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24 ÍNDICES

24 RELATOS

                                           En este parte del monte

                 La conspiración de los vampiros. El secreto Deferr

                                     El último día de Yuri Luhman

                                                   Menuda noche

24 ENTREVISTAS

                                      Entrevista a Miguel Ventayol

                                      Entrevista a Marcelo Ortega

24 ENSAYOS
                                 Porqué Seinfield se mea en todos




                                                                  1
2
24 RELATOS:
             La conspiración de los vampiros. El secreto
            Deferr

                                  Cuento de Miguel Ventayol

   El llanto resonó desde el otro lado del pasillo, atravesando las
paredes de la casa de Mauricio: era la hora de despertarse. La
falta de sueño no era culpa del niño, el insomnio aparece en el
momento más insospechado y se queda. Las consecuencias eran
tremendas para la salud. No era culpa del bebé. Sus motivos
tendría: hambre, suciedad, o un mal giro en la cuna. Bajó de la
cama.
   Lunes 13 de febrero del siglo XXI, un lunes cualquiera pero no
otro lunes más. El trabajo de Mauricio era tan específico que cada
semana suponía novedades, suponía cambios, incluso de
despacho. Anochecía. Nadie te prepara en la Facultad de
Derecho para estos trabajos: empresa X, del tipo secreto, rayano
lo delictivo, busca abogados sin escrúpulos, familia ni
obligaciones. Remuneración según valía.
   Fase dos: conocer tu entorno. Era indispensable conocer los
movimientos de los vecinos, los puntos flacos, si daban papilla o
pecho al bebé, si hacían el amor a medio día o de madrugada.
Trabajos, ingresos mensuales, marca de coche, hipotecas, los
detalles.
   Mauricio no tardó ni seis meses en convertirse en personal de
confianza en el organigrama de la empresa, el poder que tenía en
sus manos superaba lo que él mismo podía imaginar. De hecho
no era un aliciente, se conformaba con tener un trabajo en una
empresa con proyección. A veces se conformaba con tener una
ocupación diaria.
   Tomó un atajo para ir al edificio de oficinas. Al entrar sintió un
ligero cambio que no supo apreciar, lo cual no era bueno. El
espinazo se le estiró de manera espontánea, los tics y reacciones
eran resultado del entrenamiento.
   Entró al edificio de oficinas, saludó al guardia de seguridad sin
pistola, sin sombrero pero con una tremenda carga de dignidad,
miró de reojo, un sistema simple de comprobación, nadie le
seguía, nadie se atrevería, nadie podría.
   En la puerta el gorila le dio las buenas noches.



                                                                   3
Pulsó el número doce. Antes de que las puertas del ascensor
se cerrasen una mano las sujetó impidiendo que el aparato
subiera. El tipo detrás de aquel brazo vestía un traje oscuro que
no sorprendió a Mauricio, pero sí que detrás de él viniese uno de
los directivos, Mr. Younghead.
   —Buenas noches, señor –dijo.
   —Buenas noches –murmuró.
   El ascensor comenzó el trayecto de subida, no cruzaron ni una
palabra, ni una mirada.
   El número doce se marcó en rojo en el frontal del ascensor.
   —Éste es mi piso, aquí me bajo. Buenas noches –dijo sin
obtener respuesta, consciente de que los directivos no entablan
conversación con nadie.
   No había dado ni cuatro pasos hacia su despacho cuando
sintió que los dos hombres le seguían, sabía cómo reconocerlo.
Pero no podía girarse, a fin de cuentas se trataba de un directivo,
no debía cometer la torpeza de girarse por la sospecha de que lo
seguían. Entró en su despacho y el guardaespaldas se quedó en
la puerta vigilando, mientras su jefe entraba detrás de Mauricio y
se sentaba sin quitarse las gafas de sol ni el sombrero.
   —Señor Younghead, qué agradable sorpresa, ¿en qué puedo
ayudarle? –Preguntó Mauricio.
   —Evite los formulismos, Deferr, sabe que venía detrás de
usted y no tenemos tiempo de entablar una conversación. He
venido a informarle de su nuevo destino, del cual le darán más
detalles en la planta undécima. Ahora suba conmigo, el Comité
Directivo tiene que mostrarle algunas de las peculiaridades de su
cargo.
   Mauricio supo que no tenía nada más que decir ni alegar, salvo
volver a ponerse la chaqueta y cerrar la puerta. Les esperaban en
la planta undécima, a la que no accedía más que personal del
rango A.
   No había botón para la planta undécima, Mauricio conocía el
procedimiento, sólo mediante un percutor similar a una llave de
seguridad se podía subir a la planta destinada a los directivos y
sus cuerpos de seguridad.
   Fue su pequeño descubrimiento y de hecho no le sorprendió
que fuese el guardaespaldas el encargado de presionar el
percutor, arrellanarse en la parte trasera y un momento antes de
llegar, colocar con suavidad un pañuelo alrededor de los ojos de
Deferr. Determinadas medidas de seguridad eran tan obvias que



                                                                 4
no se cuestionaban. Un olor acre penetró al abrirse las puertas.
La oscuridad era evidente a pesar del pañuelo y tuvo la incierta
sensación de caminar sobre tierra.
   —Buenos días, señor Deferr, le hemos estado investigando
estos últimos meses y hemos decidido ofrecerle un ascenso.
Antes de continuar con esta entrevista, ¿está usted en
condiciones de aceptar el reto que supone avanzar un paso más
en nuestra organización, a sabiendas de lo que ello conlleva? –El
que hablaba era de sobra conocido para Mauricio Deferr, aquella
voz ronca e inconfundible que apenas se había dirigido a él en los
últimos años pero que cualquiera en la empresa debía conocer.
   Su respuesta fue concisa y rápida.
   —Por supuesto, señor.
   —A partir de este momento, su compromiso con nuestra
comunidad es total y absoluto. Un compromiso que sellará con su
sangre. Estire su brazo derecho si es tan amable, y súbase la
manga de la camisa.
   Una persona se le acercó con sigilo y pinchó varias partes de
su antebrazo. Creyó notar como si se deleitase en la manera de
sujetarle el brazo. El perfume que emanaba de su cuello era una
mezcla de jazmín y orquídeas nada empalagosa. Sería un
recuerdo que albergaría en su mente para siempre, para el resto
de sus días. Sintió un pinchazo, estaba acostumbrado. Luego el
perfume a flores giró y se colocó detrás de él. Lo siguiente fue un
tremendo dolor en la garganta después de que aquella mujer, le
tirase con fuerza de la cabellera y la frente hacia atrás e hincase
sus dientes mucho más allá de lo que Mauricio estaba dispuesto
a imaginar.
   —Ella es la señora Morgan, a partir de este momento y por
decisión del consejo, estás unido a ella hasta que ella misma
decida dejarte en libertad. A partir de este momento debes dejar
que la sangre pura sustituya tu sangre inferior. No te resistas,
todas las sensaciones que vas a empezar a notar harán que tu
vida anterior apenas tenga sentido. Pero la parte fundamental es
que desde este momento formas parte de una comunidad a la
que le debes la más absoluta obediencia y pleitesía, una
comunidad que te ofrecerá todo aquello con lo que hubieras
soñado en tu vida anterior. Déjate llevar, el resto de respuestas
llegarán solas.
   Sintió un calor que no sentía desde niño, un calor enfermizo
que le provocó visiones. Pasó de estar de rodillas a tumbarse,



                                                                  5
sentía la necesidad del frescor del suelo, pero el suelo era de
arena, una arena fina similar a la de la playa.
   —Es parte del proceso, déjate llevar –susurró la voz de la
mujer que aún permanecía detrás de él–. La fiebre pasará pronto,
el calor desaparecerá.
   —Tengo sed. –Fue lo último que acertó a decir antes de
desmayarse presa de los temblores, el calor y las pesadillas. Una
voz tranquilizadora susurraba: “Desaparecerá pronto”.
   Abrió los ojos. Se encontró en una sala llena de espejos,
similar a las que hay en ferias y atracciones infantiles. A su
alrededor, decenas de personas contemplaban el proceso con
seriedad, sin aspavientos, algunos fumaban, otros se limitaban a
observar. Supuso que en aquella sala encontraría más enemigos
que amigos. Se incorporó con lentitud observando a los
observadores.
   Estaba rodeado de los miembros del Comité Ejecutivo pero no
encontró su imagen en los espejos. Ni siquiera se sorprendió, no
se dejaba llevar por las emociones desde que tenía 17 años. Los
observadores estaban pendientes, él erguido, estirando su
columna vertebral, aguzando los sentidos, giró su cabeza desde
la izquierda hasta el punto en el que se encontraba la señora
Morgan.
   —¿Entiendes de qué formas parte?
   Sin llegar a pensarlo, y fijando su mirada en aquella mujer a
quien estaba ligado de manera permanente, respondió:
   —Sí, del todo.
   Su respuesta ágil y sencilla hizo que los más antiguos del
comité se removieran en los asientos. Mauricio seguía buscando
alguna sombra en los espejos, pero ni siquiera la suya.
   “¿Sería posible la transformación? Necesito, al menos, verme
los colmillos”, pensó, confiando en las viejas historias del colegio,
las películas en blanco y negro.
   —Tu primera misión es sencilla, tienes que ir a Albacete,
dentro de varios días se celebrará una reunión de la máxima
importancia y no queremos sorpresas, no queremos imprevistos.
Las noticias que llegan desde la comunidad no son negativas
pero tampoco tranquilizadoras. Debes conocer el terreno y
disponer la reunión. Por supuesto, sin que nadie sospeche de ti,
la comunidad manchega no debe imaginar que interferimos en
sus rutinas. ¿Queda entendido?




                                                                   6
—Está claro —respondió Mauricio, con la entereza de quien
comprende un plan del que no tiene la menor idea. Mientras
pensaba de manera algo confusa: “¿Albacete? ¿Acaso era una
broma, una prueba, un mal chiste? ¿No era aquello un
ascenso?”. La última vez que oyó hablar de aquel pueblo fue al
respecto de cómo un tipo llamado El Cazador libró a un
adolescente de una muerte sangrienta.

La parcela
—Lo que voy a hacerte no te va a doler. Al menos no de
momento. —Antes de que se diera cuenta tenía los labios en su
cuello. Lo único que pudo hacer el funcionario fue desmayarse.
No llegó a notar la ironía del comentario del ladrón que entró a
hurtadillas en su despacho.
—Es lo que les pasa a todos. Ni siquiera tú te comportaste de
manera distinta —dijo Armando sonriendo con la cara
descompuesta antes de darse el festín.
   —¿Acaso piensas que eres gracioso? —Escupió el forastero
dejando el cuello a un lado y mirándole a los ojos enrojecidos. El
forastero odiaba que las noticias corrieran más que él. Sobre todo
las noticias relacionadas con su traspaso a la vida eterna.
   —No pienses ni por un momento que por ser el nuevo chico
mimado tu condición va a cambiar lo más mínimo. Para mí
seguirás siendo un simple recadero.
   Antes de que terminase aquella frase, Mauricio había soltado al
funcionario y había golpeado con fuerza a su compañero,
lanzándolo contra la pared del despacho del abogado. Uno de los
cuadros, imitación de un paisaje de Degas, cayó al suelo a diez
centímetros de su rostro. No se había levantado aún cuando
Mauricio se colocó encima de él sujetando su cuello con toda la
fuerza que la rabia le daba. Le dio a entender que cualquier
palabra que dijese a partir de ese momento, tendría que ser sí
señor, no señor.
   —Vale, vale, ya sé quién es el jefe —dijo Armando limpiándose
la sangre de la boca.
   —Creo que en provincias os hace falta más disciplina. Así no
tendríamos que venir de fuera a solucionar vuestros errores.
   Armando se dejó el comentario en el paladar. Nadie le había
hablado así desde que saliera del Nuevo Continente. Se lanzó
con rabia al cuello del funcionario muerto, destrozando más piel y
músculos de los necesarios.



                                                                 7
A Mauricio no le importó. Dejó claro quién mandaba, pero le
fastidiaba recurrir a métodos tan obvios para demostrarlo de
nuevo. Vivían en el siglo XXI, pero algunos seguían anclados en
comportamientos del siglo XIX. Si eso era lo que querían en
provincias, lo tendrían. No es sencillo lanzar contrincantes contra
la pared a cada momento, o cada vez que te llevan la contraria,
pero cuando la situación lo merece, incluso desahoga.
   Poco después miraron cómo se desangraba Andrés Martín
Martín, abogado a tiempo parcial y funcionario del Ayuntamiento
de Albacete. El despacho estaba bien iluminado a pesar de ser
las nueve de la tarde. Ni siquiera lo apreciaron, la luz artificial
apenas les molestaba.
   El funcionario terminó de golpear el suelo con los talones. Los
intrusos se afanaron rebuscando entre cajones unos dosieres que
relacionaban la venta de unos terrenos de propiedad municipal a
un grupo de empresarios privados.
   —Aquí lo tengo. No busques más —dijo Armando balanceando
una carpeta color crema en su mano derecha.
   —Buen trabajo, chico. Buen trabajo —reconoció Mauricio a
quien no le quedó más remedio que apreciar el cambio de actitud.
Un buen chico con demasiado temperamento si había sangre por
delante. Un tipo que sabía dónde buscar y cómo no perder el
tiempo. Un chico a quien no le gustaba que apareciese de
manera repentina alguien de la empresa central a explicarle qué o
cómo tenía que hacer las cosas.
   —¿Nos largamos ya?
   —No, hagamos las cosas bien. Que parezca un robo —ordenó
Mauricio. Armando hizo un gesto con la cabeza, comprendió que
iban a poner patas arriba el despacho de aquel desgraciado. Lo
último en destrozarse contra el suelo fue una fotografía del
funcionario abrazando al presidente de la Comunidad. En la
mesa, sin tocar, dos fotografías enmarcadas en plata, del muerto
con sus hijas y su amante en un viaje a París, saludando subidos
en la Torre Eiffel.
   Las manos enguantadas evitaron rastros de huellas. Era
importante que el crimen pareciera un crimen, era importante que
nadie conociese el objeto robado ni lo sospechase. Por esa
misma razón se habían llevado con ellos el ordenador portátil, la
cartera y parte del dinero de la caja de seguridad. En la calle olía
a verano, la gente marchaba de camino a las terrazas y al paseo
de la Feria.



                                                                  8
—Oye, perdona lo de antes. No estamos acostumbrados a que
vengan de fuera a decirnos cómo hay que hacer las cosas. —
Armando trataba de seguir el paso del forastero, que se
esforzaba por caminar deprisa, como les sucede a todos los
madrileños. A punto estuvo de decirle que en Albacete no hace
falta tener prisa pero todavía no tenía confianza con él, a pesar
de la paliza.
   —Tranquilo, está olvidado. Pero deberíais acostumbraros, los
acontecimientos de estos meses han demostrado que algo
sucede y arriba creen que necesitáis ayuda —contestó su
acompañante sin decelerar ni mirar a Armando.
   —Ya, ya, supongo que las explicaciones de Ventayovski no
surtieron el efecto deseado.
   —Supongo que no. El hecho de que yo esté aquí lo prueba.
Pero no dispongo de esa información —mintió el forastero.
Armando entendió la mentira y asintió con la cabeza, sin dejar de
mirar a un lado y a otro, reconociendo compañeros y víctimas. El
verano dejaba poco margen para satisfacer impulsos, pocas
horas de oscuridad y demasiada gente por todas partes.
   Se encaminaron hacia un garaje cercano. Subieron al coche y
Armando enfiló las afueras. Los jefes estaban esperando en una
casa de campo cercana, o como la llaman en Albacete: una
parcela. Mauricio se sorprendió pero no dijo nada. Apenas una
verja a la entrada, algo inexplicable en Madrid, un caminillo que
conducía a una casa de campo con desconchones en la pared,
una pista de tenis y una piscina.
   ¿Dónde estaba la seguridad? En su mente apareció el búnker
madrileño, similar al que existía en Barcelona o los que podía
encontrar en las comunidades británica y francesa. Pero, ¿una
casa de campo con desconchones? Desde luego, la gente de
Albacete necesitaba un buen correctivo. Por un instante creyó
que la tarea le quedaba demasiado grande, se hacía necesaria la
intervención de los responsables de Madrid.
   Tantos fallos de organización y seguridad debían atajarse lo
antes posible.




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10
24 RELATOS.
               En esta parte del monte.
                                                Marcelo Ortega

                                                          Sonríe.
                                                  Hay guíscanos
                                                   bajo la encina
                                     (haiku japonés del siglo XIII)

    —Pues por mi pueblo se llaman mizclos, aunque también se
les llame guíscanos —dijo Marcelo, participando por cuarta vez
en la discusión.
    Se trataba esta vez de los guíscanos, de los diferentes
nombres que tienen (níscalos, guíscanos, mízcalos, rovellones).
La cafetería Aqua empezaba a tener la clientela de cada noche,
acaso algo más de lo habitual, aparte de que era viernes. En la
mesa del fondo estaban los tertulianos: Ricardo, que presumía de
llevar razón y atacaba cualquier receta culinaria con estos hongos
que no llevara su firma; Alberto, también con razones imperiosas
para llevar razón por encima de Ricardo; Miguel, que era menos
habitual en las tertulias cerveceras, y Marcelo, el más joven, que
había sacado el término de “mizclos”, más propio de Cuenca,
para hacer ver que algo sabía de los guíscanos, además de
comérselos.
    —¿Mizclos? Vamos, que en tu pueblo sois raros —contestó
con guasa Miguel, haciendo poco caso a la conversación.
    —Sí, mizclos, es una palabra que usan en Cuenca, pero
vamos, es lo mismo.
    —No, qué va a ser lo mismo —apostilló Ricardo, dispuesto a
llevar la contraria— Traedme unos guíscanos y unos mizclos y
veréis como no están igual. Yo cocino.
    —Vamos, que si eres capaz de distinguir un guíscano de
otro... — alegó Alberto.
    —Que sí, coño, que no es lo mismo. Digo un guíscano de un
mizclo. Que traigan guíscanos y os lo explico.
    La idea de que alguien trajera guíscanos empezó a ser seria.
Alicia, la camarera, repuso cinco tercios de cerveza, y entonces
tuvo la mejor ocurrencia. O tuvo la única ocurrencia útil de entre
las tonterías de aquellos parroquianos medio borrachos: —Pues
vais mañana a por guíscanos. Los traéis y aquí los hago yo. Pero
vais al campo, nada de traerlos del mercado de Villacerrada.



                                                                11
Alberto y Marcelo se miraron. Miguel miraba el baloncesto que
ponían en La 2. Ricardo recogió el guante a su manera:
    —Yo mañana no puedo ir a ninguna parte, pero me ofrezco a
estar aquí a las ocho, por la tarde, y hago de árbitro. Así os
explico porqué no es lo mismo un guíscano que un mizclo.
    Y allí iban ahora. La carretera a Molinicos no es demasiado
complicada ni demasiado entretenida. O quizá no es entretenida
porque no es complicada. Molinicos, al fin y al cabo, es un pueblo
serrano con poca sierra alrededor de sus calles y vecinos.
Todavía hay campo abierto, y el entorno abrupto del monte
cerrado sólo se intuye desde el camino. Por eso aquel viaje
estaba siendo algo tortuoso, aunque bien mirado no más que
cualquier viaje que se haga un sábado temprano, después de una
noche de cervezas. Miguel conducía y daba ligeros golpes en la
palanca de cambios, al son de las canciones de Kiko Veneno. La
canción decía aquello de “nos matará el café, nos matará la
droga; nos matará, tal vez, un hombre bueno con su pistola”.
Molinicos, tres kilómetros, apareció en un cartel. Y Marcelo, que
parecía dormido, abrió los ojos como si hubiera percibido que era
el lugar donde había que torcer para llegar dando un rodeo a Las
Hoyas.




  (Ricardo, Alberto, Marcelo y Miguel (de espaldas) discuten sobre guíscanos en el Aqua)



                                                                                     12
—Es por aquí, es este camino que casi no se ve. Giras y hasta
el final que verás una caseta de riego.
    —Esto esta muy cerca de la carretera, ¿seguro que va a haber
material? — dijo Alberto, que ocupaba el asiento de delante.
    —Ya verás como sí —contestó Marcelo por tercera vez.
Alberto ya había mostrado algo de escepticismo con el tema del
lugar—. Nos vamos a volver con ocho o diez kilos de guíscanos,
y si no pago yo la comida, putas.
    El sitio donde el Citroën C3 se quedó aparcado tenía pinta de
lugar idóneo para hacer fuego. Un claro desde donde se podían
ver los últimos montes tras el pueblo. Miguel echó a andar el
primero hacia donde, según Marcelo, podía empezar el terreno
abonado de estas peculiares setas, una variedad que muchos
buscaban con ahínco en aquellas semanas de noviembre. A unos
10 minutos de marcha, cuando ya se habían alejado por una
rambla bastante accesible para los poco entrenados compañeros
de excursión, Marcelo torció el gesto, porque iban apareciendo
señales de que el camino había tenido otros visitantes hacía
pocos días, y quizá con sus mismas intenciones. Pero el tiempo
era bueno, y mientras miraban al suelo buscando guíscanos o
intentando no tropezar los tres amigos hablaban de historias de la
sierra, sobre todo Miguel, que tenía a su novia en Riópar, y
hablaba de lo bien que se pasaba los fines de semana, entre
orujos y estufas de cáscara de almendro. Alberto daba las
primeras chupadas a una pipa, renunciando a sus habituales
cigarros, y de vez en cuando los tres reían al tiempo, a poco
curioso o discurrido que fuera el disparate que cualquiera de ellos
soltara.
    —Oye, si queréis, por si luego llueve, nos tomamos un café
ahora —comentó Alberto, más bien distraído de la cosa de buscar
setas, y encargado de llevar el termo—. Total, luego vamos a ir
cargados y habrá que aligerar peso ahora, ¿no? —. De nuevo se
rieron, y en eso estaban cuando, casi sin darse cuenta, llegaron a
un pequeño claro donde relucían unos cuantos guíscanos,
grandes y naranjas como el sol que presidía la estampa
campestre.
    —Mira, mira—espetó Marcelo, como si el campo le diera la
razón.
    —Hombre, los primeros, a ver si sabemos cortarlos— señaló
Alberto, al tiempo que sacaba la navaja.




                                                                 13
El claro se cerraba por un lado con un par de encinas,
mientras que al otro estaban repartidos los pinos por donde había
venido la expedición. Mientras cortaban los primeros guíscanos, y
mientras buscaban alrededor por si la zona fuera una “mina”, una
cosa grande y parda salió desde dentro de las encinas,
rompiendo ramas más anchas que la quilla de un barco. Aquella
bestia del tamaño de un oso y recubierta de escamas se
abalanzó sobre los tres, que sólo pudieron hacer una cosa: cerrar
la gran boca que habían abierto y correr a cualquier parte, donde
no hubiera yetis abominables con garras y 150 kilos de peso.

    Alberto.
    Alberto tuvo mala suerte al tropezar. Había avanzado treinta
metros desde el lugar donde aquél peculiar habitante del bosque
salió de su escondrijo cuando cayó sobre las matas de tomillo
que estampaban el suelo de aquella parte del monte. Vio correr
por delante a Marcelo y Miguel, cada uno hacia una parte, y
apenas nada más. Llevaba aún abierta la navaja con la que había
llegado a cortar el primer guíscano del día, y se dio un tajo en la
mano, al caer con el cuerpo de lado sobre uno de los brazos. La
escena de horror que tenía encima duró poco en sus ojos, porque
fueron los ojos y parte de la nariz lo primero que la bestia le quitó
de un zarpazo. El animal estaba recubierto de unas escamas
peludas. Entre hombro y hombro podía tener metro y medio, y
bajo los ojos el pelo se le oscurecía, alrededor de la nariz
pequeña y la boca. Con los dientes ensangrentados, el monstruo
se dedicó primero a desmembrar el cuerpo muerto, como si la
sangre le hubiese acentuado el ataque de furia. Después
simplemente se puso a engullir carne –también las gafas y la
pipa- con los ojos mirando hacia delante, porque sabía que a la
comida le faltaban otros dos platos. Y no podían estar lejos.

   Marcelo.
   —Joder, eso era un jabalí, tiene que ser un jabalí —Marcelo se
repetía esa idea desde lo alto de un árbol donde había llegado
después de cinco minutos de carrera. Había perdido a los demás.
Llegó a ver a Miguel corriendo como él había corrido, y sabía que
Alberto venía con ellos, pero ahora, ahí arriba, no veía ni oía nada
que le dijera que en esta parte del monte ocurría algo fuera de lo
normal. Y vaya si aquello no era normal.




                                                                  14
—Un oso, igual es un oso, porque era una mole. Joder pero
qué era eso—. Marcelo se miraba las piernas, las manos, que
temblaban como si no fueran suyas. Se buscaba y rebuscaba
algún rastro de herida, porque estaba seguro que el bicho le
había tocado. Quería ver sangre, quería ver al menos la ropa
destrozada, para tener conciencia de que todo era real, que había
ocurrido. Que no estaba soñando, sino que se encontraba en lo
alto de un árbol, solo, sin saber donde estaban los dos
compañeros de excursión, y con una bestia color marrón,
escamas y grandes garras rondando alrededor con muy malos
propósitos. O sólo con hambre, que venía a ser lo mismo.
    Había pasado media hora del ataque, pero Marcelo no sabía
cuánto tiempo llevaba allí subido. Empezó a darse cuenta de que
era una encina, y se alegró, porque el tronco y las ramas tenían la
suficiente consistencia. O eso pensaba, porque “la mole” parecía
capaz de derribar una montaña tan grande como el Padrastro de
Bogarra.
    —Puta excursión, me cago en diez, joder—. Marcelo seguía
hablando para él solo—. Si lo contamos no nos van a creer. Eso
si lo contamos.
    Entonces tuvo la idea de que quizá era el momento de gritar.
De saber si Miguel y Alberto estaban cerca, aun con el riesgo de
que la bestia los localizara. Pensó que un bicho así tenía que
tener un gran sentido del olfato, y que localizarlos allí arriba sería
fácil de todos modos. Además, bajar y gritar era mucho más
peligroso. Así que gritó. Llamó a Miguel. Llamó a Alberto. Lo
repitió justo cuando el sol estaba en todo lo alto.

   Miguel.
   —¡Estoy aquí, Marcelo, encima de un árbol! — Miguel se giró
de inmediato al escuchar los gritos. Se apartó la media melena de
las orejas para intentar escuchar mejor, y se puso un coletero. Sí,
estaba también en lo alto de un árbol, como si hubieran tenido el
mismo pensamiento, y de hecho habían estado todo el tiempo a
25 metros de distancia. En su media hora de experiencia
postraumática apenas había podido serenarse, y seguía
pensando que tenía que haber una explicación para todo. Se lo
repetía, y poco después pensaba en qué mierda de explicación
podía haber allí. Una fiera de dos metros y medio, más fuerte y
feroz que los osos de los documentales había aparecido de la
nada con unos ojos inyectados en sangre, con unas garras del



                                                                   15
tamaño de un cuchillo jamonero de Arcos. Y ellos sólo estaban
cogiendo guíscanos en Molinicos, hostia. Si salía de ésta, no
volvía al campo ni en pintura. A la mierda Riopar.

    Miguel y Marcelo.
    —Yo también estoy en un árbol. ¿Qué mierda era eso? ¿Está
Alberto contigo? —gritó Marcelo primero, aunque notó que Miguel
hacía preguntas parecidas al mismo tiempo.
    —¡No, Alberto no está aquí! ¡Madre mía, joder, espero que
esté bien! ¿Entonces has visto eso? ¿Era un jabalí o qué? Yo no
pienso volver a mirar—. Soltó desesperado Miguel. Uno y otro se
había encontrado, pero la situación no había mejorado mucho.
    —Tenemos que bajar, pero cualquier baja—dijo Marcelo, más
calmado—. Si seguimos aquí no sabremos lo que pasa, podemos
estar en el árbol hasta dios sabe cuando. Uno de los dos tiene
que bajarse, y correr al pueblo a buscar a alguien. Si tenemos
suerte, a lo mejor Alberto ha ido. Él tiene menos miedo. Él domina
mejor estas situaciones.
    —¡No me jodas! —respondió enseguida Miguel—. ¿Qué
situaciones? ¿Un bicho más grande que un jugador de
baloncesto, eso lo domina? ¡Me cago en la puta, joder!
    Los dos estuvieron en silencio durante un rato. Al cabo de un
rato hablaron con más calma, y acordaron esperar a que Alberto
apareciera, quizá con los del Seprona. Cada uno en su árbol
repasaban otra vez el momento en que aquella cosa salió de
entre las carrascas para aplastarlos como si fueran muñecos de
plastilina. Ahora parecía tan lejano el coche, las risas, el café que
no se tomaron, las cervezas del día anterior. Miguel miraba a su
alrededor procurando fijarse en cualquier ruido. Marcelo no hacía
nada, con la cabeza hundida entre las manos. No había nada que
hacer. Sólo bajar y jugársela, pero de momento el árbol era la
mejor opción.

   Los árboles.
   Una encina puede alcanzar más de 20 metros de altura. Hasta
cerca de 30 pueden medir algunas. La corteza se va poniendo
parda conforme cumplen años, como si fueran viejecetes al sol en
una plaza. En las primeras semanas de noviembre es cuando el
fruto, la bellota, está en plena maduración.
   Aquella encina estaba dando sus primeros frutos, porque no
tenía más de 15 años. Pero ningún otoño más iban a salir bellotas



                                                                  16
de aquél árbol. Como si fuera el tallo de un cardo, la bestia partió
en dos el tronco, y de la copa cayó un ser humano, todavía vivo.

   Marcelo y la bestia.
   Gritó porque lo oyó venir, gritó porque lo estaba viendo otra
vez, y gritó porque a modo de trofeo la bestia se había rodeado
de jirones de la ropa de Alberto. Gritó porque sabía que estaba
vendido allí arriba, que aquella cosa subiría a por él, o tiraría
abajo todo el árbol. No gritó porque viera acabada su vida,
aunque así la vio. Siguió gritando porque se vino abajo al primer
golpe que esa especie de yeti escamado le dio a la encina. Luego
no sintió nada. La bestia empezó a devorar todo aquello sin
distinción de persona o cosa. En el ataque, como si estuviera
ciega, masticaba hasta las ramas mientras deshilachaba tiras de
carne. Luego volvía a por esas tiras, y se comía también el
ramaje rociado de sangre humana. La bestia estuvo más de diez
minutos para apurar el segundo plato del día. Quedaba otro.
Aunque se escapaba a todo correr camino de Molinicos.

   Miguel.
   Decidió que no podía ser buen compañero. Que quizá Alberto
estaría cerca, y entre los dos tendrían redaños a volver y ayudar
a Marcelo. Igual se había salvado Marcelo, había saltado a otro
árbol, o el árbol había aplastado a esa especie de oso. Miguel
sólo oyó los gritos, vio caer el árbol, y supo que era su única
oportunidad de acabar con vida. Así que corría y corría, en
dirección al pueblo y a la carretera, con la poca orientación que
podía tener a estas alturas. Estaba seguro de que si llegaba a la
carretera se salvaría. Aquella cosa no podía salir a campo
abierto, Si alguna vez lo hubiera hecho, la habrían descubierto, y
él no tenía noticias de que en Molinicos existiera un animal tan
pintoresco.
   Seguía corriendo, sin mirar atrás. No le quedaban más de 100
metros para llegar a un camino, y ese camino llevaba a la
carretera. Para los humanos eran las dos de la tarde, la hora de
comer. Para otros seres del lugar, la comida había empezado dos
horas antes.
   El tercer excursionista se quedó helado cuando el oso
escamado le cortó el paso. El animal demostró tener astucia,
porque no le persiguió por detrás, sino que dio un rodeo, para que
a Miguel no le quedara más remedio que huir de nuevo hacia el



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monte. Miguel miró con horror a aquella cosa que ahora se había
detenido, y le contemplaba de nuevo meterse en su terreno.
Miguel hizo un rápido repaso y supo que no tenía escapatoria. En
un árbol le encontraría. En el suelo no podría escapar, a juzgar
cómo el bicho le había tomado la delantera. Pensó que podía
correr y correr. Quizá el animal se cansaría. De momento, el
bicho no estaba detrás. Quizá sólo le sacaba treinta metros, pero
era una opción que permitía pensar en seguir con vida.
Despistarlo. Esconderse en alguna cueva, a lo mejor.

   Miguel y Marcelo.
   Entonces se dio de bruces con el árbol caído. La escena que
sus ojos tenían delante no era apta ni para los caníbales más
exquisitos. Ahí estaban las vísceras repartidas alrededor del
ramaje de la encina. Antes la fiera había advertido que se
escapaba el tercer plato y había dejado a medias el segundo, con
lo que allí estaban los restos de Marcelo. La cara de Miguel
estaba blanca, la coleta del pelo se le había deshecho, y sintió
ganas de vomitar. Vomitó. También se meó en los pantalones. Y
aquélla cosa, la que se había comido a Marcelo y quizá también a
Alberto, apareció por detrás para mandarle al otro barrio de un
zarpazo. Miguel tardó dos o tres segundos en morir. Sólo vio las
garras afiladas sobresalir por su pecho. Deseó estar muerto justo
un segundo antes de estarlo.

    A la bestia le llevó más de media hora acabar con él y limpiar
las sobras de antes. Acabó con la cabeza de Marcelo en una
mano. Le sacaba los dientes uno a uno y también los engullía,
como si fuesen piñones en una piña seca. Una espléndida
comida en esta parte del monte. Un buen lugar para cazar. Algo
peor para buscar guíscanos.
    Cafetería Aqua.
    Eran casi las nueve de la noche. Había pocos clientes en la
cafetería para ser sábado, pero el partido de fútbol Valencia-
Barcelona daba comienzo a la hora en punto. Quizá vendría más
gente. En la primera mesa del lado izquierdo del local estaba
Ricardo, apurando la segunda cerveza.
    —Me parece que no nos vamos a empachar de guíscanos— le
gritó Alicia desde la barra.
    —Bah, si es que son unos moñas. No saben encontrarlos, van
a saber cómo se llaman— contestó Ricardo. ¿Sabes que he



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soñado con que les perseguía una especie de oso? A Alberto lo
mataban el primero. Los otros se subían a un árbol. En fin, a ver
si llegan.
    Se terminó la cerveza y pidió patatas fritas para acompañar a
la siguiente. El altavoz empezó a cantar la alineación del Barça.




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24 RELATOS:
               Menuda Noche
                 Cuento de Marcial Sarrión de Albolote

     —Dame otra cerveza porque si no, creo que me voy a
deprimir de escuchar tanta jilipollez. — Con estas palabras me
quería deshacer de Paco, pinchadiscos de La Estrella, uno de los
bares más escondidos de Granada, donde un grupo de gente
selecta y escogida se juntaba para olvidar que los días pasaban
demasiado despacio o demasiado deprisa.
     La música está bien escogida, se adecua a tu estado de
ánimo. Aunque, claro, Paco a veces me tocaba los cojones con
historias del Sacromonte que yo ni podía ni quería creer. Además,
tenía la estúpida manía de usar la coletilla sabes lo que quiero
decir, me entiendes, o no sé si me entiendes, como si la persona
al otro lado fuera J-i-l-i-p-o-l-l-a-s o no entendiera nada y a cada
momento hubiera que cerciorarse de que no es tonto o sigue el
hilo de tan elevada conversación.
     Me puso la cerveza encima de la barra, junto a los cascos
vacíos de las otras dos. No había demasiado trabajo aquella
noche de martes y prefería dejar las cervezas a mi lado para no
perder la cuenta de mi consumo y luego recochinearme que me
había perdonado dos o tres. Siempre lo hacía. Como para que le
debiera favores, pero Paco era consciente de que yo no pagaba
favores, para favores estaba después de escuchar aquella
ridícula historia de las niñas desaparecidas en lo alto del barrio de
los gitanos de Granada.
     No, ni una broma al respecto, todos sabían que con esas
cosas no bromean ni los andaluces que aseguran que son
capaces de matar a su madre por una buena broma. Hasta en
Granada hay cosas con las que no se puede bromear, y un salto
de la risa al navajazo te hiela la sonrisa en el rostro.
     Y dos forasteros como Paco y yo no podíamos permitírnoslo.
     — ¿Quieres que te lo cuente o no? —Insistió Paco cuando mi
cerveza estaba en las últimas.
     —No, creo que tú y yo vamos a cerrar este puto bar y nos
vamos a ir a ver qué pillamos—contesté para ver si se daba
cuenta de que aquello no me interesaba en absoluto.
     —¿Sabes que te digo? Que tienes razón, que para lo que nos
queda aquí, nos largamos al Paseo de los Tristes, a ver si
encontramos a David y nos pasa algo. Además, no tengo ganas



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de seguir aguantándote, que me llevas una noche… Cómo se
nota que no follas en tres meses.
     Si algo odiaba de mi mejor amigo, era que me conociera
mejor de lo que yo mismo lo hacía. Aunque esa misma parte era
la que él odiaba de mí. Por eso no podíamos dejar de estar
juntos, cuando a uno le fallan los instintos, las supersticiones, las
miradas de reojo, o los puñetazos al aire, alguien aparece para
echar una mano. Y me niego a seguir en esta línea de quiero a mi
mejor amigo, porque Paco podría pensar que soy un jilipollas y
dejarme solo y largarse con David a La Herradura, a bañarse en
pelotas con cuatro danesas borrachas.
     —¿En qué sueñas cuando sales del trabajo? —Las llaves de
La Estrella siempre se atascaban a la hora del cierre, una verja
demasiado vieja, demasiado oxidada y unas manos alteradas por
el alcohol y las horas de trabajo.
     Paco dejó a un lado las llaves y me preguntó si ya me
encontraba en ese punto porque a lo mejor era el momento
exacto de largarnos a casa, preparar algo de cenar (aunque
fueran las tres de la mañana) y dejarnos llevar por el humo de la
nostalgia.
     —Te lo digo en serio —expliqué conmovido por una estrella
en lo alto del cielo granaíno—, me refiero a que llevamos siete
años aquí, sabemos dónde nos encontramos pero no tenemos ni
idea de dónde vamos a terminar. A veces quisiera creer que todo
esto tiene sentido. Coño, la gente se va largando, nos dejan aquí
solos y las tías a las que echamos los tejos cada vez son más
jóvenes.
     —Y más tontas —se carcajeó Paco, consciente de que la
noche había dado un tumbo radical y no habría sexo con
adolescentes.
     —Va, no te cachondees, joder, sabes a lo que me refiero. A
veces me dan ganas de largarme al pueblo, ponerme de
camarero, o en la obra y a tomar por culo.
     —Sí, claro, y te casas y te hipotecas. Y yo de padrino en la
boda —contestó dejando de reír mientras la puerta se cerraba al
fin y Paco me agarraba del brazo. Me juró que David tendría la
solución a mi melancolía repentina o sino, al menos él le salvaría
de soportarme—. Porque de verdad me estás dando la noche.
     Cogimos el camino hacia el Paseo de los Tristes, dejando a
un lado Plaza Nueva y sus cuatro enamorados ficticios,
obnubilados por las luces de la Alambra y los destellos de la



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cerveza barata. Al fondo se escuchaba jaleo, motos que
aceleraban desvergonzadas a las tres de la mañana y ningún
coche de policía cerca. Pero no nos sorprendió, a aquellas horas
sólo aparecían para multar hosteleros: una buena manera de
recaudar sin que el Ayuntamiento arriesgara, al tiempo que
algunos policías aprovechaban su momento de poder para
obtener algo a cambio.
     No nos importaba el tejemaneje económico, nos preocupaba
que David no estuviera dispuesto a darnos palique y
solucionarnos la noche.
     Dos semanas antes, con el primer calor de junio y las
hormonas revolucionadas por un grupito de estadounidenses de
veintidós años, David se atrevió a preguntar si nos apetecía
bajar a la Herradura, una playita nudista que se encuentra a
menos de una hora de Granada en la que se camuflan resacas y
sexo mágico. A las neoyorkinas aquello debió sonarles de lo más
tradicional y típico, lo habrían leído en la guía de viajes del Lonely
Planet, o quizás sencillamente el alcohol y el chocolate habían
hecho su trabajo en nuestro favor.
     Al final encontramos a David acodado en la barra, nos
sonrió al entrar, como hacía siempre que no había demasiado
trabajo. Llevó su mano derecha al bolsillo del pantalón y nos dijo
que éramos bienvenidos, las personas que estaba esperando.
     Dejó una bolsita de plástico con gominolas de colores en la
barra y se fue a la puerta del bar a cerrar. A la vuelta nos dijo:
   ¿Habéis visto que noche más buena para darse un baño a la
luz de la luna?
     —Menuda noche me vais a dar entre los dos, joder. Menuda
noche me vais a dar –dijo Paco llevándose la mano a la frente.




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24 RELATOS:
               El último día de Yuri Luhman

  (leer con música de Scott Joplin)
                                                Marcelo Ortega

   Yuri Luhman no se llamaba Yuri Luhman. A saber de dónde
sacó el nombre aquél bribón. Había llegado a aquél lugar hacía
unos tres meses, muy viejo y muy cansado, sin explicar a nadie
cuál había sido su anterior domicilio. Ahora se estaba muriendo.
Estaba sordo, y no veía apenas. Aunque nadie en aquel pueblo lo
supiera, había sido uno de los hombres más buscados del país.
Hizo fortuna en los viejos tiempos como estafador, siempre
elegante, siempre un escalón por encima del más sofisticado de
los timadores. Consiguió algo grande en Chicago, donde sacó
pasta de verdad a un tipo de peso, y tuvo que salir pitando de
aquella ciudad. Años y años de cambiar de casa, ayudado por
unos pocos amigos y colaboradores. Había venido a Otherville a
hacer lo último que un hombre tiene que hacer en esta vida:
morirse. Aquella noche era la última. Desde su llegada a
Otherville se alojaba en el Hotel Salino, donde su propietario,
Mickey, era el único que se preocupaba de él. Mickey era un viejo
amigo de Yuri, de los tiempos de Chicago. Tampoco llevaba
mucho tiempo en Otherville, aunque era algo más joven.
Regentaba el Salino, un hotelucho que antes se llamaba
simplemente Rooms, pero al que Mickey, -el señor Norbet para la
gente de Otherville- puso el nombre medio italiano de Salino.
Igual que Yuri Luhman, a saber porqué aquél exótico capricho.
   En cualquier caso allí estaba ahora Yuri Luhman, el más
grande, muriéndose en la habitación 121 de la primera planta de
un hotel de tercera, en un pueblo en el que nadie sabía quién era,
con 87 años y una sola maleta.
   Era ya la madrugada y Mickey le subió un caldo, pero el
moribundo ni siquiera movió los labios al tacto del borde de la
taza. Mickey también sabía que Yuri Luhman se iba morir en
pocas horas. No se apartó ni un segundo del lado de la cama
aquella noche, donde sólo la maleta casi sin deshacer daba
cuenta de que allí hubiera un huésped. La diferencia entre un
huésped y un cadáver era mínima en un sitio como aquél.
Aunque Luhman todavía fuera lo primero.



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Las horas pasaron sin más novedad. Estaba amaneciendo, y
Yuri respiraba cada vez con más dificultad, cuando a Mickey le
pareció oír el timbre en recepción. Mickey era el único empleado
del Salino a esas horas. Al fin y al cabo, sólo había hospedado un
matrimonio en la habitación 112. Mickey se asomó a la escalera y
sólo acertó a ver la silueta de alguien frente al mostrador. Ojalá
no hubiera habido nadie, pensó, pues los 35 escalones eran 35
castigos para sus piernas y sus caderas. Empezó a bajar. El
primero; el segundo; otros dos más. Con casi 70 años le dolía
hasta la nariz. Aún conservaba algo de su atractivo, el pelo rubio,
los ojos azules y vivos, y todos los dientes como si no hubiera
fumado sin parar desde que era poco más que un niño.
    Por fin llegó al último escalón.
    —Buenos días, perdone que tardara, pero estaba atendiendo
una habitación. ¿Qué desea?
    El desconocido no dijo nada. Se quedó mirando de arriba
abajo a Mickey. El susurro apagado de un disparo a través del
silenciador sacó a Mickey de la incógnita sobre qué quería el
visitante. Ya lo sabía. Tenía un agujero en la pierna. Mickey se
dobló hacia delante y cayó de lado sobre la primera mesa del bar
del hotel. Entonces el desconocido sí habló.
    —Hola Hooker, por fin te veo. Casi 40 años, sucio miserable.
Recuerdos de Lonegan. Se fue al otro barrio dándome el recado
de encontrarte y mandarte con él. Ya ajustaréis cuentas en donde
vayan los sucios mentirosos como tú.
    —¡Corre, Henry, huye, corre! —Hooker gritó casi sin fuerzas a
su inquilino, en dirección al piso de arriba. Después una segunda
bala se le metía entre los ojos.
    El desconocido actuaba con calma. Dio la vuelta al cuerpo de
Mickey, en realidad llamado Hooker, para comprobar que
estuviera muerto. Una vez hechas las comprobaciones empezó a
subir los escalones. A medio camino, el hombre y la mujer de la
112 salieron al pasillo, pero volvieron a meterse en la habitación
al ver al hombre subir con un revolver en la mano. El desconocido
llamó a la 112; nadie abrió, así que tuvo que abrir de un empujón.
El hombre y la mujer estaban en el baño, intentado cerrar esa
puerta, pero no pudieron. Cayeron a la bañera casi al tiempo, con
una bala en la cabeza cada uno.
    El pistolero llegó a la habitación de Yuri. El moribundo no se
había movido. Oyó los gritos como si vinieran desde 20 millas.




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Apenas escuchó que Hooker le había llamado por su verdadero
nombre.
    —¡Hola Henry Gondolf! Cuánto tiempo sin verte, canalla —dijo
el pistolero, con una gran sonrisa en los labios—. No me digas
que no te alegras de verme, ahora que te vas a morir. Una
emoción más, al fin y al cabo. Y una muerte como tú mereces, a
la altura de tu cara dura.
    Henry no se movió; no abrió los ojos. Nada. Sólo un leve pulso
indicaba que seguía con vida.
    —Dime, Henry, ¿qué mierda de vida has llevado? —El
pistolero habló casi con un susurro, mientras arrimaba el taburete
a la cama, despacio, sin ninguna prisa—. Vaya, el gran Henry
Gondolf, de un sitio a otro, con los hombres de mi padre detrás.
Lo siento, Henry, soy un mal visitante; debes perdonarme. Señor
Gondolf, tengo el placer de presentarle a William Lonegan.
Timaste a mi padre medio millón hace 40 años junto con ese
carterista venido a menos al que acabo de liquidar. Qué pena que
no abras esos ojos de hijo de puta, para que vieras a un Lonegan
que no se va a dejar engañar. Eh, Henry, toma esto, antes de que
te mueras de viejo.
    Los disparos volvieron a sonar apagados. Gondolfd no se
movía. 40 años después del golpe de su vida no tenía ninguna
razón para abrir los ojos. Lonegan había apretado el gatillo tres
veces. Gondolf murió. Era como disparar a un saco de hollín.
Algo de sangre salió por sus labios.
    El pistolero salió al pasillo. Limpió el revolver, abrió la
habitación contigua y lo tiró sobre la cama. Luego bajó las
escaleras, salió a la calle y cruzó la acera. Mirando a las ventanas
del Salino desde en frente, dijo para sí que nada hacía pensar
que en aquél hotel hubiera cuatro muertos. Se dio prisa para
llegar a la estación y se montó en el primer tren. A mediodía
estaría en Chicago. Quizá podría comer con Marie y los chicos.




                                                                 25
24 ENTREVISTAS:
               Entrevista a Marcelo Ortega
               por M.V.

   Marcelo Ortega es el fundador del extinto Club dei Singoli, un
supuesto club de amigos solteros que nació al amparo de unas
becas Erasmus, aunque realmente escondía uno de los thing tank
más importantes de la década pasada y que provenía de las
universidades de Castilla-La Mancha, Nápoles, Milán y París. El
proyecto, según se hizo público en su momento, fue clausurado,
lo cual no quiere decir que los componentes del mismo no hayan
seguido ejerciendo su influencia en diversos ámbitos culturales,
artísticos y empresariales. Nos acercamos al perfil vital de
Marcelo Ortega, conocido como Presidente en ciertos ámbitos y
convertido en articulista radical, azote de mentes adormecidas,
cuentistas, crítico literario y musical. Aunque lejos de ocuparnos
de la vertiente política y de grupos de presión de M. Ortega,
interesa más su versatilidad cultural, literaria, musical e incluso
cómica. Para romper el hielo preguntamos sobre este aspecto
nada conocido de su pasado.

   ¿Es cierto que te tentaron de la Paramount Comedy para
hacer monólogos por el país y luego disponer de un
programa propio en el canal, como ha sucedido con otros
colegas de Albacete?
   Sí, por ahí van los tiros pero yo pretendía hacer un humor
mezcla de Gila y Seinfield que no supieron entender. Aun
recuerdo la prueba en Madrid frente a los directivos del canal.
Algunos rieron con esa mezcla de cortesía e idiotez de los
ejecutivos, pero en sus caras pude notar que reían sin entender.
No se entiende el humor inteligente. Y en ese mismo instante
decidí que no era lo mío, dejé los chistes para otro ámbito más
personal. Aunque todavía en mi pueblo, los mayores del lugar me
dicen que les cuente algún chiste de los que contaba en el
autobús cuando era chaval. Buena gente, sí.
   ¿Los ejecutivos?
   Las personas mayores de los pueblos, hombre.




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El Reto Fanzine ha supuesto el aldabonazo definitivo para
que artistas de la ciudad, escritores y artistas plásticos, den
a conocer su trabajo, ¿cómo ve el Reto?
   ¿Te puedo hablar con sinceridad? Las dos primeras ediciones
surgieron como una broma, una reunión de amigos donde
exponíamos la mejor literatura de la ciudad. Empezamos a
pensar en la posibilidad de extenderlo a la región, al resto de
España, pero todos sabemos como funciona el circuito literario
español. No se puede salir de Albacete con facilidad, así que, de
hecho, tras unos años de menor proliferación fruto del pesimismo
(y de la paternidad de algunos de los componentes del Reto),
hemos vuelto a la reunión de amigos, borrachera y cena incluida.
Aunque seguimos siendo conscientes de que los integrantes del
Reto son los mejores literatos y artistas de la ciudad.
   Pero algunos como Alberto López Aroca (ALA) o Juan
García Rodenas (Cizalla) sí están reconocidos a nivel estatal
y de ventas.
   Prueba de lo que te digo al respecto de los integrantes del
Reto, ¿me estás escuchando?
   Sí, sí, disculpa. Tu amistad con ALA ha contagiado tu
manera de escribir, de hecho, en tus últimos relatos todo el
mundo muere de manera drástica.
   No voy a decir que Alberto no me haya influido pero tampoco
creo que los asesinatos sean exclusividad de un artista, ¿no? De
cualquier manera, suelo mostrar lo que veo. En mis años italianos
aprendí cierta manera de ver, entender y contar las cosas.
Además, esta pregunta es malintencionada y prueba de que no te
has documentado suficiente. Sin desmentir que Alberto, el mejor
escritor albaceteño de su año, es buen amigo y ejerce influencia
en todo el entorno del Grupo Eldritch, años antes ya escribía yo
sobre la mafia. Y creo que no se caracteriza precisamente por su
pacifismo ni número de supervivientes.
   Una de las cuestiones que más preocupan a nuestros
lectores es de de dónde saca las ideas para los relatos de
mafiosos. Existe un cierto rumor de que son todo historias
reales obtenidas de su periplo italiano. Incluso hay un rumor
que insinúa su pertenencia a estos grupos.
   No sé de dónde surgen los rumores pero son totalmente
inciertos. Si no reconduces la entrevista me veré obligado a
dejarlo en este mismo instante.




                                                               27
(El entrevistador, presa del pánico -había oído del
temperamento del autor y de ciertas relaciones con los bajos
fondos- tomó la decisión de apagar la grabadora y hacer
frente a la situación de manera más diplomática).

    Es conocida tu afinidad con James Ellroy, hasta donde
llega tu amistad. Es sabido que el autor de Los Angeles se
desplazó desde Madrid a algún lugar de España, ¿visitó el
Palacio de los Gosálvez en Villalgordo?
    Es cierto que vino a España, es cierto que coincidimos y es
cierto que estuvo en más lugares aparte de Madrid. Pero, ¿no
esperarás que te cuente mis entrevistas personales o las de mis
amigos?
    No, no por supuesto. Cambiando de tema, tu tradición
musical es claramente rockera y blusi, ¿de dónde sale
entonces esa vertiente cantautora y afín a tu amigo Javier
Krahe?
    La versatilidad es una cualidad que deberían tener todos los
artistas y en cuestiones musicales más aun. Javier es el mejor
artista de su generación, un genio del cual podríamos hablar
horas. De todas formas no entiendo bien esta pregunta. —Una
pausa para mirar la puerta del bar. —Ah, por ahí llegan.
    En ese instante cuatro individuos con traje azul marino y
corbata roja, con gafas de sol y pañuelo en el bolsillo del
traje se colocaron a la entrada de la cafetería. Saludaron a
M.O.P. y permanecieron de pie. Uno de ellos murmuró algo al
oído del literato. Apenas pude entender dos palabras: “Todo
solucionado”. Con un gesto cortés y rápido Marcelo se
levantó de la mesa, dejó un billete de diez euros sobre la
mesa para pagar dos cafés solos y me dijo: “Confío en que
con lo que le he contado tenga suficiente. Me requieren
ciertos asuntos, demandan mi presencia en otro lugar”.
    Los cuatro tipos miraron a ambos lados de la calle antes
de ceder el paso a Marcelo Ortega y de abrirle la puerta del
Mercedes negro con chófer.




                                                              28
24 ENTREVISTAS:
               Entrevista a Miguel Ventayol
               por M.O.

   Una charla con Miguel Ventayol lleva inevitablemente a ciertos
temas. Aunque el motivo de la charla sea el nuevo 24 cervezas.
Este joven adulto se empeña en hablar de Granada y de Japón
(dos de sus referentes en todo lo que escribe). Aun así
conseguimos hacerle hablar de otras cosas. Este es el resultado.
   ¿Qué tiene este 24 cervezas que no tuviera el anterior?
   Pues esta entrevista, por ejemplo, pero es un poco absurdo
que lo preguntes, cuando la entrevista aparece en el mismo
fanzine, y quien lo hojee puede buscar las siete diferencias.
   Empiezo otra vez, si te parece, ¿por qué es mejor este 24
cervezas que el anterior?
   Lo de que es mejor lo dices tú, a mí me parece bastante peor,
ya que nos sinceramos. Los cuentecillos del año pasado eran
más de nosotros. La verdad, estamos escribiendo bastante peor.
Y eso que hacemos selección, porque si la gente leyera todo lo
que vamos poniendo en el papel...
   En este fanzine se adivinan unos autores sociopatas.
Pringados, a lo mejor.
   Pringados sociopatas, si me apuras. Si es que hay mucho café
a las siete de la mañana –que es cuando me levanto yo- mucho
sueño de cultureta, y mucha presión social que mediatizan al
escritor a la hora de ponerle delante de la hoja de papel. Hemos
querido profundizar en ese rollo enfermizo. A mí me gusta mucho
Bukowski, no voy a mentir.
   Bukowski y el flamenco.
   Y Japón, que estuve de viaje una vez. Son algunas influencias.
Como el disco de Morente y Lagartija Nick.
   A mí ese disco me da dolor de cervicales.
   Pero estamos hablando de mí. Por favor, no interesan tus
opiniones de entrevistador en una entrevista con M.V.




                                                               29
En este 24 cervezas se echa de menos una colaboración
de Alberto López, en la onda de la del año anterior, con aquél
cuento tan noir y tan serie B.
   Marcelo y yo lo estuvimos hablando, y la verdad es que
desechamos tirar por ahí. Parece que un fanzine del reto fanzine
tiene que llevar algo que haya hecho Alberto, y después de
meditarlo optamos porque no entrara nada. No sé el público, pero
a nosotros nos parece que Alberto es ya un escritor comercial y
centrado en seguir alimentando los premios a sus libros
holmesianos y candiciteros.
   No eres muy de Sherlock Holmes, ¿verdad?
   La verdad es que es un personaje muy sobredimensionado el
detective éste, y un poco cansino.
   ¿Crees que a Alberto se la ha subido a la cabeza por
aquello de tener un sherlock ya en bibliografía?
   No hay más que verlo ahora, con ese ritmo de vida: limusinas,
puros, mujeres... Hasta va menos al Acqua. Desde luego, no es el
joven barbudo que nos metió en esto y que nos invitaba a
cervezas todas las noches.
   ¿Ha habido alguna polémica personal?
   Qué va, seguimos juntándonos pero para cosas muy
puntuales, ver al Madrid cuando lo echan por el plus, o para
hablar mal de fernandogarcía.
   ¿Os juntáis para eso?
   Sí, es que en La Sexta casi nunca echan los partidos buenos.
   Decía lo de fernandogarcía.
   Claro, una vez cada tres meses, más o menos, y lo pasamos
muy bien. Marcelo viene también alguna que otra vez. Incluso un
día vino Fernando a hablar mal de él mismo. Yo creo que eso ya
es pasarse.
   Pero os podrías juntar para hablar mal de muchas otras
personas.
   Sí, la verdad, pero me preguntabas por Alberto.
   Llevas razón, Miguel. ¿No crees que ya ha conseguido
volver a salir en el fanzine, con estas respuestas tuyas?
   Pues sí. Sí. No me gusta eso, quita esas preguntas, por favor.
   Tienes mi palabra de que así será. ¿Has quedado contento
del fanzine?
   Pues no, pero es que yo los cuentos que me molan lo saco en
mi fanzine propio. Aquí meto el relleno. Sospecho que Marcelo




                                                               30
hace lo mismo, eso no lo pongas, pero creo que se guarda lo
mejor para un libro en ‘Que Vayan Ellos’.
   A día de hoy, ¿sabes cómo puede ser el próximo fanzine
entre vosotros dos?
   Marcelo y yo estamos pensando meter en un fanzine todos los
correos que nos hemos ido mandando para hacer este segundo
fanzine. Y con eso se puede hacer un gran fanzine. Es como el
metalenguaje, una cosa que me tiene muy intrigado. Es un tema
chulo para dedicarle, por ejemplo, el próximo Festival Tempo.
   Marcelo y tú habéis trabajado varios años en ese festival,
¿hay algún punto de unión entre vuestra dimensión de
prensa musical y las ocurrencias pseudoliterarias?
   Pues debe de haberla, si lo piensas, pero el Tempo es otra
cosa, desde luego, aunque algunos giros metafóricos sí damos
cada año para huir de los organizadores. Y luego esos mismos
giros los dan ellos para pagarnos poco.
   ¿Sabéis algo de Norm Eldritch?
   Que fue un escritor raro que escribió varias cosas de las que
rescatamos unas cuantas y las publicamos el año pasado en el
Reto Fanzine.
   Bueno, quiero decir si se sabe algo del proyecto de libro
sobre Eldritch del que se ha hablado.
   Sé lo que tú, que estamos trabajando en ello, y que Valeriano
Belmonte hará las ilustraciones. Saldrá la Virgen de Los Llanos
luchando contra la momia de Billy el Niño. No, mejor, la momia de
la Virgen de los Llanos luchando contra la momia de la Virgen de
los Llanos. Todo ilustrado por Valeriano, claro.
   Volviendo a tu sugerencia anterior, la verdad es que suena
bien: Festival Tempo 2011, el Metalenguaje. ¿Lo vas a
plantear?
   Sí suena bien, es cierto, lo que no sé es si igual ya lo han
hecho algún año antes, porque son muy cuidados con esas
cosas. Los temas monográficos empiezan a escasear. Algún año
se lo dedicarán a los patos.
   Eso es muy de Alberto, los patos.
   Ya estamos otra vez con Alberto. Dijiste que no lo ibas a sacar
más. Putaaaaaa.




                                                                31
24 ENSAYOS:
                 Porqué Seinfeld se mea en todos (M.O.)

   Sí, sí, ya sé. Que ahora hay unas series cojonudas. Que nos
pegamos unas sesiones maratonianas de Modern Family, The
Big Bang Theory, de Me llamo Earl o de Bob Esponja. Vale.
Siento tener que ser yo quien frene el entusiasmo y recuerde que
ninguna de estas cosas más o menos frikis puede igualar todavía
a la sitcom que más dinero ha dado, y por tanto, como todo el
mundo sabe, la mejor sitcom de todos los tiempos. Sí amigos,
hablamos de Seinfeld, aquella serie que en su día daba Canal +,
cadena que pensó que aquí iba a gustar tanto como en las
américas. Canal + se equivocaba. Los que entonces supimos ver
que estábamos ante una obra maestra no, y el tiempo nos ha
dado la razón. El binomio Jerry Seinfeld-Larry David resultó ser
un inacabable surtidor de ideas que se plasmaron en nueve
temporadas, en continuo incremento de genialidad y, a la vez, de
premios y audiencia. A la altura de la novena temporada, allá por
1998, el señor Seinfeld decidió echar el cierre. Rechazó una
oferta económica que debe de estar entre las de récord, unos 100
millones de dólares por una temporada más (cinco millones por
capítulo, con un par). La serie se acabó en el momento idóneo.
Lo que nos ha quedado son 180 episodios, muchos de ellos
auténticas lecciones para cualquier guionista, y verdaderos retos
de filmación para historias que duran 22 minutos. Nos quedan
180 historias de trastornados como el propio Jerry, el
indispensable George Costanza –escuela de vida para todos-, el
vecino Kramer –más escuela de vida- y la ex novia Eleine, quizá
la más desequilibrada de los cuatro desequilibrados que
componen el reparto.
   No voy a citar todos los premios ni los 76 millones de
espectadores que reunía cada semana –no conozco sus



                                                               32
nombres. Sí diré que si queréis encontrar gente amable en Nueva
York por la calle o por el Metro caminad con una camiseta de
Seinfeld. Los neoyorkinos se paran, te felicitan, te dicen lo mucho
que les gusta la serie, o te preguntan dónde has comprado la
camiseta en cuestión.
   Ya sé, Miguel dirá que he escrito esta defensa de la serie para
contar que estuve en Nueva York. No es cierto. La he escrito para
contar que estuve en la ciudad donde vivían los personajes, allá
por el Upper West Side. Y me traje dos camisetas de la tienda de
la NBC. ¡Cabrones!




                                                                 33
24 CERVEZAS,
EL FANZINE QUE NINGUNA ESPOSA PODRÁ QUEMAR




                                             34
Marcelo y Miguel, nada más acabar el fanzine




                                               35
AGRADECIMIENTOS

       Los autores quieren agradecer los consejos editoriales de
A.L.A. sin el cual este fanzine no sería posible, a pesar de que
este año se le haya limitado la colaboración al mero
asesoramiento debido a su intención de acapararlo.
       Por otro lado, es de agradecer la colaboración
desinteresada del artista gráfico Jonas Ventayovski (nombre
artístico de Juan Ventayol Sarrión, ideólogo de la portada).
       Miguel Ventayol quiere agradecer a Marcelo Ortega el
vaivén de correos (del cual saldrá el fanzine que revolucionará el
año 2011) cargados de fina ironía periodística.
       Marcelo Ortega, por su parte, quiere agradecer a Miguel
Ventayol la madurez que aporta y la tontería.
       Ambos se quieren agradecer a sí mismos la capacidad para
hacer dos cosas al mismo tiempo a pesar de las risas maliciosas
de sus respectivas hienas mujeres quienes no sólo no
colaboraron sino que pusieron evidentes trabas a la creación
(imperdonable fue esconder las grapas, pero peor fue limitar las
horas dedicadas a las series de referencia como Futurama,
Seinfield, Los Simpson’s, Big Bang T., indispensables para el
óptimo funcionamiento de las limitadas prodigiosas mentes de los
autores).
       Finalmente, se agradece la buena intención de los críticos
del Aqua en la lectura de esta pequeña obra maestra del género
en Albacete.
       Cabrones.




                                                                36

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  • 1. 24 ÍNDICES 24 RELATOS En este parte del monte La conspiración de los vampiros. El secreto Deferr El último día de Yuri Luhman Menuda noche 24 ENTREVISTAS Entrevista a Miguel Ventayol Entrevista a Marcelo Ortega 24 ENSAYOS Porqué Seinfield se mea en todos 1
  • 2. 2
  • 3. 24 RELATOS: La conspiración de los vampiros. El secreto Deferr Cuento de Miguel Ventayol El llanto resonó desde el otro lado del pasillo, atravesando las paredes de la casa de Mauricio: era la hora de despertarse. La falta de sueño no era culpa del niño, el insomnio aparece en el momento más insospechado y se queda. Las consecuencias eran tremendas para la salud. No era culpa del bebé. Sus motivos tendría: hambre, suciedad, o un mal giro en la cuna. Bajó de la cama. Lunes 13 de febrero del siglo XXI, un lunes cualquiera pero no otro lunes más. El trabajo de Mauricio era tan específico que cada semana suponía novedades, suponía cambios, incluso de despacho. Anochecía. Nadie te prepara en la Facultad de Derecho para estos trabajos: empresa X, del tipo secreto, rayano lo delictivo, busca abogados sin escrúpulos, familia ni obligaciones. Remuneración según valía. Fase dos: conocer tu entorno. Era indispensable conocer los movimientos de los vecinos, los puntos flacos, si daban papilla o pecho al bebé, si hacían el amor a medio día o de madrugada. Trabajos, ingresos mensuales, marca de coche, hipotecas, los detalles. Mauricio no tardó ni seis meses en convertirse en personal de confianza en el organigrama de la empresa, el poder que tenía en sus manos superaba lo que él mismo podía imaginar. De hecho no era un aliciente, se conformaba con tener un trabajo en una empresa con proyección. A veces se conformaba con tener una ocupación diaria. Tomó un atajo para ir al edificio de oficinas. Al entrar sintió un ligero cambio que no supo apreciar, lo cual no era bueno. El espinazo se le estiró de manera espontánea, los tics y reacciones eran resultado del entrenamiento. Entró al edificio de oficinas, saludó al guardia de seguridad sin pistola, sin sombrero pero con una tremenda carga de dignidad, miró de reojo, un sistema simple de comprobación, nadie le seguía, nadie se atrevería, nadie podría. En la puerta el gorila le dio las buenas noches. 3
  • 4. Pulsó el número doce. Antes de que las puertas del ascensor se cerrasen una mano las sujetó impidiendo que el aparato subiera. El tipo detrás de aquel brazo vestía un traje oscuro que no sorprendió a Mauricio, pero sí que detrás de él viniese uno de los directivos, Mr. Younghead. —Buenas noches, señor –dijo. —Buenas noches –murmuró. El ascensor comenzó el trayecto de subida, no cruzaron ni una palabra, ni una mirada. El número doce se marcó en rojo en el frontal del ascensor. —Éste es mi piso, aquí me bajo. Buenas noches –dijo sin obtener respuesta, consciente de que los directivos no entablan conversación con nadie. No había dado ni cuatro pasos hacia su despacho cuando sintió que los dos hombres le seguían, sabía cómo reconocerlo. Pero no podía girarse, a fin de cuentas se trataba de un directivo, no debía cometer la torpeza de girarse por la sospecha de que lo seguían. Entró en su despacho y el guardaespaldas se quedó en la puerta vigilando, mientras su jefe entraba detrás de Mauricio y se sentaba sin quitarse las gafas de sol ni el sombrero. —Señor Younghead, qué agradable sorpresa, ¿en qué puedo ayudarle? –Preguntó Mauricio. —Evite los formulismos, Deferr, sabe que venía detrás de usted y no tenemos tiempo de entablar una conversación. He venido a informarle de su nuevo destino, del cual le darán más detalles en la planta undécima. Ahora suba conmigo, el Comité Directivo tiene que mostrarle algunas de las peculiaridades de su cargo. Mauricio supo que no tenía nada más que decir ni alegar, salvo volver a ponerse la chaqueta y cerrar la puerta. Les esperaban en la planta undécima, a la que no accedía más que personal del rango A. No había botón para la planta undécima, Mauricio conocía el procedimiento, sólo mediante un percutor similar a una llave de seguridad se podía subir a la planta destinada a los directivos y sus cuerpos de seguridad. Fue su pequeño descubrimiento y de hecho no le sorprendió que fuese el guardaespaldas el encargado de presionar el percutor, arrellanarse en la parte trasera y un momento antes de llegar, colocar con suavidad un pañuelo alrededor de los ojos de Deferr. Determinadas medidas de seguridad eran tan obvias que 4
  • 5. no se cuestionaban. Un olor acre penetró al abrirse las puertas. La oscuridad era evidente a pesar del pañuelo y tuvo la incierta sensación de caminar sobre tierra. —Buenos días, señor Deferr, le hemos estado investigando estos últimos meses y hemos decidido ofrecerle un ascenso. Antes de continuar con esta entrevista, ¿está usted en condiciones de aceptar el reto que supone avanzar un paso más en nuestra organización, a sabiendas de lo que ello conlleva? –El que hablaba era de sobra conocido para Mauricio Deferr, aquella voz ronca e inconfundible que apenas se había dirigido a él en los últimos años pero que cualquiera en la empresa debía conocer. Su respuesta fue concisa y rápida. —Por supuesto, señor. —A partir de este momento, su compromiso con nuestra comunidad es total y absoluto. Un compromiso que sellará con su sangre. Estire su brazo derecho si es tan amable, y súbase la manga de la camisa. Una persona se le acercó con sigilo y pinchó varias partes de su antebrazo. Creyó notar como si se deleitase en la manera de sujetarle el brazo. El perfume que emanaba de su cuello era una mezcla de jazmín y orquídeas nada empalagosa. Sería un recuerdo que albergaría en su mente para siempre, para el resto de sus días. Sintió un pinchazo, estaba acostumbrado. Luego el perfume a flores giró y se colocó detrás de él. Lo siguiente fue un tremendo dolor en la garganta después de que aquella mujer, le tirase con fuerza de la cabellera y la frente hacia atrás e hincase sus dientes mucho más allá de lo que Mauricio estaba dispuesto a imaginar. —Ella es la señora Morgan, a partir de este momento y por decisión del consejo, estás unido a ella hasta que ella misma decida dejarte en libertad. A partir de este momento debes dejar que la sangre pura sustituya tu sangre inferior. No te resistas, todas las sensaciones que vas a empezar a notar harán que tu vida anterior apenas tenga sentido. Pero la parte fundamental es que desde este momento formas parte de una comunidad a la que le debes la más absoluta obediencia y pleitesía, una comunidad que te ofrecerá todo aquello con lo que hubieras soñado en tu vida anterior. Déjate llevar, el resto de respuestas llegarán solas. Sintió un calor que no sentía desde niño, un calor enfermizo que le provocó visiones. Pasó de estar de rodillas a tumbarse, 5
  • 6. sentía la necesidad del frescor del suelo, pero el suelo era de arena, una arena fina similar a la de la playa. —Es parte del proceso, déjate llevar –susurró la voz de la mujer que aún permanecía detrás de él–. La fiebre pasará pronto, el calor desaparecerá. —Tengo sed. –Fue lo último que acertó a decir antes de desmayarse presa de los temblores, el calor y las pesadillas. Una voz tranquilizadora susurraba: “Desaparecerá pronto”. Abrió los ojos. Se encontró en una sala llena de espejos, similar a las que hay en ferias y atracciones infantiles. A su alrededor, decenas de personas contemplaban el proceso con seriedad, sin aspavientos, algunos fumaban, otros se limitaban a observar. Supuso que en aquella sala encontraría más enemigos que amigos. Se incorporó con lentitud observando a los observadores. Estaba rodeado de los miembros del Comité Ejecutivo pero no encontró su imagen en los espejos. Ni siquiera se sorprendió, no se dejaba llevar por las emociones desde que tenía 17 años. Los observadores estaban pendientes, él erguido, estirando su columna vertebral, aguzando los sentidos, giró su cabeza desde la izquierda hasta el punto en el que se encontraba la señora Morgan. —¿Entiendes de qué formas parte? Sin llegar a pensarlo, y fijando su mirada en aquella mujer a quien estaba ligado de manera permanente, respondió: —Sí, del todo. Su respuesta ágil y sencilla hizo que los más antiguos del comité se removieran en los asientos. Mauricio seguía buscando alguna sombra en los espejos, pero ni siquiera la suya. “¿Sería posible la transformación? Necesito, al menos, verme los colmillos”, pensó, confiando en las viejas historias del colegio, las películas en blanco y negro. —Tu primera misión es sencilla, tienes que ir a Albacete, dentro de varios días se celebrará una reunión de la máxima importancia y no queremos sorpresas, no queremos imprevistos. Las noticias que llegan desde la comunidad no son negativas pero tampoco tranquilizadoras. Debes conocer el terreno y disponer la reunión. Por supuesto, sin que nadie sospeche de ti, la comunidad manchega no debe imaginar que interferimos en sus rutinas. ¿Queda entendido? 6
  • 7. —Está claro —respondió Mauricio, con la entereza de quien comprende un plan del que no tiene la menor idea. Mientras pensaba de manera algo confusa: “¿Albacete? ¿Acaso era una broma, una prueba, un mal chiste? ¿No era aquello un ascenso?”. La última vez que oyó hablar de aquel pueblo fue al respecto de cómo un tipo llamado El Cazador libró a un adolescente de una muerte sangrienta. La parcela —Lo que voy a hacerte no te va a doler. Al menos no de momento. —Antes de que se diera cuenta tenía los labios en su cuello. Lo único que pudo hacer el funcionario fue desmayarse. No llegó a notar la ironía del comentario del ladrón que entró a hurtadillas en su despacho. —Es lo que les pasa a todos. Ni siquiera tú te comportaste de manera distinta —dijo Armando sonriendo con la cara descompuesta antes de darse el festín. —¿Acaso piensas que eres gracioso? —Escupió el forastero dejando el cuello a un lado y mirándole a los ojos enrojecidos. El forastero odiaba que las noticias corrieran más que él. Sobre todo las noticias relacionadas con su traspaso a la vida eterna. —No pienses ni por un momento que por ser el nuevo chico mimado tu condición va a cambiar lo más mínimo. Para mí seguirás siendo un simple recadero. Antes de que terminase aquella frase, Mauricio había soltado al funcionario y había golpeado con fuerza a su compañero, lanzándolo contra la pared del despacho del abogado. Uno de los cuadros, imitación de un paisaje de Degas, cayó al suelo a diez centímetros de su rostro. No se había levantado aún cuando Mauricio se colocó encima de él sujetando su cuello con toda la fuerza que la rabia le daba. Le dio a entender que cualquier palabra que dijese a partir de ese momento, tendría que ser sí señor, no señor. —Vale, vale, ya sé quién es el jefe —dijo Armando limpiándose la sangre de la boca. —Creo que en provincias os hace falta más disciplina. Así no tendríamos que venir de fuera a solucionar vuestros errores. Armando se dejó el comentario en el paladar. Nadie le había hablado así desde que saliera del Nuevo Continente. Se lanzó con rabia al cuello del funcionario muerto, destrozando más piel y músculos de los necesarios. 7
  • 8. A Mauricio no le importó. Dejó claro quién mandaba, pero le fastidiaba recurrir a métodos tan obvios para demostrarlo de nuevo. Vivían en el siglo XXI, pero algunos seguían anclados en comportamientos del siglo XIX. Si eso era lo que querían en provincias, lo tendrían. No es sencillo lanzar contrincantes contra la pared a cada momento, o cada vez que te llevan la contraria, pero cuando la situación lo merece, incluso desahoga. Poco después miraron cómo se desangraba Andrés Martín Martín, abogado a tiempo parcial y funcionario del Ayuntamiento de Albacete. El despacho estaba bien iluminado a pesar de ser las nueve de la tarde. Ni siquiera lo apreciaron, la luz artificial apenas les molestaba. El funcionario terminó de golpear el suelo con los talones. Los intrusos se afanaron rebuscando entre cajones unos dosieres que relacionaban la venta de unos terrenos de propiedad municipal a un grupo de empresarios privados. —Aquí lo tengo. No busques más —dijo Armando balanceando una carpeta color crema en su mano derecha. —Buen trabajo, chico. Buen trabajo —reconoció Mauricio a quien no le quedó más remedio que apreciar el cambio de actitud. Un buen chico con demasiado temperamento si había sangre por delante. Un tipo que sabía dónde buscar y cómo no perder el tiempo. Un chico a quien no le gustaba que apareciese de manera repentina alguien de la empresa central a explicarle qué o cómo tenía que hacer las cosas. —¿Nos largamos ya? —No, hagamos las cosas bien. Que parezca un robo —ordenó Mauricio. Armando hizo un gesto con la cabeza, comprendió que iban a poner patas arriba el despacho de aquel desgraciado. Lo último en destrozarse contra el suelo fue una fotografía del funcionario abrazando al presidente de la Comunidad. En la mesa, sin tocar, dos fotografías enmarcadas en plata, del muerto con sus hijas y su amante en un viaje a París, saludando subidos en la Torre Eiffel. Las manos enguantadas evitaron rastros de huellas. Era importante que el crimen pareciera un crimen, era importante que nadie conociese el objeto robado ni lo sospechase. Por esa misma razón se habían llevado con ellos el ordenador portátil, la cartera y parte del dinero de la caja de seguridad. En la calle olía a verano, la gente marchaba de camino a las terrazas y al paseo de la Feria. 8
  • 9. —Oye, perdona lo de antes. No estamos acostumbrados a que vengan de fuera a decirnos cómo hay que hacer las cosas. — Armando trataba de seguir el paso del forastero, que se esforzaba por caminar deprisa, como les sucede a todos los madrileños. A punto estuvo de decirle que en Albacete no hace falta tener prisa pero todavía no tenía confianza con él, a pesar de la paliza. —Tranquilo, está olvidado. Pero deberíais acostumbraros, los acontecimientos de estos meses han demostrado que algo sucede y arriba creen que necesitáis ayuda —contestó su acompañante sin decelerar ni mirar a Armando. —Ya, ya, supongo que las explicaciones de Ventayovski no surtieron el efecto deseado. —Supongo que no. El hecho de que yo esté aquí lo prueba. Pero no dispongo de esa información —mintió el forastero. Armando entendió la mentira y asintió con la cabeza, sin dejar de mirar a un lado y a otro, reconociendo compañeros y víctimas. El verano dejaba poco margen para satisfacer impulsos, pocas horas de oscuridad y demasiada gente por todas partes. Se encaminaron hacia un garaje cercano. Subieron al coche y Armando enfiló las afueras. Los jefes estaban esperando en una casa de campo cercana, o como la llaman en Albacete: una parcela. Mauricio se sorprendió pero no dijo nada. Apenas una verja a la entrada, algo inexplicable en Madrid, un caminillo que conducía a una casa de campo con desconchones en la pared, una pista de tenis y una piscina. ¿Dónde estaba la seguridad? En su mente apareció el búnker madrileño, similar al que existía en Barcelona o los que podía encontrar en las comunidades británica y francesa. Pero, ¿una casa de campo con desconchones? Desde luego, la gente de Albacete necesitaba un buen correctivo. Por un instante creyó que la tarea le quedaba demasiado grande, se hacía necesaria la intervención de los responsables de Madrid. Tantos fallos de organización y seguridad debían atajarse lo antes posible. 9
  • 10. 10
  • 11. 24 RELATOS. En esta parte del monte. Marcelo Ortega Sonríe. Hay guíscanos bajo la encina (haiku japonés del siglo XIII) —Pues por mi pueblo se llaman mizclos, aunque también se les llame guíscanos —dijo Marcelo, participando por cuarta vez en la discusión. Se trataba esta vez de los guíscanos, de los diferentes nombres que tienen (níscalos, guíscanos, mízcalos, rovellones). La cafetería Aqua empezaba a tener la clientela de cada noche, acaso algo más de lo habitual, aparte de que era viernes. En la mesa del fondo estaban los tertulianos: Ricardo, que presumía de llevar razón y atacaba cualquier receta culinaria con estos hongos que no llevara su firma; Alberto, también con razones imperiosas para llevar razón por encima de Ricardo; Miguel, que era menos habitual en las tertulias cerveceras, y Marcelo, el más joven, que había sacado el término de “mizclos”, más propio de Cuenca, para hacer ver que algo sabía de los guíscanos, además de comérselos. —¿Mizclos? Vamos, que en tu pueblo sois raros —contestó con guasa Miguel, haciendo poco caso a la conversación. —Sí, mizclos, es una palabra que usan en Cuenca, pero vamos, es lo mismo. —No, qué va a ser lo mismo —apostilló Ricardo, dispuesto a llevar la contraria— Traedme unos guíscanos y unos mizclos y veréis como no están igual. Yo cocino. —Vamos, que si eres capaz de distinguir un guíscano de otro... — alegó Alberto. —Que sí, coño, que no es lo mismo. Digo un guíscano de un mizclo. Que traigan guíscanos y os lo explico. La idea de que alguien trajera guíscanos empezó a ser seria. Alicia, la camarera, repuso cinco tercios de cerveza, y entonces tuvo la mejor ocurrencia. O tuvo la única ocurrencia útil de entre las tonterías de aquellos parroquianos medio borrachos: —Pues vais mañana a por guíscanos. Los traéis y aquí los hago yo. Pero vais al campo, nada de traerlos del mercado de Villacerrada. 11
  • 12. Alberto y Marcelo se miraron. Miguel miraba el baloncesto que ponían en La 2. Ricardo recogió el guante a su manera: —Yo mañana no puedo ir a ninguna parte, pero me ofrezco a estar aquí a las ocho, por la tarde, y hago de árbitro. Así os explico porqué no es lo mismo un guíscano que un mizclo. Y allí iban ahora. La carretera a Molinicos no es demasiado complicada ni demasiado entretenida. O quizá no es entretenida porque no es complicada. Molinicos, al fin y al cabo, es un pueblo serrano con poca sierra alrededor de sus calles y vecinos. Todavía hay campo abierto, y el entorno abrupto del monte cerrado sólo se intuye desde el camino. Por eso aquel viaje estaba siendo algo tortuoso, aunque bien mirado no más que cualquier viaje que se haga un sábado temprano, después de una noche de cervezas. Miguel conducía y daba ligeros golpes en la palanca de cambios, al son de las canciones de Kiko Veneno. La canción decía aquello de “nos matará el café, nos matará la droga; nos matará, tal vez, un hombre bueno con su pistola”. Molinicos, tres kilómetros, apareció en un cartel. Y Marcelo, que parecía dormido, abrió los ojos como si hubiera percibido que era el lugar donde había que torcer para llegar dando un rodeo a Las Hoyas. (Ricardo, Alberto, Marcelo y Miguel (de espaldas) discuten sobre guíscanos en el Aqua) 12
  • 13. —Es por aquí, es este camino que casi no se ve. Giras y hasta el final que verás una caseta de riego. —Esto esta muy cerca de la carretera, ¿seguro que va a haber material? — dijo Alberto, que ocupaba el asiento de delante. —Ya verás como sí —contestó Marcelo por tercera vez. Alberto ya había mostrado algo de escepticismo con el tema del lugar—. Nos vamos a volver con ocho o diez kilos de guíscanos, y si no pago yo la comida, putas. El sitio donde el Citroën C3 se quedó aparcado tenía pinta de lugar idóneo para hacer fuego. Un claro desde donde se podían ver los últimos montes tras el pueblo. Miguel echó a andar el primero hacia donde, según Marcelo, podía empezar el terreno abonado de estas peculiares setas, una variedad que muchos buscaban con ahínco en aquellas semanas de noviembre. A unos 10 minutos de marcha, cuando ya se habían alejado por una rambla bastante accesible para los poco entrenados compañeros de excursión, Marcelo torció el gesto, porque iban apareciendo señales de que el camino había tenido otros visitantes hacía pocos días, y quizá con sus mismas intenciones. Pero el tiempo era bueno, y mientras miraban al suelo buscando guíscanos o intentando no tropezar los tres amigos hablaban de historias de la sierra, sobre todo Miguel, que tenía a su novia en Riópar, y hablaba de lo bien que se pasaba los fines de semana, entre orujos y estufas de cáscara de almendro. Alberto daba las primeras chupadas a una pipa, renunciando a sus habituales cigarros, y de vez en cuando los tres reían al tiempo, a poco curioso o discurrido que fuera el disparate que cualquiera de ellos soltara. —Oye, si queréis, por si luego llueve, nos tomamos un café ahora —comentó Alberto, más bien distraído de la cosa de buscar setas, y encargado de llevar el termo—. Total, luego vamos a ir cargados y habrá que aligerar peso ahora, ¿no? —. De nuevo se rieron, y en eso estaban cuando, casi sin darse cuenta, llegaron a un pequeño claro donde relucían unos cuantos guíscanos, grandes y naranjas como el sol que presidía la estampa campestre. —Mira, mira—espetó Marcelo, como si el campo le diera la razón. —Hombre, los primeros, a ver si sabemos cortarlos— señaló Alberto, al tiempo que sacaba la navaja. 13
  • 14. El claro se cerraba por un lado con un par de encinas, mientras que al otro estaban repartidos los pinos por donde había venido la expedición. Mientras cortaban los primeros guíscanos, y mientras buscaban alrededor por si la zona fuera una “mina”, una cosa grande y parda salió desde dentro de las encinas, rompiendo ramas más anchas que la quilla de un barco. Aquella bestia del tamaño de un oso y recubierta de escamas se abalanzó sobre los tres, que sólo pudieron hacer una cosa: cerrar la gran boca que habían abierto y correr a cualquier parte, donde no hubiera yetis abominables con garras y 150 kilos de peso. Alberto. Alberto tuvo mala suerte al tropezar. Había avanzado treinta metros desde el lugar donde aquél peculiar habitante del bosque salió de su escondrijo cuando cayó sobre las matas de tomillo que estampaban el suelo de aquella parte del monte. Vio correr por delante a Marcelo y Miguel, cada uno hacia una parte, y apenas nada más. Llevaba aún abierta la navaja con la que había llegado a cortar el primer guíscano del día, y se dio un tajo en la mano, al caer con el cuerpo de lado sobre uno de los brazos. La escena de horror que tenía encima duró poco en sus ojos, porque fueron los ojos y parte de la nariz lo primero que la bestia le quitó de un zarpazo. El animal estaba recubierto de unas escamas peludas. Entre hombro y hombro podía tener metro y medio, y bajo los ojos el pelo se le oscurecía, alrededor de la nariz pequeña y la boca. Con los dientes ensangrentados, el monstruo se dedicó primero a desmembrar el cuerpo muerto, como si la sangre le hubiese acentuado el ataque de furia. Después simplemente se puso a engullir carne –también las gafas y la pipa- con los ojos mirando hacia delante, porque sabía que a la comida le faltaban otros dos platos. Y no podían estar lejos. Marcelo. —Joder, eso era un jabalí, tiene que ser un jabalí —Marcelo se repetía esa idea desde lo alto de un árbol donde había llegado después de cinco minutos de carrera. Había perdido a los demás. Llegó a ver a Miguel corriendo como él había corrido, y sabía que Alberto venía con ellos, pero ahora, ahí arriba, no veía ni oía nada que le dijera que en esta parte del monte ocurría algo fuera de lo normal. Y vaya si aquello no era normal. 14
  • 15. —Un oso, igual es un oso, porque era una mole. Joder pero qué era eso—. Marcelo se miraba las piernas, las manos, que temblaban como si no fueran suyas. Se buscaba y rebuscaba algún rastro de herida, porque estaba seguro que el bicho le había tocado. Quería ver sangre, quería ver al menos la ropa destrozada, para tener conciencia de que todo era real, que había ocurrido. Que no estaba soñando, sino que se encontraba en lo alto de un árbol, solo, sin saber donde estaban los dos compañeros de excursión, y con una bestia color marrón, escamas y grandes garras rondando alrededor con muy malos propósitos. O sólo con hambre, que venía a ser lo mismo. Había pasado media hora del ataque, pero Marcelo no sabía cuánto tiempo llevaba allí subido. Empezó a darse cuenta de que era una encina, y se alegró, porque el tronco y las ramas tenían la suficiente consistencia. O eso pensaba, porque “la mole” parecía capaz de derribar una montaña tan grande como el Padrastro de Bogarra. —Puta excursión, me cago en diez, joder—. Marcelo seguía hablando para él solo—. Si lo contamos no nos van a creer. Eso si lo contamos. Entonces tuvo la idea de que quizá era el momento de gritar. De saber si Miguel y Alberto estaban cerca, aun con el riesgo de que la bestia los localizara. Pensó que un bicho así tenía que tener un gran sentido del olfato, y que localizarlos allí arriba sería fácil de todos modos. Además, bajar y gritar era mucho más peligroso. Así que gritó. Llamó a Miguel. Llamó a Alberto. Lo repitió justo cuando el sol estaba en todo lo alto. Miguel. —¡Estoy aquí, Marcelo, encima de un árbol! — Miguel se giró de inmediato al escuchar los gritos. Se apartó la media melena de las orejas para intentar escuchar mejor, y se puso un coletero. Sí, estaba también en lo alto de un árbol, como si hubieran tenido el mismo pensamiento, y de hecho habían estado todo el tiempo a 25 metros de distancia. En su media hora de experiencia postraumática apenas había podido serenarse, y seguía pensando que tenía que haber una explicación para todo. Se lo repetía, y poco después pensaba en qué mierda de explicación podía haber allí. Una fiera de dos metros y medio, más fuerte y feroz que los osos de los documentales había aparecido de la nada con unos ojos inyectados en sangre, con unas garras del 15
  • 16. tamaño de un cuchillo jamonero de Arcos. Y ellos sólo estaban cogiendo guíscanos en Molinicos, hostia. Si salía de ésta, no volvía al campo ni en pintura. A la mierda Riopar. Miguel y Marcelo. —Yo también estoy en un árbol. ¿Qué mierda era eso? ¿Está Alberto contigo? —gritó Marcelo primero, aunque notó que Miguel hacía preguntas parecidas al mismo tiempo. —¡No, Alberto no está aquí! ¡Madre mía, joder, espero que esté bien! ¿Entonces has visto eso? ¿Era un jabalí o qué? Yo no pienso volver a mirar—. Soltó desesperado Miguel. Uno y otro se había encontrado, pero la situación no había mejorado mucho. —Tenemos que bajar, pero cualquier baja—dijo Marcelo, más calmado—. Si seguimos aquí no sabremos lo que pasa, podemos estar en el árbol hasta dios sabe cuando. Uno de los dos tiene que bajarse, y correr al pueblo a buscar a alguien. Si tenemos suerte, a lo mejor Alberto ha ido. Él tiene menos miedo. Él domina mejor estas situaciones. —¡No me jodas! —respondió enseguida Miguel—. ¿Qué situaciones? ¿Un bicho más grande que un jugador de baloncesto, eso lo domina? ¡Me cago en la puta, joder! Los dos estuvieron en silencio durante un rato. Al cabo de un rato hablaron con más calma, y acordaron esperar a que Alberto apareciera, quizá con los del Seprona. Cada uno en su árbol repasaban otra vez el momento en que aquella cosa salió de entre las carrascas para aplastarlos como si fueran muñecos de plastilina. Ahora parecía tan lejano el coche, las risas, el café que no se tomaron, las cervezas del día anterior. Miguel miraba a su alrededor procurando fijarse en cualquier ruido. Marcelo no hacía nada, con la cabeza hundida entre las manos. No había nada que hacer. Sólo bajar y jugársela, pero de momento el árbol era la mejor opción. Los árboles. Una encina puede alcanzar más de 20 metros de altura. Hasta cerca de 30 pueden medir algunas. La corteza se va poniendo parda conforme cumplen años, como si fueran viejecetes al sol en una plaza. En las primeras semanas de noviembre es cuando el fruto, la bellota, está en plena maduración. Aquella encina estaba dando sus primeros frutos, porque no tenía más de 15 años. Pero ningún otoño más iban a salir bellotas 16
  • 17. de aquél árbol. Como si fuera el tallo de un cardo, la bestia partió en dos el tronco, y de la copa cayó un ser humano, todavía vivo. Marcelo y la bestia. Gritó porque lo oyó venir, gritó porque lo estaba viendo otra vez, y gritó porque a modo de trofeo la bestia se había rodeado de jirones de la ropa de Alberto. Gritó porque sabía que estaba vendido allí arriba, que aquella cosa subiría a por él, o tiraría abajo todo el árbol. No gritó porque viera acabada su vida, aunque así la vio. Siguió gritando porque se vino abajo al primer golpe que esa especie de yeti escamado le dio a la encina. Luego no sintió nada. La bestia empezó a devorar todo aquello sin distinción de persona o cosa. En el ataque, como si estuviera ciega, masticaba hasta las ramas mientras deshilachaba tiras de carne. Luego volvía a por esas tiras, y se comía también el ramaje rociado de sangre humana. La bestia estuvo más de diez minutos para apurar el segundo plato del día. Quedaba otro. Aunque se escapaba a todo correr camino de Molinicos. Miguel. Decidió que no podía ser buen compañero. Que quizá Alberto estaría cerca, y entre los dos tendrían redaños a volver y ayudar a Marcelo. Igual se había salvado Marcelo, había saltado a otro árbol, o el árbol había aplastado a esa especie de oso. Miguel sólo oyó los gritos, vio caer el árbol, y supo que era su única oportunidad de acabar con vida. Así que corría y corría, en dirección al pueblo y a la carretera, con la poca orientación que podía tener a estas alturas. Estaba seguro de que si llegaba a la carretera se salvaría. Aquella cosa no podía salir a campo abierto, Si alguna vez lo hubiera hecho, la habrían descubierto, y él no tenía noticias de que en Molinicos existiera un animal tan pintoresco. Seguía corriendo, sin mirar atrás. No le quedaban más de 100 metros para llegar a un camino, y ese camino llevaba a la carretera. Para los humanos eran las dos de la tarde, la hora de comer. Para otros seres del lugar, la comida había empezado dos horas antes. El tercer excursionista se quedó helado cuando el oso escamado le cortó el paso. El animal demostró tener astucia, porque no le persiguió por detrás, sino que dio un rodeo, para que a Miguel no le quedara más remedio que huir de nuevo hacia el 17
  • 18. monte. Miguel miró con horror a aquella cosa que ahora se había detenido, y le contemplaba de nuevo meterse en su terreno. Miguel hizo un rápido repaso y supo que no tenía escapatoria. En un árbol le encontraría. En el suelo no podría escapar, a juzgar cómo el bicho le había tomado la delantera. Pensó que podía correr y correr. Quizá el animal se cansaría. De momento, el bicho no estaba detrás. Quizá sólo le sacaba treinta metros, pero era una opción que permitía pensar en seguir con vida. Despistarlo. Esconderse en alguna cueva, a lo mejor. Miguel y Marcelo. Entonces se dio de bruces con el árbol caído. La escena que sus ojos tenían delante no era apta ni para los caníbales más exquisitos. Ahí estaban las vísceras repartidas alrededor del ramaje de la encina. Antes la fiera había advertido que se escapaba el tercer plato y había dejado a medias el segundo, con lo que allí estaban los restos de Marcelo. La cara de Miguel estaba blanca, la coleta del pelo se le había deshecho, y sintió ganas de vomitar. Vomitó. También se meó en los pantalones. Y aquélla cosa, la que se había comido a Marcelo y quizá también a Alberto, apareció por detrás para mandarle al otro barrio de un zarpazo. Miguel tardó dos o tres segundos en morir. Sólo vio las garras afiladas sobresalir por su pecho. Deseó estar muerto justo un segundo antes de estarlo. A la bestia le llevó más de media hora acabar con él y limpiar las sobras de antes. Acabó con la cabeza de Marcelo en una mano. Le sacaba los dientes uno a uno y también los engullía, como si fuesen piñones en una piña seca. Una espléndida comida en esta parte del monte. Un buen lugar para cazar. Algo peor para buscar guíscanos. Cafetería Aqua. Eran casi las nueve de la noche. Había pocos clientes en la cafetería para ser sábado, pero el partido de fútbol Valencia- Barcelona daba comienzo a la hora en punto. Quizá vendría más gente. En la primera mesa del lado izquierdo del local estaba Ricardo, apurando la segunda cerveza. —Me parece que no nos vamos a empachar de guíscanos— le gritó Alicia desde la barra. —Bah, si es que son unos moñas. No saben encontrarlos, van a saber cómo se llaman— contestó Ricardo. ¿Sabes que he 18
  • 19. soñado con que les perseguía una especie de oso? A Alberto lo mataban el primero. Los otros se subían a un árbol. En fin, a ver si llegan. Se terminó la cerveza y pidió patatas fritas para acompañar a la siguiente. El altavoz empezó a cantar la alineación del Barça. 19
  • 20. 24 RELATOS: Menuda Noche Cuento de Marcial Sarrión de Albolote —Dame otra cerveza porque si no, creo que me voy a deprimir de escuchar tanta jilipollez. — Con estas palabras me quería deshacer de Paco, pinchadiscos de La Estrella, uno de los bares más escondidos de Granada, donde un grupo de gente selecta y escogida se juntaba para olvidar que los días pasaban demasiado despacio o demasiado deprisa. La música está bien escogida, se adecua a tu estado de ánimo. Aunque, claro, Paco a veces me tocaba los cojones con historias del Sacromonte que yo ni podía ni quería creer. Además, tenía la estúpida manía de usar la coletilla sabes lo que quiero decir, me entiendes, o no sé si me entiendes, como si la persona al otro lado fuera J-i-l-i-p-o-l-l-a-s o no entendiera nada y a cada momento hubiera que cerciorarse de que no es tonto o sigue el hilo de tan elevada conversación. Me puso la cerveza encima de la barra, junto a los cascos vacíos de las otras dos. No había demasiado trabajo aquella noche de martes y prefería dejar las cervezas a mi lado para no perder la cuenta de mi consumo y luego recochinearme que me había perdonado dos o tres. Siempre lo hacía. Como para que le debiera favores, pero Paco era consciente de que yo no pagaba favores, para favores estaba después de escuchar aquella ridícula historia de las niñas desaparecidas en lo alto del barrio de los gitanos de Granada. No, ni una broma al respecto, todos sabían que con esas cosas no bromean ni los andaluces que aseguran que son capaces de matar a su madre por una buena broma. Hasta en Granada hay cosas con las que no se puede bromear, y un salto de la risa al navajazo te hiela la sonrisa en el rostro. Y dos forasteros como Paco y yo no podíamos permitírnoslo. — ¿Quieres que te lo cuente o no? —Insistió Paco cuando mi cerveza estaba en las últimas. —No, creo que tú y yo vamos a cerrar este puto bar y nos vamos a ir a ver qué pillamos—contesté para ver si se daba cuenta de que aquello no me interesaba en absoluto. —¿Sabes que te digo? Que tienes razón, que para lo que nos queda aquí, nos largamos al Paseo de los Tristes, a ver si encontramos a David y nos pasa algo. Además, no tengo ganas 20
  • 21. de seguir aguantándote, que me llevas una noche… Cómo se nota que no follas en tres meses. Si algo odiaba de mi mejor amigo, era que me conociera mejor de lo que yo mismo lo hacía. Aunque esa misma parte era la que él odiaba de mí. Por eso no podíamos dejar de estar juntos, cuando a uno le fallan los instintos, las supersticiones, las miradas de reojo, o los puñetazos al aire, alguien aparece para echar una mano. Y me niego a seguir en esta línea de quiero a mi mejor amigo, porque Paco podría pensar que soy un jilipollas y dejarme solo y largarse con David a La Herradura, a bañarse en pelotas con cuatro danesas borrachas. —¿En qué sueñas cuando sales del trabajo? —Las llaves de La Estrella siempre se atascaban a la hora del cierre, una verja demasiado vieja, demasiado oxidada y unas manos alteradas por el alcohol y las horas de trabajo. Paco dejó a un lado las llaves y me preguntó si ya me encontraba en ese punto porque a lo mejor era el momento exacto de largarnos a casa, preparar algo de cenar (aunque fueran las tres de la mañana) y dejarnos llevar por el humo de la nostalgia. —Te lo digo en serio —expliqué conmovido por una estrella en lo alto del cielo granaíno—, me refiero a que llevamos siete años aquí, sabemos dónde nos encontramos pero no tenemos ni idea de dónde vamos a terminar. A veces quisiera creer que todo esto tiene sentido. Coño, la gente se va largando, nos dejan aquí solos y las tías a las que echamos los tejos cada vez son más jóvenes. —Y más tontas —se carcajeó Paco, consciente de que la noche había dado un tumbo radical y no habría sexo con adolescentes. —Va, no te cachondees, joder, sabes a lo que me refiero. A veces me dan ganas de largarme al pueblo, ponerme de camarero, o en la obra y a tomar por culo. —Sí, claro, y te casas y te hipotecas. Y yo de padrino en la boda —contestó dejando de reír mientras la puerta se cerraba al fin y Paco me agarraba del brazo. Me juró que David tendría la solución a mi melancolía repentina o sino, al menos él le salvaría de soportarme—. Porque de verdad me estás dando la noche. Cogimos el camino hacia el Paseo de los Tristes, dejando a un lado Plaza Nueva y sus cuatro enamorados ficticios, obnubilados por las luces de la Alambra y los destellos de la 21
  • 22. cerveza barata. Al fondo se escuchaba jaleo, motos que aceleraban desvergonzadas a las tres de la mañana y ningún coche de policía cerca. Pero no nos sorprendió, a aquellas horas sólo aparecían para multar hosteleros: una buena manera de recaudar sin que el Ayuntamiento arriesgara, al tiempo que algunos policías aprovechaban su momento de poder para obtener algo a cambio. No nos importaba el tejemaneje económico, nos preocupaba que David no estuviera dispuesto a darnos palique y solucionarnos la noche. Dos semanas antes, con el primer calor de junio y las hormonas revolucionadas por un grupito de estadounidenses de veintidós años, David se atrevió a preguntar si nos apetecía bajar a la Herradura, una playita nudista que se encuentra a menos de una hora de Granada en la que se camuflan resacas y sexo mágico. A las neoyorkinas aquello debió sonarles de lo más tradicional y típico, lo habrían leído en la guía de viajes del Lonely Planet, o quizás sencillamente el alcohol y el chocolate habían hecho su trabajo en nuestro favor. Al final encontramos a David acodado en la barra, nos sonrió al entrar, como hacía siempre que no había demasiado trabajo. Llevó su mano derecha al bolsillo del pantalón y nos dijo que éramos bienvenidos, las personas que estaba esperando. Dejó una bolsita de plástico con gominolas de colores en la barra y se fue a la puerta del bar a cerrar. A la vuelta nos dijo: ¿Habéis visto que noche más buena para darse un baño a la luz de la luna? —Menuda noche me vais a dar entre los dos, joder. Menuda noche me vais a dar –dijo Paco llevándose la mano a la frente. 22
  • 23. 24 RELATOS: El último día de Yuri Luhman (leer con música de Scott Joplin) Marcelo Ortega Yuri Luhman no se llamaba Yuri Luhman. A saber de dónde sacó el nombre aquél bribón. Había llegado a aquél lugar hacía unos tres meses, muy viejo y muy cansado, sin explicar a nadie cuál había sido su anterior domicilio. Ahora se estaba muriendo. Estaba sordo, y no veía apenas. Aunque nadie en aquel pueblo lo supiera, había sido uno de los hombres más buscados del país. Hizo fortuna en los viejos tiempos como estafador, siempre elegante, siempre un escalón por encima del más sofisticado de los timadores. Consiguió algo grande en Chicago, donde sacó pasta de verdad a un tipo de peso, y tuvo que salir pitando de aquella ciudad. Años y años de cambiar de casa, ayudado por unos pocos amigos y colaboradores. Había venido a Otherville a hacer lo último que un hombre tiene que hacer en esta vida: morirse. Aquella noche era la última. Desde su llegada a Otherville se alojaba en el Hotel Salino, donde su propietario, Mickey, era el único que se preocupaba de él. Mickey era un viejo amigo de Yuri, de los tiempos de Chicago. Tampoco llevaba mucho tiempo en Otherville, aunque era algo más joven. Regentaba el Salino, un hotelucho que antes se llamaba simplemente Rooms, pero al que Mickey, -el señor Norbet para la gente de Otherville- puso el nombre medio italiano de Salino. Igual que Yuri Luhman, a saber porqué aquél exótico capricho. En cualquier caso allí estaba ahora Yuri Luhman, el más grande, muriéndose en la habitación 121 de la primera planta de un hotel de tercera, en un pueblo en el que nadie sabía quién era, con 87 años y una sola maleta. Era ya la madrugada y Mickey le subió un caldo, pero el moribundo ni siquiera movió los labios al tacto del borde de la taza. Mickey también sabía que Yuri Luhman se iba morir en pocas horas. No se apartó ni un segundo del lado de la cama aquella noche, donde sólo la maleta casi sin deshacer daba cuenta de que allí hubiera un huésped. La diferencia entre un huésped y un cadáver era mínima en un sitio como aquél. Aunque Luhman todavía fuera lo primero. 23
  • 24. Las horas pasaron sin más novedad. Estaba amaneciendo, y Yuri respiraba cada vez con más dificultad, cuando a Mickey le pareció oír el timbre en recepción. Mickey era el único empleado del Salino a esas horas. Al fin y al cabo, sólo había hospedado un matrimonio en la habitación 112. Mickey se asomó a la escalera y sólo acertó a ver la silueta de alguien frente al mostrador. Ojalá no hubiera habido nadie, pensó, pues los 35 escalones eran 35 castigos para sus piernas y sus caderas. Empezó a bajar. El primero; el segundo; otros dos más. Con casi 70 años le dolía hasta la nariz. Aún conservaba algo de su atractivo, el pelo rubio, los ojos azules y vivos, y todos los dientes como si no hubiera fumado sin parar desde que era poco más que un niño. Por fin llegó al último escalón. —Buenos días, perdone que tardara, pero estaba atendiendo una habitación. ¿Qué desea? El desconocido no dijo nada. Se quedó mirando de arriba abajo a Mickey. El susurro apagado de un disparo a través del silenciador sacó a Mickey de la incógnita sobre qué quería el visitante. Ya lo sabía. Tenía un agujero en la pierna. Mickey se dobló hacia delante y cayó de lado sobre la primera mesa del bar del hotel. Entonces el desconocido sí habló. —Hola Hooker, por fin te veo. Casi 40 años, sucio miserable. Recuerdos de Lonegan. Se fue al otro barrio dándome el recado de encontrarte y mandarte con él. Ya ajustaréis cuentas en donde vayan los sucios mentirosos como tú. —¡Corre, Henry, huye, corre! —Hooker gritó casi sin fuerzas a su inquilino, en dirección al piso de arriba. Después una segunda bala se le metía entre los ojos. El desconocido actuaba con calma. Dio la vuelta al cuerpo de Mickey, en realidad llamado Hooker, para comprobar que estuviera muerto. Una vez hechas las comprobaciones empezó a subir los escalones. A medio camino, el hombre y la mujer de la 112 salieron al pasillo, pero volvieron a meterse en la habitación al ver al hombre subir con un revolver en la mano. El desconocido llamó a la 112; nadie abrió, así que tuvo que abrir de un empujón. El hombre y la mujer estaban en el baño, intentado cerrar esa puerta, pero no pudieron. Cayeron a la bañera casi al tiempo, con una bala en la cabeza cada uno. El pistolero llegó a la habitación de Yuri. El moribundo no se había movido. Oyó los gritos como si vinieran desde 20 millas. 24
  • 25. Apenas escuchó que Hooker le había llamado por su verdadero nombre. —¡Hola Henry Gondolf! Cuánto tiempo sin verte, canalla —dijo el pistolero, con una gran sonrisa en los labios—. No me digas que no te alegras de verme, ahora que te vas a morir. Una emoción más, al fin y al cabo. Y una muerte como tú mereces, a la altura de tu cara dura. Henry no se movió; no abrió los ojos. Nada. Sólo un leve pulso indicaba que seguía con vida. —Dime, Henry, ¿qué mierda de vida has llevado? —El pistolero habló casi con un susurro, mientras arrimaba el taburete a la cama, despacio, sin ninguna prisa—. Vaya, el gran Henry Gondolf, de un sitio a otro, con los hombres de mi padre detrás. Lo siento, Henry, soy un mal visitante; debes perdonarme. Señor Gondolf, tengo el placer de presentarle a William Lonegan. Timaste a mi padre medio millón hace 40 años junto con ese carterista venido a menos al que acabo de liquidar. Qué pena que no abras esos ojos de hijo de puta, para que vieras a un Lonegan que no se va a dejar engañar. Eh, Henry, toma esto, antes de que te mueras de viejo. Los disparos volvieron a sonar apagados. Gondolfd no se movía. 40 años después del golpe de su vida no tenía ninguna razón para abrir los ojos. Lonegan había apretado el gatillo tres veces. Gondolf murió. Era como disparar a un saco de hollín. Algo de sangre salió por sus labios. El pistolero salió al pasillo. Limpió el revolver, abrió la habitación contigua y lo tiró sobre la cama. Luego bajó las escaleras, salió a la calle y cruzó la acera. Mirando a las ventanas del Salino desde en frente, dijo para sí que nada hacía pensar que en aquél hotel hubiera cuatro muertos. Se dio prisa para llegar a la estación y se montó en el primer tren. A mediodía estaría en Chicago. Quizá podría comer con Marie y los chicos. 25
  • 26. 24 ENTREVISTAS: Entrevista a Marcelo Ortega por M.V. Marcelo Ortega es el fundador del extinto Club dei Singoli, un supuesto club de amigos solteros que nació al amparo de unas becas Erasmus, aunque realmente escondía uno de los thing tank más importantes de la década pasada y que provenía de las universidades de Castilla-La Mancha, Nápoles, Milán y París. El proyecto, según se hizo público en su momento, fue clausurado, lo cual no quiere decir que los componentes del mismo no hayan seguido ejerciendo su influencia en diversos ámbitos culturales, artísticos y empresariales. Nos acercamos al perfil vital de Marcelo Ortega, conocido como Presidente en ciertos ámbitos y convertido en articulista radical, azote de mentes adormecidas, cuentistas, crítico literario y musical. Aunque lejos de ocuparnos de la vertiente política y de grupos de presión de M. Ortega, interesa más su versatilidad cultural, literaria, musical e incluso cómica. Para romper el hielo preguntamos sobre este aspecto nada conocido de su pasado. ¿Es cierto que te tentaron de la Paramount Comedy para hacer monólogos por el país y luego disponer de un programa propio en el canal, como ha sucedido con otros colegas de Albacete? Sí, por ahí van los tiros pero yo pretendía hacer un humor mezcla de Gila y Seinfield que no supieron entender. Aun recuerdo la prueba en Madrid frente a los directivos del canal. Algunos rieron con esa mezcla de cortesía e idiotez de los ejecutivos, pero en sus caras pude notar que reían sin entender. No se entiende el humor inteligente. Y en ese mismo instante decidí que no era lo mío, dejé los chistes para otro ámbito más personal. Aunque todavía en mi pueblo, los mayores del lugar me dicen que les cuente algún chiste de los que contaba en el autobús cuando era chaval. Buena gente, sí. ¿Los ejecutivos? Las personas mayores de los pueblos, hombre. 26
  • 27. El Reto Fanzine ha supuesto el aldabonazo definitivo para que artistas de la ciudad, escritores y artistas plásticos, den a conocer su trabajo, ¿cómo ve el Reto? ¿Te puedo hablar con sinceridad? Las dos primeras ediciones surgieron como una broma, una reunión de amigos donde exponíamos la mejor literatura de la ciudad. Empezamos a pensar en la posibilidad de extenderlo a la región, al resto de España, pero todos sabemos como funciona el circuito literario español. No se puede salir de Albacete con facilidad, así que, de hecho, tras unos años de menor proliferación fruto del pesimismo (y de la paternidad de algunos de los componentes del Reto), hemos vuelto a la reunión de amigos, borrachera y cena incluida. Aunque seguimos siendo conscientes de que los integrantes del Reto son los mejores literatos y artistas de la ciudad. Pero algunos como Alberto López Aroca (ALA) o Juan García Rodenas (Cizalla) sí están reconocidos a nivel estatal y de ventas. Prueba de lo que te digo al respecto de los integrantes del Reto, ¿me estás escuchando? Sí, sí, disculpa. Tu amistad con ALA ha contagiado tu manera de escribir, de hecho, en tus últimos relatos todo el mundo muere de manera drástica. No voy a decir que Alberto no me haya influido pero tampoco creo que los asesinatos sean exclusividad de un artista, ¿no? De cualquier manera, suelo mostrar lo que veo. En mis años italianos aprendí cierta manera de ver, entender y contar las cosas. Además, esta pregunta es malintencionada y prueba de que no te has documentado suficiente. Sin desmentir que Alberto, el mejor escritor albaceteño de su año, es buen amigo y ejerce influencia en todo el entorno del Grupo Eldritch, años antes ya escribía yo sobre la mafia. Y creo que no se caracteriza precisamente por su pacifismo ni número de supervivientes. Una de las cuestiones que más preocupan a nuestros lectores es de de dónde saca las ideas para los relatos de mafiosos. Existe un cierto rumor de que son todo historias reales obtenidas de su periplo italiano. Incluso hay un rumor que insinúa su pertenencia a estos grupos. No sé de dónde surgen los rumores pero son totalmente inciertos. Si no reconduces la entrevista me veré obligado a dejarlo en este mismo instante. 27
  • 28. (El entrevistador, presa del pánico -había oído del temperamento del autor y de ciertas relaciones con los bajos fondos- tomó la decisión de apagar la grabadora y hacer frente a la situación de manera más diplomática). Es conocida tu afinidad con James Ellroy, hasta donde llega tu amistad. Es sabido que el autor de Los Angeles se desplazó desde Madrid a algún lugar de España, ¿visitó el Palacio de los Gosálvez en Villalgordo? Es cierto que vino a España, es cierto que coincidimos y es cierto que estuvo en más lugares aparte de Madrid. Pero, ¿no esperarás que te cuente mis entrevistas personales o las de mis amigos? No, no por supuesto. Cambiando de tema, tu tradición musical es claramente rockera y blusi, ¿de dónde sale entonces esa vertiente cantautora y afín a tu amigo Javier Krahe? La versatilidad es una cualidad que deberían tener todos los artistas y en cuestiones musicales más aun. Javier es el mejor artista de su generación, un genio del cual podríamos hablar horas. De todas formas no entiendo bien esta pregunta. —Una pausa para mirar la puerta del bar. —Ah, por ahí llegan. En ese instante cuatro individuos con traje azul marino y corbata roja, con gafas de sol y pañuelo en el bolsillo del traje se colocaron a la entrada de la cafetería. Saludaron a M.O.P. y permanecieron de pie. Uno de ellos murmuró algo al oído del literato. Apenas pude entender dos palabras: “Todo solucionado”. Con un gesto cortés y rápido Marcelo se levantó de la mesa, dejó un billete de diez euros sobre la mesa para pagar dos cafés solos y me dijo: “Confío en que con lo que le he contado tenga suficiente. Me requieren ciertos asuntos, demandan mi presencia en otro lugar”. Los cuatro tipos miraron a ambos lados de la calle antes de ceder el paso a Marcelo Ortega y de abrirle la puerta del Mercedes negro con chófer. 28
  • 29. 24 ENTREVISTAS: Entrevista a Miguel Ventayol por M.O. Una charla con Miguel Ventayol lleva inevitablemente a ciertos temas. Aunque el motivo de la charla sea el nuevo 24 cervezas. Este joven adulto se empeña en hablar de Granada y de Japón (dos de sus referentes en todo lo que escribe). Aun así conseguimos hacerle hablar de otras cosas. Este es el resultado. ¿Qué tiene este 24 cervezas que no tuviera el anterior? Pues esta entrevista, por ejemplo, pero es un poco absurdo que lo preguntes, cuando la entrevista aparece en el mismo fanzine, y quien lo hojee puede buscar las siete diferencias. Empiezo otra vez, si te parece, ¿por qué es mejor este 24 cervezas que el anterior? Lo de que es mejor lo dices tú, a mí me parece bastante peor, ya que nos sinceramos. Los cuentecillos del año pasado eran más de nosotros. La verdad, estamos escribiendo bastante peor. Y eso que hacemos selección, porque si la gente leyera todo lo que vamos poniendo en el papel... En este fanzine se adivinan unos autores sociopatas. Pringados, a lo mejor. Pringados sociopatas, si me apuras. Si es que hay mucho café a las siete de la mañana –que es cuando me levanto yo- mucho sueño de cultureta, y mucha presión social que mediatizan al escritor a la hora de ponerle delante de la hoja de papel. Hemos querido profundizar en ese rollo enfermizo. A mí me gusta mucho Bukowski, no voy a mentir. Bukowski y el flamenco. Y Japón, que estuve de viaje una vez. Son algunas influencias. Como el disco de Morente y Lagartija Nick. A mí ese disco me da dolor de cervicales. Pero estamos hablando de mí. Por favor, no interesan tus opiniones de entrevistador en una entrevista con M.V. 29
  • 30. En este 24 cervezas se echa de menos una colaboración de Alberto López, en la onda de la del año anterior, con aquél cuento tan noir y tan serie B. Marcelo y yo lo estuvimos hablando, y la verdad es que desechamos tirar por ahí. Parece que un fanzine del reto fanzine tiene que llevar algo que haya hecho Alberto, y después de meditarlo optamos porque no entrara nada. No sé el público, pero a nosotros nos parece que Alberto es ya un escritor comercial y centrado en seguir alimentando los premios a sus libros holmesianos y candiciteros. No eres muy de Sherlock Holmes, ¿verdad? La verdad es que es un personaje muy sobredimensionado el detective éste, y un poco cansino. ¿Crees que a Alberto se la ha subido a la cabeza por aquello de tener un sherlock ya en bibliografía? No hay más que verlo ahora, con ese ritmo de vida: limusinas, puros, mujeres... Hasta va menos al Acqua. Desde luego, no es el joven barbudo que nos metió en esto y que nos invitaba a cervezas todas las noches. ¿Ha habido alguna polémica personal? Qué va, seguimos juntándonos pero para cosas muy puntuales, ver al Madrid cuando lo echan por el plus, o para hablar mal de fernandogarcía. ¿Os juntáis para eso? Sí, es que en La Sexta casi nunca echan los partidos buenos. Decía lo de fernandogarcía. Claro, una vez cada tres meses, más o menos, y lo pasamos muy bien. Marcelo viene también alguna que otra vez. Incluso un día vino Fernando a hablar mal de él mismo. Yo creo que eso ya es pasarse. Pero os podrías juntar para hablar mal de muchas otras personas. Sí, la verdad, pero me preguntabas por Alberto. Llevas razón, Miguel. ¿No crees que ya ha conseguido volver a salir en el fanzine, con estas respuestas tuyas? Pues sí. Sí. No me gusta eso, quita esas preguntas, por favor. Tienes mi palabra de que así será. ¿Has quedado contento del fanzine? Pues no, pero es que yo los cuentos que me molan lo saco en mi fanzine propio. Aquí meto el relleno. Sospecho que Marcelo 30
  • 31. hace lo mismo, eso no lo pongas, pero creo que se guarda lo mejor para un libro en ‘Que Vayan Ellos’. A día de hoy, ¿sabes cómo puede ser el próximo fanzine entre vosotros dos? Marcelo y yo estamos pensando meter en un fanzine todos los correos que nos hemos ido mandando para hacer este segundo fanzine. Y con eso se puede hacer un gran fanzine. Es como el metalenguaje, una cosa que me tiene muy intrigado. Es un tema chulo para dedicarle, por ejemplo, el próximo Festival Tempo. Marcelo y tú habéis trabajado varios años en ese festival, ¿hay algún punto de unión entre vuestra dimensión de prensa musical y las ocurrencias pseudoliterarias? Pues debe de haberla, si lo piensas, pero el Tempo es otra cosa, desde luego, aunque algunos giros metafóricos sí damos cada año para huir de los organizadores. Y luego esos mismos giros los dan ellos para pagarnos poco. ¿Sabéis algo de Norm Eldritch? Que fue un escritor raro que escribió varias cosas de las que rescatamos unas cuantas y las publicamos el año pasado en el Reto Fanzine. Bueno, quiero decir si se sabe algo del proyecto de libro sobre Eldritch del que se ha hablado. Sé lo que tú, que estamos trabajando en ello, y que Valeriano Belmonte hará las ilustraciones. Saldrá la Virgen de Los Llanos luchando contra la momia de Billy el Niño. No, mejor, la momia de la Virgen de los Llanos luchando contra la momia de la Virgen de los Llanos. Todo ilustrado por Valeriano, claro. Volviendo a tu sugerencia anterior, la verdad es que suena bien: Festival Tempo 2011, el Metalenguaje. ¿Lo vas a plantear? Sí suena bien, es cierto, lo que no sé es si igual ya lo han hecho algún año antes, porque son muy cuidados con esas cosas. Los temas monográficos empiezan a escasear. Algún año se lo dedicarán a los patos. Eso es muy de Alberto, los patos. Ya estamos otra vez con Alberto. Dijiste que no lo ibas a sacar más. Putaaaaaa. 31
  • 32. 24 ENSAYOS: Porqué Seinfeld se mea en todos (M.O.) Sí, sí, ya sé. Que ahora hay unas series cojonudas. Que nos pegamos unas sesiones maratonianas de Modern Family, The Big Bang Theory, de Me llamo Earl o de Bob Esponja. Vale. Siento tener que ser yo quien frene el entusiasmo y recuerde que ninguna de estas cosas más o menos frikis puede igualar todavía a la sitcom que más dinero ha dado, y por tanto, como todo el mundo sabe, la mejor sitcom de todos los tiempos. Sí amigos, hablamos de Seinfeld, aquella serie que en su día daba Canal +, cadena que pensó que aquí iba a gustar tanto como en las américas. Canal + se equivocaba. Los que entonces supimos ver que estábamos ante una obra maestra no, y el tiempo nos ha dado la razón. El binomio Jerry Seinfeld-Larry David resultó ser un inacabable surtidor de ideas que se plasmaron en nueve temporadas, en continuo incremento de genialidad y, a la vez, de premios y audiencia. A la altura de la novena temporada, allá por 1998, el señor Seinfeld decidió echar el cierre. Rechazó una oferta económica que debe de estar entre las de récord, unos 100 millones de dólares por una temporada más (cinco millones por capítulo, con un par). La serie se acabó en el momento idóneo. Lo que nos ha quedado son 180 episodios, muchos de ellos auténticas lecciones para cualquier guionista, y verdaderos retos de filmación para historias que duran 22 minutos. Nos quedan 180 historias de trastornados como el propio Jerry, el indispensable George Costanza –escuela de vida para todos-, el vecino Kramer –más escuela de vida- y la ex novia Eleine, quizá la más desequilibrada de los cuatro desequilibrados que componen el reparto. No voy a citar todos los premios ni los 76 millones de espectadores que reunía cada semana –no conozco sus 32
  • 33. nombres. Sí diré que si queréis encontrar gente amable en Nueva York por la calle o por el Metro caminad con una camiseta de Seinfeld. Los neoyorkinos se paran, te felicitan, te dicen lo mucho que les gusta la serie, o te preguntan dónde has comprado la camiseta en cuestión. Ya sé, Miguel dirá que he escrito esta defensa de la serie para contar que estuve en Nueva York. No es cierto. La he escrito para contar que estuve en la ciudad donde vivían los personajes, allá por el Upper West Side. Y me traje dos camisetas de la tienda de la NBC. ¡Cabrones! 33
  • 34. 24 CERVEZAS, EL FANZINE QUE NINGUNA ESPOSA PODRÁ QUEMAR 34
  • 35. Marcelo y Miguel, nada más acabar el fanzine 35
  • 36. AGRADECIMIENTOS Los autores quieren agradecer los consejos editoriales de A.L.A. sin el cual este fanzine no sería posible, a pesar de que este año se le haya limitado la colaboración al mero asesoramiento debido a su intención de acapararlo. Por otro lado, es de agradecer la colaboración desinteresada del artista gráfico Jonas Ventayovski (nombre artístico de Juan Ventayol Sarrión, ideólogo de la portada). Miguel Ventayol quiere agradecer a Marcelo Ortega el vaivén de correos (del cual saldrá el fanzine que revolucionará el año 2011) cargados de fina ironía periodística. Marcelo Ortega, por su parte, quiere agradecer a Miguel Ventayol la madurez que aporta y la tontería. Ambos se quieren agradecer a sí mismos la capacidad para hacer dos cosas al mismo tiempo a pesar de las risas maliciosas de sus respectivas hienas mujeres quienes no sólo no colaboraron sino que pusieron evidentes trabas a la creación (imperdonable fue esconder las grapas, pero peor fue limitar las horas dedicadas a las series de referencia como Futurama, Seinfield, Los Simpson’s, Big Bang T., indispensables para el óptimo funcionamiento de las limitadas prodigiosas mentes de los autores). Finalmente, se agradece la buena intención de los críticos del Aqua en la lectura de esta pequeña obra maestra del género en Albacete. Cabrones. 36