1. Antonia
Símbolo de las juanas
La llamaban todos. Casi siempre se le veía acompañada de Fernando. Todo el tiempo en
función de ver crecer las alas de las otras. Las mujeres que nunca pudieron ser sus amigas. Por
lo mismo que el viento cortó alas, desde el mismo momento en que empezaron a crecer las
herejías.
Antonia de todos los tiempos, decían los que nunca pudieron acercarse a su entorno de
imaginarios vivos, escuetos, no solemnes. Vigía del universo inquieto. De las luces multicolores.
De las nubes viajeras. Inconclusas. Empecinadas en no dejar ver la huella tornasolada que se
había enquistado en ellas.
Alberta de mil ilusiones, ciertas. Venidas de la mano de todos los hombres suyos. De esos que
no habían naufragado en el propósito de conocer su voz, de cerca. En el mismo escenario en
que construyó, ella, la teoría de los propósitos vinculados con la ciencia impar, incierta,
desvertebrada. Enhiesta, en puro fuego constante. Veedora de los prodigios de esa ciencia
incierta, difuminada, espectral.
Antonia espléndida la llamaban las mujeres alojadas en el bosque de las calendas pasadas. Las
mismas que creyeron en ella, aun sin haberla vitas. Y la sintieron en primigenia angustia volátil.
En prístina alegría necesaria, fundamental. Y, con ellas, caminó en la noche buscando refugio
para su soledad, aupada, impávida.
Le decían liviana sombra enquistada en los arreboles; en el tinglado que ha visto todos los
pulsos. Le decían, también, invisible malla, filtro de todas las posibles causas. Aluvión en el
interregno. Entre la pausa y el olvido. Detentadora del poder inveterado. De la noción de vida
incorpórea. Viviente estampa de la ansiedad siempre latente, màs nunca perdida.
Mujer de todas las verdades juntas. Asì le dijeron todos. Cuando decidió avanzar en pos de la
ternura desahuciada. Ellos, los mismos que la habían visto descender desde el Olimpo
enervado, cual lugar de insidiosas expresiones de dioses, varones, no benévolos. Alberta de los
corazones henchidos. Propensos a claudicar, por la vìa de ser viajeros ciertos en los cuerpos de
los seguidores de la dueña de El Hatillo.
Todo fue creciendo en insospechada velocidad rotativa. Refulgente. Vista desde lejos, Alberta
fue destrozando los torbellinos. Forjados en el centro convergente. El calor y la presión. Desde
el mismo significado de la fuerza física; asociada al empuje arropador. En que viajaron José
Gabriel, Camilo y José Manuel. Los tres sujetos vivos en pugna. Tras la pasión de la de todos
los tiempos. En versión notable, por lo mismo que construyeron, en perspectiva, la batalla por
el territorio y su gente. Liberación cierta en ciernes
Entonación circunscrita. Proclama de incontables voces. Así le decían, a su paso, las mujeres
que la seguían desde que la conocieron en Simacota, Onzaga, Coromoro Embelesadas, ellas,
por la arrogante trepidación del cuerpo de Antonia. Y, ella y ellas entraron en procesión. Como
marchantes innovadoras. Como tejedoras de esperanza. En esa tierra que pretendiera ser
arrasada. En donde venía creciendo la exponencial de la barbarie. En fin, en donde empezó la
incuria de las gobernanzas, a instaurar la plenitud de la desesperanza.
Cuatro caminos sintieron sus pasos. Los de ella. Y los de sus seguidores. Ya no solo los
originarios. Fueron brotando como si fueran esporas dispuestas por todo el suelo. Cada quien
como cada otro. En puro crecimiento infinito. Hombres que empezaron a discernir. Alrededor de
la propuesta ígnea. Mujeres de vuelo insumiso. Juanas de incontenible paso libertario
Y llegaron a lo que sería, en todo el tiempo por venir, puerto de convergencia y permanencia.
Todos y todas. Con predisposición constante. En aplicación de la heredad cierta, heterodoxa.
2. De los saberes acumulados. De las experiencias no filtradas. De los insumos coloquiales, pero
sòlidos. Combinación de postulados construidos en nervio de amplio espectro.