La evolución del Capitalismo marca un cambio drástico desde los postulados de las padres de la economia hasta la desconexión actual de los agentes económicos.
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ETICA, MOTINES Y UTOPIA.
Manfred Nolte
El Capitalismo es un vasto sistema de producción y distribución descentralizado,
basado en la libre competencia. Se trata del único régimen económico conocido
hasta la fecha capaz de elevar masivamente el nivel de prosperidad en los pueblos.
Allí donde no ha llegado la economía de mercado tampoco hay desarrollo y solo
hallamos pobreza y desolación. Los pilares del sistema capitalista son pocos, pero
categóricos: el reconocimiento del derecho a la propiedad, la existencia de unos
legisladores representativos y el funcionamiento de una judicatura
independiente.
Pero, lamentablemente, el capitalismo no admite el modo de pilotaje automático.
Periódicamente descarrila y en ocasiones provoca accidentes de dimensiones
colosales: 1840, 1929 o 2008. Son los ciclos y las crisis. Y con ellas la ansiedad.
Oleadas de ansiedad embargan a amplísimas capas sociales no solo a la izquierda
o a la derecha del centro político, sino también en este último espacio. La
globalización, el penúltimo estadio de evolución del capitalismo ha sido bueno en
promedio, pero el promedio es un criterio insuficiente. La globalización ha
generado ganadores y perdedores y no está claro que esta situación sea asumible
por más tiempo. Este hecho se sitúa en la base de los últimos golpes de estado o
en el reclutamiento de guerrillas armadas antisistema.
Lo novedoso es que, en determinadas circunstancias, particularmente en los años
recientes, una ansiedad extrema puede producir, y de hecho produce, unas
singulares revoluciones democráticas llamadas motines. Motines contra el
establishment, contra el sistema vigente en el más amplio de los sentidos. Trump,
el despegue de los populismos extremistas, o el Brexit, no son sino el producto de
amotinamientos sociales vestidos de un ropaje aparentemente incruento.
Aparentemente tan solo, ya que también los movimientos de este signo pueden
acarrear males, en ocasiones males mayores.
La primera de las incongruencias que se esconde detrás de los motines es que no
son finalistas. Expresan descontento o desesperación. Buscan la destrucción del
estado de las cosas, pero no cuentan entre sus herramientas con la de buscar
alternativas ordenadas a la injusticia recién superada. No está en su ADN. No otra
cosa estamos presenciando estos días con el insólito espectáculo de un Brexit
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abocado al caos. Del ‘Europa nos roba y ataca nuestra soberanía’ al desfiladero
hacia ninguna parte. Donald Tusk ha enconado días atrás la herida británica al
proferir las siguientes palabras: “Me he estado preguntando cómo es ese lugar
especial en el infierno para aquellos que promocionaron el Brexit sin siguiera el
borrador de un plan de cómo llevarlo a cabo con seguridad". Tino suficiente con
nulo tacto, pero en cierto modo, Brexit ha sido un motín de resultados vandálicos.
Por eso los motines ‘amigables’ protagonizados por los extremismos de derecha
e izquierda en los países centrales, carecen de soluciones alternativas a los
excesos del capitalismo o de la globalización que pretenden reparar. Porque
carecen de aquel sentido, propósito o responsabilidad que hay que devolver a la
sociedad para recuperar las primeras esencias del libre mercado evocadas por
Adam Smith y otros padres de la economía. El Nobel Vernon Smith destaca del
autor de ‘La riqueza de las naciones’ una idea básica: el beneficio mutuo derivado
del intercambio. Propósito y reciprocidad en la contribución a la riqueza social.
Los extremismos políticos se supeditan a otros valores y finalidades que figuran
en su propia partitura política, dando prioridad al mantenimiento o incremento
de sus cuotas de poder e influencia, como en los sindicatos el primer objetivo
queda constituido por aumentar el número de afiliados. Son movimientos
endógenos y centrípetos, secuestrados por su logística interna, frente a la
necesidad de recuperar con urgencia en nuestra sociedad espacios olvidados de
colaboración y reciprocidad, donde los derechos estén perfectamente cuadrados
con sus correspondientes obligaciones.
La primera revolución industrial que se extendió hasta mediados del siglo XIX y
creció en Inglaterra y Escocia fue fiel a los enunciados smithianos de una división
del trabajo creadora de economías de escala, pero sometidos a principios
morales. Smith, el apóstol de la ‘mano invisible’ creía en el hombre como un
agente moral, con deberes y obligaciones. La primera explosión de capitalismo en
1840 reveló innumerables ejemplos de filantropía empresarial en el ideario de la
derecha y en la izquierda fue el origen del movimiento cooperativo en Rochdale,
imitado en ciudades como Richmond, Halifax, Bradford o Cadbury, y que se
extendieron luego más allá de las fronteras hasta Alemania (Reifeissen), Francia
y resto de países. En todos los casos prevalecía un sentido moral de reciprocidad
donde los derechos y las obligaciones de los agentes sociales actuaban al mismo
nivel. La mayor desviación surge décadas después con la aparición de la escuela
utilitarista y más tarde con los postulados de Milton Friedman. La nueva
ideología de Jeremy Bentham desgaja la moralidad de los valores intuitivos, al
afirmar que “una acción es moral si promueve la mayor felicidad del mayor
número de personas”. Como consecuencia, el consumo es bueno y el trabajo es
malo.
La socialdemocracia contraataca consagrando las políticas fiscales beligerantes
que trasvasan recursos de unos colectivos a otros menos favorecidos y más
necesitados, aunque con desigual peso y fortuna. Sin apelación reconocible al
‘sentido’ de colaboración y a la reciprocidad social. La sociedad se convierte
progresivamente en un conglomerado de ciudadanos exigentes de derechos con
una pérdida significativa de la conciencia de sus obligaciones. Las obligaciones se
rebotan definitivamente al Estado. El paternalismo toma el relevo del
comunitarismo.
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Milton Friedman aviva el incendio utilitarista con generosos regueros de
gasolina: lo único relevante de una empresa es la maximización del beneficio. La
avaricia es buena. El efecto derrame hará lo demás. La economía no precisa de la
ética. Y así, el talante moral del empresariado se degrada hasta nuestros días, y
se evapora en las escuelas de negocios. Entretanto, el efecto derrame queda
desmentido por las divergencias de la globalización. De rechazo, la insolidaridad
se apropia de grandes áreas sociales. La familia desaparece y el individuo mira a
‘Papá Estado’ en busca de soluciones económicas. El paternalismo sustituye a la
corresponsabilidad.
Se cierne un complot impreciso contra el vigente desapego moral del capitalismo.
Si no se alcanza a regenerar la sociedad con una cultura de cooperación leal de
todos los agentes económicos, donde derechos y obligaciones se armonicen
cabalmente, es posible que las nuevas utopías que surjan de sucesivos motines
causen males peores que los que pretenden curar.
Terminaremos con las palabras de Sir Paul Collier inspirador de estas líneas:
“encaramos una época que exige recuperar la ética de la reciprocidad”.
09.02.2019.
Nota: El presente artículo es fruto de las reflexiones provocadas por la lectura del
libro de Paul Collier (2018): The Future of Capitalism.