1. Un día de esos que reclaman, desmemoria
Ese día, primero de marzo, estuve trajinando la vida. A pesar de la reiteración, sentí que era algo
nuevo. Como cuando tú te miras al espejo y notas que has envejecido prematuramente. Llegué a
mi sitio de trabajo más tarde de lo permitido. De inmediato el supervisor, Ananías Cogote, me hizo
firmar planilla, en la cual se daba cuenta de los retardos. Ni siquiera supe expresar lo que me
pasaba. Lo cierto es que, en toda la jornada laboral, no pude superar ese deje de tristeza. Tanto es
así, que Tertuliano Pedroza Tangaré, mi compañero de máquina se extrañó mucho. Ante todo
porque nunca había pasado eso del “vacío mental”. Le dije que había pasado mala noche. Que
no pude dormir bien. Que fue un insomnio absoluto. Como si, el tósigo de la desesperanza,
estuviera ahí. Conmigo.
Terminé mi turno. Tal parece que no hice el pulimiento de los rodillos. No fue solo intuición. Algo
así como que Ananías Cogote, me dijo; “si sigues así estás perdido.”. En la furgoneta me
quedé dormido. Llegué a mi casa, como atolondrado. Tanto así que, sin saludar a mi mamá
Gertrudis. Ni a mi hermana Iris. Me tiré a la cama vestido. Un sueño no reparador. Más bien, ese
tipo de sueños, que lastiman. Por lo rudos. Imágenes incorpóreas. Transitando por la carrera 49,
en mí el barrio. Y veía correr las sombras del desasosiego. Y esas penumbras que me
amenazaban. Y crucé la calle, buscando no sé qué. Como cuando uno se siente perdido, vacío de
espíritu. En algunos momentos, corría sin rumbo. Sin ninguna mirada concreta. Sueño azaroso. De
idas y venidas en el mismo sitio. Sin moverme. Paralizado. Como un flagelo hiriente.
Desperté muy de madrugada. Como entre las tres y las cuatro. Me levanté, caminé por mi cuarto.
Como si se tratase, de efectuar una medición, en términos de pasos y pies, para calcular metros
cuadrados. Me dirigí a la cocina. Ahí estaba mamá Gertrudis. Preparaba el desayuno. Me miró
compungida. Como si un dolor de madre, insinuara algún tipo de dolor ajeno. No me habló.
Simplemente, me indicó con su mirada que estaba muy temprano,. Que durmiera otro rato.
Recordando lo del día anterior
No pude conciliar el sueño, a pesar de haberlo intentado. Pensaba en Alejandrina Tuberquia, mi
prometida. A sus escasos dieciocho años, ya estaba a punto terminar su cuarto semestre. La
ingeniería industrial le había atraído desde muy niña. Con su papá Abelardo ya hacía cálculos de
parábolas, como prerrequisito para proyectar un nuevo modelo de proyectores y su incidencia en el
medio ambiente. Y si que nos conocimos tres años atrás, mientras ella preparaba su prueba de
ingreso a la universidad. Una casualidad de la vida. Yo había llegado a su casa, preguntando por
su hermano Amadeo. Me dijo que no había llegado de la fábrica. Le habían cambiado el turno.
A partir de ahí, sus ojos me cautivaron. Con cualquier disculpa, iba a su casa dos o tres veces por
semana. A ella le producía mucha alegría mis visitas. Su mamá Esperanza había entendido, que mis
visitas, tenía como objeto, no conversar con Amadeo; sino hablar y estar cerca de Alejandrina. Yo
permanecía varias horas conversando con “Aleja”. Preguntándole por el contenido de alguna de las
áreas del conocimiento que cursa. Por el cálculo, la geometría, la física y sus aplicaciones. Los
domingos, con el visto bueno de mamá Esperanza, salíamos a caminar por el barrio. Disfrutábamos
viendo a la gente. A los niños y niñas que jugaban en el parquecito.
Cualquier día, un martes, por cierto, terminé mi jornada laboral más temprano. Había pedido
permiso a don Ananías, para asistir a una cita médica. Llegué al barrio más temprano, después de
la cita con el médico. Me encontré con Amadeo, en la esquina de la cuarenta y nueve con octava.
Lo noté muy disgustado conmigo. Como cuando uno percibe que algo malo había pasado. Le
2. pregunté el motivo de su actitud me contestó con palabras hirientes. “…después de lo que has
hecho con mi hermana Aleja, no quedan ningunas explicaciones…”. Nos despedimos. Llegué a casa
confundido. Le comenté a mamá Gertrudis lo que me había dicho Amadeo. Me contestó:”…no sólo
él. Casi todo el barrio repudia no descaro. Eso de una preñez no deseada. A más de haber
obligado a Alejita, a coito forzado. En verdad, yo no he podido entender tu actitud. He hecho
mucho esfuerzo para no botarte de la casa.
Esa versión me puso en una conmoción profunda. No entendía que había sucedido. No me pasaba
por mi mente haber inducido a “Aleja”. Con o sin consentimiento. Nunca había realizado
ninguna acción indigna. Es más, cómo podía haberlo hecho, si mis visitas eran con el visto bueno
de mamá Esperanza. Y nuestras caminatas eran públicas. Simplemente recorríamos las calles
cogidos de la mano. Todos y todas que nos miraban, podían ser testigos(as) de nuestro
comportamiento.
No quise ir a la casa de Alejandrina.. Arreglé mi ropa. Solo salí con mi maleta. Inicialmente con
rumbo desconocido. Me decidí pasar por la casa de Tertuliano. Le comenté lo sucedido.”…te
conozco y no te considero sujeto procaz…”. Me ofreció hospedaje en su casa. Tenía un cuarto
desocupado. Vivía solo. Acepté el ofrecimiento.
Caminé hasta la cocina. Allí estaba mamá Gertrudis. Me indagó acerca de la hora tan temprana
para levantarme. Le dije:”…mamá no he podido dormir. He tenido sueños con imágenes
borrascosas, insjusticables. Me veía en un terreno inhóspito. Asediado por multitud de figuras
irreconocibles.. Mamá Gertrudis, simplemente, me arropó con mi cobija. Me dijo:
“…Rolando, ¿no te das cuenta que eres un muchacho todavía, imberbe. Y que hoy es
domingo. Y que debes asistir a la iglesia a la catequesis, como preparación para tu
primera comunión?
Ese domingo, de camino para la iglesia, vi que muchas personas estaban en la casa de la señora
Esperanza, la madre de la niña Alejandrina. Indagué el motivo. La señora Inés, tía de Alejandrina
me dijo…”Ronaldito, ¿acaso no te has dado cuenta que “Alejita”, murió el viernes
pasado?