1. Una Vida, una ausencia
No he vuelto a ver a Jesús Hilario Pamplona Jaramillo. Casi desde el día en que jugábamos juntos
en Puerto Candela. Se hizo adulto antes que yo. Había prometido buscar ilusiones en otra parte.
Todavía lo recuerdo con su boina de color azul que siempre lo acompañaba. . Fuimos” uña y
mugre”, como decía mamá Dioselina. Un hogar como el mío. Afugias que parecían ser perennes.
Estudiamos la básica primaria en la escuelita mariana. Una juntura de principios contrarios.
Mientras que profesores y profesoras, no paraban de establecer como norma, el novenario a la
virgen María y a los doce apóstoles; él yo disfrutábamos de la herejía impartida desde nuestros
hogares. Éramos libertarios absolutos. En esto siempre fue un problema nuestras relaciones con los
demás. No era, como ahora, escuelas mixtas. Varones de un lado y mujeres del otro lado.
El papá de Jesús, don Marcolino, había militado en diferentes grupos revolucionarios. Lo mataron
en medio de una balacera, auspiciada por los gendarmes, cuando realizaban una protesta en contra
del gobierno del alcalde (le decían “el doctor Valenciano”. Un personaje ignorante, machista y
regente del divino niño. Un tipo de organización similar a “Tradición, Familia y Propiedad”. Valga
decir que sus miembros servían de cargueros en las procesiones de semana santa. Y rendían culto
a la tradición que suponía reivindicar la santa misa en latín. Provocaban odio absoluto a los
luteranos y calvinistas.
Don Marcolino era fiel a los principios políticos que venían desde su tatarabuelo, Josías. A él le
correspondió confrontar a toda la pléyade de terratenientes que orientaban el quehacer ideológico
y político de la Colombia de 1860. Además, enfrentó a toda la cúpula conservadora de 1886,
incluyendo a Núñez, al cual consideraba sucesor de la tradición política. Ya, en su ancianidad,
Josías le correspondió vivir la nefasta confrontación denominada coloquialmente, como Guerra de
Los Mil días. Alcanzó a conocer a Rafael Uribe. Uribe. Desde su refugio, Josías adoctrinaba a
vecinos y vecinas, en la perspectiva de reformas liberales, cercanas a los movimientos socialistas
europeos.
Mi padre, Honorio Valbuena, lo conoció en medio de ese trajín arriesgado, por lo herético. Cuando
llegaron a Medellín, lograron establecerse en el barriecito amado, que llamaban “Gerona-Loreto”:
Allá en lado oriental. Los dos eran albañiles y fueron construyeron sus casas, trabajando sábados y
domingos, con la participación nuestra.
Lo de la escuela mariana, se tornó invivible. Como tósigo constante, nos hacían sufrir lo que
llamaban el “castigo de “Judas Iscariote”. Era una opción extrema. Con flagelación incluida. Hasta
que logramos terminar así el quinto de primaria. Y fue otro cuento. No volvimos a ser
matriculados. El colegio “el Divino Redentor”, era gobernado por la misma impronta tradicional
religiosa. A partir de ahí, empezamos un recorrido que nos llevaría a ser dueños de las calles. Por lo
demás, ayudábamos a nuestros papás en su rutina de albañilería. Desde el punto de vista de la
subsistencia, había días de absoluta hambruna. Sucedía cuando ellos no eran contratados, por
Cástulo Rúa, el oficial mayor y que era el mandamás en esto del oficio de albañilería.
Cuando se marchó Jesús, a los quince años cumplidos, quedé solo en eso de la reivindicación de la
calle como territorio libre. Los picaditos de fútbol, entre habitantes de las cuadras (la 36, la 40, la
18,). La soledad empezó a humillarme. Sentía un vacío absoluto en lo que yo llamo “alma herética”.
Don Marcolino y mi papá, empezaron a desfallecer. En eso que dicen que “la vejez no viene sola”.
Una crisis económica que obligó a nuestras mamás a ofrecerse para el trabajo en casa de familias,
que llamábamos pudientes. Una jornada casi de doce horas. Pero, también, tenían que atender el
2. oficio doméstico de nuestras familias. Porque, a pesar de sus ideas revolucionarias, nuestros papás
no entendía nada de la equidad de género..
Transcurrido el tiempo, a veces presuroso. En otras, lento y despiadado, empecé a crecer en eso
de “ser guapo para enfrentar el presente y el futuro”, conocí a Susana. Una belleza de niña. Vivía
con su familia en el barrio “El Camellón”, muy cerca mi casa. Muy estudiosa. Había llegado hasta el
quinto de primaria, cosa extraña en una sociedad machista. Su mamá Torcoroma, había enviudado
cuando ella (Susana) cumplió los quince años. Sobra decir que quedaron, ella y su mamá en lo que
llamaban “inopia”. Traducía algo así como miseria infame. Por un tiempo. Ella y su mamá, vivían de
lo que sus vecinas y vecinos les otorgaban. Cuando cumplió los dieciséis años. Susana consiguió
empleo en Textiles Pepalfa, una empresa que recién empezaba. Le asignaban turnos hasta de diez
horas. A más de la rotación de horarios. Ella lo que más le cansaba eran los turnos en la noche.
Vino a mí, un domingo de agosto. Estaba con mamá Torcoroma en el parquecito aledaño a la
iglesia “El Calvario”, situada a casi cincuenta cuadras. Tal parece que le gusté desde el primer
momento. Le dije, en nuestro segundo encuentro: “Susanita me gustas”. A partir de ahí,
conversábamos todos los domingos. Su mamá Torcoroma, nos vigilaba, sentada en una de las
bancas del parque.
Yo empecé a dar tumbos, desde la ausencia de Jesús. Lo recordaba a cada rato. Sabía dónde
estaba, por voz de su mamá y don Marcolino. Había conseguido empleo en una empresa de
mudanzas. Por fin se estableció, de fijo, en una barriecito parecido al nuestro, en la ciudad de
Montería. Les enviaba a papá y mamá, algún dinerito, que lograba ahorrar.
Con “Susanita” a mi lado, logré ingresar a un colegio que impartía el bachillerato en las horas de la
noche. En el día trabajaba con don Aurelio Manjarrez, un señor que conoció a mi madre, cuando
ella realizaba el oficio doméstico en su casa. Aprendí la profesión de tapicero. Es decir, arreglar el
interior de los vehículos. Logré sostener a mi familia.
Murió papá, en un día aciago. Yo lo viví así, porque era para mí referente de vida y de
compromiso. Después, todo fue un vértigo. Con mamá, era recordación de ese hombre digno de
ser valorado como sujeto de solidaridad y de ternura.
Cuando Susanita cumplió 18 años, nos casamos. Yo había terminado el bachillerato. Logré un
empleo como operario en “Textiles Fabricato”. También, como a Susanita, me rotaban los turnos.
Pero, el hecho de ser bachiller, me dio la posibilidad de ascender en la escala de denominaciones.
Llegué a ser “supervisor”, lo que me otorgaba más posibilidades. Además de buen salario.
Susanita vivió su embarazo, casi de inmediato de nuestra boda. Mamá Torcoroma la atendió en el
tiempo de gestación hasta el nacimiento de Julián, nuestro hijo.
Recuerdo que, en mayo 1 de 1956, nos visitó Jesús. Ya era un hombre maduro, crecido. Cualquier
día, mientras conversábamos en casa, llegaron unos sujetos. Cuando les abrí la puerta, entraron
de manera violenta. Se llevaron a Jesús. Nunca más supe de él. Andando el tiempo, llegó nuestro
segundo hijo. Le pusimos de nombre Jesús Hilario, en recuerdo de nuestro amigo.