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La cautiva liberada
Andando el tiempo, entonces, recordé lo que fui en próximo pasado. Y me volví a contar a mí
mismo. Con palabras de los dos. Aquellas que construíamos, viviendo la vida viva
Es como todo lo circunstancial. Cuando regresas ya se ha ido. Y lo persigues. Le das alcance. Y lo
interrogas. Al final te das cuenta que fue solo eso. Por eso es que te defino, a ti, de manera
diferente. Como lo trascendente. Como lo que siempre, estando ahí, es lo mismo. Pero, al mismo
tiempo, es algo diferente. Más humano cada día. Una renovación contínua. Pero no como simple
contravía a la repetición. Más bien porque cuenta con lo que somos, como referente. Y, entonces,
se redefine y se expresa, En el día a día. Pero, también, en lo tendencial que se infiere. Como
perspectiva a futuro. Pero de futuro cierto. Pero, no por cierto, predecible. Más bien como insumo
mágico. Pero sin ser magia en sí. No embolatando la vida. Ni portándola, en el cajón de doble
tejido y doble fondo. Por el contrario, rehaciéndola, cuando sentimos que declina. O, cuando la
vemos desvertebrada.
Siendo, como eres entonces, no ha lugar a regresar a cada rato. Porque, si así lo hiciéramos, sería
vivir con la memoria encajonada. En el pasado. Memoria de lo que no entendimos. Memoria de lo
que es prerrequisito. Siendo, por lo mismo, memoria no ávida de recordarse a sí misma. Por
temor, tal vez, a encontrar la fisura que no advertimos. Y, hallándola, reivindicarla como promesa a
no reconocerla. Como eso que, en veces, llamamos estoicismo burdo.
Y, ahí en esa piel de laberinto formal, anclaríamos. Sin cambiarla. Sin deshacernos de lo que ya
vivimos sin verlo. Por lo mismo que somos una cosa hoy. Y otra, diferente, mañana. Pero en el
mismo cuento de ser tejido que no repite trenza. Que no repite aguja. Que se extiende a infinita
textura. Perdurando lo necesario. Muriendo cuando es propio. Renaciendo ahí, en el mismo, pero
distinto entorno.
Quien lo creyera, pues. Quién lo diría, sin oírse. Quien eres tú. Y quien soy yo. Sino esa secuencia
efímera y perenne. De corto vuelo y de alzada con las alas, todas, desplegadas. Como cóndores
milenarios. Sucesivos eventos diversos. Sin repetir, siquiera, sueños; en lo que estos tienen de
magnetismo biológico. Que ha atrapado y atrapa lo que se creía perdido. Volviéndolo escenario de
la duermevela enquistada.
Y, sigo diciéndolo así ahora, todo lo pasado ha pasado. Todo lo que viene vendrá. Y todo lo tuyo
estará ahí. En lo pasado, pasado. En lo que viene y vendrá. En lo que se volverá afán; mas no
necesidad formal. Más bien, inminente presagio que será así sin serlo como simple simpleza sí
misma. Ni como mera luz refleja. Siendo necesaria, más no obvia entrega.
Y siendo, como en verdad es, sin sentido de rutina. Ni nobiliario momento. Ni, mucho menos, infeliz
recuerdo de lo mal pasado, como cosa mal habida; sino como encina de latente calor como
blindaje. Para que hoy y siempre, lo que es espíritu vivo, es decir, lo tuyo; permanezca. Siendo hoy,
no mañana. Siendo mañana, por haber sido hoy...y, así, hasta que yo sucumba. Pero, por lo tanto,
hasta que tú perdures. Siendo siempre hoy. Siendo, siempre mañana. Todo vivido. Todo por vivir.
Todo por morir y volver a nacer. En mí, no sé. Pero, de seguro sí, en ti como luciérnaga adherida a
la vida. Iluminándola en lo que esto es posible. Es decir, en lo que tiene que ser. Sin ser, por esto
mismo, volver atrás por el mismo camino. Como si ya no lo hubieras andado. Como si ya no lo
hubieras conocido. Con sus coordenadas precisas. Como vivencias que fueron. Y hoy no son. Y que,
habiendo sido hoy, no lo será mañana.
Y es ahí en donde quedo. Como en remolino envolvente. Porque no sé si decirte que, al morir por
verte, estoy en el énfasis no permitido, si siempre he querido no verte atada, subsumida; repetida.
Como quien le llora a la noche por lo negra que es. Y no como quien ríe en la noche, por todo lo
que es. Incluido su color. Incluido sus brillosos puntos titilantes. Como mensajes que vienen del
universo ignoto. Por allá perdido. O, por lo menos, no percibido aquí; ni por ti ni por mí.
Y sí que, entonces, siendo yo como lo que soy; advierto en tí lo que serás como guía de quienes
vendrán no sé qué día. Pero si sé que lo harán, buscando tu faro. Aquí y allá. En el universo lejano.
O en el entorno que amamos.
l paso
Creo recordar esta plaza. Como cuando uno la mira y cree haber estado aquí antes. Tal vez será
porque estas bancas tienen gente sentada, muy parecida a otras gentes. O será porque esa iglesia
que miro “Cristo Reina, Cristo Impera”; se me asemeja a otras. Con la diferencia puesta en esa
caída vertical, como pared un tanto fatua. Con esos dos íconos-torres terminados a la fuerza.
Y esos caballos que pasan. Mulas que trote y trote cansino. Como mulas que han acumulado tantas
enjalmas y tantas monturas. Que han transitado tantos caminos, en pendiente que te muestra el
bajo fondo. Con el surco adormecido. De lo que pudo haber sido hilo de agua antes. Pero que ya
no se nota. O nunca fue. Y, desde esa esquina, miro al fondo el Cauca que baja, buscando el
Occidente. Con la mira puesta es Sopetrán y Santa Fe de Antioquia. Y, antes, distante Liborina
exhibiendo frutales inmensos.
Y, esta gente de a pie. Aquí y allá. Con ese universo de móviles celulares. Llamada tras llamada.
Como una veintena por minuto. Y me pongo a imaginar que dirán tantas voces. Qué palabras
verterán. Diciendo “la vuelta está hecha”; “no vino el patrón”; “ya casi terminado de comprar la
papita”; “el bus de las y media ya salió”; “Los de Fredonia se perdieron”; “De Versalles no salieron
ayer nada, Hortensia y los muchachos”; “amor, papito, no sea así. Mire que yo si lo quiero”;
“tráigale los vestiditos a las niñas”; “Dígale a Mauricio que lo espero. Él sabe dónde”.
Y miro tantas motos cruzando. Cada una con alguien y sus historias. Y tanta chivita pequeña. Con
tantos bultos. Algunos sin amarrar. Cajas de mangos por ahí, en las esquinas. Y los almacenes
repletos. Tanto insumo. Y para tanta cosa. Caficultores que regatean. Y que, en vísperas de
elecciones, piensan en su vecino amigo. El del Comité anterior. Que no lo dejo nada contento. Pero,
para que decirle ahora. Ya lo pasado pasó. Miremos, más bien, quien puede quedar. Y que sirva.
Y tanto novelero suelto. Tantas tiendas cerveceras. Tantos cuentos que van y vienen. Tanto amigo
o amiga. Todos esos niños. Y todas esas niñas. Los colegios ahí. Y salen unos y entran otros. Y, en
sus ojos, la ilusión. Por lo que comienzan ahora. Por lo que serán después. Y esas campanas al
vuelo. Siendo lunes, o miércoles; o viernes…cualquier día. Anunciando eucaristías. O solemnidad
religiosa en las despedidas. De los cuerpos que ya no son vida.
Y transito esta calle y la otra. En veces como que se me pierden las nomenclaturas. No he podido
entender. Calle Córdoba. Carrera Bolívar. Calle Bolívar…y se repiten, como si nada. Y el tempo,
como en toda parte, no da espera. El o la que llegó, bien. Y si no, que le vamos a hacer. Tiempo
que se agota. Hora 13; hora 15; hora 18. Y así, hasta las veinticuatro.
Y estas mujeres. Tantas y tan jóvenes. Bien bonitas, casi todas. Pero como en velocidad constante.
O ahí, esperando. Y las escolares riendo y entornando ojos; ante su latente galán. Tantas mujeres
que cruzan. Casi tres por cada un varón. Y, las miro. Y no preciso de donde vienen. Si de “La
Pintada”; o de “La Úrsula”. O han estado aquí, en el entorno cercano.
Tanta palabra que sigue volando. Casi que las veo entre nubes. Con su significado. Prístino. O
enjuto, casi verdulero. Casi en la diatriba. O en el encanto de voz que dice amar. Y, de seguro, que
si aman. Tanta palabra engarzada. Metida ahí en su origen. Tanta conjugación posible. Verbos “Ir”;
“Ser”; “Amar”; “Odiar”; “Servir”; “Vender”…todos en su momento y en su sujeto que lo hace real y
efectivo. En el mensaje.
Y tantos niños. Y tantas niñas. Con sus afugias que palpo. Con sus alegrías que siento. Con sus
miradas que miro. Y tantos abuelos, como yo. Tantas abuelas. Con sus sentimientos aquí vertidos,
desde siempre. Tal vez desde antes de ser lo que es hoy esta tierra. Cuántas historias
Pasarán, por ahí. Por esa vía que viene desde Pasto; desde Popayán; desde Cali;…Yo, también
pasé un buen día. Hace mucho ya. Para Bogotá; cuando aún no era lo que hoy soy. Y, desde allá
abajo. Más allá de Itagüí, hacia el centro de Medellín; de niño escuchaba “Ya cruzamos Alto de
Minas; vamos rumbo a Medellín, con El Príncipe Estudiante, Hernán Medina Calderón…”
Y, vuelvo y digo, no sé si estos abuelos y estas abuelas recordarán esos días. O estaban tan
embadurnados de trabajo áspero; que no les daba el tempo para dedicárselo a eso. O será que,
ellos y ellas tuvieron hijos obreros en Cementos Cairo. Con esos silencios cómplices que se tejieron.
Ante los vejámenes. O será que escucharon decir de los de Amagà. Mucho más de lo que ahora
pasa. Con mineros en socavones, asfixiados.
Y, aquí; ahora estoy viendo en el día a día. Tratando de adaptar mi trajín. Mi memoria. Mi historia.
Tratando de trasmitir algo con mi mirada. Porque, todavía, no he ensayado las palabras.
El erizado cabello estaba ahí. En cabeza de ella; la que solo conocí en ciernes. Como al relámpago
no sutil. Por lo mismo que como afanoso convocante. Siendo, como es en verdad, una especie de
alondra pasajera y mensajera. Se me parece al verdor de los bosques que crecen en silencio. Sin
sentir unos ojos ensimismados por su pureza; siempre presente. Creciendo en lentitud. Pero,
siempre, en ebullición de células, en trabajo constante. Haciendo real lo que potencial al sembrarlos
era.
En verdad no la había visto pasar nunca. Como si la urdimbre de la vida en ella, no fuera más que
simple expresión de fugaz cantinela. Abarcando circunstancias y momentos. En sentimientos
explayada. Como momentos de transitorio paso. Por cada lugar, muchas veces umbríos. Como
simple pasar de largo. Sintiendo lo que está; como si no estuviera.
Y así fue siempre. Cada ícono suyo, más velado que el anterior. Como Medusa incorpórea. Solo
latente. Sin Prometeo ahí. Vigilante. Hacedor del hombre. Acurrucado en esa veta grisácea.
Tejiendo el lodo. Amasándolo. Hasta lograr cuerpo preciso. Y, soplado por Hera, vivo aparece. En
los mares primero. Tierra adentro después. Locuaz a más no poder. Por lo mismo que el jocoso
Hermes robó el tesoro vacuno de Apolo. Y lo paseó en praderas voluntarias. Que ofrecieron sus
tejidos en hojas convertidos.
En esto estaba mi pensamiento ahora. Cuando vi surgir el agua. Desde ahí. Desde ese sitio en
cautiverio. Y la vi correr hacia abajo. Rauda. Persistente. Siendo, en esto mismo, niña ahora. Y va
pasando de piedra en piedra hasta hacerse agua adulta. En ríos inmortales. Y la Afrodita coqueta,
mirándola no más. Tomándola en sus manos después. Besándola triunfal. Haciéndola límpida a más
no poder. Y juntas. Agua y Diosa, recibiendo el yo navegante. Inmerso en ellas. Con la mirada
puesta en el Océano más lejano. El de Jonios. O el de Ulises. Desafiando a Poseidón. El Dios agrio
e insensible. El mismo que robó tierra a la Diosa cercana al Padre Mayor. Y que fue conminado a
devolverla. Y que, por esto, secó todos los ríos y lagunas. Solo el nuestro permaneció. Por estar
ella presente.
Al hacerse noche de obscuridad afanada. Vimos una luz alada. Cruzando el aire de neutralidad
dispuesto y de fuerza creciente. Y bajó esa luz. Prendida en una rama. Con sus alas apagadas. Ya
no luciérnaga veloz. Más bien postura de bujía con tonalidades diversas. Y nos dijo, al vuelo, que
guiaría nuestra fuga. Hasta encontrar la flecha que mataría al Dios de Mares insolente y perverso. Y
que, allí, no más llegásemos, plantaría surtidores de agua dulce. Y separaría estos de la pesada sal
de los mares. Dándonos la clave para revivir lo que había sido muerto. Y que era, entonces,
nuestro tutor y conversador en lúdica creciente.
Cuando se fue ella, volvió la luz; aun siendo noche. Río abajo fuimos. Encontrando caminos de
disímil figura. Escarpados unos. Tersos, lisos, otros. Y, en cada uno, sembramos ternura. Llegando
a ellos, vimos llegar las creaturas prometeicas. Y llegó Perseo. Engalanado. Como sabio tendencial
Como creyéndose ya, Dios de plena corporeidad. Superior al Padre Mayor. Por encima del Olimpo
enhiesto.
Y, allí mismo, surgieron los apareamientos. Ninfas con Titanes. Vírgenes no puras, con los hijos
espurios de Cronos. Pasó, también, el Jehová de los Judíos. Con vuelo rasante y tardío. En busca
del Moisés hablado y trajinado; en desierto consumido. Y vimos al Adán insaciado: Buscando el
sexo de su Eva no encontrada. También pasaron los hijos de Hades. Buscando abrigo temporal. Y
volvieron las lluvias. Presagio de la muerte del Dios de los mares salados.
Una vez llegamos a Creta, nos dispusimos a organizar las Jornadas Olímpicas. A viva voz y vivo
puño. De gladiadores dotados de los frutos que da la paz. Y vinieron las trompetas. Desde Delfos.
Pasaron los Argonautas Homéricos. Vino el potente Ulises, desafiando la gravedad sin saber que
era ella. Soplaron los vientos mandados desde el Olimpo. Júpiter henchido de fuego.
Dios retador latino ante el Dios Griego Zeus. Las carrozas dispuestas. Las coronas también, para
quienes deberían se coronados, siendo triunfantes.
Así pasaron, por mi recuerdo, las cosas que viví en antes. Bajo este cielo, ahora, me siento tan solo
como la pareja que se quedó del Arca del transportador Noé. Una soledad asfixiante. Persuasiva en
lo que tiene de válido la resignación. Estando aquí, ahora, se quiebra mi pasión
por verla de nuevo. A la Diosa incitante que cautivó mi ser. Tanto que ya no respiro tranquilo.
Viéndola en remisión a su Cielo. Y, volviéndola a ver, aguas abajo. Como cuando conquistamos el
Paraíso. Como cuando nos hicimos inmortales pasajeros del vuelo y de la vida. Recurrente es, pues,
mi silencio, adrede, por lo más. Estando así, recuerdo a la Eva convocante. Y veo su cuerpo de
tersura infinita. Y la poseo antes que su Adán regrese del exilio. Y, de su preñez, nacieron dos
réplicas de Tetis y de Vulcano. Creciendo, a la par, se fueron difuminando en el amplio espectro.
Llegando Adán, palpó el vientre de su Eva. Y supo que allí había anidado alguien y había dejado su
semilla. Y la violentó con bravura inmensa. Lo maté yo. Así en veloz disparo de flecha.
Ahora estoy en reposo obligado. Ya no está conmigo la fuerza que me había sido cedida por
Sansón. Ya no experimento ninguna incitación. Como antes, cuando mi visión volaba en busca de la
desnudez de las mujeres todas. Como en represalia por haber perdido para siempre a la Diosa
Pura. Aquella con la cual navegué. Y que, su sexo, inauguré. Habiendo frotado antes, en mí, la
sangre de los genitales cortados por Cronos a su padre. Y, todavía, escucho su voz diciéndome: has
sembrado en mí. Mañana no me verás más. Pariré al lado de mi padre. Y lanzaré al fuego eterno lo
que de ti pueda algún día nacer.
No la volveré a ver más. Es, por lo mismo, que moriré; como lo hizo, en cercano pasado, Cleopatra.
Una cobra hincará sus colmillos en mi cuerpo. Y mi espíritu volará al infinito. A purgar mis penas, al
lado de los dioses despojados de atributos. Expulsados del Olimpo Sagrado; por haber agraviado al
Padre Zeus. O al Dios Júpiter llegado.
Déjalos y déjalas hablar contigo viejo mar
Mar de ayer. Que no el de hoy. Sujeto triste. Llave de agua, que creíamos perenne. ¿Qué te hemos
hecho, viejo vigía de las creaturas todas que en ti nacieron. Hoy, están como tú. Diezmadas en
enésima potencia. Dime qué siente y que sienten. Qué sintieron antes. Los pasados, pasados vivos
y que perdieron su ruta evolutiva, por las ansias desbordadas. De viajantes milenarios. De
vituperarios en ciernes siempre. Te mando a decir con el viento, llave de lluvia, que aquí, en el hoy.
Están los únicos sujetos vivos en quienes pueden confiar. Niños y niñas veloces en decantar las
voces. Las palabras. Las de ayer y las de hoy. No sabemos si las de mañana. Todo depende, viejo
loco intrépido. Depende de ti mismo. En tu ir y venir. Depende de tu itinerario. Llave de lluvia. Viejo
y perplejo mar. Por lo que te hemos hecho. ¡Anda!. Habla con ellos y con ellas. A ver qué te dicen.
Tal vez que también han sido vejados y vejadas. En el día y noche truculentos. Han andado
caminos al dolor expuestos. Han subsumido lo suyo. Como equívoco navegante. Han dejado atrás
sus territorios que sintieron su primer llanto. Pero también el primer susurro en voz. De las mujeres
madres todas. Diles algo, llave de lluvia. Háblales de tus pactos con el viento. Y con esa fuerza
potente latente entre nubes. Fuerza desbordada. Luz y sonido en estrecho abrazo.
Esto de hablar con infantes es bien difícil. Porque a socaire. Voces en una locución de idéntica
tersura. De inspiración primigenia. De vuelo señor. En aires avallasante. De vuelo que cruje. Que se
enternece cuando, como águila, te localiza. Allá. En lo tuyo. En lo que sabes y has sabido hacer
siempre. En esa estremecedora voz de fuerza contra las peñas acantilados. Subidas en sí mismas,
para verte y sentirte bramar. Como millones de toros condensados en un solo. Vamos, viejo
intrépido. Habla con ellos y ellas. No te quedes como mudo sonsonete. Por lo triste. Tal vez. Pero
puede que en ellas y ellos encuentres el rumbo que parece perdido. Son (ellos, ellas), viajantes
empedernidos. Sacrílegos en el mundo de los señores. De los imperios que devastan. Que han
maltratado tu cuerpo de agua vasta. Casi infinita.
Déjalos hablar. Puede ser que te digan, en palabras, lo que tú y el viento han hecho lenguaje
sonoro por milenios. Ya sé que has visitado todos los lugares. Que has estado con tus amigos, los
glaciares. Sé que has llevado y has traído todos los barcos posibles. Qué te han penetrado los
submarinos. Que te han engañado, algunos. Porque han sido a la guerra lo que las tramas
celulares, han sido a la vida. Es misma que siempre llevas en tu vientre. Y que se han esparcido en
el infinito envolvente.
Déjalos y déjalas que, a viva voz, te digan en sus palabras; lo que tal vez ya tú conoces a través de
las heridas que han hecho en tì, melancolía. Cuéntales lo mucho que conoces. Del mil de millones
de historias. Cuéntales que conoces la química del universo. Que, como llave de lluvia, has
prodigado vida. En todos los entornos. En todos los lugares. Aunque, algunos y algunas no te
conozcan en tu vigor físico. Ni de tu pasado violento. Cuando irrumpías contra natura en formación.
Hasta es posible que te inciten a vivir viviendo la vida tuya de otra manera. Como la de ellos y
ellas, vástagos de futuro. Tal vez no de la iridiscencia de esa bravía hecha espuma punzante. Pero
si de esa ternura primigenia. Como si fuera lectura en mapa genético. Tal vez de la anchura
extendida.. Cercana a la de alfa tendiendo al infinito. Pero si para que te cuenten de las palabras
voces de sus madres en cuna. Y las de sus palabras en esa acezante motivación para el crecer
alegre y creativo.
En fin de cuentas. Déjalos, viejo mar, que estén contigo. Para que no estés triste, llave de lluvias.
Déjalos ser como ellos quieren que tú seas, yo te lo digo.
Palas Atenea
Sucedió como casi siempre suceden las cosas, cuando son nuestras. Estando ahí, situado en la
esquina tercera del barrio; una joven mató a su amiga. Aparentemente en juego guerrero de
recordación perdida. De mi parte, solo un vahído absoluto. Como cuando uno siente que en ese
dolor se le va el alma. Un cuadro impresionante. La joven agresora, muchacha bien dotada de
cuerpo. Con rasgos de cara un tanto masculinos. Con ojazos negros, penetrantes. De esos que se
involucran con uno y lo traspasan. La agredida, ahí en el piso. Pero todavía con ojos verdes
abiertos. Labios gruesos, provocantes. Cuerpo de una delgadez envidiable. Piel color canela, lisa,
embriagante.
Y pasó que, se hizo aglomeración inmediata. Cada quien tratando de esculcar cualquier versión.
Que fue a propósito. Que las habían visto discutir el día anterior. Que la muerta era amante de la
que le dio muerte. Que no hubo tal juego. Que el puñal entró con fuerza inusitada. Que las vieron
pasar de las manos cogidas. Que la de la piel café no era del barrio. Que…
Por lo mío, no tuve dudas. En verdad un juego de libre interpretación. Como luchadoras cuerpo a
cuerpo. Un brilloso metal hecho arma ligera. Ahí en el piso. Ganaba quien lo cogiera primero e
hiciera un giro de cuerpo en su propio eje. Y atacara con la fuerza de su brazo derecho. Y,
simplemente, se le fue la mano a la primera que cogió el metal.
Lo digo, porque ya lo había visto. En ese sueño de mitad de noche, anterior una vez lo soñé y
comenzó el no poder dormir; viajé en el tiempo. Y localicé las hendiduras de la ciudad profana. Y,
allí, estaban ellas. En otro tiempo. Con sus telas trasparentes, actuando como envolturas. Y sus
cuerpos al desnudo, se exhibían en las transparencias. Y vi esos muslos sólidos, puestos en firme.
Guerreras ahí, en pleno coliseo temerariamente habilitado. Y estaban otras mujeres cuando empezó
el duelo. Y vi volar caballos alados adornados con estolas de flores. Y vinieron en veloz carrera,
como rayos enceguecedores, caballeros de alta estima. Dicho así por lo que vestían. Adornadas sus
cabezas con olivos en fuego.
A la otra noche. Noche antes del día en que en la esquina tercera del barrio; volví a ver el duelo. Ya
en la arena del coliseo. Y tribunas todas colmadas. Y llegaron otros en carrozas, haladas por
machos cabríos. Conté hasta cien de ellos. Y bajaron los señores. Y se instalaron en tribuna
especial. Con sus frentes en alto. Con gestos imperiales. Y localicé las aureolas que circulaban en
torno a su cabeza.
Esa misma noche, antes del día aquel, empezó el duelo en verdad. Y la de ojazos negros
penetrantes. Se abalanzó sobre la morena de muslos bien henchidos. Con ese cabello al viento. Y vi
el metal ahí, en la arena. Y entraron en el cuerpo a cuerpo. Brazos y piernas entrelazadas.
Fundidos al unísono. Con la música al aire. Siguiendo sus movimientos. Y cayeron en la arena. La
de negros ojos inhabilitó a la otra. Y cogió el metal, tratando de incorporarse para hacerse
vencedora, en ademán no previsto abrió el pecho de la vencida. Y su corazón al aire Fue.
Yo seguía ahí. Viendo el cuerpo endurecerse. Viendo esa piel hermosa languidecer. Tornándose en
opaco gris desierto. Viendo como sus ojos se iban apagando. Viendo ese cuerpo entero
provocante, languidecer al infinito. Ya frío. Ya sangre antes viscosa a torrentes, una resequedad
muda. Pétrea. Y seguía llegando gente. Inventando palabras para azorar a la vencedora. Y ella
puesta en pie. Con su mirada perdida. Como implorando perdón, no se sabe a quién. Y su vuelo de
cabello apuntando al infinito. En esa ráfaga de viento que, de pronto, llegó desde la nada.
Volví a la otra noche, antes de este día aciago. Ya, otra vez, el desvelo. Insomnio tardío. Volcado a
la arena del coliseo que seguía pleno. La arena teñida de rojo. Al lado de las dos. Y la del metal en
la mano, erguida. Sus ojos de tristeza absoluta, contínua. El cuerpo tirado ahí. Ya perdido. Ya sin el
brillo de la vida. Cabello que se tornó opaco. Ya no con el brillo de antes. Toda arropada en el velo
traslúcido. La desnudez abierta. Paso a paso fui recorriendo con mi mirada su hermosura. Y la sentí
como si fuera mía. Como si antes del duelo la hubiera poseído con delirio. Con ternura exacta, sin
la expresión dubitativa mía en otros quehaceres.
Ahí, en esa tercera esquina seguía yo. Como impávido testigo de lo que vi en la otra noche. Gente
inmediata. Un grupo asfixiante por lo tumultuoso. Ya llegaron los levanta cuerpos. Con sus guantes
finos. Pegados a la piel de sus manos. Y con la parsimonia acostumbrada. Abriendo los labios
gruesos, con pinzas plateadas. Cerrando los ojos de la que fue muerta en lance absurdo. Tocando
la herida del pecho. Agrietándola más. Y cubriendo todo el cuerpo con manta blanca. Ya no podía
ver yo, esa hermosura apretada en bajo vientre. Y metieron el cuerpo en bolsa negra. Y luego la
cerraron. Y desapareció, pues, el cuerpo entero. Y la vencedora dolorida. Con espasmos cada vez
más fuertes. Mirándolo todo en derredor. Auscultando. Como buscando un nombre para la
tragedia. Para ella y para la vencida.
Y, esa misma noche del antes de, vi a Zeus en la tribuna. Envejecido. Llorando también. Y su
séquito. Hermes, Afrodita, Aquiles, Hera. Todos y todas, lamentando la muerte. En la arena seguía,
con sus ojos agrandados, lamentando lo sucedido. Rogando la no tipificación de
preterintencionalidad. Buscando asidero en la belleza de la perdedora y en la suya propia. Con el
velo alzado al viento. Con la desnudez exaltada. Sus pechos inflamados, pero tristes también. Y
vinieron a caballo a levantar el cuerpo. Sin guantes. Espada al cinto. Lo alzaron sin dulzura. Lo
colocaron ahì, en el carruaje. Sin ceremonia. Casi sin respeto. Los vi alejarse con la rapidez de
corcel recién adiestrado para la guerra.
Ya es otra noche. Yo sigo ahì. En la esquina tercera de mi barrio. Ya ha pasado todo. Ya no hay
nadie. Solo ella. Aturdida. Me le acerqué. La abracé con mi cariño posible, henchido. Secándole las
lágrimas que ya hacían como laguna en el piso. Con oleadas vibrantes. De un azul celeste divino. Y
le acaricié su cabello. Se había vuelto blanco, casi níveo.
Sin saber cómo, ni porqué, se deshizo de mí. Volando se fue. Acompañada de nubes grises,
presagiando tormentas. Hasta que se perdió en el infinito cielo herrumbroso. Su última mirada fue
para mí. Diciéndome adiós
Esa misma noche volví al sueño y al desvelo. Ya no había nadie en el coliseo. La arena toda teñida
de rojo a borbotones. Ella ahí. Mirándome. Con el metal en la mano. Lo lanzó al aire. Y ella tras él.
Ascendió rauda. Detrás del envejecido Zeus. Con su mano, un adiós que todavía es latente en mí; a
pesar de haber pasado cuarenta noches, de sueño perdido. De desvelos perennes y por la noche
guarnecido.
Perdí el camino y perdí a Sara
He andado durante toda mi vida. Hoy, como en ese despertar de opciones, me encuentro en
tránsito hacia aquellos lugares que no he conocido. Voy, entonces, a definir para donde. Y veo
nada en perspectiva. Antes tenía un dominio pleno de mi ser y de las pulsiones adheridas. Y
decidía, en cualquier momento, el camino a seguir. Recuerdo, por ejemplo, cuando estuve en
Ciudad Perdida. Unos horizontes inmensos. Se perdía mi visión en esos espacios. Un tanto
lóbregos, es verdad. Pero convocantes. Yerba y árboles. Ríos y honduras. Preciosos. Pero, a la vez,
con ese toque de recuerdos. Ahí. En ellos. Hice lecturas. Como es la costumbre. Una morfología
vivaz. Un canto que transmitía sedimentaciones. Fijaciones tumultuosas, después que cesaron los
espasmos de la Madre Natura.
Y me dio por caminar y caminar. Por más de infinitos días. Entre esa espesura apretada. Se juntaba
la vegetación. Y veía nichos en los cuales estaban atrapados seres minúsculos. Como queriendo
libertad. Animales milenarios. Allí ensombrecidos. Como si hubiera procedido la asfixia. Como si sus
roles evolucionistas estuvieran centrados en ese no me acuerdo lo que me dijeron que podía ser,
en mil generaciones más. Y un aire levantisco. Arrasando sus quimeras. Desvirtuando el quehacer
en línea.
Cada que recuerdo a Ciudad Perdida, me vienes ganas de deshacerme a mí mismo. Tal vez, en
tratándose de lo vertiginoso del tiempo. En su ir y volver. Y yo, en plena lucidez, momentánea,
recabando sobre mi condición de sujeto actuante. Como noria. Yendo por ahí. Y la desazón
creciendo. Desvirtuándome en lo mío. Y en lo suyo de Natura que no reconoce códigos diferentes a
los ya previstos.. Y me detengo en el imaginario. Porque, de ser así, estaría vaticinando la verdad
de la creación reducida a los deseos de un Padre primero. O de una Madre Primera.
Hoy, insisto, estoy en el día y hora apropiado para desdecir caminos. Para no inventarlos. En fin,
para erosionar la memoria de lo andado antes. Y me repliego en mi uno mismo. Como si las otras
voces y los otros cuerpos, susurraran en contravía de lo que aspiro a ser. En esa soledad bravía.
Ahí condensada. Pero pugnando por desatar el yugo. Volviendo, ellos y ellas, a tratar de
enajenarme. A tratar de cortar de tajo mi pulsión vital.
Hoy, en esa redondez de cuerpos cercanos y lejanos. En ese vértigo de galaxias infinitas; doy por
doquier el recuerdo. Quisiera no tener la memoria de los mundos en formación. Estrepitosos. Para
asimilarla a lo que quiero ser. Uno más en la creencia de que todo fue creado. Con arreglo a
códigos `preestablecidos. Insisto: como dando a entender que he decidido dejar de ser lo
imaginario. Lo ilógico. Lo no plausible. Denegando el quehacer evolutivo. Asignando jerarquías
intensas y con memoria. Del fuego y del agua. De las plantas acezantes. De los seres vivos en
yunta. Insectos y complejos cuerpos hechos en devenir histórico. En lucha plena con su entorno.
Y volví donde la Sara mía. Y la encontré embelesada con el ritmo de la creación increada por ser
alguno. La veo, ahora, con brazos y piernas avanzando hacia el Sol. Después de haber visitado a
Mercurio y a Marte. A nuestra Tierra y a Saturno. Y me cuenta que fue más allá. Hasta el límite
propio de la vida incandescente y fría. Conoció los derroteros de otros mundos como el de ella y el
mío. Y le dije, escéptico, que yo creía ya en la gobernanza del universo. Que había dejado atrás la
perplejidad. Que la había cambiado por la rutina propia de la linealidad anunciada en los
Testamentos hechos otrora.
Y, mi Sara, me mira y no me cree. Como queriéndome decir con su mirada “que torpe eres
Samaniego mío. Qué inventos son esos. Si lo tuyo era lo mío. Y, lo de los dos, era la herejía
sublime. La imaginación desbordada. Deshaciendo verdades aciagas. Samaniego mío, lo tuyo es
una locura invertida. Ya no eres, conmigo, la locura creativa. De largo y alto vuelo. Como que te
has diluido en el pantano. En el foso de los creyentes que desconocen lo vibrante y violento que ha
sido el quehacer de Natura. Autónoma y perenne…”
Y me regresé a mí mismo. A este día en el que no quiero seguir caminando como antes los hacía.
Y me quité las alas. Y me abrigué con el manto de la creencia en el Padre y La Madre Primeros. Y
me metí, así, al mar de furia; que conmigo arrastró hasta dejar solo polvo sobre polvo con su sal. Y
vi la nada creciendo. Y no supe más de la Sara mía. Ni de lo mío pasado en pasado.
Recreando a Eros
Que la vida es una, no lo sé. Sé si, que tiene que ser vivida en el ahora presente. De futuro
incierto. Como si fuera no válido, para abrigarla. Y de pasado opulento, a veces, pero sin mirada
posible, en el ahora, vivido. Como si fuese, ella, profanadora en ímpetu. De la belleza ingrávida. O
de la tristeza necesaria. Fungiendo como ave arpía; que no se duele de ella. Pero que causa dolor
pasmoso, insólito; por lo mismo que siendo tal, se exhibe y vuela, pero no se pierde.
Por lo tanto, en vida esta, siento que se desparrama lo habido. Como si fuese etéreo patrimonio no
vigente. Como si, en larga esa vida, manifestara el dolor como primer recurso. Como atadura
infame. Como torcedura que atranca lo que pudiera discurrir como cosa pura. O, al menos, como
nervadura de alma, que la hace empinada y susurrante de ternura. Y, siendo así esa vida doliente,
se empecina en retrotraer lo que fue. Allá en el no recuerdo nunca. O como si estuviera atada a la
invariante locura de quienes no han sido y nunca fueron en sí, sí mismos. Tanto como sentir que
revolotean en memoria. Sin alas suyas. Siendo prestadas las que usan, para planear sobre los
entornos; de esa vida que duele y es agria. Como la hiel que le dieron a probar al Maestro. Ese en
que cree ella; mi amante que vive. En un no estar ahí.
Y la herrumbre se ensancha. Como ensancha esa vida el mortal quehacer que vuelve y duele.
Como aguijón de escorpión en desierto. Como con atadura a la rueda inquisitorial. Partiendo los
huesos de cuerpo que duele tanto que hasta muere de ese dolor inmenso. Que casi como,
impensado. No más vuelve avanzando a zancadas. En noche plena de Luna; pero insípida por no
verte. Es como si ensanchando lo profundo, volviese a momentos. Punzante como ahora. Siendo,
tal vez, punzante siempre.
Y vuelvo a mirar esa vida, no vida. Por lo mismo, vuelvo y digo, que no están. O que, esa misma
vida mía, te hizo perder en lontananza. En periferia escabrosa. Como silencio absoluta. Siseando
solo la voz de la serpiente engalanada. Con sus aires de domestica de esa vida mía. Como
acechándome sin contera. Como palpando el aire. Localizando mi cuerpo casi yerto.
Y se expande, con absoluta holgura, la ceguera de los ojos míos que no lo siento ahora; porque
han volado las ansias, agotadas por no sentirte. Y sigue viva esa vida lacerante. En corpúsculos
hirientes. Como aristas del tridente que es alzado por Dante Aglieri, simulando sus inframundos,
como infiernos. Y todo, así, entonces, se vuelve y se volverá recinto de tortura. En proclama
avivando mi dolor in situ. De lo que fue y lo que será. Pasando por el es ahora. Hibernando en
soledad. En locomoción estática. Como móvil arbitrario. Que no se mueve ni deja mover. Como
supongo que es la nada. Es decir como sintiendo que faltas en este universo pequeño mío, hoy.
Todo así, como si fuera el todo total existente,. Como si fuera lugar perenne. En donde habitan las
sombras de tenacidad impía. Como el vociferar de los dioses venidos a menos. Como las Parcas de
Zeus. Colocadas ahí no más. Vigilando la vida para, algún día y por siempre, volverla muerte
incesante. Como constante variación de la ternura. Como disecando la felicidad que sentía antes.
Cuando te veía siempre. Todos los días, más días. Más soleados de Sol alegre. Como cuando te
veía enhebrar la risa, como obsequio a cualquier suceso; por simple que fuese.
Con la voz desafinada. Más de lo que antes fuera. Con las manos buscando la puerta de la ventana
tuya. Del símil de vida, ésa si vida plena. Y navego, entonces. Desde aquí y para allá, perdido.
Siendo lo mío final estando apenas en el principio. Por ahí; en tumbos, por lo mismo inciertos.
Como palabra no generosa. Más bien como estallido de las armas en todas las guerras. En tronera
las siento ahora. En esa pavura como cantata de aspavientos. Lóbrega al infinito. Frío carnaval de
la desesperanza. Con la hidra de mil ramas y mil espinas, como oferente.
Siendo el día que es hoy. Siendo el antes de mañana. Sigo diciendo que necesito tu voz. No echada
al aire a través de ondas invisibles. Sino como voz fresca, incitante, persuasiva. Siendo, entonces,
este hoy sin ser mañana, estoy aquí; o ahí. O no sé dónde. Pero donde sea siempre estaré
esperando tu abrigo. De Sol naciente.
Sigue yendo por ahí
Sé que vienes por ahí; oh diablillo envidioso. Tal vez es que te contaron de mi cuerpo hermoso. O
será que, por ser de día, no hallaste el camino de tu casita olvidada. O, será que quieres quedarte
a rogarle perdón al Sol, por lo mucho que has vagado.
De lo que sea será, chiquilla habladora. No vengo ni voy tampoco. Solo espero la noche, aquí en
este lugar que no brilla, ni calor tiene; ni risas tampoco. Yo siendo tú niña de alto vuelo, correría a
buscar refugio en cualquier lado; antes que yo te convierta en bruja y viajes por las nubes con la
escoba y el gorro.
No me digas que debo hacer; no tienes por qué decirlo. Yo a ti no te creo, ni te quiero siquiera un
poco. Anda ve y te pierdes. Espera la noche solo; como tiene que ser y como será siempre por lo
que eres, diablillo mentiroso.
Si tuviera aquí mi tridente te ensartara en él sin remedio. Y te haría arder en el fuego mío que
tengo. Desde ayer y todos los días más; para vivir sin estorbos. Vete tú ahora no quiero ver ni tu
rostro, ni tu pelo ni tus zapatos que tienen el color que no quiero; porque me hace recordar el día
aquel en que partí la Luna en dos trazos. Uno para mí y el otro para mi hijo que se ha quedado allá
solo.
Vuelvo y te digo señor, que no te tengo miedo ni respeto. Eres para mí solo huella pasajera; que no
puede anidar aquí; ni allí; ni allá en la casita de todos. Sigue tu marcha, pues, no vaya a ser que te
conviertas en sumiso escorpión que no tenga aguijón, ni de a poco.
Qué suerte la mía, digo ahora, encontrarme esta niña hoy; cuando yo llegué a creer que no había
nadie aquí; en este bosque y ciudad que quiero tanto; por ser ella y él mi universo primero. Y
buscando siempre estuve a quien robar y a quien soplar para que no viva más como ahora; sino
como animal que ni pelo tenga. Ni muchos menos lindos ojos.
Cuéntale eso a cualquiera que no te conozca. Yo, por lo pronto, sé quién eres y quien fuiste,
porque me lo contó la alondrita mía que amo. Y que me avisó también, que vendrías muy solo,
como para poder engañar; a ella, a mí y las otras también. Sigue andando pues, hasta que puedas
hallar a quien engañar y a quien pelar para a la olla llevar y prepara así suculento festín y para
reírte sin fin.
Ya ni ganas tengo de seguir hablando contigo; muchacha necia y sabia; me voy por otros caminos;
buscando a quien agradar y ofrecerle mis mimos. No sabes lo que te has perdido, por andar
hablando demás y por meterte conmigo.
Que te vaya mal deseo, diablillo de ojos vivos. Tú seguirás tu camino y yo a vivir aquí me quedo.
Como cuando no estabas, ni habías llegado siquiera. Saluda a tu hijo de mi parte; porque si es aún
niño debe ser hermoso, cálido y tierno; como somos todos y todas las que, siendo niños y niñas
vivimos la vida siempre, con la mirada hecha para amar ahora y por siempre.
Un día después del sábado
Qué domingo este. Anclado, en esta plaza, estoy yo, hace ya algún tiempo. Ya he estado en varias
ocasiones. Pero lo de hoy es, particularmente especial. Esa nostalgia que me ha invadido. Como
convocante a dilucidar, de una vez por todas, el tipo de camino a emprender. La concreción de la
caminata. Hasta cierto punto estoy mimetizado. Como si nadie supiese lo que hay en mí. En este
tiempo tan lejano ya, de esos hermosos días, allá en mi barrio amado. Recuerdo el impulso básico,
por todas las calles andando. Las voces que llamaban a la expresión de la vida, en medio de cada
arrabal. Siendo yo, todo, condensación de esperanza. Aún, habiendo vivido como lo había hecho:
casi como tósigo que penetra y hunde, en lo más hondo, el espíritu de fe y de liberación.
Que día es este día. Un carnaval de espacio triturado. Oyendo todas las voces. Diversas. Ansiosas
de no sé qué. Porque, por esto mismo, es mi brega. Por distanciar. Pero puede más mi soledad de
búsqueda impenetrable. Como siento ahora el silencio. Como me he dejado llevar por el vértigo del
dolor nefasto. Que tritura y destruye, todo lo que he podido alcanzar a ser. Aun dentro de estas
limitaciones mías. Como garras que no me sueltan. Por el contrario, que me colocan en cepo
eterno.
Como añoro yo esos días. En la mañana dominical; alzando el vuelo hacia la didáctica de la lúdica
primaria. Emergiendo en cada esquina. Como repetición dichosa que me hacía feliz. Ese pasado
inmenso, que añoro. Tal vez porque, siendo niño, no veía desaparecer las cosas bellas. Así como si
nada. Que bipolaridad enhiesta. Entre sentir el vacío y sentir, también, la fascinación de lo
cotidiano. Recreando la sensibilidad hasta magnificarla. Hasta convertirla en motor imaginario. Con
el eros sin explotar. Casi que como enfatización perenne.
Y, sin saber cómo, llegó el naufragio. Eso que estoy viviendo en este presente. Hecho trisas el
insumo fundamental. Una vida que se corroe a sí misma. Sin saber porque. En veces, ensayando la
diatriba del insulto; como expresión de rechazo. En veces augurándome a mí mismo toda la
felicidad posible por venir. Sin que llegue. Como ese límite en lo del día. Como llegando allí, sin
llegar al fin. Como depositario de fracasos. Uno sobre otros. Con un horizonte que, de manera
tardía, me engulle y de satura.
Esos domingos míos, antes. Días de ensayo y de vocación. Hacia lo nuevo. Sin dejar de ser yo
mismo. Sin olvidar que existía. Precisamente por eso, para mí, son añoranzas de ternura. Aún ahí,
en ese lodazal que amenazaba con permearme a cada paso. Con todo aquello que dolía. Con todo
y que sentía el contubernio entre la tristeza y la desesperanza. Pero que, yo, ignoraba, estando en
el juego callejero. Y en la penumbra nítida del regreso a casa, después de deambular por ahí. Por
cualquier parte.
Y hoy, en este domingo cerrado. Sin por donde mirar lo sublime; ahoga mis ímpetus. Esos que creí
que nunca perdería; después de haber bebido la fuente de la vida. Siendo esa tú. Y tus anhelos. Tú
y tu alegría desbordada. Allá lejana. En ese otro territorio; en el cual también es domingo. Pero
otro, no este mío.
Y se van decantando las condiciones. Ya, como otrora no lo había percibido, solo me recorre el
beneplácito de haber vivido. Como memoria que no habilita nada más que la victoria de los dioses
que siempre he odiado, desde el mismo día en que hice ruptura con mi universo no profano. Desde
el día en que dije no va más mi sublimación. Diciendo no va más el ejercicio oratorio como evento
religioso perverso.
Pero yo ya lo sabía. El pago por esa partición, tiene que con el crecimiento de la ansiedad, como
castigo, tal vez. No lo sé en ciencia cierta. Y vuelves a aparecer allí, en esa esquina de esta plaza
empalagosa, en lo que esto tiene de perdición del poder de la magia de amar. Siendo, en este
lugar, sujeto que no atina a resolver el entuerto de siempre. El nudo gordiano que asfixia y que
liquida, a cuenta gotas. Por esto es de mayor dolencia. Por esto es de mayor severidad.
Por lo pronto no sé qué más vendrá. Si ha de ser el colapso absoluto. O si ha de ser una nueva
esperanza. Encontrarla, no sé dónde. Tal vez ande por ahí y yo no la he visto. Es posible que haya
acabado de pasar y ha dejado su suspiro en el aire. Y si ya pasó, no sé si lo volverá a hacer. De
pronto, quien sabe cuándo.
Y, al unísono con esas voces continuas. Inacabadas, estrepitosas, diciendo nada; me he volcado al
vacío. A ese espacio que no creía mío. Pero que, ahora en este domingo que cuento, se erige como
presencia soberbia. Tal alta como monte Everest. Tan aletargadora que, por si misma, hace
enmudecer, el grito de potencia que creía tener.
A no ser por ti, aún en vaguedad insoslayable, tu espíritu vuele hasta acá. Como águila
gendármica. Atravesando esos pesados montes que veo allá, en la terminación del Sol, al menos
por hoy. Y si fuese así, yo diría que la esperanza podría volver; a no ser que tu vuelo de águila
inmensa, se detenga a mitad de camino y regrese hasta donde a cualquier hora partiste.
Venus, alma, bella
Fue allí en donde nos quedamos de encontrar. Mucho tempo había pasado, hasta que nos volvimos
a ver. Tanto tiempo que, a decir verdad, es como si mil años, fueran poco al lado de esa demora.
Porque lo cierto es la ausencia. Y eso es mucho. Tanto como que significa, en veces, la pérdida de
referentes. Al menos yo los tenía pactados con ella. Mi hermosa amiga en ciernes. Desde que
nació. Aunque nació antes que yo. Pero, en lo mágico de la vida, cuando se ama; el antes y el
después son cosas de poca importancia.
Y nació siendo bella. Dicen que mucho más de lo que era cuando yo nací y la conocí después. De
unos ojos y mirada que humillaban sin quererlo a las demás niñas. Una ternura de rostro,
trascendiendo lo cercano y lo lejano de las comparaciones. Que, para decirlo de una vez, casi
siempre son efímeras. Por lo mismo que proponen compatibilidades e incompatibilidades, según
que analice y proponga. Pero, a lo sumo en esto de la preciosa, si se hubiesen convocado todos los
oráculos vigentes, decantaría la realidad como coincidencia.
Y creció. En esbeltez de cuerpo. Pero, fundamentalmente, en provocación de lo que algunos
llamarían alma. No sé. Ahí yo pierdo razón. Un poco porque, siempre acabo sucumbiendo ante la
linealidad. Al equiparar alma con religiosidad; con don de Dios en el que no creo. Pero, lo digo
también aquí y ahora, ante esa “perversa” niña dueña de todo; al carajo también con el prejuicio.
Y, digo al unísono con todos, que “alma” tiene esa niña. Dotada de lo irrevocable, cuando esto
constituye ser así. Irrenunciable locura convocante.
Y dicen que nació en Lunita de Octubre. Como motivada por la evocación de Pedrito Infante “…de
las lunas. La de octubre es más hermosa. Porque en ella se refleja la quietud de dos almas…”. Pero
quietud de que, digo yo. Lo suyo era movimiento casi empalagoso. Ir y venir. Como en los sueños
todos. Como en esa gobernanza de vida. De la locomoción en el aire, a bordo de la bicicleta que es
y será de todos; en el pedaleo subyugante; lejano, pasmoso. Real, imaginario sueño. A bordo de la
cicla andante entre nubes. Y, la suya. La de la niña alma, bella, diosa, mucho más significante. Por
lo mismo que ella, ahí, se hacía más diosa. Y yo la vi soñando en ese pedaleo hacia el infinito.
Y dicen, además, que “la bella alma”, vivió allí. En el barrio que debería llevar su nombre. Y que
bautizó las calles con su mirada. Y que derribó hechizos. En ese “Chagualo” diminuto, primero. Y en
ese “Camellón” ceniciento, ícono de ternura. O en ese “San Diego” esperanzador. De eso no queda
nada. Los avasalló la Avenida Oriental. Y la Ciudad Universitaria, por la Calle Barranquilla.
Y, vuelven a decirlo todos. Yo, incluido; la “niña-nana-nueva siempre”, llegó al centro de la ciudad
en ciernes. Y viajó por Carabobo. Y por Bolívar. Y por Calle Colombia. Y por Palacè. Y por
Ayacucho. Volvió a subir a Buenos Aires. Y bajó, nuevamente, al Parque Berrio. Y estuvo en Parque
Bolívar; con “Fuente Luminosa” incluida. Y Llegó a Villahermosa, bordeando la media pendiente
Ecuador. Y estuvo en Boston. Y fue a Belén Rincón. Y a las Playas. Y Fue a Belén San Bernardo. Y
fue a San Cristóbal. Y al Prado Burgués. Y al Poblado cuna de nuestra ciudad. Y estuvo en las
Margaritas. Y en Robledo primero. Y cruzó autopista sur abajo. Envigado la vio. Y la vio Itagüí. Y La
Estrella. Y Sabaneta también. Y Autopista Norte, hacia Bello, y Copacabana. Fue a la Girardota del
“Señor Caído”. Y a la Barbosa dulce de piñas Adornó con su mirada los vuelos en el Olaya Herrera.
Y estuvo en Estación Villa. Y en Estación Cisneros; alumbrando con sus ojos las negras y hermosas
locomotoras. En ese Trensito del va y vuelve. A Cisneros. A Puerto Berrio; embelesando a “La
Quiebra”, pensado para ella por el gran Cisneros.
Esa sujeta niña. Alma inquieta, traviesa; me esperó a mí. Para incitarme a ser su enamorado. Y,
una vez lo logró, me amó tanto; que se perdió en locura. Cuando, sin saberlo yo porqué, me alejé
vadeando quimeras. Aguas de largo aliento y alcance. Que, al final adornaron mi naufragio.
Y, por eso mismo digo ahora, cuando la convoqué; aun ya muerta. Le dije te espero en donde te vi
por vez primera: en el verdor del solar nuestro. En el azul del cielo cercano. En el gris de las nubes
densas, que cubren todo el valle. En fin, en el mismo lugar en donde cayó ella muerta. Que es el
mismo en el que hoy me quito la vida por mi “alma bella”.
Ámbar y Vulcano
El punto de partida fue el mismo. Ambos se criaron en Fonseca. Territorio benévolo ese. Los dos
hicieron vuelo imaginario. Juntos en ese espacio en el cual lo cierto vivido, daba cuenta de sus
ilusiones. Como esa de sentirse libres. Montados en jirafas voladoras. Elefantes enanos llevando y
trayendo niños y niñas. En un alborozo rutilante. Generador de opciones de vida. Paisajes
pletóricos. Colores y relieves de vida. Ensanchados. Abiertos. Paliformes. Con esos triángulos
anclados con rigurosas pero libertarias alusiones a lo vasto que puede llegar a ser el escenario para
la felicidad.
Ámbar y Vulcano. Personajes de todos los tiempos. Recuerdan, hoy, lo que fueron. Y, como
volviendo a la reiteración no penosa. Más bien como opción de vida. Con los canguros visionarios.
Que asimilaron los retos propios de los seres que han sentido la ofensiva aniquiladora. Con tigres
acompañantes de todos y todas. Niños, niñas, adultos. Con un universo que exhibe posibilidades
aquí y allá.
Sujetos de vida, siempre. Caminantes de caminos. En veces sinuosos. Como que esto es la vida
misma. Que ha surtido trámites de beneficio. En los cuales, casi siempre, se percibe lo cierta que
puede llegar a ser la ternura. Con dolientes vestidos de payasos. Con esas caras que ríen a todo
momento. Volcados hacia todos los territorios. Por donde siempre ha de pasar Violeta. Y Mercedes.
Y Piero. Y el sujeto absoluto Miguel Hernández. Y el gran Víctor Jara. Enhiesto. Y con las Madres de
Plaza de Mayo. Y con la mira puesta en el Adrián de Leonardo Fabio. O, en la canción mágica “las
manos” de Sandro de América. O la Paula Andrea de Leo Dan.
Vivencias, en Ámbar y Vulcano. Dadoras de pautas lentas. Como lenta es la alegría cuando la
acostumbramos a la compañía perenne. Ahí, con todos y todas. Husmando lugares. Con ganas de
no irse nunca. De estar ahí. Enfrentado los vituperios de los apaga ilusiones. De esos que han
surtido, y siguen surtiendo, de vejámenes. De ominosas imposiciones. Los perversos que se
mantienen. Que ejercen poder. Torturadores en todos los entornos.
Ámbar crecido. Como crecida es la ilusión absoluta. Benévola. Lisonjera. Atrayente. Esa que, tal
vez, no pudieron ver quienes marcharon. Como mártires. En holocausto infame. Pero que nos
dejaron las huellas que aprendimos ya a identificar y a interpretar.
Un Vulcano Bullicioso, olvidadizo. Tanto que no se acordó de que ya había muerto. Y que se hizo
risa. Y viento en buenos mares. Y que, en esta nueva vida, es orientador y guía. Vulcano
impaciente sujeto que hizo inane la perspectiva del dolor y la tristeza.
Y, como si poco, se dieron a la tarea de difundir, en profundo. La alegría que mataron ayer. La
alegría que volvió con ellos. Y que se instalará aquí y ahora. A pesar de los sortilegios bandidescas,
tanto del Emperador Pigmeo. Como también de su heredero de siempre. Connotación del término
bandidos, cercana a la matanza. No en esa noción pura. Como trasgresión necesaria. Benévola.
Surtidora de la contracorriente que transitan solo los verdaderos héroes. Al servicio de la más
humana de las aspiraciones: acceder al territorio magnificado. En el cual la vida, sea vida
verdadera. No simple copia de los discursos ampulosos, que repiten a diario los crucificadores.
Xiomara Arredondo
Lo de Xiomara Arredondo todavía estaba ahí. El cuento ese que le inventaron hace días. Que
estaba en tinieblas, cuando apareció el Gran Señor. Ese que, según dicen, la tuvo primero. Antes
de ser ella hoy lo que antes era. Y me di a la tarea de buscarla para escuchar de palabra suya, si
era verdad o mentira. Fui hasta donde vivía antes. Y me dijeron que no; que desde el siete de
febrero se mudó. Que no saben para donde. Y qué razón alguna dejó. Ni para mi ni para nadie.
Solo que se iba y que no la buscaran más. Ni aquí ni allá. Ni en ninguna parte tampoco.
En verdad tenía afán de encontrarla. Fui por ahí caminando. Preguntando si la han visto siquiera.
Por lo mismo, vuelvo y digo, que pasará con ella. Abandonó su lugar sin decir adiós ni nada. Sin
siquiera expresar por qué camino cogió. Recuerdo si, que una noche cualquiera, me dijo no voy
más; porque en este mundo voraz no quiero ni vivir ni estar. Que mi dolor es profundo me dijo.
Que no me podía contar lo que en otro lugar pasó con ella.
Y del mismo recuerdo aquel, entresaqué una verdad que deduje cuando de tanto hablar, até cabos
sin par. Y leí lo que logré entrelazar. Siendo una historia absurda y triste a la vez. Que se hizo
mujer en brevedad de tiempo. No tuvo hogar seguro. Ni siquiera como simple apoyo para ayudarla
a caminar en la vida. Que no tuvo edad para amar. Que, por lo mismo, entró en eso de dar su
cuerpo al postor primero y mejor.
Y se siguió yendo. Andando pasos perdidos; sin lograr nunca sentir ser amada. Sin encontrar
refugio, que al menos su pulsión descansara. Que, al menos, descanso fuera. Para ella y para quien
llegó a ser fruto sin quererlo. Y de camino en camino, estuvo en la otra orilla. Brinco el océano
rauda. Como rápido es soñar que va a enderezar lo habido. Busco el atajo siempre; tratando de no
perder la punta del hilo para volver. Aun así, de dolor en dolor, llegó al punto de no retorno. Como
queriendo decir con eso, que tocando fondo estaban su pasión y su albedrío. Y, con ella, y por
supuesto Germancito que crecía; sin hallar lo que quisiera. Que no era otra cosa que ser si mismo.
Su estructura mental iba más allá que el perfil todo de Xiomara. Era algo así como un dotado
extremo. De esos que no se encuentran ahí no más. Diría yo, ahora, ni cada doscientos años.
Luego que perdí su rastro no tuve sosiego. Lo mío hacia ella, siempre ha sido y será verla mía. No
más, ahora, vuelven a mí esos dos días en Cali. Ella y yo, en la sola piel. Revoloteando a lo
torbellino. Una danza herética de no acabar nunca. De torsiones ajenas. De esas que ella y yo
vimos cualquier da; en sueños dos. El de ella y el mío. Ella avasallada, como diosa que se otorga.
Yo, como sátiro en bosque, buscando cualquier sexo perdido.
Fui hasta su océano; el mismo que atravesó otrora. Y pregunté por ella al viento. No supo que
decir. Lo increpé por su no recuerdo. Y me devolvió el silencio, como única respuesta. Bajé en
profundo. De agua y sal fue mi bebida. Todo para no encontrarla. Todo para ella seguir perdida.
En cualquier lugar, un día cualquiera, encontré a Germán. Ya no Germancito. Y me dijo no la he
visto. Ya casi ni la recuerdo. Por lo mismo que mi madre me dejó en el camino. Sin notar siquiera
que yo la amaba y que en disposición estaba de buscar a su lado mi destino. O el de ella. O el de
los dos. Y vagué por el mundo, me dijo. Desde el Pacifico violento. De mar a mar. De
Buenaventura a Malasia. Desde Antofagasta hasta la India. No vi huella de ella. Pero escuchaba su
voz a todo momento. La veía en sueño recurrente. Recordaba sus espasmos; sus gritos; sus
susurros. Como cuando a mi padre amaba. Por lo menos esos dijo una noche. Entre sueños y
desvelos.
Deje al Germán sin rumbo. Yo cogí el mío. No otro que el mismo, enrutado por mi brújula doliente.
De amor y de vértigo. De ternura y de deseo. Fui a recabar en Angola. Conocí sus pesares y sus
soledades. De Colonia abandonada a su suerte. Una vez saqueada; arrasada, violentada. Nadie, allí,
supo que fue de ella. Ni la conocieron siquiera.
La mañana en que me contaron lo que, según dicen pasó, estuve yendo y viniendo en lo que hacía.
No me interesé al comienzo. Pero, en el mediodía entré en el tósigo de los celos. Revolqué mi
silencio. Una copa tras otra para ahogar, como en la canción, la pena de no tenerla. Odié a quienes
vinieron. A los que, según dicen, la vieron al Gran Señor atada. Como a remolque. Como
suplicante mujer que juntando mil palabras hacía de lo dicho un sonajero de expresiones, como
doliente insaciada. Como náufraga asida a cualquier trozo de viento benévolo.
Noche aciaga esa. Perdido en las calles. Con pasos de caminante perverso. Que busca lo que ha
perdido y que, a conjuro, envalentonado quiere hacer venganza; así sea lo que fuere; no
importándole si en ella moría Xiomara o su amante. En esas estaba, cuando en la penumbra de una
esquina, encontré a quien fuera su amigo del alma. Santiago era su nombre. Porque hice que así
fuera; como quiera que en su cuerpo clavé tres veces el puñal que llevaba en cinto desde la
víspera. Desde ese día anterior; o desde el mismo día, no sé.
Y seguí con los mismos pasos andando. Ni siquiera corrí; porque para que hacerlo si me di cuenta
que no era Santiago el Señor que a Xiomara poseyera. No recuerdo si por vez primera. O si primero
fui yo en el inventario de sueños que en mi memoria estaban. Azuzándome siempre para que yo
mismo tejiera la urdimbre malparida. Para que buscara siempre en ella su hendidura hermosa que
daba vueltas en mi cabeza. Solo eso; no otra cosa.
La mañana nueva, me encontró en cama tendido. Desnudo, casi rígido. Con mi asta enhiesta. Con
mi mirada puesta en el pubis de Xiomara, la recordada y deseada. Como obnubilado sujeto de la
Inquisición venido. Con la heredad de los machos que van buscando tesoros como ese de mi mujer
deseada.
Otro mediodía, ahora en Sucumbíos. No pierdo el referente del Pacífico trepidante. Estuve en esa
selva hiriente. En esa soledad de caminos. Ni mujeres, ni hombres había. Solo ese viento ligero que
estremece. Por lo mismo que es viento de ausencia. Ninguna indagación posible, entonces.
Simplemente oteando. Aguzando mi olfato de pervertido. Que hace de cada día un una visión, un
relato de ese tesoro acezante; de Xiomara o de cualquiera otra hembra invitando a ser poseída. Por
mí o por cualquiera.
Germán volvió del periplo. Lo encontré un lunes de marzo. Con la sujeción de quien espera ver a su
madre. Con la juntura de palabras desparramadas. Con el arrebato del hijo que extraviado sigue;
sin encontrar nunca lo que quiere y persigue. Desde el día mismo en que, a mitad de camino,
Xiomara Arredondo lo abandonó. Este Germán se hizo mi par en la búsqueda. Juntos estábamos,
allí. Ese día lunes, siendo ya tarde. Cuando nos sorprendió la luz de Luna, alumbrando el paisaje. Y
vimos pasar a Xiomara de la mano del Gran Señor. Diciéndonos adiós con sus manos. Cuando la luz
se apagó; sentimos que una sombra pasó. Siendo, como en verdad era, un cortejo de muerte. Con
Xiomara Arredondo muda, envejecida, diciéndonos no busquen más que de la tumba he vuelto
para verlos de dolor cubiertos. Para decirles que yo ningún Gran Señor tuve. Solo a ustedes dos.
Padre e hijo que son.
La negación
. He resuelto comenzar a desandar lo andado. Porque tengo afán. El declive es insoslayable. Como
anti-ícono. O mejor como ícono que está ahí. Pero que no significa otra cosa que el regreso. Al
comienzo. Como lo fue ese día en que nací. Para mí, sin quererlo, fue el día en que nacimos todos
y todas. Porque, en fin de cuentas, para quienes nacemos algún día, es como si la vida comenzara
ahí.
Lo cierto es que accedí a vivir. Ya, estando en el territorio asociado al entorno y a la complejidad
del ser uno. Pronto me di cuenta de que ser yo, implica la asunción de un recorrido. Y que este
supone convocarse a sí mismo a recorrer el camino trazado. Tal vez no de manera absoluta. Pero si
en términos relativos; como quiera que no sea posible eludir la pertenencia a una condición de
sujeto que otear el horizonte. En la finitud, o en la infinitud. Qué más da. Si, en fin de cuentas, lo
hecho es tal, en razón a esa misma posibilidad que nos circunda. Bien como prototipo. O bien como
lugares y situaciones que se localizan. Aquí y allá, como cuando se está, en veces sin estar. O, por
lo menos, sin ser conscientes de eso.
Cualquier día, entré en lo que llaman la razón de ser de la existencia. No recuerdo como ni cuando
me dio por exaltar lo cotidiano, como principio. Es decir, me vi abocado a ser en sí. Entendiendo
esto último como el escenario de vida que acompaña a cada quien. Pero que, en mí, no fue crecer,
Ni mucho menos construir los escenarios necesarios para actuar como sujeto válido.
Un quehacer sin ton ni son. Como ese estar ahí que es tan común a quienes no podemos ni
queremos descifrar los códigos que son necesarios para vivir ahí, al lado de los otros y de las otras.
Duro es decirlo, pero es así. La vida no es otra cosa que saber leer lo que es necesario para el
postulado de la asociación. De conceptos y de vivencias. De lazos que atan y que ejercen como
yuntas, Por fuera todo es inhóspito. Simple relación de ideas y de vicisitudes. Y de calendas y de
establecer comunicación soportada en el exterminio del yo, por la vía de endosarlo a quienes
ejercen como gendarmes. O a ese ente etéreo denominado Estado. O a quienes posan como
gendarmes de todo, incluida la vida de todos y todas.
Y, sin ser consciente de ello, me embarqué en el cuestionamiento y en la intención de confrontar y
transformar. Como anarquista absoluto. Pero, corrido un tiempo, me di cuenta de mi verdadero
alcance. No más allá de la esquina de la formalidad. Sí, de esa esquina que obra como filtro. En
donde encontramos a esos y esas que lo intuyen todo. A esos y esas que han construido todo un
acervo de explicaciones y de posiciones alrededor de lo que son los otros y las otras. Y de sus
posibilidades y de su interioridad. Y de sus conexiones con la vida y con la muerte.
Esas esquinas que están y son así, en todas las ciudades y en todos los escenarios. Y yo, como es
apenas obvio, encarretado conmigo mismo y con mis ilusiones. Y con mis asomos a la libertad. En
ellas se descubrieron mis filtreos con la desesperanza. Y mis expresiones recónditas, en las cuales
exhibía una disponibilidad precaria a enrolarme en la vida, en el paseo que está orientado, hacia la
muerte.
Y estando así, obnubilado, me dispuse a ver crecer la vecindad. A ver cómo crecían, alrededor de
mi estancia, las mujeres y los hombres que conocí cuando eran niños y niñas. Y, estando en
vecindad de la vecindad, conocí lo perdulario. Ese ente que posa siempre latente. Que está ahí; en
cualquier parte; esperando ser reconocido y por parte de quienes ejercen como mascotas del
poder. Como ilusionistas soportados en las artes de hacer creer que lo que vemos y/o creemos no
es así; porque ver y creer es tanto como dejarse embaucar por lo que se ve y se cree. Una
disociación de conceptos, asociados a la sociedad de los que disocian a la sociedad civil y la
convierten en la sociedad mariana y en la sociedad trinitaria y confesional. Y, siendo ellos y ellas
ilusionistas que ilusionan acerca de la posibilidad de correr el velo de la ilusión para dar paso al
ilusionismo que es redentor de la mentira que aspira a ser verdad y la mentira que es sobornada
por quienes son solidarios y consultores para construir verdades.
Y, estando en esas me sorprendió la verdadera verdad. Justo cuando empezaba a creer en el
ilusionismo y en los ilusionistas. Verdadera verdad que me convocó a reconocerme en lo que soy en
verdad. Sujeto que va y viene. Que se enajena ante cualquier soplo de realidad verdadera. Que ha
recorrido todos los caminos vecinales. En lo cuales he conocido a magos y videntes de la otra orilla.
Con sus exploraciones nocturnas, cazando aventureros que caminan atados a la vocinglería que
reclama ser reconocida con voz de los itinerantes. Y, estando en esas, me sorprendió la incapacidad
para protestar por la infamia de los desaparecedores. De los dioses de los días pasados y de los
días por venir y de los días perdidos.
Y volví a pensar en mí. Como tratando de localizar mi yo perdido, desde que conocí y hablé con los
magos y videntes de la otra orilla. Un yo endeble. Entre kantiano y hegeliano. Entre socrático y
aristotélico. Entre kafkiano y nietzscheano. Pero, sobre todo, entre herético y confesional. Ese yo
mío tan original. Filibustero. Pirata de mí mismo. Y, sin embargo, tan posicionado en los
escenarios de piruetas y encantadores de serpientes. Saltimbanquis que me convocan a cantarle a
la luna, desde mi lecho de enfermo terminal. La enfermedad de la tristeza envalentonada.
Sintiéndome poseído por los avatares increados; pero vigentes. Artilugios de día y noche.
II Sopla viento frío. En este lugar que no es mío. Pero en el cual vivo. Territorio fronterizo. Entre
Vaticano y Washington. Cómo han cambiado la historia. Cómo la han acomodado ellos. En tiempo
de mi pequeñez de infante, tenía mis predilecciones a la hora de rezar y empatar. La tríada
indemostrable. Uno que son tres y tres que vuelven a ser uno. Pero también le recé a Santo Tomás
y al Cristo Caído, patrono de todos los lugares y de todos los periodos. Caminé con la Virgen María.
De su mano recibía El Cáliz Sagrado cada Cuaresma. En esos mis sueños en los cuales también
buscaba el Santo Crial. En esa blancura perversa de la Edad Media. Definida así por una cronología
nefasta. Purpurados blandiendo la Espada Celestial; y los Santos Caballeros recorriendo los
inmensos territorios habitados por infieles. Rodaron cabezas setenta veces siete. La tortura fue su
diversión predilecta. En la Santa Hoguera y en los Santos Cadalsos. Y cayó Giordano Bruno. Y
cayeron muchos y muchas enhiestas figuras de la libertad y de la herejía. Y las canonizaciones se
otorgaban como recompensas. Y Vaticano todavía está ahí. Vivo. Como cuñete que soporta la
avanzada papista; aun en este tiempo. Vaticano nauseabundo. Sitio en el cual la presencia de los
herederos de San Pedro, ejercen como espectro que pretende velar el contenido criminal de pasado
y presente. Siguen anclados. Y difundiendo su versión acerca de la vida y de la muerte. Purpurados
perdularios. Para quienes la Guerra Santa es heredad que debe ser revivida.
Y Washington sigue ahí. Inventando, como siempre, motivaciones para arrasar. Ya pasó lo de
Méjico y lo de Granada y lo de Panamá y pasó Vietnam (con derrota incluida) y lo de Bahía
Cochinos y está vigente lo de Irak y lo de Pakistán y lo de Afganistán. Y se mantiene Guantánamo
como escenario en el cual efectúan y efectuaron sus prácticas los profesionales de la tortura.
…Y, en fin, sigo sintiendo un frío terrible. En esta bifurcación de caminos. Todos a una: la
ignominia. Y me levanto cada mañana; con la mira puesta en una que otra versión. Escuchadas en
la noche; cuando no podía embolatar el hechizo tan cercano a la locura, al cual me he ido
acostumbrando. Y, a capela, alguien me insinúa, a mitad de camino, la posibilidad de argüir mi
condición de lobotomizado, cuando enfrente el juicio histórico de mis cercanos y cercanas. Ante
todo, aquellos y aquellas con los (as) cuales he compartido. Siendo volantín al socaire. Siendo
aproximación a la condición de sujeto libertario. Siendo apenas buscador de límites.
III. En esta inmensa soledad soy inverso multiplicativo. Como minimizador de acontecimientos y
de acciones. Como si fuese experto prestidigitador .Como lo fueron aquellos sujetos encargados de
divertir a reyezuelos. Otrora, yo hubiese protestado cualquier asimilación posible de mis acciones a
aquellos teatrinos incorporados a la cotidianidad burlesca.
Pero ya no puedo protestar nada. Simplemente, porque no he sabido posicionarme como
cuestionador de las entelequias del poder. En el día a día. Porque así es como funciona y como es
efectivo. Obnubilando los entornos. De tal manera que he llegado al mismo sitio al que llegan los
lapidadores de la verdad y de la ética. Sitio embadurnado; mimetizado y que posa como lugar
común. Y que reúne a figuras asimiladas a los sátrapas. Personajes delegados por las jefaturas de
los imperios. Sí, como diría alguien próximo, ¡así de sencillo llavería!
Inmerso en ella (…en la misma soledad) he vivido en este tiempo. Ya, el pasado, no cuenta para
mí. O, al menos como debiera contar. Es decir, como referente reclamador ante expresiones que
tuve o dejé de tener. Cierto es que me fugué hace un corto tiempo. Fugarse del pasado es lo
mismo que hacer elusión de la convocatoria a vivir en condiciones en las cuales, el presente no
obre como tormento. Ficticio o no. Pero tormento en fin de cuentas.
Soledad relacionada con la herencia, casi como copia de genes. Soledad que me remite siempre a
ese pasado de todos y de todas. Pero que, en mí, cobra mayor fuerza en razón a la
proporcionalidad entre decires y silencios. Esos silencios míos que pueden ser tipificados como
verdaderos naufragios conceptuales. Como remisión a la deslealtad. Con mi yo. Y con todos y todas
quienes estuvieron en ese tiempo. Y, entonces, reconozco a Fabiola, a Estela, Leticia y a Nelly, y a
Norela, y a Rosita, y a Miguel, y a Nelson, y a…
IV. Y, como si fuera poco, me hice protagónico en el ejercicio de las repeticiones. Como queriendo
volver a esos escenarios en los cuales no estuve, pero que intuyo. El Homo-Sapiens en todo su
vigor. Tratando de localizarme a futuro, para endosarme su tristeza. Para hacerme heredero de
penurias. En ese tránsito cultural que fue, paso a paso, su itinerario. Cultura sin soporte diferente a
aquellos ditirambos que nos situaron en condiciones de vulnerar a la Naturaleza; pero también de
construir el significado del amor; de la ternura; de la solidaridad.
V. Y, en eso de la ternura, de la solidaridad y del amor, me estoy volviendo experto. Pero como en
regresión. Es decir en contravía de lo que, creí en el pasado, era mi fortaleza. Y me veo como
advenedizo en este tiempo en el cual, precisamente, es más necesario ser herético, punzante,
hacedor de propuestas de exterminio de aquellos que consolidaron su poder, a costa de la penuria
y de la infelicidad de los otros y de las otras.
Y, en eso de ser libre, me quedé a mitad de camino. Como pensando en nada diferente que estar
ahí; como simple perspectiva de confrontación. Una existencia próxima al desvarío de aquellos y
aquellas que siguen estando, como yo, sin comenzar siquiera el camino. Camino que se me escapa
cada vez que lo miro o lo pienso. Camino que me es y ha sido esquivo por milenios.
Porque nací hace tantos siglos que no recuerdo si accedí a la vida o al albur de los acontecimientos.
Vida que se retuerce día a día y que no es tal, porque no la he vivido como corresponde. Lejanos
momentos esos. En los cuales imaginé ser humano perfecto. Humano centrado en el itinerario
vertido al unísono con las epopeyas de los y las libertarios (as). Lejana tierra mía (como dice el
lunfardo). Tierra que fue arrasada desde mucho tiempo atrás. Desde que lo infame se posicionó
como prerrequisito para andar. Y andando se quedó. Un andar predefinido. Andar que no es otra
cosa que seguir la huella trazada por nefandos personajes que hicieron de la vida una yunta. Como
encadenamiento cifrado. Como propuesta que restringe la libertad. Y que la condiciona. Y que la
mata, a cada momento.
Lejanos horizontes los que caminé. Solo. Porque la soledad es sinónimo de estar ahí. Como
convulsivo sujeto de mil maneras de aprender nada. Sujeto que se sumergió en el lago mágico del
olvido. Ese que nos retrotrae siempre a la ceremonia primera en la cual se hizo cirugía al vuelo
libertario. Cortando alas aquí y allá. Cirugía que se convirtió en ritual perenne. Como cuando se
siente el vértigo de la muerte. Muerte que huele a solución, cada vez que recuerdo y vivo. Pasado y
presente. Como si fuera la misma cosa.
VI. Como soplo de dioses, pasó el tiempo. Yo enajenado. Esa pérdida de la memoria que remite al
vacío. Y estuve, en esa condición, todo el tiempo. Desde que empecé a creer que había empezado
a vivir. Enajenación, similar a la de los personajes de Kafka. Prolongación del yo no posible, en
autonomía. Más bien reflejo de lo que no sucede. De lo que no existe. Un yo parecido a la vida de
los simios. Repitiendo movimientos. Inventando nada. Simple réplica. Sin el acumulado de verdades
y de hechos y de posibilidades, que debe ser soporte de vivir la vida. Y, cualquier día, me dije que
no volvería a experimentar con eso de no sentir nada. Pero no fue posible. Simplemente porque
nunca encontré otro libreto. Porque me quedé recabando en lo que pude haber sido y no fui.
Porque, como los marianos, me quedé esperando que viniera la redención, por la vía de la Santa
Madre. Porque me obnubilé con ese desasosiego inmenso que constituye el estar ahí. Pensando, si
acaso eso es pensar. Pensando en que sería otro. Diferente. Otro yo. No perverso. No conciliador
con la gendarmería. Otro sujeto de viva voz, no voz tardía y repetitiva. Voz de mil y más
expresiones de expansión. En el ancho mundo histórico. Ese que es concreción de vida. Porque, lo
otro, es decir estar ahí, es como mantener vigente la enajenación profunda.
Un yo Kantiano que se sumergió (¡otra vez¡) en la heredad de los emperadores y de los dioses
míticos y de las creencias aciagas y de los postulados polimorfos de los sacerdotes socráticos y
aristotélicos. Sacerdotes que remiten a la interpretación de lo que existe, por la vía de la
vulneración del yo concreto, vivencial; necesitado de vivir sin el cepo perenne de una interpretación
de la vida, sin otra opción que estar ahí. Esperando que los silogismos desentrañen la vida. Y que la
sitúen como premeditación. Como expectativa unilateral; sin cuestionamientos y sin alternativas
diferentes a ser gregarios personajes que deletrean las verdades de conformidad con el discurso
ampuloso ante la asamblea de diputados que tratan de convencerse a sí mismos, de que no existe
otra alternativa a mirar el universo como centro que fue creado desde siempre por quien sabe
quién. O el Dios Zeus; el Dios Júpiter; el Dios Cristiano que no supo administrar, a través de su hijo
ilustre, las posibilidades de quebrantar el yugo de los imperios. O del Dios del profeta Mahoma que
se enredó en justificar mil disputas por el poder que otorga la verdad. Todos, en fin asfixiándola, en
cada momento histórico. Dioses perdularios. Matadores de cualquier ilusión. Pero yo me quedé
expectante. Esperando que llegara el salvador por la vía de la Razón kantiana; o por la vía de la
postulación dialéctica hegeliana. O, simplemente, por la vía de la propuesta ecléctica de Engels.
Y todavía estoy aquí. Y ensayé con la proclamación de Darwin, para resarcirme de mis creencias de
la creación de las especies, a la manera de Génesis II, 18-24. Y, tal parece que no entendí su
mandato evolutivo. Y me recree en Morgan, en la intención de concretar una propuesta de
sociedad heredada, a partir de sucesivos momentos en la historia de la humanidad. Y me quedé
esperando ver en Marx una opción diferente a la de Max Weber. Sociedad de confrontación. De
lucha de clases. Pero, tal parece que tampoco eso lo entendí. Simplemente porque no pude
descifrar el código revolucionario inmerso en su teoría. Y me quedé esperando a Lenin. Con su
teoría de partido y de concreción de la libertad por la vía de la extirpación de la ideología de los
terratenientes y de los burgueses y del Estado
Y me quedé esperando al divino Robespierre, cuando supe de sus arengas para destruir a la Bastilla
y a los reyezuelos y a los monárquicos todos. Pero me confundí cuando este erigió la guillotina
como solución. Y, antes, había esperado a Giordano Bruno. Pero, por su misma opción hermosa de
libertad, no pude interpretarlo; y su muerte atroz, me sorprendió prendiéndole velas a Descartes.
VII. Otra vez desperté pensando en la libertad. Es una reiteración. De ese tipo de expresiones que
naufragan, cuando nos percatamos que la hemos inmolado en beneficio de la metástasis con la
violencia oficial. Un tipo de vulneración que la llevó (…a la libertad) a ser auriga de vocingleros de
la democracia, que encubren prestancia adecuándola a su intervención como promotores de
esperanza centrada en su discurso de que aquí no ha pasado nada y que solo ellos son alternativa.
VIII. Y estuve en el mercado de san Alejo. Esperando que llegaran los cachivaches colocados
como símbolo por parte de los testaferros de la guerra, actuando a nombre de los cruzados por la
buena fe, la moralidad y la eutanasia hacia los proclives de la insubordinación. Y, allí, conocí a
aquellos y aquellas que se han constituido en beneficiarios de esa guerra y de sus mil y más
interpretaciones. Y, en esa dirección, conocí a los académicos. Sí, a los usurpadores. Escribiendo
para diarios y revistas.
Una opereta que no acaba. Y vi, con repugnancia, a los desmovilizados y desmovilizadas.
Vociferando en contra de su pasado. Y los y las vi como caza recompensas. Allí estaba Rojas (…el
de la amputación de la mano de su jefe político y militar y que presentó como trofeo y como
justificación para recibir la mesada oficial infame) y vi a Santos y su cohorte administrando la
guerra a nombre de “los ciudadanos y ciudadanas de bien”. Y vi a todos y todas aquellos (as) que
están al lado del Emperador Pigmeo. Y vi a quienes construyen discursos vomitivos, a nombre de la
“sociedad civil”, vendiendo sus palabras acartonadas. Como equilibristas que se agazapan.
Esperando un nombramiento.
A Eduardo Pizarro Leongómez, blandiendo su pobre erudición, diciendo que las mujeres violadas
por los paramilitares no deben hacer de su denuncia una bandera de lucha en contra de los
criminales de guerra; a los Angelino Garzón. El mismo que conocí como punta de lanza del Partido
Comunista, liderando organizaciones sindicales, a nombre de la revolución. Sí, lo vi como fórmula
vicepresidencial del invasor del Ecuador y prístino representante de los monopolios de la
comunicación. Y me encontré, vendiendo sus declaraciones, al “Joyero”. Si, al brillador de lámparas
de Aladino; es decir, me encontré con Daniel Samper. Sí, el mismo que defendió el bastión
monárquico, cuando se produjo el conflicto entre el feudal Juan Carlos de España y el chafarote
populista Hugo Chávez. El mismo Daniel Samper que pasó de agache cuando el Santo Oficio de la
Alianza Santos-Planeta, expulsó a Claudia López, por haber escrito la verdad acerca de los manejos
de los dueños de la verdad en el periódico. Y vi a León Valencia, cuando llegó de Londres con su
maleta cargada de palabras en contra de la lucha armada revolucionaria y con un breviario
confesional que contiene el evangelio de los “nuevos demócratas”.
Y, por lo mismo, me dije: ¿será que estamos condenados como pueblo a tener que asistir al
parloteo de loros y loras que han renunciado a sus convicciones a nombre de la democracia infame
de los detentadores del poder en nuestro país. Por siglos. Pasando por encima de los muertos y las
muertas que ellos mismos han ajusticiado? ¿Será que, somos un pueblo imbécil que consume la
mercancía averiada (parodiando al viejo Lenin) de la paz y la justicia social?
IX. Y seguí dando tumbos. De fiesta en fiesta, como dijo Serrat, cuando cantó interpretó la
canción. Y me quedé tendido, en el piso. Como queriendo horadar el suelo para enterrarme vivo;
antes que seguir aquí. En esta pudrición universal. En donde la lógica ha sido trastocada; en donde
las verdades se han diseccionado y recompuesto, para que asimilen las palabras de los directores y
nieguen las palabras nuestras, las de los sometidos. Y seguí ahí. En ese ahí que es todo artificio.
Todo lugar común, por donde pasan maltratados y maltratadores, como si nada. Es decir como
repeticiones y prolongaciones sin fin.
X No se cuánto tiempo llevo así. Solo se que me niego a reconocer mi trombosis vivencial. Se, por
ejemplo, que asistí al evento en el cual Suetonio presentó su obra acerca de los Césares. Y me
acuerdo que, estando allá, me encontré con Sísifo. Lo noté un tanto cansado de lidiar con su
condena. La piedra, insumo mismo otorgado por los dioses perversos, había crecido en tamaño y
en peso. Y no es que la gravedad se hubiese modificado. A pesar de no haber sido cuantificada
todavía, seguía ahí; siendo la misma. Y me dijo Sísifo: te cambio mi vida por tu interpretación del
escrito del viejo Suetonio. Y le dije: no vaya a ser que estés embolatando el tiempo conmigo,
pensando en un descuido para endosarme tú útil pétreo. Y me dijo, casi llorando, “lo mío es otra
cosa. No sabes cuanto me divierto, sabiendo que a cada subida y a cada bajada, me queda claro
que desafié a los dioses y me siento bien así”. “Pero en cambio tú, sigues ahí. Me cuentan que te
han visto en cuanto evento se organiza. Y vas. Y vuelves a ir. Y sigues siendo el mismo Adán que
recibió hembras y machos, a manos del dios bíblico. Me cuentan que has tratado de cambiar a Eva
por la alfombra voladora de Abdallah Subdalá Asimbalá. Y que en ella piensas remontar vuelo hacia
el primer hoyo negro de la Vía Láctea. Pero, también me han dicho, que ni eso has logrado. Que
sigues ahí, esperando que regrese Carlomagno de su travesía, para solicitarle que te deje admirar
los objetos traídos de su saqueo.
Y, en verdad, me puse a pensar en lo dicho por el viejo Sísifo. Y, no lo pude soportar. Y lo maté. Y
logré asir la alta mar, en el barco de Ulises. Y llegué a la sitiada Troya Latina. Sí, llegué a esta
patria que tanto me ha dado. Por ejemplo, me ha dado la posibilidad de entender que todos y
todas somos como hijos de Edipo. Somos vituperarlos del Santo Oficio de la gestión autoritaria;
pero no reparamos que, a diario, poseemos a la madre democracia. Que le cambiamos de nombre
cada cuatro años. Pero que sigue siendo la misma. Es decir: ¡nada¡.
XI. Llegué a ciudad Calcuta el mismo día en que nació Teresa. La madre de todos y de todas…y de
ninguno. La conocí, un día en el cual estaba succionando el pus salido de las pústulas que había
sembrado Indira Gandhi. La vi. Le vi sus ojos mansos. Como mansos han hemos sido; llenos de
oprobios y pidiendo a dios por los que gobiernan. Y viajé, al lado de ella, al Vaticano (…sí otra vez).
Ella me presentó a Juan Pablo Primero. Recién, el Santo Sínodo Cardenalicio, lo había nombrado
Papa. Y, con él, estaban los directivos del Banco Ambrosiano. A los dos días murió envenenado.
Después vine a saber, a través de Teresa, que su muerte tuvo como justificación, una investigación
que el frustrado Papa, había iniciado siendo todavía cardenal.
XII. Estando en la intención de desatar ese entuerto, me di cuenta que había olvidado mi entorno.
Simplemente, me perdí en ese laberinto de las mentiras históricas, construidas a partir de las
necesidades de quienes ejercen alguna autoridad. Y lo que pasa es que existen muchas
autoridades. Y lo que pasa es que esas autoridades gobiernan desde mucho tiempo atrás. Y, me he
dado cuenta de que, tendencialmente, son las mismas. Yuntas que coartan el espíritu. Y que nos
colocan en posición de esclavitud constante. Y que, tan pronto devienen en los castigos penales y
civiles. Y que, al mismo tiempo, devienen en mandatos que atosigan. Como ese de respetar y
acatar lo que no es nuestro. Por ejemplo, cuando somos requeridos a aceptar los postulados de los
imperios. Cuando estos parlotean acerca de lo habido y por haber. Aun sabiendo que han
violentado y han saqueado. Por ejemplo, cuando sabemos que han acumulado beneficios que no le
son propios.
Y vuelve y juega. Como quien dice: no ha pasado nada distinto a aceptar lo que nos es mandado.
Y, siempre nosotros, aceptando. Y estamos aquí. En ese ahora que es taxativo en términos de lo
que debemos hacer y no hacer. De mi parte, ya me cansé. Espero, simplemente, que llegue la hora
de la partida.
Del pasado que pasó
Si me dijeran que la vieron ayer, diría que yo no la recuerdo. Porque, en eso de no juntar pesares,
me obliga la obliteración del torrente que viaja. Desde ese pasado tan lacerante. Que ha estado
conmigo. Por lo menos desde que lo reconozco como mío. Y no de otro. Por lo tanto, en la
expresión “si me dijeran que la vieron ayer”, está inserta la palabra acumulada que he construido y
he traído desde que la conocí un día, como cualquier otro. Pero que, en mí, fue día primero del
origen. De esta ansiedad tan mía. Y tan profunda. Y tan auspiciadora del tormento mismo incoado
en ella. Devastadora avalancha que rompe cualquier blindaje, Que horada el ímpetu de lo humano
mío.
Siendo, que sí es cierto que es, untura que atosiga, Que inhibe a la locura habida. Como
imaginación mía. Que retuerce la hilatura de alma. Y que me hace proclive a la desesperanza que
desde antes está ahí. En espera. Con certeza segura. De que mi camino es ese. Y que, por lo
mismo entonces, se empodera de ese tránsito mío. En pleno ejercicio de perversa cautivación,
Dejándome en incierto lugar, ahí sujeto, como anclado en la arena movediza. Con mi locomoción
perdida.
Es por esto que diré, cuando me digan que la vieron ayer, que yo no la quiero ver ya más. Que si,
acaso, podría decir que la vi un día pasado ya. Muy lejano en el tiempo. Tanto que ya casi es un no
recuerdo. Y que, a lo sumo, se mantiene como imagen borrosa. Sombría. Como litigante cuerpo
perdido. Desde ese mismo día en que a bien partir tuvo. Y que no la seguí, por eso. Porque ya, de
lo suyo, no hay memoria plena. Ni deseada. Ni nada.
Y sí que me lo dijeron otra vez. Que la vieron ayer. Vestida de guirnaldas hechas con el rigor que
exige el tiempo que pasa. Y que, según dicen, ella dijo que no estaría nunca más conmigo. Que lo
suyo estaba en volar por ahí. Agitando las alas que eran mías. Y que, dice ella, yo se las cedí un día
cualquiera. En ese pasado que pasó y que ella no recuerda.
Y sí que presté atención a, lo último dicho, justificando en ello la desdicha mía habida. La desilusión
que digo mía, por lo mismo qu
e no la endoso. Porque, si así lo hiciera, retornaría al día primero habido. El mismo que nació
conmigo. Como incitación al recorrido avieso que, sin decirlo yo ni nadie, es como giro y giro que
va y viene. Y que, por eso, me tiene aquí. Suspendido. Enajenado. Incierto, perdido.
Y, como son las cosas contigo y conmigo. Quien me lo dijo hoy, es el mismo que me dijo ayer. Que
te vio pasar por ahí. Y que, sin saber porque, dijiste que ya no ibas más conmigo. Simplemente
porque, lo tuyo ya no era lo mío. Y que lo que vieron hoy y ayer, fue el cuerpo tuyo diluido. Ya
muerto. Desde que, ese día en pasado, te maté por no ser tuya, cuando quise que lo fueras.
Del pasado que pasó
Si me dijeran que la vieron ayer, diría que yo no la recuerdo. Porque, en eso de no juntar pesares,
me obliga la obliteración del torrente que viaja. Desde ese pasado tan lacerante. Que ha estado
conmigo. Por lo menos desde que lo reconozco como mío. Y no de otro. Por lo tanto, en la
expresión “si me dijeran que la vieron ayer”, está inserta la palabra acumulada que he construido y
he traído desde que la conocí un día, como cualquier otro. Pero que, en mí, fue día primero del
origen. De esta ansiedad tan mía. Y tan profunda. Y tan auspiciadora del tormento mismo incoado
en ella. Devastadora avalancha que rompe cualquier blindaje, Que horada el ímpetu de lo humano
mío.
Siendo, que sí es cierto que es, untura que atosiga, Que inhibe a la locura habida. Como
imaginación mía. Que retuerce la hilatura de alma. Y que me hace proclive a la desesperanza que
desde antes está ahí. En espera. Con certeza segura. De que mi camino es ese. Y que, por lo
mismo entonces, se empodera de ese tránsito mío. En pleno ejercicio de perversa cautivación,
Dejándome en incierto lugar, ahí sujeto, como anclado en la arena movediza. Con mi locomoción
perdida.
Es por esto que diré, cuando me digan que la vieron ayer, que yo no la quiero ver ya más. Que si,
acaso, podría decir que la vi un día pasado ya. Muy lejano en el tiempo. Tanto que ya casi es un no
recuerdo. Y que, a lo sumo, se mantiene como imagen borrosa. Sombría. Como litigante cuerpo
perdido. Desde ese mismo día en que a bien partir tuvo. Y que no la seguí, por eso. Porque ya, de
lo suyo, no hay memoria plena. Ni deseada. Ni nada.
Y sí que me lo dijeron otra vez. Que la vieron ayer. Vestida de guirnaldas hechas con el rigor que
exige el tiempo que pasa. Y que, según dicen, ella dijo que no estaría nunca más conmigo. Que lo
suyo estaba en volar por ahí. Agitando las alas que eran mías. Y que, dice ella, yo se las cedí un día
cualquiera. En ese pasado que pasó y que ella no recuerda.
Y sí que presté atención a, lo último dicho, justificando en ello la desdicha mía habida. La desilusión
que digo mía, por lo mismo que no la endoso. Porque, si así lo hiciera, retornaría al día primero
habido. El mismo que nació conmigo. Como incitación al recorrido avieso que, sin decirlo yo ni
nadie, es como giro y giro que va y viene. Y que, por eso, me tiene aquí. Suspendido. Enajenado.
Incierto, perdido.
Y, como son las cosas contigo y conmigo. Quien me lo dijo hoy, es el mismo que me dijo ayer. Que
te vio pasar por ahí. Y que, sin saber porque, dijiste que ya no ibas más conmigo. Simplemente
porque, lo tuyo ya no era lo mío. Y que lo que vieron hoy y ayer, fue el cuerpo tuyo diluido. Ya
muerto. Desde que, ese día en pasado, te maté por no ser tuya, cuando quise que lo fueras.
El compás del tono acompasado del universo habido
La vida tiene tono. Similar al del universo todo. Una acompasada danza derivada del caos de su
mismo inicio. Que se fue decantando en su mismo proceso. La circularidad desconociendo
rigideces. Envalentonada en la dilucidación de los referentes. Proclamados en el yendo de la
apropiación de sus códigos. Para luego ser traducidos en palabra clara y entendida por nosotros y
nosotras. En ese cuadro relacional que infunde vida por lo mismo que, en sí, el mismo es vida.
Diseminada por donde quiera que iba cada quien. Y este con los otros y las otras. Construyendo
con énfasis en hechos de proclama libertaria. Que ha evolucionado, desde el ayer pasado al futuro
mañana. En un embeleso continuo. Desgranando componentes lúcidos que se avienen con lo
deseado. Siendo esto una noción alada. Que vuela lejos. Pero que vuelve a empollar en tierra. Para
luego volver a volar. Cada vez lo mismo, pero sin ser réplica estática.
Y, ese tono, deambula creativo. Por ahí, sonando como correría que va imprimiendo, a su paso, la
entonación propia del compás habido. Diferenciado. En itinerarios bravíos. En otros de plena
coincidencia con el crecimiento de la psiquis. Que envuelve y motiva la aplicación creativa. Que no
se erosiona, ante cada lluvia. O cada agua retenida. Más bien en absoluta consonancia con la
versatilidad. Sembrando semilla habida. Creada. Por lo mismo que es originaria del inicio del
proceso en sí.
Todo lo habido, entonces, está, a la vez condensado. Y, a la vez, caminando como errante paso
que, en su huella, deja lo que debe ser expuesto. Al aire y a la sucesión de improntas nítidas que
se elongan en su fuero mismo. Siendo este lo que puede ser su capacidad de reinventarse, a cada
rato. A cada día, siglo o milenio. Y, así, en lo que vendrá, está lo que fue sin haber tenido término.
Lo que viene, entonces, vendrá soportado en la misma dinámica que orientó la aparición del
universo.
Lo increado ha sido y será, lo creado en ciernes. Y que va liberando insumos. Y el tiempo genérico
derivando en momentos de coherencia y de concreción. Y, así, se explica el qué del por qué se
hace y se expande en plena continuidad manifiesta. En un proceso en el cual la lógica no se avizora
por recomendación alguna. Simplemente crece. Y, en ese crecer, ve morir lo que existió ayer. Para
dar paso a lo que será mañana. O más allá. En ese tiempo de imposible medición simplista. Un
derrotero proclive a la invención. Y a la creatividad. Y a la diversidad, cada vez más diversa.
El tono de la vida, entonces, es el tono de lo increado que se fue creando a sí mismo. Ese universo
prolijo. Cambiante. Caótico, en veces. Otras en coherencia, cuya premeditación no es otra cosa que
las coordenadas no perplejas. No cautivas. Siendo, eso sí, un itinerario locuaz. Como en vértigo que
acongoja a la estática. Que la punza siempre. Alcanzando, con ello, la movilidad en lo inmóvil.
Siendo uno, aun siendo otros. O todos a la vez. Siendo cierto, entonces, que su tono es música
inmemorial. Orquestada aquí, pero difundiéndola a todas las galaxias. Tono musical que es la
expansión misma de lo increado que, en holgura inmensa de tiempo, se creó a sí mismo. En tejido
par e impar. En blanco y negro. En colores todos. Vistos desde aquí. En cada retina individual. En
ellas juntas todas.
En fin que, siendo como es y fue y será el universo. Está aquí su tono. Su danza primera. Sus
colores y sus voces. Difundiendo vida, desde la vida misma.
Lo increado ha sido y será, lo creado en ciernes. Y que va liberando insumos. Y el tiempo genérico
derivando en momentos de coherencia y de concreción. Y, así, se explica el qué del por qué se
hace y se expande en plena continuidad manifiesta. En un proceso en el cual la lógica no se avizora
por recomendación alguna. Simplemente crece. Y, en ese crecer, ve morir lo que existió ayer. Para
dar paso a lo que será mañana. O más allá. En ese tiempo de imposible medición simplista. Un
derrotero proclive a la invención. Y a la creatividad. Y a la diversidad, cada vez más diversa.
El tono de la vida, entonces, es el tono de lo increado que se fue creando a sí mismo. Ese universo
prolijo. Cambiante. Caótico, en veces. Otras en coherencia, cuya premeditación no es otra cosa que
las coordenadas no perplejas. No cautivas. Siendo, eso sí, un itinerario locuaz. Como en vértigo que
acongoja a la estática. Que la punza siempre. Alcanzando, con ello, la movilidad en lo inmóvil.
Siendo uno, aun siendo otros. O todos a la vez. Siendo cierto, entonces, que su tono es música
inmemorial. Orquestada aquí, pero difundiéndola a todas las galaxias. Tono musical que es la
expansión misma de lo increado que, en holgura inmensa de tiempo, se creó a sí mismo. En tejido
par e impar. En blanco y negro. En colores todos. Vistos desde aquí. En cada retina individual. En
ellas juntas todas.
En fin que, siendo como es y fue y será el universo. Está aquí su tono. Su danza primera. Sus
colores y sus voces. Difundiendo vida, desde la vida misma.
Geraldine
Y sí que me fui por el volado. En sima caí. Y me dije que ya basta de tanto amar a Geraldine. Que
si se fue. Que se vaya y no vuelva. Y lo repito a diario. A modo de cancionero repitente. En esa
insania propia de quienes, como yo, no han sabido amar nunca. Y me hice a ese camino en caída
libre. A ese modo de ser que no es. Pero que si ser que sea. Porque si no es, por lo mismo, me
empalaga. Me retrotrae al inicio. Como espécimen de comienzo. Con las agujas puestas. Para
transitar. Punzante. Ser de, ni siquiera, cimiento endeble. Nada de nada.
Y la seguí. A la Geraldine. Y la asedié. Con ese discurso mío. Vomitivo de tres días de náuseas. Y
me puse al brete de no dejarla vivir su vida. De mujer que es y ha sido ella. Liberta perenne. Que
ha conducido montones de veces. A la brega del día a día. En contra de los tumultos de acezantes
machos cabríos. En contra de los vilipendiarlos. De los que nunca han dejado ser al ser fémina, en
vida propia. Que, por contrario, las asesinan. Con la palabra. Con el martillo de la religiosidad. De
esa que ha sido, en construcción constante, conserje de la impunidad. Guardadora de las piezas de
la tortura. De los incendiarios de cuerpos. Por lo que fueron y son. De aquellos y aquellas que
ejercieron la pudrición del saber. Y que, aún hoy, lo conminan al silencio. En ese desvarío propio de
misóginos enteleridos. Que fabrican púlpitos en cada acera y en cada balcón. En cada escritorio
mohoso. Por lo perdulario y nefasto.
Y seguí con el propósito de exterminarla. Y ella, la Geraldine. Tropelera incesante, Al vuelo de su
inmenso poder. De convocante lúcida. De intuitiva guerrera. No se hizo. Ni se hace la ausente. Está
ahí. Siempre ha estado. Sin eludir compromiso. Y, yo. Su inverso pujante. Atrabiliario constante.
Tratando de cortarle el camino. Y de agredirla en físico. Como retaliación propia. Por lo que ella ha
sido. Es. Y sigue siendo.
Y seguí en mi caída. Conminándome a toda hora. Haciéndome a la idea que lo único posible, en
este caso, es la venganza. Nacida de esa estrechura conceptual. De esa cepa. De gendarme pleno.
Como si nada fuera. Me adentré en el recuerdo acumulado. Y la vi nacer. Como nací yo. En el
barrio hospedante. De trajines en infancia. De juegos locos. Como loca es la ternura. Como tierna
es la locura del que hace del juego. Creatividad constante. Sin ser línea de ciega que repite. Más
bien de constancia como terquedad.
Y esa suma de recuerdos, me llevaron a ella. Otra vez. La negra que vi, en primera vez, el día
mismo en que aprendí a mirar la vida. Con ojos de soñador. Viéndola. A Geraldine. Navegaba por
todo lo habido. En ese territorio que fue nuestro. Y la esperaba. Al término de la jornada de escuela
básica. Y cogía sus manos. Y le hablaba. Con palabras primeras. Mágicas. Y ella, mi Geraldine,
riendo como solo ella lo hace.
Y, este viernes de celebración impúdica. De miradas atrás. Sollozantes. De calvarios y de cruces
venales. La maté. Ahí mismo. En ese altar sacrílego. Es decir. En su altar de libertad. En esa plaza
que la había visto, tanto tiempo. Alzar su brazo. Trémulo. Acompañando a las palabras hechas por
ella. Como episodio siempre nuevo. Siempre libre. Sin ataduras. Sin engañosas florituras.
La dejé ahí. Ni siquiera me atreví a cerrar sus ojos. Que me acompañaron. Mirándome. Hasta que
me perdí. Cayendo. Y sentí mi peso sobre el suelo. Y fui mero reguero de cuerpo esparcido. Y,
hasta ahí, supe de mí. Viendo, todavía, los ojos de mi Geraldine. Que me seguían mirando.
Las madres
Se lo habían enunciado un año atrás. Pero, él, creyó que era otra broma del señor alcalde. Lo que
le dijeron tenía que ver con su condición de amante de hombres. Especialmente de adolescentes.
Un largo historial. Aún antes de que se iniciara la actuación con el referente de “libertad para
amar. Libertad para ser amado”. Su capacidad de seducción, era infinita. Él mismo contaba que
había “desollado” a más de cuarenta. Sin ninguna violencia previa. Simplemente convocándolos con
esos sus ojos verdes, penetrantes, asfixiantes. Que no dan lugar, una vez se los mira, a disidencias.
Y es que David era puro fuego. Desde pequeño se acostumbró a medir los ensueños y los sueños.
Siempre anhelando ser dueño de todos. Y los catalogaba. Por orden de belleza y de otorgante de
placer. En el colegio era conocido como “El César”, Por lo mismo que exhibía un autocontrol
absoluto, en unidad de acción con la maniobra constante para mantener cautivos a quienes amaba.
Fueran consientes o no de ello.
Y estuvo mucho tiempo en ejercicio de su aureola. Hasta que conoció a Nemesio. Imberbe bello.
Ojos de una negrura convocante. Venía de familia hacedora de proclamas en lo que concierne a la
libertad sexual. Todos y todas, en ella, eran amantes y amados. No importando la edad, ni el
parentesco.
Cuando lo citaron, simplemente, creyó que era una de esas audiencias más a las cuales había
asistido un centenar de veces. Siendo siempre sujeto que acataban reglas e insinuaciones. Y creyó,
asimismo, que el señor alcalde, en uso de su perfil de incompetente consuetudinario, simplemente
le diría “no hay pruebas. Luego no hay condena”, Él era consiente que había vulnerado todas las
reglas. Desde el mismo momento en que había agredido a Juliancito, En ese tipo de agresión que
involucra la perversión. Porque fue, no solo obligarlo a aceptar la penetración constante; sino la
atadura, de se ser en sí, a un cuadro relacional vejatorio, infame.
Él había sido todo un engarce sistemático. Aprovechándose del poder ejercido sobre sus súbditos.
En un proceso sin fin. Y, así, se lo había hecho saber al Santo Imperio. Lo pecaminoso había sido
desterrado a partir de la absolución lograda. Tanto así que su invernadero sexual no había sido
tocado. Ni lo sería nunca.
Lo que le anunciaron era, para él, simple retórica lineal. De conformidad con sus principios y
valores. Con velo de organza afín a sus postulados. Y, todos en la región, lo conocían, Sabían que
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Palabras y fuego (5)

  • 1. La cautiva liberada Andando el tiempo, entonces, recordé lo que fui en próximo pasado. Y me volví a contar a mí mismo. Con palabras de los dos. Aquellas que construíamos, viviendo la vida viva Es como todo lo circunstancial. Cuando regresas ya se ha ido. Y lo persigues. Le das alcance. Y lo interrogas. Al final te das cuenta que fue solo eso. Por eso es que te defino, a ti, de manera diferente. Como lo trascendente. Como lo que siempre, estando ahí, es lo mismo. Pero, al mismo tiempo, es algo diferente. Más humano cada día. Una renovación contínua. Pero no como simple contravía a la repetición. Más bien porque cuenta con lo que somos, como referente. Y, entonces, se redefine y se expresa, En el día a día. Pero, también, en lo tendencial que se infiere. Como perspectiva a futuro. Pero de futuro cierto. Pero, no por cierto, predecible. Más bien como insumo mágico. Pero sin ser magia en sí. No embolatando la vida. Ni portándola, en el cajón de doble tejido y doble fondo. Por el contrario, rehaciéndola, cuando sentimos que declina. O, cuando la vemos desvertebrada. Siendo, como eres entonces, no ha lugar a regresar a cada rato. Porque, si así lo hiciéramos, sería vivir con la memoria encajonada. En el pasado. Memoria de lo que no entendimos. Memoria de lo que es prerrequisito. Siendo, por lo mismo, memoria no ávida de recordarse a sí misma. Por temor, tal vez, a encontrar la fisura que no advertimos. Y, hallándola, reivindicarla como promesa a no reconocerla. Como eso que, en veces, llamamos estoicismo burdo. Y, ahí en esa piel de laberinto formal, anclaríamos. Sin cambiarla. Sin deshacernos de lo que ya vivimos sin verlo. Por lo mismo que somos una cosa hoy. Y otra, diferente, mañana. Pero en el mismo cuento de ser tejido que no repite trenza. Que no repite aguja. Que se extiende a infinita textura. Perdurando lo necesario. Muriendo cuando es propio. Renaciendo ahí, en el mismo, pero distinto entorno. Quien lo creyera, pues. Quién lo diría, sin oírse. Quien eres tú. Y quien soy yo. Sino esa secuencia efímera y perenne. De corto vuelo y de alzada con las alas, todas, desplegadas. Como cóndores milenarios. Sucesivos eventos diversos. Sin repetir, siquiera, sueños; en lo que estos tienen de magnetismo biológico. Que ha atrapado y atrapa lo que se creía perdido. Volviéndolo escenario de la duermevela enquistada. Y, sigo diciéndolo así ahora, todo lo pasado ha pasado. Todo lo que viene vendrá. Y todo lo tuyo estará ahí. En lo pasado, pasado. En lo que viene y vendrá. En lo que se volverá afán; mas no necesidad formal. Más bien, inminente presagio que será así sin serlo como simple simpleza sí misma. Ni como mera luz refleja. Siendo necesaria, más no obvia entrega. Y siendo, como en verdad es, sin sentido de rutina. Ni nobiliario momento. Ni, mucho menos, infeliz recuerdo de lo mal pasado, como cosa mal habida; sino como encina de latente calor como blindaje. Para que hoy y siempre, lo que es espíritu vivo, es decir, lo tuyo; permanezca. Siendo hoy, no mañana. Siendo mañana, por haber sido hoy...y, así, hasta que yo sucumba. Pero, por lo tanto, hasta que tú perdures. Siendo siempre hoy. Siendo, siempre mañana. Todo vivido. Todo por vivir. Todo por morir y volver a nacer. En mí, no sé. Pero, de seguro sí, en ti como luciérnaga adherida a la vida. Iluminándola en lo que esto es posible. Es decir, en lo que tiene que ser. Sin ser, por esto mismo, volver atrás por el mismo camino. Como si ya no lo hubieras andado. Como si ya no lo hubieras conocido. Con sus coordenadas precisas. Como vivencias que fueron. Y hoy no son. Y que, habiendo sido hoy, no lo será mañana. Y es ahí en donde quedo. Como en remolino envolvente. Porque no sé si decirte que, al morir por verte, estoy en el énfasis no permitido, si siempre he querido no verte atada, subsumida; repetida. Como quien le llora a la noche por lo negra que es. Y no como quien ríe en la noche, por todo lo
  • 2. que es. Incluido su color. Incluido sus brillosos puntos titilantes. Como mensajes que vienen del universo ignoto. Por allá perdido. O, por lo menos, no percibido aquí; ni por ti ni por mí. Y sí que, entonces, siendo yo como lo que soy; advierto en tí lo que serás como guía de quienes vendrán no sé qué día. Pero si sé que lo harán, buscando tu faro. Aquí y allá. En el universo lejano. O en el entorno que amamos. l paso Creo recordar esta plaza. Como cuando uno la mira y cree haber estado aquí antes. Tal vez será porque estas bancas tienen gente sentada, muy parecida a otras gentes. O será porque esa iglesia que miro “Cristo Reina, Cristo Impera”; se me asemeja a otras. Con la diferencia puesta en esa caída vertical, como pared un tanto fatua. Con esos dos íconos-torres terminados a la fuerza. Y esos caballos que pasan. Mulas que trote y trote cansino. Como mulas que han acumulado tantas enjalmas y tantas monturas. Que han transitado tantos caminos, en pendiente que te muestra el bajo fondo. Con el surco adormecido. De lo que pudo haber sido hilo de agua antes. Pero que ya no se nota. O nunca fue. Y, desde esa esquina, miro al fondo el Cauca que baja, buscando el Occidente. Con la mira puesta es Sopetrán y Santa Fe de Antioquia. Y, antes, distante Liborina exhibiendo frutales inmensos. Y, esta gente de a pie. Aquí y allá. Con ese universo de móviles celulares. Llamada tras llamada. Como una veintena por minuto. Y me pongo a imaginar que dirán tantas voces. Qué palabras verterán. Diciendo “la vuelta está hecha”; “no vino el patrón”; “ya casi terminado de comprar la papita”; “el bus de las y media ya salió”; “Los de Fredonia se perdieron”; “De Versalles no salieron ayer nada, Hortensia y los muchachos”; “amor, papito, no sea así. Mire que yo si lo quiero”; “tráigale los vestiditos a las niñas”; “Dígale a Mauricio que lo espero. Él sabe dónde”. Y miro tantas motos cruzando. Cada una con alguien y sus historias. Y tanta chivita pequeña. Con tantos bultos. Algunos sin amarrar. Cajas de mangos por ahí, en las esquinas. Y los almacenes repletos. Tanto insumo. Y para tanta cosa. Caficultores que regatean. Y que, en vísperas de elecciones, piensan en su vecino amigo. El del Comité anterior. Que no lo dejo nada contento. Pero, para que decirle ahora. Ya lo pasado pasó. Miremos, más bien, quien puede quedar. Y que sirva. Y tanto novelero suelto. Tantas tiendas cerveceras. Tantos cuentos que van y vienen. Tanto amigo o amiga. Todos esos niños. Y todas esas niñas. Los colegios ahí. Y salen unos y entran otros. Y, en sus ojos, la ilusión. Por lo que comienzan ahora. Por lo que serán después. Y esas campanas al vuelo. Siendo lunes, o miércoles; o viernes…cualquier día. Anunciando eucaristías. O solemnidad religiosa en las despedidas. De los cuerpos que ya no son vida. Y transito esta calle y la otra. En veces como que se me pierden las nomenclaturas. No he podido entender. Calle Córdoba. Carrera Bolívar. Calle Bolívar…y se repiten, como si nada. Y el tempo, como en toda parte, no da espera. El o la que llegó, bien. Y si no, que le vamos a hacer. Tiempo que se agota. Hora 13; hora 15; hora 18. Y así, hasta las veinticuatro. Y estas mujeres. Tantas y tan jóvenes. Bien bonitas, casi todas. Pero como en velocidad constante. O ahí, esperando. Y las escolares riendo y entornando ojos; ante su latente galán. Tantas mujeres que cruzan. Casi tres por cada un varón. Y, las miro. Y no preciso de donde vienen. Si de “La Pintada”; o de “La Úrsula”. O han estado aquí, en el entorno cercano. Tanta palabra que sigue volando. Casi que las veo entre nubes. Con su significado. Prístino. O enjuto, casi verdulero. Casi en la diatriba. O en el encanto de voz que dice amar. Y, de seguro, que si aman. Tanta palabra engarzada. Metida ahí en su origen. Tanta conjugación posible. Verbos “Ir”;
  • 3. “Ser”; “Amar”; “Odiar”; “Servir”; “Vender”…todos en su momento y en su sujeto que lo hace real y efectivo. En el mensaje. Y tantos niños. Y tantas niñas. Con sus afugias que palpo. Con sus alegrías que siento. Con sus miradas que miro. Y tantos abuelos, como yo. Tantas abuelas. Con sus sentimientos aquí vertidos, desde siempre. Tal vez desde antes de ser lo que es hoy esta tierra. Cuántas historias Pasarán, por ahí. Por esa vía que viene desde Pasto; desde Popayán; desde Cali;…Yo, también pasé un buen día. Hace mucho ya. Para Bogotá; cuando aún no era lo que hoy soy. Y, desde allá abajo. Más allá de Itagüí, hacia el centro de Medellín; de niño escuchaba “Ya cruzamos Alto de Minas; vamos rumbo a Medellín, con El Príncipe Estudiante, Hernán Medina Calderón…” Y, vuelvo y digo, no sé si estos abuelos y estas abuelas recordarán esos días. O estaban tan embadurnados de trabajo áspero; que no les daba el tempo para dedicárselo a eso. O será que, ellos y ellas tuvieron hijos obreros en Cementos Cairo. Con esos silencios cómplices que se tejieron. Ante los vejámenes. O será que escucharon decir de los de Amagà. Mucho más de lo que ahora pasa. Con mineros en socavones, asfixiados. Y, aquí; ahora estoy viendo en el día a día. Tratando de adaptar mi trajín. Mi memoria. Mi historia. Tratando de trasmitir algo con mi mirada. Porque, todavía, no he ensayado las palabras. El erizado cabello estaba ahí. En cabeza de ella; la que solo conocí en ciernes. Como al relámpago no sutil. Por lo mismo que como afanoso convocante. Siendo, como es en verdad, una especie de alondra pasajera y mensajera. Se me parece al verdor de los bosques que crecen en silencio. Sin sentir unos ojos ensimismados por su pureza; siempre presente. Creciendo en lentitud. Pero, siempre, en ebullición de células, en trabajo constante. Haciendo real lo que potencial al sembrarlos era. En verdad no la había visto pasar nunca. Como si la urdimbre de la vida en ella, no fuera más que simple expresión de fugaz cantinela. Abarcando circunstancias y momentos. En sentimientos explayada. Como momentos de transitorio paso. Por cada lugar, muchas veces umbríos. Como simple pasar de largo. Sintiendo lo que está; como si no estuviera. Y así fue siempre. Cada ícono suyo, más velado que el anterior. Como Medusa incorpórea. Solo latente. Sin Prometeo ahí. Vigilante. Hacedor del hombre. Acurrucado en esa veta grisácea. Tejiendo el lodo. Amasándolo. Hasta lograr cuerpo preciso. Y, soplado por Hera, vivo aparece. En los mares primero. Tierra adentro después. Locuaz a más no poder. Por lo mismo que el jocoso Hermes robó el tesoro vacuno de Apolo. Y lo paseó en praderas voluntarias. Que ofrecieron sus tejidos en hojas convertidos. En esto estaba mi pensamiento ahora. Cuando vi surgir el agua. Desde ahí. Desde ese sitio en cautiverio. Y la vi correr hacia abajo. Rauda. Persistente. Siendo, en esto mismo, niña ahora. Y va pasando de piedra en piedra hasta hacerse agua adulta. En ríos inmortales. Y la Afrodita coqueta, mirándola no más. Tomándola en sus manos después. Besándola triunfal. Haciéndola límpida a más no poder. Y juntas. Agua y Diosa, recibiendo el yo navegante. Inmerso en ellas. Con la mirada puesta en el Océano más lejano. El de Jonios. O el de Ulises. Desafiando a Poseidón. El Dios agrio e insensible. El mismo que robó tierra a la Diosa cercana al Padre Mayor. Y que fue conminado a devolverla. Y que, por esto, secó todos los ríos y lagunas. Solo el nuestro permaneció. Por estar ella presente. Al hacerse noche de obscuridad afanada. Vimos una luz alada. Cruzando el aire de neutralidad dispuesto y de fuerza creciente. Y bajó esa luz. Prendida en una rama. Con sus alas apagadas. Ya no luciérnaga veloz. Más bien postura de bujía con tonalidades diversas. Y nos dijo, al vuelo, que
  • 4. guiaría nuestra fuga. Hasta encontrar la flecha que mataría al Dios de Mares insolente y perverso. Y que, allí, no más llegásemos, plantaría surtidores de agua dulce. Y separaría estos de la pesada sal de los mares. Dándonos la clave para revivir lo que había sido muerto. Y que era, entonces, nuestro tutor y conversador en lúdica creciente. Cuando se fue ella, volvió la luz; aun siendo noche. Río abajo fuimos. Encontrando caminos de disímil figura. Escarpados unos. Tersos, lisos, otros. Y, en cada uno, sembramos ternura. Llegando a ellos, vimos llegar las creaturas prometeicas. Y llegó Perseo. Engalanado. Como sabio tendencial Como creyéndose ya, Dios de plena corporeidad. Superior al Padre Mayor. Por encima del Olimpo enhiesto. Y, allí mismo, surgieron los apareamientos. Ninfas con Titanes. Vírgenes no puras, con los hijos espurios de Cronos. Pasó, también, el Jehová de los Judíos. Con vuelo rasante y tardío. En busca del Moisés hablado y trajinado; en desierto consumido. Y vimos al Adán insaciado: Buscando el sexo de su Eva no encontrada. También pasaron los hijos de Hades. Buscando abrigo temporal. Y volvieron las lluvias. Presagio de la muerte del Dios de los mares salados. Una vez llegamos a Creta, nos dispusimos a organizar las Jornadas Olímpicas. A viva voz y vivo puño. De gladiadores dotados de los frutos que da la paz. Y vinieron las trompetas. Desde Delfos. Pasaron los Argonautas Homéricos. Vino el potente Ulises, desafiando la gravedad sin saber que era ella. Soplaron los vientos mandados desde el Olimpo. Júpiter henchido de fuego. Dios retador latino ante el Dios Griego Zeus. Las carrozas dispuestas. Las coronas también, para quienes deberían se coronados, siendo triunfantes. Así pasaron, por mi recuerdo, las cosas que viví en antes. Bajo este cielo, ahora, me siento tan solo como la pareja que se quedó del Arca del transportador Noé. Una soledad asfixiante. Persuasiva en lo que tiene de válido la resignación. Estando aquí, ahora, se quiebra mi pasión por verla de nuevo. A la Diosa incitante que cautivó mi ser. Tanto que ya no respiro tranquilo. Viéndola en remisión a su Cielo. Y, volviéndola a ver, aguas abajo. Como cuando conquistamos el Paraíso. Como cuando nos hicimos inmortales pasajeros del vuelo y de la vida. Recurrente es, pues, mi silencio, adrede, por lo más. Estando así, recuerdo a la Eva convocante. Y veo su cuerpo de tersura infinita. Y la poseo antes que su Adán regrese del exilio. Y, de su preñez, nacieron dos réplicas de Tetis y de Vulcano. Creciendo, a la par, se fueron difuminando en el amplio espectro. Llegando Adán, palpó el vientre de su Eva. Y supo que allí había anidado alguien y había dejado su semilla. Y la violentó con bravura inmensa. Lo maté yo. Así en veloz disparo de flecha. Ahora estoy en reposo obligado. Ya no está conmigo la fuerza que me había sido cedida por Sansón. Ya no experimento ninguna incitación. Como antes, cuando mi visión volaba en busca de la desnudez de las mujeres todas. Como en represalia por haber perdido para siempre a la Diosa Pura. Aquella con la cual navegué. Y que, su sexo, inauguré. Habiendo frotado antes, en mí, la sangre de los genitales cortados por Cronos a su padre. Y, todavía, escucho su voz diciéndome: has sembrado en mí. Mañana no me verás más. Pariré al lado de mi padre. Y lanzaré al fuego eterno lo que de ti pueda algún día nacer. No la volveré a ver más. Es, por lo mismo, que moriré; como lo hizo, en cercano pasado, Cleopatra. Una cobra hincará sus colmillos en mi cuerpo. Y mi espíritu volará al infinito. A purgar mis penas, al lado de los dioses despojados de atributos. Expulsados del Olimpo Sagrado; por haber agraviado al Padre Zeus. O al Dios Júpiter llegado.
  • 5. Déjalos y déjalas hablar contigo viejo mar Mar de ayer. Que no el de hoy. Sujeto triste. Llave de agua, que creíamos perenne. ¿Qué te hemos hecho, viejo vigía de las creaturas todas que en ti nacieron. Hoy, están como tú. Diezmadas en enésima potencia. Dime qué siente y que sienten. Qué sintieron antes. Los pasados, pasados vivos y que perdieron su ruta evolutiva, por las ansias desbordadas. De viajantes milenarios. De vituperarios en ciernes siempre. Te mando a decir con el viento, llave de lluvia, que aquí, en el hoy. Están los únicos sujetos vivos en quienes pueden confiar. Niños y niñas veloces en decantar las voces. Las palabras. Las de ayer y las de hoy. No sabemos si las de mañana. Todo depende, viejo loco intrépido. Depende de ti mismo. En tu ir y venir. Depende de tu itinerario. Llave de lluvia. Viejo y perplejo mar. Por lo que te hemos hecho. ¡Anda!. Habla con ellos y con ellas. A ver qué te dicen. Tal vez que también han sido vejados y vejadas. En el día y noche truculentos. Han andado caminos al dolor expuestos. Han subsumido lo suyo. Como equívoco navegante. Han dejado atrás sus territorios que sintieron su primer llanto. Pero también el primer susurro en voz. De las mujeres madres todas. Diles algo, llave de lluvia. Háblales de tus pactos con el viento. Y con esa fuerza potente latente entre nubes. Fuerza desbordada. Luz y sonido en estrecho abrazo. Esto de hablar con infantes es bien difícil. Porque a socaire. Voces en una locución de idéntica tersura. De inspiración primigenia. De vuelo señor. En aires avallasante. De vuelo que cruje. Que se enternece cuando, como águila, te localiza. Allá. En lo tuyo. En lo que sabes y has sabido hacer siempre. En esa estremecedora voz de fuerza contra las peñas acantilados. Subidas en sí mismas, para verte y sentirte bramar. Como millones de toros condensados en un solo. Vamos, viejo intrépido. Habla con ellos y ellas. No te quedes como mudo sonsonete. Por lo triste. Tal vez. Pero puede que en ellas y ellos encuentres el rumbo que parece perdido. Son (ellos, ellas), viajantes empedernidos. Sacrílegos en el mundo de los señores. De los imperios que devastan. Que han maltratado tu cuerpo de agua vasta. Casi infinita. Déjalos hablar. Puede ser que te digan, en palabras, lo que tú y el viento han hecho lenguaje sonoro por milenios. Ya sé que has visitado todos los lugares. Que has estado con tus amigos, los glaciares. Sé que has llevado y has traído todos los barcos posibles. Qué te han penetrado los submarinos. Que te han engañado, algunos. Porque han sido a la guerra lo que las tramas celulares, han sido a la vida. Es misma que siempre llevas en tu vientre. Y que se han esparcido en el infinito envolvente. Déjalos y déjalas que, a viva voz, te digan en sus palabras; lo que tal vez ya tú conoces a través de las heridas que han hecho en tì, melancolía. Cuéntales lo mucho que conoces. Del mil de millones de historias. Cuéntales que conoces la química del universo. Que, como llave de lluvia, has prodigado vida. En todos los entornos. En todos los lugares. Aunque, algunos y algunas no te conozcan en tu vigor físico. Ni de tu pasado violento. Cuando irrumpías contra natura en formación. Hasta es posible que te inciten a vivir viviendo la vida tuya de otra manera. Como la de ellos y ellas, vástagos de futuro. Tal vez no de la iridiscencia de esa bravía hecha espuma punzante. Pero si de esa ternura primigenia. Como si fuera lectura en mapa genético. Tal vez de la anchura extendida.. Cercana a la de alfa tendiendo al infinito. Pero si para que te cuenten de las palabras voces de sus madres en cuna. Y las de sus palabras en esa acezante motivación para el crecer alegre y creativo. En fin de cuentas. Déjalos, viejo mar, que estén contigo. Para que no estés triste, llave de lluvias. Déjalos ser como ellos quieren que tú seas, yo te lo digo.
  • 6. Palas Atenea Sucedió como casi siempre suceden las cosas, cuando son nuestras. Estando ahí, situado en la esquina tercera del barrio; una joven mató a su amiga. Aparentemente en juego guerrero de recordación perdida. De mi parte, solo un vahído absoluto. Como cuando uno siente que en ese dolor se le va el alma. Un cuadro impresionante. La joven agresora, muchacha bien dotada de cuerpo. Con rasgos de cara un tanto masculinos. Con ojazos negros, penetrantes. De esos que se involucran con uno y lo traspasan. La agredida, ahí en el piso. Pero todavía con ojos verdes abiertos. Labios gruesos, provocantes. Cuerpo de una delgadez envidiable. Piel color canela, lisa, embriagante. Y pasó que, se hizo aglomeración inmediata. Cada quien tratando de esculcar cualquier versión. Que fue a propósito. Que las habían visto discutir el día anterior. Que la muerta era amante de la que le dio muerte. Que no hubo tal juego. Que el puñal entró con fuerza inusitada. Que las vieron pasar de las manos cogidas. Que la de la piel café no era del barrio. Que… Por lo mío, no tuve dudas. En verdad un juego de libre interpretación. Como luchadoras cuerpo a cuerpo. Un brilloso metal hecho arma ligera. Ahí en el piso. Ganaba quien lo cogiera primero e hiciera un giro de cuerpo en su propio eje. Y atacara con la fuerza de su brazo derecho. Y, simplemente, se le fue la mano a la primera que cogió el metal. Lo digo, porque ya lo había visto. En ese sueño de mitad de noche, anterior una vez lo soñé y comenzó el no poder dormir; viajé en el tiempo. Y localicé las hendiduras de la ciudad profana. Y, allí, estaban ellas. En otro tiempo. Con sus telas trasparentes, actuando como envolturas. Y sus cuerpos al desnudo, se exhibían en las transparencias. Y vi esos muslos sólidos, puestos en firme. Guerreras ahí, en pleno coliseo temerariamente habilitado. Y estaban otras mujeres cuando empezó el duelo. Y vi volar caballos alados adornados con estolas de flores. Y vinieron en veloz carrera, como rayos enceguecedores, caballeros de alta estima. Dicho así por lo que vestían. Adornadas sus cabezas con olivos en fuego. A la otra noche. Noche antes del día en que en la esquina tercera del barrio; volví a ver el duelo. Ya en la arena del coliseo. Y tribunas todas colmadas. Y llegaron otros en carrozas, haladas por machos cabríos. Conté hasta cien de ellos. Y bajaron los señores. Y se instalaron en tribuna especial. Con sus frentes en alto. Con gestos imperiales. Y localicé las aureolas que circulaban en torno a su cabeza. Esa misma noche, antes del día aquel, empezó el duelo en verdad. Y la de ojazos negros penetrantes. Se abalanzó sobre la morena de muslos bien henchidos. Con ese cabello al viento. Y vi el metal ahí, en la arena. Y entraron en el cuerpo a cuerpo. Brazos y piernas entrelazadas. Fundidos al unísono. Con la música al aire. Siguiendo sus movimientos. Y cayeron en la arena. La de negros ojos inhabilitó a la otra. Y cogió el metal, tratando de incorporarse para hacerse vencedora, en ademán no previsto abrió el pecho de la vencida. Y su corazón al aire Fue. Yo seguía ahí. Viendo el cuerpo endurecerse. Viendo esa piel hermosa languidecer. Tornándose en opaco gris desierto. Viendo como sus ojos se iban apagando. Viendo ese cuerpo entero provocante, languidecer al infinito. Ya frío. Ya sangre antes viscosa a torrentes, una resequedad muda. Pétrea. Y seguía llegando gente. Inventando palabras para azorar a la vencedora. Y ella puesta en pie. Con su mirada perdida. Como implorando perdón, no se sabe a quién. Y su vuelo de cabello apuntando al infinito. En esa ráfaga de viento que, de pronto, llegó desde la nada. Volví a la otra noche, antes de este día aciago. Ya, otra vez, el desvelo. Insomnio tardío. Volcado a la arena del coliseo que seguía pleno. La arena teñida de rojo. Al lado de las dos. Y la del metal en la mano, erguida. Sus ojos de tristeza absoluta, contínua. El cuerpo tirado ahí. Ya perdido. Ya sin el brillo de la vida. Cabello que se tornó opaco. Ya no con el brillo de antes. Toda arropada en el velo traslúcido. La desnudez abierta. Paso a paso fui recorriendo con mi mirada su hermosura. Y la sentí
  • 7. como si fuera mía. Como si antes del duelo la hubiera poseído con delirio. Con ternura exacta, sin la expresión dubitativa mía en otros quehaceres. Ahí, en esa tercera esquina seguía yo. Como impávido testigo de lo que vi en la otra noche. Gente inmediata. Un grupo asfixiante por lo tumultuoso. Ya llegaron los levanta cuerpos. Con sus guantes finos. Pegados a la piel de sus manos. Y con la parsimonia acostumbrada. Abriendo los labios gruesos, con pinzas plateadas. Cerrando los ojos de la que fue muerta en lance absurdo. Tocando la herida del pecho. Agrietándola más. Y cubriendo todo el cuerpo con manta blanca. Ya no podía ver yo, esa hermosura apretada en bajo vientre. Y metieron el cuerpo en bolsa negra. Y luego la cerraron. Y desapareció, pues, el cuerpo entero. Y la vencedora dolorida. Con espasmos cada vez más fuertes. Mirándolo todo en derredor. Auscultando. Como buscando un nombre para la tragedia. Para ella y para la vencida. Y, esa misma noche del antes de, vi a Zeus en la tribuna. Envejecido. Llorando también. Y su séquito. Hermes, Afrodita, Aquiles, Hera. Todos y todas, lamentando la muerte. En la arena seguía, con sus ojos agrandados, lamentando lo sucedido. Rogando la no tipificación de preterintencionalidad. Buscando asidero en la belleza de la perdedora y en la suya propia. Con el velo alzado al viento. Con la desnudez exaltada. Sus pechos inflamados, pero tristes también. Y vinieron a caballo a levantar el cuerpo. Sin guantes. Espada al cinto. Lo alzaron sin dulzura. Lo colocaron ahì, en el carruaje. Sin ceremonia. Casi sin respeto. Los vi alejarse con la rapidez de corcel recién adiestrado para la guerra. Ya es otra noche. Yo sigo ahì. En la esquina tercera de mi barrio. Ya ha pasado todo. Ya no hay nadie. Solo ella. Aturdida. Me le acerqué. La abracé con mi cariño posible, henchido. Secándole las lágrimas que ya hacían como laguna en el piso. Con oleadas vibrantes. De un azul celeste divino. Y le acaricié su cabello. Se había vuelto blanco, casi níveo. Sin saber cómo, ni porqué, se deshizo de mí. Volando se fue. Acompañada de nubes grises, presagiando tormentas. Hasta que se perdió en el infinito cielo herrumbroso. Su última mirada fue para mí. Diciéndome adiós Esa misma noche volví al sueño y al desvelo. Ya no había nadie en el coliseo. La arena toda teñida de rojo a borbotones. Ella ahí. Mirándome. Con el metal en la mano. Lo lanzó al aire. Y ella tras él. Ascendió rauda. Detrás del envejecido Zeus. Con su mano, un adiós que todavía es latente en mí; a pesar de haber pasado cuarenta noches, de sueño perdido. De desvelos perennes y por la noche guarnecido. Perdí el camino y perdí a Sara He andado durante toda mi vida. Hoy, como en ese despertar de opciones, me encuentro en tránsito hacia aquellos lugares que no he conocido. Voy, entonces, a definir para donde. Y veo nada en perspectiva. Antes tenía un dominio pleno de mi ser y de las pulsiones adheridas. Y decidía, en cualquier momento, el camino a seguir. Recuerdo, por ejemplo, cuando estuve en Ciudad Perdida. Unos horizontes inmensos. Se perdía mi visión en esos espacios. Un tanto lóbregos, es verdad. Pero convocantes. Yerba y árboles. Ríos y honduras. Preciosos. Pero, a la vez, con ese toque de recuerdos. Ahí. En ellos. Hice lecturas. Como es la costumbre. Una morfología vivaz. Un canto que transmitía sedimentaciones. Fijaciones tumultuosas, después que cesaron los espasmos de la Madre Natura.
  • 8. Y me dio por caminar y caminar. Por más de infinitos días. Entre esa espesura apretada. Se juntaba la vegetación. Y veía nichos en los cuales estaban atrapados seres minúsculos. Como queriendo libertad. Animales milenarios. Allí ensombrecidos. Como si hubiera procedido la asfixia. Como si sus roles evolucionistas estuvieran centrados en ese no me acuerdo lo que me dijeron que podía ser, en mil generaciones más. Y un aire levantisco. Arrasando sus quimeras. Desvirtuando el quehacer en línea. Cada que recuerdo a Ciudad Perdida, me vienes ganas de deshacerme a mí mismo. Tal vez, en tratándose de lo vertiginoso del tiempo. En su ir y volver. Y yo, en plena lucidez, momentánea, recabando sobre mi condición de sujeto actuante. Como noria. Yendo por ahí. Y la desazón creciendo. Desvirtuándome en lo mío. Y en lo suyo de Natura que no reconoce códigos diferentes a los ya previstos.. Y me detengo en el imaginario. Porque, de ser así, estaría vaticinando la verdad de la creación reducida a los deseos de un Padre primero. O de una Madre Primera. Hoy, insisto, estoy en el día y hora apropiado para desdecir caminos. Para no inventarlos. En fin, para erosionar la memoria de lo andado antes. Y me repliego en mi uno mismo. Como si las otras voces y los otros cuerpos, susurraran en contravía de lo que aspiro a ser. En esa soledad bravía. Ahí condensada. Pero pugnando por desatar el yugo. Volviendo, ellos y ellas, a tratar de enajenarme. A tratar de cortar de tajo mi pulsión vital. Hoy, en esa redondez de cuerpos cercanos y lejanos. En ese vértigo de galaxias infinitas; doy por doquier el recuerdo. Quisiera no tener la memoria de los mundos en formación. Estrepitosos. Para asimilarla a lo que quiero ser. Uno más en la creencia de que todo fue creado. Con arreglo a códigos `preestablecidos. Insisto: como dando a entender que he decidido dejar de ser lo imaginario. Lo ilógico. Lo no plausible. Denegando el quehacer evolutivo. Asignando jerarquías intensas y con memoria. Del fuego y del agua. De las plantas acezantes. De los seres vivos en yunta. Insectos y complejos cuerpos hechos en devenir histórico. En lucha plena con su entorno. Y volví donde la Sara mía. Y la encontré embelesada con el ritmo de la creación increada por ser alguno. La veo, ahora, con brazos y piernas avanzando hacia el Sol. Después de haber visitado a Mercurio y a Marte. A nuestra Tierra y a Saturno. Y me cuenta que fue más allá. Hasta el límite propio de la vida incandescente y fría. Conoció los derroteros de otros mundos como el de ella y el mío. Y le dije, escéptico, que yo creía ya en la gobernanza del universo. Que había dejado atrás la perplejidad. Que la había cambiado por la rutina propia de la linealidad anunciada en los Testamentos hechos otrora. Y, mi Sara, me mira y no me cree. Como queriéndome decir con su mirada “que torpe eres Samaniego mío. Qué inventos son esos. Si lo tuyo era lo mío. Y, lo de los dos, era la herejía sublime. La imaginación desbordada. Deshaciendo verdades aciagas. Samaniego mío, lo tuyo es una locura invertida. Ya no eres, conmigo, la locura creativa. De largo y alto vuelo. Como que te has diluido en el pantano. En el foso de los creyentes que desconocen lo vibrante y violento que ha sido el quehacer de Natura. Autónoma y perenne…” Y me regresé a mí mismo. A este día en el que no quiero seguir caminando como antes los hacía. Y me quité las alas. Y me abrigué con el manto de la creencia en el Padre y La Madre Primeros. Y me metí, así, al mar de furia; que conmigo arrastró hasta dejar solo polvo sobre polvo con su sal. Y vi la nada creciendo. Y no supe más de la Sara mía. Ni de lo mío pasado en pasado. Recreando a Eros Que la vida es una, no lo sé. Sé si, que tiene que ser vivida en el ahora presente. De futuro incierto. Como si fuera no válido, para abrigarla. Y de pasado opulento, a veces, pero sin mirada posible, en el ahora, vivido. Como si fuese, ella, profanadora en ímpetu. De la belleza ingrávida. O
  • 9. de la tristeza necesaria. Fungiendo como ave arpía; que no se duele de ella. Pero que causa dolor pasmoso, insólito; por lo mismo que siendo tal, se exhibe y vuela, pero no se pierde. Por lo tanto, en vida esta, siento que se desparrama lo habido. Como si fuese etéreo patrimonio no vigente. Como si, en larga esa vida, manifestara el dolor como primer recurso. Como atadura infame. Como torcedura que atranca lo que pudiera discurrir como cosa pura. O, al menos, como nervadura de alma, que la hace empinada y susurrante de ternura. Y, siendo así esa vida doliente, se empecina en retrotraer lo que fue. Allá en el no recuerdo nunca. O como si estuviera atada a la invariante locura de quienes no han sido y nunca fueron en sí, sí mismos. Tanto como sentir que revolotean en memoria. Sin alas suyas. Siendo prestadas las que usan, para planear sobre los entornos; de esa vida que duele y es agria. Como la hiel que le dieron a probar al Maestro. Ese en que cree ella; mi amante que vive. En un no estar ahí. Y la herrumbre se ensancha. Como ensancha esa vida el mortal quehacer que vuelve y duele. Como aguijón de escorpión en desierto. Como con atadura a la rueda inquisitorial. Partiendo los huesos de cuerpo que duele tanto que hasta muere de ese dolor inmenso. Que casi como, impensado. No más vuelve avanzando a zancadas. En noche plena de Luna; pero insípida por no verte. Es como si ensanchando lo profundo, volviese a momentos. Punzante como ahora. Siendo, tal vez, punzante siempre. Y vuelvo a mirar esa vida, no vida. Por lo mismo, vuelvo y digo, que no están. O que, esa misma vida mía, te hizo perder en lontananza. En periferia escabrosa. Como silencio absoluta. Siseando solo la voz de la serpiente engalanada. Con sus aires de domestica de esa vida mía. Como acechándome sin contera. Como palpando el aire. Localizando mi cuerpo casi yerto. Y se expande, con absoluta holgura, la ceguera de los ojos míos que no lo siento ahora; porque han volado las ansias, agotadas por no sentirte. Y sigue viva esa vida lacerante. En corpúsculos hirientes. Como aristas del tridente que es alzado por Dante Aglieri, simulando sus inframundos, como infiernos. Y todo, así, entonces, se vuelve y se volverá recinto de tortura. En proclama avivando mi dolor in situ. De lo que fue y lo que será. Pasando por el es ahora. Hibernando en soledad. En locomoción estática. Como móvil arbitrario. Que no se mueve ni deja mover. Como supongo que es la nada. Es decir como sintiendo que faltas en este universo pequeño mío, hoy. Todo así, como si fuera el todo total existente,. Como si fuera lugar perenne. En donde habitan las sombras de tenacidad impía. Como el vociferar de los dioses venidos a menos. Como las Parcas de Zeus. Colocadas ahí no más. Vigilando la vida para, algún día y por siempre, volverla muerte incesante. Como constante variación de la ternura. Como disecando la felicidad que sentía antes. Cuando te veía siempre. Todos los días, más días. Más soleados de Sol alegre. Como cuando te veía enhebrar la risa, como obsequio a cualquier suceso; por simple que fuese. Con la voz desafinada. Más de lo que antes fuera. Con las manos buscando la puerta de la ventana tuya. Del símil de vida, ésa si vida plena. Y navego, entonces. Desde aquí y para allá, perdido. Siendo lo mío final estando apenas en el principio. Por ahí; en tumbos, por lo mismo inciertos. Como palabra no generosa. Más bien como estallido de las armas en todas las guerras. En tronera las siento ahora. En esa pavura como cantata de aspavientos. Lóbrega al infinito. Frío carnaval de la desesperanza. Con la hidra de mil ramas y mil espinas, como oferente. Siendo el día que es hoy. Siendo el antes de mañana. Sigo diciendo que necesito tu voz. No echada al aire a través de ondas invisibles. Sino como voz fresca, incitante, persuasiva. Siendo, entonces, este hoy sin ser mañana, estoy aquí; o ahí. O no sé dónde. Pero donde sea siempre estaré esperando tu abrigo. De Sol naciente.
  • 10. Sigue yendo por ahí Sé que vienes por ahí; oh diablillo envidioso. Tal vez es que te contaron de mi cuerpo hermoso. O será que, por ser de día, no hallaste el camino de tu casita olvidada. O, será que quieres quedarte a rogarle perdón al Sol, por lo mucho que has vagado. De lo que sea será, chiquilla habladora. No vengo ni voy tampoco. Solo espero la noche, aquí en este lugar que no brilla, ni calor tiene; ni risas tampoco. Yo siendo tú niña de alto vuelo, correría a buscar refugio en cualquier lado; antes que yo te convierta en bruja y viajes por las nubes con la escoba y el gorro. No me digas que debo hacer; no tienes por qué decirlo. Yo a ti no te creo, ni te quiero siquiera un poco. Anda ve y te pierdes. Espera la noche solo; como tiene que ser y como será siempre por lo que eres, diablillo mentiroso. Si tuviera aquí mi tridente te ensartara en él sin remedio. Y te haría arder en el fuego mío que tengo. Desde ayer y todos los días más; para vivir sin estorbos. Vete tú ahora no quiero ver ni tu rostro, ni tu pelo ni tus zapatos que tienen el color que no quiero; porque me hace recordar el día aquel en que partí la Luna en dos trazos. Uno para mí y el otro para mi hijo que se ha quedado allá solo. Vuelvo y te digo señor, que no te tengo miedo ni respeto. Eres para mí solo huella pasajera; que no puede anidar aquí; ni allí; ni allá en la casita de todos. Sigue tu marcha, pues, no vaya a ser que te conviertas en sumiso escorpión que no tenga aguijón, ni de a poco. Qué suerte la mía, digo ahora, encontrarme esta niña hoy; cuando yo llegué a creer que no había nadie aquí; en este bosque y ciudad que quiero tanto; por ser ella y él mi universo primero. Y buscando siempre estuve a quien robar y a quien soplar para que no viva más como ahora; sino como animal que ni pelo tenga. Ni muchos menos lindos ojos. Cuéntale eso a cualquiera que no te conozca. Yo, por lo pronto, sé quién eres y quien fuiste, porque me lo contó la alondrita mía que amo. Y que me avisó también, que vendrías muy solo, como para poder engañar; a ella, a mí y las otras también. Sigue andando pues, hasta que puedas hallar a quien engañar y a quien pelar para a la olla llevar y prepara así suculento festín y para reírte sin fin. Ya ni ganas tengo de seguir hablando contigo; muchacha necia y sabia; me voy por otros caminos; buscando a quien agradar y ofrecerle mis mimos. No sabes lo que te has perdido, por andar hablando demás y por meterte conmigo. Que te vaya mal deseo, diablillo de ojos vivos. Tú seguirás tu camino y yo a vivir aquí me quedo. Como cuando no estabas, ni habías llegado siquiera. Saluda a tu hijo de mi parte; porque si es aún niño debe ser hermoso, cálido y tierno; como somos todos y todas las que, siendo niños y niñas vivimos la vida siempre, con la mirada hecha para amar ahora y por siempre. Un día después del sábado Qué domingo este. Anclado, en esta plaza, estoy yo, hace ya algún tiempo. Ya he estado en varias ocasiones. Pero lo de hoy es, particularmente especial. Esa nostalgia que me ha invadido. Como convocante a dilucidar, de una vez por todas, el tipo de camino a emprender. La concreción de la caminata. Hasta cierto punto estoy mimetizado. Como si nadie supiese lo que hay en mí. En este tiempo tan lejano ya, de esos hermosos días, allá en mi barrio amado. Recuerdo el impulso básico,
  • 11. por todas las calles andando. Las voces que llamaban a la expresión de la vida, en medio de cada arrabal. Siendo yo, todo, condensación de esperanza. Aún, habiendo vivido como lo había hecho: casi como tósigo que penetra y hunde, en lo más hondo, el espíritu de fe y de liberación. Que día es este día. Un carnaval de espacio triturado. Oyendo todas las voces. Diversas. Ansiosas de no sé qué. Porque, por esto mismo, es mi brega. Por distanciar. Pero puede más mi soledad de búsqueda impenetrable. Como siento ahora el silencio. Como me he dejado llevar por el vértigo del dolor nefasto. Que tritura y destruye, todo lo que he podido alcanzar a ser. Aun dentro de estas limitaciones mías. Como garras que no me sueltan. Por el contrario, que me colocan en cepo eterno. Como añoro yo esos días. En la mañana dominical; alzando el vuelo hacia la didáctica de la lúdica primaria. Emergiendo en cada esquina. Como repetición dichosa que me hacía feliz. Ese pasado inmenso, que añoro. Tal vez porque, siendo niño, no veía desaparecer las cosas bellas. Así como si nada. Que bipolaridad enhiesta. Entre sentir el vacío y sentir, también, la fascinación de lo cotidiano. Recreando la sensibilidad hasta magnificarla. Hasta convertirla en motor imaginario. Con el eros sin explotar. Casi que como enfatización perenne. Y, sin saber cómo, llegó el naufragio. Eso que estoy viviendo en este presente. Hecho trisas el insumo fundamental. Una vida que se corroe a sí misma. Sin saber porque. En veces, ensayando la diatriba del insulto; como expresión de rechazo. En veces augurándome a mí mismo toda la felicidad posible por venir. Sin que llegue. Como ese límite en lo del día. Como llegando allí, sin llegar al fin. Como depositario de fracasos. Uno sobre otros. Con un horizonte que, de manera tardía, me engulle y de satura. Esos domingos míos, antes. Días de ensayo y de vocación. Hacia lo nuevo. Sin dejar de ser yo mismo. Sin olvidar que existía. Precisamente por eso, para mí, son añoranzas de ternura. Aún ahí, en ese lodazal que amenazaba con permearme a cada paso. Con todo aquello que dolía. Con todo y que sentía el contubernio entre la tristeza y la desesperanza. Pero que, yo, ignoraba, estando en el juego callejero. Y en la penumbra nítida del regreso a casa, después de deambular por ahí. Por cualquier parte. Y hoy, en este domingo cerrado. Sin por donde mirar lo sublime; ahoga mis ímpetus. Esos que creí que nunca perdería; después de haber bebido la fuente de la vida. Siendo esa tú. Y tus anhelos. Tú y tu alegría desbordada. Allá lejana. En ese otro territorio; en el cual también es domingo. Pero otro, no este mío. Y se van decantando las condiciones. Ya, como otrora no lo había percibido, solo me recorre el beneplácito de haber vivido. Como memoria que no habilita nada más que la victoria de los dioses que siempre he odiado, desde el mismo día en que hice ruptura con mi universo no profano. Desde el día en que dije no va más mi sublimación. Diciendo no va más el ejercicio oratorio como evento religioso perverso. Pero yo ya lo sabía. El pago por esa partición, tiene que con el crecimiento de la ansiedad, como castigo, tal vez. No lo sé en ciencia cierta. Y vuelves a aparecer allí, en esa esquina de esta plaza empalagosa, en lo que esto tiene de perdición del poder de la magia de amar. Siendo, en este lugar, sujeto que no atina a resolver el entuerto de siempre. El nudo gordiano que asfixia y que liquida, a cuenta gotas. Por esto es de mayor dolencia. Por esto es de mayor severidad. Por lo pronto no sé qué más vendrá. Si ha de ser el colapso absoluto. O si ha de ser una nueva esperanza. Encontrarla, no sé dónde. Tal vez ande por ahí y yo no la he visto. Es posible que haya acabado de pasar y ha dejado su suspiro en el aire. Y si ya pasó, no sé si lo volverá a hacer. De pronto, quien sabe cuándo.
  • 12. Y, al unísono con esas voces continuas. Inacabadas, estrepitosas, diciendo nada; me he volcado al vacío. A ese espacio que no creía mío. Pero que, ahora en este domingo que cuento, se erige como presencia soberbia. Tal alta como monte Everest. Tan aletargadora que, por si misma, hace enmudecer, el grito de potencia que creía tener. A no ser por ti, aún en vaguedad insoslayable, tu espíritu vuele hasta acá. Como águila gendármica. Atravesando esos pesados montes que veo allá, en la terminación del Sol, al menos por hoy. Y si fuese así, yo diría que la esperanza podría volver; a no ser que tu vuelo de águila inmensa, se detenga a mitad de camino y regrese hasta donde a cualquier hora partiste. Venus, alma, bella Fue allí en donde nos quedamos de encontrar. Mucho tempo había pasado, hasta que nos volvimos a ver. Tanto tiempo que, a decir verdad, es como si mil años, fueran poco al lado de esa demora. Porque lo cierto es la ausencia. Y eso es mucho. Tanto como que significa, en veces, la pérdida de referentes. Al menos yo los tenía pactados con ella. Mi hermosa amiga en ciernes. Desde que nació. Aunque nació antes que yo. Pero, en lo mágico de la vida, cuando se ama; el antes y el después son cosas de poca importancia. Y nació siendo bella. Dicen que mucho más de lo que era cuando yo nací y la conocí después. De unos ojos y mirada que humillaban sin quererlo a las demás niñas. Una ternura de rostro, trascendiendo lo cercano y lo lejano de las comparaciones. Que, para decirlo de una vez, casi siempre son efímeras. Por lo mismo que proponen compatibilidades e incompatibilidades, según que analice y proponga. Pero, a lo sumo en esto de la preciosa, si se hubiesen convocado todos los oráculos vigentes, decantaría la realidad como coincidencia. Y creció. En esbeltez de cuerpo. Pero, fundamentalmente, en provocación de lo que algunos llamarían alma. No sé. Ahí yo pierdo razón. Un poco porque, siempre acabo sucumbiendo ante la linealidad. Al equiparar alma con religiosidad; con don de Dios en el que no creo. Pero, lo digo también aquí y ahora, ante esa “perversa” niña dueña de todo; al carajo también con el prejuicio. Y, digo al unísono con todos, que “alma” tiene esa niña. Dotada de lo irrevocable, cuando esto constituye ser así. Irrenunciable locura convocante. Y dicen que nació en Lunita de Octubre. Como motivada por la evocación de Pedrito Infante “…de las lunas. La de octubre es más hermosa. Porque en ella se refleja la quietud de dos almas…”. Pero quietud de que, digo yo. Lo suyo era movimiento casi empalagoso. Ir y venir. Como en los sueños todos. Como en esa gobernanza de vida. De la locomoción en el aire, a bordo de la bicicleta que es y será de todos; en el pedaleo subyugante; lejano, pasmoso. Real, imaginario sueño. A bordo de la cicla andante entre nubes. Y, la suya. La de la niña alma, bella, diosa, mucho más significante. Por lo mismo que ella, ahí, se hacía más diosa. Y yo la vi soñando en ese pedaleo hacia el infinito. Y dicen, además, que “la bella alma”, vivió allí. En el barrio que debería llevar su nombre. Y que bautizó las calles con su mirada. Y que derribó hechizos. En ese “Chagualo” diminuto, primero. Y en ese “Camellón” ceniciento, ícono de ternura. O en ese “San Diego” esperanzador. De eso no queda nada. Los avasalló la Avenida Oriental. Y la Ciudad Universitaria, por la Calle Barranquilla. Y, vuelven a decirlo todos. Yo, incluido; la “niña-nana-nueva siempre”, llegó al centro de la ciudad en ciernes. Y viajó por Carabobo. Y por Bolívar. Y por Calle Colombia. Y por Palacè. Y por Ayacucho. Volvió a subir a Buenos Aires. Y bajó, nuevamente, al Parque Berrio. Y estuvo en Parque Bolívar; con “Fuente Luminosa” incluida. Y Llegó a Villahermosa, bordeando la media pendiente Ecuador. Y estuvo en Boston. Y fue a Belén Rincón. Y a las Playas. Y Fue a Belén San Bernardo. Y fue a San Cristóbal. Y al Prado Burgués. Y al Poblado cuna de nuestra ciudad. Y estuvo en las
  • 13. Margaritas. Y en Robledo primero. Y cruzó autopista sur abajo. Envigado la vio. Y la vio Itagüí. Y La Estrella. Y Sabaneta también. Y Autopista Norte, hacia Bello, y Copacabana. Fue a la Girardota del “Señor Caído”. Y a la Barbosa dulce de piñas Adornó con su mirada los vuelos en el Olaya Herrera. Y estuvo en Estación Villa. Y en Estación Cisneros; alumbrando con sus ojos las negras y hermosas locomotoras. En ese Trensito del va y vuelve. A Cisneros. A Puerto Berrio; embelesando a “La Quiebra”, pensado para ella por el gran Cisneros. Esa sujeta niña. Alma inquieta, traviesa; me esperó a mí. Para incitarme a ser su enamorado. Y, una vez lo logró, me amó tanto; que se perdió en locura. Cuando, sin saberlo yo porqué, me alejé vadeando quimeras. Aguas de largo aliento y alcance. Que, al final adornaron mi naufragio. Y, por eso mismo digo ahora, cuando la convoqué; aun ya muerta. Le dije te espero en donde te vi por vez primera: en el verdor del solar nuestro. En el azul del cielo cercano. En el gris de las nubes densas, que cubren todo el valle. En fin, en el mismo lugar en donde cayó ella muerta. Que es el mismo en el que hoy me quito la vida por mi “alma bella”. Ámbar y Vulcano El punto de partida fue el mismo. Ambos se criaron en Fonseca. Territorio benévolo ese. Los dos hicieron vuelo imaginario. Juntos en ese espacio en el cual lo cierto vivido, daba cuenta de sus ilusiones. Como esa de sentirse libres. Montados en jirafas voladoras. Elefantes enanos llevando y trayendo niños y niñas. En un alborozo rutilante. Generador de opciones de vida. Paisajes pletóricos. Colores y relieves de vida. Ensanchados. Abiertos. Paliformes. Con esos triángulos anclados con rigurosas pero libertarias alusiones a lo vasto que puede llegar a ser el escenario para la felicidad. Ámbar y Vulcano. Personajes de todos los tiempos. Recuerdan, hoy, lo que fueron. Y, como volviendo a la reiteración no penosa. Más bien como opción de vida. Con los canguros visionarios. Que asimilaron los retos propios de los seres que han sentido la ofensiva aniquiladora. Con tigres acompañantes de todos y todas. Niños, niñas, adultos. Con un universo que exhibe posibilidades aquí y allá. Sujetos de vida, siempre. Caminantes de caminos. En veces sinuosos. Como que esto es la vida misma. Que ha surtido trámites de beneficio. En los cuales, casi siempre, se percibe lo cierta que puede llegar a ser la ternura. Con dolientes vestidos de payasos. Con esas caras que ríen a todo momento. Volcados hacia todos los territorios. Por donde siempre ha de pasar Violeta. Y Mercedes. Y Piero. Y el sujeto absoluto Miguel Hernández. Y el gran Víctor Jara. Enhiesto. Y con las Madres de Plaza de Mayo. Y con la mira puesta en el Adrián de Leonardo Fabio. O, en la canción mágica “las manos” de Sandro de América. O la Paula Andrea de Leo Dan. Vivencias, en Ámbar y Vulcano. Dadoras de pautas lentas. Como lenta es la alegría cuando la acostumbramos a la compañía perenne. Ahí, con todos y todas. Husmando lugares. Con ganas de no irse nunca. De estar ahí. Enfrentado los vituperios de los apaga ilusiones. De esos que han surtido, y siguen surtiendo, de vejámenes. De ominosas imposiciones. Los perversos que se mantienen. Que ejercen poder. Torturadores en todos los entornos. Ámbar crecido. Como crecida es la ilusión absoluta. Benévola. Lisonjera. Atrayente. Esa que, tal vez, no pudieron ver quienes marcharon. Como mártires. En holocausto infame. Pero que nos dejaron las huellas que aprendimos ya a identificar y a interpretar. Un Vulcano Bullicioso, olvidadizo. Tanto que no se acordó de que ya había muerto. Y que se hizo risa. Y viento en buenos mares. Y que, en esta nueva vida, es orientador y guía. Vulcano impaciente sujeto que hizo inane la perspectiva del dolor y la tristeza.
  • 14. Y, como si poco, se dieron a la tarea de difundir, en profundo. La alegría que mataron ayer. La alegría que volvió con ellos. Y que se instalará aquí y ahora. A pesar de los sortilegios bandidescas, tanto del Emperador Pigmeo. Como también de su heredero de siempre. Connotación del término bandidos, cercana a la matanza. No en esa noción pura. Como trasgresión necesaria. Benévola. Surtidora de la contracorriente que transitan solo los verdaderos héroes. Al servicio de la más humana de las aspiraciones: acceder al territorio magnificado. En el cual la vida, sea vida verdadera. No simple copia de los discursos ampulosos, que repiten a diario los crucificadores. Xiomara Arredondo Lo de Xiomara Arredondo todavía estaba ahí. El cuento ese que le inventaron hace días. Que estaba en tinieblas, cuando apareció el Gran Señor. Ese que, según dicen, la tuvo primero. Antes de ser ella hoy lo que antes era. Y me di a la tarea de buscarla para escuchar de palabra suya, si era verdad o mentira. Fui hasta donde vivía antes. Y me dijeron que no; que desde el siete de febrero se mudó. Que no saben para donde. Y qué razón alguna dejó. Ni para mi ni para nadie. Solo que se iba y que no la buscaran más. Ni aquí ni allá. Ni en ninguna parte tampoco. En verdad tenía afán de encontrarla. Fui por ahí caminando. Preguntando si la han visto siquiera. Por lo mismo, vuelvo y digo, que pasará con ella. Abandonó su lugar sin decir adiós ni nada. Sin siquiera expresar por qué camino cogió. Recuerdo si, que una noche cualquiera, me dijo no voy más; porque en este mundo voraz no quiero ni vivir ni estar. Que mi dolor es profundo me dijo. Que no me podía contar lo que en otro lugar pasó con ella. Y del mismo recuerdo aquel, entresaqué una verdad que deduje cuando de tanto hablar, até cabos sin par. Y leí lo que logré entrelazar. Siendo una historia absurda y triste a la vez. Que se hizo mujer en brevedad de tiempo. No tuvo hogar seguro. Ni siquiera como simple apoyo para ayudarla a caminar en la vida. Que no tuvo edad para amar. Que, por lo mismo, entró en eso de dar su cuerpo al postor primero y mejor. Y se siguió yendo. Andando pasos perdidos; sin lograr nunca sentir ser amada. Sin encontrar refugio, que al menos su pulsión descansara. Que, al menos, descanso fuera. Para ella y para quien llegó a ser fruto sin quererlo. Y de camino en camino, estuvo en la otra orilla. Brinco el océano rauda. Como rápido es soñar que va a enderezar lo habido. Busco el atajo siempre; tratando de no perder la punta del hilo para volver. Aun así, de dolor en dolor, llegó al punto de no retorno. Como queriendo decir con eso, que tocando fondo estaban su pasión y su albedrío. Y, con ella, y por supuesto Germancito que crecía; sin hallar lo que quisiera. Que no era otra cosa que ser si mismo. Su estructura mental iba más allá que el perfil todo de Xiomara. Era algo así como un dotado extremo. De esos que no se encuentran ahí no más. Diría yo, ahora, ni cada doscientos años. Luego que perdí su rastro no tuve sosiego. Lo mío hacia ella, siempre ha sido y será verla mía. No más, ahora, vuelven a mí esos dos días en Cali. Ella y yo, en la sola piel. Revoloteando a lo torbellino. Una danza herética de no acabar nunca. De torsiones ajenas. De esas que ella y yo vimos cualquier da; en sueños dos. El de ella y el mío. Ella avasallada, como diosa que se otorga. Yo, como sátiro en bosque, buscando cualquier sexo perdido. Fui hasta su océano; el mismo que atravesó otrora. Y pregunté por ella al viento. No supo que decir. Lo increpé por su no recuerdo. Y me devolvió el silencio, como única respuesta. Bajé en profundo. De agua y sal fue mi bebida. Todo para no encontrarla. Todo para ella seguir perdida. En cualquier lugar, un día cualquiera, encontré a Germán. Ya no Germancito. Y me dijo no la he visto. Ya casi ni la recuerdo. Por lo mismo que mi madre me dejó en el camino. Sin notar siquiera
  • 15. que yo la amaba y que en disposición estaba de buscar a su lado mi destino. O el de ella. O el de los dos. Y vagué por el mundo, me dijo. Desde el Pacifico violento. De mar a mar. De Buenaventura a Malasia. Desde Antofagasta hasta la India. No vi huella de ella. Pero escuchaba su voz a todo momento. La veía en sueño recurrente. Recordaba sus espasmos; sus gritos; sus susurros. Como cuando a mi padre amaba. Por lo menos esos dijo una noche. Entre sueños y desvelos. Deje al Germán sin rumbo. Yo cogí el mío. No otro que el mismo, enrutado por mi brújula doliente. De amor y de vértigo. De ternura y de deseo. Fui a recabar en Angola. Conocí sus pesares y sus soledades. De Colonia abandonada a su suerte. Una vez saqueada; arrasada, violentada. Nadie, allí, supo que fue de ella. Ni la conocieron siquiera. La mañana en que me contaron lo que, según dicen pasó, estuve yendo y viniendo en lo que hacía. No me interesé al comienzo. Pero, en el mediodía entré en el tósigo de los celos. Revolqué mi silencio. Una copa tras otra para ahogar, como en la canción, la pena de no tenerla. Odié a quienes vinieron. A los que, según dicen, la vieron al Gran Señor atada. Como a remolque. Como suplicante mujer que juntando mil palabras hacía de lo dicho un sonajero de expresiones, como doliente insaciada. Como náufraga asida a cualquier trozo de viento benévolo. Noche aciaga esa. Perdido en las calles. Con pasos de caminante perverso. Que busca lo que ha perdido y que, a conjuro, envalentonado quiere hacer venganza; así sea lo que fuere; no importándole si en ella moría Xiomara o su amante. En esas estaba, cuando en la penumbra de una esquina, encontré a quien fuera su amigo del alma. Santiago era su nombre. Porque hice que así fuera; como quiera que en su cuerpo clavé tres veces el puñal que llevaba en cinto desde la víspera. Desde ese día anterior; o desde el mismo día, no sé. Y seguí con los mismos pasos andando. Ni siquiera corrí; porque para que hacerlo si me di cuenta que no era Santiago el Señor que a Xiomara poseyera. No recuerdo si por vez primera. O si primero fui yo en el inventario de sueños que en mi memoria estaban. Azuzándome siempre para que yo mismo tejiera la urdimbre malparida. Para que buscara siempre en ella su hendidura hermosa que daba vueltas en mi cabeza. Solo eso; no otra cosa. La mañana nueva, me encontró en cama tendido. Desnudo, casi rígido. Con mi asta enhiesta. Con mi mirada puesta en el pubis de Xiomara, la recordada y deseada. Como obnubilado sujeto de la Inquisición venido. Con la heredad de los machos que van buscando tesoros como ese de mi mujer deseada. Otro mediodía, ahora en Sucumbíos. No pierdo el referente del Pacífico trepidante. Estuve en esa selva hiriente. En esa soledad de caminos. Ni mujeres, ni hombres había. Solo ese viento ligero que estremece. Por lo mismo que es viento de ausencia. Ninguna indagación posible, entonces. Simplemente oteando. Aguzando mi olfato de pervertido. Que hace de cada día un una visión, un relato de ese tesoro acezante; de Xiomara o de cualquiera otra hembra invitando a ser poseída. Por mí o por cualquiera. Germán volvió del periplo. Lo encontré un lunes de marzo. Con la sujeción de quien espera ver a su madre. Con la juntura de palabras desparramadas. Con el arrebato del hijo que extraviado sigue; sin encontrar nunca lo que quiere y persigue. Desde el día mismo en que, a mitad de camino, Xiomara Arredondo lo abandonó. Este Germán se hizo mi par en la búsqueda. Juntos estábamos, allí. Ese día lunes, siendo ya tarde. Cuando nos sorprendió la luz de Luna, alumbrando el paisaje. Y vimos pasar a Xiomara de la mano del Gran Señor. Diciéndonos adiós con sus manos. Cuando la luz se apagó; sentimos que una sombra pasó. Siendo, como en verdad era, un cortejo de muerte. Con Xiomara Arredondo muda, envejecida, diciéndonos no busquen más que de la tumba he vuelto para verlos de dolor cubiertos. Para decirles que yo ningún Gran Señor tuve. Solo a ustedes dos. Padre e hijo que son.
  • 16. La negación . He resuelto comenzar a desandar lo andado. Porque tengo afán. El declive es insoslayable. Como anti-ícono. O mejor como ícono que está ahí. Pero que no significa otra cosa que el regreso. Al comienzo. Como lo fue ese día en que nací. Para mí, sin quererlo, fue el día en que nacimos todos y todas. Porque, en fin de cuentas, para quienes nacemos algún día, es como si la vida comenzara ahí. Lo cierto es que accedí a vivir. Ya, estando en el territorio asociado al entorno y a la complejidad del ser uno. Pronto me di cuenta de que ser yo, implica la asunción de un recorrido. Y que este supone convocarse a sí mismo a recorrer el camino trazado. Tal vez no de manera absoluta. Pero si en términos relativos; como quiera que no sea posible eludir la pertenencia a una condición de sujeto que otear el horizonte. En la finitud, o en la infinitud. Qué más da. Si, en fin de cuentas, lo hecho es tal, en razón a esa misma posibilidad que nos circunda. Bien como prototipo. O bien como lugares y situaciones que se localizan. Aquí y allá, como cuando se está, en veces sin estar. O, por lo menos, sin ser conscientes de eso. Cualquier día, entré en lo que llaman la razón de ser de la existencia. No recuerdo como ni cuando me dio por exaltar lo cotidiano, como principio. Es decir, me vi abocado a ser en sí. Entendiendo esto último como el escenario de vida que acompaña a cada quien. Pero que, en mí, no fue crecer, Ni mucho menos construir los escenarios necesarios para actuar como sujeto válido. Un quehacer sin ton ni son. Como ese estar ahí que es tan común a quienes no podemos ni queremos descifrar los códigos que son necesarios para vivir ahí, al lado de los otros y de las otras. Duro es decirlo, pero es así. La vida no es otra cosa que saber leer lo que es necesario para el postulado de la asociación. De conceptos y de vivencias. De lazos que atan y que ejercen como yuntas, Por fuera todo es inhóspito. Simple relación de ideas y de vicisitudes. Y de calendas y de establecer comunicación soportada en el exterminio del yo, por la vía de endosarlo a quienes ejercen como gendarmes. O a ese ente etéreo denominado Estado. O a quienes posan como gendarmes de todo, incluida la vida de todos y todas. Y, sin ser consciente de ello, me embarqué en el cuestionamiento y en la intención de confrontar y transformar. Como anarquista absoluto. Pero, corrido un tiempo, me di cuenta de mi verdadero alcance. No más allá de la esquina de la formalidad. Sí, de esa esquina que obra como filtro. En donde encontramos a esos y esas que lo intuyen todo. A esos y esas que han construido todo un acervo de explicaciones y de posiciones alrededor de lo que son los otros y las otras. Y de sus posibilidades y de su interioridad. Y de sus conexiones con la vida y con la muerte. Esas esquinas que están y son así, en todas las ciudades y en todos los escenarios. Y yo, como es apenas obvio, encarretado conmigo mismo y con mis ilusiones. Y con mis asomos a la libertad. En ellas se descubrieron mis filtreos con la desesperanza. Y mis expresiones recónditas, en las cuales exhibía una disponibilidad precaria a enrolarme en la vida, en el paseo que está orientado, hacia la muerte. Y estando así, obnubilado, me dispuse a ver crecer la vecindad. A ver cómo crecían, alrededor de mi estancia, las mujeres y los hombres que conocí cuando eran niños y niñas. Y, estando en vecindad de la vecindad, conocí lo perdulario. Ese ente que posa siempre latente. Que está ahí; en cualquier parte; esperando ser reconocido y por parte de quienes ejercen como mascotas del poder. Como ilusionistas soportados en las artes de hacer creer que lo que vemos y/o creemos no es así; porque ver y creer es tanto como dejarse embaucar por lo que se ve y se cree. Una disociación de conceptos, asociados a la sociedad de los que disocian a la sociedad civil y la
  • 17. convierten en la sociedad mariana y en la sociedad trinitaria y confesional. Y, siendo ellos y ellas ilusionistas que ilusionan acerca de la posibilidad de correr el velo de la ilusión para dar paso al ilusionismo que es redentor de la mentira que aspira a ser verdad y la mentira que es sobornada por quienes son solidarios y consultores para construir verdades. Y, estando en esas me sorprendió la verdadera verdad. Justo cuando empezaba a creer en el ilusionismo y en los ilusionistas. Verdadera verdad que me convocó a reconocerme en lo que soy en verdad. Sujeto que va y viene. Que se enajena ante cualquier soplo de realidad verdadera. Que ha recorrido todos los caminos vecinales. En lo cuales he conocido a magos y videntes de la otra orilla. Con sus exploraciones nocturnas, cazando aventureros que caminan atados a la vocinglería que reclama ser reconocida con voz de los itinerantes. Y, estando en esas, me sorprendió la incapacidad para protestar por la infamia de los desaparecedores. De los dioses de los días pasados y de los días por venir y de los días perdidos. Y volví a pensar en mí. Como tratando de localizar mi yo perdido, desde que conocí y hablé con los magos y videntes de la otra orilla. Un yo endeble. Entre kantiano y hegeliano. Entre socrático y aristotélico. Entre kafkiano y nietzscheano. Pero, sobre todo, entre herético y confesional. Ese yo mío tan original. Filibustero. Pirata de mí mismo. Y, sin embargo, tan posicionado en los escenarios de piruetas y encantadores de serpientes. Saltimbanquis que me convocan a cantarle a la luna, desde mi lecho de enfermo terminal. La enfermedad de la tristeza envalentonada. Sintiéndome poseído por los avatares increados; pero vigentes. Artilugios de día y noche. II Sopla viento frío. En este lugar que no es mío. Pero en el cual vivo. Territorio fronterizo. Entre Vaticano y Washington. Cómo han cambiado la historia. Cómo la han acomodado ellos. En tiempo de mi pequeñez de infante, tenía mis predilecciones a la hora de rezar y empatar. La tríada indemostrable. Uno que son tres y tres que vuelven a ser uno. Pero también le recé a Santo Tomás y al Cristo Caído, patrono de todos los lugares y de todos los periodos. Caminé con la Virgen María. De su mano recibía El Cáliz Sagrado cada Cuaresma. En esos mis sueños en los cuales también buscaba el Santo Crial. En esa blancura perversa de la Edad Media. Definida así por una cronología nefasta. Purpurados blandiendo la Espada Celestial; y los Santos Caballeros recorriendo los inmensos territorios habitados por infieles. Rodaron cabezas setenta veces siete. La tortura fue su diversión predilecta. En la Santa Hoguera y en los Santos Cadalsos. Y cayó Giordano Bruno. Y cayeron muchos y muchas enhiestas figuras de la libertad y de la herejía. Y las canonizaciones se otorgaban como recompensas. Y Vaticano todavía está ahí. Vivo. Como cuñete que soporta la avanzada papista; aun en este tiempo. Vaticano nauseabundo. Sitio en el cual la presencia de los herederos de San Pedro, ejercen como espectro que pretende velar el contenido criminal de pasado y presente. Siguen anclados. Y difundiendo su versión acerca de la vida y de la muerte. Purpurados perdularios. Para quienes la Guerra Santa es heredad que debe ser revivida. Y Washington sigue ahí. Inventando, como siempre, motivaciones para arrasar. Ya pasó lo de Méjico y lo de Granada y lo de Panamá y pasó Vietnam (con derrota incluida) y lo de Bahía Cochinos y está vigente lo de Irak y lo de Pakistán y lo de Afganistán. Y se mantiene Guantánamo como escenario en el cual efectúan y efectuaron sus prácticas los profesionales de la tortura. …Y, en fin, sigo sintiendo un frío terrible. En esta bifurcación de caminos. Todos a una: la ignominia. Y me levanto cada mañana; con la mira puesta en una que otra versión. Escuchadas en la noche; cuando no podía embolatar el hechizo tan cercano a la locura, al cual me he ido acostumbrando. Y, a capela, alguien me insinúa, a mitad de camino, la posibilidad de argüir mi condición de lobotomizado, cuando enfrente el juicio histórico de mis cercanos y cercanas. Ante todo, aquellos y aquellas con los (as) cuales he compartido. Siendo volantín al socaire. Siendo aproximación a la condición de sujeto libertario. Siendo apenas buscador de límites. III. En esta inmensa soledad soy inverso multiplicativo. Como minimizador de acontecimientos y de acciones. Como si fuese experto prestidigitador .Como lo fueron aquellos sujetos encargados de
  • 18. divertir a reyezuelos. Otrora, yo hubiese protestado cualquier asimilación posible de mis acciones a aquellos teatrinos incorporados a la cotidianidad burlesca. Pero ya no puedo protestar nada. Simplemente, porque no he sabido posicionarme como cuestionador de las entelequias del poder. En el día a día. Porque así es como funciona y como es efectivo. Obnubilando los entornos. De tal manera que he llegado al mismo sitio al que llegan los lapidadores de la verdad y de la ética. Sitio embadurnado; mimetizado y que posa como lugar común. Y que reúne a figuras asimiladas a los sátrapas. Personajes delegados por las jefaturas de los imperios. Sí, como diría alguien próximo, ¡así de sencillo llavería! Inmerso en ella (…en la misma soledad) he vivido en este tiempo. Ya, el pasado, no cuenta para mí. O, al menos como debiera contar. Es decir, como referente reclamador ante expresiones que tuve o dejé de tener. Cierto es que me fugué hace un corto tiempo. Fugarse del pasado es lo mismo que hacer elusión de la convocatoria a vivir en condiciones en las cuales, el presente no obre como tormento. Ficticio o no. Pero tormento en fin de cuentas. Soledad relacionada con la herencia, casi como copia de genes. Soledad que me remite siempre a ese pasado de todos y de todas. Pero que, en mí, cobra mayor fuerza en razón a la proporcionalidad entre decires y silencios. Esos silencios míos que pueden ser tipificados como verdaderos naufragios conceptuales. Como remisión a la deslealtad. Con mi yo. Y con todos y todas quienes estuvieron en ese tiempo. Y, entonces, reconozco a Fabiola, a Estela, Leticia y a Nelly, y a Norela, y a Rosita, y a Miguel, y a Nelson, y a… IV. Y, como si fuera poco, me hice protagónico en el ejercicio de las repeticiones. Como queriendo volver a esos escenarios en los cuales no estuve, pero que intuyo. El Homo-Sapiens en todo su vigor. Tratando de localizarme a futuro, para endosarme su tristeza. Para hacerme heredero de penurias. En ese tránsito cultural que fue, paso a paso, su itinerario. Cultura sin soporte diferente a aquellos ditirambos que nos situaron en condiciones de vulnerar a la Naturaleza; pero también de construir el significado del amor; de la ternura; de la solidaridad. V. Y, en eso de la ternura, de la solidaridad y del amor, me estoy volviendo experto. Pero como en regresión. Es decir en contravía de lo que, creí en el pasado, era mi fortaleza. Y me veo como advenedizo en este tiempo en el cual, precisamente, es más necesario ser herético, punzante, hacedor de propuestas de exterminio de aquellos que consolidaron su poder, a costa de la penuria y de la infelicidad de los otros y de las otras. Y, en eso de ser libre, me quedé a mitad de camino. Como pensando en nada diferente que estar ahí; como simple perspectiva de confrontación. Una existencia próxima al desvarío de aquellos y aquellas que siguen estando, como yo, sin comenzar siquiera el camino. Camino que se me escapa cada vez que lo miro o lo pienso. Camino que me es y ha sido esquivo por milenios. Porque nací hace tantos siglos que no recuerdo si accedí a la vida o al albur de los acontecimientos. Vida que se retuerce día a día y que no es tal, porque no la he vivido como corresponde. Lejanos momentos esos. En los cuales imaginé ser humano perfecto. Humano centrado en el itinerario vertido al unísono con las epopeyas de los y las libertarios (as). Lejana tierra mía (como dice el lunfardo). Tierra que fue arrasada desde mucho tiempo atrás. Desde que lo infame se posicionó como prerrequisito para andar. Y andando se quedó. Un andar predefinido. Andar que no es otra cosa que seguir la huella trazada por nefandos personajes que hicieron de la vida una yunta. Como encadenamiento cifrado. Como propuesta que restringe la libertad. Y que la condiciona. Y que la mata, a cada momento. Lejanos horizontes los que caminé. Solo. Porque la soledad es sinónimo de estar ahí. Como convulsivo sujeto de mil maneras de aprender nada. Sujeto que se sumergió en el lago mágico del olvido. Ese que nos retrotrae siempre a la ceremonia primera en la cual se hizo cirugía al vuelo libertario. Cortando alas aquí y allá. Cirugía que se convirtió en ritual perenne. Como cuando se
  • 19. siente el vértigo de la muerte. Muerte que huele a solución, cada vez que recuerdo y vivo. Pasado y presente. Como si fuera la misma cosa. VI. Como soplo de dioses, pasó el tiempo. Yo enajenado. Esa pérdida de la memoria que remite al vacío. Y estuve, en esa condición, todo el tiempo. Desde que empecé a creer que había empezado a vivir. Enajenación, similar a la de los personajes de Kafka. Prolongación del yo no posible, en autonomía. Más bien reflejo de lo que no sucede. De lo que no existe. Un yo parecido a la vida de los simios. Repitiendo movimientos. Inventando nada. Simple réplica. Sin el acumulado de verdades y de hechos y de posibilidades, que debe ser soporte de vivir la vida. Y, cualquier día, me dije que no volvería a experimentar con eso de no sentir nada. Pero no fue posible. Simplemente porque nunca encontré otro libreto. Porque me quedé recabando en lo que pude haber sido y no fui. Porque, como los marianos, me quedé esperando que viniera la redención, por la vía de la Santa Madre. Porque me obnubilé con ese desasosiego inmenso que constituye el estar ahí. Pensando, si acaso eso es pensar. Pensando en que sería otro. Diferente. Otro yo. No perverso. No conciliador con la gendarmería. Otro sujeto de viva voz, no voz tardía y repetitiva. Voz de mil y más expresiones de expansión. En el ancho mundo histórico. Ese que es concreción de vida. Porque, lo otro, es decir estar ahí, es como mantener vigente la enajenación profunda. Un yo Kantiano que se sumergió (¡otra vez¡) en la heredad de los emperadores y de los dioses míticos y de las creencias aciagas y de los postulados polimorfos de los sacerdotes socráticos y aristotélicos. Sacerdotes que remiten a la interpretación de lo que existe, por la vía de la vulneración del yo concreto, vivencial; necesitado de vivir sin el cepo perenne de una interpretación de la vida, sin otra opción que estar ahí. Esperando que los silogismos desentrañen la vida. Y que la sitúen como premeditación. Como expectativa unilateral; sin cuestionamientos y sin alternativas diferentes a ser gregarios personajes que deletrean las verdades de conformidad con el discurso ampuloso ante la asamblea de diputados que tratan de convencerse a sí mismos, de que no existe otra alternativa a mirar el universo como centro que fue creado desde siempre por quien sabe quién. O el Dios Zeus; el Dios Júpiter; el Dios Cristiano que no supo administrar, a través de su hijo ilustre, las posibilidades de quebrantar el yugo de los imperios. O del Dios del profeta Mahoma que se enredó en justificar mil disputas por el poder que otorga la verdad. Todos, en fin asfixiándola, en cada momento histórico. Dioses perdularios. Matadores de cualquier ilusión. Pero yo me quedé expectante. Esperando que llegara el salvador por la vía de la Razón kantiana; o por la vía de la postulación dialéctica hegeliana. O, simplemente, por la vía de la propuesta ecléctica de Engels. Y todavía estoy aquí. Y ensayé con la proclamación de Darwin, para resarcirme de mis creencias de la creación de las especies, a la manera de Génesis II, 18-24. Y, tal parece que no entendí su mandato evolutivo. Y me recree en Morgan, en la intención de concretar una propuesta de sociedad heredada, a partir de sucesivos momentos en la historia de la humanidad. Y me quedé esperando ver en Marx una opción diferente a la de Max Weber. Sociedad de confrontación. De lucha de clases. Pero, tal parece que tampoco eso lo entendí. Simplemente porque no pude descifrar el código revolucionario inmerso en su teoría. Y me quedé esperando a Lenin. Con su teoría de partido y de concreción de la libertad por la vía de la extirpación de la ideología de los terratenientes y de los burgueses y del Estado Y me quedé esperando al divino Robespierre, cuando supe de sus arengas para destruir a la Bastilla y a los reyezuelos y a los monárquicos todos. Pero me confundí cuando este erigió la guillotina como solución. Y, antes, había esperado a Giordano Bruno. Pero, por su misma opción hermosa de libertad, no pude interpretarlo; y su muerte atroz, me sorprendió prendiéndole velas a Descartes. VII. Otra vez desperté pensando en la libertad. Es una reiteración. De ese tipo de expresiones que naufragan, cuando nos percatamos que la hemos inmolado en beneficio de la metástasis con la violencia oficial. Un tipo de vulneración que la llevó (…a la libertad) a ser auriga de vocingleros de la democracia, que encubren prestancia adecuándola a su intervención como promotores de esperanza centrada en su discurso de que aquí no ha pasado nada y que solo ellos son alternativa.
  • 20. VIII. Y estuve en el mercado de san Alejo. Esperando que llegaran los cachivaches colocados como símbolo por parte de los testaferros de la guerra, actuando a nombre de los cruzados por la buena fe, la moralidad y la eutanasia hacia los proclives de la insubordinación. Y, allí, conocí a aquellos y aquellas que se han constituido en beneficiarios de esa guerra y de sus mil y más interpretaciones. Y, en esa dirección, conocí a los académicos. Sí, a los usurpadores. Escribiendo para diarios y revistas. Una opereta que no acaba. Y vi, con repugnancia, a los desmovilizados y desmovilizadas. Vociferando en contra de su pasado. Y los y las vi como caza recompensas. Allí estaba Rojas (…el de la amputación de la mano de su jefe político y militar y que presentó como trofeo y como justificación para recibir la mesada oficial infame) y vi a Santos y su cohorte administrando la guerra a nombre de “los ciudadanos y ciudadanas de bien”. Y vi a todos y todas aquellos (as) que están al lado del Emperador Pigmeo. Y vi a quienes construyen discursos vomitivos, a nombre de la “sociedad civil”, vendiendo sus palabras acartonadas. Como equilibristas que se agazapan. Esperando un nombramiento. A Eduardo Pizarro Leongómez, blandiendo su pobre erudición, diciendo que las mujeres violadas por los paramilitares no deben hacer de su denuncia una bandera de lucha en contra de los criminales de guerra; a los Angelino Garzón. El mismo que conocí como punta de lanza del Partido Comunista, liderando organizaciones sindicales, a nombre de la revolución. Sí, lo vi como fórmula vicepresidencial del invasor del Ecuador y prístino representante de los monopolios de la comunicación. Y me encontré, vendiendo sus declaraciones, al “Joyero”. Si, al brillador de lámparas de Aladino; es decir, me encontré con Daniel Samper. Sí, el mismo que defendió el bastión monárquico, cuando se produjo el conflicto entre el feudal Juan Carlos de España y el chafarote populista Hugo Chávez. El mismo Daniel Samper que pasó de agache cuando el Santo Oficio de la Alianza Santos-Planeta, expulsó a Claudia López, por haber escrito la verdad acerca de los manejos de los dueños de la verdad en el periódico. Y vi a León Valencia, cuando llegó de Londres con su maleta cargada de palabras en contra de la lucha armada revolucionaria y con un breviario confesional que contiene el evangelio de los “nuevos demócratas”. Y, por lo mismo, me dije: ¿será que estamos condenados como pueblo a tener que asistir al parloteo de loros y loras que han renunciado a sus convicciones a nombre de la democracia infame de los detentadores del poder en nuestro país. Por siglos. Pasando por encima de los muertos y las muertas que ellos mismos han ajusticiado? ¿Será que, somos un pueblo imbécil que consume la mercancía averiada (parodiando al viejo Lenin) de la paz y la justicia social? IX. Y seguí dando tumbos. De fiesta en fiesta, como dijo Serrat, cuando cantó interpretó la canción. Y me quedé tendido, en el piso. Como queriendo horadar el suelo para enterrarme vivo; antes que seguir aquí. En esta pudrición universal. En donde la lógica ha sido trastocada; en donde las verdades se han diseccionado y recompuesto, para que asimilen las palabras de los directores y nieguen las palabras nuestras, las de los sometidos. Y seguí ahí. En ese ahí que es todo artificio. Todo lugar común, por donde pasan maltratados y maltratadores, como si nada. Es decir como repeticiones y prolongaciones sin fin. X No se cuánto tiempo llevo así. Solo se que me niego a reconocer mi trombosis vivencial. Se, por ejemplo, que asistí al evento en el cual Suetonio presentó su obra acerca de los Césares. Y me acuerdo que, estando allá, me encontré con Sísifo. Lo noté un tanto cansado de lidiar con su condena. La piedra, insumo mismo otorgado por los dioses perversos, había crecido en tamaño y en peso. Y no es que la gravedad se hubiese modificado. A pesar de no haber sido cuantificada todavía, seguía ahí; siendo la misma. Y me dijo Sísifo: te cambio mi vida por tu interpretación del escrito del viejo Suetonio. Y le dije: no vaya a ser que estés embolatando el tiempo conmigo, pensando en un descuido para endosarme tú útil pétreo. Y me dijo, casi llorando, “lo mío es otra cosa. No sabes cuanto me divierto, sabiendo que a cada subida y a cada bajada, me queda claro que desafié a los dioses y me siento bien así”. “Pero en cambio tú, sigues ahí. Me cuentan que te
  • 21. han visto en cuanto evento se organiza. Y vas. Y vuelves a ir. Y sigues siendo el mismo Adán que recibió hembras y machos, a manos del dios bíblico. Me cuentan que has tratado de cambiar a Eva por la alfombra voladora de Abdallah Subdalá Asimbalá. Y que en ella piensas remontar vuelo hacia el primer hoyo negro de la Vía Láctea. Pero, también me han dicho, que ni eso has logrado. Que sigues ahí, esperando que regrese Carlomagno de su travesía, para solicitarle que te deje admirar los objetos traídos de su saqueo. Y, en verdad, me puse a pensar en lo dicho por el viejo Sísifo. Y, no lo pude soportar. Y lo maté. Y logré asir la alta mar, en el barco de Ulises. Y llegué a la sitiada Troya Latina. Sí, llegué a esta patria que tanto me ha dado. Por ejemplo, me ha dado la posibilidad de entender que todos y todas somos como hijos de Edipo. Somos vituperarlos del Santo Oficio de la gestión autoritaria; pero no reparamos que, a diario, poseemos a la madre democracia. Que le cambiamos de nombre cada cuatro años. Pero que sigue siendo la misma. Es decir: ¡nada¡. XI. Llegué a ciudad Calcuta el mismo día en que nació Teresa. La madre de todos y de todas…y de ninguno. La conocí, un día en el cual estaba succionando el pus salido de las pústulas que había sembrado Indira Gandhi. La vi. Le vi sus ojos mansos. Como mansos han hemos sido; llenos de oprobios y pidiendo a dios por los que gobiernan. Y viajé, al lado de ella, al Vaticano (…sí otra vez). Ella me presentó a Juan Pablo Primero. Recién, el Santo Sínodo Cardenalicio, lo había nombrado Papa. Y, con él, estaban los directivos del Banco Ambrosiano. A los dos días murió envenenado. Después vine a saber, a través de Teresa, que su muerte tuvo como justificación, una investigación que el frustrado Papa, había iniciado siendo todavía cardenal. XII. Estando en la intención de desatar ese entuerto, me di cuenta que había olvidado mi entorno. Simplemente, me perdí en ese laberinto de las mentiras históricas, construidas a partir de las necesidades de quienes ejercen alguna autoridad. Y lo que pasa es que existen muchas autoridades. Y lo que pasa es que esas autoridades gobiernan desde mucho tiempo atrás. Y, me he dado cuenta de que, tendencialmente, son las mismas. Yuntas que coartan el espíritu. Y que nos colocan en posición de esclavitud constante. Y que, tan pronto devienen en los castigos penales y civiles. Y que, al mismo tiempo, devienen en mandatos que atosigan. Como ese de respetar y acatar lo que no es nuestro. Por ejemplo, cuando somos requeridos a aceptar los postulados de los imperios. Cuando estos parlotean acerca de lo habido y por haber. Aun sabiendo que han violentado y han saqueado. Por ejemplo, cuando sabemos que han acumulado beneficios que no le son propios. Y vuelve y juega. Como quien dice: no ha pasado nada distinto a aceptar lo que nos es mandado. Y, siempre nosotros, aceptando. Y estamos aquí. En ese ahora que es taxativo en términos de lo que debemos hacer y no hacer. De mi parte, ya me cansé. Espero, simplemente, que llegue la hora de la partida. Del pasado que pasó Si me dijeran que la vieron ayer, diría que yo no la recuerdo. Porque, en eso de no juntar pesares, me obliga la obliteración del torrente que viaja. Desde ese pasado tan lacerante. Que ha estado conmigo. Por lo menos desde que lo reconozco como mío. Y no de otro. Por lo tanto, en la expresión “si me dijeran que la vieron ayer”, está inserta la palabra acumulada que he construido y he traído desde que la conocí un día, como cualquier otro. Pero que, en mí, fue día primero del origen. De esta ansiedad tan mía. Y tan profunda. Y tan auspiciadora del tormento mismo incoado en ella. Devastadora avalancha que rompe cualquier blindaje, Que horada el ímpetu de lo humano mío.
  • 22. Siendo, que sí es cierto que es, untura que atosiga, Que inhibe a la locura habida. Como imaginación mía. Que retuerce la hilatura de alma. Y que me hace proclive a la desesperanza que desde antes está ahí. En espera. Con certeza segura. De que mi camino es ese. Y que, por lo mismo entonces, se empodera de ese tránsito mío. En pleno ejercicio de perversa cautivación, Dejándome en incierto lugar, ahí sujeto, como anclado en la arena movediza. Con mi locomoción perdida. Es por esto que diré, cuando me digan que la vieron ayer, que yo no la quiero ver ya más. Que si, acaso, podría decir que la vi un día pasado ya. Muy lejano en el tiempo. Tanto que ya casi es un no recuerdo. Y que, a lo sumo, se mantiene como imagen borrosa. Sombría. Como litigante cuerpo perdido. Desde ese mismo día en que a bien partir tuvo. Y que no la seguí, por eso. Porque ya, de lo suyo, no hay memoria plena. Ni deseada. Ni nada. Y sí que me lo dijeron otra vez. Que la vieron ayer. Vestida de guirnaldas hechas con el rigor que exige el tiempo que pasa. Y que, según dicen, ella dijo que no estaría nunca más conmigo. Que lo suyo estaba en volar por ahí. Agitando las alas que eran mías. Y que, dice ella, yo se las cedí un día cualquiera. En ese pasado que pasó y que ella no recuerda. Y sí que presté atención a, lo último dicho, justificando en ello la desdicha mía habida. La desilusión que digo mía, por lo mismo qu e no la endoso. Porque, si así lo hiciera, retornaría al día primero habido. El mismo que nació conmigo. Como incitación al recorrido avieso que, sin decirlo yo ni nadie, es como giro y giro que va y viene. Y que, por eso, me tiene aquí. Suspendido. Enajenado. Incierto, perdido. Y, como son las cosas contigo y conmigo. Quien me lo dijo hoy, es el mismo que me dijo ayer. Que te vio pasar por ahí. Y que, sin saber porque, dijiste que ya no ibas más conmigo. Simplemente porque, lo tuyo ya no era lo mío. Y que lo que vieron hoy y ayer, fue el cuerpo tuyo diluido. Ya muerto. Desde que, ese día en pasado, te maté por no ser tuya, cuando quise que lo fueras. Del pasado que pasó Si me dijeran que la vieron ayer, diría que yo no la recuerdo. Porque, en eso de no juntar pesares, me obliga la obliteración del torrente que viaja. Desde ese pasado tan lacerante. Que ha estado conmigo. Por lo menos desde que lo reconozco como mío. Y no de otro. Por lo tanto, en la expresión “si me dijeran que la vieron ayer”, está inserta la palabra acumulada que he construido y he traído desde que la conocí un día, como cualquier otro. Pero que, en mí, fue día primero del origen. De esta ansiedad tan mía. Y tan profunda. Y tan auspiciadora del tormento mismo incoado en ella. Devastadora avalancha que rompe cualquier blindaje, Que horada el ímpetu de lo humano mío.
  • 23. Siendo, que sí es cierto que es, untura que atosiga, Que inhibe a la locura habida. Como imaginación mía. Que retuerce la hilatura de alma. Y que me hace proclive a la desesperanza que desde antes está ahí. En espera. Con certeza segura. De que mi camino es ese. Y que, por lo mismo entonces, se empodera de ese tránsito mío. En pleno ejercicio de perversa cautivación, Dejándome en incierto lugar, ahí sujeto, como anclado en la arena movediza. Con mi locomoción perdida. Es por esto que diré, cuando me digan que la vieron ayer, que yo no la quiero ver ya más. Que si, acaso, podría decir que la vi un día pasado ya. Muy lejano en el tiempo. Tanto que ya casi es un no recuerdo. Y que, a lo sumo, se mantiene como imagen borrosa. Sombría. Como litigante cuerpo perdido. Desde ese mismo día en que a bien partir tuvo. Y que no la seguí, por eso. Porque ya, de lo suyo, no hay memoria plena. Ni deseada. Ni nada. Y sí que me lo dijeron otra vez. Que la vieron ayer. Vestida de guirnaldas hechas con el rigor que exige el tiempo que pasa. Y que, según dicen, ella dijo que no estaría nunca más conmigo. Que lo suyo estaba en volar por ahí. Agitando las alas que eran mías. Y que, dice ella, yo se las cedí un día cualquiera. En ese pasado que pasó y que ella no recuerda. Y sí que presté atención a, lo último dicho, justificando en ello la desdicha mía habida. La desilusión que digo mía, por lo mismo que no la endoso. Porque, si así lo hiciera, retornaría al día primero habido. El mismo que nació conmigo. Como incitación al recorrido avieso que, sin decirlo yo ni nadie, es como giro y giro que va y viene. Y que, por eso, me tiene aquí. Suspendido. Enajenado. Incierto, perdido. Y, como son las cosas contigo y conmigo. Quien me lo dijo hoy, es el mismo que me dijo ayer. Que te vio pasar por ahí. Y que, sin saber porque, dijiste que ya no ibas más conmigo. Simplemente porque, lo tuyo ya no era lo mío. Y que lo que vieron hoy y ayer, fue el cuerpo tuyo diluido. Ya muerto. Desde que, ese día en pasado, te maté por no ser tuya, cuando quise que lo fueras. El compás del tono acompasado del universo habido La vida tiene tono. Similar al del universo todo. Una acompasada danza derivada del caos de su mismo inicio. Que se fue decantando en su mismo proceso. La circularidad desconociendo rigideces. Envalentonada en la dilucidación de los referentes. Proclamados en el yendo de la apropiación de sus códigos. Para luego ser traducidos en palabra clara y entendida por nosotros y nosotras. En ese cuadro relacional que infunde vida por lo mismo que, en sí, el mismo es vida. Diseminada por donde quiera que iba cada quien. Y este con los otros y las otras. Construyendo con énfasis en hechos de proclama libertaria. Que ha evolucionado, desde el ayer pasado al futuro mañana. En un embeleso continuo. Desgranando componentes lúcidos que se avienen con lo deseado. Siendo esto una noción alada. Que vuela lejos. Pero que vuelve a empollar en tierra. Para luego volver a volar. Cada vez lo mismo, pero sin ser réplica estática. Y, ese tono, deambula creativo. Por ahí, sonando como correría que va imprimiendo, a su paso, la entonación propia del compás habido. Diferenciado. En itinerarios bravíos. En otros de plena coincidencia con el crecimiento de la psiquis. Que envuelve y motiva la aplicación creativa. Que no se erosiona, ante cada lluvia. O cada agua retenida. Más bien en absoluta consonancia con la
  • 24. versatilidad. Sembrando semilla habida. Creada. Por lo mismo que es originaria del inicio del proceso en sí. Todo lo habido, entonces, está, a la vez condensado. Y, a la vez, caminando como errante paso que, en su huella, deja lo que debe ser expuesto. Al aire y a la sucesión de improntas nítidas que se elongan en su fuero mismo. Siendo este lo que puede ser su capacidad de reinventarse, a cada rato. A cada día, siglo o milenio. Y, así, en lo que vendrá, está lo que fue sin haber tenido término. Lo que viene, entonces, vendrá soportado en la misma dinámica que orientó la aparición del universo. Lo increado ha sido y será, lo creado en ciernes. Y que va liberando insumos. Y el tiempo genérico derivando en momentos de coherencia y de concreción. Y, así, se explica el qué del por qué se hace y se expande en plena continuidad manifiesta. En un proceso en el cual la lógica no se avizora por recomendación alguna. Simplemente crece. Y, en ese crecer, ve morir lo que existió ayer. Para dar paso a lo que será mañana. O más allá. En ese tiempo de imposible medición simplista. Un derrotero proclive a la invención. Y a la creatividad. Y a la diversidad, cada vez más diversa. El tono de la vida, entonces, es el tono de lo increado que se fue creando a sí mismo. Ese universo prolijo. Cambiante. Caótico, en veces. Otras en coherencia, cuya premeditación no es otra cosa que las coordenadas no perplejas. No cautivas. Siendo, eso sí, un itinerario locuaz. Como en vértigo que acongoja a la estática. Que la punza siempre. Alcanzando, con ello, la movilidad en lo inmóvil. Siendo uno, aun siendo otros. O todos a la vez. Siendo cierto, entonces, que su tono es música inmemorial. Orquestada aquí, pero difundiéndola a todas las galaxias. Tono musical que es la expansión misma de lo increado que, en holgura inmensa de tiempo, se creó a sí mismo. En tejido par e impar. En blanco y negro. En colores todos. Vistos desde aquí. En cada retina individual. En ellas juntas todas. En fin que, siendo como es y fue y será el universo. Está aquí su tono. Su danza primera. Sus colores y sus voces. Difundiendo vida, desde la vida misma. Lo increado ha sido y será, lo creado en ciernes. Y que va liberando insumos. Y el tiempo genérico derivando en momentos de coherencia y de concreción. Y, así, se explica el qué del por qué se hace y se expande en plena continuidad manifiesta. En un proceso en el cual la lógica no se avizora por recomendación alguna. Simplemente crece. Y, en ese crecer, ve morir lo que existió ayer. Para dar paso a lo que será mañana. O más allá. En ese tiempo de imposible medición simplista. Un derrotero proclive a la invención. Y a la creatividad. Y a la diversidad, cada vez más diversa. El tono de la vida, entonces, es el tono de lo increado que se fue creando a sí mismo. Ese universo prolijo. Cambiante. Caótico, en veces. Otras en coherencia, cuya premeditación no es otra cosa que las coordenadas no perplejas. No cautivas. Siendo, eso sí, un itinerario locuaz. Como en vértigo que acongoja a la estática. Que la punza siempre. Alcanzando, con ello, la movilidad en lo inmóvil. Siendo uno, aun siendo otros. O todos a la vez. Siendo cierto, entonces, que su tono es música inmemorial. Orquestada aquí, pero difundiéndola a todas las galaxias. Tono musical que es la expansión misma de lo increado que, en holgura inmensa de tiempo, se creó a sí mismo. En tejido par e impar. En blanco y negro. En colores todos. Vistos desde aquí. En cada retina individual. En ellas juntas todas.
  • 25. En fin que, siendo como es y fue y será el universo. Está aquí su tono. Su danza primera. Sus colores y sus voces. Difundiendo vida, desde la vida misma. Geraldine Y sí que me fui por el volado. En sima caí. Y me dije que ya basta de tanto amar a Geraldine. Que si se fue. Que se vaya y no vuelva. Y lo repito a diario. A modo de cancionero repitente. En esa insania propia de quienes, como yo, no han sabido amar nunca. Y me hice a ese camino en caída libre. A ese modo de ser que no es. Pero que si ser que sea. Porque si no es, por lo mismo, me empalaga. Me retrotrae al inicio. Como espécimen de comienzo. Con las agujas puestas. Para transitar. Punzante. Ser de, ni siquiera, cimiento endeble. Nada de nada. Y la seguí. A la Geraldine. Y la asedié. Con ese discurso mío. Vomitivo de tres días de náuseas. Y me puse al brete de no dejarla vivir su vida. De mujer que es y ha sido ella. Liberta perenne. Que ha conducido montones de veces. A la brega del día a día. En contra de los tumultos de acezantes machos cabríos. En contra de los vilipendiarlos. De los que nunca han dejado ser al ser fémina, en vida propia. Que, por contrario, las asesinan. Con la palabra. Con el martillo de la religiosidad. De esa que ha sido, en construcción constante, conserje de la impunidad. Guardadora de las piezas de la tortura. De los incendiarios de cuerpos. Por lo que fueron y son. De aquellos y aquellas que ejercieron la pudrición del saber. Y que, aún hoy, lo conminan al silencio. En ese desvarío propio de misóginos enteleridos. Que fabrican púlpitos en cada acera y en cada balcón. En cada escritorio mohoso. Por lo perdulario y nefasto. Y seguí con el propósito de exterminarla. Y ella, la Geraldine. Tropelera incesante, Al vuelo de su inmenso poder. De convocante lúcida. De intuitiva guerrera. No se hizo. Ni se hace la ausente. Está ahí. Siempre ha estado. Sin eludir compromiso. Y, yo. Su inverso pujante. Atrabiliario constante. Tratando de cortarle el camino. Y de agredirla en físico. Como retaliación propia. Por lo que ella ha sido. Es. Y sigue siendo. Y seguí en mi caída. Conminándome a toda hora. Haciéndome a la idea que lo único posible, en este caso, es la venganza. Nacida de esa estrechura conceptual. De esa cepa. De gendarme pleno. Como si nada fuera. Me adentré en el recuerdo acumulado. Y la vi nacer. Como nací yo. En el barrio hospedante. De trajines en infancia. De juegos locos. Como loca es la ternura. Como tierna es la locura del que hace del juego. Creatividad constante. Sin ser línea de ciega que repite. Más bien de constancia como terquedad. Y esa suma de recuerdos, me llevaron a ella. Otra vez. La negra que vi, en primera vez, el día mismo en que aprendí a mirar la vida. Con ojos de soñador. Viéndola. A Geraldine. Navegaba por todo lo habido. En ese territorio que fue nuestro. Y la esperaba. Al término de la jornada de escuela básica. Y cogía sus manos. Y le hablaba. Con palabras primeras. Mágicas. Y ella, mi Geraldine, riendo como solo ella lo hace. Y, este viernes de celebración impúdica. De miradas atrás. Sollozantes. De calvarios y de cruces venales. La maté. Ahí mismo. En ese altar sacrílego. Es decir. En su altar de libertad. En esa plaza
  • 26. que la había visto, tanto tiempo. Alzar su brazo. Trémulo. Acompañando a las palabras hechas por ella. Como episodio siempre nuevo. Siempre libre. Sin ataduras. Sin engañosas florituras. La dejé ahí. Ni siquiera me atreví a cerrar sus ojos. Que me acompañaron. Mirándome. Hasta que me perdí. Cayendo. Y sentí mi peso sobre el suelo. Y fui mero reguero de cuerpo esparcido. Y, hasta ahí, supe de mí. Viendo, todavía, los ojos de mi Geraldine. Que me seguían mirando. Las madres Se lo habían enunciado un año atrás. Pero, él, creyó que era otra broma del señor alcalde. Lo que le dijeron tenía que ver con su condición de amante de hombres. Especialmente de adolescentes. Un largo historial. Aún antes de que se iniciara la actuación con el referente de “libertad para amar. Libertad para ser amado”. Su capacidad de seducción, era infinita. Él mismo contaba que había “desollado” a más de cuarenta. Sin ninguna violencia previa. Simplemente convocándolos con esos sus ojos verdes, penetrantes, asfixiantes. Que no dan lugar, una vez se los mira, a disidencias. Y es que David era puro fuego. Desde pequeño se acostumbró a medir los ensueños y los sueños. Siempre anhelando ser dueño de todos. Y los catalogaba. Por orden de belleza y de otorgante de placer. En el colegio era conocido como “El César”, Por lo mismo que exhibía un autocontrol absoluto, en unidad de acción con la maniobra constante para mantener cautivos a quienes amaba. Fueran consientes o no de ello. Y estuvo mucho tiempo en ejercicio de su aureola. Hasta que conoció a Nemesio. Imberbe bello. Ojos de una negrura convocante. Venía de familia hacedora de proclamas en lo que concierne a la libertad sexual. Todos y todas, en ella, eran amantes y amados. No importando la edad, ni el parentesco. Cuando lo citaron, simplemente, creyó que era una de esas audiencias más a las cuales había asistido un centenar de veces. Siendo siempre sujeto que acataban reglas e insinuaciones. Y creyó, asimismo, que el señor alcalde, en uso de su perfil de incompetente consuetudinario, simplemente le diría “no hay pruebas. Luego no hay condena”, Él era consiente que había vulnerado todas las reglas. Desde el mismo momento en que había agredido a Juliancito, En ese tipo de agresión que involucra la perversión. Porque fue, no solo obligarlo a aceptar la penetración constante; sino la atadura, de se ser en sí, a un cuadro relacional vejatorio, infame. Él había sido todo un engarce sistemático. Aprovechándose del poder ejercido sobre sus súbditos. En un proceso sin fin. Y, así, se lo había hecho saber al Santo Imperio. Lo pecaminoso había sido desterrado a partir de la absolución lograda. Tanto así que su invernadero sexual no había sido tocado. Ni lo sería nunca. Lo que le anunciaron era, para él, simple retórica lineal. De conformidad con sus principios y valores. Con velo de organza afín a sus postulados. Y, todos en la región, lo conocían, Sabían que