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Debemos aprender más hasta qué punto se limita el poder del destino
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res, lágrimas, dolores y todo lo demás: palabras parecidas que designan
cosas que nunca se parecen. Llamamos así a la huella de nuestras fal-
tas; y allí donde nuestras faltas fueron nobles, nuestra desgracia estará
más cerca de la verdadera felicidad que la dicha de los que son felices
sin haber engrandecido su conciencia. La felicidad o la desgracia, aún
cuando lleguen de fuera, sólo existen en nosotros mismos. Cuanto nos
rodea se convierte en ángel o demonio según el estado de nuestro co-
razón. El destino, del que tanto nos agrada quejarnos, no tiene más ar-
mas que las que le tendemos. No es ni justo, ni injusto; no dicta jamás
sentencia. Lo que tomamos como un dios no es sino un mensajero dis-
frazado. Nos advierte simplemente, en ciertos días, que acaba de sonar
la hora de juzgarnos a nosotros mismos.
Lo seres de segundo orden no se juzgan a sí mismos y, justamente por-
que se niegan a ello, son juzgados por el azar. Están sometidos a un
destino casi invariable; porque el destino sólo puede transformarse
según el fallo que la persona haya dictado sobre sí misma. En lugar de
transformar el acontecimiento que encuentran, se transforman a sí mis-
mos moralmente al primer contacto con todo lo que encuentran. Toman
la misma forma de la desgracia que deploran y no toman sino su forma
más pobre y más usada. Todo lo que les acontece tiene el olor del desti-
no. Para ellos, azar y destino son dos términos idénticos, y el azar es
raras veces un destino favorable. Todo lo que en nosotros mismos no
está ocupado por el poder de nuestra alma, lo ocupa inmediatamente un
poder exterior. Todo vacío en el corazón o en la inteligencia se convierte
en receptáculo de influencias fatales.
Muy a menudo es castigada la virtud, y la fuerza misma de un alma pre-
cipita a veces su desgracia. Mientras más se ama, mayor superficie se
ofrece a dolores nobles. Sin embargo, existe el consuelo del justo, del
sabio y del héroe: el destino sólo tiene imperio en ellos por el bien que
los obliga a hacer. El pensador es una ciudad cerrada que sólo tiene una
puerta de luz y el destino sólo puede abrirla cuando logra obligar al amor
a que llame a esa puerta. Cuando el destino es libre, casi siempre quiere
el mal; pero si piensa en reinar sobre el justo, es necesario que piense
en hacer el bien. El justo está protegido por su luz, y sólo una luz más
fuerte puede vencerlo. Se necesita entonces que el destino se haga más
hermoso que su víctima.
Cuando pronunciamos la palabra “Destino”, todos imaginan algo sombr-
ío, espantoso y mortal. En el fondo del pensamiento humano, no es sino
el camino que conduce a la muerte. Y aún casi siempre no es más que
el nombre que se da a la muerte que no ha llegado todavía. Es la muerte
vista en lo porvenir y la sombra de la muerte sobre la vida. Sin embargo,
¿no puede suceder que quien camina por la vida encuentre una felicidad
más grande que la desgracia y más importante que la muerte?. Un beso
puede ser tan importante para la alegría como lo es una herida para el
dolor. No somos justos; no mezclamos al destino casi nunca con la felici-
dad; si no lo juntamos con la muerte es porque lo reunimos con una des-
gracia más grande que la muerte misma.
Nunca es feliz la muerte a ojos de los que no han muerto todavía; y sin
embargo, así es como juzgamos a la vida. Parece que la muerte lo ab-
sorbe todo, y si 30 años de felicidad terminan en una muerte accidental,
los 30 años nos parecerán perdidos en las tinieblas de una hora doloro-
sa.
Hacemos mal en ligar así al destino con la muerte o con la desgracia.
¿Cuándo nos quitaremos esa idea de que la muerte es más importante
que la vida, y la desgracia más grande que la felicidad? ¿Por qué no
mirar más que del lado de las lágrimas, cuando juzgamos del destino a
un ser, y nunca del lado de las sonrisas? ¿Quién nos ha dicho que se
necesitaba valuar la vida por medio de la muerte y no la muerte por me-
dio de la vida? Nos convencemos de que la sabiduría o la virtud no des-
arman a la desgracia cuando acaece un fin inesperado y cruel, pero no
somos ni sabios ni justos si buscamos en la sabiduría y en la justicia otra
cosa que no sea la sabiduría y la justicia mismas. ¿Con qué derecho
reducimos así una existencia entera al instante de la muerte? ¿Por qué
se piensa que la sabiduría o la virtud de alguien lo hizo desdichado sólo
porque su fin fue desgraciado? ¿Ocupa la muerte en la vida un punto
más vasto que el nacimiento?
Lo que nos hace felices o desgraciados es lo que hacemos entre el naci-
miento y la muerte; no es en su muerte, sino en los días y los años que
la preceden, en donde se encuentran la felicidad o la desgracia de un
ser y su verdadero destino. Razonamos como si el pensador cuya histo-
ria nos ha hecho conocer una muerte horrenda, hubiera pasado su exis-
tencia previendo el fin doloroso que su sabiduría le preparaba. Pero lo
cierto es que al sabio le inquieta mucho menos que al no sabio la idea
de la muerte. Y si todo acaba mal, es contra toda espera y no ha gasta-
do su vida en morirla por anticipado. A menudo, en el fondo de nuestros
pensamientos, parece que una herida que sangra algunas horas aniquila
la paz de una existencia entera.
©
Banco de Historia VisualBanco de Historia Visual
Corresponde al individuo, al ciudadano, juzgar a los partidos, a los agi-
tadores y oradores, labrarse una opinión, a pesar de los sofismas de la
oratoria que enronquecen en torno suyo. La elocuencia y la prensa,
lejos de ayudar a ver con claridad, se ingenian en envolver a la gente y
lanzarle tierra a los ojos. La honestidad es un pájaro tan raro como la
imparcialidad. No se desea ser justo; la pasión siente un horror secreto
hacia lo que pudiera obstaculizarla. En vez de ser la inteligencia la que
conduce a la voluntad, y la conciencia moral la que dirige el pensamien-
to, es la voluntad la que dirige a la inteligencia, y la pasión la que guía la
voluntad. La inteligencia es sólo un medio, un instrumento, un esclavo,
un animal doméstico; tiene un amo, que es la zona oscura e irreflexiva
del hombre, y lo que se apellida su natural. La libertad de la mayoría de
los hombres no difiere mucho de la de la bestia, que es la de seguir sus
impulsos inconscientes y sus móviles inconfesados.
El ser humano es una pasión que pone en juego una voluntad y ésta
empuja a la inteligencia; así, los órganos que parecen estar al servicio
de la inteligencia, no son más que los agentes de la pasión. El determi-
nismo tiene razón respecto de todos los seres vulgares; la libertad inter-
ior sólo existe por excepción y por el hecho de una victoria conseguida
sobre sí misma. Hasta aquel que ha saboreado la libertad no es libre
sino a intervalos y por impulsos: la libertad real no es, por consiguiente,
un estado continuo, no es una propiedad pura y siempre la misma. Esta
opinión tan extendida no es por ello necia, no somos libres más que en
la medida en que no somos víctimas de nosotros mismos, de nuestras
ideas, de nuestros instintos, de nuestra naturaleza. Sólo somos libres
por la crítica y la energía; es decir, por el desprendimiento y la dirección
de nuestro yo, lo que supone muchas esferas con céntricas en el yo, de
las que la más central es superior al yo, porque es la esencia más pura,
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http://lanarrativadelconocimiento.blogspot.com Derechos reservados, 2011
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  • 1. La Narrativa del Conocimiento © Boletín de difusión del Pensamiento Publicación virtual quincenal Textos y Fotografías de Fernando de Alarcón Nueva época - Vol. I No. 10 Julio de 2011 Los rostros del Destino Debemos aprender más hasta qué punto se limita el poder del destino en todos los que llegan a ser mejores que el destino. Sufrimientos, pesa- res, lágrimas, dolores y todo lo demás: palabras parecidas que designan cosas que nunca se parecen. Llamamos así a la huella de nuestras fal- tas; y allí donde nuestras faltas fueron nobles, nuestra desgracia estará más cerca de la verdadera felicidad que la dicha de los que son felices sin haber engrandecido su conciencia. La felicidad o la desgracia, aún cuando lleguen de fuera, sólo existen en nosotros mismos. Cuanto nos rodea se convierte en ángel o demonio según el estado de nuestro co- razón. El destino, del que tanto nos agrada quejarnos, no tiene más ar- mas que las que le tendemos. No es ni justo, ni injusto; no dicta jamás sentencia. Lo que tomamos como un dios no es sino un mensajero dis- frazado. Nos advierte simplemente, en ciertos días, que acaba de sonar la hora de juzgarnos a nosotros mismos. Lo seres de segundo orden no se juzgan a sí mismos y, justamente por- que se niegan a ello, son juzgados por el azar. Están sometidos a un destino casi invariable; porque el destino sólo puede transformarse según el fallo que la persona haya dictado sobre sí misma. En lugar de transformar el acontecimiento que encuentran, se transforman a sí mis- mos moralmente al primer contacto con todo lo que encuentran. Toman la misma forma de la desgracia que deploran y no toman sino su forma más pobre y más usada. Todo lo que les acontece tiene el olor del desti- no. Para ellos, azar y destino son dos términos idénticos, y el azar es raras veces un destino favorable. Todo lo que en nosotros mismos no está ocupado por el poder de nuestra alma, lo ocupa inmediatamente un poder exterior. Todo vacío en el corazón o en la inteligencia se convierte en receptáculo de influencias fatales. Muy a menudo es castigada la virtud, y la fuerza misma de un alma pre- cipita a veces su desgracia. Mientras más se ama, mayor superficie se ofrece a dolores nobles. Sin embargo, existe el consuelo del justo, del sabio y del héroe: el destino sólo tiene imperio en ellos por el bien que los obliga a hacer. El pensador es una ciudad cerrada que sólo tiene una puerta de luz y el destino sólo puede abrirla cuando logra obligar al amor a que llame a esa puerta. Cuando el destino es libre, casi siempre quiere el mal; pero si piensa en reinar sobre el justo, es necesario que piense en hacer el bien. El justo está protegido por su luz, y sólo una luz más fuerte puede vencerlo. Se necesita entonces que el destino se haga más hermoso que su víctima. Cuando pronunciamos la palabra “Destino”, todos imaginan algo sombr- ío, espantoso y mortal. En el fondo del pensamiento humano, no es sino el camino que conduce a la muerte. Y aún casi siempre no es más que el nombre que se da a la muerte que no ha llegado todavía. Es la muerte vista en lo porvenir y la sombra de la muerte sobre la vida. Sin embargo, ¿no puede suceder que quien camina por la vida encuentre una felicidad más grande que la desgracia y más importante que la muerte?. Un beso puede ser tan importante para la alegría como lo es una herida para el dolor. No somos justos; no mezclamos al destino casi nunca con la felici- dad; si no lo juntamos con la muerte es porque lo reunimos con una des- gracia más grande que la muerte misma. Nunca es feliz la muerte a ojos de los que no han muerto todavía; y sin embargo, así es como juzgamos a la vida. Parece que la muerte lo ab- sorbe todo, y si 30 años de felicidad terminan en una muerte accidental, los 30 años nos parecerán perdidos en las tinieblas de una hora doloro- sa. Hacemos mal en ligar así al destino con la muerte o con la desgracia. ¿Cuándo nos quitaremos esa idea de que la muerte es más importante que la vida, y la desgracia más grande que la felicidad? ¿Por qué no mirar más que del lado de las lágrimas, cuando juzgamos del destino a un ser, y nunca del lado de las sonrisas? ¿Quién nos ha dicho que se necesitaba valuar la vida por medio de la muerte y no la muerte por me- dio de la vida? Nos convencemos de que la sabiduría o la virtud no des- arman a la desgracia cuando acaece un fin inesperado y cruel, pero no somos ni sabios ni justos si buscamos en la sabiduría y en la justicia otra cosa que no sea la sabiduría y la justicia mismas. ¿Con qué derecho reducimos así una existencia entera al instante de la muerte? ¿Por qué se piensa que la sabiduría o la virtud de alguien lo hizo desdichado sólo porque su fin fue desgraciado? ¿Ocupa la muerte en la vida un punto más vasto que el nacimiento? Lo que nos hace felices o desgraciados es lo que hacemos entre el naci- miento y la muerte; no es en su muerte, sino en los días y los años que la preceden, en donde se encuentran la felicidad o la desgracia de un ser y su verdadero destino. Razonamos como si el pensador cuya histo- ria nos ha hecho conocer una muerte horrenda, hubiera pasado su exis- tencia previendo el fin doloroso que su sabiduría le preparaba. Pero lo cierto es que al sabio le inquieta mucho menos que al no sabio la idea de la muerte. Y si todo acaba mal, es contra toda espera y no ha gasta- do su vida en morirla por anticipado. A menudo, en el fondo de nuestros pensamientos, parece que una herida que sangra algunas horas aniquila la paz de una existencia entera. © Banco de Historia VisualBanco de Historia Visual Corresponde al individuo, al ciudadano, juzgar a los partidos, a los agi- tadores y oradores, labrarse una opinión, a pesar de los sofismas de la oratoria que enronquecen en torno suyo. La elocuencia y la prensa, lejos de ayudar a ver con claridad, se ingenian en envolver a la gente y lanzarle tierra a los ojos. La honestidad es un pájaro tan raro como la imparcialidad. No se desea ser justo; la pasión siente un horror secreto hacia lo que pudiera obstaculizarla. En vez de ser la inteligencia la que conduce a la voluntad, y la conciencia moral la que dirige el pensamien- to, es la voluntad la que dirige a la inteligencia, y la pasión la que guía la voluntad. La inteligencia es sólo un medio, un instrumento, un esclavo, un animal doméstico; tiene un amo, que es la zona oscura e irreflexiva del hombre, y lo que se apellida su natural. La libertad de la mayoría de los hombres no difiere mucho de la de la bestia, que es la de seguir sus impulsos inconscientes y sus móviles inconfesados. El ser humano es una pasión que pone en juego una voluntad y ésta empuja a la inteligencia; así, los órganos que parecen estar al servicio de la inteligencia, no son más que los agentes de la pasión. El determi- nismo tiene razón respecto de todos los seres vulgares; la libertad inter- ior sólo existe por excepción y por el hecho de una victoria conseguida sobre sí misma. Hasta aquel que ha saboreado la libertad no es libre sino a intervalos y por impulsos: la libertad real no es, por consiguiente, un estado continuo, no es una propiedad pura y siempre la misma. Esta opinión tan extendida no es por ello necia, no somos libres más que en la medida en que no somos víctimas de nosotros mismos, de nuestras ideas, de nuestros instintos, de nuestra naturaleza. Sólo somos libres por la crítica y la energía; es decir, por el desprendimiento y la dirección de nuestro yo, lo que supone muchas esferas con céntricas en el yo, de las que la más central es superior al yo, porque es la esencia más pura, la forma superindividual de nuestro ser, nuestra forma futura, sin duda, nuestro tipo divino. Somos, por tanto, esclavos, pero susceptibles de liberación; estamos atados, pero somos capaces de desatarnos. http://lanarrativadelconocimiento.blogspot.com Derechos reservados, 2011 Besarte Secos mis labios “Produce una inmensa tristeza pensar que la natura- De mi Libreta de Apuntes De mi Libreta de Apuntes Fernando de Alarcón / Banco de Historia Visual © Freiburg, Alemania - 2000