A estas alturas del curso, es decir, de tu desértico vagar, ya te habrás dado cuenta de que el problema no son las circunstancias o las personas que te rodean, sino tú. Sí, es tu carne; esa es el problema. La única solución a esa carne es la crucifixión y muerte en la cruz en tu experiencia de vida....
1. ABRAZANDO EL VACÍO DE LA TUMBA, Administrador
19/01/2016
A estas alturas del curso, es decir, de tu desértico vagar, ya te habrás dado cuenta de que el
problema no son las circunstancias o las personas que te rodean, sino tú. Sí, es tu carne; esa es
el problema. La única solución a esa carne es la crucifixión y muerte en la cruz en tu
experiencia de vida. Esto me trae a la memoria un pasaje de nuestro libro “Finisterre al Borde del
Jordán”:
Si, hermanos, es en nuestro encuentro real con la autoridad, es cuando la tocamos, que descubrimos al
verdadero Contendiente de nuestra pelea: EL SEÑOR. ¡Sí!, era Él quien durante todo ese tiempo atrás nos
hablaba; era Él quien se nos oponía; Él contra quien discutíamos, razonábamos y poníamos excusas; sí, era
Él queriendo hacernos pasar por esa puerta estrecha a la que forcejeando ferozmente nos resistíamos a
entrar; era Él el Jinete que nos montaba y al que sacudiéndonos violentamente queríamos descabalgar; sí,
era esa la cruz que se nos asignaba y no queríamos cargar, y aún menos abrazar, porque nos repugnaba.
Sí, estábamos resistiéndonos a dejar morir al viejo guerrero, nuestro viejo YO; sí, éramos
nosotros negándonos a echar al "ISMAEL" que nuestra ambición había engendrado en el lecho de
nuestra impaciencia, al que, a pesar que nos zahería, no queríamos despedir junto a su madre La Carne.
No eran nuestras esposas, ni nuestros hijos, ni nuestras odiadas y poco lucidas ocupaciones "ministeriales",
ni nuestros diáconos, ni nuestras "ovejas"; no eran las enfermedades, ni la ansiedad, ni el trabajo secular,
ni nuestra escasez de fondos, quienes nos frenaban e impedían; no eran las personas que nos rodeaban, ni
las circunstancias, sino Dios. No eran las situaciones que Dios no hacía nada por cambiar y que
obstinadamente queríamos evadir en lugar de someternos a ellas; no era la falta de poder, ni de medios,
ni que no fuera Su tiempo, aunque nuestra ceguera no quisiera reconocerlo. ¡No!, no era nada de todo eso
sino el Ángel de Yahwéh cerrándonos el paso, como lo hiciera con Balaam, apretando nuestro pie contra el
muro, para tratar de impedirnos llegar al lugar al que nunca debimos ir (y tratando de impedir que
dijéramos, hiciéramos o aún pensáramos lo que nunca deberíamos haber dicho, hecho o pensado).
Así pues, reconocer que el mal esta en ti, como le ocurrió a Pablo (Rom. 7:21) y debe ocurrirnos a
todos, es el primer paso en este viaje al otro lado del Jordán. Reconocer esto es admitir que eres
carnal, que estás en el desierto de Pentecostés, que estás ciego y que necesitas un Josué que te
agarre de la mano y te ayude a cruzar al otro lado ¡el lado de la madurez y de la vida en el
espíritu! Trágate pues tu orgullo y sométete al ayo o tutor que Dios te haya asignado. ¿Quién es
en tu caso dicho tutor? Si has llegado hasta aquí seguramente Dios ya te tiene uno aparejado, justo
al lado o está a punto de hacer entrada en tu vida. Un José de Arimatea que te unja para la
sepultura. Tal vez un líder de tu iglesia, tal vez tu cónyuge, al que por orgullo has renegado
someterte por tanto tiempo, tal vez otra persona.
Tienes que ir a la cruz (y allí nadie te puede acompañar, ¡ni siquiera tu cónyuge!), rendirte,
cesando en toda tu actividad carnal. Aunque la misericordia de Dios siempre permitirá que
alguien, tal vez uno o dos, te sigan de lejos, como Pedro y Juan le siguieron a Él. Pero cuando
pendas de la cruz te sentirás abandonado de todos, hasta de Dios.
Desde la cruz deberás decidir bajar al sepulcro, al igual que Cristo decidió entregar Su Espíritu,
deberás entregarte en manos de tu sepulturero, firmando tu acta de defunción. Esto es algo así
como soltar la rama y saltar al vacío, confiando en que Alguien te recogerá antes de estrellarte
en el fondo del abismo; como un paracaidista salta confiado en que su paracaídas funcionará y se
abrirá en el tiempo preciso.
La experiencia de sepulcro es como abrazar el vacío, como en el lapso de tiempo que se produce
en un cambio de turno, desde que se marcha uno y deja el puesto vacante, hasta que llega el relevo.
Es una experiencia seca, rara, como de falta de aire, como de encerramiento, pero a un tiempo
sin dolor, solamente extrañeza. El desasimiento del hombre viejo carnal deja un vacío, una
nada, hasta que el hueco sea rellenado por el Todo. Entonces podrás entonar con Job, “de oídas te
había oído, pero ahora mis ojos te ven”. Sí, amigo, en la nada encontramos el Todo, ¡pero cuanto
2. nos cuesta saltar a ese vacío! Recuerda, en el sepulcro no se puede hacer nada, los muertos no
hacen nada ¡ni respiran! Eso incluirá tus devociones; ¡sí, especialmente tus devociones! …
carnales ...
El libro anónimo “La Nube del no Saber” explica como al igual que Moisés debemos entrar en la
nube tenebrosa y terrorífica, pero no quedarnos ahí, sino atravesarla y salir del otro lado. Esto es
negar nuestras potencias del alma, negar el “yo”, y confiar absolutamente en Dios.
Esta es la tarea:
No replicaré, no argumentaré, no me justificaré ni aunque crea que tengo razón.
Guardaré silencio (que se siente solo y calle, Lam. 3:28) y obedeceré
sometiéndome, incluso si considero que el trato es “injusto”.
En el proceso te ayudará el ayuno, si es necesario, para embridar tu carne, según el Espíritu te dé
a entender. Al respecto te sugiero el artículo “Contumacia, Estado Letal”.
Bueno, solo me queda decirte: REQUIESCAT IN PACE.