde se asiste "al aumento del porcentaje de pobres"[8] y a la extensión de los bolsones de miseria e incluso de desnutrición[9]. Personalmente, sigo considerando mas convincente la formulación que diera Marx (y Hegel) del problema en cuestión: por debajo de "un nivel mínimo de ingresos" no se trata tanto de que se tambalee o caiga la prioridad de la libertad con respecto a la igualdad, sino de que la libertad no existe concretamente. Es decir, la construcción de la libertad es indisoluble de la construcción de un mínimo de igualdad: en este sentido Roosevelt asocia la "libertad de la necesidad" a las otras fundamentales libertades civiles y políticas. De cualquier manera, a pesar de su formulación diferente y menos rigurosa, incluso de la cláusula limitativa del principio formulado por Rawls surge claramente que la realización concreta de la libertad no se produce en un espacio aséptico, desvinculado de las condiciones materiales de vida y un "nivel mínimo de ingresos". Reaparece pues ese principio de "libertad de las necesidad" en el que -con razón- Hayek huele socialismo y marxismo ¡y con la típica exageración de un conservador, grita entonces contra el insidioso peligro bolchevique! La crítica marxiana a la sociedad liberal-burguesa y su eficacia histórica
  • 27. Hayek, con innegable rigor y coherencia, mira a un autor como Rawls con inocultable desconfianza[10]. Ni siquiera Norteamérica es inmune a la contaminación socialista de Occidente que el teórico neo-liberal no se cansa de denunciar. Así, incluso en ese país se ha manifestado el funesto hábito -difundido también en Europa- de usar el término "liberal" para designar "aspiraciones de naturaleza esencialmente socialista"[11]. Conviene entonces apelar a un autor del que Hayek se reclama sin reservas por su apología de la "gran sociedad", según la llama, o "sociedad abierta", para retomar la expresión de Popper[12]. Pues bien, precisamente en este autor podemos leer: Incluso si el Estado protege a sus ciudadanos del riesgo de ser tiranizados por la violencia física (como ocurre de modo principista, bajo el sistema del capitalismo desenfrenado), ello puede fallar a nuestros fines si no logra proteger del abuso del poder económico. En un Estado de este tipo, quien es económicamente fuerte es también libre de tiranizar a quien es económicamente débil y privándolo de su libertad. En estas condiciones, la ilimitada libertad económica puede ser autodestructiva, del mismo modo que la ilimitada libertad física, y el poder económico puede ser tan peligroso como la violencia física, de hecho aquellos que disponen de un excedente de mercancías pueden imponer a quienes sólo tienen penuria una servidumbre "libremente" aceptada, sin usar la violencia.[13] Popper tuvo a bien clasificar a Marx entre los "falsos profetas". Sin embargo, en este texto incluso él termina asumiendo la crítica de fondo al liberalismo: no sólo hay una coacción física, hay también coacción económica; la dominación económica y el monopolio o el control de las "mercancías" permite "tiranizar" a aquellos que están privados de esas mercancías y viven en condiciones de absoluta precariedad económica; estos últimos bien pueden ser jurídicamente libres, pero están sin embargo sustancialmente privados de su libertad y reducidos a "servidumbre". Incluso en el plano terminológico la consonancia es evidente: la "servidumbre" de la que habla hace pensar en la "esclavitud asalariada" de la que hablaba Marx a propósito de las condiciones obreras de su tiempo. Es evidente que las opciones políticas de los dos autores son muy distintas; pero aún así, en la configuración de las relaciones entre economía y política, el acusador del "falso profeta" sigue siendo su deudor. Releamos ahora, desde otro punto de vista, la crítica fundamental que Marx dirige a la sociedad burguesa surgida de la revolución francesa: "lleva hasta el fin la transformación de las clases politicas en sociales, es decir hace de las diferencias de clase de la sociedad civil solamente diferencias sociales, diferencias de la vida privada que no tiene significado en la vida política"[14]. Aun en su forma mas desarrollada, incluso allí donde anula las restricciones censatarias a los derechos electorales, el Estado burgués se limita en realidad "a cerrar los ojos y a declarar que estas oposiciones reales no tienen carácter político, que ellas no lo afectan"[15]. En todo momento, la convicción del liberalismo de Hayek es que la polarización incluso extrema de miseria y riqueza debe ser un hecho atinente exclusivamente a la esfera privada; pero esta convicción resulta abandonada, de diversas maneras, por Roosevelt, por la ONU, por la Constitución de la República Italiana, por Rawls y por el mismo Popper en el fragmento antes citado. Si para Hayek la tiranía comienza en cuanto el Estado deja de considerar como meramente privado la desigualdad aún extrema que subsiste a nivel económico-social, para el Popper que hemos visto es precisamente la falta de intervención
  • 28. del Estado contra tales desigualdades extremas lo que permite y consagra una relación objetiva de tiranía y servidumbre. Además, el teórico de la sociedad abierta reconoce la deuda que la "democracia moderna" tiene con respecto al marxismo cuando demuestra la irremediable obsolescencia de éste en base al hecho de que la democracia moderna habría llevado a la práctica "la mayor parte" de las reivindicaciones programáticas del Manifiesto del partido comunista, comenzando por el "impuesto a las ganancias fuertemente progresivo o proporcional"[16]. ¡Qué imprecisa y notable es esta formulación que asimila y une dos tipos de imposición muy distintos! Sin embargo, dado que se refiere al Manifiesto del partido comunista, es posible que Popper se refiera en realidad a la "starke Progressivsteuer", el "fuerte impuesto progresivo" reivindicado en el folleto de Marx y Engels[17]. Según el teórico de la sociedad abierta, esa reivindicación sería ahora obsoleta debido a que habría sido ya ampliamente "realizada" en las "democracias modernas". En realidad, sobre estas cuestiones se sigue desarrollando hasta nuestros días una batalla cultural y política. Incluso Hayek menciona la "imposición fiscal progresiva como medio para conseguir una redistribución del ingreso a favor de las clases más pobres" para denunciar la crisis del liberalismo y la intolerable contaminación socialista sufrida aún por la sociedad occidental[18]. Por otro lado, el subrayado del nexo entre libertad y condiciones materiales de vida es, en Popper, un señalamiento aislado y una admisión involuntaria de la vitalidad de las lecciones de Marx. Si realmente hubiese tomado en serio ese nexo, el teórico de la sociedad abierta no habría hecho una lectura tan maniquea de la historia del siglo xx ni se hubiera lanzado con tanta violencia contra los intelectuales que, olvidando que "todo anda bien en Occidente", desataron un "gran escándalo" con "insultos" totalmente fuera de lugar en el ámbito de "nuestra sociedad", de "nuestra civilización", de "nuestro hermoso mundo"[19]. Hayek se muestra más riguroso que Popper: ¡es difícil conciliar la denuncia de Marx como "enemigo de la sociedad abierta" con un explícito reconocimiento de la deuda contraída por esta misma "sociedad abierta" con el Manifiesto del partido comunista! Es así que Hayek carga en las cuentas del socialismo y del "abandono de los principios liberales" también "la decisión de hacer de todo el campo de la seguridad social un monopolio estatal"[20], para no hablar del rol de los sindicatos, que minan las raíces del sistema liberal, eliminando la "determinación por la competencia del precio" de la fuerza-trabajo y destruyendo esa pieza fundamental de la "economía de mercado" que es el "mercado del trabajo en competencia"[21]. Se puede hablar, como Dahrendorf, de "nuevo liberalismo", pero el paso del "viejo" al "nuevo" no fue para nada indoloro y tuvo como presupuesto gigantescas luchas político- sociales y la asimilación, no espontánea sino impuesta por lo hechos, de elementos centrales de las lecciones de Marx y otros autores malditos por la tradición liberal. Cuando el sociólogo anglo-alemán habla de "derechos sociales", retoma una categoría etiquetada por Hayek como infecta de socialismo y marxismo. Y cuando Dahrendorf denuncia en la desocupación y la miseria una amenaza e incluso un vaciamiento de los "derechos civiles"[22], es claro que aprovecha las lecciones marxianas. A veces, hasta en el plano terminológico:
  • 29. La igualdad ante la ley tiene poco significado si no existen sufragio universal y otras chances de participación política. Las chances de participación sólo son una promesa vacía si las personas no tienen la posición social y económica que las ponga en condiciones de gozar de aquello que las leyes y la constitución les prometen. Paso a paso la idea de ciudadanía fue dotada de sustancia. De ser una cantidad formal de derechos, la ciudadanía devino un estatus, del que son parte, además del derecho electoral, un ingreso decoroso y el derecho a tener una vida civil, incluso cuando se es enfermo o viejo o desocupado.[23] Aquí reaparece la crítica al derecho "formal" cara a Marx; pero si libertad e igualdad sólo son formales sin la "sustancia" del "ingreso decoroso", se desprende que la democracia es todavía incompleta en los mismos países industriales avanzados, para no hablar de que sigue siendo un espejismo en los países del Tercer Mundo aunque se proclamen de "Occidente" y el "mundo libre". Liberalismo y "teodicea de la felicidad" Mucho mas próximo al liberalismo era el Dahrendorf de los años cincuenta o sesenta que formulaba la tesis de que "la posición social de un individuo [depende ahora] de las metas escolares que el mismo logró alcanzar"[24]. Ciertamente, se refería a los años del "milagro económico" ideológicamente transfigurado; sin embargo, Dahrendorf en definitiva retomaba un tema clásico de la tradición liberal. Ludwig von Mises opina que bajo el capitalismo como tal, "la posición de cada uno depende de sus propias acciones", por lo que frente a eventuales "fracasos" el individuo no tiene espacio para "excusas" y sólo puede culparse a sí mismo[25]. Esta tesis no necesitó esperar la constitución de una sociedad capitalista desarrollada para ser formulada: "La felicidad a la que está destinado el hombre no es más que la que le provee su propia fuerza", o sea su capacidad, así se expresaba, ya a final del 1700, en una Alemania anterior al capitalismo en lo fundamental, Wilhelm von Humboldt[26]. Es un poco esa "teodicea de la libertad" de la que habla Max Weber: los dominantes, los poseedores, los vencedores, los sanos", en síntesis, "el hombre feliz raramente se conforma con el simple hecho de poseer la propia felicidad. Necesita también tener derecho a tal felicidad. Quiere ser convencido de "merecerla" y sobre todo de merecerla frente a los otros. Y quiere por lo tanto ser también autorizado a creer que los menos afortunados, lo que no tienen la misma fortuna, recibieron equitativamente solo lo que ellos merecían. La felicidad quiere ser "legítima"[27]. Desde este punto de vista, un rasgo implícita o declaradamente socialdarwiniano atraviesa la tradición liberal: precisamente porque la miseria no cuestiona el ordenamiento social existente, los pobres son los fracasados, los que a causa de su propia pereza o incapacidad han sufrido una derrota o una pérdida en el ámbito de esa imparcial "lucha por la vida" de la que habló, antes que Darwin, el liberal Herbert Spencer. Seria insensato y criminal querer obstaculizar las leyes cósmicas que exigen la eliminación de los incapaces y fracasados: "Todo el esfuerzo de la naturaleza es para desembarazarse de ellos, limpiando al mundo de su presencia y dejando lugar a los mejores". Todos los hombres están sometidos a una especie de juicio divino: "Si están realmente en condiciones de vivir, ellos viven y es justo que vivan. Si no están realmente en condiciones de vivir, ellos mueren y es justo que mueran"[28]. Por otro lado, aún hoy Ludwig von Mises habla de "lucha por la
  • 30. vida", desarrollando una teodicea de la felicidad sin manchas ni sombras: la "lucha por la vida" premia a "los hombres superiores"; además, en las condiciones del capitalismo los más dotados y los más capaces no pueden obtener ninguna ventaja de su superioridad sino ponen sus mejores dotes al servicio de los deseos de la mayoría, constituida por los menos dotados. En el ámbito del mercado el poder corresponde a los consumidores.[29] Ante una pintura tan armónica y luminosa, no queda más que recordar el dicho de Hegel, según el cual "cae en lo edificante e incluso en la insipidez" toda visión de la historia y de la sociedad en la que esté ausente "la seriedad, el dolor, la paciencia y el trabajo de la negatividad"[30]. Una versión de la teodicea de la felicidad parecida se encuentra en Hayek, aunque considera inaceptable toda idea de justicia fundada en "una proporcionalidad entre recompensa y mérito moral", pues la ideología meritocrática le parece sospechosa como posible factor de desajustes y disturbio, más que consagratoria de las relaciones sociales existentes. Para Hayek, dado que el mérito no es objetivamente mensurable y sería arbitrario y despótico pretender retribuirlo en base a la opinión subjetiva que se tenga de los méritos propios y ajenos, no queda más que sustituir la categoría mérito por la de valor: "está bien que los individuos gocen de ventajas proporcionales a los beneficios que ellos mismos sacan de su propia actividad"[31]. Pero este ajuste de categorías no modifica sustancialmente la teodicea de la felicidad, cuyo lugar de realización es ahora el mercado. Queda claro, en todo caso, que "una sociedad libre podrá funcionar o conservarse sólo si sus miembros consideran justo que cada individuo ocupe el puesto derivado de sus propias acciones y como tal lo acepte"[32]. Si la teodicea de la felicidad, según la definición de Weber, está en función de la producción de la buena conciencia para quienes gozan de la riqueza o en cualquier caso de la felicidad, en la versión de Hayek alcanza su objetivo con particular elegancia: no existe desajuste o contradicción entre posición económico-social y valor objetivamente medido por el mercado. Tanto es así que cualquier manifestación de insatisfacción ante esta teodicea realizada por el mercado debe imputarse exclusivamente al sentimiento de "envidia" y la evasión de la "responsabilidad individual"[33]. En todo caso, si bien con variantes ideológicas a veces relevantes, en la tradición liberal la miseria tiene que ver con el demérito individual, el infortunio y el accidente, el orden natural e incluso providencial de las cosas, pero de ninguna manera cuestiona las relaciones económico-sociales e instituciones políticas. ¿Porqué, según Tocqueville, la revolución de 1848 ya es en febrero sustancialmente socialista, antiburguesa (y antiliberal)?[34] Porque están muy presentes "las teorías económicas y políticas" que quieren "hacer creer que la miseria humana es obra de las leyes y no de la providencia, y que seria posible suprimir la pobreza cambiando el orden social"[35]. Aun la reglamentación legislativa y la consecuente reducción del horario de trabajo (la jornada "de las doce horas") de los liberales franceses es cargada en la cuenta de la "doctrina socialista" y condenada por tanto sin atenuantes[36]. Al rechazar la pretensión de poner "la previsión y sabiduría del Estado en el lugar de la previsión y sabiduría individual", Tocqueville objeta que "no existe nada que autorice al Estado entrometerse en la industria": es el célebre discurso pronunciado el 12 de septiembre de 1848[37] para que la asamblea constituyente rechace la reivindicación del "derecho al
  • 31. trabajo" que ya había sido sangrientamente rechazada en las jornadas de junio, pero que después, por vías tortuosas, se abrió paso, por ejemplo, en la Constitución de la Republica Italiana. Cierto es que no se dio en Occidente la radical socialización de los medios de producción prevista y auspiciada por Marx: al contrario, está en curso un proceso de reprivatizaciones en Europa oriental, y profundas dudas y cuestionamientos se manifiestan incluso en los países que de una u otra manera siguen reivindicándose del "socialismo". Pero sigue siendo un hecho que la relación entre economía y política y la concepción misma de libertad fue profundamente modificada, incluso en Occidente, por las enseñanzas de Marx. Trabajo asalariado, instrumento de trabajo y "máquina bípeda". Tiene razón entonces Hayek al denunciar la contaminación socialista y marxista que se produjo en la sociedad occidental. Incluso mucho más de lo que él mismo supone. De hecho, su error es hacer una reconstrucción completamente amañada de la tradición liberal. No aporta ninguna prueba a su tesis de que "la lucha contra toda discriminación basada en el origen social, en la nacionalidad, en la raza, en el credo, etcétera, ha sido una de las características mas destacadas de la tradición liberal"[38]. En realidad, y limitándome a un ejemplo macroscópico, en un clásico país de tradición liberal (los Estados Unidos) la institución de la esclavitud subsistió hasta 1865, y su abolición formal no significó ciertamente la inmediata desaparición de todas las discriminaciones y perjuicios contra los negros, que durante mucho tiempo fueron excluidos, a causa del color de su piel, de derechos políticos y, a veces, también civiles: ¡la legislación de algunos estados sureños siguió prohibiendo los casamientos inter-raciales casi hasta nuestros días![39]. Sin embargo, Hayek insiste en su cuento: "el liberalismo clásico apoyó la reivindicación de ‘libre asociación’ "[40]. En realidad, la polémica antisindical, a veces más violenta y explícita, a veces con sordina y apenas perceptible, acompaña constantemente la historia del pensamiento liberal. Por otro lado, para desmentir al patriarca del liberalismo basta citar a sus autores predilectos, como veremos. Mandeville describe, sorprendido e indignado por los primeros intentos de los miserables de su tiempo de organizarse para mejorar sus condiciones: estoy informado por personas de confianza que algunos de estos lacayos han llegado a tal punto de insolencia que forman asociaciones y han hecho leyes donde se comprometen a no prestar servicio por una suma inferior a la establecida por ellos, a no llevar cargas, fardos o paquetes que superen cierto peso fijado en dos o tres libras, y se han impuesto una serie de otras reglas directamente opuestas al interés de aquellos a quienes prestan servicio, y al mismo tiempo también opuestas a la consecución de los propósitos para los cuales se los tomó.[41] Burke, a su vez, ve que la libertad de contratación queda amenazada o anulada por cualquier acuerdo o lazo asociativo entre los obreros, por cualquier "combinación o Colusión"[42]. Además, en lo que se refiere a Francia, es de notar que la ley Le Chapelier, que prohibía las asociaciones obreras, sólo fue derogada en 1887. Atrás de ello estaban las gigantescas luchas del movimiento obrero y socialista que culminaron en la Comuna de
  • 32. París: estamos pues mas allá de 1870, fecha que según Hayek señala el comienzo de la "declinación de la doctrina liberal"[43], declinación coincidente con la irrupción en la escena política de un movimiento obrero y socialista organizado. En lo que se refiere a la desaparición de las discriminaciones censatarias de los derechos políticos, incluso ahora considerada legítima por Hayek, la misma es aún más reciente y remite a las convulsiones verificadas con la primera guerra mundial y la Revolución de Octubre [44]. La democracia moderna no puede comprenderse sin las ideas y luchas de la tradición democrático-socialista, y esta última tiene el merito aún mayor de haber contribuido decisivamente a la elaboración del concepto universal de hombre, ajeno hasta entonces a la tradición liberal. Locke habla como un hecho obvio de los "plantadores de las Indias Occidentales" que poseen esclavos y caballos en base a derechos adquiridos con compraventa regular. En la Historia de la navegación, refiriéndose al comercio con las colonias africanas puede incluso leerse: "Las mercancías que provienen de estos países son oro, marfil y esclavos"[45]. Aún en pleno siglo XIX, Mill pone las características definitorias de las razas "menores" apenas por encima de las especies animales superiores[46]. Pero no sólo a las poblaciones coloniales se les niega la plena dignidad humana. Si Locke incluye a los esclavos negros en la categoría de "mercancía" y los pone junto al caballo, un siglo más tarde Edmund Burke (el "gran Whig" inglés caro a Dahrendorf, así como a Hayek que lo llama "grande y visionario"[47]), incluye a los jornaleros o trabajadores asalariados en la categoría de instrumentum vocale y por tanto, continuando una clásica clasificación, lo coloca entre otros instrumentos de trabajo junto al buey (instrumentum semivocale) y el arado (instrumentum mutum)[48]. Incluso el autor del manifiesto tal vez más célebre de la revolución francesa (es decir Sieyès) habla de la "mayor parte de los hombres como máquinas de trabajo" o más aún como "instrumento humano para la producción" o "instrumento bípedo". Se llega a veces a una negación bastante explícita de la calificación de hombre: los desgraciados condenados a trabajos agotadores, productores para el goce otros, que reciben apenas para mantener su cuerpo sufriente y necesitado de todo, esta masa inmensa de instrumentos bípedos, sin libertad, sin moralidad, sin facultades intelectuales, dotados sólo de manos que ganan poco y una mente ocupada por miles de preocupaciones que sólo le sirve para sufrir […] ¿a esto llaman hombres ustedes? Se los considera civilizados (policés) ¿pero se ha visto siquiera a uno capaz de entrar en la sociedad?[49] Cabe señalar que tal nominalismo antropológico (la negación del concepto universal de hombre) se caracteriza por constituir el fundamento teórico de la negación de los derechos políticos a los no-propietarios. Constant los asimila a "niños" que, obligados a trabajar día y noche, permanecen en una situación de "eterna dependencia"[50]; en cierto modo son hombres, pero con la peculiar característica de que no se convierten ni pueden nunca convertirse en adultos. No es que Constant se aleje mucho de Sieyès: también este último, cuando no habla de "instrumentos humanos" o "bípedos", habla de "multitudes siempre infantiles"[51]. Una visión que aun en nuestros días de una u otra manera se mantiene en autores como Hayek, quien declara explícitamente que una sociedad libre puede,
  • 33. perfectamente, negarse a conceder el sufragio a las masas: ¡el derecho al voto debe negarse a las "personas demasiado jóvenes"[52]! Marx, crítico del holismo liberal La insistencia de Marx en el "hombre" como "ser genérico" sólo se puede comprender a la luz de la lucha por la construcción del concepto universal de hombre. Ya en Hegel puede encontrarse la afirmación de que, no solo al esclavo del amo tratado como instrumento de trabajo, sino también al pobre reducido por el hambre a condiciones de sustancial esclavitud, se le está negando en última instancia la calidad de hombre[53]. Por esta insistencia en el hombre como "ente genérico" Marx ha sido frecuentemente acusado de holismo. No es el momento para detenerse en la ambigüedad y falta de adecuación de esa categoría, pero vale la pena sin embargo señalar que, en muchos aspectos, El capital aparece como una denuncia del holismo que atraviesa la economía política y la tradición liberal. Veamos algunas de las proposiciones criticadas por Marx: "Para hacer feliz la sociedad -escribe Mandeville- es necesario que la gran mayoría se mantenga tan ignorante como pobre". O también: "La riqueza más segura consiste en una masa de pobres trabajadores"[54]. No es lo más importante el que el autor más querido por Hayek[55] considere como un hecho natural, inevitable y al mismo tiempo benéfico, la miseria y la ignorancia de los trabajadores asalariados. Más importante es examinar la estructura epistemológica del discurso de Mandeville: lo que exige el sacrificio de una masa innumerable de individuos es la "sociedad" o mejor la "riqueza", un universal monstruoso que engulle a la abrumadora mayoría de la población. Puede tomarse el caso de Destutt de Tracy, puesto también bajo la mira de Marx: "las naciones pobres son aquellas en las que el pueblo vive en condiciones de bienestar, mientras que las naciones ricas son aquellas en las que el pueblo es normalmente pobre"[56]. La "riqueza de las naciones" -para usar la expresión cara a Adam Smith- es el nuevo nombre de este Moloch voraz. Que puede también a veces llamarse "libertad": la carga antiestatalista y liberal de Mandeville queda muy en evidencia y es celebrada por Hayek, que sin embargo pasa con toda desenvoltura por encima de la otra cara de la medalla, the working slaving people, "la parte mas mezquina y pobre de la nación" que según Mandeville trabaja -y es justo e inevitable que trabaje, como ya se dijo-, de manera semejante a los esclavos. Y así como antes la "riquezas de las naciones" exigía la miseria de la mayoría de la población, lo que podríamos llamar "libertad de las naciones" exige ahora la sustancial esclavitud siempre de la mayoría de la población. Pero es necesario detenerse un poco en la estructura del discurso criticado por El capital: la felicidad, o la riqueza, o la libertad de la "sociedad" o de la "nación" exigen la infelicidad, la miseria, la esclavitud de la mayoría de sus miembros. ¿Por qué tal proposición no se considera lógicamente contradictoria? Es claro: porque los trabajadores asalariados no son integrados realmente y a pleno título dentro de la categoría de "sociedad" y "nación", un universal que sólo recurre a ellos para que oficien como víctimas a sacrificables. La necesidad de proceder a una drástica limitación de los derechos civiles de grupos sociales o étnicos considerados peligrosos y subversivos a veces llega a ser teorizado explícitamente. Véase los términos en que lord Palmerston, campeón de la Inglaterra liberal, rechaza conceder la libertad religiosa a los católicos irlandeses: "La legislación de
  • 34. un país tiene el derecho de condenar a una parte de la comunidad a la falta de derechos políticos que considere necesaria para la seguridad y el bienestar del conjunto […] Esto es parte de los principios fundamentales en los que se basa un gobierno civil". Aparece acá la consigna clave del holismo (seguridad y bienestar del conjunto), y surge en un exponente de primer plano del liberalismo, y no en Marx que, por el contrario, polemiza con lord Palmerston condenando la total subordinación teorizada por éste de la "masa del pueblo" a ese universal ilusorio y mistificante que es la "legislación" "es decir, con otras palabras, la clase dominante"[57]. Y bien se sabe que no pocas veces el liberalismo priva a la "multitud siempre infantil" no sólo de derechos políticos, sino también de derechos civiles. Hayek ensalza a Mandeville como alguien para quien "el ejercicio arbitrario del poder por parte del gobierno debería ser reducido a un mínimo"[58]; en realidad, Mandeville, sostenedor de una moral desprejuiciadamente laica, exige sin embargo que la asistencia dominical a la iglesia y el adoctrinamiento religioso sean una "obligación para los pobres y analfabetos", a los que en todo caso durante los domingos "se debería impedir […] el acceso a cualquier tipo de diversión fuera dela iglesia"[59]. Incluso en el siglo XIX el liberal alemán Totteck y Welcker (citado elogiosamente por Hayek[60]) a fin de prevenir "desde el origen" cualquier ataque al derecho de propiedad, exige que los pordioseros y las personas simples desprovistas de medios de subsistencia, sean recluidos incluso por una simple "disposición de la autoridad policial" en "casas de trabajo obligatorio", y por tiempo indeterminado, para que sean sometidos a una disciplina dura e incluso despiadada.[61]. Hablé de la decisiva contribución del movimiento democrático y socialista a la construcción del concepto universal de hombre (o de persona, o de individuo). Con buen olfato Nietzsche cargó "la igualdad de las personas" en la cuenta del "socialismo". "La igualdad de las persona" que objetaba era la afirmación de que cada miembro del género humano debe reconocerse como persona. Por el contrario -y en furibunda polémica contra el socialismo- Nietzsche afirma que "los más no son ninguna persona", "los individuos solos son pocos". Y así como Burke con el ojo puesto en la agricultura definía al trabajo asalariado como instrumentum mutum, Nietzsche con el ojo puesto en la industria, lo define como "instrumento de transmisión", para transmitir el movimiento a los telares y a los verdaderos instrumentos de producción; y así como Sieyès habia hablado de los trabajadores asalariados como de "máquinas de trabajo", Nietzsche habla de ellos como de "máquinas inteligentes". Y tal como Mandeville creía conveniente que se negara la instrucción a la "parte mas mezquina y pobre de la nación" para no entorpecer el proceso de reproducción de the working slaving people, Nietzsche considera a la instrucción popular absolutamente incompatible con la sustancial esclavitud que es el trabajo asalariado y constituye el presupuesto de toda civilización[62]. Lo comienzos de Nietzsche se corresponden con el período en el que Hayek sitúa "la declinación de la doctrina liberal" a consecuencia del desarrollo del movimiento democrático-socialista. Polemizando contra ese movimiento y en el desesperado intento de retroceder antes de la construcción del concepto universal de hombre, Nietzsche termina objetivamente retomando temas y motivos típicos del liberalismo, o al menos del primer liberalismo. Los "niños", los "bárbaros" y la tradición liberal