LA ECUACIÓN DEL NÚMERO PI EN LOS JUEGOS OLÍMPICOS DE PARÍS. Por JAVIER SOLIS ...
La invención del amor
1. La invención del amor
Viernes, 23 de Abril de 2010 14:15 Tarscila Pérez de Yturbe
¿Qué pasaría si le digo que la mayor parte de las prácticas amorosas, entre ellas las más melosas y
tradicionales, las que algunos sentimos sexistas y otros corteses, las que van desde el cortejo a la mujer, las
flores, la búsqueda de la amada y el tratamiento privilegiado –“primero las damas”–, hasta las maneras gentiles
y atentas, la preservación de la virginidad, el adulterio velado y los mensajes cifrados de las relaciones
extramaritales, son un mero invento del siglo XII?
A partir de ese siglo, la cultura occidental, como expresa Aurelio González en su libro Amor y cultura en la
Edad Media, “empieza a entender el término amor en un sentido muy distinto de cómo lo había hecho
anteriormente”, se crean términos de conducta aún vigente, pero que a un ciudadano de la Roma imperial le
habrían parecido absurdos y a un hombre del Oriente, poco menos que incomprensibles.
La idea que hoy tenemos del amor y del enamoramiento, que vemos en las telenovelas, en las novelas rosa
tipo Corín Tellado y, sobre todo, en celebraciones como la de San Valentín –con sus cajas de chocolates, sus
ositos de peluche, sus joyas en caja y las postales de “Amor es…”– derivan de esa añeja tradición medieval.
La mujer en el Medioevo
Durante la Edad Media, el papel y la imagen de la mujer atravesarían por diversas concepciones (no olvidemos
que es un periodo de diez siglos): primero, la visión misógina de los padres de la Iglesia como San Antonio, San
Jerónimo y Santo Tomás de Aquino, quienes la consideraban “soberana peste, puerta del infierno, amor del
diablo, deficiencia de la naturaleza, larva o flecha del diablo”; luego, este desprecio cambió un poco al
instaurarse la imagen de la Virgen María, la madre de Dios y sus dones: virtud y maternidad, como modelo a
seguir para las religiosas y las doncellas. Por último, estaría en juego una tercera concepción que vincularía a la
mujer con la redención de los pecados: la de María Magdalena, con quien la imagen de lo femenino se hace
más real –ya no es demonio ni santa–, más humana y más asequible: una pecadora que puede salvarse como
cualquier hombre.
Es un poco lo que nos relata Dante en La divina comedia, donde nos muestra tres espacios diferentes, pero
conjeturados entre sí: el infierno, Eva; el cielo, María; y, el purgatorio, Magdalena.
Enlaces pactados
Por otro lado, recordemos que, durante el Feudalismo, a los miembros de las familias aristocráticas se les
preparaba desde la infancia para unirse en matrimonios concertados, en cuyas negociaciones no podían influir.
Se pensaba que las circunstancias, la inteligencia de los esposos, la habilidad de sus familias y la
discreción de los personajes de la Corte contribuirían al éxito de ésos; pero la mayor parte de las veces la
sumisión y la aceptación absoluta de esta costumbre hacían que los contrayentes vivieran una realidad
conyugal atroz, distante, ajena o, simplemente, aburrida. Esto provocaba que la mujer “malmaridada” –común
en esa época– buscara alternativas a su desdicha y muchas veces las encontrara en los amores secretos,
prohibidos e imposibles de los sigilosos caballeros.
2. De guerrero a caballero
Por su parte, el hombre medieval también sufría una transformación en su comportamiento social. Aquél que
por necesidad se convertía en un guerrero para formar parte del estamento superior de la sociedad, seguía un
proceso evolutivo que lo llevaba de un “salvaje cubierto de hierro” a un caballero refinado con una codificación
de su conducta bélica y cotidiana, en sus maneras y en sus gustos. Aquellos combatientes que participaban en
batallas durante los primeros siglos de la Edad Media, después de a ir a las Cruzadas y tener un contacto
cultural y el conocimiento de sociedades más refinadas, poco a poco modificarían su comportamiento. Así, las
buenas maneras, la generosidad y el refinamientos serían entonces tan o más importantes que la habilidad con
las armas y el valor, tanto en la Corte, como en la convivencia de hombres y mujeres, o en las fiestas y torneos.
El amor feudal
Dentro de este contexto, en el Languedoc de fines del siglo XI apareció una nueva concepción de la relación
amorosa, que se llamó fìn’amor y se expresó especialmente a través de la poesía de trovadores y juglares –
lírica, artificiosa y enigmática–, se extendió a toda Europa y, en siglos posteriores, a todo el mundo occidental.
Esta concepción expresa una forma de amor cuyas características básicas son el servicio a la dama, la
cortesía en las formas, el adulterio y el amor secreto. Algo así como un “feudalismo amorosos”, como bien dice
Aurelio González, donde el amante es el siervo o vasallo de la dama, e incluso muchas veces se dirige a ella
como midonz (mi señor, mi don). Sus virtudes son la obediencia y la aceptación; asimismo, el rito iniciático y los
rituales caballerescos son acciones que el amante debe realizar con su amada, lo cual lo convierte en caballero
porque es capaz de amar, y es el amor el que lo hace cortesano, lo que le da luz y le permite continuar.
Amor real, no platónico
Pero este fìn’amor (amor cortés, servil, feudal o caballeresco, como lo queramos llamar) no era, como se piensa
erróneamente, ideal o platónico. El enamorado ambiciona llegar a la fach o fait (“hecho”, en lengua ocitana), es
decir, el acto amoroso, aunque no siempre lo logra y a veces tiene que contentarse con escarceos, promesas e
incluso con el coitus interruptus, pasando por todas las etapas previas, esas que señalan algunos tratadistas
latinos de la época: visus(miradas), alloquium (exhortación), contactus (contacto), basia (besos) y factum(acto
amoroso).
Ese tipo de relación amorosa exigía la discreción absoluta de los amados y los amantes, por lo que el
nombre de la dama además nunca debía hacerse público, bajo pena de cometer una félonie (infidelidad) que
evidentemente haría indigno al caballero. El marido no debía saber del amor de su mujer ni de su
enamoramiento (recordemos que el adulterio femenino no se consideraba igual que el masculino, ya que la
honra del hombre era depositada en la mujer por vía del padre que la entregaba en matrimonio), ya que si
infidelidad se buscaba y se condenaba. De hecho, Ginebra, la esposa del rey Arturo, fue una heroína porque
supo ser mujer del gran héroe y a la vez desafiar su condición enamorándose de Lanzarote, el caballero e ideal
moroso.
Los principios del amor
3. Los principios del fìn’amor o amor cortés aparecen recogidos en el De arte honeste amandi, Ars amatoria, o De
amore, de Andreas Capellanes, obra que incluye un manual de cortesía acerca de cómo se adquiere y conserva
el amor, y los fallos de las Cortes de Amor, formadas por damas de alto rango como Leonor de Aquitania. Entre
sus principios rectores más importantes están:
El amor no es posible en el matrimonio porque no existe libertad.
Es insensato que la dama que no ama exija ser amada.
Es indigno emplear un intermediario en asuntos de amor.
Nada impide a una mujer ser amada por dos hombres, ni a un hombre por dos mujeres.
El verdadero amante siempre está absorto por la imagen de la amada.
No tiene ningún valor lo que el amante obtiene sin el conocimiento de la amada.
El amor rara vez dura cuando se le divulga demasiado.
El fin del amor
Al intentar explicar por qué se construyó o se inventó el amor cortés y la lírica trovadoresca, algunos han
rastreado la presencia mal interpretada de Ovidio y su Ars amatoria; sin embargo, como nos dice González, “la
ironía, el interés y el realismo de sus planteamientos sobre el amor contrastan con la seriedad e idealización del
tratamiento medieval”. Asimismo, este tipo de exaltación sentimental, esta práctica semisecreta, idealizada y
tierna era, sin duda, una evasión de la realidad conyugal y cotidiana de entonces, una reacción de escape ante
un tipo de vida que no ofrecía muchas posibilidades, como podía ser la vida de la mayoría de los caballeros y
de las damas mal casadas que recibían pocas atenciones por parte del marido, ya sea por diferencia de edad,
por ausencia (los maridos solían partir a la guerra) o por indiferencia.
Por otra parte, en el amor cortés muchos han encontrado visos de sexismo, ya que transforma a la mujer
en un ser pasivo o en un objeto, lo cual dio lugar a normas misóginas (como la limitación del campo de acción
de la mujer al ámbito de la casa) que se volvieron habituales. Pero, a la vez, en esa búsqueda del amor
podemos ver antecedentes de una mujer que se ve a sí misma, que se reconoce y que logra tener un desarrollo
discursivo fuera del ámbito tradicional doméstico.
Lo que es un hecho es que este modelo creado en Occitania en el siglo XII sobrevivió y aún pervive en
ciertas formas de cortesía y de relación (de ficción, de cine y de hecho) en nuestros días. González nos dice:
“De muchas formas, la dama y el caballero siguen ocultándose dentro de cada uno de nosotros, y aparecen en
los momentos más insospechados”. Y eso sigue siendo cierto. Piense usted si no.