1. Devaluar a la carta
Solo una paz frágil y recelosa ha sido capaz de posarse de forma interina sobre
los campos de batalla de las divisas, donde se celebran las guerras que los
gobiernos deciden declarar de forma unilateral y autárquica para restablecer la
competitividad de sus economías y obtener, aun a costa del vecino, algunas
ventajas diferenciales para sus nacionales. Mientras la vieja Europa, sumida en
la meditación de sus miserias, representa el papel de espectador pasivo, los
gobiernos de todo signo del planeta se afanan en mantener sus opciones en la
contienda del desarrollo económico, manipulando su signo monetario.
Fue el ministro de finanzas de Brasil Guido Mantega quien acuñó el término
„guerra de divisas‟ en 2010 apuntando con el dedo las políticas monetarias de
Estados Unidos, pero los medios de comunicación han resucitado la frase al
recoger las declaraciones del primer ministro japonés Shinzo Abe, en las que ha
manifestado sin ambages su irrevocable voluntad de debilitar al yen frente al
resto de monedas, decisión que ha dado lugar a una nueva variante doctrinal
apodada „abenomics‟. Para demostrar que no se anda por las ramas, el yen ha
perdido un 13% de su valor respecto al dólar desde diciembre y está en su
mínimo en tres años. Otros países no le van a la zaga aunque hablen más bajo.
es el caso de Estados Unidos, Suiza, Reino Unido, o un buen número de países
latinoamericanos y asiáticos. Las lanzas están en alto, aunque el estallido
general no se haya producido. Hollande reclama acción a los suyos, o sea a los
europeos y Merkel considera que el euro está en su sitio, mientras el inefable
Mario Draghi habla de falsas alarmas y de ruidos exagerados.
Arma de dos filos, una devaluación competitiva, o simplemente una
devaluación, es un acto deliberado de política monetaria para debilitar o
abaratar la moneda nacional en la esperanza de estimular la economía de la
nación, y alentar un crecimiento basado en la progresión inducida en la
exportación de sus bienes y servicios. Cuando la crisis mundial acaba de cumplir
su quinto año consecutivo, es comprensible que muchos gobiernos busquen de
forma desesperada volver a arrancar su maquinaria económica. Con todo, los
efectos perversos de tal medida no son despreciables. Las importaciones se
encarecen, la inflación aumenta, la deuda foránea se multiplica, los activos se
deprecian y la población se empobrece. Todo dependerá de la elasticidad o
rigidez de sustitución de las compras y las ventas exteriores para calcular el
beneficio neto resultante.
La devaluación competitiva se activa de distintas maneras, provoca reacciones
diversas y el G20 debería posicionarse ante las diferentes conductas de forma
discriminada.
Con un sistema de cambio fijo, Venezuela devaluó el bolívar en un 32% a
principios de Febrero. Los efectos perversos, por súbitos y cuantiosos, pueden
resultar perjudiciales internamente y el malestar de los países que compartan
clientes con Venezuela, será evidente. Pero la acción tiene un comprensible
carácter defensivo.
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2. En una flotación „sucia‟ como la practicada por el Franco suizo, la fijación de un
suelo mínimo de 1,20 francos/euro resulta proteccionista y por tanto
condenable. A diferencia de Venezuela, Suiza goza de pleno empleo, carece de
„bache de producción‟, registra un superávit enjundioso en su balanza por
cuenta corriente y procede a una manipulación „permanente‟. Algo similar, con
matices, cabe argüir sobre el yuang chino.
Con todo la forma más popular y antigua de afectación del tipo de cambio es de
naturaleza inducida, por medio de las llamadas políticas monetarias „no
convencionales‟, o de relajación cuantitativa consistentes en la creación masiva
de dinero. El Banco central reduce los tipos de interés de corto plazo
acercándolos a cero. Seguidamente realiza compras masivas de bonos
inyectando liquidez al sistema, lo que deprecia el tipo de cambio por dos vías:
De una parte tipos bajos ofrecen un menguado retorno de inversión
desalentando su compra. De otra, las subidas consiguientes de precios reducen
el valor real de la divisa domestica que se deprecia. Con todo ello las
exportaciones se disparan y la balanza comercial mejora. Paralelamente los
tipos reducidos estimulan la demanda interna. Esto es lo que se ha hecho en
todas las crisis -1982,1991,2001- y es lo que han hecho ahora Estados Unidos y
Gran Bretaña de forma implícita y Japón de forma declarada. Claro que en
Japón merece mayor indulgencia, al haberse situado con inflaciones negativas a
lo largo de una década. Articular un programa económico que lleve a un 2% de
inflación no parece ni heterodoxo, ni perjudicial para terceros ni mucho menos
un acto bélico.
Es claro, con todo, que un escenario generalizado de devaluaciones no sería
efectivo, crearía serias incertidumbres y conduciría previsiblemente al
proteccionismo y a la reducción sistemática de los flujos de comercio reales. Y
esto acarrea consecuencias catastróficas para todos, como nos han enseñado
repetidamente experiencias pasadas. En ese caso las devaluaciones computan
con suma cero porque no todas las monedas pueden depreciarse al mismo
tiempo ni todas las balanzas comerciales pueden mejorar de forma simultanea.
Sesudamente, el G20 en su reunión del 16 de febrero pasado en Moscú se
comprometió a no adoptar devaluaciones competitivas. “No orientaremos
nuestros tipos de cambio con propósitos competitivos, resistiremos cualquier
forma de proteccionismo y mantendremos abiertos nuestros mercados.” Que no
quede, pues, por declaraciones programáticas.
España milita en su vía crucis particular. Reventada la burbuja, sumida en el
desendeudameiento y secuestrada en la mazmorra del euro está al albur de
Frankfurt y Bruselas que dicen no tener nada que alegar. Mientras tanto lucha
por recuperar competitividad activando su propia devaluación „interna‟,
consistente en una reducción drástica de los salarios reales acompañada de una
batería de reformas de oferta. Los resultados no debieran ser muy distintos de
los de las devaluaciones tradicionales, pero la fe flaquea y amenaza con la
desesperanza.
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