1. Las madres
Se lo habían enunciado un año atrás. Pero, él, creyó que era otra broma del señor alcalde. Lo que le dijeron
tenía que ver con su condición de amante de hombres. Especialmente de adolescentes. Un largo historial. Aún
antes de que se iniciara la actuación con el referente de “libertad para amar. Libertad para ser amado”. Su
capacidad de seducción, era infinita. Él mismo contaba que había “desollado” a más de cuarenta. Sin ninguna
violencia previa. Simplemente convocándolos con esos sus ojos verdes, penetrantes, asfixiantes. Que no dan
lugar, una vez se los mira, a disidencias.
Y es que David era puro fuego. Desde pequeño se acostumbró a medir los ensueños y los sueños. Siempre
anhelando ser dueño de todos. Y los catalogaba. Por orden de belleza y de otorgante de placer. En el colegio
era conocido como “El César”, Por lo mismo que exhibía un autocontrol absoluto, en unidad de acción con la
maniobra constante para mantener cautivos a quienes amaba. Fueran consientes o no de ello.
Y estuvo mucho tiempo en ejercicio de su aureola. Hasta que conoció a Nemesio. Imberbe bello. Ojos de una
negrura convocante. Venía de familia hacedora de proclamas en lo que concierne a la libertad sexual. Todos y
todas, en ella, eran amantes y amados. No importando la edad, ni el parentesco.
Cuando lo citaron, simplemente, creyó que era una de esas audiencias más a las cuales había asistido un
centenar de veces. Siendo siempre sujeto que no acataba reglas e insinuaciones. Y creyó, asimismo, que el
señor alcalde, en uso de su perfil de incompetente consuetudinario, simplemente le diría “no hay pruebas.
Luego no hay condena”, Él era consiente que había vulnerado todas las reglas. Desde el mismo momento en
que había agredido a Juliancito, En ese tipo de agresión que involucra la perversión. Porque fue, no solo
obligarlo a aceptar la penetración constante; sino la atadura, de se ser en sí, a un cuadro relacional vejatorio,
infame.
Él había sido todo un engarce sistemático. Aprovechándose del poder ejercido sobre sus súbditos. En un
proceso sin fin. Y, así, se lo había hecho saber al Santo Imperio. Lo pecaminoso había sido desterrado a partir
de la absolución lograda. Tanto así que su invernadero sexual no había sido tocado. Ni lo sería nunca.
Lo que le anunciaron era, para él, simple retórica lineal. De conformidad con sus principios y valores. Con velo
de organza afín a sus postulados. Y, todos en la región, lo conocían, Sabían que era dueño y señor de los
nacientes párvulos. No había fisura alguna. Porque, siendo como era él, absoluto dueño de todos y todas; no
existía ninguna disposición manifiesta o soterrada a cumplir con ninguna norma de reclamación. Colectiva o
individual.
Y allí estaban las madres. Sujetas inmersas en la reclamación de “justicia”. Sabiendo ellas que sus hijos
habían sido avasallados por “El César”. Y, además, que este no insinuaba ningún arrepentimiento, ante el
daño causado. Simplemente porque él, era Poder absoluto que transgredía, sin transgredir. Con esa visión de
supuesto libertario que todo lo puede, en aras de demostrar que todo se puede.
Y ellas, las madres, sucumbieron. Nadie las acompañó. Y murieron en fuego cruzado. Alcanzadas
por las balas de “El César”. Quien previamente había informado que el sexo asociado a su
predilección, era mandato de estado.