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LA ECONOMIA DE LA EDUCACION.
Manfred Nolte
La reforma de la Educación presuntamente insinuada días atrás por el
Gobierno de Pedro Sánchez, comprometiendo a la educación privada
concertada, ha sido tajantemente desmentida por la ministra de Educación,
Isabel Celaá, quien ha defendido la función social de la inmensa mayoría de los
centros concertados, negando que desde el Gobierno haya habido ataque o
amenaza alguna a este tipo de enseñanza.
La noticia y las reacciones producidas en distintos ámbitos del sector educativo
dan pie, no obstante, para realizar algunas consideraciones de índole económica
sobre tema tan sensible y trascendental.
La coexistencia del modelo público y el modelo privado en el perímetro de la
educación, en especial –aunque no exclusivamente – en los estadios previos a la
enseñanza universitaria, requiere volver a la consideración de cuándo el
gobierno debe intervenir un mercado, y hasta qué límite dicha intervención se
halla justificada.
Cabe adelantar un principio que aquí se sostiene –quizá no compartido por la
totalidad de los especialistas en el tema- acerca de la justificación de cualquier
tipo de intervención gubernamental. Hablamos del principio de subsidiariedad,
de tal manera que el sector público debe saltar a la palestra cuando el sector
privado se muestre insuficiente, ineficiente o inadecuado pero solo en esos
casos.
Lo privado y lo gubernamental se remite a la presencia en la vida económica y
social de los llamados ‘bienes públicos’. Los bienes públicos, son aquellos de
carácter básico y envolvente que deben tener una aplicación universal. Un bien
público no puede excluir a nadie y ningún ciudadano se perjudica o ve minorada
su utilización por el hecho de que otro ciudadano haga uso simultaneo de el.
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Quizás, como ejemplo, el bien público más generalmente reconocido sea el de la
seguridad y la defensa, tanto en el ámbito nacional como local.
El libre mercado competitivo puede no ser suficiente ni eficiente para proveer
un bien público con los ingredientes señalados. Para entenderlo debemos
introducir el concepto de ‘externalidades’ porque son estas las que agregan peso
al factor de racionalidad que propicia la entrada del sector público en la
economía.
Las externalidades son situaciones en las que la producción o el consumo de un
bien o un servicio por parte de un consumidor o una empresa en el sector
privado tiene un efecto indirecto –el llamado ‘derrame’- sobre otros
consumidores o empresas de la economía. Estas externalidades justifican que el
gobierno puede intervenir para aumentar (si el derrame es positivo) o restringir
(si el derrame es negativo) la producción o el consumo del bien. La polución
medioambiental es una de las externalidades negativas más acusadas. La
educación es, a su vez, uno de los elementos que crea externalidades positivas
de mayor consideración, ampliando el concepto a la investigación y la obtención
de patentes. El libre mercado, que ha demostrado ser el mecanismo más
eficiente para la asignación de los recursos económicos produce frecuentemente
un exceso de bienes y servicios de externalidades negativas y también un déficit
de bienes y servicios de externalidades positivas.
Resulta obvio, si aceptamos los presupuestos anteriores que la educación es un
bien público al que debe tener acceso la totalidad de la población de un
determinado país, y que dadas sus externalidades positivas debe apoyarse hasta
la extenuación.
Llegados a este lugar debemos preguntarnos cómo se concilian el sector privado
y el gobierno para la oferta de este bien público crítico llamado educación. Pues
bien, si hemos aceptado que nos hallamos ante un bien público no excluyente
parece obvio que los presupuestos del estado deben garantizar con financiación
suficiente la oferta de dicho bien. A renglón seguido no podemos olvidar que lo
público es subsidiario de lo privado y está llamado a complementarlo,
financiarlo y regularlo solo para que alcance su máxima eficiencia. De tal modo
que el análisis coste beneficio cobra toda su relevancia a la hora de la
confluencia de lo público y lo privado en el ámbito de la educación.
En un análisis como el que aquí se ha expuesto, se deja de lado un aspecto
propietario como a quien pertenece la educación de los hijos (¿al Estado o a la
familia?), y tampoco se quiere ahondar en la herida de cual de los sectores –
privado o público- es ‘de facto’ más eficiente.
Lo esencial es asumir que la educación es un bien público y que compete al
estado su implementación universal, pero que la educación privada goza no solo
de los derechos de actuación y financiación sino de una cierta prevalencia en el
tiempo, sujeta obviamente a la tutela gubernamental sobre sus externalidades.