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COMISIÓN TEOLÓGICA INTERNACIONAL 
EN BUSCA DE UNA ÉTICA UNIVERSAL: 
NUEVA PERSPECTIVA SOBRE LA LEY NATURAL[*] 
Introducción 
I. Convergencias 
1.1. Las sabidurías y religiones del mundo 
1.2. Las fuentes grecorromanas de la ley natural 
1.3. Enseñanza de la Sagrada Escritura 
1.4. Los desarrollos de la tradición cristiana 
1.5. Evolución posterior 
1.6. El Magisterio de la Iglesia y la ley natural 
II. La percepción de los valores morales comunes 
2.1. El papel de la sociedad y de la cultura 
2.2. La experiencia moral: «Hay que hacer el bien» 
2.3. El descubrimiento de los preceptos de la ley natural: 
universalidad de la ley natural 
2.4. Los preceptos de la ley natural 
2.5. La aplicación de los preceptos comunes: historicidad de la ley natural 
2.6. Las disposiciones morales de la persona y su actuar concreto 
III. Los fundamentos teóricos de la ley natural 
3.1. De la experiencia a la teoría 
3.2. Naturaleza, persona y libertad 
3.3. La naturaleza, el hombre y Dios: de la armonía al conflicto 
3.4. Caminos para una reconciliación 
IV. La ley natural y la sociedad 
4.1. La persona y el bien común 
4.2. La ley natural, medida del orden político 
4.3. De la ley natural al derecho natural 
4.4. Derecho natural y derecho positivo
4.5. El orden político no es el orden escatológico 
4.6. El orden político es un orden temporal y racional 
V. Jesucristo, cumplimiento de la ley natural 
5.1. El Logos encarnado, Ley viva 
5.2. El Espíritu Santo y la Ley nueva de libertad 
Conclusión 
INTRODUCCIÓN 
1. ¿Existen valores morales objetivos capaces de unir a los hombres y de 
proporcionales paz y bienestar? ¿Qué valores son? ¿Cómo se pueden discernir? 
¿Cómo se pueden poner en práctica en la vida de las personas y de las 
comunidades? Estas cuestiones perennes acerca del bien y del mal son hoy más 
urgentes que nunca en cuanto que los hombres han tomado conciencia de que 
forman una única comunidad mundial. Los grandes problemas que se plantean 
hoy a los hombres tienen además una dimensión internacional, planetaria, puesto 
que las posibilidades técnicas de comunicación favorecen una interacción 
creciente entre las personas, las sociedades y las culturas. Un acontecimiento 
local puede tener una repercusión casi inmediata en todo el planeta. De esta 
manera surge la conciencia de una solidaridad global que encuentra su último 
fundamento en la unidad del género humano. Esta solidaridad se traduce en un 
sentido de responsabilidad mundial. Asimismo, la cuestión del equilibrio 
ecológico, de la protección del medio ambiente, de los recursos y del clima se ha 
convertido en una preocupación importante que interpela a toda la humanidad y 
cuya solución desborda ampliamente los marcos nacionales. También, las 
amenazas que el terrorismo, el crimen organizado y las nuevas formas de 
violencia y de opresión infligen sobre las sociedades tienen una dimensión 
mundial. Los acelerados desarrollos de la biotecnología, que con frecuencia 
amenazan la identidad misma del hombre (manipulaciones genéticas, donación...) 
piden con urgencia una reflexión ética y política de dimensiones universales... En 
este contexto, la búsqueda de valores éticos comunes es un tema actual, 
2. Gracias a su sabiduría, su generosidad y a veces incluso mediante su heroísmo, 
hombres y mujeres dan testimonio real de estos valores éticos comunes. La 
admiración que suscitan en nosotros es signo de una primera captación
espontánea de valores morales. La reflexión de académicos y científicos sobre las 
dimensiones culturales, políticas, económicas, morales y religiosas de nuestra 
existencia social alimenta esta reflexión sobre el bien común de la humanidad. 
También los artistas, mediante la manifestación de la belleza, actúan contra la 
pérdida del sentido y a favor de la renovación de la esperanza de los hombres. 
Asimismo, hay políticos que trabajan con energía y creatividad para poner en 
práctica programas para erradicar la pobreza y para proteger las libertades 
fundamentales. Es muy importante también el testimonio perseverante de los 
representantes de las religiones y de las tradiciones espirituales que quieren vivir 
a la luz de la verdad última y del bien absoluto. Todos contribuyen, cada uno a su 
manera y mediante una comunicación recíproca, a promover la paz, un orden 
político más justo, al reparto equitativo de la riqueza, al respeto del medio 
ambiente, de la dignidad de la persona humana y de sus derechos fundamentales. 
Sin embargo, estos esfuerzos solo pueden tener éxito si las buenas intenciones se 
apoyan en un sólido acuerdo básico en cuanto a los bienes y a los valores que 
representan las más profundas aspiraciones del hombre, tanto en su aspecto 
individual como comunitario. Solo el reconocimiento y la promoción de estos 
valores éticos puede contribuir a la construcción de un mundo más humano. 
3. La búsqueda de este lenguaje ético común concierne a todos los hombres. Para 
los cristianos se relaciona de una manera misteriosa con la actuación del Verbo 
de Dios «la luz verdadera, que alumbra a todo hombre» (Jn 1,9) y con la 
actuación del Espíritu Santo que hace brotar en los corazones «amor, alegría, paz, 
paciencia, afabilidad, bondad, lealtad, modestia, dominio de sí» (Gál 5,22s). La 
comunidad cristiana que comparte «las alegrías y las esperanzas, las tristezas y 
las angustias de los hombres de este tiempo» y «se reconoce real e íntimamente 
solidaria con el género humano y su historia»[1] no puede sustraerse a esta 
responsabilidad común. Iluminados por el Evangelio, comprometidos en un 
diálogo paciente y respetuoso con todos los hombres de buena voluntad, los 
cristianos participan en la búsqueda común de valores humanos que se deben 
promover: «todo lo que es verdadero, noble, justo, puro, amable, laudable, todo 
lo que es virtud o mérito, tenedlo en cuenta» (Flp 4,8). Saben que Jesucristo 
«nuestra paz» (Ef 2,14), que ha reconciliado a todos los hombres con Dios 
mediante su cruz, es el principio de unidad más profundo hacia el cual el género 
humano está llamado a confluir. 
4. La búsqueda de un lenguaje ético común es inseparable de una experiencia de 
conversión, mediante la que personas y comunidades se apartan de las fuerzas 
que tratan de aprisionar al hombre en la indiferencia o le mueven a levantar 
barreras contra el otro o contra el extraño. El corazón de piedra —frío, inerte e 
indiferente ante la suerte del prójimo y de la especie humana— se debe 
transformar bajo la acción del Espíritu, en un corazón de carne[2], sensible a las
invitaciones de la sabiduría, a la compasión, al deseo de paz y a la esperanza para 
todos. Esta conversión es la condición de un verdadero diálogo. 
5. No faltan en nuestros días tentativas para determinar una ética universal. Poco 
después de la Segunda Guerra Mundial, la comunidad de naciones, sacando 
consecuencias de la estrecha complicidad que se había dado entre el totalitarismo 
y el positivismo jurídico, determinó en la Declaración universal de los derechos 
del hombre (1948) derechos inalienables de la persona humana que van más allá 
de las leyes positivas del Estado y que deben servir como referencia y norma para 
esas leyes. Estos derechos no son simplemente concedidos por el legislador: son 
declarados, es decir, su existencia objetiva, anterior a la decisión del legislador, 
simplemente se hace patente. Nacen, en efecto, del «reconocimiento de la 
dignidad inherente a todos los miembros de la familia humana» (Preámbulo). 
La Declaración universal de los derechos del hombre es una de las más 
hermosas adquisiciones de la historia moderna. Es «una de las expresiones más 
importantes de la conciencia humana en nuestros días»[3] y ofrece una base 
sólida para promover un mundo más justo. Sin embargo, los resultados no 
siempre han estado a la altura de las expectativas. Algunos países han rechazado 
la universalidad de estos derechos, considerados demasiado occidentales, lo que 
mueve a buscar una formulación más amplia. Por otra parte, ha contribuido no 
poco a devaluarlos una cierta propensión a multiplicar los derechos del hombre 
en función de deseos desordenados del individuo consumista o en función de 
reivindicaciones sectoriales en lugar de tener en cuenta las exigencias objetivas 
del bien común de la humanidad. La multiplicación de los procedimientos y 
regulaciones jurídicas, si está desconectada del sentido moral de los valores que 
trasciende los intereses particulares, conduce a su hundimiento, lo cual, en 
definitiva, solo favorece a los intereses de los más poderosos. Por encima de todo 
se manifiesta una tendencia a reinterpretar los derechos del hombre separándolos 
de su dimensión ética y racional, que constituye su Fundamento y su finalidad, en 
beneficio de un mero legalismo utilitarista[4]. 
6. Para explicitar el fundamento ético de los derechos del hombre, algunos han 
tratado de elaborar una «ética mundial» en el marco de un diálogo entre las 
culturas y las religiones. La «ética mundial» designa el conjunto de valores 
obligatorios fundamentales que constituyen como fruto de los siglos el tesoro de 
la experiencia humana, Se encuentra en todas las grandes tradiciones religiosas y 
filosóficas[5]. Este proyecto, digno de consideración, es una significativa muestra 
de la necesidad actual de una ética que tenga una validez universal y global. Sin 
embargo, la búsqueda puramente inductiva, al modo de los parlamentos, de un 
consenso mínimo ya existente, ¿satisface las exigencias de fundamentar el
derecho en el absoluto? Por otra parte, esta ética mínima, ¿no lleva a relativizar 
las fuertes exigencias éticas de cada religión o sabiduría particular? 
7. Después de muchos decenios, la cuestión de los fundamentos éticos del 
derecho y de la política ha sido prácticamente puesta entre paréntesis por algunos 
sectores de la cultura contemporánea. Con la excusa de que toda pretensión de 
una verdad objetiva y universal sería una fuente de intolerancia y de violencia, y 
de que solo el relativismo podría salvaguardar el pluralismo de los valores y la 
democracia, se hace la apología del positivismo jurídico, que rechaza la 
referencia a un criterio objetivo, ontológico, de lo que es justo. Bajo esta 
perspectiva, el horizonte último del derecho y de la norma moral es la ley en 
vigor, que se considera justa por definición puesto que es la expresión de la 
voluntad del legislador. Pero esto es abrir el camino a la arbitrariedad del poder, a 
la dictadura de la mayoría numérica de la población y a la manipulación 
ideológica, en detrimento del bien común. «En la ética y la filosofía actual del 
derecho, los postulados del positivismo jurídico están ampliamente presentes. La 
consecuencia es que la legislación se convierte con frecuencia en un compromiso 
entre diversos intereses; se intenta transformar en derechos, intereses o deseos 
privados que se oponen a los deberes que nacen de la responsabilidad social»[6]. 
Pero el positivismo jurídico es claramente insuficiente, pues el legislador solo 
puede actuar legítimamente dentro de ciertos límites que nacen de la dignidad de 
la persona humana y está al servicio de lo que es auténticamente humano. Así, el 
legislador no puede abandonar la determinación de lo que es humano a criterios 
extrínsecos y superficiales, como lo haría, por ejemplo, si legitima de por sí todo 
lo que es realizable en el campo de la biotecnología. En pocas palabras, debe 
actuar de una manera éticamente responsable. La política no puede hacer 
abstracción de la ética, ni las leyes civiles ni el orden jurídico de una ley moral 
superior. 
8. En este contexto en el que la referencia a valores objetivos absolutos 
reconocidos universalmente se ha hecho problemática, algunos, con el deseo de 
dar en cualquier caso una base racional a las decisiones éticas comunes, 
proponen una «ética de la discusión» en línea con una comprensión «dialógica» 
de la moral. La ética de la discusión consiste en no utilizar en el debate ético más 
que aquellas normas a las cuales pueden dar su asentimiento todos los 
participantes a los que afectan, renunciando a comportamientos «estratégicos» 
orientados a imponer el propio punto de vista. De este modo se puede determinar 
si una regla de conducta y de acción o un comportamiento son morales porque, 
poniendo entre paréntesis los condicionamientos culturales e históricos, el 
principio de discusión ofrece una garantía de universalidad y racionalidad. La 
ética de la discusión se interesa sobre todo en el método mediante el cual, gracias 
al debate, los principios y las normas éticas se ponen a prueba y se convierten en
obligatorias para todos los participantes. Es esencialmente un procedimiento para 
comprobar el valor de las normas propuestas, pero no puede producir nuevos 
contenidos sustanciales. La ética de la discusión es, pues, una ética puramente 
formal que no se refiere a las orientaciones morales de fondo. También corre el 
riesgo de limitarse a una búsqueda de compromisos. Ciertamente el diálogo y el 
debate siempre son necesarios para lograr un acuerdo realizable sobre la 
aplicación concreta de las normas morales en una situación dada, pero no debería 
marginar la conciencia moral. Un verdadero debate no reemplaza las 
convicciones morales personales, sino que las supone y las enriquece. 
9. Conscientes de lo que hoy en día está en juego respecto a esta cuestión, 
querríamos invitar en este documento a todos los que se preguntan sobre los 
fundamentos últimos de la ética, así colijo del orden moral y jurídico, a que 
consideren las posibilidades que encierra una presentación renovada de la 
doctrina de la ley natural. Esta afirma, en sustancia, que las personas y las 
comunidades humanas son capaces, a la luz de la razón, de discernir las 
orientaciones fundamentales de un actuar moral conforme a la misma naturaleza 
del sujeto humano y de expresarlas de manera normativa en forma de preceptos o 
mandamientos. Estos preceptos fundamentales, objetivos y universales, están 
llamados a fundar e inspirar el conjunto de las determinaciones morales, jurídicas 
y políticas que rigen la vida de los hombres y de las sociedades. Constituyen una 
instancia crítica permanente y garantizan la dignidad de la persona humana frente 
a las fluctuaciones de las ideologías. A lo largo de su historia, en la elaboración 
de su propia tradición ética, la comunidad cristiana, guiada por el Espíritu de 
Jesucristo y en un diálogo crítico con las tradiciones sapienciales que ha 
encontrarlo en su camino, ha asumido, purificado y desarrollarlo esta enseñanza 
sobre la ley natural como norma ética fundamental. Pero el cristianismo no tiene 
el monopolio de la ley natural. En efecto, basada en la razón común a todos los 
hombres, la ley natural es el fundamento de la colaboración entre todos los 
hombres de buena voluntad, sean cuales fueran sus convicciones religiosas. 
10. Es cierto que la expresión «ley natural» en el contexto actual es fuente de 
numerosos malentendidos. A veces no hace sino evocar una sumisión resignada y 
totalmente pasiva a las leyes físicas de la naturaleza, mientras que el hombre 
busca sobre todo, con razón, controlar y orientar estos determinismos para su 
propio bien. A veces es presentada como un dato objetivo que se impondría 
desde el exterior a la conciencia personal, independientemente de la labor de la 
razón y de la subjetividad, y así es sospechosa de introducir una forma de 
heteronomía inaceptable para la dignidad de la persona humana libre. A veces, 
también, a lo largo de la historia, la teología cristiana ha justificarlo con mucha 
facilidad mediante la ley natural posiciones antropológicas que, posteriormente, 
se han mostrado condicionadas por el contexto histórico y cultural. Pero una
comprensión más profunda de las relaciones entre el sujeto moral, la naturaleza y 
Dios, así como una mayor conciencia de la historicidad que afecta a las 
aplicaciones concretas de la ley natural, permite disipar estos malentendidos. 
También es importante hoy proponer la enseñanza tradicional de la ley natural en 
términos que manifiesten mejor la dimensión personal y existencial de la vida 
moral. Asimismo, hace falta insistir ante todo en el hecho de que la expresión de 
las exigencias de la ley natural es inseparable del esfuerzo de toda la comunidad 
humana para superar las tendencias egoístas y parciales y desarrollar una 
perspectiva global de «ecología de los valores», sin la cual la vida humana corre 
el riesgo de perder su integridad y su sentido de responsabilidad para el bien de 
todos. 
11. La noción de ley natural asume muchos elementos comunes a las grandes 
corrientes sapienciales religiosas y filosóficas de la humanidad. En el primer 
capítulo, nuestro documento comienza evocando estas «convergencias». Sin 
pretender ser exhaustivo, indica que estas grandes corrientes sapienciales 
religiosas y filosóficas atestiguan la existencia de un patrimonio moral en gran 
medida común, que constituye la base para todo diálogo acerca de las cuestiones 
morales. Además, sugieren, de una manera o de otra, que este patrimonio 
explicita un mensaje ético universal inmanente a la naturaleza de las cosas y que 
los hombres son capaces de descifrar. El documento recuerda a continuación 
algunos pasos esenciales en el desarrollo histórico de la noción de ley natural y 
menciona ciertas interpretaciones modernas que están parcialmente en la raíz de 
las dificultades que nuestros contemporáneos experimentan ante esta noción. En 
el capítulo segundo («La percepción de los valores morales comunes») nuestro 
documento describe cómo, a partir de los datos más sencillos de la experiencia 
moral, la persona humana capta de manera inmediata ciertos bienes morales 
fundamentales y formula consiguientemente los preceptos de la ley, natural. 
Estos no constituyen, sin embargo, un código completo ya hecho de 
prescripciones intangibles, sino un principio permanente y normativo de 
inspiración al servicio de la vida moral concreta de la persona. El tercer capítulo 
(«Los fundamentos de la ley natural»), al pasar de la experiencia común a la 
teoría, profundiza en los fundamentos filosóficos, metafísicos y religiosos, de la 
ley natural. Para responder a algunas objeciones contemporáneas precisa el papel 
de la ley natural en el actuar personal y se pregunta sobre la posibilidad de que la 
naturaleza constituya una norma moral. El cuarto capítulo («La ley natural y la 
sociedad») explicita la función reguladora de los preceptos de la ley natural en la 
vida política. La doctrina de la ley natural tiene ya coherencia y validez en el 
plano filosófico de la razón humana común a todos los hombres, pero en el 
quinto capítulo («Jesucristo, cumplimiento de la ley natural») muestra que
alcanza todo su sentido dentro de la historia de la salvación: enviado por el 
Padre, Jesucristo es, en efecto, por su Espíritu, la plenitud de toda ley. 
I 
CONVERGENCIAS 
1.1. Las sabidurías y religiones del mundo 
12. En las diversas culturas los hombres han elaborado y desarrollado de manera 
progresiva tradiciones sapienciales en las que expresan y transmiten su visión del 
mundo, así como su percepción refleja del lugar que ocupa el hombre en la 
sociedad y en el cosmos. Antes de cualquier teorización conceptual, estas 
sabidurías, que suelen ser de naturaleza religiosa, son el vehículo de una 
experiencia que identifica lo que favorece o lo que impide el pleno desarrollo de 
la vida personal y la buena marcha de la vida social. Constituyen una especie de 
«capital cultural» disponible para la investigación de una sabiduría común 
necesaria para responder a los desafíos éticos contemporáneos. Según la fe 
cristiana, estas tradiciones sapienciales, a pesar de sus límites e incluso a pesar de 
sus errores, captan un reflejo de la sabiduría divina que actúa en el corazón de los 
hombres. Requieren atención y respeto y pueden tener el valor de praeparatio 
evangelica. 
La forma y extensión de estas tradiciones pueden variar considerablemente. 
Atestiguan nada menos que la existencia de un patrimonio de valores morales 
comunes a todos los hombres, sea cual sea el modo en que estos valores son 
justificados dentro de una particular visión del mundo. Por ejemplo, la «regla de 
oro» («No hagas a otro lo que no quieras para ti»: Tob 4,15) se encuentra, bajo 
una forma u otra, en la mayoría de las tradiciones sapienciales[7]. Por otra parte, 
coinciden de manera general en reconocer que las grandes normas éticas no se 
imponen solamente a un grupo humano determinado, sino que tienen valor de 
manera universal para cada individuo y para todos los pueblos. Finalmente, 
muchas tradiciones reconocen que estos comportamientos morales universales 
son requeridos por la naturaleza misma del hombre: expresa el modo en el que el 
hombre se debe situar de forma creativa a la vez que armónica en un orden 
cósmico o metafísico que le supera y da sentido a su vida. Este orden está 
impregnado de una sabiduría inmanente. Contiene un mensaje moral que los 
hombres son capaces de descifrar.
13. En las tradiciones hindúes, el mundo —tanto el cosmos como las sociedades 
humanas— está regido por un orden o ley fundamental (dharma) que es 
necesario respetar, pues lo contrario comporta graves desequilibrios. 
El dharma define, pues, las obligaciones sociorreligiosas del hombre. De una 
manera específica, la enseñanza moral del hinduismo se comprende a la luz de 
las enseñanzas fundamentales de los Upanishads: la creencia en un ciclo 
indefinido de transmigraciones (samsara), junto con la idea según la cual las 
acciones buenas o malas cometidas durante la vida presente (karman) tienen una 
influencia sobre los sucesivos nacimientos. Estas enseñanzas tienen 
consecuencias importantes respecto al comportamiento de las personas entre sí: 
implican un alto grado de bondad y de tolerancia, el sentido de la acción 
desinteresada en beneficio de otros, así como la práctica de la no violencia 
(ahimsa). La corriente principal del hinduismo distingue dos grupos de 
textos: śruti(lo que es entendido, es decir, la revelación) y smrti (aquello de 
donde se recuerda, es decir, la tradición). Las prescripciones éticas se encuentran 
sobre todo en la smrti, de manera particular en los dharmaśastra (de los cuales 
los más importantes son los manava dharmaśastra o leyes de Manu, h. 200-100 
a.C.). Además del principio básico según el cual «la costumbre inmemorial es la 
ley trascendente aprobada por la escritura santa y por los códigos de los 
legisladores divinos; consiguientemente, todo hombre, de las tres clases 
principales, que respete el espíritu supremo que está en él, debe conformarse 
siempre diligentemente con la costumbre inmemorial»[8] encontramos aquí un 
equivalente práctico a la regla de oro: «Te diré lo que es la esencia del mayor 
bien del ser humano. El hombre que practica la religión (dharma) de la no 
violencia (ahimsa) universal adquiere el mayor bien. Este hombre que domina las 
tres pasiones: la codicia, la ira y la avaricia, renunciando a ellas en relación a los 
seres, conseguirá el éxito [...] Este hombre que considera todas las criaturas como 
su “yo-para-sí” y las trata como su propio “yo”, deponiendo la vara del castigo y 
dominando completamente su ira, se asegurará la consecución de la bondad. [...] 
No se hará a otro lo que considera dañino para sí. Esta es brevemente la regla de 
la virtud [...] En el hecho de rehusar y de donar, en la abundancia y en la 
desgracia, en lo agradable y en lo desagradable, juzgará todas las consecuencias 
considerando su propio “yo”»[9]. Muchos preceptos de la tradición hindú pueden 
ponerse en paralelo con las exigencias del Decálogo[10]. 
14. Se define generalmente el budismo por las cuatro «nobles verdades» 
enseñadas por Buda después de su iluminación: 1) la realidad es sufrimiento e 
insatisfacción; 2) el origen del sufrimiento es el deseo; 3) la desaparición del 
sufrimiento es posible (mediante la extinción del deseo); 4) existe un camino que 
conduce hacia la desaparición del sufrimiento. Este camino es el «noble sendero 
óctuple» que consiste en la práctica de la disciplina, de la concentración y de la
sabiduría. En el plano ético, las acciones favorables se pueden resumir en los 
cinco preceptos (śila, sila): 1) no hacer daño a los seres vivientes ni eliminar la 
vida; 2) no tomar lo que no ha sido dado; 3) no tener una conducta sexual 
incorrecta; 4) no emplear palabras falsas o mentirosas; 5) no consumir productos 
tóxicos que disminuyan el dominio de sí. El altruismo profundo de la tradición 
budista, que se traduce en una deliberada actitud de no-violencia, mediante la 
benevolencia amistosa y la compasión, llega así a la regla de oro. 
15. La civilización china está profundamente marcada por el taoísmo de Laozi o 
Lao-Tse (siglo VI a.C.). Según Lao-Tse, el Camino o Dao es el principio 
primordial, inmanente a todo el universo. Es un principio inaferrable de cambio 
permanente bajo la acción de dos polos contrarios y complementarios, el yin y 
el yang. Corresponde al hombre abrazarse a este proceso natural de 
transformación, dejarse llevar por el flujo del tiempo, gracias a la actitud de no 
actuar (wú-wéi). La búsqueda de la armonía con la naturaleza, indisociablemente 
material y espiritual, está en el corazón de la ética taoísta. En cuanto a Confucio 
(551-479 a.C.), «Maestro Kong», intenta, con ocasión de un período de crisis 
profunda, restaurar el orden respetando los ritos, apoyado en la piedad filial que 
debe estar presente en el corazón de toda la vida social. En efecto, las relaciones 
sociales toman como modelo las relaciones familiares. La armonía se consigue 
mediante una ética de la justa medida, en que la relación ritualizada (el li), que 
inserta al hombre en el orden natural, es la medida de todas las cosas. El ideal 
que se pretende en el ren, virtud perfecta de humanidad, constituida por el 
dominio de sí y la benevolencia para con el otro. «Mansedumbre (shu), ¿no es 
acaso la palabra clave? Lo que tú no quisieras que te hagan, no lo hagas tú a 
otros»[11]. La práctica de esta regla indica el camino del Cielo (Tian Dao). 
16. En las tradiciones africanas la realidad fundamental es la misma vida. Es el 
más precioso bien, y el ideal del hombre consiste en vivir no solamente protegido 
de las preocupaciones hasta la vejez, sino ante todo que permanezca, incluso 
después de la muerte, una fuerza vital continuamente reforzada y vivificada en y 
mediante su descendencia. La vida es una experiencia dramática. El hombre, 
microcosmos dentro de un macrocosmos, vive intensamente el drama del 
enfrentamiento entre la vida y la muerte. La misión que se le encomienda de 
asegurar la victoria a la vida sobre la muerte orienta y determina todo su actuar 
ético. De esta manera el hombre debe identificar, en un horizonte ético 
consecuente, a los aliados de la vida, ganarles para su causa y asegurar de ese 
modo su supervivencia, que es al mismo tiempo la victoria de la vida. Este es el 
significado profundo de las religiones tradicionales africanas. La ética africana se 
muestra de este modo como una ética antropocéntrica y vital: los actos 
considerados como susceptibles de favorecer la eclosión de la vida, de protegerla, 
desarrollarla o aumentar el potencial vital de la comunidad, son, por ello, tenidos
por buenos; un acto que se presume perjudicial para la vida de los individuos y 
las comunidades se considera malo. Así, las religiones tradicionales africanas 
aparecen esencialmente como antropocéntricas, pero una observación atenta pone 
de manifiesto que ni el papel reconocido al hombre viviente ni el culto a los 
ancestros es algo cerrado. Las religiones tradicionales africanas alcanzan su 
culminación en Dios, fuente de vida, creador de todo lo que existe. 
17. El islam se comprende a sí mismo como la restauración de la religión natural 
original. Ve a Mahoma como el último profeta enviado por Dios para reconducir 
definitivamente a los hombres al verdadero camino. Pero Mahoma ha sido 
precedido por otros: «No hay comunidad donde no haya pasado un 
pregonero»[12]. El islam se atribuye una vocación universal y se dirige a todos 
los hombres, que son considerados corno «naturalmente» musulmanes. La ley 
islámica, que resulta a la vez y de manera inseparable comunitaria, moral y 
religiosa se entiende como una ley dada directamente por Dios. La ética 
musulmana es fundamentalmente una moral de la obediencia. Hacer el bien es 
obedecer los mandamientos; hacer el mal es desobedecerlos. La razón humana 
interviene para reconocer el carácter revelado de la Ley y para deducir las 
implicaciones jurídicas concretas. Ciertamente en el siglo IX la escuela 
mou’tazilita sostuvo la idea de que «el bien y el mal están en las cosas», es decir, 
que determinados comportamientos son buenos o malos en si mismos antes de la 
ley divina que los manda o los prohíbe. Los mou’tazilitas estimaban que el 
hombre podía mediante su razón conocer lo que es bueno o malo. Según ellos, el 
hombre sabe espontáneamente que la injusticia y la mentira son malas y que es 
obligatorio devolver un préstamo, alejar de sí un daño o mostrar agradecimiento 
a los benefactores, de los cuales el primero es Dios. Pero los ach’aritas, que 
dominan la ortodoxia sunnita, han mantenido una teoría contraria. Son partidarios 
de un ocasionalismo que no reconoce consistencia alguna a la naturaleza y estima 
que solo la revelación positiva de Dios define el bien y el mal, lo justo y lo 
injusto. Entre las prescripciones de esta ley divina positiva con frecuencia 
retoman los grandes elementos del patrimonio moral de la humanidad y pueden 
ponerse en relación con el Decálogo[13]. 
1.2. Las fuentes grecorromanas de la ley natural 
18. La idea de que existe un derecho natural anterior a las determinaciones 
jurídicas positivas aparece ya en la cultura griega clásica con la figura ejemplar 
de Antígona, la hija de Edipo. Sus dos hermanos, Eteocles y Polinices, se han 
enfrentado por ocupar el poder y se han matado el uno al otro. Polinices, el 
rebelde, ha sido condenado a permanecer sin sepultura y a ser quemado sobre la 
hoguera. Pero, para cumplir con el deber de la piedad respecto al hermano
muerto, Antígona apela, contra la prohibición de la sepultura establecida por el 
rey Creonte, «a las leyes no escritas e inmutables». 
CREONTE: Y así pues, ¿te has atrevido a transgredir mis leyes? 
ANTÍGONA: Sí, porque no ha sido Zeus quien las ha proclamado, ni la justicia 
que habita con los dioses de regiones inferiores; ni él ni ella las han establecido 
entre los hombres. 
Yo no creo que tus decretos sean tan poderosos para que tú, mortal, puedas 
transgredir las leyes no escritas e inmutables de los dioses. 
Ellas no existen desde hoy ni desde ayer, sino desde siempre; nadie sabe cuándo 
han aparecido. 
Yo no debo por temor a la voluntad de un hombre arriesgarme a que los dioses 
me castiguen[14]. 
19. Platón y Aristóteles retoman la distinción realizada por los sofistas entre 
leyes que tienen su origen en un acuerdo, es decir, en una pura decisión positiva 
(thesis), y las que tienen valor «por naturaleza». Las primeras ni son eternas ni 
válidas de un modo general y no obligan a todos. Las segundas obligan a todo el 
mundo, siempre y en todas partes[15]. Algunos sofistas, como Calicles 
del Gorgias de Platón, recurrían a esta distinción para discutir la legitimidad de 
las leyes establecidas por las sociedades humanas. A estas leyes les oponía su 
idea, estrecha y errónea, de naturaleza, reducida al mero componente físico. De 
este modo, contra la igualdad política y jurídica de los ciudadanos en la polis, 
preconizaban lo que les parecía como la más evidente de las «leyes naturales»: el 
más fuerte debe dominar al más débil[16]. 
20. No hay nada de esto en Platón ni en Aristóteles. No oponen derecho natural y 
leyes positivas de la polis. Están convencidos de que las leyes de la polis en 
general son buenas y constituyen la realización, más o menos conseguida, de un 
derecho natural que es conforme a la naturaleza de las cosas. Para Platón, el 
derecho natural es un derecho ideal, una norma para los legisladores y los 
ciudadanos, una regla que permite fundamentar y valorar las leyes positivas[17]. 
Para Aristóteles, esta norma suprema de la moralidad corresponde a la 
realización de la forma esencial de la naturaleza. Es moral lo que es natural. El 
derecho natural es invariable; el derecho positivo cambia según los pueblos y las 
diferentes épocas. Pero el derecho natural no se sitúa en un más allá del derecho 
positivo. Se encarna en el derecho positivo, que es la aplicación de la idea 
general de la justicia a la vida social en su diversidad. 
21. En el estoicismo, la ley natural se convierte en el concepto clave de una ética 
universalista. Es bueno y debe ser hecho lo que corresponde a la naturaleza,
entendida en un sentido a la vez físico-biológico y racional. Todo hombre, sea 
cual sea la nación a la que pertenezca, debe integrarse como una parte en el Todo 
del universo. Debe vivir conforme a la naturaleza[18]. Este imperativo presupone 
que existe una ley eterna, un Logos divino que está presente tanto en el cosmos, 
al que impregna de racionalidad, como en la razón humana. Así, para Cicerón la 
ley es «la razón suprema incluida en la naturaleza que nos manda lo que se debe 
hacer y nos prohíbe lo contrario»[19]. Naturaleza y razón constituyen las dos 
fuentes de nuestro conocimiento de la ley ética fundamental, que es de origen 
divino. 
1.3. Enseñanza de la Sagrada Escritura 
22. El don de la Ley en el Sinaí, cuyo centro son las «Diez Palabras», es un 
elemento esencial de la experiencia religiosa de Israel. Esta Ley de alianza 
conlleva preceptos éticos fundamentales. Definen el modo en el que el pueblo 
elegido debe responder mediante la santidad de su vida a la elección de Dios: «Di 
a la comunidad de los israelitas: "Sed santos, porque yo, el Señor, vuestro Dios, 
soy santo"» (Lev 19,2). Pero estos comportamientos éticos son también válidos 
para otros pueblos, de manera que Dios pedirá cuentas a las naciones extranjeras 
que violan la justicia y el derecho[20]. Dios ya había realizado en la persona de 
Noé una alianza con la totalidad del género humano que implicaba de manera 
particular el respeto a la vida (Gén 9)[21]. De un modo más fundamental, la 
misma creación se presenta como el acto mediante el que Dios estructura el 
conjunto del universo al darle una ley: «Alaben [los astros] el nombre del Señor, 
/ porque él lo mandó, y existieron. / Les dio consistencia perpetua / y una ley que 
no pasará» (Sal 148, 5s). Esta obediencia de las criaturas a la Ley de Dios es un 
modelo para los hombres. 
23. Junto a los textos que se refieren a la historia de la salvación, con los temas 
teológicos principales de la elección, de la promesa, de la Ley y de la alianza, la 
Biblia contiene también una literatura sapiencial que no se ocupa directamente de 
la historia nacional de Israel, sino que trata del lugar del hombre en el mundo. 
Desarrolla la convicción de que existe una manera correcta y «sabia» de hacer las 
cosas y conducir la propia vida. El hombre se debe dedicar a buscarla y a 
continuación debe esforzarse para ponerla en práctica. 
Esta sabiduría no se encuentra tanto en la historia como en la naturaleza y en la 
vida cotidiana[22]. En esta literatura, la sabiduría se suele presentar como una 
perfección divina, a veces hipostasiada. Se manifiesta de una manera 
sorprendente en la creación, de la que es «artífice» (Sab 7,21). La armonía que 
reina entre las criaturas da testimonio de ella. De muchas maneras el hombre es 
hecho partícipe de esta sabiduría que viene de Dios. Esta participación es un don
de Dios que se debe pedir en la oración: «Por eso, supliqué y me fue dada la 
prudencia, / invoqué y vino a mí el espíritu de sabiduría» (Sab 7,7). También es 
fruto de la obediencia a la Ley revelada. En efecto, la Torá es como la 
encarnación de la sabiduría. «Si deseas la sabiduría, guarda los mandamientos, / 
y el Señor te la concederá.» (Eclo 1,26s). Pero la sabiduría es también el 
resultado de una observación sagaz de la naturaleza y de las costumbres humanas 
cuyo objetivo es descubrir su inteligibilidad inmanente y su valor ejemplar[23]. 
24. Al llegar la plenitud de los tiempos, Jesucristo ha predicado el acontecimiento 
del reino como manifestación del amor misericordioso de Dios que se hace 
presente en medio de los hombres a través de su propia persona y les invita a la 
conversión y a una respuesta libre de amor. Esta predicación no puede dejar de 
tener consecuencias para la ética, respecto al modo de construir el mundo y las 
relaciones humanas. En su enseñanza moral, de la cual el sermón de la montaña 
es un compendio admirable, Jesús retoma la regla de oro: «Así, pues, todo lo que 
queráis que haga la gente con vosotros, hacedlo vosotros con ella; pues esta es la 
Ley y los Profetas» (Mt 7,12)[24]. Este precepto positivo completa la 
formulación negativa de la misma regla en el Antiguo Testamento: «No hagas a 
otro lo que no quieras para ti» (Tob 4,15)[25]. 
25. Al comienzo de la Carta a los Romanos el apóstol Pablo, para manifestar la 
necesidad universal de la salvación que trae Cristo, describe la situación religiosa 
y moral común a todos los hombres. Afirma la posibilidad de un conocimiento 
natural de Dios: «Porque lo que de Dios puede conocerse les resulta manifiesto, 
pues Dios mismo se lo manifestó. Pues lo invisible de Dios, su eterno poder y su 
divinidad, son perceptibles para la inteligencia a partir de la creación del mundo a 
través de sus obras» (Rom 1,19s)[26]. Pero este conocimiento se ha pervertido, 
convirtiéndose en idolatría. Al situar a judíos y gentiles en el mismo plano, san 
Pablo afirma la existencia de una ley moral no escrita que se encuentra inscrita en 
los corazones[27]. Esta ley permite discernir por uno mismo el bien y el mal: 
«Cuando los gentiles, que no tienen ley, cumplen naturalmente las exigencias de 
la ley, ellos, aun sin tener ley, son para sí mismos ley. Esos tales muestran que 
tienen escrito en sus corazones la exigencia de la ley; contando con el testimonio 
de la conciencia y con sus razonamientos internos contrapuestos, unas veces de 
condena y otras de alabanza» (Rom 2,14s). Por lo tanto, el conocimiento de la ley 
no basta por sí solo para mantenerse en un camino justo[28]. Estos textos de san 
Pablo tuvieron un influjo determinante en la reflexión cristiana relativa a la ley 
natural. 
1.4. Los desarrollos de la tradición cristiana
26. Para los Padres de la Iglesia, el seguir la naturaleza (sequi naturam) y 
el seguimiento de Cristo (sequela Christi) no se oponen. Por el contrario, toman 
generalmente la idea estoica según la cual la naturaleza y la razón nos indican 
cuales son nuestros deberes morales. Seguirlos es seguir al Logos personal, al 
Verbo de Dios, La doctrina de la ley natural proporciona una base para completar 
la moral bíblica. Además, permite explicar por qué los paganos, 
independientemente de la revelación bíblica, poseen una concepción moral 
positiva. Esto les viene indicado por la naturaleza y se corresponde con las 
enseñanzas de la Revelación: «De Dios proceden la ley de la naturaleza y la ley 
de la revelación, que no son más que una»[29]. Sin embargo, los Padres de la 
Iglesia no adoptan sin más pura y simplemente la doctrina estoica. La modifican 
y la desarrollan. Por una parte, la antropología bíblica que considera al hombre 
como imago Dei, cuya verdad plena es manifestada por Jesucristo, impide 
reducir la naturaleza humana a un simple elemento del cosmos: la persona 
humana está llamada a la comunión con el Dios vivo, trasciende el cosmos en el 
que se integra. Por otra parte, la armonía de la naturaleza y de la razón no se 
apoya sobre el planteamiento inmanentista de un cosmos panteísta, sino sobre la 
referencia común a la sabiduría trascendente del Creador. Comportarse de modo 
conforme a la razón conduce a seguir las orientaciones que Cristo, 
como Logos divino, ha depositado mediante los logoi sparmatikoi en la razón 
humana. Es muy significativa la definición de san Agustín: «La ley eterna es la 
razón divina o la voluntad de Dios que manda conservar el orden natural y 
prohíbe perturbarlo»[30]. Más exactamente, para san Agustín, las normas de la 
vida recta y de la justicia están expresadas en el Verbo de Dios, que las imprime 
en el corazón del hombre «a la manera de un sello que de un anillo pasa a la cera, 
pero sin dejar el anillo»[31]. Por otra parte, según los Padres, la ley natural está 
incluida en el marco de una historia de salvación que nos lleva a distinguir 
diferentes estados de la naturaleza (naturaleza original, naturaleza caída, 
naturaleza restaurada), en los cuales la ley natural se realiza de modo diferente. 
Esta doctrina patrística de la ley natural se transmitió a la Edad Media, así como 
la noción, bastante parecida de «derecho de gentes» (ius gentium), según la cual, 
además del derecho romano (ius civile), hay principios universales de derecho 
que regulan las relaciones entre los pueblos y son obligatorios para todos[32]. 
27. En la Edad Media, la doctrina de la ley natural alcanza una cierta madurez y 
adquiere una forma «clásica» que constituye el fondo de todas las discusiones 
posteriores. Se caracteriza por cuatro rasgos. En primer lugar, conforme a la 
naturaleza del pensamiento escolástico que trata de descubrir la verdad allí donde 
se encuentre, asume las reflexiones anteriores sobre la ley natural, paganas o 
cristianas, y trata de proponer una síntesis de las mismas. En segundo lugar, de 
acuerdo con la naturaleza sistemática del pensamiento escolástico, sitúa la ley
natural en un marco metafísico y teológico general. La ley natural se entiende 
como una participación de la criatura racional en la ley divina eterna, gracias a la 
cual entra de manera consciente y libre en los designios de la Providencia. No es 
un conjunto cerrado ni completo de normas morales, sino una fuente de 
inspiración constante, presente y activa en las diferentes etapas de la economía de 
la salvación. En tercer lugar, al tomar conciencia de que la naturaleza tiene una 
densidad propia, lo que en parte está ligado al redescubrimiento del pensamiento 
aristotélico, la doctrina escolástica de la ley natural considera el orden ético y 
político como un orden racional, obra de la inteligencia humana. Determina para 
dicho orden un espacio de autonomía, una distinción sin separación, en relación 
con el orden de la revelación religiosa[33]. Finalmente, a los ojos de los teólogos 
y juristas escolásticos, la ley natural constituye un punto de referencia y un 
criterio a la luz del cual se valora la legitimidad de las leyes positivas y de las 
costumbres particulares. 
1.5. Evolución posterior 
28. La historia moderna de la noción de ley natural se presenta en algunos 
aspectos como un desarrollo legítimo de la enseñanza de la escolástica medieval 
en un contexto cultural más complejo, marcada, sobre todo, por un sentido más 
vivo de la subjetividad moral. Entre estos desarrollos señalamos la obra de los 
teólogos españoles del siglo XVI que, siguiendo los pasos del dominico 
Francisco de Vitoria, recurrieron a la ley natural para oponerse a la ideología 
imperialista de algunos estados cristianos de Europa y para defender los derechos 
de los pueblos no cristianos de América. Estos derechos son inherentes a la 
naturaleza humana y no dependen de la situación concreta respecto a la fe 
cristiana. La idea de ley natural permitió a los teólogos españoles sentar las bases 
del derecho internacional, es decir, de una norma universal que rija las mutuas 
relaciones de los pueblos y de los estados. 
29. Sin embargo, en otros puntos, la noción de ley natural adquirió en la época 
moderna algunas orientaciones y formas que contribuyeron a que en nuestros 
días resulte difícilmente aceptable. Durante los últimos siglos de la Edad Media 
se desarrolló en la escolástica una corriente voluntarista cuya hegemonía cultural 
modificó profundamente la noción de ley natural. El voluntarismo se propuso 
valorar la trascendencia del sujeto libre respecto a todos sus condicionamientos. 
Contra el naturalismo que tendía a someter a Dios a las leyes de la naturaleza, 
subraya de modo unilateral la libertad absoluta de Dios, con el riesgo de poner en 
peligro su sabiduría y convertir sus decisiones en algo arbitrario. Del mismo 
modo, en contra del intelectualismo, sospechoso de someter la persona humana al 
orden del mundo, exalta una libertad de indiferencia concebida como poder de
elegir cosas contrarias, con el peligro de desligar a la persona de sus 
inclinaciones naturales y del bien objetivo[34]. 
30. Son muchas las consecuencias del voluntarismo en la doctrina de la ley 
natural. Ante todo, mientras que, para santo Tomás, la ley era concebida como 
fruto de la razón y expresión de una sabiduría, el voluntarismo tiende a vincular 
la ley solo a la voluntad, y a una voluntad desligada de su ordenación intrínseca 
al bien. Por consiguiente, toda la fuerza de la ley reside únicamente en la 
voluntad del legislador. La ley queda así desposeída de su inteligibilidad 
intrínseca. En estas condiciones la moral se reduce a la obediencia a los 
mandamientos que manifiestan la voluntad del legislador. Thomas Hobbes 
llegará así a declarar: «Es la autoridad y no la verdad lo que causa la ley» 
(auctoritas, non veritas, facit legem)[35]. El hombre moderno, fascinado por la 
autonomía, solo podía rebelarse contra tal visión de la ley. Inmediatamente, con 
el pretexto de salvaguardar la soberanía absoluta de Dios sobre la naturaleza, el 
voluntarismo la deja desprovista de toda inteligibilidad interna. La tesis de 
la potentia Dei absoluta según la cual Dios podría actuar independientemente de 
su sabiduría y de su bondad, relativiza todas las estructuras inteligibles que 
existen y debilita el conocimiento natural que el hombre puede tener de las 
mismas. La naturaleza deja de ser un criterio para conocer la sabia voluntad de 
Dios: el hombre solo puede esperar este conocimiento mediante una revelación. 
31. Por otra parte, muchos factores llevaron a secularizar la noción de ley natural. 
Entre ellos se puede mencionar la separación creciente entre la fe y la razón que 
caracteriza el final de la Edad Media, o también algunos aspectos de la 
Reforma[36], pero sobre todo la voluntad de superar los violentos conflictos 
religiosos que habían ensangrentado Europa al comienzo de los tiempos 
modernos. Se llegó a querer fundamentar la unidad política de las comunidades 
humanas poniendo entre paréntesis la confesión religiosa. Además, la doctrina de 
la ley natural hacía abstracción de toda revelación religiosa particular, y por ello 
de cualquier teología confesional. Pretendía apoyarse solo en la luz de la razón 
común a todos los hombres y se presenta como la norma última en el ámbito 
secular. 
32. Por otra parte, el racionalismo moderno propuso la existencia de un orden 
absoluto y normativo de esencias inteligibles accesibles a la razón, y relativizó 
por ello la referencia a Dios como fundamento último de la ley natural. El orden 
necesario, eterno e inmutable de las esencias debía, ciertamente, ser actualizado 
por el Creador, pero se creía que en sí mismo posee su coherencia y su 
racionalidad. La referencia a Dios se convertía en algo opinable. La ley natural se 
impondría a todos «incluso aunque Dios no existiera (etsi Deus non 
daretur)[37]».
33. El modelo racionalista moderno de la ley natural se caracteriza por: 1) 
creencia esencialista en una naturaleza humana inmutable y a-histórica, respecto 
a la cual la razón puede perfectamente captar la definición y las propiedades 
esenciales; 2) se pone entre paréntesis la situación concreta de las personas 
humanas y la historia de la salvación, marcada por el pecado y la gracia, cuya 
influencia sobre el conocimiento y la práctica de la ley natural son, sin embargo, 
determinantes; 3) la idea de que es posible que la razón deduzcaa priori los 
preceptos de la ley natural a partir de la definición de la esencia del, hombre; 4) 
la extensión máxima de los preceptos deducidos así, de modo que la ley natural 
aparece como un código de leyes completas que regula casi todos los 
comportamientos. Esta tendencia a extender el campo de las determinaciones de 
la ley natural ha sido el origen de una grave crisis, en particular debido a que con 
el desarrollo de las ciencias humanas, el pensamiento occidental ha tomado 
conciencia de la historicidad de las instituciones humanas y del carácter relativo 
y cultural de muchos comportamientos que se justificaban con frecuencia 
recurriendo a la ley natural. Este desfase entre una teoría abstracta maximalista y 
la complejidad de los datos empíricos explica en parte la desafección respecto a 
la idea misma de ley natural. Para que la noción de ley natural pueda servir para 
elaborar una noción de ética universal en una sociedad secularizada y pluralista 
como la nuestra hay que evitar presentarla en la forma rígida que ha adquirido en 
particular en el contexto del racionalismo moderno, 
1.6. El Magisterio de la Iglesia y la ley natural 
34. Antes del siglo XIII, dado que la distinción entre el orden natural y el orden 
sobrenatural no había sido todavía claramente elaborada, la ley natural se solía 
asimilar a la moral cristiana. Así, el decreto de Graciano que proporcionó la 
normativa canónica básica en el siglo XII comienza de este modo: «La ley 
natural es lo que está contenido en la Ley y el Evangelio». A continuación 
identifica el contenido de la ley natural con la regla de oro y precisa que las leyes 
divinas responden a la naturaleza[38]. Los Padres de la Iglesia recurrieron a la 
ley natural así como a la Sagrada Escritura para fundamentar el comportamiento 
moral de los cristianos, pero el Magisterio de la Iglesia, en un primer momento, 
debió intervenir poco para zanjar las discusiones sobre el contenido de la ley 
moral. 
Cuando el Magisterio de la Iglesia se vio obligado no solo a resolver discusiones 
morales particulares, sino también a justificar su posición en medio de un mundo 
secularizado, apeló más explícitamente a la noción de ley natural. Fue en el siglo 
XIX, y muy especialmente durante el pontificado de León XIII, cuando el 
recurso a la ley natural se impuso en las actuaciones del Magisterio. La 
presentación más explícita se encuentra en la encíclicaLibertas
praestantissimum (1888). León XIII hace referencia a la ley natural para 
identificar la fuente de la autoridad civil y fijar sus límites. Recuerda con fuerza 
que hay que obedecer a Dios antes que a los hombres cuando las autoridades 
civiles mandan o reconocen alguna cosa que es contraria a la ley divina o a la ley 
natural. Pero recurre también a la ley natural para defender la propiedad privada 
contra el socialismo, o incluso para defender el derecho de los trabajadores a 
obtener mediante su trabajo lo necesario para sus necesidades vitales. En esta 
misma línea, Juan XXIII se refiere a la ley natural para fundamentar los derechos 
y deberes del hombre (encíclica Pacem in terris, 1963). Con Pío XI 
(encíclica Casti connubii, 1930) y Pablo VI (encíclica Humanae vitae, 1968), la 
ley natural aparece como un criterio decisivo para las cuestiones relativas a la 
moral conyugal. Ciertamente, la ley natural es de por sí accesible a la razón 
humana común a creyentes y no creyentes y la Iglesia no tiene su exclusiva, pero, 
como la Revelación asume las exigencias de la ley natural, el Magisterio de la 
Iglesia ha sido constituido su garante e intérprete[39]. El Catecismo de la Iglesia 
Católica(1992) y la encíclica Veritatis splendor (1993) otorgan un papel 
determinante a la ley natural en la exposición de la moral cristiana[40]. 
35. Hoy en día, la Iglesia Católica recurre con frecuencia a la ley natural en 
cuatro contextos principales. En primer lugar, ante el crecimiento de una cultura 
que limita la racionalidad a las ciencias más rigurosas y abandona al relativismo 
la vida moral, insiste en la capacidad natural que tienen los hombres de captar 
mediante su razón «el mensaje ético contenido en el ser»[41] y la capacidad para 
conocer en sus líneas principales las normas fundamentales de un actuar justo 
conforme a su naturaleza y a su dignidad. La ley natural responde así a la 
exigencia de fundamentar en la razón los derechos humanos[42] y hace posible 
un diálogo intercultural e interreligioso capaz de favorecer la paz universal y de 
evitar el «choque de civilizaciones». En segundo lugar, ante un individualismo 
relativista que considera que cada individuo es fuente de sus propios valores y 
que la sociedad es el resultado de un mero contrato establecido entre individuos 
que eligen constituir por sí mismos todas las normas, recuerda el carácter natural 
y objetivo, no fruto de un mero acuerdo, de las normas fundamentales que rigen 
la vida social y política. En particular, la forma democrática de gobierno está 
intrínsecamente vinculada a valores éticos estables cuya fuente se encuentra en 
las exigencias de la ley natural y no dependen de las fluctuaciones de los 
consensos de una mayoría aritmética. En tercer lugar, frente a un laicismo 
agresivo que quiere excluir a los creyentes del debate público, la Iglesia insiste en 
que las intervenciones de los cristianos en la vida pública sobre temas que se 
refieren a la ley natural (defensa de los derechos de los oprimidos, justicia en las 
relaciones internacionales, defensa de la vida y de la familia, libertad religiosa y 
libertad de educación...) no son de por sí de naturaleza confesional, sino que
indican la preocupación que cada ciudadano debe tener por el bien común de la 
sociedad. En cuarto lugar, ante las amenazas del abuso de poder, es decir, del 
totalitarismo, que esconde el positivismo jurídico y que difunden ciertas 
ideologías, la Iglesia recuerda que las leyes civiles no obligan en conciencia 
cuando están en contradicción con la ley natural y propone el reconocimiento del 
derecho a la objeción de conciencia, así como el deber de desobedecer, en 
nombre de la obediencia a una ley más importante[43] La referencia a la ley 
natural, lejos de dar lugar al conformismo, garantiza la libertad personal y 
defiende a los desfavorecidos y a los oprimidos por estructuras sociales que 
olvidan el bien común. 
II 
LA PERCEPCIÓN DE LOS VALORES MORALES COMUNES 
36. El examen de las grandes tradiciones de sabiduría moral realizado 
desarrollado en el capítulo primero muestra que algunas clases de 
comportamientos humanos se reconocen, en la mayor parte de las culturas, como 
algo que expresa cierta excelencia en la manera que tiene el hombre de vivir y 
realizar su humanidad: actos de valentía, paciencia ante las pruebas y dificultades 
de la vida, compasión con los débiles, moderación en el uso de los bienes 
materiales, actitud responsable frente al medio ambiente, dedicación al bien 
común… Estos comportamientos éticos definen a grandes rasgos un ideal 
propiamente moral de una vida «según la naturaleza», es decir, conforme al ser 
profundo del sujeto humano. Por otra parte, ciertos comportamientos son 
universalmente percibidos como reprobables: asesinato, robo, mentira, ira, 
envidia, avaricia… Aparecen como atentados a la dignidad de la persona humana 
y a las justas exigencias de la vida en sociedad. Está justificado ver en este 
consenso una manifestación de lo que, más allá de la diversidad de las culturas, 
es lo humano en el ser humano, es decir, la «naturaleza humana». Pero, al mismo 
tiempo, también es necesario constatar que este acuerdo sobre la cualidad moral 
de algunos comportamientos coexiste con una gran variedad de teorías que lo 
explican. Sean las doctrinas fundamentales de losUpanishads para el hinduismo 
o las cuatro «nobles verdades» para el budismo, sea el Dao de Lao-Tsé, o la 
«naturaleza» de los estoicos, cada sabiduría o cada sistema filosófico entiende el 
actuar moral dentro de un marco explicativo general que viene a legitimar la 
distinción entre lo que está bien y lo que está mal. Tenemos que afrontar la 
cuestión de una diversidad de justificaciones que dificulta el diálogo y la 
fundamentación de normas morales.
37. Por lo tanto, independientemente de las justificaciones teóricas del concepto 
de ley natural, es posible actualizar los datos inmediatos de la conciencia de los 
que se quiere dar cuenta. El objeto del presente capítulo es, precisamente, 
mostrar cómo son captados los valores morales comunes que constituyen la ley 
natural. Sólo después veremos cómo la noción de ley natural se apoya sobre un 
marco explicativo que fundamenta y legitima los valores morales de un modo tal 
que pueda ser compartido por muchos. Para esto, la presentación de la ley natural 
de santo Tomás de Aquino, resulta especialmente oportuna, entre otras cosas 
porque sitúa la ley natural en una moral que hace justicia a la dignidad de la 
persona humana y reconoce su capacidad de discernir[44]. 
2.1. El papel de la sociedad y de la cultura 
38. Solo progresivamente la persona humana accede a la experiencia moral y se 
hace capaz de decirse a sí misma los preceptos que deben determinar su 
actuación. Llega a este punto en cuanto que, desde su nacimiento, está situada en 
un conjunto de relaciones humanas, comenzando por la familia, que le permiten 
poco a poco tomar conciencia de sí misma y de la realidad en torno a ella. 
Particularmente mediante el aprendizaje de una lengua —lengua materna— 
aprende a nombrar las cosas y puede llegar a ser un sujeto consciente de sí 
mismo. Orientada por las personas de su entorno, impregnada de la cultura en la 
que se encuentra, la persona percibe ciertos modos de comportarse y de pensar 
como valores que se deben seguir, leyes que se deben cumplir, ejemplos dignos 
de imitar y visiones del mundo que se pueden aceptar. El contexto social y 
cultural juega un papel decisivo en la educación de los valores morales. No se 
deben oponer estos condicionamientos a la libertad humana. Más bien la hacen 
posible puesto que a través de ellos la persona puede acceder a la experiencia 
moral, que eventualmente le permitirá revisar algunas de las «evidencias» que 
había interiorizado en el curso de su aprendizaje moral. Por otra parte, en el 
contexto de la globalización actual, las sociedades y las culturas mismas deben 
inevitablemente practicar un diálogo y un intercambio sinceros, fundados sobre 
la corresponsabilidad de todos frente al bien común del planeta: deben dejar de 
lado los intereses particulares para acceder a los valores morales que todos están 
llamados a compartir. 
2.2. La experiencia moral: «Hay que hacer el bien» 
39. Todo ser humano que llega a alcanzar la conciencia y la responsabilidad tiene 
la experiencia de una llamada interior a realizar el bien. Descubre que es 
fundamentalmente un ser moral, capaz de percibir y expresar la invitación que, 
como se ha visto, se encuentra en todas las culturas: «Hay que hacer el bien y 
evitar el mal». Sobre este precepto se apoyan todos los otros preceptos de la ley
natural[45]. Este primer precepto es conocido de manera natural e inmediata por 
la razón práctica, al igual que el principio de no contradicción (el entendimiento 
no puede simultáneamente y en el mismo sentido afirmar y negar algo de un 
sujeto), que es el fundamento de todo razonamiento especulativo, es percibido 
intuitiva y naturalmente por la razón teórica, una vez que el sujeto comprende el 
sentido de los términos empleados. Tradicionalmente, este conocimiento del 
primer principio de la vida moral se atribuye a una disposición intelectual innata 
que se llama la sindéresis[46]. 
40. Con este principio entramos de lleno en el campo de la moral. El bien que se 
impone de esta manera a la persona es el bien moral, es decir, un comportamiento 
que, superando las categorías de lo útil, se orienta a la realización auténtica de 
este ser, a la vez uno y diverso, que es la persona humana. La actividad humana 
es irreductible a una simple cuestión de adaptación al «ecosistema»: ser humano 
consiste en existir y en situarse dentro de un marco más amplio que define un 
sentido, unos valores y unas responsabilidades. Al buscar el bien moral la 
persona contribuye a la realización de su naturaleza, más allá de los impulsos del 
instinto o de la búsqueda de un placer particular. Este bien da testimonio da 
testimonio a uno mismo y s entiende a partir de uno mismo[47]. 
41. El bien moral corresponde al deseo profundo de la persona humana que — 
como todo ser—tiende espontánea y naturalmente hacia la propia perfección, la 
bondad. Desgraciadamente, el sujeto puede dejarse arrastrar por deseos 
particulares y elegir bienes o realizar actos que se oponen al bien moral que 
percibe. Puede rechazar el superarse a sí mismo. Es el precio de una libertad 
limitada en sí misma y debilitada por el pecado, una libertad que encuentra 
únicamente bienes particulares, ninguno de los cuales puede satisfacer 
plenamente el corazón del ser humano. Corresponde a la razón del sujeto 
examinar si estos bienes particulares pueden integrarse en la realización auténtica 
de la persona: en tal caso, serán juzgados moralmente buenos, y en caso 
contrario, moralmente malos. 
42. Esta última afirmación es capital. Establece la posibilidad de un diálogo con 
personas que tienen otros horizontes culturales o religiosos. Valora la eminente 
dignidad de toda persona humana al subrayar su aptitud natural para conocer el 
bien moral que debe realizar. Como toda criatura, la persona humana se define 
por un conjunto de dinamismos y de finalidades anteriores a las elecciones libres 
de la voluntad. Pero, a diferencia de los entes que carecen de razón, es capaz de 
conocer e interiorizar estas finalidades y, por ello, de apreciar, en función de las 
mismas, lo que es bueno o malo para ella. De este modo percibe la ley eterna, es 
decir, el plan de Dios para la creación, y participa de la providencia de Dios de 
una manera particularmente excelente al dirigirse a sí mismo y dirigir a otros[48].
Esta insistencia en la dignidad del sujeto moral y en su relativa autonomía tiene 
su raíz en el reconocimiento de la autonomía de las realidades creadas y confirma 
un dato fundamental de la cultura contemporánea[49]. 
43. La obligación moral que percibe el sujeto no viene, pues, de una ley que le 
sería exterior (heteronomía pura), sino que se afirma a partir de él mismo. Como 
indica el axioma que antes hemos citado: «Hay que hacer el bien y evitar el mal», 
el bien moral que la razón determina «se impone» al sujeto. «Debe» ser 
realizado. Reviste un carácter de obligación y de ley. Pero el término «ley» no 
remite aquí a las leyes científicas que se limitan a describir las constantes de 
hecho del mundo físico o social, ni a un imperativo impuesto de manera arbitraria 
desde el exterior del sujeto moral. La ley designa aquí una orientación de la razón 
práctica que indica al sujeto moral el tipo de actuación que es conforme con el 
dinamismo innato y necesario de su ser que tiende a su plena realización. Esta 
ley es normativa en virtud de una exigencia interior del espíritu. Surge del 
corazón mismo de nuestro ser como una invitación a la realización y a la 
superación de uno mismo. Se trata, pues, no tanto de someterse a la ley de otro, 
cuanto de acoger la ley del propio ser. 
2.3. El descubrimiento de los preceptos de la ley natural: universalidad de la 
ley natural 
44. A partir de la afirmación básica que nos introduce en el orden moral — «hay 
que hacer el bien y evitar el mal» —veamos cómo se realiza en el sujeto el 
reconocimiento de las leyes fundamentales que deben dirigir el actuar humano. 
No es una cuestión de consideración abstracta sobre la naturaleza humana ni del 
esfuerzo de conceptualización propio de las elaboraciones teóricas de la filosofía 
y la teología. La percepción de los bienes morales fundamentales es inmediata, 
vital, fundada en la connaturalidad del espíritu con los valores, y comprende 
tanto la afectividad como la inteligencia, el corazón y el espíritu. Se trata de una 
captación con frecuencia imperfecta, todavía oscura y borrosa, pero que tiene la 
profundidad de lo inmediato. Se trata aquí de los datos de la más simple 
experiencia y la más conocida, que están implícitos en el actuar concreto de las 
personas. 
45. Al buscar el bien moral, la persona humana se pone a la escucha de lo que es 
y toma conciencia de las inclinaciones fundamentales de su naturaleza, que son 
algo completamente distinto de simples impulsos ciegos del deseo. Cuando 
percibe que los bienes hacia los que tiende por naturaleza son necesarios para su 
realización moral, formula para sí en forma de mandatos prácticos el deber moral 
de llevarlos a la práctica en su vida. Se presenta a sí misma un cierto número de
preceptos muy generales que comparte con el resto de los seres humanos y que 
constituyen el contenido de lo que se llama ley natural. 
46. Se distingue tradicionalmente entre tres grandes grupos de dinamismos 
naturales que actúan en la persona humana[50]. El primero, que es común con 
cualquier otro ser sustancial, incluye esencialmente la inclinación a conservar y 
desarrollar la existencia. El segundo, que es común con todos los seres vivos, 
incluye la inclinación a reproducirse para perpetuar la especie. El tercero, que le 
es propio como ser racional, conlleva la inclinación a conocer la verdad acerca de 
Dios, así como la inclinación a vivir en sociedad. A partir de estas inclinaciones 
se pueden formular los primeros preceptos de la ley natural. Estos preceptos son 
de un nivel muy genérico, pero forman como un sustrato primero, que es la base 
de toda reflexión posterior sobre el bien que se debe hacer y el mal que evitar. 
47. Para salir de este nivel de generalidad e iluminar las elecciones concretas, 
hace falta recurrir a la razón discursiva, que determinará los bienes morales 
concretos que puede realizar la persona –y la humanidad– y formular preceptos 
más concretos capaces de guiar su actuación. En esta nueva etapa el 
conocimiento del bien moral procede mediante el razonamiento. Este 
razonamiento resulta todavía bastante simple al principio: una experiencia de 
vida limitada es suficiente y se encuentra dentro de las posibilidades intelectuales 
de cada persona. Se habla aquí de «preceptos segundos» de la ley natural 
descubiertos gracias a una consideración de la razón práctica, más o menos 
prolongada, a diferencia de los preceptos generales fundamentales que la razón 
capta de manera espontánea y que se denominan «preceptos primeros»[51]. 
2.4. Los preceptos de la ley natural 
48. Hemos señalado en la persona humana una primera inclinación que comparte 
con todos los entes: la inclinación a conservar y a desarrollar la su existencia. 
Habitualmente se da en los seres vivos una reacción espontánea ante la amenaza 
inminente de muerte: se huye, se defiende la integridad de la existencia, se lucha 
para sobrevivir. La vida física aparece de manera natural como un bien 
fundamental, esencial, primordial, y de ahí el precepto de proteger su vida. Bajo 
este enunciado referido a la conservación de la vida se perfilan las inclinaciones 
hacia todo lo que contribuye, de una manera propia del hombre, a la 
conservación y a la calidad de la vida biológica: integridad del cuerpo; uso de los 
bienes exteriores que garantizan la subsistencia y la integridad de la vida, como 
la alimentación, el vestido, la casa, el trabajo; la calidad del medio ambiente 
biológico... A partir de estas inclinaciones el ser humano se formula fines que 
debe realizar y que contribuyen al desarrollo responsable y armónico de su 
propio ser y que, por esta razón, se le presentan como bienes morales, valores
que hay que lograr alcanzar, obligaciones que debe cumplir o derechos que debe 
hacer valer. En efecto, el deber de preservar la propia vida tiene como correlativo 
el derecho de reclamar lo que es necesario para su conservación en un entorno 
favorable [52]. 
49. La segunda inclinación, que es común a todos los seres vivos, se refiere a la 
supervivencia de la especie, que tiene lugar mediante la procreación. La 
generación se sitúa en la prolongación de la tendencia a preservar el propio ser. 
Si la perpetuidad de la existencia biológica es imposible al individuo en sí 
mismo, es posible para la especie, y de esta manera, en cierto modo, resulta 
superada la limitación inherente a todo ente físico. El bien de la especie aparece 
como una de las aspiraciones fundamentales que hay en la persona. Tomamos 
conciencia de nuestra limitación cuando determinadas perspectivas, como el 
cambio climático avivan nuestro sentido de la responsabilidad ante el planeta en 
cuanto tal y de la especie humana en particular. Esta apertura a un cierto bien 
común de la especie anuncia ya algunas aspiraciones propias del hombre. El 
dinamismo hacia la procreación está intrínsecamente ligado a la inclinación 
natural que hay en el varón hacia la mujer y de la mujer hacia el varón, dato 
universalmente reconocido en todas las sociedades. Lo mismo se puede decir de 
la inclinación a cuidar a los niños y educarles. Estas inclinaciones conllevan que 
la estabilidad de la pareja del hombre y la mujer, así como su mutua fidelidad, 
son ya valores a los que se debe aspirar, aunque solo se pueden desarrollar 
plenamente en el orden espiritual de la comunión interpersonal[53]. 
50. El tercer grupo de inclinaciones es específico del ser humano como ser 
espiritual dotado de razón, capaz de conocer la verdad, de dialogar con los otros 
y de establecer relaciones de amistad. Por ello se le debe otorgar una importancia 
muy especial. La inclinación a vivir en sociedad procede ante todo de que el ser 
humano necesita de los otros para superar sus límites individuales intrínsecos y 
alcanzar su madurez en los diversos campos de su existencia. Pero, para 
desplegar plenamente su naturaleza espiritual, necesita establecer con sus 
semejantes relaciones de generosa amistad y desarrollar una cooperación intensa 
en la búsqueda de la verdad. Su bien integral está tan íntimamente ligado a la 
vida en comunidad que se organiza en sociedad en virtud de esta inclinación, y 
no de una mera convención[54]. El carácter relacional de la persona se expresa 
así mediante la tendencia a vivir en comunión con Dios o el Absoluto. Esto se 
manifiesta en el sentimiento religioso y en el deseo de conocer a Dios. 
Ciertamente puede ser negado por los que rechazan admitir la existencia de un 
Dios personal, peto no está menos presente de modo implícito en la búsqueda que 
hay en todo ser humano de la verdad y del sentido.
51. A estas tendencias específicas al hombre corresponde la exigencia percibida 
por la razón de realizar de manera concreta esta vida de relaciones y de construir 
la vida en sociedad sobre el fundamento justo que corresponde al derecho 
natural. Esto implica el reconocimiento de la idéntica dignidad de todo individuo 
de la especie humana, más allá de diferencias de raza o de cultura, y un gran 
respeto por la humanidad allá donde se encuentre, incluido el más pequeño y 
olvidado de sus miembros. «No hagas a los otros lo que no quisieras que te 
hicieran a ti». Encontramos de nuevo la regla de oro que se pone hoy en el 
mismo comienzo de una moral de la reciprocidad. El capítulo primero nos ha 
permitido localizar esta regla en la mayor parte de las sabidurías, así como en el 
mismo Evangelio. Al referirse a una formulación negativa de la regla de oro san 
Jerónimo manifiesta la universalidad de muchos preceptos morales: «Esta es la 
razón por la que es justo el juicio de Dios escrito en el corazón del género 
humano: “lo que no quieres que te hagan, no lo hagas tú a otros”. ¿Quién no sabe 
que el homicidio, el adulterio, los robos y toda clase de codicia son malos por el 
simple hecho de que nosotros no querríamos que nos lo hicieran a nosotros 
mismos? Si no se supiera que estas cosas son malas, jamás se quejaría nadie 
cuando las padecemos»[55]. Con la regla de oro se relacionan muchos 
mandamientos del Decálogo, así como numerosos preceptos budistas, reglas de 
Confucio, e incluso la mayor parte de las Cartas que enuncian los derechos de la 
persona. 
52. Al final de esta rápida explicitación de los principios morales que brotan 
cuando la razón toma conciencia de las inclinaciones fundamentales de la 
persona humana, nos encontramos ante un conjunto de preceptos y de valores 
que, al menos en su formulación general, pueden ser considerados como 
universales, pues se aplican a toda la humanidad. Tienen un carácter de 
inmutabilidad en la medida en que brotan de una naturaleza humana cuyos 
componentes esenciales permanecen idénticos a lo largo de la historia. A veces 
puede suceder que estén oscurecidos, o incluso hayan sido borrados del corazón 
humano por el pecado y por condicionamientos culturales e históricos que 
pueden influir de manera negativa en la vida moral personal: ideologías y 
propagandas engañosas, relativismo generalizado, estructuras de pecado[56]. Es 
necesario ser modesto y prudente cuando se invoca la «evidencia» de los 
preceptos de la ley natural. Pero no está menos justificado reconocer en estos 
preceptos el fondo común sobre el cual se puede apoyar un diálogo para una ética 
universal. Los protagonistas de este diálogo deben, sin embargo, aprender a hacer 
abstracción de sus intereses particulares para abrirse a las necesidades de los 
otros y dejarse cuestionar por los valores morales comunes. En una sociedad 
pluralista, donde es difícil entenderse respecto a los fundamentos filosóficos, este
tipo de diálogo es absolutamente necesario. La doctrina de la ley natural puede 
aportar su contribución a este diálogo. 
2.5. La aplicación de los preceptos comunes: historicidad de la ley natural 
53. No es posible quedarse en el nivel de generalidad propio de los primeros 
principios de la ley natural. La reflexión moral debe descender a la acción 
concreta para iluminarla. Pero cuanto más se ocupa de situaciones concretas y 
contingentes, tanto más se ven afectadas sus conclusiones por la nota de 
variabilidad e incertidumbre. Por ello no es sorprendente que la realización 
concreta de los preceptos de la ley natural pueda adquirir formas diferentes en las 
diversas culturas o incluso en diferentes épocas dentro de una misma cultura. 
Basta señalar la evolución de la reflexión moral sobre cuestiones como la 
esclavitud, el préstamo con interés, el duelo o la pena de muerte. A veces esta 
evolución lleva a una mejor comprensión de la cuestión moral. A veces, también, 
la evolución de una situación política o económica induce a una nueva 
evaluación de normas particulares que habían sido establecidas antes. La moral 
se ocupa, en efecto, de realidades contingentes que evolucionan con el tiempo. A 
pesar de haber vivido en una época de cristiandad, un teólogo como santo Tomás 
de Aquino percibía esto con claridad: «La razón práctica, escribía en la Suma 
teológica se ocupa de realidades contingentes, en medio de las cuales se dan las 
acciones humanas. Por ello, aunque en los principios generales hay cierta 
necesidad, cuanto más se tratan las cosas particulares, tanto más aparece la falta 
[de determinación]»[57]. 
54. Este planteamiento da cuenta de la historicidad de la ley natural, cuyas 
aplicaciones concretas pueden variar con el tiempo. A la vez permite la reflexión 
de los moralistas e invita al diálogo y a la discusión. Esto es más necesario en 
moral, donde la mera deducción por silogismo no es adecuada. Cuanto más trata 
el moralista las situaciones concretas, más debe recurrir a la sabiduría de la 
experiencia, una experiencia que integra las aportaciones de otras ciencias y que 
se nutre del contacto con las mujeres y los hombres en su actuar. Solo esta 
sabiduría de la experiencia permite tener en cuenta la multiplicidad de las 
circunstancias y de llegar a una orientación sobre la manera de cumplir lo que es 
bueno hic et nunc. El moralista también debe (y esta es la dificultad de su oficio) 
emplear los recursos combinados de la teología, de la filosofía y de las ciencias 
humanas, económicas y biológicas para delimitar bien los datos de la situación e 
identificar correctamente las exigencias concretas de la dignidad humana. Al 
mismo tiempo, debe estar particularmente atento para salvaguardar los datos 
básicos expresados en los preceptos de la ley natural que permanecen más allá de 
las variaciones culturales.
2.6. Las disposiciones morales de la persona y su actuar concreto 
55. Para poder evaluar justamente lo que se debe hacer, el sujeto moral debe estar 
dotado de un cierto número de disposiciones interiores que le permitan a la vez 
estar abierto a las instancias de la ley natural y bien informado de los datos de la 
situación concreta. En el contexto pluralista, que es el nuestro, cada vez hay 
mayor conciencia de que no se puede elaborar una moral fundamentada sobre la 
ley natural sin añadir una reflexión sobre las disposiciones interiores o virtudes 
que hacen apto al moralista para elaborar una norma de actuación adecuada. Esto 
es todavía una verdad mayor para el sujeto mismo implicado en la actuación y 
cuya conciencia debe emitir un juicio. Por ello no es sorprendente que se asista 
hoy a un nuevo auge de una «moral de virtudes» inspirada en la tradición 
aristotélica. Al insistir de este modo en las cualidades morales requeridas para 
una reflexión moral adecuada, se entiende el papel que las diversas culturas han 
reservado a la figura del sabio. Este posee una especial capacidad para discernir 
en la medida en que posee las disposiciones morales interiores que le permiten 
emitir un juicio ético adecuado. Un discernimiento de este tipo debe caracterizar 
al moralista cuando se esfuerza en concretar los preceptos de la ley natural, al 
igual que todo sujeto autónomo ante la necesidad de formar un juicio en su 
conciencia y de formular la norma inmediata v concreta de su acción. 
56. La moral no se puede contentar con producir normas. También debe 
favorecer la formación del sujeto para que se implique en su acción y sea capaz 
de adaptar los preceptos universales de la ley natural a las condiciones concretas 
de la existencia en contextos culturales diversos. Esta capacidad queda asegurada 
por las virtudes morales, en particular por la prudencia, que integra la 
singularidad para dirigir la acción concreta. El hombre prudente debe conocer no 
solo lo universal, sino también lo particular. Para subrayar el carácter propio de 
esta virtud, santo Tomás de Aquino no temía en afirmar: «Si se llega a no tener 
más que uno de los dos conocimientos, es preferible que sea el de las realidades 
particulares que están más cerca de la operación»[58]. Con la prudencia se trata 
de penetrar en algo contingente que permanece siempre misterioso para la razón, 
de ceñirse a la realidad del modo más exacto posible, de asimilar la multiplicidad 
de las circunstancias, de captar con la mayor fidelidad posible una situación 
original e inefable. Este objetivo requiere numerosas operaciones y capacidades 
que la prudencia debe poner en juego. 
57. No obstante, el sujeto no se debe perder en lo concreto ni en lo individual, 
como se ha reprochado a la «ética de situación». Debe descubrir la «correcta 
regla del actuar» y establecer una norma de acción adecuada. Esta regla recta 
brota de principios previos. Se puede pensar en los primeros principios de la 
razón práctica, pero hay que recurrir también a las virtudes morales para abrir y
connaturalizar la voluntad y la afectividad sensible con los diferentes bienes 
humanos, e indicar así al hombre prudente cuáles son los fines que debe 
perseguir en medio del flujo de lo cotidiano. Hasta este momento no se podrá 
formular una norma concreta que se imponga ni se podrá influir en la acción con 
sus circunstancias mediante un rayo de justicia, fortaleza o templanza. No sería 
incorrecto hablar aquí de una «inteligencia emocional»: las potencias racionales 
sin perder su especificidad, se ejercitan dentro del campo afectivo, de manera que 
la totalidad de la persona queda implicada en la acción moral. 
58. La prudencia es indispensable para el sujeto moral a causa de la flexibilidad 
que requiere la adaptación de los principios morales generales a la diversidad de 
las situaciones. Pero esta flexibilidad no autoriza a ver en la prudencia una 
especie de fácil compromiso respecto a los valores morales. Al contrario, 
mediante las decisiones de la prudencia se experimentan para un sujeto las 
exigencias concretas de la verdad moral. La prudencia es un paso necesario para 
la obligación moral auténtica. 
59. Hay en esto una orientación que, dentro de una sociedad pluralista como la 
nuestra, tiene especial importancia y que no se debería subestimar sin sufrir un 
daño considerable. En efecto, tiene presente el hecho de que la ciencia moral no 
puede proporcionar al sujeto que actúa una norma que se aplicaría de manera 
adecuada y como automática a la situación concreta: solo la conciencia del 
sujeto, el juicio de su razón práctica, puede formular la norma inmediata de la 
acción. Pero al mismo tiempo no abandona la conciencia a su mera subjetividad: 
se orienta a que el sujeto adquiera las disposiciones intelectuales y afectivas que 
le permitan abrirse a la verdad moral y que de esa manera su juicio resulte 
adecuado. La ley natural no debería ser presentada como un conjunto ya 
constituido de reglas que se imponen a priori al sujeto moral, sino que es más 
bien una fuente de inspiración objetiva para su proceso, eminentemente personal, 
de toma de decisión.
III 
LOS FUNDAMENTOS TEÓRICOS 
DE LA LEY NATURAL 
3,1. De la experiencia a las teorías 
60. La captación espontánea de los valores éticos fundamentales que se expresan 
en los preceptos de la ley natural constituye el punto de partida del proceso que 
lleva al sujeto moral hasta el juicio de conciencia en el que enuncia cuáles son las 
exigencias morales que se le imponen en su situación concreta. Corresponde al 
filósofo y al teólogo volver sobre esta experiencia de la captación de los primeros 
principios de la ética para poner a prueba su valor y fundamentarlo mediante la 
razón. El reconocimiento de estos fundamentos filosóficos o teológicos no 
condiciona en todo caso la adhesión espontánea a los valores comunes. En efecto, 
el sujeto moral puede poner en práctica las orientaciones de la ley natural sin ser 
capaz de discernir explícitamente los últimos fundamentos teóricos, debido a 
particulares condicionamientos intelectuales. 
61. La justificación filosófica de la ley natural tiene dos niveles de coherencia y 
profundidad. La noción de una ley natural se justifica ante todo en el plano de la 
observación refleja de las constantes antropológicas que caracterizan una 
humanización conseguida de la persona y una vida social armoniosa. La 
experiencia refleja, transmitida por las sabidurías tradicionales, las filosofías o las 
ciencias humanas, permite determinar algunas condiciones requeridas para que 
cada uno despliegue de la mejor manera sus capacidades humanas en la vida 
personal y comunitaria[59]. De esta manera se reconocen ciertos 
comportamientos como la expresión de una excelencia ejemplar por el modo de 
vivir y de realizar su humanidad. Definen las grandes líneas de un ideal 
propiamente moral de una vida virtuosa «según la naturaleza», es decir, 
conforma a la naturaleza profunda del sujeto humano[60]. 
62. Sin embargo, solo al tener en cuenta la dimensión metafísica de lo real se 
puede dar a la ley natural su justificación filosófica plena. La metafísica permite 
comprender que el universo no tiene en sí mismo su última razón de ser y nos 
presenta la estructura fundamental de lo real: la distinción entre Dios, el mismo 
Ser subsistente, y los otros seres puestos en la existencia por él. Dios es el 
Creador, la fuente, libre y trascendente, de todos los otros seres. Estos reciben de 
él «con peso, número y medida» (Sab 11,20) la existencia según la naturaleza 
que los define. Las criaturas son la manifestación de una sabiduría creadora
personal, de un Logos fundador que se expresa y manifiesta en ellas: «Toda 
criatura es verbo divino, porque habla de Dios», escribe san Buenaventura[61]. 
63. El creador no es solamente el principio de las criaturas, sino también su fin 
trascendente hacia el que tienden por naturaleza. También las criaturas están 
animadas por un dinamismo que les lleva a realizarse, cada una a su manera, en 
la unión con Dios. Este dinamismo es trascendente, en cuanto procede de la ley 
eterna, es decir, del plan de la providencia divina que existe en el espíritu del 
Creador[62]. Pero también es inmanente, porque no se impone a las criaturas 
desde fuera, sino que está inscrito en su misma naturaleza. Las criaturas 
puramente materiales realizan de forma espontánea la ley de su ser, mientras que 
las criaturas espirituales la realizan de manera personal. En efecto, interiorizan 
los dinamismos que las definen y las orientan libremente hacia su plena 
realización. Se formulan para sí dichos dinamismos como normas fundamentales 
de su actuación moral —esta es la ley natural propiamente dicha— y se esfuerzan 
libremente para realizadas. La ley natural de define entonces como una 
participación de la ley eterna[63]. Está medida, en un sentido, por las 
inclinaciones de la naturaleza, expresiones de la sabiduría creadora, y, en otro 
sentido, por la luz de la razón humana que las interpreta y que es, ella misma, una 
participación creada de la luz de la inteligencia divina. La ética se presenta así 
como una «teonomía participada»[64]. 
3.2. Naturaleza, persona y libertad 
64. La noción de naturaleza es especialmente compleja y no es en modo alguno 
unívoca. En filosofía, el pensamiento griego de la physis es la matriz de la 
misma. La naturaleza designa en ese pensamiento el principio de identidad 
específica de un sujeto, es decir, su esencia que se define por un conjunto de 
características inteligibles estables. Esta esencia recibe el nombre de naturaleza 
sobre todo cuando se toma como principio interno del movimiento que orienta al 
sujeto hacia su realización. Lejos de remitir a algo estático, la noción de 
naturaleza significa el principio de dinamismo real del desarrollo homogéneo del 
sujeto y de sus actividades específicas. La noción de naturaleza, si por una parte 
se ha formado para pensar las realidades materiales y sensibles, no se limita a 
este campo «físico», y se aplica análogamente a realidades espirituales. 
65. La idea según la cual los entes poseen una naturaleza se impone al espíritu en 
cuanto se quiere dar razón de la finalidad inmanente a los entes y de la 
regularidad que percibe en su modo de actuar y reaccionar [65]. Considerar los 
entes como naturalezas conduce a reconocerles una consistencia propia y a 
afirmar que son centros relativamente autónomos en el orden del ser y del actuar, 
y no simples ilusiones o construcciones temporales de la conciencia. Estas
«naturalezas» no son sin embargo unidades antológicamente cerradas, 
clausuradas en sí mismas y meramente yuxtapuestas unas a otras. Actúan unas 
sobre otras y establecen entre ellas relaciones complejas de causalidad. En el 
orden espiritual las personas tejen relaciones intersubjetivas. Las naturalezas 
forman una red y, en última instancia, un orden, es decir, una serie unificada por 
la referencia a un principio[66]. 
66. Con el cristianismo, la physis de los Antiguos viene repensada e integrada en 
una visión más amplia y profunda de la realidad. Por una parte, el Dios de la 
revelación cristiana no es un componente más del universo, un elemento del gran 
Todo de la naturaleza. Por el contrario, es el Creador, trascendente y libre, del 
universo. En efecto, el universo finito no puede fundamentarse únicamente en sí 
mismo, sino que apunta hacia el misterio de un Dios infinito, que, por amor, lo ha 
creado ex nihilo y permanece libre para intervenir en el curso de la naturaleza 
cuando quiere. Por otra parte, el misterio trascendente de Dios se refleja en el 
misterio de la persona humana como imagen de Dios. La persona humana es 
capaz de conocimiento y de amor; está dotada de libertad, capaz de entrar en 
comunión con los otros y llamada por Dios a un destino que trasciende las 
finalidades de la naturaleza física. Se realiza en una relación libre y gratuita de 
amor con Dios, que tiene lugar dentro de una historia. 
67. Debido a la insistencia en la libertad como condición de la respuesta del 
hombre a la iniciativa del amor de Dios, el cristianismo ha contribuido de manera 
determinante a que la noción de persona tenga el papel que le corresponde en el 
discurso filosófico, de un modo tal que su influjo ha sido decisivo en las 
enseñanzas éticas. Además, la investigación teológica del misterio cristiano ha 
contribuido a profundizar significativamente en el tema filosófico de la persona. 
Por una parte, la noción de persona sirve para designar en su distinción al Padre, 
al Hijo y al Espíritu Santo en el misterio infinito de la única naturaleza divina. 
Por otra parte, la persona es el punto donde, respetando la distinción y la 
distancia entre las dos naturalezas, divina y humana, se establece la unidad 
ontológica del Hombre-Dios, Jesucristo. En la tradición teológica cristiana la 
persona presenta dos aspectos complementarios. Por una parte, según la 
definición de Boecio, retomada por la teología escolástica, la persona es una 
«sustancia (subsistente) individual de naturaleza racional»[67]. Remite a la 
unicidad de un sujeto ontológico que, siendo de naturaleza espiritual, goza de una 
dignidad y autonomía que se manifiesta en la conciencia de sí y en el dominio 
libre de su actuar. Por otra parte, la persona se manifiesta en su capacidad de 
entrar en relación: despliega su acción en el orden de la intersubjetividad y de la 
comunión en el amor.
68. La persona no se opone a la naturaleza. Por el contrario, naturaleza y persona 
son dos nociones que se complementan. Por una parte, toda persona humana es 
una realización única de la naturaleza humana entendida en sentido metafísico. 
Por otra parte, la persona humana, en las elecciones libres mediante las que 
responde en concreto, aquí y ahora, a su vocación única y trascendente, asume las 
orientaciones que vienen dadas por la naturaleza. La naturaleza pone las 
condiciones de ejercicio de la libertad e indica una orientación para las elecciones 
que debe efectuar la persona. Al escrutar la inteligibilidad de su naturaleza, la 
persona descubre así los caminos de su realización. 
3.3. La naturaleza, el hombre y Dios: de la armonía al conflicto 
69. El concepto de ley natural supone la idea de que la naturaleza es portadora de 
un mensaje ético para el hombre y constituye una norma moral implícita que la 
razón humana actualiza. La visión del mundo en la que se ha desarrollado esta 
enseñanza de la ley natural y todavía hoy encuentra su sentido, implica la 
convicción racional de que existe una armonía entre estas tres instancias: Dios, el 
hombre y la naturaleza. Según esta perspectiva, el mundo es percibido como un 
todo inteligible, unificado por la común referencia de los entes que la componen 
a un principio divino que la fundamenta, a un Logos. Más allá 
del Logosimpersonal e inmanente descubierto por el estoicismo y presupuesto 
por las modernas ciencias de la naturaleza, el cristianismo afirma que hay 
un Logos personal, trascendente y creador. «No son los elementos del cosmos, 
las leyes de la materia, lo que en definitiva gobierna el mundo y el hombre, sino 
que es un Dios personal quien gobierna las estrellas, es decir, el universo; la 
última instancia no son las leyes de la materia y de la evolución, sino la razón, la 
voluntad, el amor: una Persona»[68]. El Logos divino personal —Sabiduría y 
Palabra de Dios— no es solamente el Origen y el Modelo inteligible trascendente 
del universo, sino que es también el que lo mantiene en una unidad armoniosa y 
lo conduce hacia su fin[69]. Mediante los dinamismos que el Verbo creador ha 
inscrito en lo profundo de los entes, les orienta hacia su plena realización. Esta 
orientación dinámica no es otra cosa que el gobierno divino, que consiste en 
poner en práctica en el tiempo el plan de la Providencia, es decir, la ley eterna. 
70. Cada criatura participa a su manera del Logos. El hombre, porque se define a 
sí mismo por la razón o logos, participa de ella de una manera eminente. En 
efecto, mediante su razón, es capaz de interiorizar libremente las intenciones 
divinas manifestadas en la naturaleza de las cosas. Las formula para sí en forma 
de una ley moral que inspira y orienta su propia acción. Bajo esta perspectiva, el 
hombre no es el otro respecto a la naturaleza. Por el contrario, establece con el 
cosmos un lazo de familiaridad fundado sobre una participación común en 
el Logos divino.
71. Por diversas razones históricas y culturales, que se remontan en particular a la 
evolución de las ideas en la baja Edad Media, esta visión del mundo ha perdido 
su predominio cultural. La naturaleza de las cosas ha dejado de ser ley para el 
hombre moderno. No es ya una referencia para la ética. En el plano metafísico la 
sustitución de la analogía del ser por la univocidad después del nominalismo ha 
minado los fundamentos de la doctrina de la creación corno participación en 
el Logos que da razón de una cierta unidad entre el hombre y la naturaleza. El 
universo nominalista de Guillermo de Ockham se reduce así a una yuxtaposición 
de realidades individuales sin profundidad, puesto que todo el universo real, es 
decir, todo principio de comunión entre los seres, es denunciado como una 
ilusión del lenguaje. En el plano antropológico, los desarrollos del voluntarismo 
y la correlativa exaltación de la subjetividad, definida por la libertad de 
indiferencia frente a toda inclinación natural, han cavado un foso entre el sujeto 
humano y la naturaleza. Además, algunos piensan que la libertad humana es 
esencialmente el poder hacer que no cuente nada lo que el hombre es por 
naturaleza. El sujeto debería entonces negar cualquier sentido a lo que no ha 
elegido personalmente y decidir por sí mismo lo que es ser hombre. El hombre se 
ha comprendido cada vez más como un «animal desnaturalizado», un ser 
antinatural que se afirma mejor cuanto más se opone a la naturaleza. La cultura, 
propia del hombre, se ha definido no como una humanización o transfiguración 
de la naturaleza por el espíritu, sino como una negación pura y simple de la 
naturaleza. El principal resultado de esta serie de evoluciones ha sido la ruptura 
de lo real en tres esferas separadas opuestas: la naturaleza, la subjetividad 
humana y Dios. 
72. Con el eclipse de la metafísica del ser, la única capaz de fundamentar 
racionalmente la unidad diferenciada del espíritu y de la realidad material, y con 
el crecimiento del voluntarismo, el reino del espíritu ha sido opuesto 
radicalmente al reino de la naturaleza. La naturaleza ya no se considera como una 
manifestación del Logos, sino como «lo otro» respecto al espíritu. Se reduce al 
dominio de la corporeidad y de la estricta necesidad, y de una corporeidad sin 
profundidad puesto que el mundo de los cuerpos se ha identificado con lo 
entendido, ciertamente regido por leyes matemáticas, pero despojado de toda 
teleología o finalidad inmanente. La física cartesiana y después la física 
newtoniana han difundido esta imagen de una materia inerte, que obedece 
pasivamente a las leyes del determinismo universal que le impone el Espíritu 
divino y que la razón humana puede conocer y dominar perfectamente[70]. Solo 
el hombre puede introducir un sentido y un proyecto en esta masa amorfa y 
carente de significado que manipula para sus propios fines mediante la técnica. 
La naturaleza deja de ser maestra de vida y de sabiduría para convertirse en el 
lugar donde se afirma la potencia prometeica del hombre. Esta visión parece
valorar la libertad humana, pero, de hecho, al oponer libertad y naturaleza, priva 
a la libertad humana de toda norma objetiva para su conducta. Conduce a una 
idea de creación humana de valores completamente arbitraria, y al puro y simple 
nihilismo. 
73. En este contexto donde la naturaleza no encierra ninguna racionalidad 
teleológica inmanente y parece haber perdido toda afinidad o parentesco con el 
mundo del espíritu, el paso del conocimiento de las estructuras del ser al deber 
moral que parece que debería derivar de ahí se convierte en algo efectivamente 
imposible y es objeto de la crítica como «sofisma» o paralogismo naturalista 
(naturalistic fallacy) denunciada por David Hume y después por George Edward 
Moore en sus Pincipia Ethica (1903). El bien, en efecto, queda desconectado del 
ser y de lo verdadero. La ética queda separada de la metafísica. 
74. La evolución de la comprensión del hombre respecto a la naturaleza se 
traduce también en el resurgimiento de un dualismo antropológico radical que 
opone el espíritu al cuerpo, puesto que el cuerpo es en cierto modo la 
«naturaleza» en cada uno de nosotros[71]. Este dualismo se manifiesta en el 
rechazo a reconocer algún significado humano y ético a las inclinaciones 
naturales que preceden las elecciones de la razón individual. El cuerpo, realidad 
considerada extraña a la subjetividad, se convierte en un puro «tener», un objeto 
manipulado por la técnica en función de los intereses de la subjetividad 
individual[72]. 
75. Además, por la aparición de una concepción metafísica donde la acción 
humana y la acción divina entran en concurrencia porque están pensadas de 
manera unívoca y situadas erróneamente en el mismo plano, la afirmación 
legítima de la autonomía del sujeto humano conlleva que Dios sea expulsado de 
la esfera de la subjetividad humana. Toda referencia a una normatividad 
procedente de Dios o de la naturaleza como expresión de la sabiduría de Dios, es 
decir, toda «heteronomía» es percibida como una amenaza para la autonomía del 
sujeto. La noción de ley natural aparece entonces como algo incompatible con la 
auténtica dignidad del sujeto. 
3.4. Caminos para una reconciliación 
76. Para devolver todo su sentido y toda su fuerza a la noción de ley natural 
como fundamento de una ética universal, es importante promover una mirada de 
sabiduría de orden propiamente metafísico, capaz de abarcar simultáneamente a 
Dios, al cosmos y a la persona humana para reconciliarles en la unidad analógica 
del ser, gracias a la idea de creación entendida como participación.
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En busca de una ética universal

  • 1. COMISIÓN TEOLÓGICA INTERNACIONAL EN BUSCA DE UNA ÉTICA UNIVERSAL: NUEVA PERSPECTIVA SOBRE LA LEY NATURAL[*] Introducción I. Convergencias 1.1. Las sabidurías y religiones del mundo 1.2. Las fuentes grecorromanas de la ley natural 1.3. Enseñanza de la Sagrada Escritura 1.4. Los desarrollos de la tradición cristiana 1.5. Evolución posterior 1.6. El Magisterio de la Iglesia y la ley natural II. La percepción de los valores morales comunes 2.1. El papel de la sociedad y de la cultura 2.2. La experiencia moral: «Hay que hacer el bien» 2.3. El descubrimiento de los preceptos de la ley natural: universalidad de la ley natural 2.4. Los preceptos de la ley natural 2.5. La aplicación de los preceptos comunes: historicidad de la ley natural 2.6. Las disposiciones morales de la persona y su actuar concreto III. Los fundamentos teóricos de la ley natural 3.1. De la experiencia a la teoría 3.2. Naturaleza, persona y libertad 3.3. La naturaleza, el hombre y Dios: de la armonía al conflicto 3.4. Caminos para una reconciliación IV. La ley natural y la sociedad 4.1. La persona y el bien común 4.2. La ley natural, medida del orden político 4.3. De la ley natural al derecho natural 4.4. Derecho natural y derecho positivo
  • 2. 4.5. El orden político no es el orden escatológico 4.6. El orden político es un orden temporal y racional V. Jesucristo, cumplimiento de la ley natural 5.1. El Logos encarnado, Ley viva 5.2. El Espíritu Santo y la Ley nueva de libertad Conclusión INTRODUCCIÓN 1. ¿Existen valores morales objetivos capaces de unir a los hombres y de proporcionales paz y bienestar? ¿Qué valores son? ¿Cómo se pueden discernir? ¿Cómo se pueden poner en práctica en la vida de las personas y de las comunidades? Estas cuestiones perennes acerca del bien y del mal son hoy más urgentes que nunca en cuanto que los hombres han tomado conciencia de que forman una única comunidad mundial. Los grandes problemas que se plantean hoy a los hombres tienen además una dimensión internacional, planetaria, puesto que las posibilidades técnicas de comunicación favorecen una interacción creciente entre las personas, las sociedades y las culturas. Un acontecimiento local puede tener una repercusión casi inmediata en todo el planeta. De esta manera surge la conciencia de una solidaridad global que encuentra su último fundamento en la unidad del género humano. Esta solidaridad se traduce en un sentido de responsabilidad mundial. Asimismo, la cuestión del equilibrio ecológico, de la protección del medio ambiente, de los recursos y del clima se ha convertido en una preocupación importante que interpela a toda la humanidad y cuya solución desborda ampliamente los marcos nacionales. También, las amenazas que el terrorismo, el crimen organizado y las nuevas formas de violencia y de opresión infligen sobre las sociedades tienen una dimensión mundial. Los acelerados desarrollos de la biotecnología, que con frecuencia amenazan la identidad misma del hombre (manipulaciones genéticas, donación...) piden con urgencia una reflexión ética y política de dimensiones universales... En este contexto, la búsqueda de valores éticos comunes es un tema actual, 2. Gracias a su sabiduría, su generosidad y a veces incluso mediante su heroísmo, hombres y mujeres dan testimonio real de estos valores éticos comunes. La admiración que suscitan en nosotros es signo de una primera captación
  • 3. espontánea de valores morales. La reflexión de académicos y científicos sobre las dimensiones culturales, políticas, económicas, morales y religiosas de nuestra existencia social alimenta esta reflexión sobre el bien común de la humanidad. También los artistas, mediante la manifestación de la belleza, actúan contra la pérdida del sentido y a favor de la renovación de la esperanza de los hombres. Asimismo, hay políticos que trabajan con energía y creatividad para poner en práctica programas para erradicar la pobreza y para proteger las libertades fundamentales. Es muy importante también el testimonio perseverante de los representantes de las religiones y de las tradiciones espirituales que quieren vivir a la luz de la verdad última y del bien absoluto. Todos contribuyen, cada uno a su manera y mediante una comunicación recíproca, a promover la paz, un orden político más justo, al reparto equitativo de la riqueza, al respeto del medio ambiente, de la dignidad de la persona humana y de sus derechos fundamentales. Sin embargo, estos esfuerzos solo pueden tener éxito si las buenas intenciones se apoyan en un sólido acuerdo básico en cuanto a los bienes y a los valores que representan las más profundas aspiraciones del hombre, tanto en su aspecto individual como comunitario. Solo el reconocimiento y la promoción de estos valores éticos puede contribuir a la construcción de un mundo más humano. 3. La búsqueda de este lenguaje ético común concierne a todos los hombres. Para los cristianos se relaciona de una manera misteriosa con la actuación del Verbo de Dios «la luz verdadera, que alumbra a todo hombre» (Jn 1,9) y con la actuación del Espíritu Santo que hace brotar en los corazones «amor, alegría, paz, paciencia, afabilidad, bondad, lealtad, modestia, dominio de sí» (Gál 5,22s). La comunidad cristiana que comparte «las alegrías y las esperanzas, las tristezas y las angustias de los hombres de este tiempo» y «se reconoce real e íntimamente solidaria con el género humano y su historia»[1] no puede sustraerse a esta responsabilidad común. Iluminados por el Evangelio, comprometidos en un diálogo paciente y respetuoso con todos los hombres de buena voluntad, los cristianos participan en la búsqueda común de valores humanos que se deben promover: «todo lo que es verdadero, noble, justo, puro, amable, laudable, todo lo que es virtud o mérito, tenedlo en cuenta» (Flp 4,8). Saben que Jesucristo «nuestra paz» (Ef 2,14), que ha reconciliado a todos los hombres con Dios mediante su cruz, es el principio de unidad más profundo hacia el cual el género humano está llamado a confluir. 4. La búsqueda de un lenguaje ético común es inseparable de una experiencia de conversión, mediante la que personas y comunidades se apartan de las fuerzas que tratan de aprisionar al hombre en la indiferencia o le mueven a levantar barreras contra el otro o contra el extraño. El corazón de piedra —frío, inerte e indiferente ante la suerte del prójimo y de la especie humana— se debe transformar bajo la acción del Espíritu, en un corazón de carne[2], sensible a las
  • 4. invitaciones de la sabiduría, a la compasión, al deseo de paz y a la esperanza para todos. Esta conversión es la condición de un verdadero diálogo. 5. No faltan en nuestros días tentativas para determinar una ética universal. Poco después de la Segunda Guerra Mundial, la comunidad de naciones, sacando consecuencias de la estrecha complicidad que se había dado entre el totalitarismo y el positivismo jurídico, determinó en la Declaración universal de los derechos del hombre (1948) derechos inalienables de la persona humana que van más allá de las leyes positivas del Estado y que deben servir como referencia y norma para esas leyes. Estos derechos no son simplemente concedidos por el legislador: son declarados, es decir, su existencia objetiva, anterior a la decisión del legislador, simplemente se hace patente. Nacen, en efecto, del «reconocimiento de la dignidad inherente a todos los miembros de la familia humana» (Preámbulo). La Declaración universal de los derechos del hombre es una de las más hermosas adquisiciones de la historia moderna. Es «una de las expresiones más importantes de la conciencia humana en nuestros días»[3] y ofrece una base sólida para promover un mundo más justo. Sin embargo, los resultados no siempre han estado a la altura de las expectativas. Algunos países han rechazado la universalidad de estos derechos, considerados demasiado occidentales, lo que mueve a buscar una formulación más amplia. Por otra parte, ha contribuido no poco a devaluarlos una cierta propensión a multiplicar los derechos del hombre en función de deseos desordenados del individuo consumista o en función de reivindicaciones sectoriales en lugar de tener en cuenta las exigencias objetivas del bien común de la humanidad. La multiplicación de los procedimientos y regulaciones jurídicas, si está desconectada del sentido moral de los valores que trasciende los intereses particulares, conduce a su hundimiento, lo cual, en definitiva, solo favorece a los intereses de los más poderosos. Por encima de todo se manifiesta una tendencia a reinterpretar los derechos del hombre separándolos de su dimensión ética y racional, que constituye su Fundamento y su finalidad, en beneficio de un mero legalismo utilitarista[4]. 6. Para explicitar el fundamento ético de los derechos del hombre, algunos han tratado de elaborar una «ética mundial» en el marco de un diálogo entre las culturas y las religiones. La «ética mundial» designa el conjunto de valores obligatorios fundamentales que constituyen como fruto de los siglos el tesoro de la experiencia humana, Se encuentra en todas las grandes tradiciones religiosas y filosóficas[5]. Este proyecto, digno de consideración, es una significativa muestra de la necesidad actual de una ética que tenga una validez universal y global. Sin embargo, la búsqueda puramente inductiva, al modo de los parlamentos, de un consenso mínimo ya existente, ¿satisface las exigencias de fundamentar el
  • 5. derecho en el absoluto? Por otra parte, esta ética mínima, ¿no lleva a relativizar las fuertes exigencias éticas de cada religión o sabiduría particular? 7. Después de muchos decenios, la cuestión de los fundamentos éticos del derecho y de la política ha sido prácticamente puesta entre paréntesis por algunos sectores de la cultura contemporánea. Con la excusa de que toda pretensión de una verdad objetiva y universal sería una fuente de intolerancia y de violencia, y de que solo el relativismo podría salvaguardar el pluralismo de los valores y la democracia, se hace la apología del positivismo jurídico, que rechaza la referencia a un criterio objetivo, ontológico, de lo que es justo. Bajo esta perspectiva, el horizonte último del derecho y de la norma moral es la ley en vigor, que se considera justa por definición puesto que es la expresión de la voluntad del legislador. Pero esto es abrir el camino a la arbitrariedad del poder, a la dictadura de la mayoría numérica de la población y a la manipulación ideológica, en detrimento del bien común. «En la ética y la filosofía actual del derecho, los postulados del positivismo jurídico están ampliamente presentes. La consecuencia es que la legislación se convierte con frecuencia en un compromiso entre diversos intereses; se intenta transformar en derechos, intereses o deseos privados que se oponen a los deberes que nacen de la responsabilidad social»[6]. Pero el positivismo jurídico es claramente insuficiente, pues el legislador solo puede actuar legítimamente dentro de ciertos límites que nacen de la dignidad de la persona humana y está al servicio de lo que es auténticamente humano. Así, el legislador no puede abandonar la determinación de lo que es humano a criterios extrínsecos y superficiales, como lo haría, por ejemplo, si legitima de por sí todo lo que es realizable en el campo de la biotecnología. En pocas palabras, debe actuar de una manera éticamente responsable. La política no puede hacer abstracción de la ética, ni las leyes civiles ni el orden jurídico de una ley moral superior. 8. En este contexto en el que la referencia a valores objetivos absolutos reconocidos universalmente se ha hecho problemática, algunos, con el deseo de dar en cualquier caso una base racional a las decisiones éticas comunes, proponen una «ética de la discusión» en línea con una comprensión «dialógica» de la moral. La ética de la discusión consiste en no utilizar en el debate ético más que aquellas normas a las cuales pueden dar su asentimiento todos los participantes a los que afectan, renunciando a comportamientos «estratégicos» orientados a imponer el propio punto de vista. De este modo se puede determinar si una regla de conducta y de acción o un comportamiento son morales porque, poniendo entre paréntesis los condicionamientos culturales e históricos, el principio de discusión ofrece una garantía de universalidad y racionalidad. La ética de la discusión se interesa sobre todo en el método mediante el cual, gracias al debate, los principios y las normas éticas se ponen a prueba y se convierten en
  • 6. obligatorias para todos los participantes. Es esencialmente un procedimiento para comprobar el valor de las normas propuestas, pero no puede producir nuevos contenidos sustanciales. La ética de la discusión es, pues, una ética puramente formal que no se refiere a las orientaciones morales de fondo. También corre el riesgo de limitarse a una búsqueda de compromisos. Ciertamente el diálogo y el debate siempre son necesarios para lograr un acuerdo realizable sobre la aplicación concreta de las normas morales en una situación dada, pero no debería marginar la conciencia moral. Un verdadero debate no reemplaza las convicciones morales personales, sino que las supone y las enriquece. 9. Conscientes de lo que hoy en día está en juego respecto a esta cuestión, querríamos invitar en este documento a todos los que se preguntan sobre los fundamentos últimos de la ética, así colijo del orden moral y jurídico, a que consideren las posibilidades que encierra una presentación renovada de la doctrina de la ley natural. Esta afirma, en sustancia, que las personas y las comunidades humanas son capaces, a la luz de la razón, de discernir las orientaciones fundamentales de un actuar moral conforme a la misma naturaleza del sujeto humano y de expresarlas de manera normativa en forma de preceptos o mandamientos. Estos preceptos fundamentales, objetivos y universales, están llamados a fundar e inspirar el conjunto de las determinaciones morales, jurídicas y políticas que rigen la vida de los hombres y de las sociedades. Constituyen una instancia crítica permanente y garantizan la dignidad de la persona humana frente a las fluctuaciones de las ideologías. A lo largo de su historia, en la elaboración de su propia tradición ética, la comunidad cristiana, guiada por el Espíritu de Jesucristo y en un diálogo crítico con las tradiciones sapienciales que ha encontrarlo en su camino, ha asumido, purificado y desarrollarlo esta enseñanza sobre la ley natural como norma ética fundamental. Pero el cristianismo no tiene el monopolio de la ley natural. En efecto, basada en la razón común a todos los hombres, la ley natural es el fundamento de la colaboración entre todos los hombres de buena voluntad, sean cuales fueran sus convicciones religiosas. 10. Es cierto que la expresión «ley natural» en el contexto actual es fuente de numerosos malentendidos. A veces no hace sino evocar una sumisión resignada y totalmente pasiva a las leyes físicas de la naturaleza, mientras que el hombre busca sobre todo, con razón, controlar y orientar estos determinismos para su propio bien. A veces es presentada como un dato objetivo que se impondría desde el exterior a la conciencia personal, independientemente de la labor de la razón y de la subjetividad, y así es sospechosa de introducir una forma de heteronomía inaceptable para la dignidad de la persona humana libre. A veces, también, a lo largo de la historia, la teología cristiana ha justificarlo con mucha facilidad mediante la ley natural posiciones antropológicas que, posteriormente, se han mostrado condicionadas por el contexto histórico y cultural. Pero una
  • 7. comprensión más profunda de las relaciones entre el sujeto moral, la naturaleza y Dios, así como una mayor conciencia de la historicidad que afecta a las aplicaciones concretas de la ley natural, permite disipar estos malentendidos. También es importante hoy proponer la enseñanza tradicional de la ley natural en términos que manifiesten mejor la dimensión personal y existencial de la vida moral. Asimismo, hace falta insistir ante todo en el hecho de que la expresión de las exigencias de la ley natural es inseparable del esfuerzo de toda la comunidad humana para superar las tendencias egoístas y parciales y desarrollar una perspectiva global de «ecología de los valores», sin la cual la vida humana corre el riesgo de perder su integridad y su sentido de responsabilidad para el bien de todos. 11. La noción de ley natural asume muchos elementos comunes a las grandes corrientes sapienciales religiosas y filosóficas de la humanidad. En el primer capítulo, nuestro documento comienza evocando estas «convergencias». Sin pretender ser exhaustivo, indica que estas grandes corrientes sapienciales religiosas y filosóficas atestiguan la existencia de un patrimonio moral en gran medida común, que constituye la base para todo diálogo acerca de las cuestiones morales. Además, sugieren, de una manera o de otra, que este patrimonio explicita un mensaje ético universal inmanente a la naturaleza de las cosas y que los hombres son capaces de descifrar. El documento recuerda a continuación algunos pasos esenciales en el desarrollo histórico de la noción de ley natural y menciona ciertas interpretaciones modernas que están parcialmente en la raíz de las dificultades que nuestros contemporáneos experimentan ante esta noción. En el capítulo segundo («La percepción de los valores morales comunes») nuestro documento describe cómo, a partir de los datos más sencillos de la experiencia moral, la persona humana capta de manera inmediata ciertos bienes morales fundamentales y formula consiguientemente los preceptos de la ley, natural. Estos no constituyen, sin embargo, un código completo ya hecho de prescripciones intangibles, sino un principio permanente y normativo de inspiración al servicio de la vida moral concreta de la persona. El tercer capítulo («Los fundamentos de la ley natural»), al pasar de la experiencia común a la teoría, profundiza en los fundamentos filosóficos, metafísicos y religiosos, de la ley natural. Para responder a algunas objeciones contemporáneas precisa el papel de la ley natural en el actuar personal y se pregunta sobre la posibilidad de que la naturaleza constituya una norma moral. El cuarto capítulo («La ley natural y la sociedad») explicita la función reguladora de los preceptos de la ley natural en la vida política. La doctrina de la ley natural tiene ya coherencia y validez en el plano filosófico de la razón humana común a todos los hombres, pero en el quinto capítulo («Jesucristo, cumplimiento de la ley natural») muestra que
  • 8. alcanza todo su sentido dentro de la historia de la salvación: enviado por el Padre, Jesucristo es, en efecto, por su Espíritu, la plenitud de toda ley. I CONVERGENCIAS 1.1. Las sabidurías y religiones del mundo 12. En las diversas culturas los hombres han elaborado y desarrollado de manera progresiva tradiciones sapienciales en las que expresan y transmiten su visión del mundo, así como su percepción refleja del lugar que ocupa el hombre en la sociedad y en el cosmos. Antes de cualquier teorización conceptual, estas sabidurías, que suelen ser de naturaleza religiosa, son el vehículo de una experiencia que identifica lo que favorece o lo que impide el pleno desarrollo de la vida personal y la buena marcha de la vida social. Constituyen una especie de «capital cultural» disponible para la investigación de una sabiduría común necesaria para responder a los desafíos éticos contemporáneos. Según la fe cristiana, estas tradiciones sapienciales, a pesar de sus límites e incluso a pesar de sus errores, captan un reflejo de la sabiduría divina que actúa en el corazón de los hombres. Requieren atención y respeto y pueden tener el valor de praeparatio evangelica. La forma y extensión de estas tradiciones pueden variar considerablemente. Atestiguan nada menos que la existencia de un patrimonio de valores morales comunes a todos los hombres, sea cual sea el modo en que estos valores son justificados dentro de una particular visión del mundo. Por ejemplo, la «regla de oro» («No hagas a otro lo que no quieras para ti»: Tob 4,15) se encuentra, bajo una forma u otra, en la mayoría de las tradiciones sapienciales[7]. Por otra parte, coinciden de manera general en reconocer que las grandes normas éticas no se imponen solamente a un grupo humano determinado, sino que tienen valor de manera universal para cada individuo y para todos los pueblos. Finalmente, muchas tradiciones reconocen que estos comportamientos morales universales son requeridos por la naturaleza misma del hombre: expresa el modo en el que el hombre se debe situar de forma creativa a la vez que armónica en un orden cósmico o metafísico que le supera y da sentido a su vida. Este orden está impregnado de una sabiduría inmanente. Contiene un mensaje moral que los hombres son capaces de descifrar.
  • 9. 13. En las tradiciones hindúes, el mundo —tanto el cosmos como las sociedades humanas— está regido por un orden o ley fundamental (dharma) que es necesario respetar, pues lo contrario comporta graves desequilibrios. El dharma define, pues, las obligaciones sociorreligiosas del hombre. De una manera específica, la enseñanza moral del hinduismo se comprende a la luz de las enseñanzas fundamentales de los Upanishads: la creencia en un ciclo indefinido de transmigraciones (samsara), junto con la idea según la cual las acciones buenas o malas cometidas durante la vida presente (karman) tienen una influencia sobre los sucesivos nacimientos. Estas enseñanzas tienen consecuencias importantes respecto al comportamiento de las personas entre sí: implican un alto grado de bondad y de tolerancia, el sentido de la acción desinteresada en beneficio de otros, así como la práctica de la no violencia (ahimsa). La corriente principal del hinduismo distingue dos grupos de textos: śruti(lo que es entendido, es decir, la revelación) y smrti (aquello de donde se recuerda, es decir, la tradición). Las prescripciones éticas se encuentran sobre todo en la smrti, de manera particular en los dharmaśastra (de los cuales los más importantes son los manava dharmaśastra o leyes de Manu, h. 200-100 a.C.). Además del principio básico según el cual «la costumbre inmemorial es la ley trascendente aprobada por la escritura santa y por los códigos de los legisladores divinos; consiguientemente, todo hombre, de las tres clases principales, que respete el espíritu supremo que está en él, debe conformarse siempre diligentemente con la costumbre inmemorial»[8] encontramos aquí un equivalente práctico a la regla de oro: «Te diré lo que es la esencia del mayor bien del ser humano. El hombre que practica la religión (dharma) de la no violencia (ahimsa) universal adquiere el mayor bien. Este hombre que domina las tres pasiones: la codicia, la ira y la avaricia, renunciando a ellas en relación a los seres, conseguirá el éxito [...] Este hombre que considera todas las criaturas como su “yo-para-sí” y las trata como su propio “yo”, deponiendo la vara del castigo y dominando completamente su ira, se asegurará la consecución de la bondad. [...] No se hará a otro lo que considera dañino para sí. Esta es brevemente la regla de la virtud [...] En el hecho de rehusar y de donar, en la abundancia y en la desgracia, en lo agradable y en lo desagradable, juzgará todas las consecuencias considerando su propio “yo”»[9]. Muchos preceptos de la tradición hindú pueden ponerse en paralelo con las exigencias del Decálogo[10]. 14. Se define generalmente el budismo por las cuatro «nobles verdades» enseñadas por Buda después de su iluminación: 1) la realidad es sufrimiento e insatisfacción; 2) el origen del sufrimiento es el deseo; 3) la desaparición del sufrimiento es posible (mediante la extinción del deseo); 4) existe un camino que conduce hacia la desaparición del sufrimiento. Este camino es el «noble sendero óctuple» que consiste en la práctica de la disciplina, de la concentración y de la
  • 10. sabiduría. En el plano ético, las acciones favorables se pueden resumir en los cinco preceptos (śila, sila): 1) no hacer daño a los seres vivientes ni eliminar la vida; 2) no tomar lo que no ha sido dado; 3) no tener una conducta sexual incorrecta; 4) no emplear palabras falsas o mentirosas; 5) no consumir productos tóxicos que disminuyan el dominio de sí. El altruismo profundo de la tradición budista, que se traduce en una deliberada actitud de no-violencia, mediante la benevolencia amistosa y la compasión, llega así a la regla de oro. 15. La civilización china está profundamente marcada por el taoísmo de Laozi o Lao-Tse (siglo VI a.C.). Según Lao-Tse, el Camino o Dao es el principio primordial, inmanente a todo el universo. Es un principio inaferrable de cambio permanente bajo la acción de dos polos contrarios y complementarios, el yin y el yang. Corresponde al hombre abrazarse a este proceso natural de transformación, dejarse llevar por el flujo del tiempo, gracias a la actitud de no actuar (wú-wéi). La búsqueda de la armonía con la naturaleza, indisociablemente material y espiritual, está en el corazón de la ética taoísta. En cuanto a Confucio (551-479 a.C.), «Maestro Kong», intenta, con ocasión de un período de crisis profunda, restaurar el orden respetando los ritos, apoyado en la piedad filial que debe estar presente en el corazón de toda la vida social. En efecto, las relaciones sociales toman como modelo las relaciones familiares. La armonía se consigue mediante una ética de la justa medida, en que la relación ritualizada (el li), que inserta al hombre en el orden natural, es la medida de todas las cosas. El ideal que se pretende en el ren, virtud perfecta de humanidad, constituida por el dominio de sí y la benevolencia para con el otro. «Mansedumbre (shu), ¿no es acaso la palabra clave? Lo que tú no quisieras que te hagan, no lo hagas tú a otros»[11]. La práctica de esta regla indica el camino del Cielo (Tian Dao). 16. En las tradiciones africanas la realidad fundamental es la misma vida. Es el más precioso bien, y el ideal del hombre consiste en vivir no solamente protegido de las preocupaciones hasta la vejez, sino ante todo que permanezca, incluso después de la muerte, una fuerza vital continuamente reforzada y vivificada en y mediante su descendencia. La vida es una experiencia dramática. El hombre, microcosmos dentro de un macrocosmos, vive intensamente el drama del enfrentamiento entre la vida y la muerte. La misión que se le encomienda de asegurar la victoria a la vida sobre la muerte orienta y determina todo su actuar ético. De esta manera el hombre debe identificar, en un horizonte ético consecuente, a los aliados de la vida, ganarles para su causa y asegurar de ese modo su supervivencia, que es al mismo tiempo la victoria de la vida. Este es el significado profundo de las religiones tradicionales africanas. La ética africana se muestra de este modo como una ética antropocéntrica y vital: los actos considerados como susceptibles de favorecer la eclosión de la vida, de protegerla, desarrollarla o aumentar el potencial vital de la comunidad, son, por ello, tenidos
  • 11. por buenos; un acto que se presume perjudicial para la vida de los individuos y las comunidades se considera malo. Así, las religiones tradicionales africanas aparecen esencialmente como antropocéntricas, pero una observación atenta pone de manifiesto que ni el papel reconocido al hombre viviente ni el culto a los ancestros es algo cerrado. Las religiones tradicionales africanas alcanzan su culminación en Dios, fuente de vida, creador de todo lo que existe. 17. El islam se comprende a sí mismo como la restauración de la religión natural original. Ve a Mahoma como el último profeta enviado por Dios para reconducir definitivamente a los hombres al verdadero camino. Pero Mahoma ha sido precedido por otros: «No hay comunidad donde no haya pasado un pregonero»[12]. El islam se atribuye una vocación universal y se dirige a todos los hombres, que son considerados corno «naturalmente» musulmanes. La ley islámica, que resulta a la vez y de manera inseparable comunitaria, moral y religiosa se entiende como una ley dada directamente por Dios. La ética musulmana es fundamentalmente una moral de la obediencia. Hacer el bien es obedecer los mandamientos; hacer el mal es desobedecerlos. La razón humana interviene para reconocer el carácter revelado de la Ley y para deducir las implicaciones jurídicas concretas. Ciertamente en el siglo IX la escuela mou’tazilita sostuvo la idea de que «el bien y el mal están en las cosas», es decir, que determinados comportamientos son buenos o malos en si mismos antes de la ley divina que los manda o los prohíbe. Los mou’tazilitas estimaban que el hombre podía mediante su razón conocer lo que es bueno o malo. Según ellos, el hombre sabe espontáneamente que la injusticia y la mentira son malas y que es obligatorio devolver un préstamo, alejar de sí un daño o mostrar agradecimiento a los benefactores, de los cuales el primero es Dios. Pero los ach’aritas, que dominan la ortodoxia sunnita, han mantenido una teoría contraria. Son partidarios de un ocasionalismo que no reconoce consistencia alguna a la naturaleza y estima que solo la revelación positiva de Dios define el bien y el mal, lo justo y lo injusto. Entre las prescripciones de esta ley divina positiva con frecuencia retoman los grandes elementos del patrimonio moral de la humanidad y pueden ponerse en relación con el Decálogo[13]. 1.2. Las fuentes grecorromanas de la ley natural 18. La idea de que existe un derecho natural anterior a las determinaciones jurídicas positivas aparece ya en la cultura griega clásica con la figura ejemplar de Antígona, la hija de Edipo. Sus dos hermanos, Eteocles y Polinices, se han enfrentado por ocupar el poder y se han matado el uno al otro. Polinices, el rebelde, ha sido condenado a permanecer sin sepultura y a ser quemado sobre la hoguera. Pero, para cumplir con el deber de la piedad respecto al hermano
  • 12. muerto, Antígona apela, contra la prohibición de la sepultura establecida por el rey Creonte, «a las leyes no escritas e inmutables». CREONTE: Y así pues, ¿te has atrevido a transgredir mis leyes? ANTÍGONA: Sí, porque no ha sido Zeus quien las ha proclamado, ni la justicia que habita con los dioses de regiones inferiores; ni él ni ella las han establecido entre los hombres. Yo no creo que tus decretos sean tan poderosos para que tú, mortal, puedas transgredir las leyes no escritas e inmutables de los dioses. Ellas no existen desde hoy ni desde ayer, sino desde siempre; nadie sabe cuándo han aparecido. Yo no debo por temor a la voluntad de un hombre arriesgarme a que los dioses me castiguen[14]. 19. Platón y Aristóteles retoman la distinción realizada por los sofistas entre leyes que tienen su origen en un acuerdo, es decir, en una pura decisión positiva (thesis), y las que tienen valor «por naturaleza». Las primeras ni son eternas ni válidas de un modo general y no obligan a todos. Las segundas obligan a todo el mundo, siempre y en todas partes[15]. Algunos sofistas, como Calicles del Gorgias de Platón, recurrían a esta distinción para discutir la legitimidad de las leyes establecidas por las sociedades humanas. A estas leyes les oponía su idea, estrecha y errónea, de naturaleza, reducida al mero componente físico. De este modo, contra la igualdad política y jurídica de los ciudadanos en la polis, preconizaban lo que les parecía como la más evidente de las «leyes naturales»: el más fuerte debe dominar al más débil[16]. 20. No hay nada de esto en Platón ni en Aristóteles. No oponen derecho natural y leyes positivas de la polis. Están convencidos de que las leyes de la polis en general son buenas y constituyen la realización, más o menos conseguida, de un derecho natural que es conforme a la naturaleza de las cosas. Para Platón, el derecho natural es un derecho ideal, una norma para los legisladores y los ciudadanos, una regla que permite fundamentar y valorar las leyes positivas[17]. Para Aristóteles, esta norma suprema de la moralidad corresponde a la realización de la forma esencial de la naturaleza. Es moral lo que es natural. El derecho natural es invariable; el derecho positivo cambia según los pueblos y las diferentes épocas. Pero el derecho natural no se sitúa en un más allá del derecho positivo. Se encarna en el derecho positivo, que es la aplicación de la idea general de la justicia a la vida social en su diversidad. 21. En el estoicismo, la ley natural se convierte en el concepto clave de una ética universalista. Es bueno y debe ser hecho lo que corresponde a la naturaleza,
  • 13. entendida en un sentido a la vez físico-biológico y racional. Todo hombre, sea cual sea la nación a la que pertenezca, debe integrarse como una parte en el Todo del universo. Debe vivir conforme a la naturaleza[18]. Este imperativo presupone que existe una ley eterna, un Logos divino que está presente tanto en el cosmos, al que impregna de racionalidad, como en la razón humana. Así, para Cicerón la ley es «la razón suprema incluida en la naturaleza que nos manda lo que se debe hacer y nos prohíbe lo contrario»[19]. Naturaleza y razón constituyen las dos fuentes de nuestro conocimiento de la ley ética fundamental, que es de origen divino. 1.3. Enseñanza de la Sagrada Escritura 22. El don de la Ley en el Sinaí, cuyo centro son las «Diez Palabras», es un elemento esencial de la experiencia religiosa de Israel. Esta Ley de alianza conlleva preceptos éticos fundamentales. Definen el modo en el que el pueblo elegido debe responder mediante la santidad de su vida a la elección de Dios: «Di a la comunidad de los israelitas: "Sed santos, porque yo, el Señor, vuestro Dios, soy santo"» (Lev 19,2). Pero estos comportamientos éticos son también válidos para otros pueblos, de manera que Dios pedirá cuentas a las naciones extranjeras que violan la justicia y el derecho[20]. Dios ya había realizado en la persona de Noé una alianza con la totalidad del género humano que implicaba de manera particular el respeto a la vida (Gén 9)[21]. De un modo más fundamental, la misma creación se presenta como el acto mediante el que Dios estructura el conjunto del universo al darle una ley: «Alaben [los astros] el nombre del Señor, / porque él lo mandó, y existieron. / Les dio consistencia perpetua / y una ley que no pasará» (Sal 148, 5s). Esta obediencia de las criaturas a la Ley de Dios es un modelo para los hombres. 23. Junto a los textos que se refieren a la historia de la salvación, con los temas teológicos principales de la elección, de la promesa, de la Ley y de la alianza, la Biblia contiene también una literatura sapiencial que no se ocupa directamente de la historia nacional de Israel, sino que trata del lugar del hombre en el mundo. Desarrolla la convicción de que existe una manera correcta y «sabia» de hacer las cosas y conducir la propia vida. El hombre se debe dedicar a buscarla y a continuación debe esforzarse para ponerla en práctica. Esta sabiduría no se encuentra tanto en la historia como en la naturaleza y en la vida cotidiana[22]. En esta literatura, la sabiduría se suele presentar como una perfección divina, a veces hipostasiada. Se manifiesta de una manera sorprendente en la creación, de la que es «artífice» (Sab 7,21). La armonía que reina entre las criaturas da testimonio de ella. De muchas maneras el hombre es hecho partícipe de esta sabiduría que viene de Dios. Esta participación es un don
  • 14. de Dios que se debe pedir en la oración: «Por eso, supliqué y me fue dada la prudencia, / invoqué y vino a mí el espíritu de sabiduría» (Sab 7,7). También es fruto de la obediencia a la Ley revelada. En efecto, la Torá es como la encarnación de la sabiduría. «Si deseas la sabiduría, guarda los mandamientos, / y el Señor te la concederá.» (Eclo 1,26s). Pero la sabiduría es también el resultado de una observación sagaz de la naturaleza y de las costumbres humanas cuyo objetivo es descubrir su inteligibilidad inmanente y su valor ejemplar[23]. 24. Al llegar la plenitud de los tiempos, Jesucristo ha predicado el acontecimiento del reino como manifestación del amor misericordioso de Dios que se hace presente en medio de los hombres a través de su propia persona y les invita a la conversión y a una respuesta libre de amor. Esta predicación no puede dejar de tener consecuencias para la ética, respecto al modo de construir el mundo y las relaciones humanas. En su enseñanza moral, de la cual el sermón de la montaña es un compendio admirable, Jesús retoma la regla de oro: «Así, pues, todo lo que queráis que haga la gente con vosotros, hacedlo vosotros con ella; pues esta es la Ley y los Profetas» (Mt 7,12)[24]. Este precepto positivo completa la formulación negativa de la misma regla en el Antiguo Testamento: «No hagas a otro lo que no quieras para ti» (Tob 4,15)[25]. 25. Al comienzo de la Carta a los Romanos el apóstol Pablo, para manifestar la necesidad universal de la salvación que trae Cristo, describe la situación religiosa y moral común a todos los hombres. Afirma la posibilidad de un conocimiento natural de Dios: «Porque lo que de Dios puede conocerse les resulta manifiesto, pues Dios mismo se lo manifestó. Pues lo invisible de Dios, su eterno poder y su divinidad, son perceptibles para la inteligencia a partir de la creación del mundo a través de sus obras» (Rom 1,19s)[26]. Pero este conocimiento se ha pervertido, convirtiéndose en idolatría. Al situar a judíos y gentiles en el mismo plano, san Pablo afirma la existencia de una ley moral no escrita que se encuentra inscrita en los corazones[27]. Esta ley permite discernir por uno mismo el bien y el mal: «Cuando los gentiles, que no tienen ley, cumplen naturalmente las exigencias de la ley, ellos, aun sin tener ley, son para sí mismos ley. Esos tales muestran que tienen escrito en sus corazones la exigencia de la ley; contando con el testimonio de la conciencia y con sus razonamientos internos contrapuestos, unas veces de condena y otras de alabanza» (Rom 2,14s). Por lo tanto, el conocimiento de la ley no basta por sí solo para mantenerse en un camino justo[28]. Estos textos de san Pablo tuvieron un influjo determinante en la reflexión cristiana relativa a la ley natural. 1.4. Los desarrollos de la tradición cristiana
  • 15. 26. Para los Padres de la Iglesia, el seguir la naturaleza (sequi naturam) y el seguimiento de Cristo (sequela Christi) no se oponen. Por el contrario, toman generalmente la idea estoica según la cual la naturaleza y la razón nos indican cuales son nuestros deberes morales. Seguirlos es seguir al Logos personal, al Verbo de Dios, La doctrina de la ley natural proporciona una base para completar la moral bíblica. Además, permite explicar por qué los paganos, independientemente de la revelación bíblica, poseen una concepción moral positiva. Esto les viene indicado por la naturaleza y se corresponde con las enseñanzas de la Revelación: «De Dios proceden la ley de la naturaleza y la ley de la revelación, que no son más que una»[29]. Sin embargo, los Padres de la Iglesia no adoptan sin más pura y simplemente la doctrina estoica. La modifican y la desarrollan. Por una parte, la antropología bíblica que considera al hombre como imago Dei, cuya verdad plena es manifestada por Jesucristo, impide reducir la naturaleza humana a un simple elemento del cosmos: la persona humana está llamada a la comunión con el Dios vivo, trasciende el cosmos en el que se integra. Por otra parte, la armonía de la naturaleza y de la razón no se apoya sobre el planteamiento inmanentista de un cosmos panteísta, sino sobre la referencia común a la sabiduría trascendente del Creador. Comportarse de modo conforme a la razón conduce a seguir las orientaciones que Cristo, como Logos divino, ha depositado mediante los logoi sparmatikoi en la razón humana. Es muy significativa la definición de san Agustín: «La ley eterna es la razón divina o la voluntad de Dios que manda conservar el orden natural y prohíbe perturbarlo»[30]. Más exactamente, para san Agustín, las normas de la vida recta y de la justicia están expresadas en el Verbo de Dios, que las imprime en el corazón del hombre «a la manera de un sello que de un anillo pasa a la cera, pero sin dejar el anillo»[31]. Por otra parte, según los Padres, la ley natural está incluida en el marco de una historia de salvación que nos lleva a distinguir diferentes estados de la naturaleza (naturaleza original, naturaleza caída, naturaleza restaurada), en los cuales la ley natural se realiza de modo diferente. Esta doctrina patrística de la ley natural se transmitió a la Edad Media, así como la noción, bastante parecida de «derecho de gentes» (ius gentium), según la cual, además del derecho romano (ius civile), hay principios universales de derecho que regulan las relaciones entre los pueblos y son obligatorios para todos[32]. 27. En la Edad Media, la doctrina de la ley natural alcanza una cierta madurez y adquiere una forma «clásica» que constituye el fondo de todas las discusiones posteriores. Se caracteriza por cuatro rasgos. En primer lugar, conforme a la naturaleza del pensamiento escolástico que trata de descubrir la verdad allí donde se encuentre, asume las reflexiones anteriores sobre la ley natural, paganas o cristianas, y trata de proponer una síntesis de las mismas. En segundo lugar, de acuerdo con la naturaleza sistemática del pensamiento escolástico, sitúa la ley
  • 16. natural en un marco metafísico y teológico general. La ley natural se entiende como una participación de la criatura racional en la ley divina eterna, gracias a la cual entra de manera consciente y libre en los designios de la Providencia. No es un conjunto cerrado ni completo de normas morales, sino una fuente de inspiración constante, presente y activa en las diferentes etapas de la economía de la salvación. En tercer lugar, al tomar conciencia de que la naturaleza tiene una densidad propia, lo que en parte está ligado al redescubrimiento del pensamiento aristotélico, la doctrina escolástica de la ley natural considera el orden ético y político como un orden racional, obra de la inteligencia humana. Determina para dicho orden un espacio de autonomía, una distinción sin separación, en relación con el orden de la revelación religiosa[33]. Finalmente, a los ojos de los teólogos y juristas escolásticos, la ley natural constituye un punto de referencia y un criterio a la luz del cual se valora la legitimidad de las leyes positivas y de las costumbres particulares. 1.5. Evolución posterior 28. La historia moderna de la noción de ley natural se presenta en algunos aspectos como un desarrollo legítimo de la enseñanza de la escolástica medieval en un contexto cultural más complejo, marcada, sobre todo, por un sentido más vivo de la subjetividad moral. Entre estos desarrollos señalamos la obra de los teólogos españoles del siglo XVI que, siguiendo los pasos del dominico Francisco de Vitoria, recurrieron a la ley natural para oponerse a la ideología imperialista de algunos estados cristianos de Europa y para defender los derechos de los pueblos no cristianos de América. Estos derechos son inherentes a la naturaleza humana y no dependen de la situación concreta respecto a la fe cristiana. La idea de ley natural permitió a los teólogos españoles sentar las bases del derecho internacional, es decir, de una norma universal que rija las mutuas relaciones de los pueblos y de los estados. 29. Sin embargo, en otros puntos, la noción de ley natural adquirió en la época moderna algunas orientaciones y formas que contribuyeron a que en nuestros días resulte difícilmente aceptable. Durante los últimos siglos de la Edad Media se desarrolló en la escolástica una corriente voluntarista cuya hegemonía cultural modificó profundamente la noción de ley natural. El voluntarismo se propuso valorar la trascendencia del sujeto libre respecto a todos sus condicionamientos. Contra el naturalismo que tendía a someter a Dios a las leyes de la naturaleza, subraya de modo unilateral la libertad absoluta de Dios, con el riesgo de poner en peligro su sabiduría y convertir sus decisiones en algo arbitrario. Del mismo modo, en contra del intelectualismo, sospechoso de someter la persona humana al orden del mundo, exalta una libertad de indiferencia concebida como poder de
  • 17. elegir cosas contrarias, con el peligro de desligar a la persona de sus inclinaciones naturales y del bien objetivo[34]. 30. Son muchas las consecuencias del voluntarismo en la doctrina de la ley natural. Ante todo, mientras que, para santo Tomás, la ley era concebida como fruto de la razón y expresión de una sabiduría, el voluntarismo tiende a vincular la ley solo a la voluntad, y a una voluntad desligada de su ordenación intrínseca al bien. Por consiguiente, toda la fuerza de la ley reside únicamente en la voluntad del legislador. La ley queda así desposeída de su inteligibilidad intrínseca. En estas condiciones la moral se reduce a la obediencia a los mandamientos que manifiestan la voluntad del legislador. Thomas Hobbes llegará así a declarar: «Es la autoridad y no la verdad lo que causa la ley» (auctoritas, non veritas, facit legem)[35]. El hombre moderno, fascinado por la autonomía, solo podía rebelarse contra tal visión de la ley. Inmediatamente, con el pretexto de salvaguardar la soberanía absoluta de Dios sobre la naturaleza, el voluntarismo la deja desprovista de toda inteligibilidad interna. La tesis de la potentia Dei absoluta según la cual Dios podría actuar independientemente de su sabiduría y de su bondad, relativiza todas las estructuras inteligibles que existen y debilita el conocimiento natural que el hombre puede tener de las mismas. La naturaleza deja de ser un criterio para conocer la sabia voluntad de Dios: el hombre solo puede esperar este conocimiento mediante una revelación. 31. Por otra parte, muchos factores llevaron a secularizar la noción de ley natural. Entre ellos se puede mencionar la separación creciente entre la fe y la razón que caracteriza el final de la Edad Media, o también algunos aspectos de la Reforma[36], pero sobre todo la voluntad de superar los violentos conflictos religiosos que habían ensangrentado Europa al comienzo de los tiempos modernos. Se llegó a querer fundamentar la unidad política de las comunidades humanas poniendo entre paréntesis la confesión religiosa. Además, la doctrina de la ley natural hacía abstracción de toda revelación religiosa particular, y por ello de cualquier teología confesional. Pretendía apoyarse solo en la luz de la razón común a todos los hombres y se presenta como la norma última en el ámbito secular. 32. Por otra parte, el racionalismo moderno propuso la existencia de un orden absoluto y normativo de esencias inteligibles accesibles a la razón, y relativizó por ello la referencia a Dios como fundamento último de la ley natural. El orden necesario, eterno e inmutable de las esencias debía, ciertamente, ser actualizado por el Creador, pero se creía que en sí mismo posee su coherencia y su racionalidad. La referencia a Dios se convertía en algo opinable. La ley natural se impondría a todos «incluso aunque Dios no existiera (etsi Deus non daretur)[37]».
  • 18. 33. El modelo racionalista moderno de la ley natural se caracteriza por: 1) creencia esencialista en una naturaleza humana inmutable y a-histórica, respecto a la cual la razón puede perfectamente captar la definición y las propiedades esenciales; 2) se pone entre paréntesis la situación concreta de las personas humanas y la historia de la salvación, marcada por el pecado y la gracia, cuya influencia sobre el conocimiento y la práctica de la ley natural son, sin embargo, determinantes; 3) la idea de que es posible que la razón deduzcaa priori los preceptos de la ley natural a partir de la definición de la esencia del, hombre; 4) la extensión máxima de los preceptos deducidos así, de modo que la ley natural aparece como un código de leyes completas que regula casi todos los comportamientos. Esta tendencia a extender el campo de las determinaciones de la ley natural ha sido el origen de una grave crisis, en particular debido a que con el desarrollo de las ciencias humanas, el pensamiento occidental ha tomado conciencia de la historicidad de las instituciones humanas y del carácter relativo y cultural de muchos comportamientos que se justificaban con frecuencia recurriendo a la ley natural. Este desfase entre una teoría abstracta maximalista y la complejidad de los datos empíricos explica en parte la desafección respecto a la idea misma de ley natural. Para que la noción de ley natural pueda servir para elaborar una noción de ética universal en una sociedad secularizada y pluralista como la nuestra hay que evitar presentarla en la forma rígida que ha adquirido en particular en el contexto del racionalismo moderno, 1.6. El Magisterio de la Iglesia y la ley natural 34. Antes del siglo XIII, dado que la distinción entre el orden natural y el orden sobrenatural no había sido todavía claramente elaborada, la ley natural se solía asimilar a la moral cristiana. Así, el decreto de Graciano que proporcionó la normativa canónica básica en el siglo XII comienza de este modo: «La ley natural es lo que está contenido en la Ley y el Evangelio». A continuación identifica el contenido de la ley natural con la regla de oro y precisa que las leyes divinas responden a la naturaleza[38]. Los Padres de la Iglesia recurrieron a la ley natural así como a la Sagrada Escritura para fundamentar el comportamiento moral de los cristianos, pero el Magisterio de la Iglesia, en un primer momento, debió intervenir poco para zanjar las discusiones sobre el contenido de la ley moral. Cuando el Magisterio de la Iglesia se vio obligado no solo a resolver discusiones morales particulares, sino también a justificar su posición en medio de un mundo secularizado, apeló más explícitamente a la noción de ley natural. Fue en el siglo XIX, y muy especialmente durante el pontificado de León XIII, cuando el recurso a la ley natural se impuso en las actuaciones del Magisterio. La presentación más explícita se encuentra en la encíclicaLibertas
  • 19. praestantissimum (1888). León XIII hace referencia a la ley natural para identificar la fuente de la autoridad civil y fijar sus límites. Recuerda con fuerza que hay que obedecer a Dios antes que a los hombres cuando las autoridades civiles mandan o reconocen alguna cosa que es contraria a la ley divina o a la ley natural. Pero recurre también a la ley natural para defender la propiedad privada contra el socialismo, o incluso para defender el derecho de los trabajadores a obtener mediante su trabajo lo necesario para sus necesidades vitales. En esta misma línea, Juan XXIII se refiere a la ley natural para fundamentar los derechos y deberes del hombre (encíclica Pacem in terris, 1963). Con Pío XI (encíclica Casti connubii, 1930) y Pablo VI (encíclica Humanae vitae, 1968), la ley natural aparece como un criterio decisivo para las cuestiones relativas a la moral conyugal. Ciertamente, la ley natural es de por sí accesible a la razón humana común a creyentes y no creyentes y la Iglesia no tiene su exclusiva, pero, como la Revelación asume las exigencias de la ley natural, el Magisterio de la Iglesia ha sido constituido su garante e intérprete[39]. El Catecismo de la Iglesia Católica(1992) y la encíclica Veritatis splendor (1993) otorgan un papel determinante a la ley natural en la exposición de la moral cristiana[40]. 35. Hoy en día, la Iglesia Católica recurre con frecuencia a la ley natural en cuatro contextos principales. En primer lugar, ante el crecimiento de una cultura que limita la racionalidad a las ciencias más rigurosas y abandona al relativismo la vida moral, insiste en la capacidad natural que tienen los hombres de captar mediante su razón «el mensaje ético contenido en el ser»[41] y la capacidad para conocer en sus líneas principales las normas fundamentales de un actuar justo conforme a su naturaleza y a su dignidad. La ley natural responde así a la exigencia de fundamentar en la razón los derechos humanos[42] y hace posible un diálogo intercultural e interreligioso capaz de favorecer la paz universal y de evitar el «choque de civilizaciones». En segundo lugar, ante un individualismo relativista que considera que cada individuo es fuente de sus propios valores y que la sociedad es el resultado de un mero contrato establecido entre individuos que eligen constituir por sí mismos todas las normas, recuerda el carácter natural y objetivo, no fruto de un mero acuerdo, de las normas fundamentales que rigen la vida social y política. En particular, la forma democrática de gobierno está intrínsecamente vinculada a valores éticos estables cuya fuente se encuentra en las exigencias de la ley natural y no dependen de las fluctuaciones de los consensos de una mayoría aritmética. En tercer lugar, frente a un laicismo agresivo que quiere excluir a los creyentes del debate público, la Iglesia insiste en que las intervenciones de los cristianos en la vida pública sobre temas que se refieren a la ley natural (defensa de los derechos de los oprimidos, justicia en las relaciones internacionales, defensa de la vida y de la familia, libertad religiosa y libertad de educación...) no son de por sí de naturaleza confesional, sino que
  • 20. indican la preocupación que cada ciudadano debe tener por el bien común de la sociedad. En cuarto lugar, ante las amenazas del abuso de poder, es decir, del totalitarismo, que esconde el positivismo jurídico y que difunden ciertas ideologías, la Iglesia recuerda que las leyes civiles no obligan en conciencia cuando están en contradicción con la ley natural y propone el reconocimiento del derecho a la objeción de conciencia, así como el deber de desobedecer, en nombre de la obediencia a una ley más importante[43] La referencia a la ley natural, lejos de dar lugar al conformismo, garantiza la libertad personal y defiende a los desfavorecidos y a los oprimidos por estructuras sociales que olvidan el bien común. II LA PERCEPCIÓN DE LOS VALORES MORALES COMUNES 36. El examen de las grandes tradiciones de sabiduría moral realizado desarrollado en el capítulo primero muestra que algunas clases de comportamientos humanos se reconocen, en la mayor parte de las culturas, como algo que expresa cierta excelencia en la manera que tiene el hombre de vivir y realizar su humanidad: actos de valentía, paciencia ante las pruebas y dificultades de la vida, compasión con los débiles, moderación en el uso de los bienes materiales, actitud responsable frente al medio ambiente, dedicación al bien común… Estos comportamientos éticos definen a grandes rasgos un ideal propiamente moral de una vida «según la naturaleza», es decir, conforme al ser profundo del sujeto humano. Por otra parte, ciertos comportamientos son universalmente percibidos como reprobables: asesinato, robo, mentira, ira, envidia, avaricia… Aparecen como atentados a la dignidad de la persona humana y a las justas exigencias de la vida en sociedad. Está justificado ver en este consenso una manifestación de lo que, más allá de la diversidad de las culturas, es lo humano en el ser humano, es decir, la «naturaleza humana». Pero, al mismo tiempo, también es necesario constatar que este acuerdo sobre la cualidad moral de algunos comportamientos coexiste con una gran variedad de teorías que lo explican. Sean las doctrinas fundamentales de losUpanishads para el hinduismo o las cuatro «nobles verdades» para el budismo, sea el Dao de Lao-Tsé, o la «naturaleza» de los estoicos, cada sabiduría o cada sistema filosófico entiende el actuar moral dentro de un marco explicativo general que viene a legitimar la distinción entre lo que está bien y lo que está mal. Tenemos que afrontar la cuestión de una diversidad de justificaciones que dificulta el diálogo y la fundamentación de normas morales.
  • 21. 37. Por lo tanto, independientemente de las justificaciones teóricas del concepto de ley natural, es posible actualizar los datos inmediatos de la conciencia de los que se quiere dar cuenta. El objeto del presente capítulo es, precisamente, mostrar cómo son captados los valores morales comunes que constituyen la ley natural. Sólo después veremos cómo la noción de ley natural se apoya sobre un marco explicativo que fundamenta y legitima los valores morales de un modo tal que pueda ser compartido por muchos. Para esto, la presentación de la ley natural de santo Tomás de Aquino, resulta especialmente oportuna, entre otras cosas porque sitúa la ley natural en una moral que hace justicia a la dignidad de la persona humana y reconoce su capacidad de discernir[44]. 2.1. El papel de la sociedad y de la cultura 38. Solo progresivamente la persona humana accede a la experiencia moral y se hace capaz de decirse a sí misma los preceptos que deben determinar su actuación. Llega a este punto en cuanto que, desde su nacimiento, está situada en un conjunto de relaciones humanas, comenzando por la familia, que le permiten poco a poco tomar conciencia de sí misma y de la realidad en torno a ella. Particularmente mediante el aprendizaje de una lengua —lengua materna— aprende a nombrar las cosas y puede llegar a ser un sujeto consciente de sí mismo. Orientada por las personas de su entorno, impregnada de la cultura en la que se encuentra, la persona percibe ciertos modos de comportarse y de pensar como valores que se deben seguir, leyes que se deben cumplir, ejemplos dignos de imitar y visiones del mundo que se pueden aceptar. El contexto social y cultural juega un papel decisivo en la educación de los valores morales. No se deben oponer estos condicionamientos a la libertad humana. Más bien la hacen posible puesto que a través de ellos la persona puede acceder a la experiencia moral, que eventualmente le permitirá revisar algunas de las «evidencias» que había interiorizado en el curso de su aprendizaje moral. Por otra parte, en el contexto de la globalización actual, las sociedades y las culturas mismas deben inevitablemente practicar un diálogo y un intercambio sinceros, fundados sobre la corresponsabilidad de todos frente al bien común del planeta: deben dejar de lado los intereses particulares para acceder a los valores morales que todos están llamados a compartir. 2.2. La experiencia moral: «Hay que hacer el bien» 39. Todo ser humano que llega a alcanzar la conciencia y la responsabilidad tiene la experiencia de una llamada interior a realizar el bien. Descubre que es fundamentalmente un ser moral, capaz de percibir y expresar la invitación que, como se ha visto, se encuentra en todas las culturas: «Hay que hacer el bien y evitar el mal». Sobre este precepto se apoyan todos los otros preceptos de la ley
  • 22. natural[45]. Este primer precepto es conocido de manera natural e inmediata por la razón práctica, al igual que el principio de no contradicción (el entendimiento no puede simultáneamente y en el mismo sentido afirmar y negar algo de un sujeto), que es el fundamento de todo razonamiento especulativo, es percibido intuitiva y naturalmente por la razón teórica, una vez que el sujeto comprende el sentido de los términos empleados. Tradicionalmente, este conocimiento del primer principio de la vida moral se atribuye a una disposición intelectual innata que se llama la sindéresis[46]. 40. Con este principio entramos de lleno en el campo de la moral. El bien que se impone de esta manera a la persona es el bien moral, es decir, un comportamiento que, superando las categorías de lo útil, se orienta a la realización auténtica de este ser, a la vez uno y diverso, que es la persona humana. La actividad humana es irreductible a una simple cuestión de adaptación al «ecosistema»: ser humano consiste en existir y en situarse dentro de un marco más amplio que define un sentido, unos valores y unas responsabilidades. Al buscar el bien moral la persona contribuye a la realización de su naturaleza, más allá de los impulsos del instinto o de la búsqueda de un placer particular. Este bien da testimonio da testimonio a uno mismo y s entiende a partir de uno mismo[47]. 41. El bien moral corresponde al deseo profundo de la persona humana que — como todo ser—tiende espontánea y naturalmente hacia la propia perfección, la bondad. Desgraciadamente, el sujeto puede dejarse arrastrar por deseos particulares y elegir bienes o realizar actos que se oponen al bien moral que percibe. Puede rechazar el superarse a sí mismo. Es el precio de una libertad limitada en sí misma y debilitada por el pecado, una libertad que encuentra únicamente bienes particulares, ninguno de los cuales puede satisfacer plenamente el corazón del ser humano. Corresponde a la razón del sujeto examinar si estos bienes particulares pueden integrarse en la realización auténtica de la persona: en tal caso, serán juzgados moralmente buenos, y en caso contrario, moralmente malos. 42. Esta última afirmación es capital. Establece la posibilidad de un diálogo con personas que tienen otros horizontes culturales o religiosos. Valora la eminente dignidad de toda persona humana al subrayar su aptitud natural para conocer el bien moral que debe realizar. Como toda criatura, la persona humana se define por un conjunto de dinamismos y de finalidades anteriores a las elecciones libres de la voluntad. Pero, a diferencia de los entes que carecen de razón, es capaz de conocer e interiorizar estas finalidades y, por ello, de apreciar, en función de las mismas, lo que es bueno o malo para ella. De este modo percibe la ley eterna, es decir, el plan de Dios para la creación, y participa de la providencia de Dios de una manera particularmente excelente al dirigirse a sí mismo y dirigir a otros[48].
  • 23. Esta insistencia en la dignidad del sujeto moral y en su relativa autonomía tiene su raíz en el reconocimiento de la autonomía de las realidades creadas y confirma un dato fundamental de la cultura contemporánea[49]. 43. La obligación moral que percibe el sujeto no viene, pues, de una ley que le sería exterior (heteronomía pura), sino que se afirma a partir de él mismo. Como indica el axioma que antes hemos citado: «Hay que hacer el bien y evitar el mal», el bien moral que la razón determina «se impone» al sujeto. «Debe» ser realizado. Reviste un carácter de obligación y de ley. Pero el término «ley» no remite aquí a las leyes científicas que se limitan a describir las constantes de hecho del mundo físico o social, ni a un imperativo impuesto de manera arbitraria desde el exterior del sujeto moral. La ley designa aquí una orientación de la razón práctica que indica al sujeto moral el tipo de actuación que es conforme con el dinamismo innato y necesario de su ser que tiende a su plena realización. Esta ley es normativa en virtud de una exigencia interior del espíritu. Surge del corazón mismo de nuestro ser como una invitación a la realización y a la superación de uno mismo. Se trata, pues, no tanto de someterse a la ley de otro, cuanto de acoger la ley del propio ser. 2.3. El descubrimiento de los preceptos de la ley natural: universalidad de la ley natural 44. A partir de la afirmación básica que nos introduce en el orden moral — «hay que hacer el bien y evitar el mal» —veamos cómo se realiza en el sujeto el reconocimiento de las leyes fundamentales que deben dirigir el actuar humano. No es una cuestión de consideración abstracta sobre la naturaleza humana ni del esfuerzo de conceptualización propio de las elaboraciones teóricas de la filosofía y la teología. La percepción de los bienes morales fundamentales es inmediata, vital, fundada en la connaturalidad del espíritu con los valores, y comprende tanto la afectividad como la inteligencia, el corazón y el espíritu. Se trata de una captación con frecuencia imperfecta, todavía oscura y borrosa, pero que tiene la profundidad de lo inmediato. Se trata aquí de los datos de la más simple experiencia y la más conocida, que están implícitos en el actuar concreto de las personas. 45. Al buscar el bien moral, la persona humana se pone a la escucha de lo que es y toma conciencia de las inclinaciones fundamentales de su naturaleza, que son algo completamente distinto de simples impulsos ciegos del deseo. Cuando percibe que los bienes hacia los que tiende por naturaleza son necesarios para su realización moral, formula para sí en forma de mandatos prácticos el deber moral de llevarlos a la práctica en su vida. Se presenta a sí misma un cierto número de
  • 24. preceptos muy generales que comparte con el resto de los seres humanos y que constituyen el contenido de lo que se llama ley natural. 46. Se distingue tradicionalmente entre tres grandes grupos de dinamismos naturales que actúan en la persona humana[50]. El primero, que es común con cualquier otro ser sustancial, incluye esencialmente la inclinación a conservar y desarrollar la existencia. El segundo, que es común con todos los seres vivos, incluye la inclinación a reproducirse para perpetuar la especie. El tercero, que le es propio como ser racional, conlleva la inclinación a conocer la verdad acerca de Dios, así como la inclinación a vivir en sociedad. A partir de estas inclinaciones se pueden formular los primeros preceptos de la ley natural. Estos preceptos son de un nivel muy genérico, pero forman como un sustrato primero, que es la base de toda reflexión posterior sobre el bien que se debe hacer y el mal que evitar. 47. Para salir de este nivel de generalidad e iluminar las elecciones concretas, hace falta recurrir a la razón discursiva, que determinará los bienes morales concretos que puede realizar la persona –y la humanidad– y formular preceptos más concretos capaces de guiar su actuación. En esta nueva etapa el conocimiento del bien moral procede mediante el razonamiento. Este razonamiento resulta todavía bastante simple al principio: una experiencia de vida limitada es suficiente y se encuentra dentro de las posibilidades intelectuales de cada persona. Se habla aquí de «preceptos segundos» de la ley natural descubiertos gracias a una consideración de la razón práctica, más o menos prolongada, a diferencia de los preceptos generales fundamentales que la razón capta de manera espontánea y que se denominan «preceptos primeros»[51]. 2.4. Los preceptos de la ley natural 48. Hemos señalado en la persona humana una primera inclinación que comparte con todos los entes: la inclinación a conservar y a desarrollar la su existencia. Habitualmente se da en los seres vivos una reacción espontánea ante la amenaza inminente de muerte: se huye, se defiende la integridad de la existencia, se lucha para sobrevivir. La vida física aparece de manera natural como un bien fundamental, esencial, primordial, y de ahí el precepto de proteger su vida. Bajo este enunciado referido a la conservación de la vida se perfilan las inclinaciones hacia todo lo que contribuye, de una manera propia del hombre, a la conservación y a la calidad de la vida biológica: integridad del cuerpo; uso de los bienes exteriores que garantizan la subsistencia y la integridad de la vida, como la alimentación, el vestido, la casa, el trabajo; la calidad del medio ambiente biológico... A partir de estas inclinaciones el ser humano se formula fines que debe realizar y que contribuyen al desarrollo responsable y armónico de su propio ser y que, por esta razón, se le presentan como bienes morales, valores
  • 25. que hay que lograr alcanzar, obligaciones que debe cumplir o derechos que debe hacer valer. En efecto, el deber de preservar la propia vida tiene como correlativo el derecho de reclamar lo que es necesario para su conservación en un entorno favorable [52]. 49. La segunda inclinación, que es común a todos los seres vivos, se refiere a la supervivencia de la especie, que tiene lugar mediante la procreación. La generación se sitúa en la prolongación de la tendencia a preservar el propio ser. Si la perpetuidad de la existencia biológica es imposible al individuo en sí mismo, es posible para la especie, y de esta manera, en cierto modo, resulta superada la limitación inherente a todo ente físico. El bien de la especie aparece como una de las aspiraciones fundamentales que hay en la persona. Tomamos conciencia de nuestra limitación cuando determinadas perspectivas, como el cambio climático avivan nuestro sentido de la responsabilidad ante el planeta en cuanto tal y de la especie humana en particular. Esta apertura a un cierto bien común de la especie anuncia ya algunas aspiraciones propias del hombre. El dinamismo hacia la procreación está intrínsecamente ligado a la inclinación natural que hay en el varón hacia la mujer y de la mujer hacia el varón, dato universalmente reconocido en todas las sociedades. Lo mismo se puede decir de la inclinación a cuidar a los niños y educarles. Estas inclinaciones conllevan que la estabilidad de la pareja del hombre y la mujer, así como su mutua fidelidad, son ya valores a los que se debe aspirar, aunque solo se pueden desarrollar plenamente en el orden espiritual de la comunión interpersonal[53]. 50. El tercer grupo de inclinaciones es específico del ser humano como ser espiritual dotado de razón, capaz de conocer la verdad, de dialogar con los otros y de establecer relaciones de amistad. Por ello se le debe otorgar una importancia muy especial. La inclinación a vivir en sociedad procede ante todo de que el ser humano necesita de los otros para superar sus límites individuales intrínsecos y alcanzar su madurez en los diversos campos de su existencia. Pero, para desplegar plenamente su naturaleza espiritual, necesita establecer con sus semejantes relaciones de generosa amistad y desarrollar una cooperación intensa en la búsqueda de la verdad. Su bien integral está tan íntimamente ligado a la vida en comunidad que se organiza en sociedad en virtud de esta inclinación, y no de una mera convención[54]. El carácter relacional de la persona se expresa así mediante la tendencia a vivir en comunión con Dios o el Absoluto. Esto se manifiesta en el sentimiento religioso y en el deseo de conocer a Dios. Ciertamente puede ser negado por los que rechazan admitir la existencia de un Dios personal, peto no está menos presente de modo implícito en la búsqueda que hay en todo ser humano de la verdad y del sentido.
  • 26. 51. A estas tendencias específicas al hombre corresponde la exigencia percibida por la razón de realizar de manera concreta esta vida de relaciones y de construir la vida en sociedad sobre el fundamento justo que corresponde al derecho natural. Esto implica el reconocimiento de la idéntica dignidad de todo individuo de la especie humana, más allá de diferencias de raza o de cultura, y un gran respeto por la humanidad allá donde se encuentre, incluido el más pequeño y olvidado de sus miembros. «No hagas a los otros lo que no quisieras que te hicieran a ti». Encontramos de nuevo la regla de oro que se pone hoy en el mismo comienzo de una moral de la reciprocidad. El capítulo primero nos ha permitido localizar esta regla en la mayor parte de las sabidurías, así como en el mismo Evangelio. Al referirse a una formulación negativa de la regla de oro san Jerónimo manifiesta la universalidad de muchos preceptos morales: «Esta es la razón por la que es justo el juicio de Dios escrito en el corazón del género humano: “lo que no quieres que te hagan, no lo hagas tú a otros”. ¿Quién no sabe que el homicidio, el adulterio, los robos y toda clase de codicia son malos por el simple hecho de que nosotros no querríamos que nos lo hicieran a nosotros mismos? Si no se supiera que estas cosas son malas, jamás se quejaría nadie cuando las padecemos»[55]. Con la regla de oro se relacionan muchos mandamientos del Decálogo, así como numerosos preceptos budistas, reglas de Confucio, e incluso la mayor parte de las Cartas que enuncian los derechos de la persona. 52. Al final de esta rápida explicitación de los principios morales que brotan cuando la razón toma conciencia de las inclinaciones fundamentales de la persona humana, nos encontramos ante un conjunto de preceptos y de valores que, al menos en su formulación general, pueden ser considerados como universales, pues se aplican a toda la humanidad. Tienen un carácter de inmutabilidad en la medida en que brotan de una naturaleza humana cuyos componentes esenciales permanecen idénticos a lo largo de la historia. A veces puede suceder que estén oscurecidos, o incluso hayan sido borrados del corazón humano por el pecado y por condicionamientos culturales e históricos que pueden influir de manera negativa en la vida moral personal: ideologías y propagandas engañosas, relativismo generalizado, estructuras de pecado[56]. Es necesario ser modesto y prudente cuando se invoca la «evidencia» de los preceptos de la ley natural. Pero no está menos justificado reconocer en estos preceptos el fondo común sobre el cual se puede apoyar un diálogo para una ética universal. Los protagonistas de este diálogo deben, sin embargo, aprender a hacer abstracción de sus intereses particulares para abrirse a las necesidades de los otros y dejarse cuestionar por los valores morales comunes. En una sociedad pluralista, donde es difícil entenderse respecto a los fundamentos filosóficos, este
  • 27. tipo de diálogo es absolutamente necesario. La doctrina de la ley natural puede aportar su contribución a este diálogo. 2.5. La aplicación de los preceptos comunes: historicidad de la ley natural 53. No es posible quedarse en el nivel de generalidad propio de los primeros principios de la ley natural. La reflexión moral debe descender a la acción concreta para iluminarla. Pero cuanto más se ocupa de situaciones concretas y contingentes, tanto más se ven afectadas sus conclusiones por la nota de variabilidad e incertidumbre. Por ello no es sorprendente que la realización concreta de los preceptos de la ley natural pueda adquirir formas diferentes en las diversas culturas o incluso en diferentes épocas dentro de una misma cultura. Basta señalar la evolución de la reflexión moral sobre cuestiones como la esclavitud, el préstamo con interés, el duelo o la pena de muerte. A veces esta evolución lleva a una mejor comprensión de la cuestión moral. A veces, también, la evolución de una situación política o económica induce a una nueva evaluación de normas particulares que habían sido establecidas antes. La moral se ocupa, en efecto, de realidades contingentes que evolucionan con el tiempo. A pesar de haber vivido en una época de cristiandad, un teólogo como santo Tomás de Aquino percibía esto con claridad: «La razón práctica, escribía en la Suma teológica se ocupa de realidades contingentes, en medio de las cuales se dan las acciones humanas. Por ello, aunque en los principios generales hay cierta necesidad, cuanto más se tratan las cosas particulares, tanto más aparece la falta [de determinación]»[57]. 54. Este planteamiento da cuenta de la historicidad de la ley natural, cuyas aplicaciones concretas pueden variar con el tiempo. A la vez permite la reflexión de los moralistas e invita al diálogo y a la discusión. Esto es más necesario en moral, donde la mera deducción por silogismo no es adecuada. Cuanto más trata el moralista las situaciones concretas, más debe recurrir a la sabiduría de la experiencia, una experiencia que integra las aportaciones de otras ciencias y que se nutre del contacto con las mujeres y los hombres en su actuar. Solo esta sabiduría de la experiencia permite tener en cuenta la multiplicidad de las circunstancias y de llegar a una orientación sobre la manera de cumplir lo que es bueno hic et nunc. El moralista también debe (y esta es la dificultad de su oficio) emplear los recursos combinados de la teología, de la filosofía y de las ciencias humanas, económicas y biológicas para delimitar bien los datos de la situación e identificar correctamente las exigencias concretas de la dignidad humana. Al mismo tiempo, debe estar particularmente atento para salvaguardar los datos básicos expresados en los preceptos de la ley natural que permanecen más allá de las variaciones culturales.
  • 28. 2.6. Las disposiciones morales de la persona y su actuar concreto 55. Para poder evaluar justamente lo que se debe hacer, el sujeto moral debe estar dotado de un cierto número de disposiciones interiores que le permitan a la vez estar abierto a las instancias de la ley natural y bien informado de los datos de la situación concreta. En el contexto pluralista, que es el nuestro, cada vez hay mayor conciencia de que no se puede elaborar una moral fundamentada sobre la ley natural sin añadir una reflexión sobre las disposiciones interiores o virtudes que hacen apto al moralista para elaborar una norma de actuación adecuada. Esto es todavía una verdad mayor para el sujeto mismo implicado en la actuación y cuya conciencia debe emitir un juicio. Por ello no es sorprendente que se asista hoy a un nuevo auge de una «moral de virtudes» inspirada en la tradición aristotélica. Al insistir de este modo en las cualidades morales requeridas para una reflexión moral adecuada, se entiende el papel que las diversas culturas han reservado a la figura del sabio. Este posee una especial capacidad para discernir en la medida en que posee las disposiciones morales interiores que le permiten emitir un juicio ético adecuado. Un discernimiento de este tipo debe caracterizar al moralista cuando se esfuerza en concretar los preceptos de la ley natural, al igual que todo sujeto autónomo ante la necesidad de formar un juicio en su conciencia y de formular la norma inmediata v concreta de su acción. 56. La moral no se puede contentar con producir normas. También debe favorecer la formación del sujeto para que se implique en su acción y sea capaz de adaptar los preceptos universales de la ley natural a las condiciones concretas de la existencia en contextos culturales diversos. Esta capacidad queda asegurada por las virtudes morales, en particular por la prudencia, que integra la singularidad para dirigir la acción concreta. El hombre prudente debe conocer no solo lo universal, sino también lo particular. Para subrayar el carácter propio de esta virtud, santo Tomás de Aquino no temía en afirmar: «Si se llega a no tener más que uno de los dos conocimientos, es preferible que sea el de las realidades particulares que están más cerca de la operación»[58]. Con la prudencia se trata de penetrar en algo contingente que permanece siempre misterioso para la razón, de ceñirse a la realidad del modo más exacto posible, de asimilar la multiplicidad de las circunstancias, de captar con la mayor fidelidad posible una situación original e inefable. Este objetivo requiere numerosas operaciones y capacidades que la prudencia debe poner en juego. 57. No obstante, el sujeto no se debe perder en lo concreto ni en lo individual, como se ha reprochado a la «ética de situación». Debe descubrir la «correcta regla del actuar» y establecer una norma de acción adecuada. Esta regla recta brota de principios previos. Se puede pensar en los primeros principios de la razón práctica, pero hay que recurrir también a las virtudes morales para abrir y
  • 29. connaturalizar la voluntad y la afectividad sensible con los diferentes bienes humanos, e indicar así al hombre prudente cuáles son los fines que debe perseguir en medio del flujo de lo cotidiano. Hasta este momento no se podrá formular una norma concreta que se imponga ni se podrá influir en la acción con sus circunstancias mediante un rayo de justicia, fortaleza o templanza. No sería incorrecto hablar aquí de una «inteligencia emocional»: las potencias racionales sin perder su especificidad, se ejercitan dentro del campo afectivo, de manera que la totalidad de la persona queda implicada en la acción moral. 58. La prudencia es indispensable para el sujeto moral a causa de la flexibilidad que requiere la adaptación de los principios morales generales a la diversidad de las situaciones. Pero esta flexibilidad no autoriza a ver en la prudencia una especie de fácil compromiso respecto a los valores morales. Al contrario, mediante las decisiones de la prudencia se experimentan para un sujeto las exigencias concretas de la verdad moral. La prudencia es un paso necesario para la obligación moral auténtica. 59. Hay en esto una orientación que, dentro de una sociedad pluralista como la nuestra, tiene especial importancia y que no se debería subestimar sin sufrir un daño considerable. En efecto, tiene presente el hecho de que la ciencia moral no puede proporcionar al sujeto que actúa una norma que se aplicaría de manera adecuada y como automática a la situación concreta: solo la conciencia del sujeto, el juicio de su razón práctica, puede formular la norma inmediata de la acción. Pero al mismo tiempo no abandona la conciencia a su mera subjetividad: se orienta a que el sujeto adquiera las disposiciones intelectuales y afectivas que le permitan abrirse a la verdad moral y que de esa manera su juicio resulte adecuado. La ley natural no debería ser presentada como un conjunto ya constituido de reglas que se imponen a priori al sujeto moral, sino que es más bien una fuente de inspiración objetiva para su proceso, eminentemente personal, de toma de decisión.
  • 30. III LOS FUNDAMENTOS TEÓRICOS DE LA LEY NATURAL 3,1. De la experiencia a las teorías 60. La captación espontánea de los valores éticos fundamentales que se expresan en los preceptos de la ley natural constituye el punto de partida del proceso que lleva al sujeto moral hasta el juicio de conciencia en el que enuncia cuáles son las exigencias morales que se le imponen en su situación concreta. Corresponde al filósofo y al teólogo volver sobre esta experiencia de la captación de los primeros principios de la ética para poner a prueba su valor y fundamentarlo mediante la razón. El reconocimiento de estos fundamentos filosóficos o teológicos no condiciona en todo caso la adhesión espontánea a los valores comunes. En efecto, el sujeto moral puede poner en práctica las orientaciones de la ley natural sin ser capaz de discernir explícitamente los últimos fundamentos teóricos, debido a particulares condicionamientos intelectuales. 61. La justificación filosófica de la ley natural tiene dos niveles de coherencia y profundidad. La noción de una ley natural se justifica ante todo en el plano de la observación refleja de las constantes antropológicas que caracterizan una humanización conseguida de la persona y una vida social armoniosa. La experiencia refleja, transmitida por las sabidurías tradicionales, las filosofías o las ciencias humanas, permite determinar algunas condiciones requeridas para que cada uno despliegue de la mejor manera sus capacidades humanas en la vida personal y comunitaria[59]. De esta manera se reconocen ciertos comportamientos como la expresión de una excelencia ejemplar por el modo de vivir y de realizar su humanidad. Definen las grandes líneas de un ideal propiamente moral de una vida virtuosa «según la naturaleza», es decir, conforma a la naturaleza profunda del sujeto humano[60]. 62. Sin embargo, solo al tener en cuenta la dimensión metafísica de lo real se puede dar a la ley natural su justificación filosófica plena. La metafísica permite comprender que el universo no tiene en sí mismo su última razón de ser y nos presenta la estructura fundamental de lo real: la distinción entre Dios, el mismo Ser subsistente, y los otros seres puestos en la existencia por él. Dios es el Creador, la fuente, libre y trascendente, de todos los otros seres. Estos reciben de él «con peso, número y medida» (Sab 11,20) la existencia según la naturaleza que los define. Las criaturas son la manifestación de una sabiduría creadora
  • 31. personal, de un Logos fundador que se expresa y manifiesta en ellas: «Toda criatura es verbo divino, porque habla de Dios», escribe san Buenaventura[61]. 63. El creador no es solamente el principio de las criaturas, sino también su fin trascendente hacia el que tienden por naturaleza. También las criaturas están animadas por un dinamismo que les lleva a realizarse, cada una a su manera, en la unión con Dios. Este dinamismo es trascendente, en cuanto procede de la ley eterna, es decir, del plan de la providencia divina que existe en el espíritu del Creador[62]. Pero también es inmanente, porque no se impone a las criaturas desde fuera, sino que está inscrito en su misma naturaleza. Las criaturas puramente materiales realizan de forma espontánea la ley de su ser, mientras que las criaturas espirituales la realizan de manera personal. En efecto, interiorizan los dinamismos que las definen y las orientan libremente hacia su plena realización. Se formulan para sí dichos dinamismos como normas fundamentales de su actuación moral —esta es la ley natural propiamente dicha— y se esfuerzan libremente para realizadas. La ley natural de define entonces como una participación de la ley eterna[63]. Está medida, en un sentido, por las inclinaciones de la naturaleza, expresiones de la sabiduría creadora, y, en otro sentido, por la luz de la razón humana que las interpreta y que es, ella misma, una participación creada de la luz de la inteligencia divina. La ética se presenta así como una «teonomía participada»[64]. 3.2. Naturaleza, persona y libertad 64. La noción de naturaleza es especialmente compleja y no es en modo alguno unívoca. En filosofía, el pensamiento griego de la physis es la matriz de la misma. La naturaleza designa en ese pensamiento el principio de identidad específica de un sujeto, es decir, su esencia que se define por un conjunto de características inteligibles estables. Esta esencia recibe el nombre de naturaleza sobre todo cuando se toma como principio interno del movimiento que orienta al sujeto hacia su realización. Lejos de remitir a algo estático, la noción de naturaleza significa el principio de dinamismo real del desarrollo homogéneo del sujeto y de sus actividades específicas. La noción de naturaleza, si por una parte se ha formado para pensar las realidades materiales y sensibles, no se limita a este campo «físico», y se aplica análogamente a realidades espirituales. 65. La idea según la cual los entes poseen una naturaleza se impone al espíritu en cuanto se quiere dar razón de la finalidad inmanente a los entes y de la regularidad que percibe en su modo de actuar y reaccionar [65]. Considerar los entes como naturalezas conduce a reconocerles una consistencia propia y a afirmar que son centros relativamente autónomos en el orden del ser y del actuar, y no simples ilusiones o construcciones temporales de la conciencia. Estas
  • 32. «naturalezas» no son sin embargo unidades antológicamente cerradas, clausuradas en sí mismas y meramente yuxtapuestas unas a otras. Actúan unas sobre otras y establecen entre ellas relaciones complejas de causalidad. En el orden espiritual las personas tejen relaciones intersubjetivas. Las naturalezas forman una red y, en última instancia, un orden, es decir, una serie unificada por la referencia a un principio[66]. 66. Con el cristianismo, la physis de los Antiguos viene repensada e integrada en una visión más amplia y profunda de la realidad. Por una parte, el Dios de la revelación cristiana no es un componente más del universo, un elemento del gran Todo de la naturaleza. Por el contrario, es el Creador, trascendente y libre, del universo. En efecto, el universo finito no puede fundamentarse únicamente en sí mismo, sino que apunta hacia el misterio de un Dios infinito, que, por amor, lo ha creado ex nihilo y permanece libre para intervenir en el curso de la naturaleza cuando quiere. Por otra parte, el misterio trascendente de Dios se refleja en el misterio de la persona humana como imagen de Dios. La persona humana es capaz de conocimiento y de amor; está dotada de libertad, capaz de entrar en comunión con los otros y llamada por Dios a un destino que trasciende las finalidades de la naturaleza física. Se realiza en una relación libre y gratuita de amor con Dios, que tiene lugar dentro de una historia. 67. Debido a la insistencia en la libertad como condición de la respuesta del hombre a la iniciativa del amor de Dios, el cristianismo ha contribuido de manera determinante a que la noción de persona tenga el papel que le corresponde en el discurso filosófico, de un modo tal que su influjo ha sido decisivo en las enseñanzas éticas. Además, la investigación teológica del misterio cristiano ha contribuido a profundizar significativamente en el tema filosófico de la persona. Por una parte, la noción de persona sirve para designar en su distinción al Padre, al Hijo y al Espíritu Santo en el misterio infinito de la única naturaleza divina. Por otra parte, la persona es el punto donde, respetando la distinción y la distancia entre las dos naturalezas, divina y humana, se establece la unidad ontológica del Hombre-Dios, Jesucristo. En la tradición teológica cristiana la persona presenta dos aspectos complementarios. Por una parte, según la definición de Boecio, retomada por la teología escolástica, la persona es una «sustancia (subsistente) individual de naturaleza racional»[67]. Remite a la unicidad de un sujeto ontológico que, siendo de naturaleza espiritual, goza de una dignidad y autonomía que se manifiesta en la conciencia de sí y en el dominio libre de su actuar. Por otra parte, la persona se manifiesta en su capacidad de entrar en relación: despliega su acción en el orden de la intersubjetividad y de la comunión en el amor.
  • 33. 68. La persona no se opone a la naturaleza. Por el contrario, naturaleza y persona son dos nociones que se complementan. Por una parte, toda persona humana es una realización única de la naturaleza humana entendida en sentido metafísico. Por otra parte, la persona humana, en las elecciones libres mediante las que responde en concreto, aquí y ahora, a su vocación única y trascendente, asume las orientaciones que vienen dadas por la naturaleza. La naturaleza pone las condiciones de ejercicio de la libertad e indica una orientación para las elecciones que debe efectuar la persona. Al escrutar la inteligibilidad de su naturaleza, la persona descubre así los caminos de su realización. 3.3. La naturaleza, el hombre y Dios: de la armonía al conflicto 69. El concepto de ley natural supone la idea de que la naturaleza es portadora de un mensaje ético para el hombre y constituye una norma moral implícita que la razón humana actualiza. La visión del mundo en la que se ha desarrollado esta enseñanza de la ley natural y todavía hoy encuentra su sentido, implica la convicción racional de que existe una armonía entre estas tres instancias: Dios, el hombre y la naturaleza. Según esta perspectiva, el mundo es percibido como un todo inteligible, unificado por la común referencia de los entes que la componen a un principio divino que la fundamenta, a un Logos. Más allá del Logosimpersonal e inmanente descubierto por el estoicismo y presupuesto por las modernas ciencias de la naturaleza, el cristianismo afirma que hay un Logos personal, trascendente y creador. «No son los elementos del cosmos, las leyes de la materia, lo que en definitiva gobierna el mundo y el hombre, sino que es un Dios personal quien gobierna las estrellas, es decir, el universo; la última instancia no son las leyes de la materia y de la evolución, sino la razón, la voluntad, el amor: una Persona»[68]. El Logos divino personal —Sabiduría y Palabra de Dios— no es solamente el Origen y el Modelo inteligible trascendente del universo, sino que es también el que lo mantiene en una unidad armoniosa y lo conduce hacia su fin[69]. Mediante los dinamismos que el Verbo creador ha inscrito en lo profundo de los entes, les orienta hacia su plena realización. Esta orientación dinámica no es otra cosa que el gobierno divino, que consiste en poner en práctica en el tiempo el plan de la Providencia, es decir, la ley eterna. 70. Cada criatura participa a su manera del Logos. El hombre, porque se define a sí mismo por la razón o logos, participa de ella de una manera eminente. En efecto, mediante su razón, es capaz de interiorizar libremente las intenciones divinas manifestadas en la naturaleza de las cosas. Las formula para sí en forma de una ley moral que inspira y orienta su propia acción. Bajo esta perspectiva, el hombre no es el otro respecto a la naturaleza. Por el contrario, establece con el cosmos un lazo de familiaridad fundado sobre una participación común en el Logos divino.
  • 34. 71. Por diversas razones históricas y culturales, que se remontan en particular a la evolución de las ideas en la baja Edad Media, esta visión del mundo ha perdido su predominio cultural. La naturaleza de las cosas ha dejado de ser ley para el hombre moderno. No es ya una referencia para la ética. En el plano metafísico la sustitución de la analogía del ser por la univocidad después del nominalismo ha minado los fundamentos de la doctrina de la creación corno participación en el Logos que da razón de una cierta unidad entre el hombre y la naturaleza. El universo nominalista de Guillermo de Ockham se reduce así a una yuxtaposición de realidades individuales sin profundidad, puesto que todo el universo real, es decir, todo principio de comunión entre los seres, es denunciado como una ilusión del lenguaje. En el plano antropológico, los desarrollos del voluntarismo y la correlativa exaltación de la subjetividad, definida por la libertad de indiferencia frente a toda inclinación natural, han cavado un foso entre el sujeto humano y la naturaleza. Además, algunos piensan que la libertad humana es esencialmente el poder hacer que no cuente nada lo que el hombre es por naturaleza. El sujeto debería entonces negar cualquier sentido a lo que no ha elegido personalmente y decidir por sí mismo lo que es ser hombre. El hombre se ha comprendido cada vez más como un «animal desnaturalizado», un ser antinatural que se afirma mejor cuanto más se opone a la naturaleza. La cultura, propia del hombre, se ha definido no como una humanización o transfiguración de la naturaleza por el espíritu, sino como una negación pura y simple de la naturaleza. El principal resultado de esta serie de evoluciones ha sido la ruptura de lo real en tres esferas separadas opuestas: la naturaleza, la subjetividad humana y Dios. 72. Con el eclipse de la metafísica del ser, la única capaz de fundamentar racionalmente la unidad diferenciada del espíritu y de la realidad material, y con el crecimiento del voluntarismo, el reino del espíritu ha sido opuesto radicalmente al reino de la naturaleza. La naturaleza ya no se considera como una manifestación del Logos, sino como «lo otro» respecto al espíritu. Se reduce al dominio de la corporeidad y de la estricta necesidad, y de una corporeidad sin profundidad puesto que el mundo de los cuerpos se ha identificado con lo entendido, ciertamente regido por leyes matemáticas, pero despojado de toda teleología o finalidad inmanente. La física cartesiana y después la física newtoniana han difundido esta imagen de una materia inerte, que obedece pasivamente a las leyes del determinismo universal que le impone el Espíritu divino y que la razón humana puede conocer y dominar perfectamente[70]. Solo el hombre puede introducir un sentido y un proyecto en esta masa amorfa y carente de significado que manipula para sus propios fines mediante la técnica. La naturaleza deja de ser maestra de vida y de sabiduría para convertirse en el lugar donde se afirma la potencia prometeica del hombre. Esta visión parece
  • 35. valorar la libertad humana, pero, de hecho, al oponer libertad y naturaleza, priva a la libertad humana de toda norma objetiva para su conducta. Conduce a una idea de creación humana de valores completamente arbitraria, y al puro y simple nihilismo. 73. En este contexto donde la naturaleza no encierra ninguna racionalidad teleológica inmanente y parece haber perdido toda afinidad o parentesco con el mundo del espíritu, el paso del conocimiento de las estructuras del ser al deber moral que parece que debería derivar de ahí se convierte en algo efectivamente imposible y es objeto de la crítica como «sofisma» o paralogismo naturalista (naturalistic fallacy) denunciada por David Hume y después por George Edward Moore en sus Pincipia Ethica (1903). El bien, en efecto, queda desconectado del ser y de lo verdadero. La ética queda separada de la metafísica. 74. La evolución de la comprensión del hombre respecto a la naturaleza se traduce también en el resurgimiento de un dualismo antropológico radical que opone el espíritu al cuerpo, puesto que el cuerpo es en cierto modo la «naturaleza» en cada uno de nosotros[71]. Este dualismo se manifiesta en el rechazo a reconocer algún significado humano y ético a las inclinaciones naturales que preceden las elecciones de la razón individual. El cuerpo, realidad considerada extraña a la subjetividad, se convierte en un puro «tener», un objeto manipulado por la técnica en función de los intereses de la subjetividad individual[72]. 75. Además, por la aparición de una concepción metafísica donde la acción humana y la acción divina entran en concurrencia porque están pensadas de manera unívoca y situadas erróneamente en el mismo plano, la afirmación legítima de la autonomía del sujeto humano conlleva que Dios sea expulsado de la esfera de la subjetividad humana. Toda referencia a una normatividad procedente de Dios o de la naturaleza como expresión de la sabiduría de Dios, es decir, toda «heteronomía» es percibida como una amenaza para la autonomía del sujeto. La noción de ley natural aparece entonces como algo incompatible con la auténtica dignidad del sujeto. 3.4. Caminos para una reconciliación 76. Para devolver todo su sentido y toda su fuerza a la noción de ley natural como fundamento de una ética universal, es importante promover una mirada de sabiduría de orden propiamente metafísico, capaz de abarcar simultáneamente a Dios, al cosmos y a la persona humana para reconciliarles en la unidad analógica del ser, gracias a la idea de creación entendida como participación.