1. La partida de Ojeda
Sin más palabras. El Indio Ojeda. Decidió terminar su vida. Ahí mismo en el caminito terroso.
Llevaba mucho tiempo en indecisión. Tal vez por aquello que lo había preocupado tanto. Un
rosario de encomiendas; de las cuales se hizo heredero. Desde su bisabuela Anatiel. Que vivió en
tantos siglos pasados; que el recuerdo, hoy, era demasiado incompleto. Como si fuera de esos
hechos o acciones inclinadas al vacío, desde la altura misma del tiempo. Una recóndita ilusión por
ahí pasando. De generación en generación. Y sí que los Aymará, tejieron su propia línea para medir
al viento y a la Luna. De esto le habló el Taita Berileo en dos años atrás. Surgiendo de cada raíz.
Y, en esos arenales, habían ido forjando la locomoción necesaria y permitida. Se fueron las
cuentas envaradas y dispuestas como fuerza adherida a la Madre Natura. Siguiendo, tal vez, las
huellas de los Nasas. De los Embera no sabía casi nada. Apenas lo necesario para advertirlos como
semejantes. Aún en esa extensión de tierra de por medio.
Ojeda, recordó ahora. Antes de concretar su deseo de irse al vuelo; ese día, aquellas palabras
expresadas con fuerza y furia, por parte de Salatiel, el hermano de sangre. Dichas de tal manera
que eran como látigos de castigo, por culpa hecha. En ese caserío íngrimo. En esa selva obscura,
que trepidaba en las noches. Con el canto de los pájaros agoreros espías, mandados por los
Tucanos, guerreros de toda la vida. Con esos ojos de hiena herida, furiosa. Y, al mismo tiempo,
recordó los días en que, las asambleas decisorias, reunían a los mayores, sin mujeres de por medio.
Todo en un compromiso hiriente, por lo mismo que Padre Sol, se exhibía en esa perpendicular
inclemente. Todos en las jaulas cerradas a los hijos de los recibidores del castigo. Y, el Indio Ojeda,
era uno de ellos. Había, en cuatro noches anteriores, sucumbido a la tentación de beber el caldo
de víboras destripadas antes por las mujeres en celo. Y se hizo sujeto de irreverencia. Y pagaría por
eso, dijo; el Taita Mayor. En sentencia agria. Impuesta.
Su mujer, dada a él en las lluvias anteriores, le preparó el brebaje aprendido de Zoila Vejarano,
hacía muchos años ya. Una mezcla de líquido miótico con sangre de gallinazo encerrado tres
semanas atrás; en el mismo corral de las gallinetas. Y demoraron el ritual hasta el amanecer del día
en que se iba a conocer la sentencia. Los niños y niñas, lloraban desde ese fin hasta la hora propia
de la reunión. Y venían delegaciones de los otros caseríos; situados a media distancia de tierra de
por medio.
Ojeda, entonces, pasó por ese suplicio, durante cuatro horas. Mediadas ´por el intervalo hecho
canto, por parte de las vírgenes de la más tierna edad. Canto dispersado por el viento. Voces
ilimitadas. De una dulce expresión habida por su ponderación desde su nacimiento. Los arboles
mecían el ulular de las bestias traídas; desde esos lugares que bordean al Rio Padre Amazonas. Y
todo terminó cuando volaron a ras de la tierra, los murciélagos traídos desde “Cueva Cimera”. Por
allá, en donde la Luna se hace agreste, cambiando su color desde el tono amarillo pálido hasta el
rojo del achiote condensado en las totumas cerradas.
Esa tarde, antes de la noche en que había decidido irse al infinito mundo de Los Mayores Potentes.
El indio soñó con la preñez de la Diosa Brida. Sueño tormentoso. Aturdido, despertó y se bañó en
la lagunita situada en la ciénaga de los pájaros cantores. Y, desde allí, caminó hasta el caminito
que lo habría de recibir inane. Sin la pulsión ávida de vida.
En este hoy, pasados muchos tiempos ya, se escucha el vozarrón de Ojeda, despidiéndose de todo
lo habido como secuencia burda. Como desincronía milenaria