1. Los penitentes
Si lo dije, no lo recuerdo. Esa fue mi respuesta al requerimiento de Juvenal Sotelo. Había
pasado mucho tiempo desde entonces. La matanza, de ese día, ha ejercido sobre mí, un
recuerdo potenciado, casi al infinito. Y es que lo hice con plena conciencia. Una a una las
maté a todas. Siendo niñas. Apenas pudieron tratar de correr. Y lo hacían de manera torpe.
Por lo mismo que, yo, trababa sus piernas con el inmenso cuero con el que acostumbraba
azotarlas. Golpes lacerantes sobre sus cuerpecitos desnudos.
Yo las había recogido una a una. Bien cuando iban al colegio. O bien cuando estaban
jugando en el parquecito del barrio. Convertí, esas sucesivas acciones, casi en un ritual
placentero. Mis ojos, no eran más que fuego entre latente y real. Traspasaba, con ellos, sus
vestiditos. Y me imaginaba encima de ellas; vulnerándolas con mi verga a cada nada.
Juvenal apenas si lo podía creer. Nunca supuso que su amigo había ido tan lejos en la
profesión que compartía conmigo. Juvenal, por cierto, fue mi cómplice desde que ambos
descubrimos para que fuéramos buenos. Desde ese día en el cual asistimos a ese sitio en
que se exhibían las niñas esclavas. Sin ningún atuendo. Y bailaban, ellas, con esa desnudez
absoluta. Y como nos masturbámos, todos los asistentes a esa función que se realizaba
hasta tres veces al día.
Y, él y yo, pagábamos cuota adicional, para ingresar al cuartico en donde dormían. Y otra
cuota para montar en ellas. Y nos íbamos para nuestras casas como si nada. En fin que, un
día cualquiera, nos separamos. Cada uno por rumbos diferentes. Hasta que me lo encontré
hoy.
Me insistía en que yo le había dicho, ese día en que nos separamos, que cada uno,
dejaríamos ese tipo de comportamiento. Y que, por lo mismo, llevaríamos como expiación,
piedras en nuestros zapatos. Y que recorreríamos miles de kilómetros, cada trece de mayo,
yendo a todos los santuarios marianos habidos en el territorio nacional.
Entonces, al verme así. Al escuchar mi historia; Juvenal no tuvo palabras para expresarme
su desasosiego. Simplemente lloró largo rato. Y, ahí mismo, me disparó en la cabeza. Y, él,
hizo lo mismo en la suya. Los dos caímos al piso, casi al mismo tiempo.