Procedimientos para la planificación en los Centros Educativos tipo V ( multi...
Tráfico de ilusione1
1. Tráfico de ilusiones
Uno (lo que éramos).
Cada quien vuelve a su pasado. Y, en veces, de manera abrupta, según el caso o la vivencia. En lo
que respecta Virgilio Zapata Samaniego, sucedió un imprevisto que lo obligó a vaticinar su futuro,
a partir de un engarce complejo. Problemas venidos desde su infancia, obligaron un paseo a bordo
de la imaginación y del recuerdo. El suyo. Y el de Aurelia Lucía Monterroso, su eterna noviecita.
En evidencia tardía, supieron de lo suyo cuando contaban seis y cuatro añitos de vida,
respectivamente. Unos arrabales que daban cuenta de lo tormentoso que era el tiempo en esos
días. Como cuando la iridiscencia en el día a día. Y relacionada con el quehacer instrumental
íngrimo obligaba a vivir con los otros y las otras, en vuelo rasante. A ras de la tierra. El barrio, su
barriecito del alma, se vio inmerso en un proceso de deterioro continuo. Irreparable e irreversible.
Unas vidas ahí expuestas. En enjundioso trabajo de los hechos. Ese tipo de violencias que hicieron
mella. Esa búsqueda de conexiones y de los conflictos en ellas. De tal manera que se fue erigiendo
un agregado cada vez más pesado. Esa latencia, allí. En los escenarios familiares bruscos.
Incompatibles con el recorrido ilusionario.
Doña Cecilia Amalia del Bosque Samaniego, tuvo a Virgilio en esos días en que cualquiera diría,
onerosos o infames. En ese recorrido lento de los momentos. De los decires cargados de
ignominioso insumo vinculado con la diatriba hirsuta. En un aplicativo violento. Como diciendo que
los valores son argumentos de ponderación en tiempos difíciles. Tal vez, haciendo alusión a la
incorporación de definiciones, venidas desde los inicios de la teoría aristotélica. Desatando los
nudos, a partir reflexiones por fuera del contexto cotidiano. Y, más bien, en el nexo con la
parentela. Una vinculación de principios complejos y volátiles; a esas campañas de
acompañamiento tutelar.
En ese tiempo de veloces haceres, se fue configurando el sentido propio de la nostalgia. Yendo en
dirección al decolaje. Ligado a esos vientos milenarios que aparecen y desaparecen en infinitud de
procesos. Y, en ese vuelo áspero se ha ido magnificando la desesperanza. Por lo mismo que
recaba, siempre, en la necesidad de articular la vida, cualquier vida, al vuelo perenne. Que se repite
y reinventa a cada paso. Por lo mismo, entonces, Cecilia Amalia, se hizo al viento. Así como otros u
otras se hacen a la mar. Ella hizo ese vuelo en nocturnal expresión. De todo lo habido en el
territorio efímero. Como cuando se traspasan las franjas y los husos horarios sin proponérselo.
Y la vaguedad de su intuición, la fue envolviendo. De tal manera que se fue perdiendo el ímpetu
inicial. Y se fue tornando en rescoldo, atizado por el mismo viento que ella eligió como transporte
benévolo. Un ir y venir, puestos en la memoria de quien sería su heredero, en lo que respecta a
bienes soñados. Uno y mil momentos de trajín de acertijos madurados a la fuerza. Una presurosa
orquestación lineal.
He andado muchos caminos (…como canta Serrat). En esa búsqueda de ilusiones. Tal parece que,
estas, se han evaporado. El “frente frío” de los mares las han expandido, echándolas a volar. Como
queriendo decir y hacer, que se ha posicionado lo perverso. En el caso particular mío, he navegado
en todos los mares. Entre otras cosas, nunca he podido saber cuántos son. Simplemente yo he sido
como esa noria que va y viene. Yendo por ahí. De lugar en lugar. Siendo, como he sido, una
aborigen en tierra ajena. Y sí que lo he pagado caro. Simplemente, porque he estado en ese
escenario que nunca ha sido mío. A veces, me he sentido como mujer sujeto que está aquí. Pero
2. no ahora, sino en los escapes vinculados a lo que cada quien le ha estado dado, asumir opciones
vinculantes. A lo que queremos ser. Sin tránsitos infames.
Eso explica, por lo tanto, mi vocación de nómada errante. Esa que se ha sentido predispuesta para
entender las reglas, en veces, inhóspitas. Y he estado como en preclusión con respecto a la vida
plena. He sentido, en perspectiva diferente a la que ayer, o cualquier día anterior, que se exhibían
como proclamas al aire. Y, por esto mismo, yo he sido como vengadora solemne. Haciendo alusión
a lo irrepetible. Pero, a decir verdad, me siento en locomoción perdida. Pegada al piso. Dando fe de
la gravedad. Como insumo en contravía de ese vuelo nítido que siempre añoré. En esa infancia mía.
Doliente expresión.
Dos (ese mirar protagónico)
Venía deambulando, desde el mismo momento en que supe del desvarío de mi Virgilio. Como ese
rumiar que vuela. Unos ámbitos presurosos. Por ahí cayendo en cualquier parte. Yo me fui
despacito. Hasta encontrarlo. En esa nimiedad de vida brusca. Por lo mismo que se fue
distribuyendo con una vocación insípida. En esas ilusiones sin sustento. En un andar los caminos
áridos. Y yo, como mujer libertaria, le dije a mi Virgilio que ampliáramos los pasos. En un reto a la
longitud pensada e impuesta. Él y yo nos fuimos por la vía azarosa. Él sin padre. Y yo como
preclara inspiradora. Aquella que no alcanzaba a dar el tono de lo diferente. En medio de tantas
fisuras prolongadas por parte de los “gestores” de la vida.
Llegué, cualquier día, al pueblito benévolo. En el cual había nacido. Me hice fabricar lentejuelas de
diversos colores. Como cuando una quiere que la recuerden. Eran, más o menos, las ocho de la
noche. El bus me dejó, justo al lado de las notarías. Yo había sabido algo de ellas. Por el tono de
sus pareceres, En esa prolongación de los caminos. Que, por sí mismo, se hacían angostos y
abiertos. Según la lectura e interpretación de lo que fuera necesario. Llegué a casa de mis tías,
siendo casi las nueve de la mañana. Allí conocí a mi primo Alberto. Había estado perdido mucho
tiempo. En mi vaguedad, creí haberlo conocido, en ese treinta y uno de octubre de cualquier año.
Estaba taciturno. En una mudez que traicionaba la palabrería de toda mi familia.
Estuvimos en conversa, casi tres días. Una habladuría parsimoniosa. Yo diría, ahora, impertinente.
Por lo vacía. Como entendiendo, una, que las palabras se hacían vuelo rasante. Sin definiciones. En
eso que una llamaría, la anti gramática universal. Y, este Diego Mauricio Cifuentes, sí que camina
por lo vago e insuficiente. Una locuacidad incolora. Pero, aun así, me cautivó. Como queriendo, yo,
decir que la parentela es una u otra. Todo depende de la manera como se conectan unas palabras
con otras. Y lo mío, en esa entendedera supina, no llegaba más allá que la interpretación de las
proposiciones. En verdades y no verdades. En esa tipología hechiza de la teoría de conjuntos. De la
lógica imperecedera. Pero, tal vez por esto mismo, empecé a vaticinar lo que habría de suceder.
Yo misma compuse el plano que serviría de referente. En cada juego y cada nomenclatura.
En esto de las veedurías angostas; la mira estaba del lado de lo nostálgico. Así fuese mero
imaginario. Y lo llevé siempre conmigo. A cuanto territorio estuviese nombrado. Graficado. Me hice
“sierva” de los holocaustos perennes. Aquí y allá. Como mensajera del vuelo de lo libertario. Me fui
yendo en eso que llamábamos lo puntual de la vida ajena y propia.
Hasta que me fui diluyendo. No soportaba más las alegorías alrededor de las cosas. Y,
fundamentalmente, de la vida. Me fui haciendo a la idea de vincular hechos y decires. Con la
palabra gruesa, casi milenaria.
Y seguí ahí plantada. Ya habían pasado las lisonjeras convocatorias. Y en este otro tiempo, yo
percibía que la condición de mujer arropada por las cobijas primeras. Desde ese primer frío que
enhebré siendo volantona pasajera de a pie. En ese universo de opciones que, yo misma no
entendí en el paso a paso de mi Virgilio que se hizo ilusionista de su propio entorno. Cuando lo
3. abandoné en la orilla de ese rio henchido. Cuyas aguas lo llevaron al mar. Y, allí, se quedó por
siempre. Con su Aurelia. La que siempre fue mi enemiga. Como quiera las dos siempre lo amamos.