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Michel Foucault: una aproximación en torno al concepto de poder
Sergio Emiliozzi
Introducción
El propósito de este trabajo es realizar un sucinto recorrido por ciertos aspectos
del pensamiento de Michel Foucault. Nos detendremos especialmente en lo que
ha sido una cie sus principales preocupaciones de su trayectoria intelectual: el
análisis sobre el poder.
Nuestro interés en el pensamiento de Michel Foucault se asienta en primer lugar,
en la originalidad de su propuesta. No es un accidente que se lo haya considerado
uno de los pensadores más audaces y lúcidos del siglo XX. En segundo lugar, otra
razón de peso es su postura fuertemente crítica con respecto a las sociedades
modernas, que ha generado no pocas polémicas en aquellos campos que ha to-
mado como objeto de estudio. Foucault no ha vacilado en poner en cuestión cier-
tas concepciones referidas a la sociedad, al sujeto, al poder, a las instituciones y al
saber, atravesando todo el horizonte de las ciencias sociales, ofreciendo un aba-
nico teórico versátil, evadiendo todo encasillamiento, transgrediendo cualquier
frontera.
El 25 de junio de 1984, cuando muere, Foucault era considerado el pensador más
famoso del mundo, casi tanto como lo había sido Jean Paul Sartre una década
atrás. Había nacido en Poitiers, Francia, el 15 de octubre de 1926, en el seno de
una familia;de.medicos. Su padre fue maestro del prestigioso investigador Luc
Montagnier, quien descubriera el virus del Sida. A la vez, Michel Foucault fue el
“más brillante de una generación de hombres brillantes”, entre los cuales se en-
cuentran Pierre Bourdieu, Paul Veyne, Roland Barthes, Gilles Deleuze y Pierre
Bourdieu. Tuvo maestros de la talla de Maurice Merleau-Ponty, Louis Althusser,
George Dumézil, Jean Hyppolite y Georges Canguilhem, quienes declararon que
apenas lo conocieron, se dieron cuenta de que era “la promesa de su genera-
ción”.
Su preocupación fundamental radica en la necesidad de comprender las zonas
escabrosas y controvertidas desde donde se construye la dominación, la violencia,
y, por lo tanto, el sufrimiento y las resistencias de los grupos sociales: “es imposi-
ble hacer historia actualmente sin utilizar una serie interminable de conceptos
ligados directa o indirectamente al pensamiento de Marx y sin situarse en un ho-
rizonte que ha sido descrito y definido por Marx. En caso límite se podría uno
preguntar qué diferencia podría haber entre ser historiador y ser marxista”.'
Ahora bien, Foucault presenta especificidades respecto del sistema teórico mar-
xista, especialmente por no privilegiar las fuerzas económicas, esto es, la estruc-
tura de una sociedad. En otros términos, no debe deducirse una forma de poder a
partir de determinada estructura económica. Poniendo en cuestión el carácter
determinante de las relaciones de producción, incorpora la multicausalidad en los
procesos sociales.
De esta manera, Foucault descarta el postulado que considera el poder subordi-
nado a la economía. En la misma dirección, nos dice que la acumulación de capital
es impensable sin la acumulación de hombres, sin la construcción de sujetos so-
metidos. Se cuestiona, así, la unilateralidad del componente material, operándose
un distanciamiento respecto a ciertos trabajos de Marx, para dar lugar a espacios
hasta ese momento olvidados o desconsiderados.
Pero Foucault es un pensador que ha experimentado cambios a lo largo de toda
su producción intelectual. Su pensamiento no se ha mantenido inalterado en el
tiempo, sino que, por el contrario, se ha reformulado y rearmado a sí mismo. Y en
esto radica también su virtud, en la medida en que las autocríticas le han servido
para proponer diferentes respuestas a las mismas preguntas e inquietudes.
Es por ello que se puede dividir la vasta obra de Michel Foucault en tres grandes
campos discursivos que mantienen entre sí una rica variedad de lazos de conti-
nuidad y discontinuidad, de diferencias y semejanzas, de identidades y rupturas.
El primer campo discursivo configura su visión arqueológica y se extiende desde
1954, año en que produce Enfermedad mental y personalidad, pasando por His-
toria de la locura en la época clásica (1961), Las palabras y las cosas (1965) hasta
La arqueología del saber (1969). Este período está fundamentalmente referido a
la consideración sobre las reglas internas de las formaciones discursivas. La hipó-
tesis arqueológica, puede afirmarse, tiene como preocupación central la temática
del saber.
La segunda etapa discursiva se refiere a la denominada visión genealógica y reve-
la la preocupación de Foucault por comprender las tácticas y estrategias que utili-
za el poder. Si en la anterior etapa se recurre para explicar el discurso a conceptos
como el saber, la historia, la ciencia, el sujeto, la verdad, en esta otra etapa se
utiliza un nuevo lenguaje como dispositivo, maquinaria, guerra, lucha. Los ejes de
este período lo representan los cuerpos —noción central en el autor— y el en-
frentamiento entre ellos. Los textos más representativos de este segundo arco
teórico lo constituyen El orden del discurso (1970), Nietzsche, la genealogía de la
historia (1971), Vigilar y castigar (1975) y el primer volumen de Historia de la se-
xualidad (1976).
La hipótesis genealógica descansa en la pregunta del cómo del poder, en su fun-
cionamiento, en su ejercicio, quedando descartada la pregunta por el poder mis-
mo, que responde, en realidad, según el autor, a una idea absoluta. Por esa razón,
Foucault considera conveniente atender a ciertos recaudos metodológicos res-
pecto del concepto de poder, que a lo largo del presente trabajo serán desarro-
llados.
El pasaje de una perspectiva teórica a otra —cíe la arqueología a la genealogía— y
la modificación de la preocupación central en sus trabajos pueden ser explicados
a partir de una serie de procesos decisivos en la vida de Michel Foucault, ocurri-
dos entre fines de los años sesenta y comienzos de los años setenta.
En primer lugar, aquello que apasiona a la generación de Foucault: la lectura de
otro filósofo, Nietzsche, realizada entre los años 1964 y 1968, siguiendo la pers-
pectiva de su doble problemática: voluntad de poder y voluntad de saber. Los
textos foucaultianos se impregnan de múltiples referencias al pensador alemán.
En segundo lugar, su presencia en los grupos de autogestión en las cárceles en el
año 1971 con el Grupo de Información sobre las Prisiones (GIP), junto a J. M. Do-
menach y a P. Vidal-Naquet, a propósito de las huelgas de hambre protagonizadas
por estudiantes de izquierda encarcelados en enero y febrero de ese año. Esta
presencia es un ejemplo del trabajo desarrollado con aquellos saberes menores,
descalificados, pero donde hay un conocimiento a tener en cuenta: el de los pre-
sos. Significa la reivindicación del saber y el actuar de los otros, de los excluidos y
marginados, de los diferentes, de los “anormales”.'-
Por último, el clima contestatario del Mayo de 1968 y su escena social marcada
por movimientos ciudadanos, estudiantiles, feministas y homosexuales, que re-
conocen su origen en el rechazo a determinadas formas de poder y dominación
institucional en Occidente.
El tercer campo discursivo se compone por lo que se ha dado en llamar la etapa
de la gobernabilidad y se corresponde con las denominadas “tecnologías del yo”,
siendo la problemática expuesta la de la construcción de la subjetividad a través
de diversos ideales como la pureza, la bondad, etc. —dimensión en la que nos
constituimos, a través de la ética, en agentes morales.
Las tecnologías del yo “permiten a los individuos efectuar, por cuenta propia o
con ayuda de otros, cierto número de operaciones sobre su cuerpo y su alma,
pensamientos, conductas, o cualquier forma de ser, obteniendo así una transfor-
mación de sí mismos con el fin de alcanzar cierto grado de felicidad, pureza, sabi-
duría o inmortalidad”.3
Los textos que han representado este último período en su biografía intelectual
son: “El uso de los placeres”, que constituye el segundo volumen de Historia de la
sexualidad, y “El interés por sí mismo”. Este último período se extiende hasta su
muerte en 1984.
Queda claro, entonces, que nuestro tema de investigación estará centralizado en
desarrollar los textos de Foucault que pertenecen a la segunda etapa discursiva,
que se extiende desde 1970 a 1976, la denominada genealógica.
No obstante esto, conviene atender una conocida reflexión de Foucault sobre los
propósitos de su teoría, a los fines de no interpretarla como un sistema cerrado
de proposiciones: “los considero libres de hacer de lo que digo lo que quieran. Lo
mío son pistas de investigación, ideas, líneas de trabajo. En otras palabras, ins-
trumentos. Hagan así de ellos lo que quieran”.
El poder como relación de fuerzas
Una vez pasada en limpio la relación de Foucault con las ciencias sociales y deta-
lladas las diferentes etapas por las que ha pasado su pensamiento, se hace nece-
sario comenzar a descifrar la noción de poder que, como veremos, modifica radi-
calmente lo conocido hasta el momento.
El poder ha sido comprendido, tanto desde la ciencia política como desde la so-
ciología, generalmente como vinculado al aparato de Estado o a las relaciones
económicas de explotación. Aun desde posiciones diferentes dentro de estas dis-
ciplinas, la referencia inicial es hacia el Estado, la ley o la unidad global de la do-
minación. Para Foucault, éstas son las “formas terminales” del poder, por lo que,
para comprenderlo verdaderamente, para acceder a un análisis más preciso, se
hace necesario el desarrollo de un método que dé cuenta de aquellas otras innu-
merables formas de existencia del poder en las sociedades modernas.
Pero, en principio, habría que remarcar que, para Foucault, se trata de descifrar el
poder en términos de guerra, de lucha, de enfrentamiento. El poder sería, según
esta idea, una especie de guerra perpetua continuada por medios diferentes a los
del conflicto bélico tradicional,' a condición de que se entienda la guerra corno
manifestación de las relaciones de fuerza en estado puro, corno punto de máxima
tensión de la fuerza. De esa manera, la guerra sirve corno análisis de las relacio-
nes de poder, como matriz de las técnicas de dominación.
Para comprender más claramente esta afirmación, se hace necesario inscribirla
dentro de una propuesta más amplia, más detallada. A lo largo de todos los traba-
jos de esta época, Foucault ha tratado de hacer emerger las relaciones de domi-
nación con el propósito de individualizar los instrumentos técnicos que permiten
asegurar su funcionamiento, adoptando un triple punto de vista: el “de las técni-
cas, de la heterogeneidad de las técnicas y de sus efectos de sujeción, que hacen
de los procedimientos de dominación la trama efectiva de las relaciones de poder
y de los grandes aparatos de poder”. Puesto que lo que debe ser estudiado es la
dominación y sus operadores, sólo será posible de ser comprendida si se la conci-
be corno relaciones de fuerza y las relaciones de fuerza ser remitidas a las rela-
ciones de guerra.
En cuanto a aquellos “recaudos metodológicos” que Foucault necesita tomar para
llevar adelante este análisis, podremos encontrar en ellos una clara idea de hacia
dónde irá dirigiendo su mirada y qué es aquello que va a poner en consideración
cuando se refiera al poder.
En primer lugar, Foucault establece de manera expresa en una serie de textos$
que no deben analizarse las formas reguladas y legítimas del poder a partir de su
centro, sino que se las debe captar en sus extremidades, en las terminaciones, allí
donde se hace capilar, se enviste en instituciones y toma cuerpo en técnicas; esto
es, en el extremo menos jurídico de su ejercicio.'
En segundo lugar, no considera el poder como algo que se adquiera, como se
adquiere la riqueza o un bien, que se arranque o comparta, se conserve o se pier-
da. Debe ser analizado, por el contrario, como algo que circula y funciona en ca-
dena y se ejerce a través de una organización que denomina “reticular”; no se
aplica a los individuos, sino que transita a través de ellos.
En tercer lugar, no se debe estudiar la dominación global como algo que se plura-
liza y repercute hacia abajo. No hay, en el principio de las relaciones de poder,
una oposición entre dominantes y dominados que se traslade desde el vértice de
la pirámide social hacia su base. Es necesario analizarlo en forma ascendente,
individualizando a los agentes reales, con su historia, su trayecto y sus técnicas,
para poder señalar luego de qué manera, en qué coyunturas y mediante qué
transformaciones devinieron en económicamente ventajosos y políticamente
útiles. De esta manera, se podrá comprender cómo estos mecanismos terminan
formando parte del conjunto y el provecho que la burguesía ha sacado de ellos.
En cuarto lugar, no se debe analizar el poder a nivel de la intención o de la deci-
sión de quien lo ejerza. Si bien no hay poder que se ejerza sin una serie de miras o
de objetivos, eso no significa que pueda resultar de la opción o de la decisión del
sujeto individual. Por esa razón, la pregunta sobre el por qué algunos quieren
dominar, qué es lo que tiene en mente o qué busca el que domina, debe ser
abandonada. En su lugar, deberemos interrogamos sobre las modalidades que
adquiere el vínculo directo e inmediato del poder con su “objeto”, su “blanco”,
allí donde se implanta y produce efectos inmediatos. En otras palabras, estudiar
los cuerpos que los efectos de poder constituyen como sujetos.
En quinto lugar, las relaciones de poder no se encuentran en una situación de
exterioridad con respecto a otro conjunto de relaciones (esto es, relaciones de
conocimiento, relaciones de familia, relaciones sexuales o procesos económicos),
no son una “superestructura” sino que son inmanentes; esto quiere decir que
desempeñan un papel directamente productor, que constituyen los efectos in-
mediatos de las desigualdades y son, a la vez, las condiciones internas de aqué-
llas.
En sexto lugar, en torno al poder no se forman ideologías pero sí saberes. Ha sido
una tradición creer “que desde que se toca al poder se cesa de saber: el poder
vuelve loco, los que gobiernan son ciegos. Y sólo aquellos que están alejados del
poder, que no están en absoluto ligados a la tiranía, que están encerrados con su
estufa en su habitación, con sus meditaciones, éstos únicamente pueden descu-
brir la verdad [...] Existe una perpetua articulación del poder sobre el saber y del
saber sobre el poder [...] ejercer el poder crea objetos de saber, los hace emerger,
acumula informaciones, las utiliza [...] el ejercicio de poder crea perpetuamente
saber e inversamente el saber conlleva efectos de poder”.
Por último, donde hay poder hay resistencia. No hay relación de poder sin que se
produzca resistencia. Las resistencias desempeñan en las relaciones de poder “el
papel de adversario, de blanco, de apoyo, de saliente para una aprehensión”.
Constituyen el otro término en las relaciones de poder. Los puntos de resistencia
están presentes en todas partes dentro de la red de poder, como un elemento
enfrentador y rigurosamente contemporáneo del poder al que se opone. Por esa
razón, no es posible pensar el poder sin escapatoria; pero tampoco puede espe-
rarse un lugar del “gran rechazo”, una gran revuelta, un asalto final. Es, en todo
caso, la “codificación estratégica” de los puntos donde se ejerce la resistencia, lo
que hace posible una revolución, una transformación radical destinada a conquis-
tar autonomía y libertad para los hombres.
Estas precauciones metodológicas, en suma, subrayan el interés de Foucault por
el análisis de los mecanismos de “ejercicio de poder”: cómo y de qué manera se
ejerce el poder en aquellos espacios que existen apartados, distanciados respecto
del centro. El poder, su ejercicio, hay que detectarlo en el trabajo, la familia, la
prisión, el hospital, la escuela. Ubicarlo en esos “puntos descentrados de lo so-
cial”, que no deben entenderse como simples instancias de la sociedad civil a
partir de los que algún actor ejerza su dominación. Hay que librarse del análisis
que vincula el poder del patrón, el maestro, el padre, etc., como derivado del
poder del Estado, que a la vez expresa los intereses de una clase social. No impor-
ta, entonces, quién detenta el poder, sino dónde se produce y cómo se ejerce.
Es este análisis de un campo móvil y múltiple de relaciones de fuerza el que le
permite a Foucault desplazarse fuera del modelo del derecho, de la ley o del Es-
tado y no por una pura “preferencia teórica o por una opción especulativa, sino
porque uno de los rasgos fundamentales de las sociedades occidentales consiste,
en efecto, en que las relaciones de fuerza —que durante mucho tiempo habían
encontrado en la guerra, en todas las formas de guerra, su expresión principal—
se habilitaron poco a poco en el orden del poder político”.”
La crítica al modelo del Leviatán
El ejercicio de observar cómo se producen las múltiples formas de dominación,
cómo se constituyen permanentemente las relaciones de fuerza en las profundi-
dades del cuerpo social, le permite a Foucault evitar, “escapar”, al tema central
del derecho: la soberanía. El sistema del derecho ha permitido “disolver en el
interior del poder el hecho de la dominación para hacer aparecer en su lugar dos
cosas: por una parte, los derechos legítimos de la soberanía y, por otra, la obliga-
ción legal de la obediencia”. A partir de ahora, Foucault analizará “cómo, hasta
dónde, y bajo qué forma el derecho (y cuando digo derecho no pienso simple-
mente en la ley, sino en el conjunto de aparatos, instituciones, reglamentos, que
se aplican al derecho), transmite, funcionaliza, relaciones que no son exclusiva-
mente relaciones de soberanía sino de dominación”.
Este cuestionamiento central al tema de la soberanía se puede observar en la
referencia que Foucault hace al corazón de la teoría contractualista: “Sería exac-
tamente lo contrario (de) lo que Hobbes quiso hacer en el Leviatán, y en el fondo,
creo, de lo que hacen todos los juristas para los que el problema es saber cómo, a
partir de la multiplicidad de los individuos y de las voluntades, puede formarse
una voluntad única, o mejor, un cuerpo único, accionado por un alma que sería la
soberanía [...] Pues bien, más que plantear este problema del alma central, creo
que haría falta estudiar los cuerpos periféricos y múltiples, esos cuerpos consti-
tuidos por los efectos del poder a semejanza de sujetos”.14 La preocupación de
Hobbes, como vemos, radicaría en constituir un modelo que explique cómo se
forma, cómo aparece el soberano a partir de la existencia de un sinnúmero de
individuos. Foucault se pregunta, por el contrario, por “aquellos procesos conti-
nuos ininterrumpidos que someten los cuerpos, guían los gestos, rigen los com-
portamientos, etc.”.” En suma, tratar de mostrar de qué manera un sujeto —
entendido como un individuo que posee por naturaleza derechos y capacidades—
puede y debe hacerse sujeto, pero ahora entendido como elemento sojuzgado
dentro de una relación de poder. Lo que Foucault denomina “el ciclo que va del
sujeto al sujeto”.
Durante la época feudal, la teoría de la soberanía sirvió para explicar con eficacia
el funcionamiento de la mecánica del poder en términos de relación soberano-
súbdito y con la misma fuerza se presenta en la época de la Revolución Francesa
tratando de construir, contra la monarquía y el absolutismo, la alternativa demo-
crática.
Pero durante el período que transcurre entre el siglo XVII y el siglo XVIII, se produ-
jeron enormes transformaciones que alteraron el funcionamiento y la mecánica
del poder. Estos cambios y mutaciones, que evidencian el surgimiento de proce-
dimientos, instrumentos y aparatos nodales en el nuevo tipo de poder que se
impone, son centrales en la consideración foucaultiana del poder.
Es a partir de este momento cuando pueden situarse los orígenes de la forma de
poder de las sociedades modernas.
Para Foucault, este cambio es tan brusco, trascendente y radical que empareja, e
incluso dota de sentido, a otras transformaciones de carácter indiscutible para la
historia de la humanidad. Veamos esto: “Tenemos el hábito —y una vez más se-
gún el espíritu de un marxismo bastante primario— de decir que la gran inven-
ción, todo el mundo lo sabe, fue la máquina a vapor o invenciones de ese tipo. Es
verdad que eso fue muy importante pero hubo toda una serie de invenciones
tecnológicas tan importantes como ésa y que fueron en última instancia condi-
ciones de funcionamiento de las otras. Así ocurrió con la tecnología política, hubo
toda una invención a nivel de las formas de poder a lo largo de los siglos XVII y
XVIII”.” El tipo de poder que nace a partir de este período Foucault lo define como
poder disciplinario y la sociedad que se configura con esta nueva mecánica de
poder es la sociedad disciplinaria. Sin embargo, con el surgimiento de la sociedad
disciplinaria y el cambio radical en la mecánica del poder, la teoría de la soberanía
no desaparece ni pierde fuerza como principio organizativo y Foucault es cons-
ciente de ello. Aún hoy encontramos explicaciones que basan sus argumentos en
la teoría de la soberanía y Foucault intenta encontrar la explicación a esta situa-
ción: “la teoría de la soberanía y la organización de un código jurídico centrado en
ella permitieron sobreponer a los mecanismos de disciplina un sistema de dere-
cho que ocultaba los procedimientos y lo que podía haber de técnicas de domina-
ción, y garantizaba a cada cual, a través de la soberanía del Estado, el ejercicio de
sus propios derechos soberanos”.
Las sociedades modernas funcionan con un discurso, el del derecho, sobre el que
se produce la organización jurídica de esas sociedades, y con mecanismos disci-
plinarios cuyas utilidades no son admitidas ni reconocidas por el derecho, pero
que se complementan claramente. El discurso del derecho es el de la ley; el de las
disciplinas, sostiene Foucault, es más amplio, es el de la regla, aunque “no el de la
regla jurídica derivada de la soberanía, sino el de la regla natural, es decir la nor-
ma”.
Sin duda, la emergencia de estos mecanismos y procedimientos disciplinarios van
reconfigurando desde el siglo XVIII, como se dijo antes, un nuevo tipo de poder
sustancialmente distinto al de las sociedades feudales y que explica el funciona-
miento de las sociedades modernas, sociedades a las que Foucault denomina
disciplinarias o de normalización.
Para poder comprender con mayor claridad el funcionamiento de la sociedad
disciplinaria es preciso ubicar previamente el momento en el que se produce su
conformación.
Del castigo a la vigilancia
En su ya clásico trabajo Vigilar y castigar (1975), Foucault Comienza describiendo
un patético suplicio sobre Damiens, un condenado por parricidio en 1757; luego
expone un reglamento para la “Casa de jóvenes delincuentes cíe París”, que data
de 1838, fundamentado en un empleo riguroso del tiempo de los condenados. Si
bien es poco el tiempo que separa una situación de otra, Foucault intenta mostrar
con estos ejemplos que en Europa primero y luego en el resto del mundo, se ex-
perimenta la desaparición de los suplicios.”
Este hecho para nada menor de la historia adquiere un significado importante
para Michel Foucault: representa el punto de partida de la nueva configuración
del poder de las sociedades modernas. Es claro que Foucault no ve este tránsito
solamente como un proceso de humanización, sino como el “efecto de reordena-
ciones más profundas”. El físico deja de ser ya el espacio de inscripción de los
castigos para quienes habían delinquido: “en unas cuantas décadas, ha desapare-
cido el cuerpo supliciado [...] Ha desaparecido el cuerpo como blanco mayor de la
represión penal”.20
Pero además, ese hecho pone de manifiesto otro, sin duda no menos importante:
la extinción del espectáculo punitivo, la extinción de la necesidad de que el cuer-
po sometido sea exhibido públicamente, como castigo ejemplificador y como
garantía de la presencia y de la fuerza del poder manifestada durante el castigo.
El suplicio judicial, su publicidad, forma parte para Foucault de una cierta rituali-
dad, de las “ceremonias por las cuales se manifiesta el poder”.
Esa afirmación revela una de las características más importantes del vínculo que
unía al poder con el derecho en la edad clásica. Un crimen o un delito afectaba a
la víctima, pero también cuestionaba al soberano “lo ataca personalmente ya que
la ley vale por la voluntad del soberano; lo ataca físicamente ya que la fuerza de la
ley es la fuerza del príncipe”;21 y más adelante, Foucault indica: “El derecho de
castigar será, pues, como un aspecto del derecho del soberano a hacer la guerra a
sus enemigos: castigar pertenece a ese derecho de guerra, a ese poder absoluto
de vida y muerte”.22 Así pues, el suplicio, su ejecución pública, no tiene como
finalidad el restablecimiento de la justicia: como ritual 'político” constituye una
afirmación enfática del poder y de su superioridad indiscutible.
La desaparición del suplicio y del espectáculo del castigo no se lo atribuye Fou-
cault a una creciente humanización, a una mayor benignidad o a un mayor respe-
to, como lo hacen los historiadores del derecho, sino a un proceso más profundo
y complejo, a un “cambio de objetivo”. Utilizando sus propias palabras: “a la ex-
piación que causa estragos en el cuerpo debe suceder un castigo que actúe en
profundidad sobre el corazón, el pensamiento, la voluntad, las disposiciones”.
Este cambio de objetivo se halla inscripto en los innumerables proyectos de re-
forma de la justicia, en la nueva teoría de la ley y del delito, en la nueva justifica-
ción moral y política del derecho a castigar. Pero como veremos luego, la práctica
penal posterior desmiente la finalidad del castigo inscripta en esta nueva pro-
puesta, ya que castigar no es simplemente convertir un alma.
De todas maneras, para clarificar el proceso que desemboca en la práctica actual,
Foucault cita como referencia el sistema teórico que ha justificado la elaboración
de los códigos penales franceses de la época de la revolución. Bentham, Beccaria,
Brissot, son los inspiradores de la ley penal de la época.
El principio que orienta estos códigos, esta ley, es una redefinición de la idea de
crimen. Como vimos, en la época clásica, era criminal quien desafiaba directa o
indirectamente el poder del soberano. En adelante, criminal es quien produce un
quiebre en la ley civil establecida por la sociedad a través de su poder legislativo
—ley que representa lo que es útil para la sociedad y reprime lo que es peligroso
y conspira contra ella—. El criminal es el enemigo social y no ya el enemigo del
príncipe, es el que rompe el pacto social: “La idea de criminal como enemigo in-
terno, como aquel individuo que rompe el pacto que teóricamente había estable-
cido con la sociedad, es una definición nueva y capital en la historia de la teoría
del crimen y la penalidad”.
La ley penal no puede tratar al criminal prescribiendo venganza; ni mucho menos,
buscando que redima un pecado. . Debe permitir solamente la “reparación de la
perturbación causada a la sociedad”. Según los teóricos que impulsaron la refor-
ma a la ley penal, se puede castigar, así, al criminal con la deportación, el trabajo
forzado, el escándalo público o la pena del talión. Sin embargo, no han sido estas
penalidades las que conocieron las sociedades modernas.
Y aquí la propuesta foucaultiana adquiere una dimensión severa: el encarcela-
miento, el encierro, la prisión, reemplaza a ese conjunto de disposiciones men-
cionadas. “La prisión no pertenece al proyecto teórico de la reforma de la penali-
dad del siglo XVIII, surge a comienzos del siglo XIX como una institución de hecho,
casi sin justificación teórica”.
Pero la emergencia inesperada de la prisión, al margen de las reformas previstas
en el siglo XVIII, es acompañada también por otro conjunto de transformaciones
que se producen a partir del siglo XIX y que, como apunta Foucault, expresan el
reemplazo de la idea de utilidad social en la legislación penal para abrir el camino
a una legislación más ajustada al individuo. Veamos cómo lo explica Foucault: “De
modo cada vez más insistente, la penalidad del siglo XIX tiene en vista menos la
defensa general de la sociedad que el control y la reforma moral y psicológica de
las actitudes y el comportamiento de los individuos.
Toda la penalidad del siglo XIX pasa a ser un control, no tanto sobre si lo que ha-
cen los individuos está de acuerdo o no con la ley, sino más bien al nivel de lo que
pueden hacer, son capaces de hacer, están dispuestos a hacer o están a punto de
hacer.
Así, la gran noción de la criminología y la penalidad de finales del siglo XIX fue el
escandaloso concepto, en términos de teoría penal, de peligrosidad. La noción de
peligrosidad significa que el individuo debe ser considerado por la sociedad al
nivel de sus virtualidades y no de sus actos; no al nivel de sus infracciones efecti-
vas a una ley también efectiva sino de las virtualidades de comportamiento que
ellas representan”.
El énfasis colocado por Foucault en el novedoso sesgo de la legislación penal, es
útil para demostrar que a la vez que se juzga el delito también se juzga la conduc-
ta del individuo. O mejor dicho, cada vez más esto último. El acto de juzgar la
conducta evidencia la intención de corrección, de “neutralizar su estado peligro-
so, de modificar sus disposiciones delictuosas, y no cesar hasta obtener tal cam-
bio”.27 De • esta manera, no solamente el juez es quien protagoniza la sentencia,
sino que se suman expertos, como psiquiatras, psicólogos, educadores y funcio-
narios, para evitar que la “operación penal” sea simplemente un castigo legal.
El examen pericial psiquiátrico implica “juicios de normalidad, asignaciones de
causalidad, apreciaciones de cambios eventuales, anticipaciones sobre el porvenir
del delincuente”.28 “Al psiquiatra le toca decir si el sujeto es peligroso, de qué
manera protegerse de él, cómo intervenir para modificarlo, y si es preferible tra-
tar de reprimir o de curar.”29 Todos estos procedimientos se integran al proceso
de formación de una sentencia.
El Panóptico: metáfora de la sociedad moderna
La decisión de controlar al individuo se aprecia en las nuevas características que
adquiere la legislación penal. Concebido el individuo como virtualmente peligro-
so, la justicia no podrá ser, de aquí en más, la única institución encargada de ins-
trumentar su proceso de reforma. Serán dispuestas lateralmente a la justicia una
serie de instituciones que Foucault denomina de vigilancia y corrección, que de-
berán controlar al individuo y que “encuadrarán a éstos a lo largo de su existen-
cia”.
La disposición de estas instituciones se consolida y se generaliza durante el siglo
XIX, y conforma lo que Foucault grafica como una enorme y espesa red por la que
la vida de los individuos pasará en algún momento. Instituciones pedagógicas,
como la escuela; psicológicas o psiquiátricas, como el hospital o el asilo, el traba-
jo, la prisión, etc., tienen por función corregir las virtualidades de los individuos.
La emergencia de este sistema inaugura lo que Foucault denomina como la “edad
del control social”; y la sociedad a la que este modelo da lugar la llama “sociedad
disciplinaria” por oposición a lo que, como vimos, conocía como las sociedades
penales de la edad clásica.
El esquema en el que la sociedad disciplinaria fundamenta su funcionamiento,
Foucault lo encuentra en un pensador inglés del siglo XVIII, Jeremías Bentham,
quien —dice—previó y presentó un modelo de funcionamiento de esta sociedad.
Por ese motivo, Bentham sorpresivamente adquiere para Foucault una relevancia
decisiva: “Pido disculpas a los historiadores de la filosofía por esta afirmación,
pero creo que Bentham es más importante para nuestras sociedades que Kant o
Hegel. Nuestras sociedades deberían rendirle un homenaje, pues fue él quien
programó, definió y describió de manera precisa las formas de poder en que vivi-
mos, presentándolas en un maravilloso y célebre modelo de esta sociedad de
ortopedia generalizada que es el famoso Panóptico, forma arquitectónica que
permite un tipo de poder del espíritu sobre el espíritu, una especie de institución
que vale tanto para las escuelas como para los hospitales, las prisiones, los refor-
matorios, los hospicios o las fábricas”.3”
¿Cómo es exactamente el Panóptico? Recurramos a la descripción que Foucault
realiza en Vigilar y castigar. “Conocido es su principio: en la periferia, una cons-
trucción en forma de anillo; en el centro, una torre, ésta, con anchas ventanas
que se abren en la cara interior del anillo. La construcción periférica está dividida
en celdas, cada una de las cuales atraviesa toda la anchura de la construcción.
Tienen dos ventanas, una que da al interior, correspondiente a las ventanas de la
torre, y la otra que da al exterior, permite que la luz atraviese la celda de una
parte a otra. Basta entonces situar un vigilante en la torre central y encerrar en
cada celda a un loco, un enfermo, un condenado, un obrero o un escolar. Por el
efecto de la contraluz, se pueden percibir desde la torre, recortándole perfecta-
mente sobre la luz, las pequeñas siluetas cautivas en las celdas de la periferia.
Tantos pequeños teatros como celdas, en los que cada actor está solo, perfecta-
mente individualizado y constantemente visible. El dispositivo panóptico dispone
unas unidades especiales que permiten ver sin cesar y reconocer al punto. En
suma, se invierte el principio del calabozo; o más bien de sus tres funciones —
encerrar, privar de luz y ocultar—; no se conserva más que la primera y se supri-
men las otras dos. La plena luz y la mirada de un vigilante captan mejor que la
sombra, que en último término protegía. La visibilidad es una trampa”.
Esta “argucia arquitectónica” que Bentham había pensado para la prisión, bien
podía funcionar en el resto de las instituciones. El Panóptico sacraliza la idea de
transparencia y visibilidad. Es la metáfora del iluminismo; por eso, más que el
objeto de una ciencia penitenciaria, se puede ver el objeto de una ciencia política.
Para Foucault, el Panóptico es la utopía de la sociedad moderna, utopía finalmen-
te consumada. La sociedad moderna puede ser explicada e interpretada a partir
del Panóptico. Por eso mismo, el alcance de esa imagen es concluyente.
El mayor efecto del Panóptico, como vimos, es crear en el individuo un estado
consciente y permanente de visibilidad. El mecanismo permite que la vigilancia
sea “permanente en sus efectos, incluso si es discontinua en su acción”. Poco
importa si quien vigila efectivamente lo está haciendo en el momento: quien es
vigilado no puede comprobarlo; lo esencial es que se sepa vigilado. El principio de
Bentham es claro: el poder debía ser visible e inverificable. “Visible: el detenido
tendrá sin cesar ante sus ojos la elevada silueta de la torre central de donde es
espiado. Inverificable: el detenido no debe saber jamás si en aquel momento se lo
mira; pero debe estar seguro de que siempre puede ser mirado.”
Como ya se vio, no debe interesarnos quién ejerce el poder; el Panóptico es una
máquina de crear y sostener relaciones de poder independientemente del que lo
ejerce; automatiza y des-individualiza el poder. Y dentro de los logros de este
dispositivo debe anotarse lo innecesario del uso de la fuerza. La fuerza, que du-
rante mucho tiempo fue el componente elemental del poder y la garantía de su
eficacia, cede su lugar a un dispositivo más económico: la mirada: “Ei que está
sometido a un campo de visibilidad y que lo sabe, reproduce por su cuenta las
coacciones del poder; las hace jugar espontáneamente sobre sí mismo; inscribe
en sí mismo la relación de poder en la cual juega simultáneamente los dos pape-
les; se convierte en el principio de su propio sometimiento. Por ello, el poder ex-
terno puede aligerar su peso físico; tiende a lo incorpóreo; y cuanto más se acerca
a este límite, más constantes, profundos, adquiridos de una vez para siempre e
incesantemente prolongados serán sus efectos: perpetua victoria que evita todo
enfrentamiento físico y que siempre se juega de antemano”.
Suficientes razones como para que Foucault entienda que el Panóptico es poliva-
lente en sus aplicaciones; sirve tanto para las escuelas, como para los hospitales,
las fábricas las prisiones, etc.: para todas las instituciones en las que sea necesario
mantener vigilados a un cierto número de personas. Foucault puede ver que este
diagrama sirve para anular a la multitud, “evita esas masas compactas, hormi-
gueantes, tumultuosas” e impone una colección de individualidades, permite que
el individuo quede expuesto ante el vigilante e impide la visibilidad lateral, el con-
tacto con el compañero.
Este mecanismo que individualiza, que registra, diferencia y compara, esta tecno-
logía individualizante del poder, que enfoca a los individuos hasta en sus cuerpos,
en sus comportamientos, Foucault la denomina “anatomía política”; se trata de
una anátomo-política, una política que hace blanco en el individua hasta anatomi-
zarlo.
Foucault registra también el ejercicio del poder sobre la población. A la vez que se
ejercita el poder sobre el individuo, también se lo ejercita en tanto forma parte de
una especie de “entidad biológica” que debe ser tomada en consideración. Así, se
asiste a la emergencia de problemas como los de las condiciones de vida, la higie-
ne pública, la relación entre natalidad y mortalidad; a preocupaciones sobre cómo
regular el flujo de Ja población, cómo hacer para que la gente tenga más o menos
hijos, cómo controlar el crecimiento de una población. Es preciso el desarrollo de
técnicas de observación que originan lo que Foucault denomina “biopolítica”.
Es evidente así, la importancia capital que adquiere la problemática del sexo,
puesto que el sexo “está exactamente ubicado en el lugar de la articulación entre
las disciplinas individuales del cuerpo y las regulaciones de la población t...] El
sexo se tornará un instrumento de disciplinamiento y va a ser uno de los elemen-
tos esenciales de esa anátomo-política; pero por otro lado, es el sexo el que ase-
gura la reproducción de las poblaciones, y con el sexo, con una política del sexo,
podemos cambiar las relaciones entre natalidad y mortalidad E...] Él está en la
encrucijada de las disciplinas y de las regulaciones y es en esa función que se
transforma, al fin del siglo XIX, en una pieza política de primera importancia para
hacer de la sociedad una máquina de producir”.
El propósito de este dispositivo, que se amplifica y que se difunde en todo el
cuerpo social, a la vez que hace al poder más eficaz, más ligero y más económico,
es “aumentar la producción, desarrollar la economía, difundir la instrucción, ele-
var el nivel de la moral pública, hacer crecer y multiplicar”. El panoptismo es el
principio de las relaciones de disciplina. La vigilancia es uno de los mejores ins-
trumentos de la disciplina.
La disciplina
Hasta aquí, el análisis de Foucault nos ha permitido observar cómo en la sociedad
moderna se han generalizado las instituciones de disciplina que con su red co-
mienzan a cubrir una superficie cada vez más amplia y a ocupar sobre todo un
lugar cada vez menos marginal en comparación a la época clásica.
Sin embargo, la generalización de las instituciones de disciplina no debe llevar a la
confusión por asociar estas instituciones al aparato estatal. La distinción entre lo
que es y no es estatal es poco importante para un análisis que intenta dar cuenta
del funcionamiento y de la utilidad de esas instituciones.
La escuela, la fábrica, la prisión, el hospital, etc., que, como vimos, constituyen lo
más destacado de esta red institucional de disciplinamiento, tienen por finalidad
la fijación de los hombres a un “aparato de normalización”. La fábrica fija a los
individuos a un aparato de producción, como la escuela los fija a un aparato de
transmisión de saber o el hospital a un aparato de corrección y normalización.
Constituir individuos normales, que hayan interiorizado determinadas normas y
que configuren, adecuen, ajusten sus conductas, sus comportamientos de acuer-
do a esas normas, es el objetivo de la disciplina. Un individuo disciplinado es
aquel que ha incorporado e integrado determinadas normas a través de la rela-
ción específica con el maestro, el médico, el capataz, el juez, etc. Un individuo
normalizado es un individuo útil, productivo, económicamente rentable.
Para que los hombres se encuentren fijados, ligados al sistema productivo, al apa-
rato de-producción para el cual trabajan, es necesaria una “operación compleja”
que ponen en práctica las instituciones disciplinarias. Esas operaciones permiten
el control minucioso del cuerpo, garantizan la sujeción constante de sus fuerzas y
les imponen una relación de docilidad-utilidad. Hacen del cuerpo un objeto tanto
más obediente cuanto más útil y viceversa. “La disciplina aumenta las fuerzas del
cuerpo (en términos económicos de utilidad) y disminuye esas mismas fuerzas (en
términos políticos de obediencia). En una palabra: disocia el poder del cuerpo; de
una parte, hace de este poder una `aptitud', una `capacidad' que trata de aumen-
tar, y cambia por otra parte la energía, la potencia que de ello podría resultar, y la
convierte en relación de sujeción estricta. Si la explotación económica separa la
fuerza y el producto del trabajo, digamos que la coerción disciplinaria establece
en el cuerpo el vínculo de coacción entre una aptitud aumentada y una domina-
ción acrecentada”.3`
Así, podemos ver que para Foucault, las instituciones disciplinarias con el empleo
de técnicas minuciosas, “con frecuencia ínfimas”, que definen una “microfísica”
del poder, tienen por función, en primer lugar, ejercer el control sobre la totali-
dad del tiempo de los individuos. La sociedad moderna precisa que los hombres
coloquen su tiempo a disposición de ella.
El tiempo de los hombres se tiene que ajustar al aparato de producción y éste
debe poder utilizar el tiempo de existencia de los individuos. Así lo detalla Fou-
cault: “Dos son las cosas necesarias para la formación de la sociedad industrial:
por una parte, es preciso que el tiempo de los hombres sea llevado al mercado y
ofrecido a los compradores, quienes, a su vez, lo cambiarán por un salario; y por
otra parte, es preciso que se transforme en tiempo de trabajo. A ello se debe que
encontremos el problema de las técnicas de explotación máxima del tiempo en
toda una serie de instituciones”.
Y, más adelante, enfatiza describiendo una situación: “A lo largo del siglo XIX se
dictan una serie de medidas con vistas a suprimir las fiestas y disminuir el tiempo
de descanso; una técnica muy sutil se elabora durante este siglo para controlar la
economía de los obreros. Por una parte, para que la economía tuviese la necesa-
ria flexibilidad era preciso que en épocas críticas se pudiese despedir a los indivi-
duos; pero por otra parte, para que los obreros pudiesen recomenzar el trabajo al
cabo de este necesario período de desempleo y no muriesen de hambre por falta
de ingresos, era preciso asegurarles unas reservas. A esto se debe el aumento de
salarios que se esboza claramente en Inglaterra en los años '40 y en Francia en la
década siguiente. Pero una vez asegurado que los obreros tendrán dinero hay que
cuidar de que no utilicen sus ahorros antes del momento en que queden desocu-
pados. Los obreros no deben utilizar sus economías cuando les parezca, por
ejemplo, para hacer una huelga o celebrar fiestas. Surge entonces la necesidad de
controlar las economías del obrero y de ahí la creación, en la década de 1820 y,
sobre todo, a partir de los años '40 y '50 de las cajas de ahorro y de las cooperati-
vas de asistencia, etc., que permiten drenar las economías de los obreros y con-
trolar la manera en que son utilizadas. De este modo, el tiempo del obrero, no
sólo el tiempo de su día laboral, sino el de su vida entera, podrá efectivamente
ser utilizado de la mejor manera posible por el aparato de producción. Y es así
que a través de estas instituciones aparentemente encaminadas a brindar protec-
ción y seguridad se establece un mecanismo por el que todo el tiempo de la exis-
tencia humana es puesto a disposición de un mercado de trabajo y de las exigen-
cias del trabajo”.
En segundo lugar, las instituciones controlan no solamente el tiempo sino tam-
bién el cuerpo de los hombres. Esto supone, dice Foucault, una disciplina general
de la existencia, finalidad que tiene un alcance más extenso de aquel para el que
fueron creadas. Así, ocurre que estas instituciones se preocupan por situaciones
que no hacen al objetivo confeso de su existencia. En los hospitales psiquiátricos
se prohíbe la actividad sexual, en las escuelas se obliga a las personas a lavarse,
explica Foucault. Se trata de “controlar, formar, valorizar según un determinado
sistema el cuerpo del individuo”. Éste se convierte en algo que “ha de ser forma-
do, reformado, corregido, en un cuerpo que debe adquirir aptitudes, recibir cier-
tas cualidades, calificarse como cuerpo capaz de trabajar”.39 Adviértase, enton-
ces, que para Foucault, un cuerpo modelado según ciertas características no tiene
otro objetivo que ser convertido en fuerza de trabajo.
En tercer lugar, estas instituciones crean un novedoso tipo de poder, un micropo-
der que se asemeja a un poder judicial. En el interior, en el “corazón” de los sis-
temas disciplinarios funciona un pequeño mecanismo penal; se establecen regla-
mentos, se dan órdenes, se toman medidas, etc., instrumentando un sistema de
castigos y recompensas sobre la totalidad de los aspectos de la conducta.
En cada institución reina, dice Foucault en Vigilar y castigar, “una verdadera mi-
cropenalidad del tiempo (retrasos, ausencias, interrupciones de tareas), de la
actividad (falta de atención, descuido, falta de celo), de la manera de ser (descor-
tesía, desobediencia), de la palabra (charla, insolencia), del cuerpo (actitudes
incorrectas, gestos impertinentes, suciedad), de la sexualidad (falta de recato,
indecencia)”.
Las disciplinas establecen una “infrapenalidad”, reticular un espacio que las leyes
dejan vacío; y para aclarar más este punto, agrega: “Lo que compete a la penali-
dad disciplinaria es la inobservancia, todo lo que no se ajusta a la regla, todo lo
que se aleja de ella, las desviaciones”.' Esa regla, que traduce un programa, un
reglamento, refiere a un orden y debe observar- se aun en procesos naturales:
“La duración de un aprendizaje, el tiempo de un ejercicio, el nivel de aptitud, re-
fieren a una regularidad, que es también una regla”.
El castigo disciplinario que es pertinente cuando no se observa la regla, tiene
efectos claramente correctivos, y se instrumenta a través de un sistema de grati-
ficación-sanción, de castigo-recompensa que acentúa al eficacia del proceso de
corrección, de encauzamiento, de normalización.
La emergencia de la micropenalidad al interior de cada una de las instituciones,
revela la presencia de un poder al que el de la micropenalidad funcionaliza, como
es el de la “norma”. A partir de esta presencia es que se traza el límite que “habrá
de definir las diferencias respecto a todas las diferencias, la frontera exterior de lo
anormal”. Pero la adscripción a un cuerpo social homogéneo no desdibuja las
diferencias entre individuos, ya que se establecen mecanismos de “clasificación,
de jerarquización y distribución de rangos”. Advierte Foucault: las disciplinas,
como vimos, individualizan, son una “anatomía política del detalle”.
Esta individualización propia de las disciplinas, tiene como característica la de ser
descendente “a medida que el poder se vuelve más y más anónimo y más funcio-
nal, aquellos sobre los que se ejerce tienden a estar más fuertemente individuali-
zados”.
Destacando la singularidad, el detalle, característicos de este sistema, Foucault da
cuenta de la cuarta función de las instituciones de disciplina: obtener conocimien-
tos, extraer un saber de y sobre los individuos sometidos a la observación y con-
trolados por los diferentes poderes.
Esto puede entenderse de dos maneras. En primer lugar, los conocimientos que
un individuo puede generar en sus tareas cotidianas, en su actividad, son apro-
piadas por el poder a través del ejercicio permanente de la vigilancia; puede verse
claramente esta situación en una relación de trabajo dentro de una fábrica. En
segundo lugar, hay un saber que se constituye “de la observación y clasificación
de los individuos, del registro, análisis y comparación de sus comportamientos”.
El ejercicio de la vigilancia permite la constitución de saberes sobre aquellos que
se vigilan; la observación regular, continua, que implica la vigilancia, el “examen
permanente e infinito”, produce conocimientos, conocimientos que originan,
constituyen, determinadas ciencias. La psiquiatría, la pedagogía, la criminología,
la medicina, la sociología, en definitiva las “ciencias del hombre”, reconocen su
nacimiento a partir de la observación, de la vigilancia, de la forma “examen”.
En la génesis de las ciencias del hombre hay una relación de poder que las funda.
El hombre es convertido en un objeto de saber sometido a la regularidad, a la
continuidad sin rupturas de la vigilancia. Su cuerpo y su tiempo son dispuestos
para el control, para luego ser registrados, descriptos, analizados, calificados y
comparados, para “saber” de ellos, “no para reducirlo a rasgos específicos como
hacen los naturalistas, con los seres vivos, sino para mantenerlo en sus rasgos
singulares, en su evolución particular, en sus aptitudes o capacidades propias bajo
la mirada de un saber permanente; y de otra parte la constitución de un sistema
comparativo, la medida de fenómenos globales, la descripción de grupos, la ca-
racterización de hechos colectivos, la estimación de las desviaciones de los indivi-
duos, unos respecto de otros, y su distribución en una población”.
Este saber se ubica en la intersección de lo que se definió como “anatomía políti-
ca”, por una parte, y biopolítica, por la otra. Un saber que surge a partir de ciertas
prácticas sociales de vigilancia. El poder produce saber y no existe relación de
poder sin constitución de un campo de saber ni saber que no suponga y constitu-
ya al mismo tiempo una relación de poder.
El hombre productivo-obediente del capitalismo
Está claro cuál es la función que desempeñan las instituciones disciplinarias para
Foucault y cuáles, los mecanismos que utiliza; pero habría que remarcar dos as-
pectos del proceso para situarlo en su real dimensión.
Por un lado, estas instituciones no solamente buscan distribuir los cuerpos en los
espacios y extraer o acumular tiempo en ellos, sino que deben convenirse en un
mecanismo eficaz donde se componen, concilian y articulan fuerzas. En las disci-
plinas, desde que se trata de obediencia y utilidad, los elementos mínimos no son
tanto los cuerpos singulares, sino los cuerpos relacionales. El cuerpo singular se
convierte en elemento que se puede colocar, mover, articular sobre otros. Su
arrojo o su fuerza no son ya las variables principales que lo definen, sino el lugar
que ocupa, el intervalo que cubre la regularidad, el orden según el cual lleva a
cabo sus desplazamientos. De acuerdo con esto, el cuerpo es segmento móvil de
una máquina múltiple. No actúa como pieza adyacente o agregada sino que resul-
ta engranaje inherente a un mecanismo social.
En Vigilar y castigar Foucault lo explica de la siguiente manera: “es preciso, ade-
más, que las disciplinas hagan crecer el efecto de utilidad propio de las multiplici-
dades, y que se vuelvan cada una de ellas más útiles que la simple suma de ele-
mentos: para que aumenten los efectos utilizables de lo múltiple es por lo que las
disciplinas definen unas tácticas de distribución, de ajuste recíproco de los cuer-
pos, de los gestos y de los ritmos, de diferenciación de las capacidades, de coor-
dinación recíproca en relación con unos aparatos o unas tareas”.
Por otro lado, y como se ha sugerido antes, se trata de hacer del individuo un
sujeto útil, productivo. Para que se encuentre efectivamente ligado al trabajo y no
sea atraído, por ejemplo, al robo o al bandolerismo, se necesita de una serie de
operaciones complejas que lo conecten sintéticamente con la tarea productiva.
“Afirmar que la ligazón es sintética es lo mismo que decir que es política, o sea,
activada por la dominación”.
Para que sea posible la utilización de la fuerza de trabajo, ésta debe ser constitui-
da como tal por el poder. Hay en esta afirmación de Foucault una pretensión ex-
plícita de marcar diferencias con cierta idea formulada en principio por Hegel y
luego retomada por “el Marx de la juventud”, que define al trabajo como la esen-
cia del hombre. Así, el sistema capitalista solamente debería tomar el trabajo del
hombre y convertirlo en “ganancia, plus-ganancia o plusvalor”.
Pero Foucault va más allá y analiza así este proceso: “el sistema capitalista pene-
tra mucho más profundamente en nuestra existencia. Tal como se instauró en el
siglo XIX, este régimen se vio obligado a elaborar un conjunto de técnicas políti-
cas, técnicas de poder, por las que el hombre se encuentra ligado al trabajo, por
las que el cuerpo y el tiempo de los hombres se convierten en tiempo de trabajo y
fuerza de trabajo y pueden ser efectivamente utilizados para transformarse en
plus-ganacia. Pero para que haya plus-ganacia es preciso que haya sub-poder, es
preciso que al nivel de la existencia del hombre se haya establecido una trama de
poder político microscópico, capilar, capaz de fijar a los hombres al aparato de
producción, haciendo cie ellos agentes productivos, trabajadores”.
El reconocimiento de estas formas de poder es, para Foucault, la posibilidad de
reinterpretar algunas claves del funcionamiento del sistema capitalista. Estas
formas de poder y los saberes a los que ya nos referimos no se ubican en un su-
puesto espacio superestructural, no son expresión o reflejo ni reconducen las
relaciones de producción. Foucault rechaza el análisis basado en el modelo infra-
superestructura. Las formas de poder y los saberes están firmemente arraigados
en la existencia de los hombres y en las relaciones de producción: “para que exis-
tan las relaciones de producción que caracterizan a las sociedades capitalistas, es
preciso que existan, además de ciertas determinaciones económicas, estas rela-
ciones de poder y estas formas de funcionamiento del saber”.
Este análisis permite comprender una dimensión hasta el momento no del todo
visible en los modelos interpretativos del capitalismo. Fue el desarrollo del capita-
lismo el que hizo necesario esta “mutación tecnológica” del poder a partir del
siglo XVIII; pero esa mutación, a la vez, hizo posible el desarrollo del capitalismo.
“Una implicación perpetua de dos movimientos que de algún modo están en-
grampados el uno con el otro”.
El despegue económico de Occidente comienza, entonces, con los procedimien-
tos que permiten la acumulación de capital. A un nivel más general, dice Foucault:
“los métodos para dirigir la acumulación de los hombres han permitido un despe-
gue político respecto de las formas de poder tradicionales, rituales, costosas, vio-
lentas, y que, caídas pronto en desuso, han sido sustituidas por todo una tecnolo-
gía fina y calculada del sometimiento. De hecho los dos procesos, acumulación de
los hombres y acumulación del capital, no pueden ser separados; no habría sido
posible resolver el problema de la acumulación de los hombres sin el crecimiento
de un aparato de producción capaz a la vez de mantenerlos y utilizarlos; inversa-
mente, las técnicas que hacen útil la multiplicidad acumulativa de los hombres
aceleran el movimiento de acumulación de capital”.
El crecimiento de la economía capitalista ha exigido la modalidad específica del
poder.
La prisión
“Puede extrañar que la prisión se asemeje a las fábricas, las escuelas, los cuarte-
les, los hospitales, todos los cuales se asemejan a las prisiones?”, se pregunta
Foucault en Vigilar. y castigar.
La prisión aparece en el centro de la nueva tecnología de poder como un estable-
cimiento específico. Y recordemos que Foucault explica que no estaba incluida
dentro de los programas de reforma penal del siglo XVIII.
La evidencia de la prisión se aprecia, por un lado, en la privación de la libertad. En
una sociedad en la que la libertad es un bien que pertenece a todos de la misma
manera, su pérdida significa lo mismo para todos, es un castigo “igualitario”.
Permite, además, cuantificar la pena según la variable del tiempo, en una socie-
dad que usa el tiempo para medir los intercambios.
Por otro lado, la prisión se impone precisamente porque es la forma concentrada,
simbólica, de las instituciones disciplinarias. Su solidez se sostiene en que al ence-
rrar, al volver dócil, no hace sino “reproducir, aunque tenga que acentuarlos un
poco, todos los mecanismos que se encuentran en el cuerpo social. La prisión: un
cuartel un tanto estricto, una escuela sin indulgencia, un taller sombrío; pero en
el límite nada cualitativamente distinto”.
La prisión ha sido desde el comienzo, tal como la presenta Foucault, “una empre-
sa de modificación de los individuos que la privación de la libertad permite hacer
funcionar en el sistema legal”.
Para cumplir este objetivo (modificar individuos), tiene que ser la más poderosa
de las maquinarias, llevar a su intensidad el más fuerte de los procedimientos que
se encuentran en los demás dispositivos de disciplina. Es “omnidisciplinaria”; el
taller, la escuela el hospital, suponen cierta especialización; la prisión es comple-
ta, exhaustiva; debe ocuparse de todos los aspectos del individuo pues tiene que
dar una nueva forma al pervertido.
Pero como lugar de ejecución de la pena, la prisión es también un hábito propicio
para la observación de los individuos castigados. La vigilancia, como ejercicio “na-
tural”, inherente a las instituciones, permite la formación de un saber sobre los
condenados o, para decirlo con más precisión, sobre los “delincuentes”.
Esta puntualización es importante, ya que, para Foucault, el delincuente se distin-
gue del infractor condenado en el sentido de que “es menos su acto que su vida
lo pertinente para caracterizarlo [...] el castigo legal recae sobre un acto, la técni-
ca punitiva sobre una vida; tiene por consecuencia reconstruir lo ínfimo y lo peor
en la forma de saber”.
Pero también la distinción se hace clara en un segundo punto: el delincuente no
es únicamente el autor de su acto “sino que está ligado a su delito por todo un
haz de hilos complejos (instintos, impulsos, tendencia, carácter)”.59 Por eso es
que la investigación biográfica adquiere importancia a partir de que permite co-
nectar la organización del individuo, su posición social, su educación, con el delito
que cometió. Posibilita, luego, establecer la afinidad del criminal con su crimen.
La observación puede comenzar en el proceso de la instrucción judicial y continúa
de hecho en la prisión. Así se establece un “conocimiento positivo de los delin-
cuentes y de sus especies muy distinto de la calificación jurídica de los delitos y de
sus circunstancias; pero distinto también del conocimiento médico que permite
hacer valer la locura del individuo y anular por consiguiente el carácter delictuoso
del acto [...] Se trata en este saber nuevo de calificar 'científicamente' el acto co-
mo delito y sobre todo al individuo como delincuente”. ° Emerge, debido a esto,
la criminología como saber específico construido a partir del ejercicio de la vigi-
lancia en la prisión.
Sin embargo, el proyecto original de pensar en la prisión como un instrumento
preciso de transformación de los individuos cae, fracasa casi en el mismo momen-
to de su nacimiento. La prisión no cumple el objetivo de transformar criminales
en gente honrada, sino que los hunde, los sumerge aún más en la criminalidad.
Lejos de ser esta situación un problema, el poder reconvierte a la prisión; hace
una utilización estratégica de ella. Los delincuentes sirven, son útiles, en el domi-
nio económico y en el dominio político.
La prisión deviene en una fábrica de delincuentes, pues una sociedad modelada
de acuerdo al modelo panóptico precisa delincuentes. “La delincuencia era dema-
siado útil para que se pudiera soñar algo tan tonto y tan peligroso como una so-
ciedad sin delincuencia. Sin delincuencia no hay policía. ¿Qué es lo que hace tole-
rable la presencia de la policía, el control policial a una población si no es el miedo
al delincuente? Esta institución tan reciente y tan pesada de la policía no se justi-
fica más que por esto. Si aceptamos entre nosotros a estas gentes de uniforme,
armadas, mientras nosotros no tenemos derecho de estarlo, que nos piden nues-
tros papeles, que rondan delante de nuestra puerta, ¿cómo sería esto posible si
no hubiese delincuentes? ¿Y si no saliesen todos los días artículos en los periódi-
cos en lo que se nos cuenta que los delincuentes son muchos y peligrosos?”.
Pero es cierto, también, que la prisión, al fabricar delincuentes, le procura “a la
justicia criminal un campo de objetos unitarios, autenticados por unas ciencias y
que le han permitido así funcionar sobre un horizonte general de verdad”.
Sin duda, darle un objeto a la justicia es la razón, entre otras, por lo que la prisión
pudo imponerse sobre un sistema penal que no la había contemplado, sin haber
producido grandes reacciones; la justicia le ha reconocido el servicio.
Agrega luego Foucault una imagen demoledora para explicar el éxito de la prisión:
“es la imagen de la sociedad, su imagen invertida, una imagen transformada en
amenaza. La prisión emite dos discursos: 'He aquí lo que la sociedad es; vosotros
no podéis criticarme puesto que yo hago únicamente aquello que os hacen dia-
riamente en la fábrica, en la escuela, etc. Yo soy pues, inocente, soy apenas una
expresión de un consenso social' [...] Pero al mismo tiempo la prisión emite otro
discurso: `La mejor prueba de que vosotros no estáis en prisión es que yo existo
como institución particular separada de las demás, destinada sólo a quienes co-
metieron una falta contra la ley' E...] Ésta es la razón por la que la prisión puede
incluirse y se incluye de hecho en la pirámide de los panoptismos sociales”.
La prisión finalmente, dice Foucault, a pesar de ocupar una posición central, no
está sola: “sino ligada a toda una serie de dispositivos `carcelarios', que son en
apariencias muy distintos —ya que están destinados a aliviar, a curar, a soco-
rrer—, pero que tienden todos como ella a ejercer un poder de normalización”.
Si por algo ha interesado el estudio de la prisión a Foucault dando origen a lo que,
a nuestro juicio, es su mejor trabajo de este período, no fue solo por el efecto que
pudiera producir sobre los prisioneros, sino por haberse erguido en ejemplo para
las otras instituciones de la sociedad convertidas en efectivos micropoderes. A
partir del modelo carcelario, la familia, la escuela, la fábrica, el orfanato, el hospi-
tal, el asilo, las burocracias, etc., reprodujeron de manera siempre específica el
conjunto de tácticas utilizadas por la disciplina para someter, para sojuzgar, para
dominar.
Lo que rige a todos esos mecanismos no es el funcionamiento unitario de un apa-
rato o de una institución, sino la necesidad de un combate y las reglas de una
estrategia. Por consiguiente, “las nociones de represión, de institución, de recha-
zo, de exclusión, de marginación, no son adecuadas para describir en el centro
mismo de la ciudad carcelaria, la formación de blanduras insidiosas, de maldades
poco confesables, de las pequeñas astucias, de los procedimientos calculados, de
las técnicas, de las ciencias”, a fin de fabricar, de configurar el individuo disciplina-
rio de la sociedad moderna.

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  • 1. Michel Foucault: una aproximación en torno al concepto de poder Sergio Emiliozzi Introducción El propósito de este trabajo es realizar un sucinto recorrido por ciertos aspectos del pensamiento de Michel Foucault. Nos detendremos especialmente en lo que ha sido una cie sus principales preocupaciones de su trayectoria intelectual: el análisis sobre el poder. Nuestro interés en el pensamiento de Michel Foucault se asienta en primer lugar, en la originalidad de su propuesta. No es un accidente que se lo haya considerado uno de los pensadores más audaces y lúcidos del siglo XX. En segundo lugar, otra razón de peso es su postura fuertemente crítica con respecto a las sociedades modernas, que ha generado no pocas polémicas en aquellos campos que ha to- mado como objeto de estudio. Foucault no ha vacilado en poner en cuestión cier- tas concepciones referidas a la sociedad, al sujeto, al poder, a las instituciones y al saber, atravesando todo el horizonte de las ciencias sociales, ofreciendo un aba- nico teórico versátil, evadiendo todo encasillamiento, transgrediendo cualquier frontera. El 25 de junio de 1984, cuando muere, Foucault era considerado el pensador más famoso del mundo, casi tanto como lo había sido Jean Paul Sartre una década atrás. Había nacido en Poitiers, Francia, el 15 de octubre de 1926, en el seno de una familia;de.medicos. Su padre fue maestro del prestigioso investigador Luc Montagnier, quien descubriera el virus del Sida. A la vez, Michel Foucault fue el “más brillante de una generación de hombres brillantes”, entre los cuales se en- cuentran Pierre Bourdieu, Paul Veyne, Roland Barthes, Gilles Deleuze y Pierre Bourdieu. Tuvo maestros de la talla de Maurice Merleau-Ponty, Louis Althusser, George Dumézil, Jean Hyppolite y Georges Canguilhem, quienes declararon que apenas lo conocieron, se dieron cuenta de que era “la promesa de su genera- ción”. Su preocupación fundamental radica en la necesidad de comprender las zonas escabrosas y controvertidas desde donde se construye la dominación, la violencia, y, por lo tanto, el sufrimiento y las resistencias de los grupos sociales: “es imposi- ble hacer historia actualmente sin utilizar una serie interminable de conceptos ligados directa o indirectamente al pensamiento de Marx y sin situarse en un ho- rizonte que ha sido descrito y definido por Marx. En caso límite se podría uno preguntar qué diferencia podría haber entre ser historiador y ser marxista”.' Ahora bien, Foucault presenta especificidades respecto del sistema teórico mar- xista, especialmente por no privilegiar las fuerzas económicas, esto es, la estruc- tura de una sociedad. En otros términos, no debe deducirse una forma de poder a partir de determinada estructura económica. Poniendo en cuestión el carácter determinante de las relaciones de producción, incorpora la multicausalidad en los procesos sociales. De esta manera, Foucault descarta el postulado que considera el poder subordi- nado a la economía. En la misma dirección, nos dice que la acumulación de capital es impensable sin la acumulación de hombres, sin la construcción de sujetos so- metidos. Se cuestiona, así, la unilateralidad del componente material, operándose un distanciamiento respecto a ciertos trabajos de Marx, para dar lugar a espacios hasta ese momento olvidados o desconsiderados. Pero Foucault es un pensador que ha experimentado cambios a lo largo de toda su producción intelectual. Su pensamiento no se ha mantenido inalterado en el tiempo, sino que, por el contrario, se ha reformulado y rearmado a sí mismo. Y en esto radica también su virtud, en la medida en que las autocríticas le han servido para proponer diferentes respuestas a las mismas preguntas e inquietudes. Es por ello que se puede dividir la vasta obra de Michel Foucault en tres grandes campos discursivos que mantienen entre sí una rica variedad de lazos de conti- nuidad y discontinuidad, de diferencias y semejanzas, de identidades y rupturas. El primer campo discursivo configura su visión arqueológica y se extiende desde 1954, año en que produce Enfermedad mental y personalidad, pasando por His- toria de la locura en la época clásica (1961), Las palabras y las cosas (1965) hasta La arqueología del saber (1969). Este período está fundamentalmente referido a la consideración sobre las reglas internas de las formaciones discursivas. La hipó- tesis arqueológica, puede afirmarse, tiene como preocupación central la temática del saber. La segunda etapa discursiva se refiere a la denominada visión genealógica y reve- la la preocupación de Foucault por comprender las tácticas y estrategias que utili- za el poder. Si en la anterior etapa se recurre para explicar el discurso a conceptos como el saber, la historia, la ciencia, el sujeto, la verdad, en esta otra etapa se utiliza un nuevo lenguaje como dispositivo, maquinaria, guerra, lucha. Los ejes de este período lo representan los cuerpos —noción central en el autor— y el en-
  • 2. frentamiento entre ellos. Los textos más representativos de este segundo arco teórico lo constituyen El orden del discurso (1970), Nietzsche, la genealogía de la historia (1971), Vigilar y castigar (1975) y el primer volumen de Historia de la se- xualidad (1976). La hipótesis genealógica descansa en la pregunta del cómo del poder, en su fun- cionamiento, en su ejercicio, quedando descartada la pregunta por el poder mis- mo, que responde, en realidad, según el autor, a una idea absoluta. Por esa razón, Foucault considera conveniente atender a ciertos recaudos metodológicos res- pecto del concepto de poder, que a lo largo del presente trabajo serán desarro- llados. El pasaje de una perspectiva teórica a otra —cíe la arqueología a la genealogía— y la modificación de la preocupación central en sus trabajos pueden ser explicados a partir de una serie de procesos decisivos en la vida de Michel Foucault, ocurri- dos entre fines de los años sesenta y comienzos de los años setenta. En primer lugar, aquello que apasiona a la generación de Foucault: la lectura de otro filósofo, Nietzsche, realizada entre los años 1964 y 1968, siguiendo la pers- pectiva de su doble problemática: voluntad de poder y voluntad de saber. Los textos foucaultianos se impregnan de múltiples referencias al pensador alemán. En segundo lugar, su presencia en los grupos de autogestión en las cárceles en el año 1971 con el Grupo de Información sobre las Prisiones (GIP), junto a J. M. Do- menach y a P. Vidal-Naquet, a propósito de las huelgas de hambre protagonizadas por estudiantes de izquierda encarcelados en enero y febrero de ese año. Esta presencia es un ejemplo del trabajo desarrollado con aquellos saberes menores, descalificados, pero donde hay un conocimiento a tener en cuenta: el de los pre- sos. Significa la reivindicación del saber y el actuar de los otros, de los excluidos y marginados, de los diferentes, de los “anormales”.'- Por último, el clima contestatario del Mayo de 1968 y su escena social marcada por movimientos ciudadanos, estudiantiles, feministas y homosexuales, que re- conocen su origen en el rechazo a determinadas formas de poder y dominación institucional en Occidente. El tercer campo discursivo se compone por lo que se ha dado en llamar la etapa de la gobernabilidad y se corresponde con las denominadas “tecnologías del yo”, siendo la problemática expuesta la de la construcción de la subjetividad a través de diversos ideales como la pureza, la bondad, etc. —dimensión en la que nos constituimos, a través de la ética, en agentes morales. Las tecnologías del yo “permiten a los individuos efectuar, por cuenta propia o con ayuda de otros, cierto número de operaciones sobre su cuerpo y su alma, pensamientos, conductas, o cualquier forma de ser, obteniendo así una transfor- mación de sí mismos con el fin de alcanzar cierto grado de felicidad, pureza, sabi- duría o inmortalidad”.3 Los textos que han representado este último período en su biografía intelectual son: “El uso de los placeres”, que constituye el segundo volumen de Historia de la sexualidad, y “El interés por sí mismo”. Este último período se extiende hasta su muerte en 1984. Queda claro, entonces, que nuestro tema de investigación estará centralizado en desarrollar los textos de Foucault que pertenecen a la segunda etapa discursiva, que se extiende desde 1970 a 1976, la denominada genealógica. No obstante esto, conviene atender una conocida reflexión de Foucault sobre los propósitos de su teoría, a los fines de no interpretarla como un sistema cerrado de proposiciones: “los considero libres de hacer de lo que digo lo que quieran. Lo mío son pistas de investigación, ideas, líneas de trabajo. En otras palabras, ins- trumentos. Hagan así de ellos lo que quieran”. El poder como relación de fuerzas Una vez pasada en limpio la relación de Foucault con las ciencias sociales y deta- lladas las diferentes etapas por las que ha pasado su pensamiento, se hace nece- sario comenzar a descifrar la noción de poder que, como veremos, modifica radi- calmente lo conocido hasta el momento. El poder ha sido comprendido, tanto desde la ciencia política como desde la so- ciología, generalmente como vinculado al aparato de Estado o a las relaciones económicas de explotación. Aun desde posiciones diferentes dentro de estas dis- ciplinas, la referencia inicial es hacia el Estado, la ley o la unidad global de la do- minación. Para Foucault, éstas son las “formas terminales” del poder, por lo que, para comprenderlo verdaderamente, para acceder a un análisis más preciso, se hace necesario el desarrollo de un método que dé cuenta de aquellas otras innu- merables formas de existencia del poder en las sociedades modernas. Pero, en principio, habría que remarcar que, para Foucault, se trata de descifrar el poder en términos de guerra, de lucha, de enfrentamiento. El poder sería, según esta idea, una especie de guerra perpetua continuada por medios diferentes a los del conflicto bélico tradicional,' a condición de que se entienda la guerra corno manifestación de las relaciones de fuerza en estado puro, corno punto de máxima
  • 3. tensión de la fuerza. De esa manera, la guerra sirve corno análisis de las relacio- nes de poder, como matriz de las técnicas de dominación. Para comprender más claramente esta afirmación, se hace necesario inscribirla dentro de una propuesta más amplia, más detallada. A lo largo de todos los traba- jos de esta época, Foucault ha tratado de hacer emerger las relaciones de domi- nación con el propósito de individualizar los instrumentos técnicos que permiten asegurar su funcionamiento, adoptando un triple punto de vista: el “de las técni- cas, de la heterogeneidad de las técnicas y de sus efectos de sujeción, que hacen de los procedimientos de dominación la trama efectiva de las relaciones de poder y de los grandes aparatos de poder”. Puesto que lo que debe ser estudiado es la dominación y sus operadores, sólo será posible de ser comprendida si se la conci- be corno relaciones de fuerza y las relaciones de fuerza ser remitidas a las rela- ciones de guerra. En cuanto a aquellos “recaudos metodológicos” que Foucault necesita tomar para llevar adelante este análisis, podremos encontrar en ellos una clara idea de hacia dónde irá dirigiendo su mirada y qué es aquello que va a poner en consideración cuando se refiera al poder. En primer lugar, Foucault establece de manera expresa en una serie de textos$ que no deben analizarse las formas reguladas y legítimas del poder a partir de su centro, sino que se las debe captar en sus extremidades, en las terminaciones, allí donde se hace capilar, se enviste en instituciones y toma cuerpo en técnicas; esto es, en el extremo menos jurídico de su ejercicio.' En segundo lugar, no considera el poder como algo que se adquiera, como se adquiere la riqueza o un bien, que se arranque o comparta, se conserve o se pier- da. Debe ser analizado, por el contrario, como algo que circula y funciona en ca- dena y se ejerce a través de una organización que denomina “reticular”; no se aplica a los individuos, sino que transita a través de ellos. En tercer lugar, no se debe estudiar la dominación global como algo que se plura- liza y repercute hacia abajo. No hay, en el principio de las relaciones de poder, una oposición entre dominantes y dominados que se traslade desde el vértice de la pirámide social hacia su base. Es necesario analizarlo en forma ascendente, individualizando a los agentes reales, con su historia, su trayecto y sus técnicas, para poder señalar luego de qué manera, en qué coyunturas y mediante qué transformaciones devinieron en económicamente ventajosos y políticamente útiles. De esta manera, se podrá comprender cómo estos mecanismos terminan formando parte del conjunto y el provecho que la burguesía ha sacado de ellos. En cuarto lugar, no se debe analizar el poder a nivel de la intención o de la deci- sión de quien lo ejerza. Si bien no hay poder que se ejerza sin una serie de miras o de objetivos, eso no significa que pueda resultar de la opción o de la decisión del sujeto individual. Por esa razón, la pregunta sobre el por qué algunos quieren dominar, qué es lo que tiene en mente o qué busca el que domina, debe ser abandonada. En su lugar, deberemos interrogamos sobre las modalidades que adquiere el vínculo directo e inmediato del poder con su “objeto”, su “blanco”, allí donde se implanta y produce efectos inmediatos. En otras palabras, estudiar los cuerpos que los efectos de poder constituyen como sujetos. En quinto lugar, las relaciones de poder no se encuentran en una situación de exterioridad con respecto a otro conjunto de relaciones (esto es, relaciones de conocimiento, relaciones de familia, relaciones sexuales o procesos económicos), no son una “superestructura” sino que son inmanentes; esto quiere decir que desempeñan un papel directamente productor, que constituyen los efectos in- mediatos de las desigualdades y son, a la vez, las condiciones internas de aqué- llas. En sexto lugar, en torno al poder no se forman ideologías pero sí saberes. Ha sido una tradición creer “que desde que se toca al poder se cesa de saber: el poder vuelve loco, los que gobiernan son ciegos. Y sólo aquellos que están alejados del poder, que no están en absoluto ligados a la tiranía, que están encerrados con su estufa en su habitación, con sus meditaciones, éstos únicamente pueden descu- brir la verdad [...] Existe una perpetua articulación del poder sobre el saber y del saber sobre el poder [...] ejercer el poder crea objetos de saber, los hace emerger, acumula informaciones, las utiliza [...] el ejercicio de poder crea perpetuamente saber e inversamente el saber conlleva efectos de poder”. Por último, donde hay poder hay resistencia. No hay relación de poder sin que se produzca resistencia. Las resistencias desempeñan en las relaciones de poder “el papel de adversario, de blanco, de apoyo, de saliente para una aprehensión”. Constituyen el otro término en las relaciones de poder. Los puntos de resistencia están presentes en todas partes dentro de la red de poder, como un elemento enfrentador y rigurosamente contemporáneo del poder al que se opone. Por esa razón, no es posible pensar el poder sin escapatoria; pero tampoco puede espe- rarse un lugar del “gran rechazo”, una gran revuelta, un asalto final. Es, en todo caso, la “codificación estratégica” de los puntos donde se ejerce la resistencia, lo que hace posible una revolución, una transformación radical destinada a conquis- tar autonomía y libertad para los hombres.
  • 4. Estas precauciones metodológicas, en suma, subrayan el interés de Foucault por el análisis de los mecanismos de “ejercicio de poder”: cómo y de qué manera se ejerce el poder en aquellos espacios que existen apartados, distanciados respecto del centro. El poder, su ejercicio, hay que detectarlo en el trabajo, la familia, la prisión, el hospital, la escuela. Ubicarlo en esos “puntos descentrados de lo so- cial”, que no deben entenderse como simples instancias de la sociedad civil a partir de los que algún actor ejerza su dominación. Hay que librarse del análisis que vincula el poder del patrón, el maestro, el padre, etc., como derivado del poder del Estado, que a la vez expresa los intereses de una clase social. No impor- ta, entonces, quién detenta el poder, sino dónde se produce y cómo se ejerce. Es este análisis de un campo móvil y múltiple de relaciones de fuerza el que le permite a Foucault desplazarse fuera del modelo del derecho, de la ley o del Es- tado y no por una pura “preferencia teórica o por una opción especulativa, sino porque uno de los rasgos fundamentales de las sociedades occidentales consiste, en efecto, en que las relaciones de fuerza —que durante mucho tiempo habían encontrado en la guerra, en todas las formas de guerra, su expresión principal— se habilitaron poco a poco en el orden del poder político”.” La crítica al modelo del Leviatán El ejercicio de observar cómo se producen las múltiples formas de dominación, cómo se constituyen permanentemente las relaciones de fuerza en las profundi- dades del cuerpo social, le permite a Foucault evitar, “escapar”, al tema central del derecho: la soberanía. El sistema del derecho ha permitido “disolver en el interior del poder el hecho de la dominación para hacer aparecer en su lugar dos cosas: por una parte, los derechos legítimos de la soberanía y, por otra, la obliga- ción legal de la obediencia”. A partir de ahora, Foucault analizará “cómo, hasta dónde, y bajo qué forma el derecho (y cuando digo derecho no pienso simple- mente en la ley, sino en el conjunto de aparatos, instituciones, reglamentos, que se aplican al derecho), transmite, funcionaliza, relaciones que no son exclusiva- mente relaciones de soberanía sino de dominación”. Este cuestionamiento central al tema de la soberanía se puede observar en la referencia que Foucault hace al corazón de la teoría contractualista: “Sería exac- tamente lo contrario (de) lo que Hobbes quiso hacer en el Leviatán, y en el fondo, creo, de lo que hacen todos los juristas para los que el problema es saber cómo, a partir de la multiplicidad de los individuos y de las voluntades, puede formarse una voluntad única, o mejor, un cuerpo único, accionado por un alma que sería la soberanía [...] Pues bien, más que plantear este problema del alma central, creo que haría falta estudiar los cuerpos periféricos y múltiples, esos cuerpos consti- tuidos por los efectos del poder a semejanza de sujetos”.14 La preocupación de Hobbes, como vemos, radicaría en constituir un modelo que explique cómo se forma, cómo aparece el soberano a partir de la existencia de un sinnúmero de individuos. Foucault se pregunta, por el contrario, por “aquellos procesos conti- nuos ininterrumpidos que someten los cuerpos, guían los gestos, rigen los com- portamientos, etc.”.” En suma, tratar de mostrar de qué manera un sujeto — entendido como un individuo que posee por naturaleza derechos y capacidades— puede y debe hacerse sujeto, pero ahora entendido como elemento sojuzgado dentro de una relación de poder. Lo que Foucault denomina “el ciclo que va del sujeto al sujeto”. Durante la época feudal, la teoría de la soberanía sirvió para explicar con eficacia el funcionamiento de la mecánica del poder en términos de relación soberano- súbdito y con la misma fuerza se presenta en la época de la Revolución Francesa tratando de construir, contra la monarquía y el absolutismo, la alternativa demo- crática. Pero durante el período que transcurre entre el siglo XVII y el siglo XVIII, se produ- jeron enormes transformaciones que alteraron el funcionamiento y la mecánica del poder. Estos cambios y mutaciones, que evidencian el surgimiento de proce- dimientos, instrumentos y aparatos nodales en el nuevo tipo de poder que se impone, son centrales en la consideración foucaultiana del poder. Es a partir de este momento cuando pueden situarse los orígenes de la forma de poder de las sociedades modernas. Para Foucault, este cambio es tan brusco, trascendente y radical que empareja, e incluso dota de sentido, a otras transformaciones de carácter indiscutible para la historia de la humanidad. Veamos esto: “Tenemos el hábito —y una vez más se- gún el espíritu de un marxismo bastante primario— de decir que la gran inven- ción, todo el mundo lo sabe, fue la máquina a vapor o invenciones de ese tipo. Es verdad que eso fue muy importante pero hubo toda una serie de invenciones tecnológicas tan importantes como ésa y que fueron en última instancia condi- ciones de funcionamiento de las otras. Así ocurrió con la tecnología política, hubo toda una invención a nivel de las formas de poder a lo largo de los siglos XVII y XVIII”.” El tipo de poder que nace a partir de este período Foucault lo define como poder disciplinario y la sociedad que se configura con esta nueva mecánica de poder es la sociedad disciplinaria. Sin embargo, con el surgimiento de la sociedad disciplinaria y el cambio radical en la mecánica del poder, la teoría de la soberanía
  • 5. no desaparece ni pierde fuerza como principio organizativo y Foucault es cons- ciente de ello. Aún hoy encontramos explicaciones que basan sus argumentos en la teoría de la soberanía y Foucault intenta encontrar la explicación a esta situa- ción: “la teoría de la soberanía y la organización de un código jurídico centrado en ella permitieron sobreponer a los mecanismos de disciplina un sistema de dere- cho que ocultaba los procedimientos y lo que podía haber de técnicas de domina- ción, y garantizaba a cada cual, a través de la soberanía del Estado, el ejercicio de sus propios derechos soberanos”. Las sociedades modernas funcionan con un discurso, el del derecho, sobre el que se produce la organización jurídica de esas sociedades, y con mecanismos disci- plinarios cuyas utilidades no son admitidas ni reconocidas por el derecho, pero que se complementan claramente. El discurso del derecho es el de la ley; el de las disciplinas, sostiene Foucault, es más amplio, es el de la regla, aunque “no el de la regla jurídica derivada de la soberanía, sino el de la regla natural, es decir la nor- ma”. Sin duda, la emergencia de estos mecanismos y procedimientos disciplinarios van reconfigurando desde el siglo XVIII, como se dijo antes, un nuevo tipo de poder sustancialmente distinto al de las sociedades feudales y que explica el funciona- miento de las sociedades modernas, sociedades a las que Foucault denomina disciplinarias o de normalización. Para poder comprender con mayor claridad el funcionamiento de la sociedad disciplinaria es preciso ubicar previamente el momento en el que se produce su conformación. Del castigo a la vigilancia En su ya clásico trabajo Vigilar y castigar (1975), Foucault Comienza describiendo un patético suplicio sobre Damiens, un condenado por parricidio en 1757; luego expone un reglamento para la “Casa de jóvenes delincuentes cíe París”, que data de 1838, fundamentado en un empleo riguroso del tiempo de los condenados. Si bien es poco el tiempo que separa una situación de otra, Foucault intenta mostrar con estos ejemplos que en Europa primero y luego en el resto del mundo, se ex- perimenta la desaparición de los suplicios.” Este hecho para nada menor de la historia adquiere un significado importante para Michel Foucault: representa el punto de partida de la nueva configuración del poder de las sociedades modernas. Es claro que Foucault no ve este tránsito solamente como un proceso de humanización, sino como el “efecto de reordena- ciones más profundas”. El físico deja de ser ya el espacio de inscripción de los castigos para quienes habían delinquido: “en unas cuantas décadas, ha desapare- cido el cuerpo supliciado [...] Ha desaparecido el cuerpo como blanco mayor de la represión penal”.20 Pero además, ese hecho pone de manifiesto otro, sin duda no menos importante: la extinción del espectáculo punitivo, la extinción de la necesidad de que el cuer- po sometido sea exhibido públicamente, como castigo ejemplificador y como garantía de la presencia y de la fuerza del poder manifestada durante el castigo. El suplicio judicial, su publicidad, forma parte para Foucault de una cierta rituali- dad, de las “ceremonias por las cuales se manifiesta el poder”. Esa afirmación revela una de las características más importantes del vínculo que unía al poder con el derecho en la edad clásica. Un crimen o un delito afectaba a la víctima, pero también cuestionaba al soberano “lo ataca personalmente ya que la ley vale por la voluntad del soberano; lo ataca físicamente ya que la fuerza de la ley es la fuerza del príncipe”;21 y más adelante, Foucault indica: “El derecho de castigar será, pues, como un aspecto del derecho del soberano a hacer la guerra a sus enemigos: castigar pertenece a ese derecho de guerra, a ese poder absoluto de vida y muerte”.22 Así pues, el suplicio, su ejecución pública, no tiene como finalidad el restablecimiento de la justicia: como ritual 'político” constituye una afirmación enfática del poder y de su superioridad indiscutible. La desaparición del suplicio y del espectáculo del castigo no se lo atribuye Fou- cault a una creciente humanización, a una mayor benignidad o a un mayor respe- to, como lo hacen los historiadores del derecho, sino a un proceso más profundo y complejo, a un “cambio de objetivo”. Utilizando sus propias palabras: “a la ex- piación que causa estragos en el cuerpo debe suceder un castigo que actúe en profundidad sobre el corazón, el pensamiento, la voluntad, las disposiciones”. Este cambio de objetivo se halla inscripto en los innumerables proyectos de re- forma de la justicia, en la nueva teoría de la ley y del delito, en la nueva justifica- ción moral y política del derecho a castigar. Pero como veremos luego, la práctica penal posterior desmiente la finalidad del castigo inscripta en esta nueva pro- puesta, ya que castigar no es simplemente convertir un alma. De todas maneras, para clarificar el proceso que desemboca en la práctica actual, Foucault cita como referencia el sistema teórico que ha justificado la elaboración de los códigos penales franceses de la época de la revolución. Bentham, Beccaria, Brissot, son los inspiradores de la ley penal de la época.
  • 6. El principio que orienta estos códigos, esta ley, es una redefinición de la idea de crimen. Como vimos, en la época clásica, era criminal quien desafiaba directa o indirectamente el poder del soberano. En adelante, criminal es quien produce un quiebre en la ley civil establecida por la sociedad a través de su poder legislativo —ley que representa lo que es útil para la sociedad y reprime lo que es peligroso y conspira contra ella—. El criminal es el enemigo social y no ya el enemigo del príncipe, es el que rompe el pacto social: “La idea de criminal como enemigo in- terno, como aquel individuo que rompe el pacto que teóricamente había estable- cido con la sociedad, es una definición nueva y capital en la historia de la teoría del crimen y la penalidad”. La ley penal no puede tratar al criminal prescribiendo venganza; ni mucho menos, buscando que redima un pecado. . Debe permitir solamente la “reparación de la perturbación causada a la sociedad”. Según los teóricos que impulsaron la refor- ma a la ley penal, se puede castigar, así, al criminal con la deportación, el trabajo forzado, el escándalo público o la pena del talión. Sin embargo, no han sido estas penalidades las que conocieron las sociedades modernas. Y aquí la propuesta foucaultiana adquiere una dimensión severa: el encarcela- miento, el encierro, la prisión, reemplaza a ese conjunto de disposiciones men- cionadas. “La prisión no pertenece al proyecto teórico de la reforma de la penali- dad del siglo XVIII, surge a comienzos del siglo XIX como una institución de hecho, casi sin justificación teórica”. Pero la emergencia inesperada de la prisión, al margen de las reformas previstas en el siglo XVIII, es acompañada también por otro conjunto de transformaciones que se producen a partir del siglo XIX y que, como apunta Foucault, expresan el reemplazo de la idea de utilidad social en la legislación penal para abrir el camino a una legislación más ajustada al individuo. Veamos cómo lo explica Foucault: “De modo cada vez más insistente, la penalidad del siglo XIX tiene en vista menos la defensa general de la sociedad que el control y la reforma moral y psicológica de las actitudes y el comportamiento de los individuos. Toda la penalidad del siglo XIX pasa a ser un control, no tanto sobre si lo que ha- cen los individuos está de acuerdo o no con la ley, sino más bien al nivel de lo que pueden hacer, son capaces de hacer, están dispuestos a hacer o están a punto de hacer. Así, la gran noción de la criminología y la penalidad de finales del siglo XIX fue el escandaloso concepto, en términos de teoría penal, de peligrosidad. La noción de peligrosidad significa que el individuo debe ser considerado por la sociedad al nivel de sus virtualidades y no de sus actos; no al nivel de sus infracciones efecti- vas a una ley también efectiva sino de las virtualidades de comportamiento que ellas representan”. El énfasis colocado por Foucault en el novedoso sesgo de la legislación penal, es útil para demostrar que a la vez que se juzga el delito también se juzga la conduc- ta del individuo. O mejor dicho, cada vez más esto último. El acto de juzgar la conducta evidencia la intención de corrección, de “neutralizar su estado peligro- so, de modificar sus disposiciones delictuosas, y no cesar hasta obtener tal cam- bio”.27 De • esta manera, no solamente el juez es quien protagoniza la sentencia, sino que se suman expertos, como psiquiatras, psicólogos, educadores y funcio- narios, para evitar que la “operación penal” sea simplemente un castigo legal. El examen pericial psiquiátrico implica “juicios de normalidad, asignaciones de causalidad, apreciaciones de cambios eventuales, anticipaciones sobre el porvenir del delincuente”.28 “Al psiquiatra le toca decir si el sujeto es peligroso, de qué manera protegerse de él, cómo intervenir para modificarlo, y si es preferible tra- tar de reprimir o de curar.”29 Todos estos procedimientos se integran al proceso de formación de una sentencia. El Panóptico: metáfora de la sociedad moderna La decisión de controlar al individuo se aprecia en las nuevas características que adquiere la legislación penal. Concebido el individuo como virtualmente peligro- so, la justicia no podrá ser, de aquí en más, la única institución encargada de ins- trumentar su proceso de reforma. Serán dispuestas lateralmente a la justicia una serie de instituciones que Foucault denomina de vigilancia y corrección, que de- berán controlar al individuo y que “encuadrarán a éstos a lo largo de su existen- cia”. La disposición de estas instituciones se consolida y se generaliza durante el siglo XIX, y conforma lo que Foucault grafica como una enorme y espesa red por la que la vida de los individuos pasará en algún momento. Instituciones pedagógicas, como la escuela; psicológicas o psiquiátricas, como el hospital o el asilo, el traba- jo, la prisión, etc., tienen por función corregir las virtualidades de los individuos. La emergencia de este sistema inaugura lo que Foucault denomina como la “edad del control social”; y la sociedad a la que este modelo da lugar la llama “sociedad disciplinaria” por oposición a lo que, como vimos, conocía como las sociedades penales de la edad clásica.
  • 7. El esquema en el que la sociedad disciplinaria fundamenta su funcionamiento, Foucault lo encuentra en un pensador inglés del siglo XVIII, Jeremías Bentham, quien —dice—previó y presentó un modelo de funcionamiento de esta sociedad. Por ese motivo, Bentham sorpresivamente adquiere para Foucault una relevancia decisiva: “Pido disculpas a los historiadores de la filosofía por esta afirmación, pero creo que Bentham es más importante para nuestras sociedades que Kant o Hegel. Nuestras sociedades deberían rendirle un homenaje, pues fue él quien programó, definió y describió de manera precisa las formas de poder en que vivi- mos, presentándolas en un maravilloso y célebre modelo de esta sociedad de ortopedia generalizada que es el famoso Panóptico, forma arquitectónica que permite un tipo de poder del espíritu sobre el espíritu, una especie de institución que vale tanto para las escuelas como para los hospitales, las prisiones, los refor- matorios, los hospicios o las fábricas”.3” ¿Cómo es exactamente el Panóptico? Recurramos a la descripción que Foucault realiza en Vigilar y castigar. “Conocido es su principio: en la periferia, una cons- trucción en forma de anillo; en el centro, una torre, ésta, con anchas ventanas que se abren en la cara interior del anillo. La construcción periférica está dividida en celdas, cada una de las cuales atraviesa toda la anchura de la construcción. Tienen dos ventanas, una que da al interior, correspondiente a las ventanas de la torre, y la otra que da al exterior, permite que la luz atraviese la celda de una parte a otra. Basta entonces situar un vigilante en la torre central y encerrar en cada celda a un loco, un enfermo, un condenado, un obrero o un escolar. Por el efecto de la contraluz, se pueden percibir desde la torre, recortándole perfecta- mente sobre la luz, las pequeñas siluetas cautivas en las celdas de la periferia. Tantos pequeños teatros como celdas, en los que cada actor está solo, perfecta- mente individualizado y constantemente visible. El dispositivo panóptico dispone unas unidades especiales que permiten ver sin cesar y reconocer al punto. En suma, se invierte el principio del calabozo; o más bien de sus tres funciones — encerrar, privar de luz y ocultar—; no se conserva más que la primera y se supri- men las otras dos. La plena luz y la mirada de un vigilante captan mejor que la sombra, que en último término protegía. La visibilidad es una trampa”. Esta “argucia arquitectónica” que Bentham había pensado para la prisión, bien podía funcionar en el resto de las instituciones. El Panóptico sacraliza la idea de transparencia y visibilidad. Es la metáfora del iluminismo; por eso, más que el objeto de una ciencia penitenciaria, se puede ver el objeto de una ciencia política. Para Foucault, el Panóptico es la utopía de la sociedad moderna, utopía finalmen- te consumada. La sociedad moderna puede ser explicada e interpretada a partir del Panóptico. Por eso mismo, el alcance de esa imagen es concluyente. El mayor efecto del Panóptico, como vimos, es crear en el individuo un estado consciente y permanente de visibilidad. El mecanismo permite que la vigilancia sea “permanente en sus efectos, incluso si es discontinua en su acción”. Poco importa si quien vigila efectivamente lo está haciendo en el momento: quien es vigilado no puede comprobarlo; lo esencial es que se sepa vigilado. El principio de Bentham es claro: el poder debía ser visible e inverificable. “Visible: el detenido tendrá sin cesar ante sus ojos la elevada silueta de la torre central de donde es espiado. Inverificable: el detenido no debe saber jamás si en aquel momento se lo mira; pero debe estar seguro de que siempre puede ser mirado.” Como ya se vio, no debe interesarnos quién ejerce el poder; el Panóptico es una máquina de crear y sostener relaciones de poder independientemente del que lo ejerce; automatiza y des-individualiza el poder. Y dentro de los logros de este dispositivo debe anotarse lo innecesario del uso de la fuerza. La fuerza, que du- rante mucho tiempo fue el componente elemental del poder y la garantía de su eficacia, cede su lugar a un dispositivo más económico: la mirada: “Ei que está sometido a un campo de visibilidad y que lo sabe, reproduce por su cuenta las coacciones del poder; las hace jugar espontáneamente sobre sí mismo; inscribe en sí mismo la relación de poder en la cual juega simultáneamente los dos pape- les; se convierte en el principio de su propio sometimiento. Por ello, el poder ex- terno puede aligerar su peso físico; tiende a lo incorpóreo; y cuanto más se acerca a este límite, más constantes, profundos, adquiridos de una vez para siempre e incesantemente prolongados serán sus efectos: perpetua victoria que evita todo enfrentamiento físico y que siempre se juega de antemano”. Suficientes razones como para que Foucault entienda que el Panóptico es poliva- lente en sus aplicaciones; sirve tanto para las escuelas, como para los hospitales, las fábricas las prisiones, etc.: para todas las instituciones en las que sea necesario mantener vigilados a un cierto número de personas. Foucault puede ver que este diagrama sirve para anular a la multitud, “evita esas masas compactas, hormi- gueantes, tumultuosas” e impone una colección de individualidades, permite que el individuo quede expuesto ante el vigilante e impide la visibilidad lateral, el con- tacto con el compañero. Este mecanismo que individualiza, que registra, diferencia y compara, esta tecno- logía individualizante del poder, que enfoca a los individuos hasta en sus cuerpos,
  • 8. en sus comportamientos, Foucault la denomina “anatomía política”; se trata de una anátomo-política, una política que hace blanco en el individua hasta anatomi- zarlo. Foucault registra también el ejercicio del poder sobre la población. A la vez que se ejercita el poder sobre el individuo, también se lo ejercita en tanto forma parte de una especie de “entidad biológica” que debe ser tomada en consideración. Así, se asiste a la emergencia de problemas como los de las condiciones de vida, la higie- ne pública, la relación entre natalidad y mortalidad; a preocupaciones sobre cómo regular el flujo de Ja población, cómo hacer para que la gente tenga más o menos hijos, cómo controlar el crecimiento de una población. Es preciso el desarrollo de técnicas de observación que originan lo que Foucault denomina “biopolítica”. Es evidente así, la importancia capital que adquiere la problemática del sexo, puesto que el sexo “está exactamente ubicado en el lugar de la articulación entre las disciplinas individuales del cuerpo y las regulaciones de la población t...] El sexo se tornará un instrumento de disciplinamiento y va a ser uno de los elemen- tos esenciales de esa anátomo-política; pero por otro lado, es el sexo el que ase- gura la reproducción de las poblaciones, y con el sexo, con una política del sexo, podemos cambiar las relaciones entre natalidad y mortalidad E...] Él está en la encrucijada de las disciplinas y de las regulaciones y es en esa función que se transforma, al fin del siglo XIX, en una pieza política de primera importancia para hacer de la sociedad una máquina de producir”. El propósito de este dispositivo, que se amplifica y que se difunde en todo el cuerpo social, a la vez que hace al poder más eficaz, más ligero y más económico, es “aumentar la producción, desarrollar la economía, difundir la instrucción, ele- var el nivel de la moral pública, hacer crecer y multiplicar”. El panoptismo es el principio de las relaciones de disciplina. La vigilancia es uno de los mejores ins- trumentos de la disciplina. La disciplina Hasta aquí, el análisis de Foucault nos ha permitido observar cómo en la sociedad moderna se han generalizado las instituciones de disciplina que con su red co- mienzan a cubrir una superficie cada vez más amplia y a ocupar sobre todo un lugar cada vez menos marginal en comparación a la época clásica. Sin embargo, la generalización de las instituciones de disciplina no debe llevar a la confusión por asociar estas instituciones al aparato estatal. La distinción entre lo que es y no es estatal es poco importante para un análisis que intenta dar cuenta del funcionamiento y de la utilidad de esas instituciones. La escuela, la fábrica, la prisión, el hospital, etc., que, como vimos, constituyen lo más destacado de esta red institucional de disciplinamiento, tienen por finalidad la fijación de los hombres a un “aparato de normalización”. La fábrica fija a los individuos a un aparato de producción, como la escuela los fija a un aparato de transmisión de saber o el hospital a un aparato de corrección y normalización. Constituir individuos normales, que hayan interiorizado determinadas normas y que configuren, adecuen, ajusten sus conductas, sus comportamientos de acuer- do a esas normas, es el objetivo de la disciplina. Un individuo disciplinado es aquel que ha incorporado e integrado determinadas normas a través de la rela- ción específica con el maestro, el médico, el capataz, el juez, etc. Un individuo normalizado es un individuo útil, productivo, económicamente rentable. Para que los hombres se encuentren fijados, ligados al sistema productivo, al apa- rato de-producción para el cual trabajan, es necesaria una “operación compleja” que ponen en práctica las instituciones disciplinarias. Esas operaciones permiten el control minucioso del cuerpo, garantizan la sujeción constante de sus fuerzas y les imponen una relación de docilidad-utilidad. Hacen del cuerpo un objeto tanto más obediente cuanto más útil y viceversa. “La disciplina aumenta las fuerzas del cuerpo (en términos económicos de utilidad) y disminuye esas mismas fuerzas (en términos políticos de obediencia). En una palabra: disocia el poder del cuerpo; de una parte, hace de este poder una `aptitud', una `capacidad' que trata de aumen- tar, y cambia por otra parte la energía, la potencia que de ello podría resultar, y la convierte en relación de sujeción estricta. Si la explotación económica separa la fuerza y el producto del trabajo, digamos que la coerción disciplinaria establece en el cuerpo el vínculo de coacción entre una aptitud aumentada y una domina- ción acrecentada”.3` Así, podemos ver que para Foucault, las instituciones disciplinarias con el empleo de técnicas minuciosas, “con frecuencia ínfimas”, que definen una “microfísica” del poder, tienen por función, en primer lugar, ejercer el control sobre la totali- dad del tiempo de los individuos. La sociedad moderna precisa que los hombres coloquen su tiempo a disposición de ella. El tiempo de los hombres se tiene que ajustar al aparato de producción y éste debe poder utilizar el tiempo de existencia de los individuos. Así lo detalla Fou- cault: “Dos son las cosas necesarias para la formación de la sociedad industrial: por una parte, es preciso que el tiempo de los hombres sea llevado al mercado y
  • 9. ofrecido a los compradores, quienes, a su vez, lo cambiarán por un salario; y por otra parte, es preciso que se transforme en tiempo de trabajo. A ello se debe que encontremos el problema de las técnicas de explotación máxima del tiempo en toda una serie de instituciones”. Y, más adelante, enfatiza describiendo una situación: “A lo largo del siglo XIX se dictan una serie de medidas con vistas a suprimir las fiestas y disminuir el tiempo de descanso; una técnica muy sutil se elabora durante este siglo para controlar la economía de los obreros. Por una parte, para que la economía tuviese la necesa- ria flexibilidad era preciso que en épocas críticas se pudiese despedir a los indivi- duos; pero por otra parte, para que los obreros pudiesen recomenzar el trabajo al cabo de este necesario período de desempleo y no muriesen de hambre por falta de ingresos, era preciso asegurarles unas reservas. A esto se debe el aumento de salarios que se esboza claramente en Inglaterra en los años '40 y en Francia en la década siguiente. Pero una vez asegurado que los obreros tendrán dinero hay que cuidar de que no utilicen sus ahorros antes del momento en que queden desocu- pados. Los obreros no deben utilizar sus economías cuando les parezca, por ejemplo, para hacer una huelga o celebrar fiestas. Surge entonces la necesidad de controlar las economías del obrero y de ahí la creación, en la década de 1820 y, sobre todo, a partir de los años '40 y '50 de las cajas de ahorro y de las cooperati- vas de asistencia, etc., que permiten drenar las economías de los obreros y con- trolar la manera en que son utilizadas. De este modo, el tiempo del obrero, no sólo el tiempo de su día laboral, sino el de su vida entera, podrá efectivamente ser utilizado de la mejor manera posible por el aparato de producción. Y es así que a través de estas instituciones aparentemente encaminadas a brindar protec- ción y seguridad se establece un mecanismo por el que todo el tiempo de la exis- tencia humana es puesto a disposición de un mercado de trabajo y de las exigen- cias del trabajo”. En segundo lugar, las instituciones controlan no solamente el tiempo sino tam- bién el cuerpo de los hombres. Esto supone, dice Foucault, una disciplina general de la existencia, finalidad que tiene un alcance más extenso de aquel para el que fueron creadas. Así, ocurre que estas instituciones se preocupan por situaciones que no hacen al objetivo confeso de su existencia. En los hospitales psiquiátricos se prohíbe la actividad sexual, en las escuelas se obliga a las personas a lavarse, explica Foucault. Se trata de “controlar, formar, valorizar según un determinado sistema el cuerpo del individuo”. Éste se convierte en algo que “ha de ser forma- do, reformado, corregido, en un cuerpo que debe adquirir aptitudes, recibir cier- tas cualidades, calificarse como cuerpo capaz de trabajar”.39 Adviértase, enton- ces, que para Foucault, un cuerpo modelado según ciertas características no tiene otro objetivo que ser convertido en fuerza de trabajo. En tercer lugar, estas instituciones crean un novedoso tipo de poder, un micropo- der que se asemeja a un poder judicial. En el interior, en el “corazón” de los sis- temas disciplinarios funciona un pequeño mecanismo penal; se establecen regla- mentos, se dan órdenes, se toman medidas, etc., instrumentando un sistema de castigos y recompensas sobre la totalidad de los aspectos de la conducta. En cada institución reina, dice Foucault en Vigilar y castigar, “una verdadera mi- cropenalidad del tiempo (retrasos, ausencias, interrupciones de tareas), de la actividad (falta de atención, descuido, falta de celo), de la manera de ser (descor- tesía, desobediencia), de la palabra (charla, insolencia), del cuerpo (actitudes incorrectas, gestos impertinentes, suciedad), de la sexualidad (falta de recato, indecencia)”. Las disciplinas establecen una “infrapenalidad”, reticular un espacio que las leyes dejan vacío; y para aclarar más este punto, agrega: “Lo que compete a la penali- dad disciplinaria es la inobservancia, todo lo que no se ajusta a la regla, todo lo que se aleja de ella, las desviaciones”.' Esa regla, que traduce un programa, un reglamento, refiere a un orden y debe observar- se aun en procesos naturales: “La duración de un aprendizaje, el tiempo de un ejercicio, el nivel de aptitud, re- fieren a una regularidad, que es también una regla”. El castigo disciplinario que es pertinente cuando no se observa la regla, tiene efectos claramente correctivos, y se instrumenta a través de un sistema de grati- ficación-sanción, de castigo-recompensa que acentúa al eficacia del proceso de corrección, de encauzamiento, de normalización. La emergencia de la micropenalidad al interior de cada una de las instituciones, revela la presencia de un poder al que el de la micropenalidad funcionaliza, como es el de la “norma”. A partir de esta presencia es que se traza el límite que “habrá de definir las diferencias respecto a todas las diferencias, la frontera exterior de lo anormal”. Pero la adscripción a un cuerpo social homogéneo no desdibuja las diferencias entre individuos, ya que se establecen mecanismos de “clasificación, de jerarquización y distribución de rangos”. Advierte Foucault: las disciplinas, como vimos, individualizan, son una “anatomía política del detalle”. Esta individualización propia de las disciplinas, tiene como característica la de ser descendente “a medida que el poder se vuelve más y más anónimo y más funcio-
  • 10. nal, aquellos sobre los que se ejerce tienden a estar más fuertemente individuali- zados”. Destacando la singularidad, el detalle, característicos de este sistema, Foucault da cuenta de la cuarta función de las instituciones de disciplina: obtener conocimien- tos, extraer un saber de y sobre los individuos sometidos a la observación y con- trolados por los diferentes poderes. Esto puede entenderse de dos maneras. En primer lugar, los conocimientos que un individuo puede generar en sus tareas cotidianas, en su actividad, son apro- piadas por el poder a través del ejercicio permanente de la vigilancia; puede verse claramente esta situación en una relación de trabajo dentro de una fábrica. En segundo lugar, hay un saber que se constituye “de la observación y clasificación de los individuos, del registro, análisis y comparación de sus comportamientos”. El ejercicio de la vigilancia permite la constitución de saberes sobre aquellos que se vigilan; la observación regular, continua, que implica la vigilancia, el “examen permanente e infinito”, produce conocimientos, conocimientos que originan, constituyen, determinadas ciencias. La psiquiatría, la pedagogía, la criminología, la medicina, la sociología, en definitiva las “ciencias del hombre”, reconocen su nacimiento a partir de la observación, de la vigilancia, de la forma “examen”. En la génesis de las ciencias del hombre hay una relación de poder que las funda. El hombre es convertido en un objeto de saber sometido a la regularidad, a la continuidad sin rupturas de la vigilancia. Su cuerpo y su tiempo son dispuestos para el control, para luego ser registrados, descriptos, analizados, calificados y comparados, para “saber” de ellos, “no para reducirlo a rasgos específicos como hacen los naturalistas, con los seres vivos, sino para mantenerlo en sus rasgos singulares, en su evolución particular, en sus aptitudes o capacidades propias bajo la mirada de un saber permanente; y de otra parte la constitución de un sistema comparativo, la medida de fenómenos globales, la descripción de grupos, la ca- racterización de hechos colectivos, la estimación de las desviaciones de los indivi- duos, unos respecto de otros, y su distribución en una población”. Este saber se ubica en la intersección de lo que se definió como “anatomía políti- ca”, por una parte, y biopolítica, por la otra. Un saber que surge a partir de ciertas prácticas sociales de vigilancia. El poder produce saber y no existe relación de poder sin constitución de un campo de saber ni saber que no suponga y constitu- ya al mismo tiempo una relación de poder. El hombre productivo-obediente del capitalismo Está claro cuál es la función que desempeñan las instituciones disciplinarias para Foucault y cuáles, los mecanismos que utiliza; pero habría que remarcar dos as- pectos del proceso para situarlo en su real dimensión. Por un lado, estas instituciones no solamente buscan distribuir los cuerpos en los espacios y extraer o acumular tiempo en ellos, sino que deben convenirse en un mecanismo eficaz donde se componen, concilian y articulan fuerzas. En las disci- plinas, desde que se trata de obediencia y utilidad, los elementos mínimos no son tanto los cuerpos singulares, sino los cuerpos relacionales. El cuerpo singular se convierte en elemento que se puede colocar, mover, articular sobre otros. Su arrojo o su fuerza no son ya las variables principales que lo definen, sino el lugar que ocupa, el intervalo que cubre la regularidad, el orden según el cual lleva a cabo sus desplazamientos. De acuerdo con esto, el cuerpo es segmento móvil de una máquina múltiple. No actúa como pieza adyacente o agregada sino que resul- ta engranaje inherente a un mecanismo social. En Vigilar y castigar Foucault lo explica de la siguiente manera: “es preciso, ade- más, que las disciplinas hagan crecer el efecto de utilidad propio de las multiplici- dades, y que se vuelvan cada una de ellas más útiles que la simple suma de ele- mentos: para que aumenten los efectos utilizables de lo múltiple es por lo que las disciplinas definen unas tácticas de distribución, de ajuste recíproco de los cuer- pos, de los gestos y de los ritmos, de diferenciación de las capacidades, de coor- dinación recíproca en relación con unos aparatos o unas tareas”. Por otro lado, y como se ha sugerido antes, se trata de hacer del individuo un sujeto útil, productivo. Para que se encuentre efectivamente ligado al trabajo y no sea atraído, por ejemplo, al robo o al bandolerismo, se necesita de una serie de operaciones complejas que lo conecten sintéticamente con la tarea productiva. “Afirmar que la ligazón es sintética es lo mismo que decir que es política, o sea, activada por la dominación”. Para que sea posible la utilización de la fuerza de trabajo, ésta debe ser constitui- da como tal por el poder. Hay en esta afirmación de Foucault una pretensión ex- plícita de marcar diferencias con cierta idea formulada en principio por Hegel y luego retomada por “el Marx de la juventud”, que define al trabajo como la esen- cia del hombre. Así, el sistema capitalista solamente debería tomar el trabajo del hombre y convertirlo en “ganancia, plus-ganancia o plusvalor”. Pero Foucault va más allá y analiza así este proceso: “el sistema capitalista pene- tra mucho más profundamente en nuestra existencia. Tal como se instauró en el siglo XIX, este régimen se vio obligado a elaborar un conjunto de técnicas políti-
  • 11. cas, técnicas de poder, por las que el hombre se encuentra ligado al trabajo, por las que el cuerpo y el tiempo de los hombres se convierten en tiempo de trabajo y fuerza de trabajo y pueden ser efectivamente utilizados para transformarse en plus-ganacia. Pero para que haya plus-ganacia es preciso que haya sub-poder, es preciso que al nivel de la existencia del hombre se haya establecido una trama de poder político microscópico, capilar, capaz de fijar a los hombres al aparato de producción, haciendo cie ellos agentes productivos, trabajadores”. El reconocimiento de estas formas de poder es, para Foucault, la posibilidad de reinterpretar algunas claves del funcionamiento del sistema capitalista. Estas formas de poder y los saberes a los que ya nos referimos no se ubican en un su- puesto espacio superestructural, no son expresión o reflejo ni reconducen las relaciones de producción. Foucault rechaza el análisis basado en el modelo infra- superestructura. Las formas de poder y los saberes están firmemente arraigados en la existencia de los hombres y en las relaciones de producción: “para que exis- tan las relaciones de producción que caracterizan a las sociedades capitalistas, es preciso que existan, además de ciertas determinaciones económicas, estas rela- ciones de poder y estas formas de funcionamiento del saber”. Este análisis permite comprender una dimensión hasta el momento no del todo visible en los modelos interpretativos del capitalismo. Fue el desarrollo del capita- lismo el que hizo necesario esta “mutación tecnológica” del poder a partir del siglo XVIII; pero esa mutación, a la vez, hizo posible el desarrollo del capitalismo. “Una implicación perpetua de dos movimientos que de algún modo están en- grampados el uno con el otro”. El despegue económico de Occidente comienza, entonces, con los procedimien- tos que permiten la acumulación de capital. A un nivel más general, dice Foucault: “los métodos para dirigir la acumulación de los hombres han permitido un despe- gue político respecto de las formas de poder tradicionales, rituales, costosas, vio- lentas, y que, caídas pronto en desuso, han sido sustituidas por todo una tecnolo- gía fina y calculada del sometimiento. De hecho los dos procesos, acumulación de los hombres y acumulación del capital, no pueden ser separados; no habría sido posible resolver el problema de la acumulación de los hombres sin el crecimiento de un aparato de producción capaz a la vez de mantenerlos y utilizarlos; inversa- mente, las técnicas que hacen útil la multiplicidad acumulativa de los hombres aceleran el movimiento de acumulación de capital”. El crecimiento de la economía capitalista ha exigido la modalidad específica del poder. La prisión “Puede extrañar que la prisión se asemeje a las fábricas, las escuelas, los cuarte- les, los hospitales, todos los cuales se asemejan a las prisiones?”, se pregunta Foucault en Vigilar. y castigar. La prisión aparece en el centro de la nueva tecnología de poder como un estable- cimiento específico. Y recordemos que Foucault explica que no estaba incluida dentro de los programas de reforma penal del siglo XVIII. La evidencia de la prisión se aprecia, por un lado, en la privación de la libertad. En una sociedad en la que la libertad es un bien que pertenece a todos de la misma manera, su pérdida significa lo mismo para todos, es un castigo “igualitario”. Permite, además, cuantificar la pena según la variable del tiempo, en una socie- dad que usa el tiempo para medir los intercambios. Por otro lado, la prisión se impone precisamente porque es la forma concentrada, simbólica, de las instituciones disciplinarias. Su solidez se sostiene en que al ence- rrar, al volver dócil, no hace sino “reproducir, aunque tenga que acentuarlos un poco, todos los mecanismos que se encuentran en el cuerpo social. La prisión: un cuartel un tanto estricto, una escuela sin indulgencia, un taller sombrío; pero en el límite nada cualitativamente distinto”. La prisión ha sido desde el comienzo, tal como la presenta Foucault, “una empre- sa de modificación de los individuos que la privación de la libertad permite hacer funcionar en el sistema legal”. Para cumplir este objetivo (modificar individuos), tiene que ser la más poderosa de las maquinarias, llevar a su intensidad el más fuerte de los procedimientos que se encuentran en los demás dispositivos de disciplina. Es “omnidisciplinaria”; el taller, la escuela el hospital, suponen cierta especialización; la prisión es comple- ta, exhaustiva; debe ocuparse de todos los aspectos del individuo pues tiene que dar una nueva forma al pervertido. Pero como lugar de ejecución de la pena, la prisión es también un hábito propicio para la observación de los individuos castigados. La vigilancia, como ejercicio “na- tural”, inherente a las instituciones, permite la formación de un saber sobre los condenados o, para decirlo con más precisión, sobre los “delincuentes”. Esta puntualización es importante, ya que, para Foucault, el delincuente se distin- gue del infractor condenado en el sentido de que “es menos su acto que su vida lo pertinente para caracterizarlo [...] el castigo legal recae sobre un acto, la técni-
  • 12. ca punitiva sobre una vida; tiene por consecuencia reconstruir lo ínfimo y lo peor en la forma de saber”. Pero también la distinción se hace clara en un segundo punto: el delincuente no es únicamente el autor de su acto “sino que está ligado a su delito por todo un haz de hilos complejos (instintos, impulsos, tendencia, carácter)”.59 Por eso es que la investigación biográfica adquiere importancia a partir de que permite co- nectar la organización del individuo, su posición social, su educación, con el delito que cometió. Posibilita, luego, establecer la afinidad del criminal con su crimen. La observación puede comenzar en el proceso de la instrucción judicial y continúa de hecho en la prisión. Así se establece un “conocimiento positivo de los delin- cuentes y de sus especies muy distinto de la calificación jurídica de los delitos y de sus circunstancias; pero distinto también del conocimiento médico que permite hacer valer la locura del individuo y anular por consiguiente el carácter delictuoso del acto [...] Se trata en este saber nuevo de calificar 'científicamente' el acto co- mo delito y sobre todo al individuo como delincuente”. ° Emerge, debido a esto, la criminología como saber específico construido a partir del ejercicio de la vigi- lancia en la prisión. Sin embargo, el proyecto original de pensar en la prisión como un instrumento preciso de transformación de los individuos cae, fracasa casi en el mismo momen- to de su nacimiento. La prisión no cumple el objetivo de transformar criminales en gente honrada, sino que los hunde, los sumerge aún más en la criminalidad. Lejos de ser esta situación un problema, el poder reconvierte a la prisión; hace una utilización estratégica de ella. Los delincuentes sirven, son útiles, en el domi- nio económico y en el dominio político. La prisión deviene en una fábrica de delincuentes, pues una sociedad modelada de acuerdo al modelo panóptico precisa delincuentes. “La delincuencia era dema- siado útil para que se pudiera soñar algo tan tonto y tan peligroso como una so- ciedad sin delincuencia. Sin delincuencia no hay policía. ¿Qué es lo que hace tole- rable la presencia de la policía, el control policial a una población si no es el miedo al delincuente? Esta institución tan reciente y tan pesada de la policía no se justi- fica más que por esto. Si aceptamos entre nosotros a estas gentes de uniforme, armadas, mientras nosotros no tenemos derecho de estarlo, que nos piden nues- tros papeles, que rondan delante de nuestra puerta, ¿cómo sería esto posible si no hubiese delincuentes? ¿Y si no saliesen todos los días artículos en los periódi- cos en lo que se nos cuenta que los delincuentes son muchos y peligrosos?”. Pero es cierto, también, que la prisión, al fabricar delincuentes, le procura “a la justicia criminal un campo de objetos unitarios, autenticados por unas ciencias y que le han permitido así funcionar sobre un horizonte general de verdad”. Sin duda, darle un objeto a la justicia es la razón, entre otras, por lo que la prisión pudo imponerse sobre un sistema penal que no la había contemplado, sin haber producido grandes reacciones; la justicia le ha reconocido el servicio. Agrega luego Foucault una imagen demoledora para explicar el éxito de la prisión: “es la imagen de la sociedad, su imagen invertida, una imagen transformada en amenaza. La prisión emite dos discursos: 'He aquí lo que la sociedad es; vosotros no podéis criticarme puesto que yo hago únicamente aquello que os hacen dia- riamente en la fábrica, en la escuela, etc. Yo soy pues, inocente, soy apenas una expresión de un consenso social' [...] Pero al mismo tiempo la prisión emite otro discurso: `La mejor prueba de que vosotros no estáis en prisión es que yo existo como institución particular separada de las demás, destinada sólo a quienes co- metieron una falta contra la ley' E...] Ésta es la razón por la que la prisión puede incluirse y se incluye de hecho en la pirámide de los panoptismos sociales”. La prisión finalmente, dice Foucault, a pesar de ocupar una posición central, no está sola: “sino ligada a toda una serie de dispositivos `carcelarios', que son en apariencias muy distintos —ya que están destinados a aliviar, a curar, a soco- rrer—, pero que tienden todos como ella a ejercer un poder de normalización”. Si por algo ha interesado el estudio de la prisión a Foucault dando origen a lo que, a nuestro juicio, es su mejor trabajo de este período, no fue solo por el efecto que pudiera producir sobre los prisioneros, sino por haberse erguido en ejemplo para las otras instituciones de la sociedad convertidas en efectivos micropoderes. A partir del modelo carcelario, la familia, la escuela, la fábrica, el orfanato, el hospi- tal, el asilo, las burocracias, etc., reprodujeron de manera siempre específica el conjunto de tácticas utilizadas por la disciplina para someter, para sojuzgar, para dominar. Lo que rige a todos esos mecanismos no es el funcionamiento unitario de un apa- rato o de una institución, sino la necesidad de un combate y las reglas de una estrategia. Por consiguiente, “las nociones de represión, de institución, de recha- zo, de exclusión, de marginación, no son adecuadas para describir en el centro mismo de la ciudad carcelaria, la formación de blanduras insidiosas, de maldades poco confesables, de las pequeñas astucias, de los procedimientos calculados, de las técnicas, de las ciencias”, a fin de fabricar, de configurar el individuo disciplina- rio de la sociedad moderna.